Alfonso Aguiló, “La dinámica del rencor”, Hacer Familia nº 192, 1.II.2010

«El odio aparecía, con su aliento ardiente y hediondo, en medio de cualquier conversación, en la boca de la gente, derramándose sobre los demás, como si se hubiera abierto por descuido la puerta de la hirviente caldera del infierno.

»¿Por qué ese odio? —se preguntaba Sandor Márai en sus memorias, recordando los años de la Segunda Guerra Mundial y de la posterior ocupación soviética en su país—.

»Odio porque el otro no ha sufrido tanto ni de la misma manera. Porque él, que había sufrido más, no había recibido una inmediata reparación. Odio porque nada es nunca suficiente y no basta con ningún castigo o compensación. Porque otros han recibido más o han robado más. El odio, como el deseo del adicto al opio, ni desaparece ni puede satisfacerse. Es una espera de alguien que nunca llega.

»El que sufre un desengaño profundo se llena de odio. A veces el odio surge porque uno sospecha con asombro, con indignación o incluso con pánico que la otra persona no odia suficientemente lo que él odia. Surge siempre en los momentos cruciales la decisiva pregunta: odias lo mismo que odio yo, o eres un indiferente y un tolerante? Quien no logra odiar bastante acabará siendo odiado.»

Estas interesantes reflexiones sobre la dinámica del odio y del rencor pueden servirnos para pensar en cuáles son sus mecanismos más habituales, cómo nacen esos sentimientos, cómo se cultivan, cómo se exigen, cómo se contagian y se reproducen, cómo se puede luchar contra ellos.

Paul Valéry decía que todas las posibilidades de error, todas las posibilidades del mal gusto, de simpleza, de vulgaridad, están con el que odia. El odio introduce a las personas en una burbuja de subjetividad que les impide razonar de modo lógico. Les impide salir del círculo vicioso de las propias razones, por simples y equivocadas que sean, y les impide igualmente entender las razones de los demás, por claras y evidentes que también sean. El rencor es reactivado una y otra vez por la imaginación, dando vueltas y más vueltas, buscando aliados, exigiendo asentimientos e impidiendo olvidar. Cualquier nuevo dato se interpreta siempre como una nueva razón para incrementar los motivos de animadversión. Todo lo que se ve o se escucha es deformado casi insensiblemente para encajar en un esquema previo de resentimiento y de encono que, en el fondo, no se está dispuesto a cambiar.

Por eso el odio es profundamente ignorante. Y quizá por eso dice Richard Bach que el odio es el amor sin los datos suficientes, porque, para quien odia, todos los datos se deforman para alimentar ese aborrecimiento, para hacerlo crecer. Por eso también el odio, si no se lucha contra él, si se abandona a su propia y perversa naturaleza, es cada vez más ignorante. Todo se convierte materia inflamable para su inagotable saciedad. El odio nunca se sacia de modo suficiente, siempre se entremezcla con la envidia, se compara y pide más. Si el otro odia más, sirve de estímulo; y si odia menos, se transforma en sospechoso y, por tanto, en nuevo destinatario del odio.

Hace falta un largo triunfo interior para superar y vencer al odio. Un esfuerzo continuado por entender las cosas desde fuera de la propia subjetividad. Un empeño duradero por abandonar la dinámica del rencor, por superar la envidia y el deseo de vengarse. Una opción personal firme por purificar la imaginación, por aprender a ponerse en el lugar del otro, por ver con nuevos ojos el pasado y perdonar de verdad. Si no se hace ese esfuerzo y se mantiene, si no se construye la vida sobre ese coraje diario del perdón, el simple olvido se demuestra demasiado débil y demasiado frágil; y cualquier día, desde lo más profundo del interior del hombre, desde una zona que quizá creía ya cerrada para siempre, puede subir de nuevo la marea del odio, un torbellino interior que parece imposible de frenar. Perdonar es fundamental para observar la realidad tal como es, para no reescribir la historia en función de los propios traumas y resentimientos, para relativizar lo que ocupa demasiado en nuestro horizonte mental y apenas pertenece a la realidad.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”