Alfonso Aguiló, “Memoria inteligente”, Hacer Familia nº 100, 1.VI.2002

Tuvo un accidente de tráfico. Estuvo muy grave. Tenía múltiples fracturas y una fuerte conmoción cerebral. A los pocos días, la gravedad y la conmoción se habían pasado, pero las fracturas necesitaron bastante más tiempo, como es lógico. Además, había otro problema. Le fallaba la memoria. No es que no recordara, pues se acordaba bien de todo lo ocurrido hasta el día del accidente. El problema es que no retenía lo que le pasaba ahora. Hablaba con normalidad, pero no recordaba lo que había dicho o escuchado unos minutos antes. Es decir, no “grababa”.

Cuando por la mañana le preguntaban “¿qué tal la noche?”, su respuesta invariablemente era “muy bien”. Sin embargo, pasaba unas noches muy malas, ya que con tantas lesiones no encontraba ninguna postura que le dejara descansar. Sin embargo, siempre decía que había pasado buena noche. No lo hacía por quitarle importancia a esas molestias, sino que hablaba con sinceridad: no recordaba nada, y sentía lo que todos sentimos cuando nos despertamos por la mañana y no nos acordamos de nada de lo que ha sucedido a lo largo de toda la noche, y tenemos entonces seguridad de haber dormido bien. Al no recordar sus dolores, para él es como si nunca hubieran existido. Es como si la naturaleza hubiera activado un misterioso mecanismo con el que se adelantaba a defenderle de esos padecimientos.

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Alfonso Aguiló, “El cristalito en el ojo”, Hacer Familia nº 99, 1.V.2002

Uno de los cuentos de Andersen comienza con la historia de un espejo mágico construido por unos duendes perversos. El espejo tenía una curiosa particularidad. Al mirar en él, sólo se veían las cosas malas y desagradables, nunca las buenas. Si se ponía ante el espejo una buena persona, se veía siempre con aspecto antipático. Y si un pensamiento bueno pasaba por la mente de alguien, el espejo reflejaba una risa sarcástica. Pero lo peor es que la gente creía que gracias a aquel maldito espejo podía ver las cosas como en realidad eran.

Un día el espejo se rompió en infinidad de pedazos, pequeños como partículas de polvo invisible, que se extendieron por el mundo entero. Si uno de aquellos minúsculos cristalillos se metía en el ojo de una persona, empezaba a ver todo bajo su aspecto malo. Y eso es lo que sucedió a un chico llamado Kay. Estaba una noche mirando por la ventana y de repente se frotó un párpado. Notó que se le había metido algo. Su amiga Gerda, que estaba con él, intentó limpiarle el ojo, pero no vio nada.

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José Luis García Garrido, “Enseñar religión”, ABC, 7.V.2002

Estoy convencido de que a ser religioso, creyente, practicante, no se aprende en la escuela. El sentido trascendente de la vida y la formación religiosa en su sentido más pleno, o se transmiten en el seno del propio hogar, con los oportunos apoyos exteriores, o difícilmente se trasmiten en ninguna otra institución (dejando aparte, claro está, el directo influjo de la gracia divina, que «sopla cuando quiere»). No es ésta la cuestión que está en juego, consiguientemente, cuando se defiende sin vacilar -como es mi caso- la conveniencia de enseñar Religión en las escuelas públicas.

Sé muy bien que en determinados países no se hace (Francia y los Estados Unidos, por poner sólo un par de ejemplos ilustres), pero sí en muchos otros, la mayoría, en Europa y fuera de ella, y en situaciones muy distintas de confesionalidad de la población (católica, protestante, ortodoxa o no cristiana).

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Ignacio Sánchez Cámara, “Religión y escuela”, ABC, 6.V.2002

De la vieja cuestión escolar sólo queda, en parte, pendiente la solución del problema de la enseñanza de la Religión en la escuela pública. En la etapa de la transición, la cosa había quedado más o menos resuelta con la consideración de la Religión católica como asignatura evaluable y de la Ética como optativa. Esta solución planteaba el problema del erróneo entendimiento de la Ética cívica como alternativa a la Religión y su consiguiente supresión para los alumnos que optaran por la enseñanza religiosa. Pero, al menos, era respetuosa con la Constitución, con los acuerdos entre el Estado y la Santa Sede y con la consideración de la Religión como asignatura evaluable. Luego vino la extravagante profusión de alternativas lúdicas a la Religión y la supresión de su condición de asignatura evaluable para el currículo de los alumnos, es decir, el escamoteo de su condición de auténtica asignatura.

Al parecer, estamos ahora a punto de alcanzar un acuerdo entre el Ministerio y la Iglesia que ponga fin a una situación anómala. La solución, según las informaciones disponibles, consiste en la recuperación de la Religión como asignatura obligatoria y evaluable y con la probable alternativa de una asignatura de Historia de las Religiones o de Religión y Cultura que contemple el fenómeno religioso desde la perspectiva cultural. No obstante, no se descarta la posibilidad, que desnaturalizaría este tratamiento, de que la calificación carezca de consecuencias académicas. Pero una asignatura sin consecuencias académicas es cualquier cosa menos una verdadera asignatura. La solución más razonable sería la existencia de una asignatura de Religión como fenómeno cultural y unas optativas de enseñanza religiosa confesional. Sin la dimensión religiosa la formación integral no es posible, y sin el conocimiento de la tradición cristiana no cabe entender la civilización occidental ni la historia universal. La oposición a esta solución razonable sólo puede ser fruto de una extravagante animadversión hacia el cristianismo y de un erróneo entendimiento del imperativo constitucional que no aboga por el laicismo sino por el carácter aconfesional del Estado. Éste último es compatible con la aceptación y el respeto del catolicismo como religión mayoritaria en España y con la consideración del cristianismo como elemento constitutivo esencial de nuestra civilización. Con demasiada frecuencia se olvida que la escuela pública no ha de ser una escuela laica sino la escuela de todos, y que la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia obligan a respetar la libertad religiosa, que es cosa muy distinta de la exclusión de la Religión de la escuela pública. Esta exclusión no sólo atentaría contra el derecho de los padres y de los alumnos a una formación religiosa en la escuela pública, que es la de todos, no sólo la de los agnósticos y los ateos, sino también contra la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia.

Alfonso Aguiló, “El conocimiento tácito”, Hacer Familia nº 98, 1.IV.2002

Ikujiro Nonaka cuenta la historia de los encargados del desarrollo de un nuevo producto en la “Matsushita Electric Company”, en Osaka. Trataban de crear una panificadora de precio y tamaño reducidos, que sirviera para uso doméstico. Llevaban tiempo trabajando en ese proyecto pero no lograban que amasase el pan correctamente. A pesar de todos los intentos, la corteza del pan se quemaba demasiado mientras el interior quedaba casi sin hacer. Analizaron todo exhaustivamente, e incluso compararon placas de rayos X de panes amasados por la máquina y de otros elaborados por panaderos profesionales, pero no lograban resolver el problema.

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Alfonso Aguiló, “Austeridad y templanza”, Hacer Familia nº 97, 1.III.2002

Midas era un rey que tenía más oro que nadie en el mundo, pero nunca le parecía suficiente. Siempre ansiaba tener más. Pasaba las horas contemplando sus tesoros, y los recontaba una y otra vez. Un día se le apareció un personaje desconocido, de reluciente atuendo blanco. Midas se sobresaltó, pero enseguida comenzaron a hablar, y el rey le confió que nunca estaba satisfecho con lo que tenía, y que pensaba constantemente en cómo obtener más aún. “Ojalá todo lo que tocara se transformase en oro”, concluyó. “¿De veras quieres eso, rey Midas?”. “Por supuesto.” “Entonces, se cumplirá tu deseo”, dijo el geniecillo antes de desaparecer.

El don le fue concedido, pero las cosas no salieron como el viejo monarca había soñado. Todo lo que tocaba se convertía en oro, incluso la comida y bebida que intentaba llevarse a la boca. Asustado, tomó en brazos a su hija pequeña, y al momento se transformó en una estatua dorada. Sus criados huían de él para no correr la misma suerte.

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Rafael Navarro-Valls, “La delgada línea roja (clericalismo a la inversa)”, El Mundo, 18.II.2002

Entre lo temporal y lo espiritual hay una región fronteriza incierta. Una especie de delgada línea roja. Sólo un ingenuo puede desconocer que donde hay frontera es casi imposible que no haya incidentes. Piénsese, por ejemplo, en la tormenta político-social desatada en España como antes en Francia, Estados Unidos o Canadá por la pretensión de una niña musulmana de asistir a clase en un colegio público con el chador, foulard o hiyab islámico. Pero una cosa son los incidentes y otra las paradojas. Hoy se observa una curiosa tendencia de los media a intervenir y enjuiciar actuaciones exclusivamente religiosas de las autoridades eclesiásticas. Una tendencia que, en su forma extrema, enciende hogueras civiles en cuyas piras son lanzadas esas autoridades, a manera de nuevos herejes sociales. Veamos tres casos recientes: a una profesora de religión no se le renueva su contrato por la autoridad eclesiástica, determinadas canonizaciones son calificadas de «políticamente incorrectas» por algunos no creyentes, y un sacerdote que manifiesta ostensiblemente la ruptura de sus compromisos es amonestado por sus legítimos superiores. Tres acontecimientos confinados en una esfera de interés relativo, alcanzan resonancias inusitadas. Si estamos a los hechos en sí, los media te proporcionan los datos exactos, pero la interpretación no es siempre la acertada.

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Alfonso Aguiló, “Ver en otros nuestros defectos”, Hacer Familia nº 96, 1.II.2002

Lo contaba un profesor, de esos que observan y reflexionan. El protagonista de la anécdota es un chico de ocho años que se agitaba en llanto y rebeldía mientras su madre forcejeaba para introducirle en el autobús escolar. Con la ayuda de un discreto y políticamente incorrecto azote, finalmente lo consiguió. Una vez dentro el chico, y algo más calmado, el profesor le preguntó por el motivo de su enfado. Después de algunas evasivas, Guillermo -así se llamaba- explicó que su madre no le había comprado el calendario de chocolate que él quería, sino otro, en su opinión mucho peor. Ante su airada exigencia para que su madre fuera a cambiarlo, ella tuvo la sensatez de negarse, y ésa era la razón del enojo.

El profesor intentó hacerle ver que aquello era propio de un niño caprichoso, pero Guillermo se negaba a aceptarlo. De pronto, tuvo una inspiración: «¿Entonces…, tú quieres ser como Dudley, y que tu mamá te trate como tía Petunia?». El niño abrió mucho los ojos, se quedó callado un instante, como imaginando algo, y después su respuesta sonó alta y contundente: «¡NO! ¡Nunca!».

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Alfonso Aguiló, “Resistencia a renovarse”, Hacer Familia nº 95, 1.I.2002

Siempre llama la atención que a principios del siglo XXI una fábula siga siendo ejemplificante, pero el éxito editorial de ¿Quién se ha llevado mi queso? parece demostrar que así es. La historia de esta fábula está protagonizada por dos ratoncillos y dos hombrecillos que vivían en un laberinto y dependían del queso para alimentarse. Habían descubierto una estancia repleta de queso, y vivían allí muy contentos desde hacía años. Pero un buen día se encontraron con que el queso se había acabado.

La reacción de cada uno de los personajes fue distinta. Unos siguieron buscando en la misma estancia, aunque era patente que ya no quedaba nada, pero se obstinaron en que “aquí siempre ha habido queso”, y en que “siempre lo hemos hecho así”, de manera que ni se plantearon cambiar sus inveteradas costumbres. Otros, que habían advertido tiempo atrás que el queso se acababa, se habían preocupado de buscar en otros lugares del laberinto y ya disfrutaban de quesos mejores y más variados. Y de los que no fueron previsores, hubo quien al final admitió su error y quien nunca quiso hacerlo.

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Alfonso Aguiló, “El fundador del Opus Dei y la educación”, Retamach, I.2002

Colegio Retamar, 13 de septiembre de 2001. Continuar leyendo “Alfonso Aguiló, “El fundador del Opus Dei y la educación”, Retamach, I.2002″