Francisco J. Mendiguchía, “Educar es difícil…, pero hay que hacerlo”

Es bien sabido que la educación perfecta no existe, pues es obra de hombres, y éstos no son nunca perfectos. Si pudiera serlo, los hijos de los educadores, psicólogos, psiquiatras y sociólogos, estarían perfectamente educados pues, en general, conocen la teoría de la educación y el modo de aplicarla a cada tipo de niño y, sin embargo, esto no es así al interferirse una serie de variables, como son la propia personalidad de los educadores, sus problemas, sus circunstancias, etc., que condicionan esta educación.

Es más, ni en teoría puede existir la educación perfecta porque se conocen muchos modos educativos, algunos de ellos contrapuestos, que pretenden serlo, lo cual quiere decir que no lo es ninguno, aunque posiblemente todos tengan su parte aprovechable.

De todas maneras, los padres deben conocer unos principios educativos y la realidad es que la mayoría los desconocen, pues el más difícil oficio del hombre, el de educador de sus hijos, no tiene un aprendizaje previo.

Para paliar este desconocimiento de los padres y evitar que se encuentren con unos hijos a los que se puede maleducar, o ineducar en el mejor de los casos, se han creado Escuelas de Padres, Centros de Orientación Familiar, Institutos de Estudios Familiares y otros de parecido nombre, la mayoría buenos, aunque algunos no estén exentos de inconvenientes.

Voy a comenzar por lo más fácil, que es comentar lo que «no se debe hacer» para no caer en unos estereotipos educativos que generalmente no van bien, porque lo primero que debe tener una educación es ser «personalizada».

Veamos en primer lugar cómo los padres no tienen que considerar al hijo: Como un «enano»: según este criterio el niño no es más que un adulto que no se ha desarrollado todavía, pero que siente, padece, piensa como él y sus motivaciones son parecidas (adultomorfismo).

Como una «marioneta»: que debe responder en todo momento a sus deseos (si tiro de un hilo tiene que hacer esto, si tiro de otro lo contrario).

Como un «robot»: que se programa y no puede pensar por su cuenta.

Como un «ángel»: al que hay que adorar como un ídolo porque no tiene defecto alguno.

Como un «demonio»: que no tiene más que defectos y ha de ser corregido continuamente.

Como un «cachorro»: del que no tenemos que preocuparnos más que de su salud física sin caer en la cuenta de que tiene un desarrollo psicológico y espiritual que hay que seguir atentamente.

Cómo educar mal Asimismo existen unos tipos de educación particularmente erróneos que conviene conocer, pues son bastante frecuentes en algunos hogares: Educación excesivamente permisiva: se produce ésta, bien por el criterio de los padres, al creer que es la más idónea, bien porque es más cómodo no oponerse a los deseos y caprichos de los hijos. Un niño así educado carecerá del sentido de la disciplina necesaria para amoldarse a las exigencias sociales y tendrá una pobre idea de lo que se puede o no se puede hacer, de lo que está bien y de lo que está mal y, en definitiva, su conciencia moral o Superyo tiene muy pocas posibilidades de desarrollarse como es debido.

Hace ya casi cuarenta años que dos psiquiatras franceses, Sutter y Luccioni, describieron lo que denominaron «síndrome de carencia de autoridad», que suele presentarse en estructuras familiares anárquicas. Los efectos de esta carencia de autoridad pueden manifestarse en los niños de tres modos: a) debilidad e inconsistencia de la personalidad, con carencia de líneas directrices y con un sentido moral deficiente y anárquico; b) sequedad afectiva, con incapacidad para comprometerse auténticamente y con falta de perseverancia en las actividades emprendidas; c) sensación casi permanente de inseguridad. Al hablar del tratamiento de este síndrome preconizaban estos psiquiatras unos cambios en la conducta familiar que, ya en 1959, reconocían como difíciles «por ir a contracorriente de los métodos educativos y aun de las concepciones psicológicas al uso».

Cuando los padres comienzan a darse cuenta de que han educado a los hijos con excesiva permisividad, por haberla confundido con la libertad, es cuando éstos empiezan a fumar porros, beber alcohol, llegar tarde a casa, aislarse de los padres, tener relaciones sexuales completas, gastar excesivo dinero y cosas parecidas, pero generalmente ya es tarde para enderezar una conducta.

Educación permisivo-autoritaria: en estos casos la educación va, como el péndulo de un reloj, del autoritarismo a la permisividad, desconcertando al niño que no sabe a qué carta quedarse. Esta diferencia de trato puede ser debida a que cada progenitor tenga su propio criterio sobre la educación: madre permisiva, padre autoritario o viceversa o a los cambios de humor y de talante de unos padres inestables que reaccionan impulsivamente ante los problemas de la conducta de los hijos, sin acabar de encontrarse nunca en el fiel de la balanza.

Educación ansiogena: los padres inseguros, ansiosos y obsesivos, acaban haciendo a los hijos iguales que ellos a fuerza de prohibiciones. No les dejan salir solos, no pueden montar en bicicleta porque se pueden caer, tienen que regresar a casa en cuanto se hace de noche, tienen que tener cuidado con quien hablan, sobre todo si son niños, porque no se sabe qué intenciones pueden tener (aunque este último punto, en realidad, no es tan descabellado, dado el número de violaciones y asesinatos de niñas que se producen actualmente en nuestro país).

Educación pseudoperfecta: es el tipo de educación que sigue las normas y reglas de un manual, de los muchos que existen para educar bien a los hijos, aplicándolas, vengan o no a cuento y convengan o no, sin tener en cuenta que cada niño es diferente y cada momento puede requerir una respuesta distinta (de todas maneras, peor aún es no tener la menor idea de lo que hay que hacer).

Educación sin afectividad: se produce este tipo de educación, bien cuando los padres son ellos mismos fríos, poco afectivos, y no pueden dar lo que no tienen, bien cuando alguna circunstancia hace que el hijo constituya un estorbo (hijos no deseados, ilegítimos, hogares rotos, etc.), llegando a producirse verdaderos cuadros de carencia afectiva.

Educación hiperafectiva: contraria a la anterior puede darse este tipo de educación cuando el niño representa el único «objeto amoroso» de los padres, de uno de ellos o de los dos, debido a un desplazamiento hacia el hijo de una afectividad que no puede satisfacerse de otro modo. Esto suele ocurrir cuando no hay unas buenas relaciones matrimoniales o en personas que han sufrido frustraciones o carencias afectivas en su infancia.

Educación para el éxito: «ganar no es todo, es lo único» decía un famoso preparador de fútbol americano, al que pudiéramos llamar «el antiolímpico», cita que viene a cuento de que cada vez es mayor el número de padres que ejercen sobre los hijos unas enormes presiones para que sean unos triunfadores. Esta actitud se da lo mismo entre los padres triunfadores, para que los hijos también lo sean, que entre los fracasados, para que consigan lo que no tuvieron, forzándolos así, aun en contra de sus propias inclinaciones, a tener éxito en la vida. Si el triunfo no llega, convierten al niño en el «chivo expiatorio» («eres una calamidad, no nos haces caso, eres un perezoso»), lo que a veces produce que no lleguen siquiera a un rendimiento normal.

Educación delegada: antes era muy frecuente entre las clases acomodadas ceder la responsabilidad educativa a personas a sueldo (fraulein, nurse, mademoiselle). Hoy tenemos a las «seños», no sólo en clases acomodadas, sino en familias en las que, por trabajar los dos padres, tienen que recurrir a ellas. Lo más frecuente es que haya muchos padres que, por comodidad, deleguen «toda» la educación en los profesores de los colegios de sus hijos. Tanto en unos casos como en otros, los padres no saben realmente cuál es la educación que reciben los hijos, con el agravante de que todas estas personas, aunque puedan ser muy valiosas y dignas de confianza, cambian constantemente y no hay continuidad en el proceso educativo.

Peor aún es delegar por completo la educación en el Estado y en sus estructuras educativas y sanitarias, como comprobé visitando un centro sueco de Higiene Mental Infantil en el que me enseñaron un niño de seis años, que estaba allí porque el primer día de ir a la escuela se había negado a ello y el padre le llevaba para que le convencieran, en vez de hacerlo él mismo; por cierto que, en donde estaba, convivía en la misma habitación con una niña de doce años con un proceso psicótico grave.

Educación positiva Terminada la parte negativa, entremos en la parte más difícil: cómo educar «positivamente» a los hijos.

Lo primero que tienen que meterse los padres dentro de su cabeza es que los valores morales, éticos y, por supuesto, los religiosos, con los que pretendan educar a sus hijos deben estar firmemente asumidos y tener la profunda convicción de que constituyen lo mejor para ellos, principios y valores que han de ser siempre defendidos y, por lo mismo, actuar en conformidad con ellos, sin que haya nada más pernicioso que el «doble mensaje» de decir «debes hacer y pensar esto» mientras ellos hacen y piensan lo contrario o, como mucho, son indiferentes.

Lo segundo es que para educar hay que dedicar tiempo a los hijos. Esto, dicho así, parece superfluo. ¡Pues claro que a cualquier labor hay que dedicarle el tiempo necesario para que fructifique! y más si se trata de algo para los hijos. Sin embargo, los padres se van dejando envolver por la tela de araña de la vida moderna que nos va atrapando poco a poco en sus redes y de la que no es fácil escapar. Hay tiempo para viajes, para cenas, para reuniones, pero ¡ay! para los hijos vamos teniendo cada vez menos, quizá sólo unos minutos y, a veces, ni eso porque, aferrándonos a ese mecanismo de defensa que se llama racionalización, encontramos pronto las justificaciones: llegan muy tarde del colegio, nosotros volvemos a casa muy cansados, los sábados y los domingos hay que ir al campo y allí, ya se sabe, no hay tiempo para nada y sólo vamos para liberarnos de nuestras preocupaciones tensiones.

Pues, a pesar de ello, los padres son los verdaderos, iba escribir únicos, responsables de la educación de sus hijos y no puede ser delegada en los demás por muy buenos y competentes que éstos nos parezcan. Hay unos signos precoces que nos avisan que empezamos a desentendernos d nuestros hijos, como son: no controlar sus tareas escolares, no saber quiénes son realmente sus amigos, no querer influir en la elección de los mismos si ello es necesario, no saber dónde se encuentran en sus ratos libres. Si esto ocurre es que estamos perdiendo el hilo educativo de nuestros hijos.

Una cosa muy importante es la espontaneidad en las relaciones padres-hijos. Los niños sometidos desde muy temprana edad a programas muy rígidos y pormenorizados acaban en muchas ocasiones mintiendo para quedar bien y tener algo de qué hablar, mientras que la espontaneidad lleva a unas relaciones fluidas y éstas, desde hace miles de años, están jerarquizadas con los padres en la cúspide, y no fueron nunca democráticas (cada miembro de la familia igual, a un voto de la misma calidad) aunque, según los miembros van ascendiendo en la pirámide porque van siendo mayores, van teniendo más derechos y por supuesto, más responsabilidades.

En relación con esta espontaneidad en las relaciones paterno-filiales citaré los casos en que los padres, estimulados por libros educativos, emisiones radiofónicas de «cuénteme usted su caso» o tertulias televisivas se empeñan a toda costa en ser «los amigos de sus hijos» para conocer todos sus secretos. Esto, en principio, y en el sentido de que haya una mayor confianza entre padres e hijos es una buena cosa y puede evitar que haya «muros de Berlín» que separen sus ideas, afectos, proyectos, etc., y que en la familia haya comportamientos estancos sin comunicación entre ellos.

Pero lo cierto es que hay, a pesar de todo, unos límites que están producidos por la diferencia de edad y por el natural sentimiento de respeto de los hijos a los padres, límites que no deben forzarse para no producirse el efecto contrario, el rechazo del adolescente. Por ello los padres no deben sentirse frustrados porque haya «secretos» entre los jóvenes a los que ellos no tienen acceso, además de que lo que los chicos necesitan son imágenes paternas fuertes, que les den seguridad y sean objeto de identificación, pudiendo sentirse gravemente frustrados cuando se les cambia esta imagen por la de un amigo que no necesitan.

Los métodos educativos El «cómo» educar sigue siendo, al cabo de los años mil, el caballo de batalla de la cuestión. ¿El látigo del viejo sumerio o la compra de la conducta del niño con dinero, regalos o viajes?, es decir: ¿castigos o premios? La solución salomónica es la de los que dicen: no premiemos ni castiguemos, dejemos que el niño vaya haciendo lo que pueda o quiera y así irá aprendiendo por sí solo.

A este respecto el psicólogo Hulock hizo un interesante experimento, que si bien se hizo en la escuela, puede aplicarse perfectamente a la educación familiar. Separó tres grupos de niños y los trató de tres modos diferentes: al primero se lo alababa todo, al segundo se lo censuraba por sistema y al tercero, ni una cosa ni otra, no les decía nada. Los peores resultados los obtuvo con los niños a los que ni se les alababa ni se les censuraba.

Otro psicólogo, Lewin, hizo también otro interesante ensayo: éste utilizó un solo grupo de niños, pero experimentó en ellos tres métodos educativos, el autoritario, el liberal anteintervencionista y del trabajo en equipo, obteniendo los mejores resultados con este último.

Sin embargo, no es bueno dar normas generalizadas porque cada niño es diferente y la educación familiar, dentro de un contexto común, debe ser personalizada. A unos les irá bien un mayor grado de autoridad, otros se motivarán mejor con incentivos positivos (así se llama ahora a los premios) y también los habrá a los que se le pueda dar más libertad por apreciarse en ellos un gran sentido de responsabilidad.

De todas maneras, educar no es obtener resultados, es formar la personalidad del niño, motivándole con los mejores incentivos que tengamos a nuestra disposición para alcanzar la meta de que, al final del proceso educativo, sea un ser libre y responsable.

Para conseguir esto hay que educar en libertad para que de forma paralela vaya desarrollándose la responsabilidad, teniendo en cuenta que no hay conflicto entre la autoridad de los padres y la libertad de los hijos, siempre que se persiga el bien de éstos, y eso no se consigue si en la educación no entra algo tan simple como es el amor, que quiere decir entrega, sacrificio, lealtad, justicia y constancia.

El doble proceso de la libertad-responsabilidad tiene un carácter evolutivo: a un niño de dieciocho meses habrá que vigilarle estrechamente, coartando su libertad, para que no se caiga por las escaleras pero, si rompe alguna cosa, no se le podrá reñir porque no es responsable en absoluto. A los ocho años todavía habrá que vigilarle para que haga sus deberes escolares, pero ya habrá que dejarle ir a jugar a casa de un amigo.

Por otra parte, la libertad puede tener unos condicionamientos internos que mediatizan la responsabilidad (el fóbico escolar que quiere, pero no puede ir al colegio, el hiperactivo que molesta a todo el que está a su lado por su movimiento continuo) y otros externos como son la conocida libertad de los demás, las costumbres, los hábitos familiares, las posibilidades culturales y, hoy en día, los estímulos constantes de esa «contraeducación paralela» que es la televisión que impone, por vía consciente e inconsciente, pedir determinados juguetes cuando son pequeños, determinadas bebidas si son algo mayores y determinadas costumbres si son adolescentes.

Los padres deben ser siempre muy conscientes de que hay que preparar a los hijos para que puedan elegir el bien y la verdad y no lo contrario porque en último término, él tendrá que ser el responsable de sus actos. Lo que sucede es que, a veces, lo que el niño «debe» hacer no es lo que «le gustaría hacer» (los viejos principios freudianos del placer y de la realidad) y, como al final se impone la realidad, los padres han de procurar que lo que al niño «le guste hacer», coincida con lo que «debe hacer», y éste es, en muy pocas palabras, el meollo del proceso educativo.

No quiero terminar estas digresiones sobre la educación sin recordar unas palabras del psiquiatra vienés Víctor Frankl: «El hombre no está motivado por el principio del placer (Freud) ni por la voluntad del poder (Adler), sino por la necesidad de encontrar un sentido a la propia vida, por lo que tiende a “salir de sí”, a trascenderse, a encontrar el significado fuera de él mismo, mediante el amor» y ése es el camino que, utilizando el lenguaje del mismo autor, lleva a hacer consciente ese Dios inconsciente que todo ser humano lleva dentro.

Alejandro Llano, “La universidad, ante lo nuevo”, X.2002

Lección inaugural del curso académico 2002/03 en la Universidad de Navarra.

Pensar la Universidad en el tiempo es el propósito de este discurso, que está marcado por la temporalidad de doble manera. Por una parte, como toda lección inaugural, se sitúa al comienzo de un Curso Académico nuevo e irrepetible, que hoy lleva estampada la serie numérica 2002/2003. De otro lado, el carácter simbólico que conferimos a los números en nuestra cultura nos lleva a celebrar de modo especial el hecho de que nuestra Universidad empieza hoy a cumplir su primer medio siglo. Como los libros, también las escuelas superiores tienen su destino, ‘habent sua fata’, responden incluso a un designio que en nuestro caso presenta perfiles y proyecciones particularmente entrañables e incluso trascendentes. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “La universidad, ante lo nuevo”, X.2002″

Julián Marías, “Males presentes”, ABC, 31.X.2002

HACE cosa de veinte años dije que tres males amenazadores del mundo actual, en especial de Occidente -el terrorismo organizado, la difusión universal de la droga y la aceptación social del aborto-, se habían constituido y consolidado en la decena de los años sesenta. Continuar leyendo “Julián Marías, “Males presentes”, ABC, 31.X.2002″

Gonzalo Herranz, “El sacrificio de prisioneros de guerra y los embriones congelados”, PUP, 7.XI.02

El autor -Director del Departamento de Humanidades Biomédicas de la Universidad de Navarra- se pregunta si son reales las expectativas que ofrece a la medicina la investigación con embriones congelados excedentes de FIV. A este planteamiento añade otro de un gran calado ético, como es el de la dignidad humana. Estos embriones, aunque están abocados a su desaparición, tienen igual dignidad que el resto de seres humanos. Las clínicas de FIV deberían defender sus vidas.

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Francisco Varo, “Santiago, hermano de Jesús”, PUP, 28.X.2002

En los últimos días ha saltado a las páginas de los periódicos la noticia de que ha aparecido un osario de piedra caliza del tiempo de Jesucristo, procedente de Jerusalén, con la inscripción aramea “Ya’aqob bar Yosef ajui di Yeshua” (Jacob -o lo que es lo mismo, Santiago-, hijo de José, hermano de Jesús -o Josué-). Lo da a conocer un estudio realizado por André Lemaire, especialista en paleografía de la Escuela Práctica de Altos Estudios de París y publicado en el último número (noviembre/diciembre 2002) de la “Biblical Archaeology Review”.

El osario ha sido datado por los arqueólogos en el año 63 de nuestra era. La inscripción está grabada en una de sus caras laterales, escrita en arameo, con un tipo de letra que se utilizó entre los años 10 y 70 dC. Según los editores, se trataría del enterramiento de Santiago, al que se cuenta entre los “hermanos de Jesús” en el Evangelio de San Mateo (Mt 13,55) y en la Epístola a los Gálatas (Ga 1,19).

En Jerusalén durante el siglo I se utilizaba ese tipo de recipientes. Entonces estaba extendida la práctica de depositar los cadáveres en una tumba excavada en la roca, y al cabo de unos años reunir los huesos en un osario de piedra o cerámica, que llevaba inscrito el nombre del difunto. Se han encontrado varios centenares. Hasta ahora el personaje más conocido cuyos restos han aparecido en uno de estos recipientes era Caifás, el que fue Sumo Sacerdote, y cuyo osario salió a la luz en Jerusalén en 1990 cuando quedó al descubierto un cementerio al remover tierras para la construcción de una avenida.

El nuevo hallazgo arqueológico ha tenido amplia resonancia. Si ese “Yeshua” mencionado en la inscripción fuera Jesús de Nazaret, ésta sería la primera vez que se descubre una evidencia arqueológica sobre la figura de Jesucristo. Si ese “Yosef” se identificase con San José, habría que tomar en consideración la alusión del apócrifo “Protoevangelio de Santiago” (9,2) a que José era viudo y tenía hijos cuando tomó como esposa a María.

Los cristianos con tendencia a realizar una lectura fundamentalista de la Biblia, y por tanto con un cristianismo poco coherente, posiblemente estén de enhorabuena por lo que considerarán un argumento más a favor de la historicidad de las Escrituras. Sin embargo, una reflexión madura exige sopesar los hechos de modo crítico. La fe católica no requiere argumentos demagógicos, sino una investigación seria de la verdad.

Para cualquier técnico en la materia está claro que nunca será posible tener certeza de que realmente ese osario pertenezca al personaje del Nuevo Testamento. De una parte porque los nombres que están grabados en él (Ya’aqob, Yosef y Yeshua) eran muy comunes. Sólo entre los osarios encontrados en Jerusalén aparece cada uno de ellos centenares de veces. Personajes en los que se diera la misma combinación de esta inscripción se calcula que podía haber al menos veinte. De otra parte, la denominación “hermano” de Jesús que se aplica a Santiago es un modo semítico de hablar para designar a los “parientes”. Pero de ninguno de los personajes a los que se llama “hermano de Jesús” en el Nuevo Testamento se afirma que fuera “hijo de José”. De hecho, los dos Apóstoles de Jesús que llevan el nombre de Ya’aqob, Santiago el Mayor y Santiago el Menor, son hijos de Zebedeo y Alfeo, respectivamente según los datos evangélicos (Mt 10,2-3). No es posible, pues, identificar al personaje del osario con ninguno de ellos. Además, la urna de piedra que ahora sale a la luz tiene una procedencia insegura desde el punto de vista de la técnica arqueológica: no se sabe de dónde procede ni en qué condiciones se encontró. Es propiedad de un coleccionista que la compró vacía en un mercado de antigüedades hace quince años.

Este hallazgo, por lo tanto, no plantea ningún problema real a los datos que la historia y la fe mantienen hasta ahora. Al contrario, es un testimonio más acerca del trasfondo histórico de los textos del Nuevo Testamento. Se comprueba que los nombres de sus protagonistas eran los nombres más corrientes en Jerusalén y en la Galilea judía de aquel tiempo. Los Apóstoles y los primeros cristianos eran gente normal. Pero en medio de las dificultades económicas, y con los graves problemas sociales y políticos de la sociedad en que vivían, fueron hombres y mujeres de fe, sabedores que tenían algo que aportar al mundo. El gran descubrimiento al que nos acercan siempre estos hallazgos consiste en recordar la existencia, ya desde los orígenes del cristianismo, de personas corrientes que se esforzaban por ser santos allá donde estaban.

Francisco Varo Profesor de Sagrada Escritura de la Universidad de Navarra

El animal de las dilaciones

Se cuenta que Alejandro Magno, en una de sus campañas guerreras, se encontró con Diógenes, que tomaba el sol tranquilo y medio desnudo a la orilla de un río. Alejandro, que no en vano había tenido como tutor al mismo Aristóteles y respetaba y secretamente envidiaba la sabiduría, había oído hablar de Diógenes, el filósofo que vivía en un tonel, y aprovechó la ocasión para acercarse a él en persona y conversar con él humildemente, volviendo a ser por un rato discípulo en medio de su gloria militar. Con todo, no podía hacer esperar mucho tiempo a sus tropas, y al fin hubo de despedirse del filósofo. Tal fue la impresión que aquella breve conversación le había causado, que el conquistador de mundos dijo al sabio del tonel: «Me marcho, pues he de continuar con mis hazañas para la historia. Pero desde ahora ruego a los cielos que en la vida que me toque vivir en mi próxima encarnación no sea yo Alejandro, sino Diógenes». Diógenes contestó: «¿Y a qué esperar para ello a tu próxima encarnación? Puedes serlo desde ahora si así lo deseas. El río es amplio, y el sol no escatima sus rayos. Hay sitio de sobra por aquí para otro tonel». Y volvió a tumbarse al sol, mientras Alejandro montaba en su caballo. Muchas veces se ha dicho que el hombre es el animal de las dilaciones. Difiere, aplaza, posterga. Los demás animales actúan al momento, reaccionan al instante. Andan cuando quieren andar, y descansan cuando quieren descansar. Viven al día, al momento. Los hombres, por el contrario, piensan que deberían darse un merecido y necesitado descanso, pero deciden que lo harán más adelante, y siguen trabajando; o, por el contrario, saben que deberían trabajar, pero deciden que ya lo harán más adelante, y siguen descansando cuando, por su propio bien, debieran ponerse a trabajar. Acertar en lo que se debe dilatar y lo que debe hacerse de inmediato es un asunto importante. Que no resulte que queremos cambiar, mejorar, liberarnos de los vicios que nos esclavizan…, pero para la próxima reencarnación. Nos sucede entonces como a Alejandro, que con una plegaria a los dioses lo arregla todo, acalla su conciencia y sigue con sus conquistas. En la práctica, mucha gente parece creer en la reencarnación. Y no solamente en el Oriente.

Eres importante para mí

Una profesora universitaria inició un experimento entre sus alumnos. A cada uno les dio cuatro tarjetas de color azul, todos con la leyenda “Eres importante para mi” y les pidió que se pusieran una. Cuando todos lo hicieron, les dijo que eso era lo que ella pensaba de ellos. Luego les explicó de qué se trataba el experimento: tenían que darle una de esas tarjetas a alguna persona que fuera importante para ellos, explicándoles el motivo, y dándole el resto para que esa persona hiciera lo mismo. El experimento era ver cuánto podía influir en las personas ese pequeño detalle. Todos salieron de clase pensando y comentando a quién darían esas tarjetas. Algunos mencionaban a sus padres, a sus hermanos o a sus novios. Pero entre aquellos estudiantes había uno que vivía lejos de sus padres. Había conseguido una beca para esa universidad y al estar lejos de su hogar, no podía darle esa tarjeta a sus padres o hermanos. Pasó toda la noche pensando a quién se la daría. Al día siguiente, muy temprano, pensó en un amigo suyo, joven profesional que le había orientado para elegir carrera y que muchas veces le aconsejaba cuando las cosas no iban tan bien como él esperaba. A la salida de clase se dirigió al edificio donde su amigo trabajaba. En la recepción pidió verlo. A su amigo le extrañó, ya que el muchacho no solía ir a esas horas, por lo que pensó que algo malo pasaba. El estudiante le explicó el propósito de su visita, le entregó tres tarjetas y le dijo que al estar lejos de casa, él era el mas indicado. El joven ejecutivo se sintió halagado, pues no recibía ese tipo de reconocimientos muy a menudo y prometió a su amigo que seguiría con el experimento y le informaría de los resultados. El joven ejecutivo regresó a su trabajo y ya casi a la hora de la salida se le ocurrió una arriesgada idea: entregaría los dos tarjetas restantes a su jefe. Su jefe era una persona huraña y siempre muy atareada, por lo que tuvo que esperar que estuviera “desocupado”. Cuando consiguió verlo, estaba inmerso en la lectura de los nuevos proyectos de su departamento, con la oficina estaba repleta de papeles. El jefe sólo gruñó: “¿Qué desea usted?”. El joven ejecutivo le explicó tímidamente el propósito de su visita y le mostró los dos tarjetas. El jefe, asombrado, le preguntó: “¿Por qué cree usted que soy el mas indicado para tener ese tarjeta?”. El joven le respondió que él lo admiraba por su capacidad y entusiasmo en los negocios, y porque de él había aprendido bastante y estaba orgulloso de estar bajo su mando. El jefe titubeó, pero recibió con agrado los dos tarjetas. No muy a menudo se escuchan esas palabras con sinceridad estando en el puesto en el que él se encontraba. El joven ejecutivo se despidió cortésmente del jefe y, como ya era la hora de salida, se fue a su casa. El jefe, acostumbrado a estar en la oficina hasta altas horas, esta vez se fue temprano a su casa. Se fue reflexionando mientras conducía rumbo a su casa. Su esposa se extrañó de verlo tan temprano y pensó que algo le había pasado. Cuando le preguntó si pasaba algo, el respondió que no pasaba nada, que ese día quería estar con su familia. La esposa se extrañó, ya que su esposo acostumbraba a llegar de mal humor. El jefe preguntó “¿Dónde esta nuestro hijo?”. La esposa sólo lo llamó, y el chico vino, y su padre sólo le dijo: “Acompáñame, por favor”. Ante la mirada extrañada de la esposa y del hijo, ambos salieron de la casa. El jefe era un hombre que no acostumbraba gastar su “valioso tiempo” en su familia muy a menudo. Tanto el padre como el hijo se sentaron en el porche de la casa. El padre miró a su hijo, quien a su vez lo miraba extrañado. Le empezó a decir que sabía que no era un buen padre, que muchas veces se ausentó en aquellos momentos que sabía que eran importantes. Le mencionó que había decidido cambiar, que quería pasar más tiempo con ellos, ya que su madre y él eran lo más importante que tenía. Le mencionó lo de los tarjetas y cómo uno de sus jóvenes ejecutivos se la había dado. Le dijo que lo había pensado mucho, pero quería darle la última tarjeta a él, ya que era lo más importante, lo más sagrado para él, que el día que nació fue el más feliz de su vida y que estaba orgulloso de él: eres importante para mi. El chico, con lágrimas en los ojos, le dijo: “Papá, no sé qué decir, mañana pensaba suicidarme porque pensé que yo no te importaba. Te quiero, papá, perdóname.” Ambos lloraron y se abrazaron. El experimento de la profesora dio resultado, había logrado cambiar no una, sino varias vidas, con sólo expresar lo que sentía.

El rey y su halcón

Genghis Khan (1162-1227), cuyo imperio Mongol se extendía desde el este de Europa hasta el Mar de Japón, llegó un día con su ejército a China y a Persia, y conquistó muchas tierras. En todos los países, los hombres referían sus hazañas, y decían que desde Alejandro Magno no existía un rey como él. Una mañana, cuando descansaba de sus guerras, salió a cabalgar por los bosques. Lo acompañaban muchos de sus amigos. Cabalgaban jovialmente, llevando sus arcos y flechas. Sus criados los seguían con los perros. Era una alegre partida de caza. Sus gritos y sus risas resonaban en el bosque. Esperaban obtener muchas presas. En la muñeca, el rey llevaba su halcón favorito, pues en esos tiempos se adiestraba a los halcones para cazar. A una orden de sus amos, echaban a volar y buscaban las presas desde el aire. Si veían un venado o un conejo, se lanzaban sobre él con la rapidez de una flecha. Todo el día Genghis Khan y sus cazadores atravesaron el bosque, pero no encontraron tantos animales como esperaban. Al anochecer emprendieron de regreso. El rey cabalgaba a menudo por los bosques, y conocía todos los senderos. Así que mientras el resto de la partida tomaba el camino más corto, eligió un camino más largo por un valle entre dos montañas. Había sido un día caluroso, y el rey tenía sed. Su halcón favorito había echado a volar, y sin duda encontraría el camino de regreso. El rey cabalgaba despacio. Una vez había visto un manantial de aguas claras cerca de ese sendero. ¡Ojalá pudiera encontrarlo ahora! Pero los tórridos días de verano habían secado todos los manantiales de montaña. Al fin, para su alegría, vio agua goteando de una roca. Sabía que había un manantial más arriba. En la temporada de las lluvias, siempre corría por allí un río muy caudaloso, pero ahora bajaba una gota por vez. El rey se apeó del caballo. Tomó un tazón de plata de su morral, y lo sostuvo para recoger las gotas que caían con lentitud. Tardaba mucho en llenarse, y el rey tenía tanta sed que apenas podía esperar. En cuanto el tazón se llenó, se lo llevó a los labios y se dispuso a beber. De pronto oyó un silbido en el aire, y le arrebataron el tazón de las manos. El agua se derramó en el suelo. El rey alzó la vista para ver quien había hecho esto. Era su halcón. El halcón voló de aquí para allá varias veces, y al fin se posó en las rocas, a orillas del manantial. El rey recogió el tazón, y de nuevo se dispuso a llenarlo. Esta vez no esperó tanto tiempo. Cuando el tazón estuvo medio lleno, se lo acercó a la boca. Pero apenas lo intentó, el halcón se echó a volar y se lo arrebató de las manos. El rey empezó a enfurecerse . Lo intentó de nuevo, y por tercera vez el halcón le impidió beber. El rey montó en cólera. “¿Cómo te atreves a actuar así? ¡Si te tuviera en mis manos te retorcería el cuello!”. Llenó el tazón de nuevo. Pero antes de tratar de beber, desenvainó la espada: “Amigo halcón, esta es la última vez”. No acababa de pronunciar estas palabras cuando el halcón bajó y le arrebató el tazón de la mano. Pero el rey lo estaba esperando. Con una rápida estocada abatió al ave. El pobre halcón cayó sangrando a los pies de su amo. “¡Ahora tienes lo que mereces!”, dijo Genghis Khan. Pero cuando buscó su tazón, descubrió que había caído entre dos piedras, y que no podía recobrarlo. “De un modo u otro, beberé agua de esa fuente”, se dijo. Decidió trepar la empinada cuesta que conducía al lugar de donde goteaba el agua. Era un ascenso agotador, y cuanto más subía, más sed tenía. Al fin llegó al lugar. Allí había, en efecto un charco de agua ¿pero qué había en el charco? Una enorme serpiente muerta, de la especie más venenosa. El rey se detuvo. Olvidó la sed. Pensó sólo en el pobre pájaro muerto. “¡El halcón me salvó la vida! ¿Y cómo le pagué? ¡Era mi mejor amigo y lo he matado!”. Bajó la cuesta. Tomó suavemente al pájaro y lo puso en su morral. Luego montó a caballo y regresó deprisa, diciéndose: “Hoy he aprendido una lección, y es que nunca se debe actuar impulsado por la furia”.

Francisco J. Mendiguchía, “Problemas psicológicos de los hijos”

En 1935, una expedición arqueológica francesa descubrió en Mari, a orillas del Éufrates, los restos de dos habitaciones que posiblemente fueran las aulas de una escuela, una vieja escuela sumeria de más de 4.000 años de antigüedad, en la que unos alumnos, sentados en unos bancos hechos de ladrillos de arcilla, aprendían los saberes de su época y recibían una buena tunda si no estudiaban o se portaban mal, pues no en balde uno de los puestos de profesor recibía el nombre de “Encargado del látigo”. Lo que hacían allí los niños lo sabemos bastante bien, porque en las excavaciones se han descubierto miles de tablillas de arcilla escritas en caracteres cuneiformes que nos lo describen. En una de ellas un padre atribulado escribía amargamente: «Hijo perverso que te tengo bajo mi vigilancia…; he interrogado a mis parientes y amigos, he comparado y no he hallado alguno como tú…; no pierdas el tiempo en el jardín público ni vagabundees por las calles.» En otra –no hay nada nuevo bajo el sol- se describe cómo los padres de un mal alumno invitan al maestro a su casa y le agasajan para incitarle a ser benevolente con su hijo que no sacaba muy buenas notas.

Por aquellos tiempos, y no demasiado lejos de Sumer, un sabio egipcio llamado Ptahhotep, que vivió cuando reinaba la V Dinastía, escribía, no en tablillas ni en caracteres cuneiformes, sino en papiro y con la bella escritura jeroglífica, lo que él denominaba «Enseñanzas», las cuales consistían en consejos para los padres: «Si eres un hombre de calidad educa a tu hijo… Si eres instruido seguirá tu ejemplo… Haz por él toda cosa buena puesto que es tu hijo… No separes tu corazón de él…» Un poco más tarde, en tiempos de la XII Dinastía (1.900 años a. C.), otro sabio, Jeti, en un texto que era uno de los preferidos en las escuelas egipcias recomendaba a los niños, quizá un poco exageradamente: «Amar a los libros más que a la propia madre.» Con el tiempo se fue conociendo un poco mejor lo que era el alma del niño y aunque un historiador nos diga que «al igual que todos los pueblos antiguos, los griegos ignoraban del todo la existencia de la psicología infantil», lo cierto es que Plutarco escribió en aquella época su tratado “Sobre la educación de los niños”. Espigando un poco a través de los siglos, vemos que Raimundo Lulio (siglo XIII) en un libro sobre la infancia pedía que «se produzca en armonía el desarrollo mental y el crecimiento corporal del niño» y que Erasmo de Rotterdam (siglo XVI) escribiera una obra llamada “De pueris”, de la que dice un autor moderno, Debesse, que «un psicólogo moderno puede encontrar ideas más cercanas al sentido común que la psicología genética contemporánea».

A lo largo del tiempo, sobre todo a partir de los siglos XVIII y XIX, el conocimiento del niño y de su psicología fue desarrollándose paulatinamente hasta que, en 1882, apareció el libro que se considera como el primer tratado de psicología infantil, la obra de W. Preyer titulada “El alma infantil”.

A partir de entonces han aparecido cientos, y puede que miles de libros que tratan de explicarnos cómo es la psicología del niño, del adolescente y su evolución hasta alcanzar la juventud y la madurez, amén de los artículos, más o menos científicos, que aparecen todos los días en revistas especializadas y que muestran los trabajos de cientos de autores repartidos por todo el mundo, constituyendo en su conjunto una nueva ciencia, la Paidopsicología, que ya en 1914 con taba con veintiún revistas dedicadas a ella.

La Psiquiatría infantil o Paidopsiquiatría apareció, como tal ciencia, en el último tercio del siglo pasado con la obra de Emminghaus “Trastornos psíquicos de los niños”, aparecida en 1887 y, en la actualidad, constituye una espléndida realidad en la mayoría de los países. El primer tratado español de esta especialidad data de 1908 y lo escribió el Dr. Vidal Perera, apareciendo pocos años después el del Dr. Rodríguez Lafora.

Si cualquier persona se interesa hoy por estos temas de la psicología y psiquiatría infantiles, puede entrar en cualquier librería y escoger una gran cantidad de textos, unos más técnicos y otros más orientados hacia la divulgación, que tratan de hacer comprender a los padres cómo es el niño, cuál es su desarrollo psicológico y los problemas que éste lleva consigo y la manera más científica de educarle, guiarle a lo largo de su infancia y adolescencia, para integrarle de la mejor manera posible en nuestra complicada y aun conflictiva sociedad actual, muy diferente de las vieja, civilizaciones antes comentadas.

Y sin embargo hoy, siglos después, podemos hacernos esta pregunta inquietante: ¿al cabo de tantos miles de años, conocemos y formamos mejor a nuestros hijos que nuestros antepasados sumerios y egipcios? La respuesta tiene que ser forzosamente positiva. ¿Sería posible que hoy sucediera lo que el médico Heroard relataba del rey Luis XIII de Francia del que decía: «Su madre, María de Médicis, le acaricia al fin por primera vez cuando tenía ya cerca de siete meses», así como que, el mismo Luis XIII, habiendo sido ya coronado a los diez años, dijera «Preferiría no tantas reverencias y tantos honores, pero que no me hicieran azotar»? Por supuesto que no en la mayoría de los casos, aunque es precisamente en nuestro siglo cuando se han descrito los cuadros clínicos de las «carencias afectivas» y de los «niños maltratados» para vergüenza nuestra, aunque eso sí, todos los países del mundo han hecho suya la legislación sobre “Los derechos del niño” aprobada por la ONU.

De todas formas hemos de admitir que en la actualidad conocemos mucho mejor el psiquismo del niño, cuáles son sus necesidades y apetencias y cuáles sus formas de reaccionar ante las estimulaciones que le llegan del medio en que se desenvuelve, familiares, escolares y sociales y de ese modo hacer que la infancia y la adolescencia no sean unas etapas conflictivas y dolorosas, aunque también vemos que las diferentes escuelas psicológicas tienen a veces unos puntos de vista tan distintos y en ocasiones tan opuestos (psicoanálisis y conductismo, geneticismo y ambientalismo, Freud y Adler) que resulta difícil conocer dónde está, aunque sea aproximadamente, la verdad.

Con estas líneas no tengo la pretensión de hacer un nuevo tratado, uno más, de psicología y psiquiatría infantil, sino simplemente hacer unas reflexiones sobre lo aprendido por mí mismo en más de cuarenta años de ver y tratar problemas infantiles. Queremos poner a los padres sobre aviso en los errores que pueden caer cuando intentan aplicar, siempre y en todos los casos, lo que han leído en algún libro o escuchado en conferencias y cursillos, generalmente bien intencionados, pero sesgados doctrinariamente en determinados casos. Y, al mismo tiempo, llevar la tranquilidad a sus espíritus cuando temen no saber educar a sus hijos o creen haber hecho algo que puede producir en ellos el famoso «trauma de la infancia», que les llevará a la infelicidad, a la neurosis o a algo peor.

Francisco J. Mendiguchía, “Las familias que se rompen”

¿Estamos ante un hecho transitorio o realmente la familia, tal como la hemos conocido hasta ahora, está en trance de desaparición? El hecho es que el número de familias que se rompen con la separación y el divorcio de los padres es cada día mayor, sobre todo en parejas de menos de cuarenta años.

No hay más que mirar en torno a nosotros, muchas veces en nuestra propia familia, para ver matrimonios que se separan, a veces por los motivos más fútiles. No quisiera ser pesimista, pero creo que en España debemos estar ya cerca del 20% de hogares rotos por el divorcio, aunque todavía no hemos llegado a la proporción de otros países «más avanzados» como los Estados Unidos, en el que cuatro a cinco de cada diez matrimonios acaban rotos.

No vamos a considerar aquí las causas de estas separaciones ni las consecuencias que producen en los padres, sino que nos ocuparemos únicamente de los efectos que generan en los hijos, a los que un psiquiatra vienés, hace ya más de cincuenta años, pronosticaba un porvenir de «abandono social, inmoralidad y delito». Hoy nos parecen, afortunadamente, estas palabras bastante exageradas, aunque tampoco hay que minimizar el problema porque puede que los padres ganen con la separación, y es posible que así sea en muchas ocasiones, pero «los que nunca ganan y siempre pierden son los hijos».

No he visto un solo caso, repito, ni uno solo, en el que los hijos se hayan alegrado de la separación de los padres. El mayor o menor número de problemas que presenten depende de una serie de circunstancias como son: las relaciones padres-hijos anteriores, el grado de unión de los hermanos, la forma en que los padres llevan su separación, la buena integración social del niño y, en última instancia, del temperamento y carácter de éste.

En algunas ocasiones el niño llega a sentir cierto alivio, si la ruptura ha sido precedida de esa situación penosa e insostenible que se conoce con el nombre de «divorcio emocional», durante la cual los hijos han tenido que soportar momentos de fuerte tensión, discusiones, amenazas y aun agresiones físicas entre los padres. Durante este tiempo es frecuente ver ya en los hijos síntomas de ansiedad, depresión, insomnio, problemas de carácter, disminución de los rendimientos escolares, falta de apetito o cefaleas y en ocasiones, sentimientos de culpa por haber tomado partido por uno de los progenitores, con las correspondientes tendencias hostiles hacia el otro. De todas maneras, por muy bien que vayan las cosas, todos presentan, más pronto o más tarde, y más cuanto más pequeños son, un sentimiento de frustración, de «hambre de afecto» y de que algo les falta, y ello aunque los padres hayan formado nuevos hogares y rehecho la pareja, ya que entonces aparecen ambivalencias afectivas que pueden tardar años en superarse, si es que se superan.

Los casos que nos llegan a los psiquiatras o psicólogos a la consulta son, naturalmente, los de los niños que han reaccionado peor. Yo he visto bastantes en los últimos años y puedo decir que, en casi todos estos «hijos de divorcio», las complicaciones se debían a algo muy frecuente y realmente penoso: la lucha de los padres por atraerse a los niños. Por ello es frecuente ver que, cuando el hijo está en casa de la madre, ésta aprovecha para hablar mal del padre, y cuando está con el padre, éste ataca a la madre, en un intento de ambos de predisponerle en contra del otro cónyuge, convirtiendo al niño en una especie de rehén en una situación de secuestro afectivo.

Siempre recordaré que, en una ocasión, tuve que intervenir en un caso en que una madre, al no fiarse de lo que hacía el padre con los hijos cuando estaban en casa de éste, llegó al extremo de colocarle a uno de ellos, el mayor, un micrófono debajo de su camisa para, introduciéndose en un coche aparcado en las cercanías del domicilio, escuchar todo lo que hablaban y lo que allí sucedía; lo peor fue que se produjo una confirmación de los temores de la madre, pues dos niños sufrían un verdadero maltrato psicológico y físico por parte del padre.

La separación con niños pequeños De todas formas, y aunque las cosas transcurran más apaciblemente y sin tanta lucha, lo habitual es que los hijos pasen, una vez consumada la separación, por un estado, más o menos importante, de depresión y ansiedad. Se manifestará en una tendencia al aislamiento y al rechazo social a mostrarse huraños y recelosos y a elaborar una conducta con rebeldía, negativismo, cóleras inmotivadas y aun con fugas del domicilio que le ha tocado «en suerte».

En el mejor de los casos uno o los dos progenitores formaban un nuevo hogar y yo veía a los hijos hechos un verdadero lío. No sabían cómo colocar exactamente a los miembros de su nueva familia en su anterior esquema familiar. Había un chico que para distinguir a los padres, el antiguo y el nuevo, a uno le llamaba papá y al otro padre; otro que denominaba «tía» a la nueva mujer de su padre, si bien la mayoría decían «la que vive con mi padre» o «el que vive con mi madre», aunque era aún peor cuando ni siquiera les identificaban; eran simplemente «el otro» o «la otra».

Todo el que conozca algo de psicología infantil sabe cuán importante es el proceso de identificación, para el desarrollo de la personalidad infantil, de la niña con la madre y del niño con el padre.

¿Qué sucede cuando tienen que identificarse con dos padres o dos madres, o a veces con más en los casos de más de un divorcio? Esta identificación es más difícil y no es infrecuente que, en este proceso de cruces y de cambios de afectos, el niño acabe odiando a alguno de sus padres. Al padre porque le ha dejado sin madre, a la madre porque le ha dejado sin padre o a los dos por haber roto la unidad familiar. Y cuando esto se produce, también a los nuevos padres a los que acaba asignando los antiguos y odiados papeles de padrastro o madrastra (no se olvide que la terminación «astro» es despectiva en nuestro idioma), pudiendo conducir todo ello al desarrollo de «contraidentificaciones» que perturban grandemente la personalidad del niño o del adolescente.

Hemos hablado de las parejas separadas que rehacen sus vidas formando un nuevo hogar, pero hay ocasiones en que los padres, sobre todo las madres, no quieren o no pueden hacerlo y viven solos con los hijos que el juez les ha asignado, aunque con la obligación de que éstos pasen determinado tiempo con el otro cónyuge.

Esto puede crear algún otro problema como es el que se produce cuando a un niño pequeñito le separan de la madre por la probada incapacidad de ésta para educar al hijo (esto sucede muy raras veces) y el niño acaba sufriendo lo que se conoce con el nombre de «carencia afectiva», que está producida por la privación del afecto materno, y lleva a una deficiencia en las relaciones interpersonales que comienzan precisamente en la relación madre-hijo, pero que, y esto vale para los que encuentran nuevos hogares, se produce también con frecuentes cambios de figura materna, si esto sucede en los primeros cuatro años de la vida.

Además de esto hay que consignar que los hombres no suelen estar especialmente dotados para el cuidado de niños pequeños, y tienen que encargar a manos mercenarias este cuidado y la educación de los hijos, si es que los jueces, como sucede en algunos países con buenas instituciones para niños pequeños, no encuentran preferible internar a los niños en alguna de ellas; en nuestro país creemos que muy incapaz tiene que ser el padre para recurrir a esta última solución.

La realidad es que los jueces entregan la custodia de los niños pequeños a la madre pero, y aquí podemos tropezar con un nuevo problema: si no trabajaba antes, tiene que empezar a hacerlo en la mayoría de los casos, pues la pensión del ex-marido no suele bastar y a veces ni llega, produciéndose una situación que tiene cierto parecido a la que sufren las madres solteras: el trabajo les roba el tiempo necesario para el cuidado de los hijos, pues éstos no necesitan sólo amor y dedicación sino también bastante tiempo.

La solución podría ser una guardería infantil, pero este arreglo es sólo bueno si el niño permaneciera en ella cuatro o cinco horas y el resto del día lo pasara con la madre, cosa que sucede raramente; en la mayoría de los casos ésta lleva al hijo o hijos a las ocho de la mañana y los recoge casi a la hora de darles la cena y meterles en la cama. Veamos un par de casos en los que se dan estas circunstancias y que tuvimos que ver por problemas de ansiedad y de carácter.

El primero se trataba de una niña de cuatro años que era dejada en casa de una vecina a las siete de la mañana porque la madre entraba a trabajar a las ocho; la vecina la tenía en su casa hasta las ocho y media, hora en que la llevaba a una guardería en la que permanecía hasta las cinco de la tarde; después la recogía otra vecina y estaba en su casa hasta las siete, hora en que su madre, al terminar de trabajar, la llevaba a su hogar. A las ocho de la noche la acostaba, dado el madrugón que tenía que sufrir la niña al día siguiente. Resultado: la niña había estado, por lo menos, con cuatro «madres», si es que en la guardería no había pasado por más de una cuidadora.

El otro caso era el de una niña de seis años. Era recogida por una familia extraña a las siete de la mañana, se encargaba de llevarla al colegio, recogerla por la tarde y estar con ella hasta las ocho de la noche, hora en la que la recogía la madre. Aparentemente el caso parece menos traumático para la niña; pero lo malo es que, cuando yo la vi, ¡iba por la cuarta familia! La separación con niños mayores Si la separación se produce cuando los hijos son ya adolescentes los problemas son de otro tipo. Ellos ya han tomado parte por uno de los progenitores durante el período tempestuoso del pre-divorcio y a lo mejor o, si hablamos con propiedad, a lo peor, les cae la custodia al padre o a la madre odiados; con ello aparecen choques verbales o físicos que acaban mal para el hijo, lo mismo si se doblega (aparición de depresiones, ansiedad, ruptura con el medio ambiente) que si se rebela (agresividad, malhumor, fugas). En ambos casos, el chico o la chica acaban distanciándose afectivamente de la familia, más de lo que es corriente a esta edad, y resuelven sus problemas fuera del hogar, en el grupo o pandilla en el que encuentran la afinidad de la que carecen en casa.

Al no disponer del contrapeso que supone unas buenas relaciones con los padres es más fácil que se produzca una mayor dependencia del grupo y una mayor posibilidad de desarrollar conductas antisociales o de caer en alcoholismo y drogas, sin que esto quiera decir que ello sucederá indefectiblemente. No todo hijo del divorcio acaba en delincuente, como quería nuestro psiquiatra vienés, pero si es cierto que está más expuesto y, aunque sólo una minoría termine así, en todas las estadísticas sobre problemas de conducta y delincuencia juvenil hay una gran proporción de padres separados.

Podríamos decir, si no fuera un contrasentido, que !a «mejor edad» del niño para que sus padres se separen es la comprendida entre los siete y los once años pues ya no sufre de «carencia afectiva». Tiene un grado suficiente de madurez, su comprensión de lo que sucede es mejor, sobre todo si los padres se lo explican adecuadamente asegurándole su amor a pesar de todo y su capacidad de adaptación es lo suficientemente elástica para integrarse en las nuevas condiciones familiares.

Una situación verdaderamente lamentable se produce cuando un juez superior revoca una sentencia anterior y los hijos, después de haberse adaptado a una situación tienen que cambiar a otra, que suele ser la opuesta. Tal es el caso en el que tuve que intervenir hace ya algunos años, en el que un juez, ante la conducta inadecuada de la madre, entregó la custodia de tres niñas y un niño comprendidos entre los dos y diez años de edad al padre, y otro juez, con unas ideas muy particulares al respecto, pasó la custodia a la madre, cuando la hija mayor era casi una mujer a sus dieciséis años, teniendo ésta que dedicarse a la defensa de sus hermanos frente a los maltratos de la madre, con la consiguiente desesperación del padre que no podía hacer nada para evitarlo.

Prevención y actitud a tomar ¿Qué hacer en todos estos casos de ruptura familiar? En medicina hace muchos años que sabemos que es mejor la prevención que la curación, es decir, que para evitar las consecuencias de las separaciones y divorcios, lo mejor es no separarse ni divorciarse. Esto dicho así parece, y lo es, una perogrullada, pues si la gente se separa es quizá porque no ha encontrado otra solución mejor, o por lo menos así lo parece, y ya hemos hablado del penoso período anterior a la separación y su influencia en los hijos, pero lo cierto es también que, en estos últimos treinta años, se ha producido algo que pudiéramos denominar la «futilización» del divorcio, ya que las parejas se separan, en una gran proporción de casos, por motivos más bien banales que podrían ser superados, si no fácilmente, sí con un poco de sacrificio y una mejor formación ética, moral y religiosa de los esposos que les proporcionarían un mayor sentido de la responsabilidad y una madurez de las que parece que carecen hoy en día mucha gente que se casan un poco alegremente.

Cuando la prevención falla se produce la separación, y si en los hijos aparecen las señales de que algo va mal en ellos hay que tratar adecuadamente sus problemas. Esto no quiere decir que haya que poner en tratamiento a todos los hijos de los separados, pues si las separaciones están hechas con un poco de sensatez explicando a los hijos lo que ha pasado, sin más traumas que la pérdida parcial (en el espacio y en el tiempo) de uno de los progenitores, pero asegurándoles la permanencia de su amor y dedicación, y, sobre todo, sin que se produzcan guerras entre los padres, primero por su posesión y luego para que odien al otro miembro de la pareja desunida, estos hijos no presentarán con tanta frecuencia síntomas patológicos. De todas maneras, casi siempre se producen mecanismos de defensa del Yo infantil, siendo el más común el desarrollo de un «caparazón afectivo» que les hace inmunes al sufrimiento y les evita las heridas y que de momento resuelve sus problemas pero que, a la larga, produce un tipo de personalidad frío, inafectivo y egoísta.

El tratamiento más idóneo de los problemas infantiles de la separación es el de la psicoterapia, bien individual o bien familiar, siendo esta última la preferida e interviniendo todos los miembros de la familia, pero sin perder nunca de vista que lo que nosotros, los paidopsiquiatras, intentamos, es tratar la patología del niño, no arreglar el matrimonio, que es misión de otros terapeutas, aunque algunas veces pueda producirse en el curso de nuestra intervención, si bien mi experiencia me dice que esto sucede raras veces.

La muerte de uno de los padres Otro caso es cuando la familia se rompe, no por una separación, sino por la pérdida de algún progenitor. Y si uno lee los antiguos tratados de psicología y psiquiatría infantiles ve que dedicaban extensos capítulos a la orfandad, bien parcial por la desaparición del padre o de la madre, bien total si faltaban ambos.

Afortunadamente, hoy en día la vida media de hombres y mujeres se ha alargado tan considerablemente que, en general, cuando los padres mueren los hijos son tan mayores que difícilmente podría tildárseles de huérfanos (sólo la carretera sigue produciéndolos con cierta asiduidad). Hay una excepción a lo dicho anteriormente y la constituyen las guerras, que todavía son capaces de llenar orfanatos en los países en que esta desgracia ocurre.

Veamos en primer lugar los efectos de la carencia de la madre: Cuando ésta se produce, y una vez pasado el shock que la muerte de la madre origina en el padre y en los hijos, la familia intenta adaptarse a la nueva situación e indefectiblemente tenderá a recuperar el equilibrio perdido, buscando para ello una sustituta de la madre, bien fuera de la familia con un nuevo matrimonio del padre, surgiendo con ello la figura de la madrastra, bien dentro de ella adoptando la hija mayor el papel de madre.

Cuando es la hija mayor la que ocupa el papel de la madre ausente, los demás hermanos la respetan y obedecen con arreglo a su nuevo «rol» y acaban por tener hacia ella una relación afectiva que es más de madre-hijos que de hermana-hermanos, mientras que con el padre se produce una situación ambivalente, pues tiene que ser una especie de esposa para llevar la casa, cuidar de las necesidades materiales de la familia, compartir con él las inquietudes económicas, conllevar la educación de los hermanos pequeños, etc., mientras que en el plano afectivo no puede haber ningún cambio y las relaciones tienen que seguir siendo las puramente filiales.

Esta situación suele durar hasta la emancipación de todos los hijos, pero no es extraño que la simbiosis creada respecto al padre se mantenga durante toda la vida de éste, con el consiguiente cercenamiento de las posibilidades vitales de la hija. Por ello el padre debe renunciar a tiempo a la comodidad que esta situación supone para él y permitir que la hija viva su propia vida.

Cuando el padre se casa de nuevo, el papel de la madre muerta es incorporado por la madrastra, lo cual suele ser motivo de conflictos en un principio, sobre todo si los hijos son ya un poco mayores, y más aún si se había llegado al equilibrio familiar descrito anteriormente cuando una de las hijas tenía ya en propiedad el papel de madre y tanto ella, como los demás hijos, toleran mal que «otra mujer» venga a suplantarla. De todas maneras, sobre todo si los hijos son pequeños, tarde o temprano se vuelve a rehacer el equilibrio familiar, aceptando cada cual el papel que le corresponde sin que se produzcan traumas mayores, en contra de la leyenda que hace de la madrastra un ser necesariamente negativo.

Cuando realmente pueden aparecer cuadros de carencia de afecto y posteriormente trastornos de la vida emocional y de la personalidad en estos niños sin madre, es cuando no aparece ninguna imagen sustitutiva de esta hermana, madrastra, abuela joven, tía soltera, etc., y se recurre a personal contratado que suele cambiar con relativa frecuencia, pues la imagen de la sirvienta abnegada que se sacrifica durante muchos años, quizá toda la vida, pasó a la historia hace ya mucho tiempo. Peor aún es si se recurre a un internado precoz.

Si es el padre el que fallece, su ausencia suele producir problemas que son más bien de tipo económico que afectivo, sobre todo antes, cuando las madres no trabajaban fuera del hogar pero, aun en el caso de que la madre sea solvente económicamente, se puede reproducir el cuadro antes descrito de la madre separada a la que confían la custodia de los hijos.

Cuando la carencia paterna se hace notar más es cuando los hijos se van haciendo mayores y más aún durante su época de adolescentes, al carecer «éstos» y aun «éstas» de una figura paterna con la que identificarse (su Yo ideal) que les dé seguridad y estabilidad y que les pueda servir de guía en el camino de la vida, amén de que en esta edad es más necesaria que nunca la autoridad que el padre representa.

Es cierto que la madre puede desempeñar el papel de padre, si tiene las cualidades necesarias para ello, pero lo que es mucho más raro, es que uno de los hermanos lo tome. La figura del padrastro está más desdibujada y éste suele ser mejor tolerado por las hijas que por los hijos, sobre todo si estos últimos han llegado ya a la edad de la adolescencia, pues verán en el nuevo padre un intruso y un rival que les disputa el cariño de la madre, produciéndose así verdaderas situaciones edípicas en el sentido freudiano.

Por último he de señalar la posibilidad, tanto en estos casos de padre muerto y nuevo matrimonio de la madre como en el de la formación de un nuevo hogar por parte de la madre separada, de que se produzcan casos de incesto o, por lo menos, de abusos sexuales por parte del nuevo padre con las hijas de los anteriores matrimonios, al debilitarse el tabú de la consanguinidad en personas de muy deficiente formación, no ya religiosa, sino de simple ética o moral, dada la convivencia forzosamente íntima que supone la vida familiar. En casos de muerte de la madre o nuevo matrimonio del padre, la posibilidad de un incesto es afortunadamente, hoy por hoy, mucho menor.