José Luis Martín Descalzo, “Sólo semillas”

Cuentan que un joven paseaba una vez por una ciudad desconocida, cuando, de pronto, se encontró con un comercio sobre cuya marquesina se leía un extraño rótulo: «La Felicidad». Al entrar descubrió que, tras los mostradores, quienes despachaban eran ángeles. Y, medio asustado, se acercó a uno de ellos y le preguntó: «Por favor, ¿ qué venden aquí ustedes?» «¿Aquí? —respondió en ángel—. Aquí vendemos absolutamente de todo». «¡Ah! — dijo asombrado el joven—. Sírvanme entonces el fin de todas las guerras del mundo; muchas toneladas de amor entre los hombres; un gran bidón de comprensión entre las familias; más tiempo de los padres para jugar con sus hijos…» Y así prosiguió hasta que el ángel, muy respetuoso, le cortó la palabra y le dijo: «Perdone usted, señor. Creo que no me he explicado bien. Aquí no vendemos frutos, sino semillas.» En los mercados de Dios (y en los del alma) siempre es así. Nunca te venden amor ya fabricado; te ofrecen una semillita que tú debes plantar en tu corazón; que tienes luego que regar y cultivar mimosa-mente; que has de preservar de las heladas y defender de los fríos, y que, al fin, tarde, muy tarde, quién sabe en qué primavera, acabará floreciéndote e iluminándote el alma.

Y con la paz ocurre lo mismo. Hay quienes gustarían de acudir a un comercio, pagar unas cuantas pesetas o unos cuantos millones y llevarse ya bien empaquetaditos unos kilos de paz para su casa o para el mundo.

Claro que a la gente este negocio no le gusta nada. Sería mucho más cómodo y sencillo que te lo dieran ya todo hecho y empaquetado. Que uno sólo tuviera que arrodillarse ante Dios y decirle: «Quiero paz» y la paz viniera volando como una paloma. Pero resulta que Dios tiene más corazón que manos.

Bueno, voy a explicarme, no vayan ustedes a entender esta última frase como una herejía. Sucedió en la última guerra mundial: en una gran ciudad alemana, los bombardeos destruyeron la más hermosa de sus iglesias, la catedral. Y una de las «victimas» fue el Cristo que presidía el altar mayor, que quedó literalmente destrozado. Al concluir la guerra, los habitantes de aquella ciudad reconstruyeron con paciencia de mosaicistas su Cristo bombardeado, y, pegando trozo a trozo, llegaron a formarlo de nuevo en todo su cuerpo… menos en los brazos. De éstos no había quedado ni rastro. ¿Y qué hacer? ¿Fabricarle unos nuevos? ¿Guardarlo para siempre, mutilado como estaba, en una sacristía? Decidieron devolverlo al altar mayor, tal y como había quedado, pero en el lugar de los brazos perdidos escribieron un gran letrero que decía: «Desde ahora, Dios no tiene más brazos que los nuestros.» Y allí está, invitando a colaborar con Él, ese Cristo de los brazos inexistentes.

Bueno, en realidad, siempre ha sido así. Desde el día de la creación Dios no tiene más brazos que los nuestros. Nos los dio precisamente para suplir los suyos, para que fuéramos nosotros quienes multiplicáramos su creación con las semillas que Él había sembrado.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para la esperanza”

Rafael Navarro-Valls, “Lo que se pide a un político”, Diario 16, 8.IV.96

Cuando Kennedy concurrió a la Presidencia de EE.UU. contra Nixon no temía demasiado que su condición de católico se convirtiera en un problema intelectualmente relevante. Lo que temía -y en parte se confirmó- es que las manipulaciones de sus adversarios políticos lo transformaran en una ominosa corriente de rencor subterráneo, haciéndole aparecer como un hooligan de la política. Lo que alguien de su entorno llamó la ofensiva del “maccartismo religioso”, que tiende a convertir en un leproso político al hombre con determinadas convicciones.

La experiencia de Occidente demuestra, por el contrario, que las convicciones religiosas han sido muchas veces un estímulo poderoso para mantener en política posiciones de alto nivel ético. La Unión Europea probablemente continuaría siendo un sueño si en su origen no hubiera habido un puñado de hombres, entre ellos católicos como Schuman, Adenauer y De Gasperi, que creían posible la unidad y la solidaridad entre europeos por encima de los enfrentamientos pasados. Nadie ha echado en cara a Martin Luther King o a Desmond Tutu sus convicciones religiosas, impulsoras en gran medida de su cruzada por los derechos civiles.

(…) Según una encuesta Gallup en EE.UU., un 83% de los americanos coinciden en señalar que la firmeza de las convicciones, entre ellas las religiosas, lejos de excluir el respeto a los demás, lo favorece. Y es natural, si se piensa -como no hace mucho manifestaba Václav Havel- que hay algo pérfido en las tentaciones del poder. Algo que a él mismo le llevaba a confesar: “Desde que lo tengo, sospecho permanentemente de mí”. Por una parte, el poder político ofrece estupendas posibilidades de autorrealización y de servicio a los demás. Por otra parte, su titular se convierte en un preso del cargo, de sus exigencias y… de sus ventajas materiales. Solamente una escala de valores clara, un auténtico sentido moral, permiten que el primer aspecto prime sobre la tentación del segundo. Si sepultamos en el Pantheon todo lo que implique valores, marcando con la sospecha a las personas que mantienen convicciones profundamente arraigadas, condenamos a un nuevo exilio a un sector de la clase política.

A un político no hay que pedirle que carezca de convicciones -religiosas, ideológicas, etcétera-, pues eso sería instaurar como pauta de acción el cinismo político, que es una forma de abuso de poder. Lo que se le pide es que al desempeñar un cargo público no anteponga sus ideas personales al respeto de las leyes ni los intereses propios a la búsqueda del bien común. Sería suicida poner en duda la aptitud de un creyente para ejercer una función pública por el simple hecho de que tenga unas convicciones sobre cuestiones que directa o indirectamente tengan que ver con su cargo. Si se admite esa sospecha, habría entonces que generalizarla. ¿Por qué aplicarla sólo a los que mantengan una determinada postura religiosa? Todos los candidatos a un puesto político tienen opiniones o creencias; muchos habrá que pertenezcan a grupos u organizaciones de diversos tipos. Si un creyente fuera por eso sospechoso de parcialidad, también todos los demás serían quintacolumnistas.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “En el estanque dorado”, El Mundo, 10.I.97

Para Jefferson, la Presidencia era «una espléndida miseria». Taff llamaba a la Casa Blanca «el lugar más solitario del mundo»; para Harding, era «una prisión». Clinton, que comienza ahora un nuevo mandato, no parece estar de acuerdo. Durante semanas se concentraron sobre su exultante figura los focos de los media, lanzando a las tinieblas exteriores al candidato derrotado. Es el momento de preguntarnos: ¿Cómo se sienten los perdedores en su estanque dorado? Me refiero a los que como Dole nunca se sentarán en el Despacho Oval, y a los presidentes prematuramente desalojados de la Casa Blanca. Los que nunca llegaron, es frecuente que entren en un estado cercano a la confusión cataléptica. La depresión ya rondaba a Bob Dole unos días antes de su derrota, aunque para ahuyentarla dijera: «No me arrojaré desde un rascacielos». Mondale, barrido por Reagan, sí que confesó sentirse como si lo hubieran lanzado desde un acantilado: «Mientras caía tuve el derecho de gritar, pero me estrellé contra el fondo».

Dewey, al día siguiente de perder frente a Truman, comparó su posición psicológica a la de un borracho aparentemente muerto: «Al despertarme dentro de un ataúd me dije: si estoy vivo, ¿qué demonios hago aquí? Si estoy muerto, ¿por qué tengo necesidad de ir al WC?». Stevenson, cuando Eisenhower lo derrotó en 1952, manifestó: «Soy demasiado viejo para llorar, pero reír cuesta mucho». Y Dukakis -«ese abogado de Harvard que hablaba como un predicador»- luchó durante meses contra una sombría depresión.

La situación es distinta para los que fueron presidentes. Limitándonos a los que sobrevivieron al cargo después de la posguerra, unos se presentaron a la reelección y no la lograron (Bush, Ford y Carter); otros renunciaron a un segundo mandato (Johnson); uno fue defenestrado (Nixon). Todos tuvieron algo en común: de pronto se encontraron en la situación de reyes exiliados a los que obsesionó el juicio de la Historia.

Johnson no resistió la presión y acabó derrumbándose. Retirado en su rancho de Texas, azotado por el insomnio y los fantasmas del Vietnam, trepaba a su cama de madrugada, se tapaba con la manta hasta el cuello y se acurrucaba como un niño asustado.

Otros perdieron transitoriamente el juicio político, como le sucedió a Ford al pensar seriamente en volver a la arena formando parte de la lista de candidatos de Reagan a la vicepresidencia en 1980. Nixon optó por «hacer historia», escribiéndola él mismo. Todos hicieron notar que les había faltado tiempo para hacer lo que querían. En eso aciertan. Según Richard Neustad, de los ocho años de mandato de un presidente, los dos primeros sirven de aprendizaje; el cuarto se emplea en la preparación de las elecciones para un nuevo mandato; los años séptimo y octavo dejan al presidente saliente con escaso poder y pocas iniciativas.

Quedan los años tercero, quinto y sexto. De los últimos presidentes, Kennedy, Bush y Carter sólo tuvieron el tercero y quinto. Sólo Reagan -y ahora Clinton, si llega al final de su mandato- dispuso de los tres años mágicos. Pero incluso él, cuando sus colaboradores le despidieron el último día en la Casa Blanca con un cordial «misión cumplida, señor presidente», Reagan contestó con tristeza: «Aún no, aún no».

Los que nunca llegaron a la presidencia y los que se fueron prematuramente, quedan como simples espectadores en la galería del tiempo. Todavía mantienen una cierta autoridad moral que les permite ser escuchados. Pero sólo ocupando la concha del apuntador en el gran teatro de la política americana.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El «macarthysmo» religioso”, El Mundo, 28.V.97

Acabo de participar en un congreso internacional sobre justicia constitucional y libertad religiosa. Entre los asistentes se encontraban seis presidentes de Tribunales Constitucionales europeos y americanos, incluido el del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Paralelamente a los trabajos del Congreso, se desarrollaba en España el affaire de Jesús Cardenal y su nombramiento como fiscal general del Estado. Sus vicisitudes -me refiero no a la vertiente política, sino a la religiosa- recordaban alguno de los cases law debatidos en las sesiones científicas.

Efectivamente, partiendo de la base de que una ola de intolerancia recorre el mundo, comienzan a detectarse los primeros síntomas de una guerra fría religiosa.

La quieren imponer los extremistas de la moralidad sin contemplaciones y los fanáticos del macarthysmo religioso.

Los intolerantes de la primera facción son ayatolás que necesitan lapidar un Salman Rushdie cada día. Los exaltados de la segunda, representan al clero de las nuevas ideocracias, especie de cuasi-religiones que convierten en leprosos políticos a los hombres con determinadas convicciones. Unos pervierten la verdadera religión; los otros corrompen la verdadera laicidad.

Para aquéllos, la religión es una realidad dominada por los conflictos de poder y decidida, en todo caso, a imponerse a las fuerzas políticas. Para los segundos -representantes de lo que viene llamándose una «laicidad beata»-, el laicismo se convierte en puro nerviosismo ante velos islámicos de alumnas magrebíes, pacíficos objetores de conciencia, o declaraciones en la vida pública, cuya gran herejía ideológica consiste en alinearse en categorías morales insertas en el código genético de Occidente.

En uno y otro caso, ya sabemos a qué errores pueden conducir regímenes -autoritarios o no- que, afirmando en la Constitución la libertad religiosa, sin embargo la restringen con incriminaciones destinadas a reprimir lo subversivo o, simplemente, lo que no se inserte con claridad en lo políticamente correcto. Ambas formas de intolerancia han puesto en circulación una suerte de policía mental, cuyos agentes se dedican a una nueva caza de brujas, en la que la primera baja suele ser la libertad.

Esas formas recuerdan la definición que el escritor y pensador norteamericano Oliver Wendell Holmes hacía del fanático: «Su mente es como la pupila de los ojos; cuando más luz recibe, más se contrae».

Como se ha dicho con acierto, el fanático ve las cosas con tanta claridad, que su visión arrasa cualquier otro planteamiento. No se explica para qué vale la libertad. De ahí su temor frente a ella.

No es extraño que el Derecho esté tomando cartas en el asunto. Baste el ejemplo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

En rápida sucesión -y después de décadas de silencio en la materia- ha comenzado a dictar sentencias directamente conectadas con la defensa de la libertad religiosa.

Primero fue la sentencia Kokkinakis, que protege el proselitismo religioso frente a las leyes griegas restrictivas.

Luego dictó Otto Preminger Institut contra Austria, en la que declaraba tutelables los sentimientos religiosos de un sector de la población del Tirol frente a manifestaciones ofensivas.

Antes, en Hoffman, prohibió que la atribución de los hijos en un proceso de divorcio se haga discriminando a un cónyuge por sus convicciones religiosas.

En fin, hace solamente unos días, la sentencia Wingrove contra Reino Unido reiteraba la legitimidad, en una sociedad democrática, de la protección de contenidos culturales de trasfondo sagrado frente agresiones de alto voltaje. Otras cinco cuestiones, conectadas con problemas de discriminación ideológica y religiosa, esperan turno en el mismo Tribunal.

Habría que buscar la causa de tantos litigios en materia de libertad religiosa, en que los problemas de libertad y no discriminación no suelen plantearse -por lo menos en Occidente- en términos de agresiones directas a las propias convicciones, sino en forma de agresiones indirectas.

Se trata de aislar al adversario con acusaciones que lo pongan en cuarentena; exiliarlo del campo de lo políticamente correcto, impidiéndole cualquier matización de las reglas del juego. Frente a estas muestras de intolerancia, la sociedad debe crear anticuerpos que garanticen el fair play.

Es preciso un juego limpio que rescate los derechos humanos -incluido el de libertad religiosa- de las presiones de las minorías y de las imposiciones de las mayorías políticas.

Hace unos meses, centenares de millones de personas en todo el mundo fuimos testigos de cómo el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos pedía al reelegido presidente Bill Clinton que pusiera su mano sobre la Biblia familiar, y jurara fidelidad a la Constitución de los Estados Unidos. Así lo hizo, acabando con su «ayúdame Señor». Luego invitó al pastor Graham -allí presente- a que guiara a la nación con sus oraciones.

En algún momento de su discurso, como la gran mayoría de sus predecesores, mencionó a Dios, y antes de la inauguración comenzó su día en una iglesia metodista. Con esos antecedentes, Clinton lo hubiera tenido crudo en España para ser nombrado fiscal general del Estado. Su condición de ostentoso creyente lo habría puesto bajo sospecha por los representantes de la sociedad posmoralista.

No conozco al nuevo fiscal general. No tengo ni idea de cómo llevará los asuntos de su nuevo departamento. Probablemente se estrellará contra un muro, en una misión que, en España, comienza a ser imposible.

Me figuro también que Jesús Cardenal será más ponderado en sus expresiones. En todo caso no creo que la democracia se resquebraje por sus convicciones personales.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Matrimonios a la carta”, El Mundo, 27.IX.97

Acaba de entrar en vigor el sistema de matrimonio a la carta, que hace unas semanas aprobó el Congreso del Estado de Luisiana. La ley americana permite elegir, antes de casarse, entre el matrimonio estándar, que admite el divorcio a petición, y un matrimonio-pactado. En este segundo caso, las parejas deben realizar una seria deliberación antes de contraer matrimonio, y ser plenamente conscientes de las características de la unión pactada que contraen. Además, por escrito, acuerdan intentar resolver los potenciales conflictos matrimoniales con ayuda de consejeros, y divorciarse sólo tras dos años de separación (en vez de los seis meses del matrimonio común), o bajo una limitada serie de circunstancias como el adulterio, malos tratos, sanción penal con cárcel o abandono del hogar. Como los ya unidos en matrimonio no tuvieron la posibilidad de elegir este matrimonio blindado, la nueva ley prevé que los casados antes de la fecha de su entrada en vigor, si lo desean, pueden acogerse a esta modalidad matrimonial (New Louisiana Covenant Marriage Law), haciendo la correspondiente declaración.

Probablemente, en la elección de este modelo legal, han influido recientes estudios norteamericanos que muestran que alrededor del 20% de las personas que reciben asesoramiento prematrimonial deciden no casarse, con lo que quizás se ahorran un mal matrimonio y un confuso divorcio. Al tiempo, se ha demostrado que son más sólidos los matrimonios precedidos de una seria deliberación y consejo. La nueva fórmula de Luisiana supone un giro legal de 180 grados. Hasta ahora, el Derecho europeo y norteamericano parecía entender que quienes por sus convicciones -religiosas o no- se ligaran jurídicamente (no simplemente en el plano de una idea moral, sino de una realidad legal) incurrirían en un error, frente al cual -por su falta de previsión- han de ser defendidos. Pero esta visión paternalista, comienza a ponerse en cuestión. Para los defensores del matrimonio opcional, la creación de un vínculo electivo y más sólido, sería una fuente de incentivos para que cada persona pondere con atención su decisión inicial de contraer matrimonio. Además, sería un estímulo para que los contrayentes realicen el máximo esfuerzo para lograr que su matrimonio funcione. Esta estrategia, que maximiza la probabilidad de éxito en el matrimonio, suele ilustrarse con la imagen clásica del pasaje griego de Ulises y las sirenas. Ulises conocía los riesgos de naufragio que podría sufrir si su tripulación se dejaba seducir por los cantos de las sirenas. Por eso optó por taponar los oídos de sus marineros. Ulises, sin embargo, manteniendo expedita la audición, ad cautelam, se ligó al mástil del barco. Del mismo modo, a sabiendas de que la llamada de las sirenas es algo que no siempre todos pueden resistirse a escuchar, el Derecho puede optar por establecer modalidades jurídicas que prevengan la posibilidad de consecuencias negativas. Es decir, estas personas eligirían libremente no tanto comprometerse con su cónyuge, cuanto atarse o vincularse a sí mismos lo más sólidamente posible con su cónyuge. ¿Por qué impedirles esta estrategia? La idea no es descabellada, sobre todo si se piensa que las legislaciones modernas -en otras esferas distintas al matrimonio- suelen ser contrarias al paternalismo. En esos sectores la argumentación es clara: «Debe dejarse libertad total a las personas a la hora de hacer sus elecciones». Si las consecuencias no son estrictamente positivas, será lamentable, pero esto no es decisivo -se afirma- para abandonar esa política y prohibir esas elecciones. Lo que es paternalista sería justamente la negativa legal a tolerar matrimonios jurídicamente estables.

Estas libres limitaciones al divorcio y la posibilidad de que la voluntad humana asuma una concepción jurídica y no sólo moralmente cercana a la indisolubilidad, no parece lesiva del juego de la libertad en el seno del matrimonio. En Europa, por ejemplo, el Tribunal de Derechos Humanos, en el caso Johnston, ha declarado no contraria a la Convención de Roma las legislaciones que mantengan el matrimonio como indisoluble o establezcan restricciones al divorcio. Si la propia ley civil puede establecerlo en todo caso, es evidente que la voluntad humana puede autodeterminarse caso a caso. Es decir, limitar los márgenes de autonomía en un contexto de divorcio al vapor o sin restricciones. Sobre todo si se piensa que en el Derecho moderno -por lo menos en vía de principio- se parte de la permanencia del vínculo matrimonial, para luego aceptar, en los casos establecidos por la ley, que las partes puedan disolverlo. De ahí que las limitaciones al divorcio no aparecen en el Derecho como limitaciones a la voluntad de las partes, sino como posibilidades que la ley abre a la voluntad de las partes.

En realidad, la fórmula matrimonial de Luisiana se alinea con la tendencia del Derecho de la familia de acuñar nuevas soluciones jurídicas a las continuas demandas sociales. Si, por ejemplo, el Derecho matrimonial tiende a reconocer la fórmula del divorcio por mutuo consentimiento, es lógico que, a través de pactos jurídicamente operativos, la voluntad pueda diseñar un matrimonio lo más estable posible. En definitiva, la cuestión es ésta: ¿hay que ofrecer a las parejas solamente un matrimonio de usar y tirar, o cabe también ofrecer una opción a la carta que les estimule a esforzarse más en mantener sus matrimonios? La respuesta es -como acaba de escribirse en el Herald Tribune- que permitir una elección es lo contrario a la coacción. En todo caso, no se penaliza a quien no elija el camino más difícil.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Tambores de guerra”, El Mundo, 5.II.98

La incesante actividad de la secretaria norteamericana de Estado, un 77% de americanos a favor de una acción militar contra Irak, y la necesidad de un definitivo asentamiento de Clinton, hacen resonar cada vez más cerca los tambores de guerra. En medio de este frenesí bélico, una de las voces más sensatas que se han dejado oír ha sido la del ministro francés Jean-Pierre Chevènement. Para él, la estrategia norteamericana es fruto de una «imbécil diabolización», iniciada hace siete años.

Efectivamente, la Guerra del Golfo alcanzó por entonces cotas de inaudita publicidad. Aquello fue una especie de matanza bajo los focos. Un espectáculo de luz y color, filmado desde todos los ángulos.

Pocos saben, sin embargo, que, antes de que el Congreso de Estados Unidos aprobase la intervención militar, el testimonio televisado que conmovió las conciencias americanas (una joven madre contando las atrocidades iraquíes y describiendo la destrucción de incubadoras, con el resultado de bebés agonizando por los suelos), fue trucado por una de las principales agencias de comunicación estadounidenses.

Quien pagó fue Kuwait. Objetivo: encender a la opinión pública americana contra el monstruo iraquí.

La joven testigo era la propia hija del embajador de Kuwait en Estados Unidos, que interpretó con talento su papel ante las cámaras. El Congreso, dudoso hasta entonces de la necesidad de una intervención bélica, finalmente, lamentando «la sangre de los inocentes», aprobó por una mayoría de cinco votos la operación Tormenta del Desierto.

Pocas voces se elevaron entonces contra la guerra. En España EL MUNDO, a través de una serie de inteligentes editoriales, se opuso a la intervención americana, distinguiendo lo que es guerra «legítima» de guerra «conveniente» o «imprescindible». Lo cual sólo sucede cuando las demás vías de solución del problema han sido agotadas.

Que la guerra no es la solución para casi nada la han visto clara, con el paso de los años, buena parte de sus protagonistas. Para De Gaulle, en la II Guerra Mundial, «todas las naciones de Europa perdieron y dos fueron derrotadas». Para Wilson, el objetivo de la I Guerra Mundial fue erradicar los absolutismos. Pero lo que en realidad engendró Versalles fueron las dictaduras de Hitler, Mussolini y Stalin. Las dos guerras mundiales ciertamente terminaron con las monarquías absolutas y con el colonialismo, pero no lograron extender la democracia en el mundo.

La verdad es que hasta 1989 sólo el 15% de la población mundial vivía bajo regímenes democráticos estables. Y cuando Truman se planteó un plan de recuperación económica para Europa, sus asesores económicos fijaron la suma de 17.000 millones de dólares. Al principio se asombró de la suma fabulosa que implicaba. Con tacto, le recordaron que comparada con el coste de la II Guerra Mundial era pequeña: sólo el 6% del capital que gastó Estados Unidos en derrotar al Eje bastaría para el restablecimiento de un nivel de vida decente en Europa. Algo similar podría decirse respecto a los gastos militares de la Guerra del Golfo.

Ciertamente la Historia humana, si estamos de acuerdo con Gibbon, es «una suma de crímenes, locuras y desdichas», pero probablemente ninguna supere a la guerra misma.

El siglo XX ha sido el más brutalmente cruento de la Humanidad. Cálculos fiables cifran en unos 125 millones el número de muertos en 135 guerras; dos de ellas mundiales. La suma supera al total de víctimas habidas en todas las contiendas bélicas hasta principios del siglo que ahora declina. Parece como si un refinado activismo humano hubiera desencadenado implacables resultados inhumanos.

Sadam Husein es, sin duda, un dictador sin escrúpulos. Pero el pueblo iraquí no. Una reedición de la Guerra del Golfo sumaría más cadáveres al millón de muertos que ha causado el embargo salvaje decretado hace años.

Tiene razón el ministro francés cuando observa que la amenaza militar alimentará las brasas del integrismo. Irán -el viejo enemigo de Irak- se ha apresurado a solidarizarse con Sadam Husein: el fundamentalismo vuelve por sus fueros. ¿Una guerra imprescindible? Aún no.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El chantaje de la duda”, El Mundo, 17.X.98

Cuando Lech Walesa terminó su discurso en el aula magna de la Universidad de Lublin, aplaudí por cortesía. En realidad, estuve distraído durante la intervención del presidente polaco. Mientras hablaba, recordé que, desde 1954, el profesor Karol Wojtyla había impartido clases de Etica en esa misma Universidad y, probablemente, en esa misma aula. Al concluir el acto, quise cerciorarme de si efectivamente -como había leído en algún sitio- el ambiente intelectual de los años 50 estuvo marcado en los claustros de Lublin por la insistencia en los derechos humanos y las relaciones entre fe y razón. Al salir, un colega polaco, asistente a la misma reunión científica, me lo confirmó.

La última encíclica de Juan Pablo II (Fides et Ratio), cuya publicación coincide con el XX aniversario de su elección, demuestra que las preocupaciones académicas del entonces profesor de Lublin siguen influyendo en las convicciones del Papa de hoy. Si La Repubblica lo ha denominado «portavoz planetario de los derechos humanos», Fides et Ratio es una llamada a liberar el entendimiento de las imágenes que lo idiotizan. El siglo XX ha convertido al sujeto racional en sujeto económico. La encíclica del Papa polaco intenta para el XXI recuperar la visión del hombre como sujeto pensante y moral. Frente al intento de ensalzar la debilidad de la razón, Juan Pablo II defiende su grandeza. Y lo hace con audacia. Incluso apoyando alguna de sus argumentaciones en citas de Galileo Galilei, la bestia negra de los pulsilánimes.

El relativismo está lanzando su larga sombra también sobre los derechos humanos. No hace mucho Le Monde se lo recordaba a Chirac cuando adoptaba, ante la visita de Li Peng a Francia, un cierto «relativismo cultural» en el respeto a los derechos humanos en China. El rotativo francés le advertía que, en esta materia, ni hay relativismo cultural ni cabe la transigencia: «La tortura sigue siendo tortura», sea cual sea la forma histórica o geográfica que adopte. Juan Pablo II entiende en Fides et Ratio que tampoco es intolerancia defender -frente al relativismo- la posibilidad de la razón de llegar a verdades absolutas.

El objetivo de Fides et Ratio es devolver al hombre de hoy la esperanza en la posibilidad de encontrar una respuesta segura a sus grandes inquietudes («¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿qué sentido tiene la presencia del mal, del sufrimiento, de la muerte?»). En medio de esas interrogantes, la fuerza para continuar su camino hacia la verdad radica, para Juan Pablo II, en la certeza «de que Dios lo ha creado como un explorador, cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda». Lo que hace el Papa es intentar recomponer los componentes de la religión, después de su «estallido al entrar en la modernidad» (A. Touraine). De ahí que, en realidad, Fides et Ratio no plantea tanto un problema de santidad cuanto de sensatez, saliendo al paso de esa forma de cinismo que intenta convencernos de que, como se ha dicho, cualquier creencia lleva en sí las raíces del fanatismo.

Tiene razón el cardenal Ratzinger cuando al presentar ayer la encíclica destacaba su actualidad. Precisamente porque demuestra que la fe no es una amenaza ni para la razón ni para la libertad.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El retorno del matrimonio”, El Mundo, 4.XII.98

Ocho de cada 10 españoles (78%) opinan que el matrimonio es «una institución muy importante»; el 63% entiende «que es la mejor forma de convivencia». Según el censo de población, el 66% de los españoles mayores de 19 años están casados. Los datos son de la última encuesta hecha pública hace unos días por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Datos que coinciden en el tiempo con el «retorno» del matrimonio y la familia, también en la Europa dominada por la izquierda.

Abrió el fuego en Inglaterra la tercera vía de Blair. Su ministro de Interior puso sobre el tapete el informe Supporting Families. Conclusión: «El matrimonio es la mejor institución y el modelo más estable para educar a los hijos». Su tutela -siempre según el informe de Jack Straw -puede acabar con peligrosas enfermedades de la sociedad británica. En concreto, con la tasa de divorcios más alta de Europa (cuatro de cada 10 matrimonios); la elevada proporción de nacimientos fuera del matrimonio (el 34% en 1996); las deficiencias escolares de los hijos de familias monoparentales, y los índices de delincuencia y drogadicción, atribuidos indirectamente a los problemas familiares (siete de cada 10 parejas que se divorcian tienen hijos). Ya es sintomático que, desde estas mismas páginas, Anthony Giddens -el cerebro de Tony Blair- acabe de centrar en la familia buena parte de sus observaciones al programa social del nuevo laborismo británico.

Al viraje socialdemócrata británico se sumó Lionel Jospin en Francia. Desde el palacio Matignon -sede de la Conferencia sobre la Familia, convocada este verano por el propio Gobierno- el primer ministro dedicaba a la familia frases incendiarias, que harían enrojecer a los viejos socialistas. Para Jospin la familia «es un lugar privilegiado donde, naturalmente, el niño ha de encontrar sus puntos de referencia y descubrir los valores que forjarán su personalidad. Un lugar de aprendizaje de la solidaridad, de la ciudadanía y del respeto al otro». La defensa de la familia y el matrimonio no era un lapsus del primer ministro francés. Se apoyaba en un informe del propio Partido Socialista -«Por una política familiar de izquierda»- publicado unos días antes. Apartándose de la vieja visión que hacía de la familia «una cuestión privada perpetuadora de las ideas insolidarias de la derecha», el PSF comienza a conceptuarla como una forma de convivencia de la mayor importancia, «en la que se articulan los espacios privados y los públicos». La marcha atrás no se ha quedado en el marco de los principios. El Gobierno francés ya ha anunciado -entre otras medidas- que a partir de 1999, todas las familias de al menos dos hijos, cualquiera que sea su renta, recibirán de nuevo aquellos subsidios familiares que, en 1997, el mismo Gobierno reservó a las familias que no superaran cierto nivel de ingresos. Se rectificaba así el viejo criterio de la izquierda que justificaba los subsidios como un elemento de política social (tener menos renta) y no como un elemento de política familiar (tener hijos). En este contexto, no es de extrañar que la Ley de Parejas de hecho esté encontrando en el Parlamento francés más dificultades de las previstas. La declaración «en defensa del matrimonio republicano», firmada por 18.845 alcaldes franceses, muchos de ellos de izquierda, está haciendo mella en el Gobierno y en los mismos diputados socialistas, consciente de sus contradicciones en esta materia.

En realidad, tanto Blair como Jospin no hacen más que apuntarse a los guiños que, con su giro hacia el centro, les lanzaba Clinton desde el otro lado del Atlántico. Este no olvidaba los buenos dividendos electorales que, en plena campaña hacia su segundo mandato, le reportó la firma de la ley de defensa del matrimonio (Defense of Marriage Act). Al reservar el término matrimonio solamente «a la unión legal entre un hombre y una mujer como marido o esposa», y el término cónyuge «a una persona del sexo contrario que es marido o esposa», frustraba las pretensiones de equiparar las uniones heterosexuales al matrimonio. Que esa posición la comparten la mayoría de norteamericanos, acaba de demostrarlo el resultado de los referendos populares que el pasado 3 de noviembre se realizaron en Alaska y Carolina del Sur acerca de esta misma cuestión.

Aunque con alguna lentitud, la onda también parece haberle llegado al candidato socialista a La Moncloa. Hace unas semanas Borrell afirmaba que «la sociedad española tiene la suerte de que la familia no ha desaparecido como núcleo básico de apoyo mutuo». Remachaba: «Y no debe desaparecer». Es cierto que adoptaba una plural visión de la familia, pero es evidente que estaba contemplando preferentemente la familia de base matrimonial, si se repara que de las 12 millones de uniones estables existentes en España, 11.850.000 son matrimoniales. Y cuando en Cataluña se regulan las parejas de hecho, se hace en una ley distinta a la que regula el Código de Familia, como queriendo subrayar que una cosa es la relación de hecho y otra la matrimonial.

Falta ahora que Schröeder saque consecuencias del informe presentado por su antecesor en la Conferencia de Ministros Europeos de Asuntos Familiares. La conclusión era: «El matrimonio está considerado hoy en Alemania mejor que en la década de los 80». En concreto, el 86% de los alemanes entre 18 y 52 años están de acuerdo en que «el matrimonio es sinónimo de seguridad y estabilidad».

¿Cuál es la causa de este acercamiento al matrimonio y a la familia, también desde posiciones políticas que tradicionalmente les eran hostiles? Tal vez radique en que, desde instancias sociológicas serias, viene alertándose de que el creciente «malestar en el estado del bienestar» trae su origen, en buena parte, en problemas cuyo foco radica en la desatención a la familia. Y lo más sorprendente es que este retorno del matrimonio se está produciendo con casi todo en contra: la legislación, los modelos sociales, los media, lo políticamente correcto… y hasta el consejo de los asesores fiscales. Aunque desde posiciones elitistas se hable del matrimonio como «una discutible muestra de triunfalismo heterosexual», la realidad es que comienza a cundir entre el ciudadano medio (que es quien decide las elecciones) un cierto cansancio a que desde instancias minoritarias se adelanten modelos familiares en los que la mayoría no se reconoce o considera residuales. Probablemente el giro hacia el centro pase por una política inteligente de apoyo a la familia, en especial de base matrimonial. La izquierda europea -en medio de sus contradicciones en el tema- comienza a darse cuenta. La cuestión es si el centro-derecha se dejará arrebatar esta baza política. De momento parece tener buenos reflejos, si estamos a las medidas de choque que, para junio de 1999, acaba de anunciar Aznar con su Plan de Apoyo Integral a la Familia.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Los límites del secreto de confesión”, El Mundo, 28.VIII.99

En el debate sobre las Reglas de Procedimiento y Prueba del Tribunal Penal Internacional, acaba de desestimarse la propuesta encabezada por Canadá y Francia que pretendía no reconocer el derecho de los ministros de culto de abstenerse de declarar en juicio sobre cuestiones conocidas a través del secreto de confesión o de confidencias de sus fieles.

No hace mucho, Conan W. Hale, convicto por robo en una penitenciaría de Oregon, solicitó los servicios de un sacerdote católico. La confesión del preso fue grabada a través de sofisticados medios, y se pretendió utilizar como medio de prueba en un posterior juicio contra Hale por homicidio. La Santa Sede presentó una protesta formal ante el Gobierno de Clinton por esta intromisión en la intimidad y en la libertad religiosa de un ciudadano. La prueba no fue aceptada por los tribunales de Estados Unidos. Son dos ejemplos que han puesto en primer plano la tutela del secreto de confesión.

En el Derecho de la Iglesia la cuestión está clara: el sigilo sacramental es inviolable (canon 983, Código de Derecho Canónico de 1983). A su vez, el confesor que viola directamente el secreto de la confesión incurre en excomunión automática (c. 1388). Esta rigurosa protección del sigilo sacramental implica también para el confesor la exención de la obligación de responder en juicio «respecto a todo lo que conoce por razón de su ministerio», y la incapacidad de ser testigo en relación con lo que conoce por confesión sacramental, aunque el penitente le releve del secreto «y le pida que lo manifieste» (cánones 1548 y 1550). En 1988, se precisó que incurre también en excomunión «quien capta mediante cualquier instrumento técnico, o divulga en un medio de comunicación social, las palabras del confesor o del penitente, ya sea la confesión verdadera o fingida, propia o de un tercero». Esta nueva disposición fue necesaria por una serie de grabaciones de preguntas y consejos realizadas fraudulentamente en confesión, efectuadas en Italia con la intención de difundirlas en revistas sensacionalistas.

En lo que respecta al Derecho civil, un tribunal de Nueva York describía de esta forma el drama de un sacerdote católico obligado a comparecer en juicio para testificar sobre un robo del que había tenido noticia a través de la confesión: «Se encuentra ante el trágico dilema del perjurio y el sacrilegio: si dice la verdad infringe la ley eclesiástica; si la tergiversa, viola el juramento judicial». Este drama de conciencia ha hecho que la tutela del secreto de confesión vaya gradualmente intensificándose en las legislaciones de todo el mundo.

Como ha estudiado con hondura el profesor Palomino, de la Universidad Complutense, por tres vías suele protegerse la privilegiada relación confidencial entre ministro de culto y penitente.

La primera, extendiendo al secreto de confesión la protección que suele otorgarse al secreto profesional (abogados, médicos, notarios, etcétera). Este es el caso de Francia, cuya jurisprudencia ha establecido que «para los sacerdotes católicos no cabe distinguir entre la vía de la confesión y confidencias fuera de ella: en ambos casos son secretos profesionales que han de ser protegidos».

El segundo camino de protección es la tutela de la libertad religiosa a través de la objeción de conciencia, es decir, del establecimiento de una zona de penumbra en la cual la ley civil no puede obligar a pronunciarse a los ministros de culto, precisamente porque supondría una grave lesión de su conciencia. Esta suele ser la vía de protección del ordenamiento inglés.

En fin, el tercer procedimiento es la conceptuación del secreto de confesión como expreso objeto de tutela civil. Tal es el caso de Italia, cuya ley procesal específicamente excluye de la obligación de deponer como testigos a los ministros de las confesiones religiosas.

Respecto a España, una sentencia del Tribunal Supremo (octubre de 1990) ha protegido al sacerdote a quien le fueron entregadas -bajo secreto de confesión- unas joyas sustraídas enun robo. Para el Tribunal Supremo, la negativa del sacerdote a testificar en el juicio viene expresamente prevista en la Ley de Enjuiciamiento Criminal que dispone que no podrán ser obligados a declarar los eclesiásticos «sobre los hechos que les fueron revelados en el ejercicio de las funciones de su ministerio», y ello aunque el acusado admita su participación en el supuesto delito. A su vez, tanto el acuerdo de 1976 entre la Santa Sede y el Estado español como los acuerdos de 1992 entre el Estado español y las confesiones religiosas minoritarias (entidades evangélicas, comunidades israelíes e islámicas), expresamente tutelan el secreto de confesión y el más amplio que proviene de la relación confidencial entre fieles y ministros de culto.

En fin, el nuevo Código Penal -aunque sin referirse específicamente al secreto religioso- indirectamente lo tutela por vía penal, al sancionar en el artículo 199 con pena de prisión de uno a tres años y multa de seis a 12 meses al que «revelare secretos ajenos de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o sus relaciones laborales». Sancionando también con pena de prisión de uno a cuatro años a quien, para descubrir secretos o vulnerar la intimidad de otro, sin su consentimiento, se apodere de sus papeles, cartas, mensajes de correo electrónico, o intercepte sus telecomunicaciones o utilice artificios técnicos de escucha. Se entiende así que comience a abrirse paso también la posibilidad de los sacerdotes católicos y ministros de culto de otras confesiones de objetar de conciencia en caso de ser designados miembros de un jurado, precisamente por la posibilidad, aunque sea remota, de tener que juzgar sobre hechos conocidos por razón de su ministerio.

A la luz de estos datos, aparece plenamente justificada la decisión de los expertos del Tribunal Penal Internacional de rechazar como prueba testifical la declaración de ministros de culto ligados por relaciones confidenciales o secreto de confesión.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “La escuela en casa”, El Mundo, 7.XI.99

La publicación del Diagnóstico General del Sistema Educativo (Instituto Nacional de Calidad y Evaluación) encendió, no hace mucho, las luces rojas en los sistemas de alarma del panorama escolar español.

El análisis se centraba en los escolares entre 14 y 16 años. Sus conclusiones advertían del generalizado descenso de la calidad de enseñanza en España, con uno de los índices de fracaso escolar más altos de la Unión Europea (25% en Secundaria). Entre los alumnos de 14 años, sólo el 30% alcanza los niveles satisfactorios, mientras que un 25% tiene resultados claramente insatisfactorios. Estos se elevan hasta el 34% en los chicos de 16 años.

Un importante trabajo sobre los límites de la educación en España denuncia, además, que los centros educativos se están transformando en auténticas «ludotecas o talleres artesanales», en los que el alumno apenas sabe de qué se le habla cuando se le anima a estudiar.

Por su parte, acaba de calificarse de gran «fracaso» el plan nacional de educación iniciado hace 10 años en Estados Unidos. Con parámetros parecidos a los españoles, la Evaluación Nacional del Programa de la Educación ha medido la capacidad de redactar de 160.000 estudiantes norteamericanos entre nueve y 16 años. Resultado: sólo uno de cada cuatro es capaz de hacerse entender a través de un texto redactado por él. Padres irritados por la baja calidad de la educación de sus hijos han recurrido a los tribunales de Chicago y Los Angeles, alegando que el sistema escolar es tan malo que deben ser indemnizados con deducciones de sus impuestos.

El sistema de escolaridad obligatoria está sufriendo un doble ataque. El de aquellos que en el plano teórico lo tachan de grave intromisión del Estado en la vida privada de los ciudadanos (por ejemplo Milton Friedman) y el de asociaciones americanas, francesas, canadienses, australianas o inglesas que postulan como alternativa la educación en casa (home schooling).

Hace unas semanas, se planteó formalmente en España el caso de un niño de ocho años cuyos padres no desean escolarizarlo. La denuncia de la Junta de Andalucía se ha estrellado ante la sensatez del fiscal al que ha llegado el caso. Su informe ha sido negativo respecto a la existencia de indicios delictivos, al comprobarse que los padres dedicaban un tiempo razonable al aprendizaje del niño, que estaba perfectamente atendido.

Lo que es una excepción en España está admitido por más de 30 estados de Norteamérica. Allí todo empezó con la decisión del Tribunal Supremo en el caso Wisconsin versus Yoder. Miembros de la Old Order Amish (recuérdese la película Unico testigo), fueron sancionados por rehusar enviar a sus hijos a las escuelas a partir de los 14 y 15 años, contraviniendo la ley de Wisconsin que impone la escolarización hasta los 16. Para los padres amish, la adolescencia es una etapa crucial en la formación de los jóvenes en valores, y en ese periodo deben vivir integrados en su comunidad.

El Supremo norteamericano aceptó esta postura: «El interés del Estado por la escolarización obligatoria debe ceder ante la libertad de los padres para marcar la orientación moral de sus hijos». Ciertamente, en ese caso estaba en juego la libertad religiosa. Sin embargo, buena parte de la jurisprudencia estatal estadounidense admite el sistema de enseñanza en casa, siempre que existan unas condiciones mínimas en el aprendizaje y los programas impartidos por los padres.

Así, el Supremo de New Hampshire (In re Davis) ha rechazado la acusación de negligencia contra unos padres inmersos en la práctica de la enseñanza doméstica, ya que «esta posición deriva de una honda preocupación por la adecuada educación de sus hijos, lo que los había llevado a gastos personales de entidad».

En España, el establecimiento de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años ha planteado en algunos sectores esta pregunta: ¿puede limitar el Estado la libertad de elegir el tipo de educación que los padres desean para sus hijos, incluida la libertad de decidir escolarizarlos en casa? Repárese que lo que estos nuevos objetores plantean no es eludir la obligación de educar a sus hijos (artículos 27 y 39 de la Constitución y 154 del Código Civil), sino que objetan la escuela como único y excluyente medio de conseguir ese objetivo.

Coincido con Da Sirviera cuando apunta que la entidad de la libertad fundamental en juego (autonomía de la familia) no admite su limitación por simples razones de eficiencia, bienestar o igualdad. Sólo se justifica la escolarización obligatoria por razones conectadas con el principio de libertad. Es decir, porque facilita un ejercicio efectivo y duradero de las otras libertades. En aquellos casos singulares en que se compruebe que la elección hecha por una familia -incluida la decisión reflexiva de sustraer a los hijos del sistema escolar obligatorio- no impide que éstos desarrollen las competencias necesarias para que puedan ejercer sus libertades, el Estado no puede recurrir a medidas coercitivas.

Pero el afloramiento en España de este nuevo caso de objeción de conciencia subterránea plantea otra cuestión de entidad. Numerosos estudios indican que el éxito escolar depende, en buena parte, de los hábitos que uno aprende en casa.

Así, uno dirigido por James Colman de la Universidad de Chicago analizó la influencia del dinero gastado, el número de alumnos por clase, la calidad profesional del maestro (años de experiencia, nivel de formación, etcétera) sobre la madurez escolar. Conclusión: esos factores son interesantes, pero el más importante era la propia influencia de la familia. Incluso ésta presta una ayuda grande al éxito escolar aun cuando no pretenda hacerlo. Pero su influencia se centuplica si se lo propone. El caso de los beat people recién llegados de Indochina es un dato ya clásico. Vivían en penuria, en pisos pequeños y en un país para ellos desconocido. Pero un análisis de la Universidad de Michigan constató que todos estos elementos desfavorables se neutralizaban por el fuerte estímulo familiar que suponía la atención de los hermanos mayores sobre los menores y de los padres sobre los hijos. Conclusión: «Los colegios son un éxito principalmente para las familias estables: un fracaso para las inestables y desorganizadas».

Los últimos informes sobre el sistema escolar español arrojan el resultado de que «la familia española confía en la escuela y en sus profesionales». Sin embargo, su conocimiento real de los problemas educativos es escaso. Se echa en falta una mayor implicación de los padres en la comunidad escolar: sólo participa el 14%. Eso significa poca relación con los tutores de sus hijos y escasa información sobre su vida escolar. Como se ha dicho: «Si comparamos educar niños con una comida, la mayoría piensa que la escuela ofrece los platos fuertes mientras que la familia sólo aporta el postre». He ahí un error de perspectiva.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.