Alfonso Aguiló, “Moral de juventud”, Hacer Familia nº 151, 1.IX.2006

La profesora Jung Chang, que fuera guardia roja en la Revolución Cultural China e hija de uno de los funcionarios asistentes a la célebre Conferencia de los 7000, ha publicado junto con su marido Jon Halliday una biografía de Mao Zedong. ¿Cómo era la personalidad del tirano, los rasgos de temperamento que le definieron como político y estadista? Para Chang, hay que remontarse a un texto escrito cuando apenas tenía 24 años, en el que Mao dice: «Rechazo toda moralidad, rechazo la conciencia, rechazo cualquier responsabilidad hacia los demás. Soy absolutamente egoísta y no me importan los sentimientos de nadie».

Mao fue un gobernante de enorme crueldad. Tenía una fuerza de voluntad extraordinaria. Al mismo tiempo mostraba, cuando era joven, un gran sentido del humor, igual que Stalin. También era muy buen psicólogo para advertir los defectos y las virtudes de las personas, pero sobre todo sus debilidades, y no dudaba en someter a cualquiera a la presión necesaria para lograr sus objetivos, incluso amenazando con cometer atrocidades con su familia.

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Juan Manuel de Prada, “El corazón de las tinieblas”, ABC, 14.VIII.2006

Cuando ya está a punto de cumplir los ochenta años -¡a buenas horas, mangas verdes!-, el escritor alemán Günter Grass reconoce que militó en las Waffen-SS, auténtico ejército paralelo surgido en el seno de la organización nazi, fundado por el propio Heinrich Himmler, líder de las SS, la guardia pretoriana de Hitler. Conviene especificar que las Waffen-SS, que llegaron a aglutinar una fuerza de más de novecientos mil hombres, agrupados en treinta y ocho divisiones de combate, fueron condenadas, durante el proceso de Nuremberg, como integrantes de una organización criminal, por su vinculación directa con el Partido Nacional-Socialista. En las actas de dicho proceso, podemos leer que «las SS fueron usadas para propósitos criminales, incluyendo la persecución y el exterminio de judíos, brutalidades y asesinatos en campos de concentración, excesos en la administración de los territorios ocupados y el maltrato y asesinato de prisioneros de guerra». De dicha condena colectiva sólo se salvaron los soldados rasos.

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Juan Manuel de Prada, “Dios andaba por medio”, ABC, 5.VIII.2006

Seguramente las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan hayan tenido ocasión, como yo mismo, de empacharse con la caterva de libracos que, como buitres al hedor de la carroña, han vituperado las imprentas durante los últimos meses, al rebufo de la malversación de la memoria histórica orquestada por el Gobierno. Es cierto que se han publicado algunos volúmenes valiosos, pero la avalancha de cochambre panfletaria ha sido tan copiosa y jaleada que han pasado casi inadvertidos. Ahora quisiera llamarles la atención sobre uno de esos pocos libros valiosos; un libro enjuto y conmovedor que no merecería quedar sepultado entre la morralla mejor promocionada. Se titula «Un adolescente en la retaguardia» (Ediciones Encuentro) y lo firma un octogenario, el Padre Plácido María Gil Imirizaldu, a quien el estallido de la contienda pillaría, con apenas quince años, en el monasterio benedictino de El Pueyo (Barbastro), donde a la sazón cursaba estudios. Se trata de uno de los libros más hermosos que he leído en mucho tiempo, de una belleza frugal y reparadora que ensancha el espíritu.

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Juan Manuel de Prada, “Educación para la esclavitud”, ABC, 17.VII.2006

Recordemos la célebre frase de Jean-François Revel: «La tentación totalitaria, bajo la máscara del demonio del Bien, es una constante del espíritu humano». Todas las ideologías totalitarias que en el mundo han sido aspiran a crear, bajo esa máscara de bondad, un «hombre nuevo» que se amolde a sus postulados. El ser humano, cada ser humano, posee unos rasgos, querencias y convicciones de índole moral que dificultan la consecución de ese modelo; las ideologías totalitarias, lejos de admitir la pluralidad de sensibilidades que componen la sociedad, tratan de modificarlas mediante la «reeducación», hasta convertirlas en engranajes del sistema. Si algo hermanó al nazismo y al comunismo fue precisamente este propósito de fabricar un «hombre nuevo», en el que el valor intrínseco de la persona era negado en pro de la comunidad. Esta labor de «reeducación» social se presentó, paradójicamente, como una empresa filantrópica. Y esa «máscara del demonio del Bien» fue a la postre la que amparó el derecho de desterrar a los arrabales de la sociedad a categorías enteras de hombres, incluso el derecho a aniquilarlos sin dubitación.

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Alfonso Aguiló, “El milagro de existir”, Hacer Familia nº 149-150, 1.VII.2006

«Se tienen dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, etc., y si vas calculando así, hacia atrás, llegarás pronto a una cifra inmensa. Piensa por ejemplo en los tiempos de la peste de 1349… la muerte iba de pueblo en pueblo, de casa en casa, y los más afectados fueron los niños. En algunas familias murieron todos, y en otras sobrevivieron quizá uno o dos. Miles de antepasados tuyos eran niños en aquel momento, pero ninguno de ellos murió. Si no, con que hubiera faltado uno solo de ellos, no estarías aquí, desde luego.

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Alfonso Aguiló, “¿Aristóteles o Rousseau?”, Hacer Familia nº 148, 1.VI.2006

Hace casi veinticinco siglos, Aristóteles recomendaba una serie de directrices para la educación moral de los niños, pues de otro modo acabarían convirtiéndose en seres rebeldes e incivilizados. Comparaba esa educación ética con el entrenamiento físico, y explicaba que igual que nos volvemos fuertes y diestros al hacer cosas que requieren fuerza y destreza, también nos volvemos buenos al realizar acciones buenas. Habituarse a un buen comportamiento nos hace ser buenos, y entonces estamos en mejores condiciones de entender las ventajas y las razones de la bondad moral. Ese buen obrar moral sirve de entrenamiento para lograr el control sobre las inercias y malas inclinaciones de nuestra naturaleza y nos hace así seres humanos libres y capaces.

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Alfonso Aguiló, “El riesgo del acomodamiento”, Hacer Familia nº 147, 1.V.2006

Un maestro samurai paseaba por el bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita a aquel lugar. Al llegar, pudieron comprobar la pobreza de las construcciones y de sus habitantes: un matrimonio y tres hijos, una sencilla casa de madera, vestidos sucios y desgarrados, sin calzado. Preguntaron al padre de familia: “En este lugar no hay posibilidades de trabajo ni de comercio, ¿cómo hacen usted y su familia para sobrevivir aquí?” Aquel hombre calmadamente respondió: “Tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte la vendemos o la cambiamos por otros productos en la ciudad vecina y, con el resto, producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así vamos saliendo adelante.

El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento más, luego se despidió y se fue. Siguieron su camino y, un rato después, se volvió hacia su discípulo y le dijo: “Busca esa vaquita, llévala hasta ese cortado y empújala al fondo del barranco.” El joven, espantado, cuestionó la orden recibida, pues la vaquita era el único medio de subsistencia de aquella pobre familia. Pero ante el silencio absoluto de su maestro, finalmente se dispuso a cumplirla. Empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir.

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Alfonso Aguiló, “Rana de pozo”, Hacer Familia nº 146, 1.IV.2006

En un pozo profundo vivía una colonia de ranas. Llevaban su vida, tenían sus costumbres, encontraban su alimento y croaban a gusto haciendo resonar las paredes del pozo. Protegidas por su aislamiento, vivían en paz, y sólo tenían que guardarse del cubo que, de vez en cuando, alguien lanzaba desde arriba para sacar agua del fondo del pozo. Daban la alarma en cuanto oían el ruido de la polea, se sumergían bajo el agua, o se apretaban contra la pared, y allí esperaban hasta que el cubo era izado y pasaba el peligro.

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Juan Manuel de Prada, “La fuerza del espíritu”, ABC, 2.IV.2006

Hace ahora un año el universo suspendía la respiración, conmovido ante la noticia: Juan Pablo II había entregado su hálito. Aquel viejo disminuido, tembloroso de parkinson y casi inválido, con la voz adelgazada hasta el susurro había encarnado, mientras duró su estancia entre nosotros, la más bella estampa de la Verdad; y hoy, cuando ya la contempla, se erige en ejemplo para todos los que anhelamos alcanzarla. Aquel hombre, a un tiempo demolido e invicto, que mantenía una lucha encarnizada con su propia decrepitud, llevaba escrito en sus arrugas y cicatrices todo un tratado de teología: Dios mismo lo habitaba, Dios mismo le inspiraba aquella donación sufriente, Dios mismo quería mostrar al mundo a través de aquel Papa dispuesto a morir con las sandalias puestas cuál era la exacta medida del amor cristiano, que se entrega hasta calcinarse. Juan Pablo II, al inmolarse de aquel modo extraordinariamente generoso, quiso como Jesús estar al lado de los que sufren, quiso demostrarnos también que, bajo el barro fragilísimo que modela nuestra envoltura carnal, alienta la piedra del espíritu, que no admite claudicaciones.

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Alfonso Aguiló, “La satisfacción de los deseos”, Hacer Familia 145, 1.III.2006

«Había devorado todo lo que había podido, como un niño goloso, hasta la náusea. Pero tras la saciedad vienen la decepción y la apatía. Un día empezó a sentir un intenso resentimiento, no hacia mí o hacia el mundo, sino porque se había dado cuenta de que en la vida nadie puede competir con sus deseos y salir impune.» Así describe Sándor Márai en una de sus novelas ese fenómeno que a mi juicio está en la raíz de la mayoría de los problemas de convivencia entre las personas. Nuestro egoísmo, que siempre está presente, minando nuestra naturaleza, reclama de continuo la satisfacción de sus deseos. Y esos deseos interfieren con los deseos de los demás. Si no tenemos en cuenta las diferencias con esos deseos de los demás, si no hay un propósito firme de respeto y de ayuda, la convivencia acaba siendo una pugna entre las pretensiones de unos y de otros. La amistad o el amor pueden hacer coincidir inicialmente esos deseos, pero el paso del tiempo tiende a separarlos, y eso hace difícil la convivencia si no hay esfuerzo por superar el egoísmo.

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