“No, yo no puedo aceptar una recompensa por lo que hice”, respondió un agricultor a un noble inglés. En ese momento el propio hijo del agricultor salió a la puerta de la casa de la familia. “¿Es ese su hijo?” preguntó el noble inglés. “Sí,” respondió el agricultor lleno de orgullo. “Le voy a proponer un trato. Déjeme llevarme a su hijo y ofrecerle una buena educación. Si él es parecido a su padre crecerá hasta convertirse en un hombre del cual usted estará muy orgulloso.” El agricultor aceptó. Con el paso del tiempo, el hijo de Fleming el agricultor se graduó de la Escuela de Medicina de St. Mary’s Hospital en Londres, y se convirtió en un personaje conocido a través del mundo, el famoso Sir Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina. Algunos años después, el hijo del noble inglés, cayó enfermo de pulmonía. ¿Que le salvó? La penicilina. ¿El nombre del noble inglés? Randolph Churchill. ¿El nombre de su hijo? Sir Winston Churchill. Alguien dijo una vez: Siempre recibimos a cambio lo mismo que ofrecemos. Trabaja como si no necesitaras el dinero. Ama como si nunca te hubieran herido. Baila como si nadie te estuviera mirando.
Mes: septiembre 2007
¿Dónde está el buen Dios?
“Los SS parecían más preocupados, más inquietos que de costumbre. Colgar a un chaval delante de miles de espectadores no era un asunto sin importancia. El jefe del campo leyó el veredicto. Todas las miradas estaban puestas sobre el niño. Estaba lívido, casi tranquilo, mordisqueándose los labios. La sombra de la horca le recubría.
El jefe del campo se negó en esta ocasión a hacer de verdugo. Le sustituyeron tres SS.
Los tres condenados subieron a la vez a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en los nudos corredizos.
-¡Viva la libertad! -gritaron los dos adultos.
El pequeño se cayó.
-¿Dónde está el buen Dios, dónde? -preguntó alguien detrás de mí.
A una señal del jefe del campo, las tres sillas cayeron. Un silencio absoluto descendió sobre todo el campo. El sol se ponía en el horizonte.
-¡Descubríos! -rugió el jefe del campo.
Su voz sonó ronca. Nosotros llorábamos.
-¡Cubríos! Después comenzó el desfile. Los dos adultos habían dejado de vivir. Su lengua pendía, hinchada, azulada. Pero la tercera cuerda no estaba inmóvil; de tan ligero que era, el niño seguía vivo…
Permaneció así más de media hora, luchando entre la vida y la muerte, agonizando bajo nuestra mirada. Y tuvimos que mirarle a la cara. Cuando pasé frente a él seguía todavía vivo. Su lengua seguía roja, y su mirada no se había extinguido. Escuché al mismo hombre detrás de mí: -¿Dónde está Dios? Y en mi interior escuche una voz que respondía: “¿Dónde está? Pues aquí, aquí colgado, en esta horca…” (Élie Wiesel, La Nuit, pp.103-105).
Donando sangre
Hace unos años, cuando trabajaba como voluntario en un hospital de Stanford, conocí a una niñita llamada Liz, que sufría de una extraña enfermedad. Su única chance de recuperarse era aparentemente una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, que había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaba dispuesto a dar su sangre a su hermana. Lo vi dudar por sólo un momento antes de tomar un gran suspiro y decir: -Sí, yo lo haré, si eso salva a Liz.
Mientras la transfusión continuaba, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, y sonriente mientras nosotros los asistíamos, viendo retornar el color a las mejillas de la niña. Entonces la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció. El niño miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: – Doctor… ¿cuándo voy a empezar a morirme? El pequeño no había comprendido bien al doctor; pensaba que le daría toda su sangre a su hermana. Y aún así estaba dispuesto a darla…
Dispuestos a recibir un tiro
Cuentan que durante la guerra de los “cristeros”, cuando la Revolución Mexicana persiguió a muerte a la Iglesia, las misas se hacían clandestinamente y los vecinos se pasaban la voz cada vez que llegaba un sacerdote vestido de paisano al pueblo. En un pueblo, en algún lugar rural de México, esperaban al sacerdote que llegaría ese fin de semana de un pueblo vecino. Los catequistas clandestinos tenían preparados bautizos y otros sacramentos y para tal ocasión consiguieron un viejo granero, lo suficientemente amplio para albergar unos cientos de fieles. Aquel domingo por la mañana el viejo granero estaba totalmente lleno con una cantidad de fieles de alrededor. Las 600 personas que estaban reunidas esperando el inicio de la celebración se sobrecogieron al ver dos hombres entrar vestidos con uniforme militar y armados. Uno de los hombres dijo: “El que se atreva a recibir un tiro por Cristo, quédese donde está. Las puertas estarán abiertas sólo cinco minutos”. Inmediatamente el coro se levantó y se fue. Los diáconos también se fueron, y gran parte de la feligresía. De las 600 personas solo quedaron 20. El militar que había hablado, miró al sacerdote y le dijo: “OK, padre, yo también soy cristiano y ya me deshice de los hipócritas. Continúe con su celebración”.
De vuelta de la guerra
Un soldado que pudo regresar a casa después de haber peleado en la guerra de Vietnam. Le habló a sus padres desde San Francisco. “Mamá, voy de regreso a casa, pero tengo que pediros un favor. Traigo a un amigo que me gustaría que se quedara con nosotros.” Le dijeron: “Claro, nos encantaría conocerlo.” El hijo siguió diciendo: “Hay algo que debéis saber. Fue herido en la guerra. Pisó en una mina de tierra y perdió un brazo y una pierna. Él no tiene adónde ir, y quiero que se venga a vivir con nosotros a casa.” “Siento mucho el escuchar eso, hijo. A lo mejor podemos encontrar un lugar en donde el se pueda quedar.” “No, mamá y papá, yo quiero que él viva con nosotros.” “Hijo, tu no sabes lo que estás pidiendo. Alguien que esté tan limitado físicamente puede ser un gran peso para nosotros. Nosotros tenemos nuestras propias vidas que vivir, y no podemos dejar que algo como esto interfiera con nuestras vidas. Yo pienso que tu deberías de regresar a casa y olvidarte de esta persona. Él encontrara una manera en la que pueda vivir él solo.” En ese momento el hijo colgó el teléfono.
Los padres ya no volvieron a saber de él. Unos días después, los padres recibieron una llamada telefónica de la policía de San Francisco. Su hijo había muerto después de que se había caído de un edificio, fue lo que les dijeron. La policía creía que era un suicidio. Los padres, destrozados de la noticia, volaron a San Francisco y fueron llevados a que identificaran a su hijo. Ellos lo reconocieron, pero, para su horror, ellos descubrieron algo que no sabían: su hijo tan solo tenía un brazo y una pierna. Los padres de esta historia son como muchos de nosotros. Encontramos muy fácil amar a personas que son hermosas por fuera o que son simpáticas, pero no a la gente que nos hace sentir alguna inconveniencia o que nos hace sentirnos incómodos. Preferimos estar alejados de personas que no son hermosas, sanas o inteligentes como suponemos serlo nosotros.
Contratiempo de un náufrago
El único sobreviviente de un naufragio llegó a la playa de una diminuta y deshabitada isla. El oró fervientemente a Dios pidiéndole ser rescatado, y cada día escudriñaba el horizonte buscando ayuda, pero no parecía llegar. Cansado, finalmente optó por construirse una cabaña de madera para protegerse de los elementos y almacenar sus pocas pertenencias. Un día, tras de merodear por la isla en busca de alimento, regresó a casa para encontrar su cabañita envuelta en llamas, con el humo ascendiendo hasta el cielo. Lo peor había ocurrido… lo había perdido todo. Quedó anonadado con tristeza y rabia. “Dios: como me pudiste hacer esto a mi!” se lamentó. Temprano al día siguiente, sin embargo, fue despertado por el sonido de un barco que se acercaba a la isla. Había venido a rescatarlo. “Como supieron que estaba aquí?” preguntó el cansado hombre a sus salvadores. “Vimos su señal de humo”, contestaron ellos.
Construyendo una catedral
Un hombre golpeaba fuertemente una roca, con rostro duro, sudando. Alguien le preguntó: – ¿Cuál es su trabajo? Y contestó con pesadumbre: – ¿No lo ve? Picar piedra.
Un segundo hombre golpeaba fuertemente otra roca, con rostro duro, sudando. Alguien le preguntó: – ¿Cuál es su trabajo? Y contestó con pesadumbre: – ¿No lo ve? Tallar un peldaño.
Un tercer hombre golpeaba fuertemente una roca, transpirado, con rostro alegre, distendido. Alguien le preguntó: – ¿Cuál es su trabajo?”. Y contestó ilusionado: -Estoy construyendo una catedral.
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En una ocasión, por la tarde, un hombre vino a nuestra casa, para contarnos el caso de una familia hindú de ocho hijos. No habían comido desde hacía ya varios días. Nos pedía que hiciéramos algo por ellos. De modo que tomé algo de arroz y me fui a verlos. Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando regresó le pregunté: qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me respondió: “Ellos también tienen hambre”. Sabía que los vecinos de la puerta de al lado, musulmanes, tenían hambre. Quedé más sorprendida de su preocupación por los demás que por la acción en sí misma. En general, cuando sufrimos y cuando nos encontramos en una grave necesidad no pensamos en los demás. Por el contrario, esta mujer maravillosa, débil, pues no había comido desde hacía varios días, había tenido el valor de amar y de dar a los demás, tenía el valor de compartir. Frecuentemente me preguntan cuándo terminará el hambre en el mundo. Yo respondo: Cuando aprendamos a compartir”. Cuanto más tenemos, menos damos. Cuanto menos tenemos, más podemos dar. (Madre Teresa de Calcuta)
Camino de ninguna parte
Un matrimonio americano había salido de viaje. El esposo conducía enfebrecido. Había hecho ya trescientos kilómetros sin dejar de mirar de reojo al salpicadero. De repente la esposa consultó la guía de carreteras y anunció: «Nos hemos perdido». «¿Y qué?», replicó el marido. «¡Llevamos una media estupenda!». Ese estupendo promedio, camino de ninguna parte, es el que llevan algunos en su intento de llenar su día y su vida de sensación de diligencia y eficacia. Deberían recordar que cuando uno no sabe adónde va, acaba en otra parte.
Cambiar el mundo
Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo. Según fui haciéndome mayor, pensé que no había modo de cambiar el mundo, así que me propuse un objetivo más modesto e intenté cambiar solo mi país. Pero con el tiempo me pareció también imposible. Cuando llegué a la vejez, me conformé con intentar cambiar a mi familia, a los más cercanos a mí. Pero tampoco conseguí casi nada. Ahora, en mi lecho de muerte, de repente he comprendido una cosa: Si hubiera empezado por intentar cambiarme a mí mismo, tal vez mi familia habría seguido mi ejemplo y habría cambiado, y con su inspiración y aliento quizá habría sido capaz de cambiar mi país y -quien sabe- tal vez incluso hubiera podido cambiar el mundo. (Encontrada en la lápida de un obispo anglicano en la Abadía de Westminster).