Alfonso Aguiló, “Remedios sencillos”, Hacer Familia nº 315, 1.V.2020

Ignaz Semmelweis fue un médico húngaro especializado en cirugía y obstetricia, que trabajó en el Hospital General de Viena entre 1844 y 1849. Por entonces apareció una infección poco conocida a la que llamaron «fiebre puerperal» o «fiebre de las parturientas», que elevó considerablemente los fallecimientos como consecuencia del parto en toda Europa. Los médicos lo achacaban a diversas causas, como la humedad, el frío, falta de ventilación, pero lo cierto es que no se lograban frenar esas infecciones.

Aquel hospital tenía dos grandes salas de maternidad. En la primera de ellas, atendida por matronas, la tasa de mortalidad era del 3,6%, mientras que en la segunda, atendida por médicos y estudiantes de medicina, alcanzaba el 9,8%. Semmelweis empezó a analizar posibles diferencias entre ambas salas, al principio sin éxito.

Un día de 1847, uno de sus compañeros del Hospital de Viena, Jakob Kolletschka, falleció pocos días después de sufrir un corte de bisturí en uno de sus dedos mientras realizaba una autopsia. En su agonía mostró síntomas similares a las de la fiebre puerperal, lo que llevó a Semmelweis a pensar en alguna posible conexión entre la contaminación cadavérica y la fiebre puerperal. Se dio cuenta entonces de que en la segunda sala, la de más mortalidad, allí los médicos habían decidido que los estudiantes debían aprender anatomía mediante la disección y estudio de cadáveres.

Por entonces, los médicos no tenían por costumbre lavarse las manos antes de examinar a un paciente o entrar en el quirófano. Semmelweis pensó que la semejanza entre la muerte de Kolletschka y de las mujeres de su sala de maternidad, se debía a que los médicos y sus estudiantes eran portadores de la materia infecciosa, porque solían llegar a las salas de maternidad inmediatamente después de realizar disecciones.

Semmelweis pensó en eliminar químicamente esa contaminación infecciosa adherida a las manos, y ordenó que debían lavarlas con una solución de hipoclorito cálcico antes de entrar en la sala de maternidad. Gracias a eso, la mortalidad bajó del 9,8% a menos del 1,3%.

Pero aquellos descubrimientos colisionaban con la teoría convencional de que las enfermedades se propagaban por el «aire malsano», o las «miasmas», y por eso no fueron bien acogidas por la comunidad médica. Quizá hubo otros factores, pues muchos de los médicos se ofendían con la idea de desinfectarse las manos, ya que el estatus de un caballero era contrario a la idea de que sus manos podían estar sucias. Además, Semmelweis apenas tenía treinta años y estaba cuestionando la práctica médica establecida y, con ello, todo el sistema de salud del imperio austrohúngaro, lo cual les parecía demasiado arrogante. Todo aquello provocó que fuera relevado en su cargo en 1849, y sus medidas sanitarias fueron desechadas.

Por aquella misma época, el médico y escritor norteamericano Oliver Wendell Holmes, y la enfermera británica Florence Nightingale, publicaron recomendaciones similares, pero tampoco recibieron apenas consideración en sus propios países. Sus recomendaciones parecían no tener base científica, y ese respaldo solo llegó cuando Louis Pasteur descubrió que las infecciones eran causadas por microorganismos tan pequeños que ni siquiera podían verse a simple vista. El cirujano británico Joseph Lister desarrolló las ideas de Pasteur y promovió cambios radicales en la cirugía, que obligó a los médicos a desinfectarse las manos y utilizar guantes e instrumental quirúrgico esterilizado.

Hoy en día para los profesionales sanitarios resulta obvio que lavarse muy bien las manos es una práctica higiénica decisiva. Pero es una necesidad que tardó muchas décadas en comprenderse. Quizá es porque los remedios sencillos parecen tener poco estatus, son demasiados cotidianos, hay resistencia a concederles categoría. Pero no por eso tienen menor eficacia y validez.

Muchas transformaciones importantes, tanto en las personas como en las instituciones, tienen su origen en sencillos descubrimientos. Y por eso es importante estar muy abierto a esos hallazgos, ser sensibles ante la fuerza de lo obvio, ante eso que quizá es tan sencillo que parece no merecer atención. Cualquier propósito de mejora personal o institucional debe basarse en el hecho sencillo de enfrentarse valiente y serenamente a la realidad de las cosas. A esa verdad sencilla y liberadora, bien presente y clara cuando no nos resistimos a ella. Las verdades más grandes pueden a veces parecer demasiado sencillas, pero son las mejores cuando se cuenta con ellas como fundamento del vivir.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”