Alfonso Aguiló, “Serenidad interior”, Hacer Familia nº 36, 1.II.1997

Es curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para otros y muy difícil de darse en sus propias circunstancias. Corremos el peligro de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con grandes acontecimientos, con poder disponer de una gran cantidad de dinero, gozar de una salud sin fisuras, tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, protagonizar grandes logros del tipo que sea. Pero la realidad luego resulta bastante distinta a eso.

La prueba es que la gente más rica, o más poderosa, o más atractiva, o que mejor dotada está, no coincide con la gente más feliz. Para verlo, basta con echar una ojeada a las revistas del corazón. El dinero y las posesiones son en sí mismas un espejismo de la auténtica felicidad. La fama tampoco aporta demasiado por sí misma; es más, el hombre famoso necesita de una madurez especial para saber asumir bien su encumbramiento, sin que le produzca un desequilibrio emocional (además, es centro de atención de muchas miradas, que le siguen muy de cerca y suelen juzgarle con especial severidad).

Tampoco parece que disponer de un gran talento o gozar de muy buena salud sean el punto clave. Son cosas que pueden favorecer, que pueden crear un clima propicio para sentirse feliz, pero no siempre es así, pues todos hemos visto muchos ejemplos de personas muy inteligentes que han arruinado completamente sus vidas, o de otros que, por el contrario, con ocasión de la enfermedad han descubierto una nueva dimensión de su vida y han madurado y sido mucho más felices.

Tampoco es que para ser feliz haya que ser tonto, enfermo o desafortunado. También entre ésos, como entre todos, unos se sentirán felices y otros no. Parece que la felicidad y la infelicidad provienen de otras cosas, de cosas que están más en el interior de la persona, en el talante con que plantea su vida.

Por ejemplo, muchas veces sufrimos, o nos embarga como un sentimiento de desánimo, o de agobio, o de fatiga interior, y no hay a primera vista una explicación externa clara, porque no hemos tenido ningún contratiempo serio, ni tenemos hambre, ni sed, ni sueño, ni nos faltan la salud o las comodidades que son razonables.

Son dolores íntimos, y si investigamos un poco llegamos a descubrir que están causados por nosotros mismos: muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos examinamos con sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de nuestro estado interior, de nuestra pereza, de pequeños egoísmos, envidias, susceptibilidades, etc. En definitiva, de errores personales que nos producen una decepción.

Sin embargo, hay que pensar que es precisamente esa decepción la que nos brinda la oportunidad de mejorar y ser más felices. Igual que el dolor físico tiene la inestimable utilidad de avisar de que algo en nuestro cuerpo no va bien, esos dolores de que hablamos nos advierten de que algo en nuestro interior debe cambiar. Es positivo –además de natural– que notemos con intensidad el peso de nuestros errores: si no fuera así, sería muy difícil que nos corrigiéramos.

Quizá el aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción: aceptar que las cosas –empezando por la realidad de nosotros mismos– no son como las queríamos, como las pensábamos, o como nos las habían contado; que las cosas no son tan sencillas, que la vida no es tan fácil. Pero, como ha escrito Enrique Rojas, la conquista de la felicidad no es algo a lo que se llega de modo improvisado o casual; se alcanza tras un largo esfuerzo sobre nosotros mismos, es como una obra de ingeniería personal continuada.

 

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”