Rafael Navarro-Valls, “Hombre muerto andando”, El Mundo, 17.XII.99

En la película de Tim Robbins Pena de muerte, el carcelero que acompaña al condenado por el corredor sin retorno pregona con frialdad: «Hombre muerto andando» (Dead man walking). En el caso de David Long, ejecutado la semana pasada en Texas, la advertencia no habría sido exacta. Entró en la cámara de la muerte medio agonizante, en camilla y con respirador artificial. Después de su intento de suicidio, fue trasladado desde el hospital en avión a la prisión tejana de Huntsville. Durante los 25 minutos de vuelo un equipo médico garantizó las constantes vitales del recluso. Otro equipo médico se encargó -una hora más tarde- de aplicarle la inyección letal. El cese de las constantes vitales quedó así también oficialmente garantizado.

Con este motivo, Richard Dieter, director del Centro de Información sobre Pena de Muerte en Washington, denunciaba que George W. Bush, candidato republicano a la presidencia, gobernador de Texas y responsable máximo de la luz verde para esta ejecución, «no tiene la mínima compasión por los moribundos, ni por los adolescentes, ni por los enfermos mentales». Otro tanto podía haberse dicho del actual presidente Clinton, si nos atenemos a su historial como gobernador de Arkansas. La realidad es que ese reproche debe hacerse, con mayor justicia, al Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

En una sorprendente escalada de despropósitos, los magistrados del TS han ido haciendo posible el actual caos en que se debate el sistema americano de pena de muerte. Como ha denunciado el profesor Roger Pinto, ahí están para demostrarlo el juego de los prejuicios inconscientes de los magistrados y de los jurados, las apreciaciones divergentes de los hechos, el contexto generalmente horrible de los crímenes y su aumento constante, la pertenencia de los acusados a una minoría racial o marginal, las desigualdades extremas en sus defensas, la multiplicación posible de los procedimientos, el mantenimiento durante años de los condenados en el corredor de la muerte, contribuyen a hacer de la pena capital en el Derecho norteamericano «un sistema donde se pierden de vista los objetivos del castigo supremo: expiación, retribución, ejemplaridad y disuasión».

John B. Holmes, fiscal general de Houston (Texas es el estado que más penas de muerte ejecuta) no está de acuerdo. Con cinismo argumenta: «al menos, disuade al ejecutado».

La Constitución americana -mejor, sus enmiendas- hacen dos referencias a la pena de muerte. En la Enmienda V se lee: «nadie será privado de la vida, la libertad o la propiedad si no es a través del debido proceso». A su vez, la Enmienda VIII garantiza que, en el sistema jurídico americano, «no se aplicarán castigos crueles y desusados». En 1958 se puso en cuestión si la pena de muerte «no sería un castigo cruel y anormal». La contestación del presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, fue que los términos empleados por la octava enmienda son, en efecto, conceptos indeterminados «que permiten una interpretación evolutiva de los mismos, acorde con los estándares de decencia que marcan el progreso de civilización de una sociedad». Sin embargo, «dada la utilización que de la pena de muerte se ha hecho en la Historia americana y también actualmente», concluyó que «no se puede decir que viole el concepto constitucional de crueldad».

Hay que esperar hasta 1972 para dar un respiro a la continua actuación de la old sparky (silla eléctrica), por entonces el sistema más habitual de ejecución. En esa fecha, un Tribunal Supremo muy dividido rehúsa declarar directamente la inconstitucionalidad de la pena de muerte, aunque se llega a una transacción. En el caso Furman v. Georgia, se decide detener las ejecuciones hasta que los estados adapten sus legislaciones a una serie de limitaciones. Pero en 1976 -una vez que cree cumplidas sus condiciones-, de nuevo el Tribunal permite las ejecuciones en los 38 estados que hoy admiten la pena capital. Así, desde 1977 hasta 1995 hubo 266 ejecuciones. Al ritmo actual -el mismo día en que Long fue ejecutado, otros dos convictos corrieron la misma suerte- se calcula que el año 1999 marcará el récord de 100 actuaciones del verdugo. Una cifra que no se alcanzaba desde 1951.

Iniciada la cuenta atrás, y perdida la gran ocasión de declarar una vez por todas la inconstitucionalidad de la pena de muerte, el Tribunal Supremo ha recorrido un tortuoso camino que ha desembocado en su plácet para la penosa ejecución de David Long. Por un lado, ha intentado limitar las condiciones de establecimiento de la pena de muerte. Así, en el caso Coker argumenta que solamente puede imponerse para delitos especialmente graves (expresamente excluye la violación) y cuando se dan circunstancias agravantes como la reincidencia, la depravación etcétera. Pero, al tiempo, en Penry v. Lynaugh (1989) establece la sorprendente doctrina de que «los estándares de decencia de la sociedad actual no prohíben la ejecución de un retrasado mental». No es de extrañar que, congruentemente, decida que la enmienda octava no prohíbe tampoco ejecutar una pena de muerte contra adolescentes (Stanford v. Kentucky). Esto explica que, el próximo enero, Estados Unidos vaya a inaugurar el siglo XXI con la ejecución de tres jóvenes acusados de un asesinato que cometieron cuando eran menores de edad. Si a esto se añade que de los cerca de 3.000 condenados a muerte la inmensa mayoría es de baja extracción social, muchos de ellos negros y chicanos, se entiende que la pena de muerte hoy sea en Estados Unidos una pena racista y clasista. Además de «cruel y anormal».

Puede entenderse (aunque no compartirse) que la clase política americana -presionada por sus electores, en su mayoría partidarios de la pena de muerte- se resista a abolirla. Pero el Supremo, en teoría por encima de las querellas políticas, podría hacerlo. Con ello marcaría una línea de conducta decisiva a una comunidad internacional, en la que hasta Turquía acaba de anunciar su intención de eliminarla.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Un viaje religioso”, El Mundo, 20.III.00

Nos sentamos frente al Papa con el escritorio entre él y nosotros. Al empezar la conversación, Simon Peres le invitó oficialmente a visitar Israel. Juan Pablo II no respondió, y la conversación sobre temas generales continuó diez o quince minutos. Entonces nuestro ministro de Asuntos Exteriores pensó que quizás el Papa no le había oído correctamente, así que repitió la invitación, dejando claro que se trataba de una invitación oficial a visitar Jerusalén. Hubo un momento de silencio y vi lágrimas en los ojos del Papa, lágrimas que bajaron lentamente por sus mejillas. Estaba terriblemente conmovido. Nos dio las gracias por la invitación… Fue un momento digno de Shakespeare».

Así describe Avi Pazner -embajador israelí en Roma- el momento histórico (23-10-92) en que el Gobierno laborista de Isaac Rabin invitó formalmente al Papa a visitar Jerusalén. Lo cuenta Tad Szulc. Han pasado ocho años. Hoy se inicia el viaje que ha necesitado casi una década de gestación. Pocos saben, sin embargo, que el primer itinerario que hizo Karol Wojtyla fuera de Europa antes de ser elegido Papa fue precisamente a Tierra Santa. Allí veló una noche entera en la cripta de Belén y pasó otra noche en la cima del monte Tabor, en plena Galilea. Pero el viaje de ahora es distinto: ahora vuelve como Papa. De ahí la emoción del Pontífice.

El Gabinete israelí ha calificado la visita como «la más importante de los 52 años de Historia de Israel, visita que la gran mayoría de hebreos espera con los brazos abiertos». Sin embargo, la estancia del Papa en Tierra Santa puede verse perturbada por acciones incontroladas de grupos fundamentalistas islámicos -como el palestino Hamas y el chií proiraní Hizbulá- o por sectores ultraortodoxos hebreos. Si en la visita de Clinton se emplearon 2.000 agentes israelíes, en la estancia del Papa serán necesarios más de 5.000. Se inserta, además, en un contexto político complicado, con palestinos e israelíes especialmente enfrentados. Los segundos, maniobrando para evitar la anunciada proclamación unilateral del Estado palestino, y los palestinos crecidos por la dura declaración de la Liga Arabe, reunida en Beirut hace unos días pidiendo la congelación de relaciones con Israel. Siria, Jordania -donde se iniciará el viaje-, Irak, Líbano, Egipto, los territorios de la Autoridad Nacional Palestina y medio mundo siguen con atención inusitada las visicitudes del viaje. Si a todo esto se añade que, en Jerusalén, se producirá una de las concentraciones de periodistas más intensas de la Historia (se habla de unos 2.000), se entiende enseguida la expectación que ha levantado este viaje a una zona del planeta donde los católicos representan solamente el 1,38% del total de la población.

Aunque será inevitable la perspectiva política y la óptica interecuménica del acontecimiento, la verdadera clave de esta peregrinación hay que ponerla en un ángulo diverso. Ciertamente Juan Pablo II se entrevistará con los líderes políticos de los países visitados -rey de Jordania, Arafat, Weizman y Barak-, visitará un campo de refugiados palestinos en Belén, rezará ante el Mausoleo del Holocausto (Yad Vashem), y realizará encuentros interreligiosos con los dos grandes rabinos y el Gran Mufti de Jerusalén. Pero eso es tan sólo el marco de una peregrinación personal a los lugares del Antiguo y Nuevo Testamento. A quien realmente visita, si se me permite la expresión, es a Jesucristo en los lugares en que vivió y murió, es decir, al festejado en el año jubilar, cuyo 2.000 aniversario de su nacimiento se conmemora. Como el propio Juan Pablo II ha recalcado, «se trata de una peregrinación exclusivamente religiosa, tanto por su naturaleza como por su finalidad. Me desagradaría que se le atribuyeran otros significados diferentes». Repárese en que normalmente los viajes papales se anuncian siempre como «viajes pastorales». Las únicas excepciones están siendo las de sus itinerarios a los lugares bíblicos. En estos casos los viajes se denominan «Peregrinación Jubilarde Juan Pablo II a Egipto y Sinaí (o Tierra Santa)». Es decir, excluyendo implícitamente la dimensión política, que es donde la opinión pública busca las claves de lectura.

Otra clave de comprensión del viaje es el deseo de Juan Pablo II de subrayar la continuidad judeocristiana del patrimonio de valores del que el Papa es representante. La influencia del pequeño Estado de Israel sobrepasa la de su base demográfica y sus límites geográficos. Si a Wojtyla le gusta llamar al pueblo judío «nuestros hermanos mayores» es porque los judíos dieron al mundo el monoteísmo ético. Como se ha dicho, «la Historia del pueblo hebreo enseña que la existencia humana tiene un propósito y que no nacemos sólo para vivir y morir como bestias». Y al conjuntarse con el mensaje cristiano, debemos a la tradición judeocristiana las ideas de la igualdad ante la ley, del amor como fundamento de la justicia, de la dignidad de la persona humana como reflejo de la filiación divina. Desde luego, toda esta contribución a la dotación moral de la mente humana hace, como concluye Paul Johnson, que «el mundo y la razón, sin los judíos, hubieran sido lugares mucho más vacíos».

Jerusalén es hoy tres religiones y dos pueblos. La visita de Juan Pablo II simboliza que solamente en el vértice de los tres monoteísmos (hebreo, cristiano e islámico) será posible un encuentro real y eficaz de los pueblos que siguen una y otra fe. El camino será muy largo, pero en Tierra Santa Karol Wojtyla quiere subrayar, una vez más, que «todo camino de mil leguas comienza con un paso».

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El tercer secreto”, El Mundo, 29.VI.00

Hace unos días el “Center for Media and Public Affairs” de Estados Unidos publicaba un detallado estudio sobre los medios de comunicación y el tema de la religión. Conclusión: a finales de esta década se detecta un renovado interés por las noticias de esta índole, que duplican en número las de la década anterior. La gran novedad en el ocaso del segundo milenio es el resurgir del sentimiento religioso. Esto explica, por ejemplo, que uno de los últimos Pulitzer se conceda a una obra cuyo argumento y título es Dios. Una Biografía (de Jack Miles); que un país como Francia -que ha hecho del laicismo un signo distintivo- se apasione por un bautismo celebrado hace 1.500 años (Clodoveo, rey de los francos); que a un líder religioso (Juan Pablo II) acabe de concedérsele la Medalla de Honor del Congreso de los Estados Unidos; o que la sociología localice en la des-secularización el gran desafío del siglo XXI.

De hecho, hoy se declaran creyentes el 92% de la población de EEUU, el 91% en Italia y el 86% en España. Las insurrecciones masivas en el Este europeo fueron efecto directo de dos fuerzas -nacionalismo y religión- cuya vitalidad se menospreció durante decenios. La religión salta así de páginas perdidas en los dominicales a la primera plana de los diarios. En este contexto hay que encuadrar la atención -de creyentes y no creyentes- sobre el llamado tercer secreto de Fátima, que acaba de hacerse público en su totalidad.

¿Por qué revelarlo ahora? Si estamos a opiniones autorizadas, la razón estriba en que el mensaje de Fátima había sido indebidamente secuestrado por un sector que lo centraba en un catastrofismo apocalíptico de carácter tremendista. Sobre ese texto inédito se especulaba en clave milenarista. Con lo cual quedaba en la penumbra el mensaje público y manifiesto de Fátima. Es decir, la insistencia en lo que es central en la doctrina cristiana: la necesidad de la oración y la penitencia. También para fomentar la esperanza en la misericordia divina y su capacidad de alterar el rumbo de la Historia. Mensaje, ciertamente, inteligible sólo desde la fe. Al igual que su corolario: el masivo quebranto de las leyes morales tiene imprevistas consecuencias, que desencadenan contiendas bélicas y devastadores conflictos sociales. Lo accesorio -tercer secreto- se había acabado convirtiendo en lo fundamental. Desvelando el secreto, lo fundamental vuelve al primer plano.

Conviene no olvidar que, con el final de la guerra fría, los apocalipsis al uso no son tanto el nuclear cuanto los catastrofismos milenaristas y ecológicos. Lo cual es consecuencia directa de una cierta degradación del propio concepto de religión, que tiende a ser deformado por lo que Luigi Accattoli llama «notas de registro bajo». Es decir, tonos que la centran en aspectos marginales, dotados de cierta espectacularidad y que se mueven en zonas fronterizas con los cataclismos, la magia, el folclor o la patología. Aunque el apocalipsis retrocede, aún queda la fascinación por él. Desvelando la totalidad de lo que los pastorcillos de Fátima vieron y oyeron el 13 de mayo de 1917, se evita que ese aludido retorno de lo religioso se convierta en mercadillo de lucro de algunos especuladores.

Quizás por ello la Santa Sede ha hecho público la totalidad del mensaje de Fátima, adjuntando una fotografía del texto hológrafo escrito por Sor Lucía. Probablemente para desautorizar a quienes especulaban con el apocalipsis y también para cortar de raíz el rumbo de manipulaciones interesadas, que en determinados medios comenzaron a difundirse, cuando Sodano reveló hace un mes en Fátima los términos generales del tercer misterio, sin aludir para nada a supuestos anatemas contra el Concilio y el posconcilio, que algunos expertos vaticinaban que el texto ahora hecho público contenía.

Lo cual, claro está, no significa que lo desvelado ahora carezca de importancia. Como es sabido, lo hecho público es la última parte de un mensaje único que sólo las circunstancias han troceado. Del mensaje único se sabía desde hace tiempo algunos contenidos. El anuncio de la Segunda Guerra Mundial. La muerte prematura de dos de los tres protagonistas (Jacinta y Francisco), como así fue. En fin, el anuncio de posteriores conflictos bélicos debidos, en buena parte, a lo que en el mensaje se enuncia como «Rusia» (hoy hablaríamos de imperialismo soviético) y acompañados de la aniquilación de varias naciones (Estonia, Lituania, Letonia etcétera). También se insinuaba el desplome del socialismo real.

Si estamos a lo acaecido durante estos últimos 100 años, lo anunciado en 1917 no parece descaminado. El siglo XX ha sido el más sangriento de toda la Historia de la Humanidad. Unos 140 millones de personas han muerto en 135 guerras locales (Corea, Vietnam, Angola, Etiopía, Afganistán, Yemen del Sur, Mozambique, Laos, Camboya, etcétera, etcétera) o mundiales. Más que todos los muertos en contiendas bélicas antes de 1900.

La última parte de ese mensaje único, adopta la forma de una suerte de profecía simbólica, que sintetiza la historia del siglo XX en una sucesión de hechos superpuestos en el tiempo. Como más reseñables: la contienda de las ideocracias contra las creencias religiosas; el atentado contra «un obispo vestido de blanco», que Sor Lucía identifica en el texto con un Papa y que el cardenal Sodano hace un mes y medio identificaba con Juan Pablo II; el martirio de un número indeterminado de personas. Este tercer secreto parece preanunciar el siglo de los grandes totalitarismos -en especial, el de los campos nazis de exterminio y el de los gulags soviéticos- con sus millones de mártires cristianos y no cristianos. Se entiende así que, antes de viajar a Fátima, Juan Pablo II recordara en el Coliseo romano una lista de 13.000 nombres que quieren simbolizar el conjunto de esas víctimas. Y se entiende también que en el atentado contra el Pontífice comience a hablarse -junto a la pista búlgara- de la pista religiosa. Algo más que una coincidencia parece darse entre los días 13 de mayo de 1917 (primera aparición de la Virgen en Fátima), 13 de mayo de 1981 (atentado contra el Papa) y 13 de junio de 2000, indulto de Alí Agca. Un indulto que se suma a lo que Rosario Priore -el juez italiano que terminó de instruir el atentado- llama el «segundo milagro» de la Plaza de San Pedro. Es decir, no sólo que Juan Pablo II no muriera por los disparos de Alí Agca, sino que éste escapara indemne de lo previsto en el desenlace de la trama: su muerte a manos de terceros en el propio escenario del crimen proyectado.

Como advierte Beretta es probable que, a partir de ahora, junto al «secreto de Fátima», haya de hablarse del «escándalo» de Fátima. Es decir, de la perplejidad de los «bien pensantes» ante la invitación -implícita en el mensaje a los tres pastorcillos- de interpretar en clave religiosa el siglo más irreligioso de la Historia. De introducir, junto a las claves geopolíticas al uso, criterios teológicos para explicar las grandes quiebras morales del siglo XX. Ya Paul Claudel decía sobre Fátima: «Es una irrupción violenta, iba a decir escandalosa, del mundo sobrenatural en este agitado mundo material». Antes de escandalizarnos conviene reparar que, en el revés de la trama humana, se ocultan unas claves que la teología de la Historia puede ayudar a comprender. Entre esas claves -Ratzinger lo apunta en la presentación oficial del documento- hay que incluir la intervención maternal de la Virgen en la historia del mundo así como el valor y significado de la mujer, de toda mujer, en la aventura humana.

Se dirá que lo hecho público ahora es ya Historia. Que el velo del futuro no ha sido descorrido. Pero no puede olvidarse que los destinos de los pueblos y de los individuos singulares deben a su historia casi el 90%. De ahí que un politólogo pueda afirmar con sólidos argumentos a un condenado sobre cuyo pescuezo va a caer la cuchilla de la guillotina: «Serénese, esta ejecución corresponde a un momento de la historia completamente superado». Jean-François Revel -que es de quien tomo la imagen- concluye con razón que «las nueve décimas partes de lo que nos sucede es el fruto de momentos de la Historia completamente superados».

Desde luego, el mundo hoy sería muy distinto si no hubiera ocurrido lo que vieron esos chiquillos de Fátima que ocurriría este siglo XX.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

El Mundo, 29.VI.00

Rafael Navarro-Valls, “La objeción de conciencia científica”, El Mundo, 21.IX.00

Hace unos días, el Parlamento europeo aprobó una resolución en la que, además de reprobar la decisión del Reino Unido de autorizar la clonación de embriones humanos con finalidad terapéutica, solicitó a la ONU que prohibiera universalmente clonar seres humanos «en cualquier fase de su formación y desarrollo». La resolución señala lo siguiente: «El Parlamento Europeo considera que la clonación terapéutica que implique la creación de embriones humanos con fines de investigación plantea un problema profundo… en el campo de la investigación». Lo que más ha llamado la atención es que, en la aprobación de la resolución (237 votos a favor, 230 en contra y 43 abstenciones), haya sido decisiva la posición de los grupos ecologistas, que votaron a favor de ella. «Ha vencido el sentido común», sentenció el portavoz del grupo Verde en Estrasburgo. Coincidiendo con esta votación, la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (AAAS) -la mayor federación de científicos del mundo- acaba de recomendar, por razones éticas y científicas, una mayor reflexión sobre las investigaciones que impliquen una modificación hereditaria de los genes del ser humano.

La explicación del enigma parlamentario y del informe de la AAAS reside en la radicalización de los conflictos entre conciencia y ley en materias biogenéticas y ecológicas. En este campo, se está produciendo una especie de big bang jurídico, con la consiguiente dilatación de las objeciones de conciencia. No es de extrañar que, desde hace algún tiempo, circule por el Congreso de los Diputados español un borrador de Proposición de Ley de Objeción de Conciencia en Materia Científica, elaborado por el Departamento Confederal de Medio Ambiente de CCOO. En él se atribuye el derecho de objeción de conciencia a toda persona integrada en un centro de trabajo, investigación o estudio en actividades «cuya consecuencia suponga daño para el medio ambiente, los seres vivos o la dignidad y los derechos fundamentales de la persona».

Entre esas actividades se mencionan las manipulaciones genéticas de microorganismos, plantas, animales y seres humanos, tanto en su utilización como en su comercialización; la liberación al medio ambiente de organismos modificados genéticamente; las intervenciones sobre seres vivos que les causen trastornos o menoscabos orgánicos, funcionales, psicológicos o de conducta. El borrador de Proyecto de Ley extiende el ámbito de la objeción de conciencia a «cualquier persona ligada por vínculo laboral, estatutario o funcionarial, así como becarios y estudiantes, siempre y cuando realicen dichas actividades». Para entender esta nueva modalidad de objeción de conciencia conviene retrotraernos algo en el tiempo. En 1970, Paul Berg, un bioquímico de la Universidad de Standford, inició un complejo proyecto para llevar a cabo en una probeta un injerto de virus de humor animal SV 40 (virus de simio) en una versión de laboratorio de una bacteria, E.coli, encontrada en el tracto digestivo de los mamíferos. Este híbrido podía resultar útil en sondas genéticas, pero también podría salirse de la probeta e infiltrarse en un ser humano, seguramente dando lugar a una enfermedad. Cuando el experimento trascendió, la comunidad científica se alarmó, hasta el extremo de que cinco años más tarde, y después de que se advirtiera del peligro de algunas experiencias sobre ADN recombinante, en el centro de congresos de Asilomar (cercano a Monterrey, California) tuvo lugar una reunión internacional sobre el tema. Los periodistas la llamaron gráficamente «el congreso de la Caja de Pandora». Los debates que siguieron y precedieron al Congreso de Asilomar -muy bien explicados por Roger Shattuck- representan el primer ejemplo de la Historia en el que un importante grupo de científicos investigadores adoptaba restricciones voluntarias sobre su propia actividad. Sobre Asilomar planeaban las perplejidades que, años atrás, sacudieron las conciencias de Einstein y Oppenheimer en el tema de la bomba atómica. J. Robert Oppenheimer -una especie de «Prometeo frágil, un Frankenstein castigado»- inicialmente contestó afirmativamente a las dos preguntas claves: ¿Debemos fabricar la bomba?, ¿debemos utilizarla?, para luego dar un giro de 180 grados y espetarle al presidente Truman: «Señor presidente, tengo sangre en las manos». Sólo dos años después de Hiroshima y Nagasaki, el propio Oppenheimer decía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts: «Con la fabricación de armas atómicas, los físicos hemos conocido el pecado».

Las tensiones se incrementaron a partir de mediados de los 80, cuando fue presentado el Proyecto de Genoma Humano (PGH), al que no dejó de acompañar el entusiasmo y la polémica. Hacer el mapa de los ciento y pico mil genes de nuestros 23 pares de cromosomas y secuenciar los tres billones de bases nucleótidas que forman el ADN del genoma humano contribuirá, desde luego, a unas técnicas ya utilizadas para predecir el inicio de ciertas enfermedades hereditarias y mejorará los sistemas para examinar óvulos, embriones, fetos prenatales, etcétera. Pero, junto a estas ventajas, no han dejado de menudear las críticas, entre otras cosas, por el gran número de «implicaciones éticas, legales y sociales». Por ejemplo, las pruebas prenatales -como observa Shattuck- podrían desembocar en una suerte de «meritocracia hereditaria», con la consiguiente «discriminación genética». Hay, pues, un sentimiento de ambivalencia hacia la investigación genética. Sentimiento al que no es ajeno el propio Tribunal Constitucional español. Por ejemplo, en el voto particular de Manuel Jiménez de Parga y Fernando Garrido Falla a la sentencia 116/1999, de 17 de junio del Tribunal Constitucional, que resuelve el recurso de inconstitucionalidad presentado contra la Ley de Técnicas de Reproducción Asistida de 22 de noviembre de 1988, se hace notar la conexión de estas cuestiones con derechos fundamentales «que afectan directa y esencialmente a la dignidad de la persona» y que «generan divisiones profundas… morales y culturales».

El borrador de Proyecto de Ley español sobre objeción de conciencia científica -al que acabo de referirme- no es algo aislado en el panorama legal. Al contrario, es una secuencia más en el conjunto de leyes vigentes similares y dictadas en el marco de la Unión Europea. La propia Inglaterra, en la que Blair ha manifestado su intención de autorizar la clonación de embriones humanos, protege la libertad de conciencia del personal científico en el campo de la biogenética (apartado 34 de la Human Fertilisation and Embriology Act de 1990). Austria, en su ley de reforma universitaria, concede análoga tutela a los investigadores y estudiantes en el caso de experimentaciones cuyos métodos o contenidos puedan crear problemas de conciencia. Italia permite al personal sanitario declinar su participación -«por fundados o declarados motivos»- en programas de investigación elaborados por organismos a los que pertenecen (Ley del 9 de enero de 1987); y en el Parlamento francés se ha presentado una Proposición de Ley de objeción de conciencia científica. Sin olvidar que comienza a reconocerse el derecho de objeción de conciencia en experimentación animal.

Coincidiendo con la votación del Parlamento Europeo y el informe de la AAAS, se ha llamado la atención sobre una serie reciente de trabajos publicados en las revistas Science y Nature, en los que se demuestra que, a medio plazo, las células madre de adulto (del sistema nervioso o de la médula ósea) permiten resultados tan prometedores o más que las embrionarias para curar enfermedades, sin plantear problemas éticos para los investigadores. La objeción de conciencia científica pretende indicar aquellos caminos compatibles con la conciencia que la misma ciencia descubre. Puede ser una llamada de alerta para no extraviarnos por otros de incierto destino.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Frenesí clonador”, El Mundo, 12.VIII.01

Existe una especie de frenesí clonador que recorre los bajos fondos de la medicina genética. Y no sólo los bajos fondos. No hace mucho Panayotis Zavos, un especialista en esterilidad de la Universidad de Kentucky, declaró que, junto a Severino Antinori, estaban creando un consorcio para clonar seres humanos, con la misión -entre otras- de solucionar los problemas de infertilidad. El propio investigador italiano lo acaba de confirmar. «Di un paso hacia esta aventura y me atrapó como arena movediza. Si no fuera clonado antes de morir, dispondré en mi testamento que sea clonado después», declaraba a Time Randolfe Wicker, portavoz de la Human Cloning Foundation.

Investigadores de Corea del Sur confiesan que habían clonado ya un embrión humano, pero lo destruyeron antes de inseminarlo en una madre receptora. En fin, los raelianos -un grupo religioso que aguarda la llegada de los extraterrestres a la Tierra- disponen de 50 mujeres a la espera de ser madres receptoras de embriones humanos clónicos. La cuestión está tomando tal entidad, que el propio presidente de la República Federal de Alemania ha plantado cara a su canciller Schröder en materia de manipulación de embriones.

Johannes Rau ha calificado de «capitulación ética» el argumento: «Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros». Es decir, en las cuestiones existenciales de fuerte carga ética, lo técnicamente posible ha de ser legalmente reprobado. Al igual que en cuestiones como el trabajo infantil, la pena de muerte o la esclavitud no aceptamos el argumento de «los otros también lo hacen», en materia de seres humanos transgénicos conviene poner coto cuanto antes al frenesí clonador. Desde luego la clonación puede tener lugar no porque la mayoría lo apruebe, sino porque una minoría sin escrúpulos actúe. Pero en este caso, los contraventores han de ser conscientes del rechazo social.

Los peligros derivados de la clonación de mamíferos son tan grandes que los creadores de la oveja Dolly califican de «irresponsabilidad criminal» experimentar con humanos. Entre otras cosas, porque el 98% de los embriones no llegan a implantarse, mueren durante la gestación o poco después de nacer. En todo caso, parece muy probable que los niños clónicos que naciesen sufrirían un proceso de envejecimiento prematuro, malformaciones, problemas cardiacos o sistemas inmunológicos débiles. Sería irónicamente trágico intentar copiar un niño muerto trágicamente y que el resultado fuera otro hijo muerto. O que un problema de infertilidad desembocara en una cadena de muertes prematuras o de sistemas inmunológicos tan frágiles como los contaminados por el sida.

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.

Miguel de Cervantes

Los célebres consejos que dio Don Quijote a Sancho al ir éste a gobernar su Insula Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está. ¡Oh, hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte, y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto de este mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones.

Primeramente, ¡oh, hijo!, has de temer a Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada.

Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte, como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.

Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso, que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos han subido a la suma dignidad pontificia o imperatoria; y de esta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran.

Mira, Sancho, si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen príncipes y señores; porque la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.

Siendo esto así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes, no lo deseches ni le afrentes, antes lo has de acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie le desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada.

Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida, con los ignorantes que presumen de agudos.

Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico.

Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, por entre los sollozos e importunidades del pobre.

Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.

Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.

Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún enemigo tuyo, aparta las mientes de tu injuria, y ponlas en la verdad del caso.

No te ciegue la pasión propia en la causa ajena; que los yerros que en ella hicieres, las más veces serán sin remedio, y si le tuviere, será a costa de tu crédito y aún de tu hacienda.

Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera despacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros.

Al que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones.

Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y, en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente; porque aunque los tributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia.

Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible; casarás tus hijos como quieres; títulos tendrán ellos y tus nietos; vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y, en los últimos pasos de la vida, te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos.” Otras frases celebres de Don Quijote – “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca.” – “¿Saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, correr a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos?” – “¡Majadero! -dijo a esta sazón don Quijote-, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera, o están en aquella angustia, por sus culpas o por sus gracias; sólo le toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías.” – “Que la virtud más es perseguida de los malos que amada de los buenos.” – “La mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible.” – “Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias.” – “La pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos.” – “¡Oh fuerza de la adulación, a cuánto te extiendes, y cuán dilatados límites son los de tu jurisdicción agradable!” – “Bien predica quien bien vive -respondió Sancho-, y yo no sé de otras teologías. “ – “Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recibida, sino que des gracias al cielo, que dispone suavemente las cosas.” – “Es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que, aunque se ven las figuras, están llenas de hilos que las oscurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz.” Y que en buen saco caigan estas cuatro citas, una para cada lector… y bueno está, “porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio”. Pascual Falces de Binéfar .

José Luis Martín Descalzo, “El chupete”

Cuando estos días veo la famosa campañita de los preservativos no puedo menos de acordarme del viejo chupete, que fue la panacea universal de nuestra infancia. ¿Que el niño tenía hambre porque su madre se había retrasado o despistado? Pues ahí estaba el chupete salvador para engatusar al pequeño. ¿Que el niño tenía mojado el culete? Pues chupete al canto. No se resolvían los problemas, pero al menos por unos minutos se tranquilizaba al pequeño.

Era la educación evita-riesgos. Porque no se trataba, claro, sólo del chupete. Era un modo cómodo de entender la tarea educativa. Su meta no era formar hombres, sino tratar de retrasar o evitar los problemas Yo he confesado muchas veces que, en conjunto, estoy bastante contento de la educación que me dieron mis padres y profesores. Pero en este punto, no, no puedo estar satisfecho. Para ellos lo más importante era que los niños o los adolescentes que nosotros éramos no sufriéramos o sufriéramos lo mínimo indispensable. Pensaban: «Bastante dura es la vida. Ya se encontrarán con el dolor. Pero que sea, al menos, lo más tarde posible.» Y así nos educaban en un frigorífico, bastante fuera de la realidad. Con lo que hicieron doblemente dura nuestra juventud o nuestra primera hombría obligándonos a resolver, entonces, lo que debió quedar iluminado o resuelto en las curvas de nuestra adolescencia. Ocultar el dolor puede ser una salida cómoda para el educador y también para el educando, pero, a la larga, siempre es una salida negativa. Los tubos de escape no son educación.

Y eso me parece que estamos haciendo ahora con la educación sexual, de los jóvenes. Después de muchos años de hablar del déficit educativo en ese campo, salimos ahora diciendo la verdad: que la única educación del sexo que se nos ocurre es evitar las consecuencias de su uso desordenado.

Si fuéramos verdaderamente sinceros, en estos días presentaríamos así la campaña de los anticonceptivos: saldría a pantalla el ministro o la ministra del ramo y diría: «Queridos jóvenes: como estamos convencidos de que todos vosotros sois unos cobardes, incapaces de controlar vuestro propio cuerpo; como, además, estamos convencidos de que ni nosotros ni todos los educadores juntos seremos capaces de formaros en este terreno, hemos pensado que ya que no se nos ocurre nada positivo que hacer en ese campo, lo que sí podemos es daros un tubo de escape para que podáis usar vuestro cuerpo, ya que no con dignidad, al menos sin demasiados riesgos.» Efectivamente: no hay mayor confesión de fracaso de la educación que esta campañita de darles nuevos chupetes a los jóvenes.

¿Se han fijado ustedes en que todos los grandes almacenes – sin excepción- colocan junto a los cajeros de salida toda clase de dulces, chicles, chupachups, piruletas y demás gollerías? Los comerciantes son muy listos. Saben que cuando la mamá cree que ha terminado sus compras, volverá a picar en el último minuto si es que va acompañada por un niño. Porque ¿qué chiquillo no se encaprichará con alguna de esas golosinas mientras se produce el parón inevitable de la mamá en vaciar su carro y pagar lo comprado? ¿Y qué mamá se resistirá en ese momento, cuando sabe que si se niega tendrá el berrinche del niño ante la mirada de la cajera? Como sabe que, al final, acabará comprándolo, prefiere caer en ello desde el principio. Es más cómodo y sencillo añadir diez duros más a la cuenta que intentar formar la voluntad del pequeño. ¿Y qué futuro aguarda a esos niños o a esos jóvenes educados en no tener voluntad, en no carecer de nada, sabiendo que conseguirán todo con cuatro llantos y una pataleta? Claro que lo sexual es algo bastante más importante que unos caramelos más o menos. Pero ahí la postura de la sociedad moderna es igualmente concesiva. Una educación sexual -creo yo- tendría que empezar por despertar en el adolescente y en el joven cuatro gigantescos valores: la estima de su propio cuerpo; la estima del cuerpo de la que será su compañera; la valoración de la importancia que el acto sexual tiene en relación amorosa de los humanos; el aprecio del fruto que de ese acto sexual ha de salir: el hijo. Pero ¿qué pensar de una educación sexual que, olvidando todo esto, empieza y termina (repito: empieza y termina) dando salidas para evitar los riesgos, devaluando con ello esos cuatro valores? No sé, pero me parece a mí que algo muy serio se juega en este campo. Pero ¡pobres los curas o los obispos si se atreven a recordar algo tan elemental! Les tacharán de cavernícolas, de pertenecer al siglo XIX. Y el mundo seguirá rodando, rodando. ¿Hacia qué? Tomado de “Razones desde la otra orilla”.

Ignacio Sánchez Cámara, “La era de la inocencia”, ABC, 11.VIII.01

La máxima exaltación de la autonomía personal coincide paradójicamente con el ínfimo estado de la responsabilidad individual. Sólo aceptamos una responsabilidad colectiva, genérica o social, pero sobre los individuos, más que la presunción de inocencia, pesa la absolución definitiva y total. La culpa es siempre del Gobierno, de las estructuras sociales, del neoliberalismo, del capitalismo internacional o del comunismo. Los individuos son inocentes como recién nacidos.

El pecado original se ha transformado en la inocencia original. Una inocencia que además es perpetua, irreversible. Atribuirle a alguien su responsabilidad sería hacerle reo de culpa. Su autoestima podría quedar gravemente deteriorada y, ya se sabe, vivimos en una sociedad terapéutica, obsesionada por la salud. Corporal, se entiende. Repartida anónima e impersonalmente, la culpa queda transferida y la conciencia personal liberada. Concebimos la libertad como el derecho a seguir las propias inclinaciones sin más límite que no hacer daño a otro. Y las inclinaciones son siempre buenas. Pero libertad y responsabilidad son indisociables. Negar una es negar la otra. Con la responsabilidad, se nos escapa la libertad.

Si alguien arremete contra el Código Penal en pleno, la culpa será del ambiente social, nunca suya. Si uno quebranta su salud con el tabaco o el alcohol, la responsabilidad atañe a las empresas tabaqueras o a las destilerías. Un reciente dibujo de Antonio Mingote nos presentaba a un individuo que quería reclamar al Vaticano por su fracaso matrimonial. Es conocido el chiste del izquierdista que, al sorprender a su mujer cometiendo adulterio, acude a protestar ante el Pentágono.

Por eso nunca fueron tan necesarios los chivos expiatorios impersonales y colectivos. Pagan la culpa y nos liberan de la nuestra. Es quizá la última manifestación de la psicología del niño mimado con la que Ortega y Gasset caracterizó al hombre-masa en rebeldía. Un hombre que, ayuno de nobleza, que es siempre privilegio de deber y exigencia, sólo tiene derechos y ninguna obligación, y siente indiferencia, incluso hostilidad, hacia todo cuanto hace posible el bienestar de su existencia.

Y si fallan todos estos mecanismos, no faltan quienes están dispuestos hasta a negar la libertad de la voluntad y a adherirse al determinismo universal. Todo antes que abrir la puerta a la impertinente visita de la responsabilidad personal. Lo mismo cabe decir del fracaso escolar. El mismo calificativo parece sugerir que la que fracasa es la escuela, la sociedad, los planes de estudio, pero nunca el alumno o el profesor. Éstos, como individuos que son y por el solo hecho de serlo, son inocentes, inimputables, jamás fracasan. Es curioso cómo una sociedad de seres perfectos puede llegar a ser tan imperfecta.

De la misma manera y por la misma razón también tiende a socializarse el mérito, ya sea deportivo, artístico o científico. Siempre gana el equipo, la nación o el grupo, nunca el individuo. Al menos en esto reina, ya que no el buen sentido, al menos la coherencia. Incluso en los deportes individuales, el éxito es siempre colectivo. El artista es el portavoz de su tribu. Y, por supuesto, en nuestras Universidades sólo se puede investigar en equipo.

El individuo está condenado a un limbo en el que están ausentes el infierno y la gloria, la responsabilidad y el mérito, la culpa y el castigo, el triunfo y el fracaso. Buscamos el confortable cobijo del rebaño, la colmena y la termitera. Pero no deberíamos ignorar que con la responsabilidad desaparece la realidad personal. Herida por la culpa y el resentimiento, la era de la inocencia a la vez que sacraliza la autonomía elimina la responsabilidad.

Ignacio Sánchez Cámara, “Sobre un tópico democrático”, ABC, 17.XI.01

Se sostiene con frecuencia la opinión de que en una democracia se puede defender cualquier idea o pretensión, siempre que se excluya la violencia. (…) La idea puede resultar, sin embargo, algo confusa y, de cualquier manera, muchos de sus partidarios tal vez no apliquen la misma tesis a otros casos. El «puede» ya resulta sospechoso por ambiguo. Parece entrañar la idea de licitud o de legitimidad o de que algo debe ser admitido o tolerado. No pretendo tanto mostrar su falsedad como su falta de claridad y la posible incongruencia en que incurren muchos de sus partidarios. Se trata de una extensión, tal vez injustificada, de una tesis irreprochable, al menos desde la perspectiva liberal. Las opiniones no delinquen. Es verdad. Pero eso no impide que existan delitos que se consuman por el solo ejercicio de la palabra. Por ejemplo, la injuria, la calumnia y la inducción a la comisión de un delito. También son ilícitos los atentados verbales contra el honor de las personas. Las opiniones no delinquen, pero las palabras pueden ser delictivas.

Las democracias deben tolerar las opiniones que se oponen a ella. Lo que ya no está tan claro es que deban tolerar también a las organizaciones o grupos que atenten contra sus principios y valores fundamentales. Y el límite no se encuentra quizá en el ejercicio de la violencia. Pensemos en el caso de una asociación que promueva pacíficamente la legalización de la tortura, o la supresión del sufragio femenino, o la exclusión de los derechos civiles a una minoría racial, o su expulsión del territorio de la nación. En este caso, no nos encontramos ante una mera opinión sino ante una organización que aspira a subvertir los principios y valores fundamentales de una sociedad democrática. En este supuesto, la permisividad resulta, al menos, discutible. Si es obligado tolerar cualquier pretensión que no aspire a imponerse violentamente, no resulta entonces fácil justificar que, por ejemplo, la apología del racismo pueda ser tipificada como delito. No digamos ya expedientar a un profesor por proferir opiniones sexistas. No me pronuncio ahora sobre el fondo del problema. Sólo dudo de que sea coherente asentar el principio de que toda reivindicación no violenta es aceptable, para después negarlo ante ciertas pretensiones concretas. (…)

Ignacio Sánchez Cámara, “Errores y mentiras”, ABC, 24.XI.01

El «progresismo talibán» -existe otro progresismo también descarriado pero simpático e inocuo- no pierde ocasión de emprender su particular cruzada contra la religión. La barbarie del islamismo radical es imputada en el debe de la cuenta general de la religión. Olvidando que el terrorismo disfraza su infamia bajo el ropaje de la defensa de algún valor, como la nación, la liberación, la justicia o la religión, hace sólo a esta última responsable del terror. Según tan sutiles razonadores, toda religión encierra en sí misma el germen del fanatismo. Si acaso, limitan su condena a las religiones monoteístas. Y rememoran todas las guerras de religión que en el mundo han sido, omitiendo el pequeño detalle de que ninguna hubiera existido sin la acción de los poderes civiles de los Estados. Repudiar la religiosidad porque existe el fanatismo religioso es tan sutil y convincente como repudiar el matrimonio porque existen los malos tratos y los parricidios. Así, la patología se convierte en la consecuencia natural del fenómeno sano. Para que la falacia resulte completa, conviene además cubrir con un poderoso manto de silencio todo lo que las religiones, y, muy especialmente, el cristianismo, han hecho para construir y defender el edificio de la dignidad del hombre.

La Modernidad, entre un puñado de conquistas indiscutibles, ha conducido a muchos hombres a abrazar el absurdo prejuicio de que la religión es hija de la ignorancia y madre de la barbarie. Recordemos algunos hitos en esta senda extraviada. «La ciencia destruye la religión», confundiendo a la religiosidad con su enemiga, la superstición, e ignorando los límites de la ciencia. «La religión es el opio del pueblo», identificando un efecto, la producción de esperanza o consuelo, con toda la causa. Es como si redujéramos la esencia de la amistad al logro de ayuda en la adversidad. «La religión es una ilusión», tomando una explicación psicológica válida en algunos casos, no en todos, por una explicación general del fenómeno. «La religión reduce al hombre a la minoría de edad», escamoteando el hecho de que muchos de los más grandes hombres han sido profundamente religiosos. A todos estos elementales errores, se añade, en ocasiones, un mecanismo mental que conduce a algunos hombres a aborrecer la religión: el resentimiento contra todo lo noble y excelente por parte de quienes son incapaces de elevarse sobre el nivel del suelo.

Todo esto, y algunas cosas más, explica la radical incapacidad de muchos intelectuales de nuestro tiempo para comprender la religión, y la anómala situación que ésta padece en las sociedades occidentales. A esto se añade la conspiración de silencio sobre todo lo valioso que entraña y realiza. Muchos medios de comunicación incurren, en este sentido, en grave irresponsabilidad, al contribuir a la deformación de la opinión pública. Si un Obispado aparece en el caso Gescartera, poco importa que en calidad de fraudulento aprovechado o de víctima inocente, el hecho tiene asegurada la portada y el análisis exhaustivo. Pero a casi nadie le interesa la acción social de la Iglesia, o la celebración de un Congreso sobre la familia, o la condena de la creciente degradación moral realizada por el presidente de la Conferencia Episcopal española. Eso no es noticia. Resaltar los errores, propios, por otra parte, de la condición humana, y minimizar los aciertos, también, sin duda, propios de la condición humana, es una manera de tergiversar la verdad e incumplir el imperativo de veracidad que debe presidir la actividad periodística. El error puede ser disculpable; la mentira, no.