Vicente Huerta, “¿Estamos “condenados” a ser felices?”, PUP, 26.IX.01

“La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz” (L´euphorie perpétuelle. Essai sur le devoir de bonheur). PASCAL BRUCKNER. Tusquets Editores. Barcelona, 2001. 233 págs. 2.600 ptas.

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Informe de la Univ. de Columbia, “La fe ayuda a evitar el abuso de drogas”, 18.XI.2001

Conclusiones del “Centro Estadounidense de Adicción y Abuso de Sustancias” de la Universidad de Columbia.

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Carlos Márquez, “Fondo cristiano de El Señor de los Anillos”, PUP, 21.XII.2001

Si hubiera que definir la personalidad de J.R.R. Tolkien, sería ineludible aludir a su condición de católico. Esta condición impregnó su obra de manera sutil pero indeleble. Su libro cumbre, «El Señor de los Anillos», cuya adaptación a la gran pantalla acaba de estrenarse, posee, según han constatado numerosos críticos literarios, un indiscutible poso cristiano. Tras quedar huérfano a los doce años, Tolkien fue acogido por el padre Francis Morgan, un jesuita de origen hispano-galés que tuvo una gran influencia en su vida. «Siempre tuve la súbita y milagrosa experiencia del amor, del cuidado y del humor de Fray Francis», dijo de él. ¿Se puede ver a la Virgen y al Espíritu Santo en su obra cumbre? Algunos así lo creen.

La madre de Tolkien se convirtió al catolicismo en 1900, cuando su hijo John Ronald Reuel tenía ocho años. La conversión de Mabel Tolkien le supuso un alejamiento de su familia y, por tanto, un acortamiento de sus medios económicos. Mabel Tolkien murió en 1904 y John Ronald, que entonces tenía 12 años, siempre atribuyó su muerte a la incomprensión y dureza de corazón de sus parientes anglicanos.

En una carta de 1958, en la que se definía a sí mismo, Tolkien sentenciaba: «Soy cristiano (lo que puede deducirse de mis historias), y católico apostólico romano». Sus convicciones religiosas las llevó a las páginas de sus libros, como ha recogido Humphrey Carpenter en la biografía que escribió de Tolkien. En ella, Carpenter reconstruye una de las múltiples conversaciones que mantuvieron Tolkien y Jack Lewis, ambos profesores de Oxford. «Venimos de Dios e inevitablemente los mitos que entretejamos, aunque contengan error, también reflejarán un fragmento desprendido de la auténtica luz, la verdad eterna que está con Dios. Nuestros mitos pueden estar errados, pero se encaminan, aunque temblorosamente, hacia el verdadero puerto, mientras que el progreso materialista sólo conduce a un abismo abierto y a la Corona de Hierro del poder del Mal», dijo Tolkien en aquella ocasión.

Similitudes con el cristianismo Son innumerables las similitudes que guardan «El Señor de los Anillos» y la teología católica. Por ejemplo, en una carta de 1971, Tolkien afirmaba que la imagen de Galadriel, un personaje de su libro, guardaba una semejanza con la Virgen María. «Creo que es verdad que este personaje debe mucho a la enseñanza cristiana y católica acerca de María y de la presentación de su imagen, pero en realidad Galadriel era una penitente», aseguró en aquella ocasión.

La Encarnación de Cristo encuentra un interesante paralelismo en «El Señor de los Anillos». En «El Anillo de Morgoth», Finrod, uno de los personajes, dice que «si Eru (Dios) no desea abandonar su obra a Melkor (el diablo), Eru debe venir a vencerle. Si Eru deseara hacer esto, no dudo que encontraría un modo, aunque no puedo predecirlo. Pues, así me parece a mí, incluso si Él en sí mismo hubiera de entrar en el mundo, Él debería también permanecer como es, el Autor en el exterior. Y sin embargo, Andreth, para hablar con humildad, no puedo concebir de qué otro modo podría alcanzarse la cura».

Algunos críticos también encuentran la huella del Espíritu Santo en el libro. En el Ainulindalë, cuando Eru muestra a los Ainur la visión generada a partir de su música, les dice: «¿Eä! ¿Que sean estas cosas! Y enviaré al vacío la Llama Imperecedera, y se convertirá en el corazón del Mundo, y el Mundo será».

La vida eterna, uno de los pilares del cristianismo, también cabe en la obra de Tolkien. La visión de Finrod en el mismo Athrabeth es elocuente: «Todo el tiempo que hablábamos de la muerte como la división de lo unido, yo pensaba en mi corazón en una muerte que no es así, sino el fin de ambos. […] Y entonces repentinamente contemplé como en una visión a Arda Rehecha. Y allí los Eldar, completa su historia, pero no finalizada, podían vivir para siempre en el presente, y caminar allí, quizás, con los Hijos de los Hombres, sus libertadores, y cantarles canciones que, incluso en el Gozo más allá del Gozo, hagan resonar los verdes valles y resonar como arpas».

Juan Pablo II, “Ocho desafíos de la comunidad internacional”, 10.I.2002

CIUDAD DEL VATICANO, 10 enero 2002 (ZENIT.org).- Juan Pablo II expuso este jueves a los embajadores acreditados ante el Vaticano los ocho principales desafíos que, desde su punto de vista, tiene que afrontar en estos momentos la comunidad internacional.

Tras invitar a los gobiernos de los 172 países que mantienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede a no dejarse «abatir por las dificultades del momento presente», hizo el elenco de estos retos que publicamos textualmente.

La defensa del carácter sagrado de la vida humana en toda circunstancia, en particular ante las manipulaciones genéticas; -la promoción de la familia, célula fundamental de la sociedad; -la eliminación de la pobreza, mediante esfuerzos constantes en favor del desarrollo, de la reducción de la deuda y de la apertura del comercio internacional; -el respeto de los derechos humanos en todas las situaciones, con especial atención a las categorías de personas más vulnerables, como los niños, las mujeres y los prófugos; -el desarme, la reducción de las ventas de armas a los países pobres y la consolidación de la paz una vez terminados los conflictos; -la lucha contra las grandes enfermedades y el acceso de los menos pudientes a las curas y los medicamentos básicos; -la salvaguardia del entorno natural y la prevención de las catástrofes naturales; -la aplicación rigurosa del derecho y de las convenciones internacionales.

Antonio Argandoña, “La falta de valores y la empresa”, PUP, 11.II.2002

La falta de valores impide la buena marcha de la empresa.

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Karol Wojtyla, “Amor y responsabilidad”

Karol Wojtyla, “Amor y responsabilidad”, Lublin, 1960. Traducción Plaza & Janés, 1996, pág. 323.

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Dra. Dolores Voltas, “El preservativo, una mentira cruel”, 18.I.02

Dra. Dolores Voltas, médico y vocal de la Comisión Deontológica del Colegio de Médicos de Barcelona, 18.I.02 Continuar leyendo “Dra. Dolores Voltas, “El preservativo, una mentira cruel”, 18.I.02″

Jaime Nubiola, “El trabajo de sonreír”, La Gaceta de los Negocios, 20.II.06

¡Cuánto apreciamos todos, la sonrisa amable de las personas y cuántas veces nos resistimos a sonreír! Resulta un tanto enigmático que gustándonos tanto a todos el que nos atiendan con una sonrisa seamos tan roñosos a veces para sonreír a quienes solicitan nuestra atención. Los medios de comunicación presentan de ordinario rostros violentos, airados o doloridos que nos conmueven, y cuando ponen ante nuestros ojos caras sonrientes tendemos a menudo a considerarlas falsas y forzadas —”de circunstancias”, decimos— porque pensamos que con su talante amable buscan el propio interés o simplemente la eficacia. De modo semejante, nos parece increíble que alguien pueda acogernos con una sonrisa afectuosa aun sin conocernos y, sin embargo, todos tenemos la maravillosa experiencia de aquella sonrisa a primera hora de la mañana que logró cambiar nuestro día.

Es una pena minusvalorar la sonrisa, pues es uno de los rasgos más típicos del ser humano. Ludwig Wittgenstein —para muchos el filósofo más profundo del siglo XX— anotaba incidentalmente en un oscuro pasaje de las Philosophical Investigations que “una boca sonriente sonríe sólo en un rostro humano”. Con estas palabras Wittgenstein afirma que para sonreír hace falta un rostro humano que otorgue significado a la sonrisa, pero quizá sugiere también que un rostro es plenamente humano cuando sonríe. Ya los escolásticos medievales advirtieron que la capacidad de sonreír era un accidente propio de los seres humanos, era una propiedad derivada necesariamente de su esencia. Omnis homo risibilis est, decían; todo hombre es capaz de reír. Tomarse el trabajo de sonreír es un modo aparentemente sencillo en el que cada uno puede hacer un poco más humano este mundo nuestro y hacer así también más humana su propia vida.

Para entender esto un poco mejor viene bien recordar la ontogenia de la sonrisa, su manera originaria de desarrollarse en el niño. Según dicen los expertos en desarrollo infantil, el reflejo espontáneo en el arco bucal del bebé satisfecho induce a la madre a pensar que su hijo le está sonriendo. La madre, emocionada al descubrir aquella aparente sonrisa de su bebé, le premia con achuchones afectuosos. El niño, entusiasmado a su vez ante esas oleadas de ternura efusiva, le corresponde imitando la expresión del rostro materno con una sonrisa cada vez más franca y abierta. Este singular proceso educativo muestra que la sonrisa no es un mero reflejo espontáneo del placer, sino que, sobre todo, es una valiosa conducta comunicativa.

Esta semana pasó a visitarme una doctoranda con su hija Carmen de poco más de un año. Le dimos a la niña un juguete sencillo para que se entretuviera mientras su madre y yo hablábamos de filosofía. En un momento de la conversación en el que nos reíamos abiertamente de una broma filosófica, Carmen se unió entusiasmada a nuestra risa como si hubiera entendido algo. Con aquella risa espontánea nos dio una verdadera lección de filosofía: reír juntos, sonreírnos unos a otros, crea unos formidables espacios de comunicación.

Sonreír es reconocer al otro como persona: sonrío al bedel al entrar en el edificio en el que trabajo, pero no a la fotocopiadora que está en el pasillo. Hay personas a las que la sonrisa parece serles natural. Me viene a la memoria aquella sonrisa maravillosa de Juan Pablo I que en los breves días de su pontificado llenó de esperanza al mundo. Pero puede leerse en el libro suyo Ilustrísimos Señores, escrito unos pocos años antes: “Desgraciadamente sólo puedo vivir y repartir amor en la calderilla de la vida cotidiana. Jamás he tenido que salir huyendo de alguien que quisiera matarme. Pero sí existe quien pone el televisor demasiado alto, quien hace ruido o simplemente es un maleducado. En cualquiera de esos casos es preciso comprenderlo, mantener la calma y sonreír. En ello consistirá el verdadero amor sin retórica”. Todo hace pensar que aquella sonrisa que tan natural parecía era fruto de un prolongado esfuerzo de muchos años. Algo parecido me contaba un colega de su experiencia: “Hay temporadas, días, en que es una heroicidad sonreír por lo menos para mí: días en los que no has dormido, en los que no te encuentras física o psicológicamente bien, que tienes preocupaciones u otras ocupaciones en la cabeza que te impiden ponerla en las personas que tienes a tu lado. Si te lo propones consigues dar el pego: “tú siempre tan sonriente, qué bien te va la vida” te dicen. ¡Y cada sonrisa te cuesta un mundo!”.

La sonrisa es siempre muy agradecida. Como la madre con el bebé lactante, quien sonríe cosecha muchas veces la sonrisa y el afecto de los demás. Es muy conocida aquella afirmación de William James, uno de los fundadores de la psicología contemporánea, de que no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos. Me parece que algo semejante puede decirse de la sonrisa. De hecho, cuando me encuentro con personas que sufren por su aislamiento, por sus dificultades de comunicación con los demás, suelo invitarles a que se empeñen en sonreír a quienes tienen a su alrededor porque —les digo— no sonreímos porque estamos contentos, sino que más bien estamos contentos porque sonreímos. No importa que en un primer momento la sonrisa sea forzada o parezca artificiosa, pues con su repetida práctica va calando por dentro hasta que alegra el corazón.

Hay quienes piensan que la guerra es el motor de la historia humana, que el conflicto y la confrontación son el motor del progreso social y científico. Lo que Benedicto XVI viene a recordarnos con su encíclica es precisamente que el motor de la historia —si es que la historia tiene motor— es el amor, el diálogo y la comunicación entre las personas y los pueblos. Lo que nos enseña es que cambiaremos el mundo a base de cariño. En este sentido, ponerse a sonreír es comenzar a cambiar el mundo, porque significa poner el amor —y no el egoísmo o el propio interés— en el centro de la vida humana. Por eso para comenzar a cambiar el mundo merece la pena tomarse en serio el trabajo de sonreír.

Justicia

Haz justicia con alguien y acabarás por amarlo. Pero si eres injusto con él, acabarás por odiarlo.

John Ruskin Es cosa fácil ser bueno; lo difícil es ser justo.

Víctor Hugo Cuando las personas tienen libertad para hacer lo que quieren, por lo general comienzan a imitarse mutuamente.

Françoise Sagan. Escritora francesa.

Sólo pensar en traicionar es ya una traición consumada.

Cesare Cantú. Político, historiador y literato italiano.

Haz lo que sea justo. Lo demás vendrá por sí solo.

J. W. Goethe. Escritor alemán.

Pronto se arrepiente el que juzga apresuradamente.

Pablio Siro Es peor cometer una injusticia que padecerla porque quien la comete se convierte en injusto y quien la padece no.

Sócrates Una palabra hiere más profundamente que una espada.

Richard Burton Saber lo que es equitativo y no hacerlo, he ahí la cobardía.

Confucio Donde hay poca justicia es un peligro tener razón.

Francisco de Quevedo (1850-1645). Escritor español.

Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez.

Francisco de Quevedo (1850-1645). Escritor español.

Nadie ofrece tanto como el que no piensa cumplir.

Francisco de Quevedo (1850-1645). Escritor español.

Justicia sin misericordia es crueldad.

Tomás de Aquino El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia, sino aquel que pudiendo ser injusto no quiere serlo.

Menandro (342-291 a.C.). Comediógrafo griego

Jesús Sanz, “La inquina contra la enseñanza de la religión”, PUP, 3.VI.02

Por mucho que lo intente, quien defienda, de palabra o por escrito, que se saque la religión de los centros de enseñanza, no podrá disimular su encono personal contra lo religioso. Todos los argumentos esgrimidos para apoyar semejante postura ceden ante la realidad de la naturaleza del hombre y de varios milenios de cultura. Sólo ignorando todo esto podrían hallar una justificación objetiva.

No puede pretenderse, a estas alturas de la historia, que la religión es una simple cuestión de vida privada o de preferencias personales, como lo sería el optar por un color de pantalones o un determinado corte de pelo. La religión es algo que pertenece a nuestra constitución como personas, y eso tanto si se considera que existe una naturaleza humana como si se piensa que el hombre es sólo historia o cultura. Y esto no depende de que haya una “religión oficial” o aceptada por todos. Nuestra época es la de la libertad religiosa y la del surgimiento del ateísmo. Pues, aun así, el pensamiento y la literatura de este tiempo no se entienden sin la referencia religiosa. No hablo sólo de los creyentes (Chesterton, Bernanos, Marcel, Maritain, Claudel, Papini, Greene) sino de los que dudan (Unamuno, Machado, Kafka, Thomas Mann, Ingmar Bergman, Hermann Hesse, Broch) o incluso los que optan por la negación (Camus, Sartre, Joyce).

Por eso, cuando burdamente se identifica la religión con la superstición, como hace, por ejemplo, “El Roto” en su viñeta del viernes, sólo cabe pensar que quien lo hace acaba de caer en el mundo o trata, por razones inconfesables, de hacerse creer a sí mismo lo que sabe que es falso. Desde una posición personal de duda, lo más razonable es lo que planteaba Amando de Miguel hace tiempo: estamos ante una institución que ha durado veinte siglos soportando lo increíble, y que tiene a su servicio un contingente envidiable de profesionales que distan de ser ingenuos o ignorantes, que la sirven con lealtad inquebrantable… ¿Será que la religión católica es la verdadera?