Ignacio Sánchez Cámara, “La excepción religiosa”, ABC, 10.VIII.04

No comparto ese empeño en pedir disculpas por los errores de los compatriotas pretéritos. Y menos cuando se seleccionan caprichosa e interesadamente. No faltan estalinistas confesos obstinados en que se arroje a la hoguera, histórica y virtual, a, por ejemplo, Cortés o Pizarro, nunca a Tarik o Almanzor, y a que todo español renuncie a sus maldades reales o presuntas y pida disculpas aun por el bien que pudieran haber hecho. Por lo demás, quienes más disculpas ajenas exigen son los menos dados a disculparse por sus errores propios que, por cierto, suelen ser bien actuales.

La autocrítica es buena cosa siempre que no lleve, ebria de celo, a arrojar al fuego tanto el grano como la paja. Europa asemeja a veces una civilización arrepentida. Y no le faltan razones, pero acaso quepa ser un poco más selectivo y equitativo en el arrepentimiento. Y aquí es donde cabe percibir los efectos del capricho y de la incuria intelectual. Pues se diría que, dejando de lado las barbaries y los crímenes, por cierto siempre con culpables personales y no colectivos e impersonales, Europa puede, según parece, exhibir sin vergüenza casi todos sus principios y valores, menos los que encarna el cristianismo. La excepción no es aquí cultural sino estrictamente religiosa. Sólo acompañada, si acaso, por el pecado del comercio y del surgimiento del capitalismo. Todo honra a Europa, menos su religión y su sistema económico. Nada cabe oponer a la filosofía griega (la medieval es otra cosa), nada al Derecho romano (siempre que no se entre demasiado en su contenido), mucho menos a la ciencia natural y la técnica, la democracia y los derechos humanos. Y lo más curioso es que este ocultamiento de su religión se exige en el nombre de la tolerancia y del respeto. Cuando en realidad, la tolerancia frenética debería conducirles a tolerar, entre otras cosas, el fundamentalismo para no herir la susceptibilidad del «otro». Tampoco les importa que si suprimimos la religión propia, la tolerancia religiosa carecerá de sentido.

Como su conocimiento de la historia no va más atrás del siglo XVII, desprecian lo que ignoran, a saber, que el fundamento de los principios políticos y morales que dicen asumir se encuentra en el cristianismo que denigran. No se han parado a pensar que la democracia posee unos fundamentos religiosos que se encuentran precisamente en él. Son dignas de verse las contorsiones mentales que tienen que hacer para fundamentar la dignidad humana y la igualdad política en algo que no sea el cristianismo.

En realidad, el debate sobre la inclusión de la referencia al cristianismo en la Constitución europea empieza a fatigar un poco. Por supuesto, que estoy a favor de la mención. Pero la realidad no depende de lo que diga una norma. La expresión «Europa cristiana» se me antoja tautológica y redundante. Algo así como «hombre mortal» o «pájaro volador». Que Europa sea o no cristiana no depende de la Constitución. Novalis escribió un ensayo, por cierto excelente, titulado «Europa, o la Cristiandad». Así, decir «Europa» es decir «la Cristiandad». Una Europa no cristiana es algo tan imposible como una teología sin Dios o un mar sin agua. Pura ficción. Y si no es necesario que las Constituciones proclamen lo obvio, tampoco es conveniente que se deslicen por los terrenos de la fantasía y del delirio. Decía Fichte que toda verdadera política consiste en declarar lo que es. Pues bien, no se trata sólo de que Europa haya sido cristiana, o de que deba o no serlo, sino, simplemente, de que lo es.

Ignacio Sánchez Cámara, “Los términos del problema (clonación)”, ABC, 14.VIII.04

La admisión de la clonación terapéutica entraña un grave problema moral. Lo primero ha de ser atenerse a los hechos y plantear con claridad los términos del problema. El lector atento y con buen criterio extraerá la solución, que no debe confundirse con «su» solución, pues el relativismo cuela ya de tapadillo la suya errónea: todo es relativo; luego, haga cada cual lo que mejor le parezca. El análisis de todo problema moral debe partir del respeto a los hechos. ¿Qué es lo que se debate? En este caso, se trata de determinar si es lícito crear un embrión clónico para utilizarlo en investigación de terapias contra enfermedades hoy incurables, y destruirlo después. Dejemos de lado las serias dudas que existen sobre la eficacia de estas terapias y la posibilidad de la existencia de tratamientos alternativos. ¿Es o no lícito moralmente hacerlo? ¿Deben autorizarlo los Estados? ¿Es compatible con la dignidad que conferimos a la vida humana, o con la que ésta posee de suyo? El siguiente paso bien podría ser rechazar lo que no está en discusión, los falsos planteamientos y las eventuales falacias. No se trata de una cuestión religiosa que afecte al ámbito de la fe y enfrente a creyentes y no creyentes. Tampoco se puede saldar el debate apelando al oscurantismo de quienes se oponen al avance de la ciencia, entre otras razones porque quienes argumentan así sí rechazan, muchas veces sin argumentos, la clonación reproductiva. Quienes se opusieron a la eugenesia nazi no fueron oscurantistas. Ni cabe zanjar el debate esgrimiendo la insensibilidad hacia el dolor de quienes oponen reparos morales. No hay debate auténtico cuando falta la buena fe. Ni tampoco cuando ningún interlocutor está dispuesto a atender los argumentos ajenos y descarta toda posibilidad de ser convencido.

LO que verdaderamente se dirime es si es lícito fabricar un embrión clónico para curar y ser destruido. Argumentarán a favor quienes antepongan la salud y la vida del adulto frente a la dignidad de la vida embrionaria o quienes nieguen que la clonación atente contra ella. Se enfrentan aquí, como en tantos otros casos, distintas concepciones sobre la realidad, la moral y el valor de la vida humana, distintos planteamientos sobre la relevancia de la autonomía de la voluntad, la dignidad del hombre, la valoración exclusiva de las consecuencias de la acción, la justificación de los medios por el fin, la idea del deber o la afirmación de la existencia de acciones intrínsecamente buenas o malas. En suma, se enfrentan diferentes concepciones filosóficas con distintos órdenes de jerarquía de valores. Aunque no sea fácil, no debemos resignarnos a la inexistencia de un debate genuino. No valen ni la descalificación previa, ni el mero recurso al consenso, tan socorrido para políticos con convicciones anémicas. Ni tampoco la superficialidad antifilosófica.

LAS disquisiciones sobre cuándo el embrión llega a ser persona me parecen alambicadas y, a veces, desembocan en meras disputas sobre palabras. La diferencia entre una célula madre y un adulto de, por ejemplo, sesenta años es patente. Pero también lo es que el embrión clonado es idéntico a lo que un día fue la persona cuya vida se intenta salvar mediante su fabricación. En cualquier caso, no se trata de un debate que enfrente a ilustrados y oscurantistas, sino a quienes sustentan diferentes concepciones acerca del valor de la vida embrionaria, una más laxa y otra más estricta, o, si se prefiere, una que defiende el valor intrínseco de la vida y otra que lo niega.

Ignacio Sánchez Cámara, “El valor de la vida”, ABC, 2.VI.04

Entre el capítulo de las promesas socialistas con destino a ser cumplidas parece que se encuentran la reforma de la legislación sobre la penalización del aborto, la supresión de los límites para la reproducción asistida y la autorización de la experimentación con embriones con fines terapéuticos. Resulta barato y puede complacer a los sectores más «progresistas», que se verían así compensados por otras promesas incumplidas. Existe un sector, acaso mayoritario, en el PSOE que parece empeñado en suscitar una «cuestión religiosa» que la Constitución y el sentir de la mayoría de los ciudadanos ya han resuelto. La libertad religiosa y el derecho de los padres a elegir la educación que han de recibir sus hijos, en igualdad de condiciones, alejan toda posibilidad de un anacrónico conflicto religioso en España.

Pero el aborto no es una cuestión religiosa, sino moral y jurídica. No enfrenta a los católicos y a quienes no lo son, sino a posiciones divergentes en cuanto a la naturaleza y los límites de la protección de la vida humana. Por lo tanto, en torno a su valor y dignidad. No es un asunto de sacristías y catequesis, sino que afecta al cimiento moral de la sociedad. La actual legislación, como es sabido, califica el aborto como delito y excluye la aplicación de la pena en tres casos. Su aplicación permisiva, bordeando en muchos casos, si no traspasando, el fraude de ley, podría hacer más aconsejable su limitación, o al menos, la lucha contra el fraude, que su ampliación. El proyecto del PSOE prevé la aprobación de una ley de plazos. Durante los tres primeros meses de la gestación, la madre, por así decirlo, podría decidir la interrupción del embarazo, es decir, la muerte del embrión. De ser un delito con tres excepciones pasaría a ser un derecho de la madre (y sólo de ella) durante los tres primeros meses de gestación. No sé si es muy coherente excluir de la decisión al padre y luego atribuirle el cuidado compartido de los hijos y de su educación. Esta modificación entrañaría una transformación radical de la actual legislación, que, por lo demás, encajaría muy difícilmente en la regulación constitucional.

Me limitaré, en las líneas que siguen, a una discusión y valoración de los aspectos jurídicos. La valoración moral, por razones que ahora no expondré, me parece clara y gravemente negativa. El problema jurídico reside en determinar si se trata de un asunto de conciencia que debe ser decidido por cada cual sin intervención de los poderes públicos (en sana doctrina liberal) o si (también en sana doctrina liberal) se trata de un asunto que afecta al orden público y a los fundamentos de la convivencia. De lo que en ningún caso se trata es de un conflicto entre el laicismo y el integrismo religioso. La proscripción del aborto no es asunto de fe. Otra cosa es que la doctrina moral de la Iglesia católica haya sido, y siga siendo, contundente. Pero no se trata de un dogma de fe o de un asunto de régimen interno para los católicos. Nadie argumenta así en lo que se refiere a la penalización del homicidio o del robo. Existen normas que obligan a los católicos, y sólo a ellos, en cuanto tales. Por ejemplo, la obligación de asistir a la Misa dominical. Imponerla a toda la sociedad sería lesivo para la libertad religiosa (y para el sentido común). Pero nadie rechaza o discute la conveniencia de castigar el homicidio porque lo repudie la Iglesia católica. La cuestión no es, por tanto, religiosa. Se trata de determinar si la proscripción del aborto se asemeja a la del homicidio o a la del precepto dominical. Y no se resuelve la cuestión apelando al laicismo. Si nadie argumenta que quien quiera matar que mate, y quien no que no lo haga, no es evidente que quepa argumentar así en el caso del aborto. Tampoco cabe limitar el derecho de la Iglesia a pronunciarse sobre la legitimidad de un Gobierno que apruebe esas medidas, ya que esa capacidad no se discute a otras instancias sociales cuando se han pronunciado sobre la política exterior o si reprobaran, con razón, eventuales permisiones de la tortura o de la pena de muerte o la adopción de medidas racistas por parte de una mayoría parlamentaria. Por lo demás, la argumentación no se sustenta sobre afirmaciones dogmáticas o de uso interno para creyentes, sino que apela a la concepción compartida de los derechos humanos y, en especial, del fundamental derecho a la vida. No es, pues, asunto de fe.

La consideración del aborto como un derecho (de la mujer) o la legalización de la producción de embriones destinados a la destrucción, aunque sea con fines sanitarios, contradicen el estatuto del derecho a la vida y la protección jurídica del embrión reconocida por el Tribunal Constitucional. Entrañan una violación del derecho a la vida y una subversión radical de nuestro sistema jurídico. Aunque las leyes tienen que fijar límites más o menos arbitrarios, por ejemplo, la determinación de la mayoría de edad, resulta arbitrario e injusto que la eliminación del embrión sea un derecho hasta los tres meses de vida para convertirse en un delito un día después. La creciente aceptación social del aborto es uno de los más graves síntomas de la perturbación moral de nuestro tiempo. Podría argumentarse que se trata de una cuestión moral, reservada al ámbito de la conciencia, en el que los poderes públicos no deberían intervenir. Algo semejante a lo que sucede, por ejemplo, con la prostitución o la pornografía. Mas no es así. Se trata de la protección de la vida humana, que es uno de los fines fundamentales del Derecho. Tampoco cabe invocar la libertad en casos como la ablación de clítoris o las prácticas eugenésicas. Lo que hay que determinar es si el aborto entraña la eliminación de una vida humana. Y, sobre eso, por más disquisiciones que se quieran hacer, no caben dudas. Por lo demás, ni siquiera cuenta con el grado necesario de consenso social para adoptar esa medida. Y bastante se nos ha bombardeado con el consenso y el diálogo, para regatearlo en cuestión tan grave. No se trata, pues, de imponer a todos las convicciones de algunos. Se trata de cuál es la convicción mayoritaria y, sobre todo, y por encima de las eventuales mayorías, cuál es la solución más justa. Por otra parte, existen los tres supuestos ya reconocidos, y la aplicación de las eximentes, como el estado de necesidad, y de las atenuantes, para eliminar o paliar los eventuales efectos nocivos o duros de la aplicación de las penas en muchos casos. Pero esto no puede eximir al Estado de su obligación de proteger el derecho a la vida.

Se encuentran en conflicto quizá dos concepciones antagónicas acerca del valor de la vida y de su dignidad. Para unos es un valor fundamental que debe ser protegido sin excepciones (en algunos casos, no en todos, porque se trata de un don de Dios). Para otros, parece tratarse de algo así como de una mera propiedad inmanente a ciertos seres, sin un valor especial, y sobre el que deben prevalecer la libertad y el bienestar de los adultos o la salud de otras personas. Por mi parte, me adhiero a la primera posición. Dudo que la segunda sea la mayoritaria, pero, aunque lo fuera, no se soluciona el problema adoptando una solución que vulnera el sentimiento jurídico y moral de muchos, máxime cuando caben posiciones intermedias, como la actualmente vigente. Por lo demás, tan dogmática sería, en su caso, una posición como la contraria. La aprobación de las reformas previstas por el Gobierno entrañaría una grave injusticia y, muy probablemente, la vulneración de nuestra regulación constitucional sobre el derecho a la vida.

Ignacio Sánchez Cámara, “La clonación es inmoral”, ABC, 15.II.04

Dudo que vayamos a asistir a un verdadero debate sobre la clonación terapéutica. Un debate moral sólo es posible a partir de la existencia de ciertas premisas mínimas compartidas por los interlocutores. Por ejemplo, la dignidad de la vida humana. No entienden igual el derecho a la vida quienes la conciben como un don de Dios o como algo que posee un valor en sí mismo, que quienes la consideran mera propiedad interna de ciertos seres. Tampoco extraen las mismas consecuencias quienes piensan que el hombre posee deberes para consigo mismo, o que existen deberes más allá de las consecuencias de su cumplimiento, o que hay acciones intrínsecamente buenas o malas, que quienes defienden que es lícito todo lo que no daña directamente a nadie o incrementa el bienestar de alguien o de la mayoría. Los primeros concluirán que la clonación, incluida la terapéutica, es inmoral; los segundos, que es lícita. Me encuentro en el primer grupo, aunque dudo que tenga sentido esgrimir más argumentos que lo ya dicho. La clonación es inmoral porque constituye una instrumentalización de la vida humana que vulnera su dignidad. Quien niegue tal dignidad, está eximido de aceptar el argumento y su conclusión.

Los adoradores del progreso plantean el problema como un nuevo episodio del conflicto entre «su» progreso y las creencias religiosas. No es cierto. En cualquier caso, tan dogmático puede ser quien defiende la licitud como quien se opone a ella. Zapatero ha dicho que no tolerará que «nadie imponga sus creencias para provocar retraso en nuestro país». ¿Nadie? ¿O tal vez las suyas, su particular idea del progreso y del retraso, sí se puedan imponer? No siempre la permisión conduce al bien. Pensemos en los campos de exterminio. Tampoco se trata de una limitación reaccionaria de la libertad de la ciencia. No existen límites éticos a la ciencia. El derecho y el deber de saber carecen de límites. Lo que tiene límites es la aplicación técnica de esos conocimientos. El saber no tiene límites; el actuar, sí. Por lo demás, tampoco se trata de una cuestión que deban decidir los científicos. Ellos proporcionan los hechos, los términos del problema moral; no su solución. Los progresistas hacia cualquier parte rechazan la clonación reproductiva y admiten, en su inmensa piedad hacia quienes sufren, la terapéutica. Mas ¿en virtud de qué principios se oponen a aquélla?, ¿en virtud de qué valores? No lo dicen. ¿Acaso la dignidad de la vida humana? Pero, ¿qué es eso de la dignidad? ¿Es algo más que una antigualla clerical? Quizá ignoren que lo peor de Auschwitz acaso no fuera el dolor, sino la maldad. Pero es algo tan pequeño el embrión que absurdo sería no sacrificarlo para la salud de los grandes, de los únicos vivos. Olvida el progresista que él también fue un día un pequeño embrión, cuyo aliento vital fue respetado, y que, gracias a eso, ahora puede ser no sólo progresista sino ser sin más.

Lo realizado en Corea está tipificado como delito y castigado con prisión en muchos países. Nada dijeron los progresistas. Cuando algo parecía imposible no importaba que fuera delito. Ahora que parece posible, debe ser despenalizado. Extraña lógica penal. Por lo demás, parece que existen alternativas terapéuticas a la clonación. Una aclaración final para los demócratas frenéticos. Si la mayoría de los ciudadanos, por ejemplo, españoles, decidieran que la clonación es lícita, se convertiría en parte del Derecho español, pero no dejaría por ello de ser, según mi criterio, una inmoralidad, un grave atentado contra la dignidad de la vida humana. Las urnas no son el árbol de la ciencia del bien y del mal.

Ignacio Sánchez Cámara, “El mal”, ABC, 13.III.04

La presencia del mal en estado puro, sin mezcla ni atenuantes, aterra. No podemos comprenderlo y, renegando del mundo, podemos llegar a interpelar a Dios y a su aparente silencio. Y, sin embargo, no es un misterio. El mal nace de los avatares del albedrío humano, de su uso perverso. Pues si no hubiera posibilidad de obrar mal, tampoco la habría de obrar bien. El bien y el mal se necesitan como el anverso y el reverso de la moral. Si no fueran posibles los terroristas, tampoco lo sería Teresa de Calcuta. Un autómata no puede ser malo, pero tampoco bueno. Aún así, nos espanta y sobrecoge la humanidad ausente en los terroristas. Los terroristas son los hombres sin atributos. Aristóteles escribió que «para descubrir qué es natural, hemos de estudiar los seres que se mantienen fieles a su naturaleza y no aquellos que han sido corrompidos». Entre estos últimos se encuentran, sin duda, los terroristas. Pueden ser ellos redimidos de su mal, pero éste pervivirá toda la eternidad. El perdón es infinito, pero no puede impedir que lo que sucedió deje de haber sucedido. Toda ignominia como toda bondad son eternas. Acaso el infierno consista en la imperecedera conciencia del mal que hemos cometido.

Ante el horror que los perversos sembraron en Madrid es fácil sucumbir al desánimo y pensar que tanto sufrimiento es absurdo e inútil. Es una idea comprensible, casi natural, pero equivocada. Como afirmó paradójicamente C. S. Lewis, no vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero acaso vivamos en el único posible. Aquellos que no alcancen a creer que el dolor sea un elemento necesario para la redención humana, al menos quizá puedan aceptar que sirve de ocasión para la exhibición de la grandeza del hombre.

DEBEMOS poder seguir viviendo después de Atocha. Sobre la atroz carnicería, se eleva la nobleza de los corazones de miles y miles de personas, acaso habitualmente egoístas y mezquinas, que, ante situaciones límite, son capaces de acciones de una generosidad sublime. Ni la esperanza es absurda, ni el dolor inútil. Los terroristas pueden matar los cuerpos, pero no el heroísmo y la nobleza de las almas.

Quede para mejor ocasión la evaluación política de las reacciones y la determinación de culpabilidades y complicidades. Quede para otra ocasión la crítica a una buena parte de los dirigentes políticos, y de los medios de comunicación y sus profesionales, que no están a la altura de los ciudadanos, como no lo estuvieron en otras horas dolorosas de la historia de España.(…)

Ignacio Sánchez Cámara, “Lo que el velo esconde”, ABC, 18.XII.03

El informe del Comité de expertos, creado por el presidente Chirac y presidido por Bernard Stasi, recomienda, junto a otras medidas que entrañarían un cambio en la naturaleza del laicismo francés, la prohibición del uso del velo islámico en la escuela pública. Pero para justificar la medida y, acaso también para cobijarla bajo el confortable manto de la corrección política, los autores del documento han extendido sus reflexiones hasta generalizarlas a todas las religiones, incluidas las que no plantean problemas relevantes de congruencia con los valores liberales de la Constitución. La igualdad es el signo de los tiempos. Ya lo advirtió Tocqueville hace casi dos siglos: nada podrá realizarse sin su concurso. Para resolver el problema del velo, que sólo plantean unos, se trata de descender a una casuística reglamentista, razonable en muchos casos, pero muy ordenancista y poco liberal, aplicable a todos. El Comité prohíbe, junto al velo, todos los signos religiosos ostentativos, como los kippas judíos y las «grandes cruces», propone el reconocimiento oficial como fiestas escolares de las dos grandes festividades de los calendarios religiosos musulmán y hebreo, el Aid-el-Kebir y el Yon Kipur, recomienda la aceptación de los signos religiosos discretos y la equiparación de las religiones, así como la reintroducción de la enseñanza de la asignatura de Religión como «hecho religioso» ampliada con carácter «transversal» a las distintas confesiones. También propugna la introducción de la enseñanza oficial del árabe y el hebreo, la conveniencia de nombrar en el Ejército un «capellán musulmán general», la autorización de las tumbas musulmanas orientadas a La Meca y la tolerancia de las prácticas propias en las escuelas privadas. Y todo esto, para resolver la querella del velo.

El informe defiende la tradición laica en las escuelas, universidades, hospitales y prisiones y, con toda razón, rehúsa la exclusión de lo religioso del ámbito público, ya que la laicidad debe entenderse precisamente como libertad religiosa, no como reducción de la religión al ámbito privado y menos como exclusión o persecución de ella. También denuncia la intolerancia y el afán de provocación que se realizan en nombre del fundamentalismo islámico.

La cuestión que da origen al informe, la permisión del velo en la escuela, es difícil. Existen argumentos razonables para proscribir su uso en la escuela. El más sólido es que se trata de una exhibición pública del sometimiento de la mujer, de su inferioridad social y legal, y de su condición de ser impuro y pecaminoso. También puede argumentarse en contra de la prohibición la libertad religiosa, la no injerencia del Estado y el hecho de que se trata sólo de un símbolo. En cualquier caso, lo relevante no sería el velo sino lo que éste proclama o, si se prefiere, esconde. Son las violaciones de la Constitución, de la ley y de los derechos de la persona lo que debe ser prohibido. En suma, no es coherente prohibir el velo y tolerar las conductas hostiles a los valores de la sociedad abierta y liberal. Y en esto es en lo que no entra la Comisión, quizá para no herir la sensibilidad islamista. Así, recomienda la prohibición del uso del velo, no por su condición de símbolo de la humillación femenina, sino por tratarse de un signo religioso ostentativo. Y, para ello, se prohíben todos ellos y se penetra en el laberinto de la casuística. ¿Qué tamaño ha de tener una cruz para convertirse de símbolo discreto en ostentativo? Por este camino, algún laicista recalcitrante puede terminar por defender la demolición de Notre Dâme de París, de la Mezquita de Córdoba o de la toledana sinagoga del Tránsito por su condición de edificios religiosos ostentativos y ostentosos. Por lo demás, los niños católicos no acuden a la escuela vestidos de nazarenos ni portando una inmensa cruz a cuestas. Una carpeta con la efigie del Ché o la reproducción del Guernica serían admisibles pero si exhiben la imagen de la Inmaculada o el Cristo de Velázquez podrían convertirse en inaceptables signos ostentosos de religiosidad. O tal vez no lo fueran en una carpeta pero sí en una camiseta.

Lo que resulta censurable en el velo no es la ostentación de la religión sino la exhibición de la marginación de la mujer. Por eso no es comparable al hábito usado por los religiosos. Lo que se intenta esconder es que el problema se encuentra en el Islam, pues los fundamentalismos cristiano y judío son muy minoritarios, casi inexistente el cristiano, mientras que el islamista es quizá mayoritario. La interpretación fundamentalista del Corán es mucho más verosímil que la de la Biblia. La del Nuevo Testamento es imposible. El problema reside en la guerra declarada a los infieles por Mahoma y sus seguidores radicales. Y parece percibirse en la solución, algo salomónica y miope del Comité, un intento por igualar a todos y que paguen justos por pecadores. Insisto, lo censurable no está en el carácter religioso de los símbolos, por ostentativos que sean, sino en la violación de los valores constitucionales. No se debe limitar la expresión de la religión sino el fanatismo anticonstitucional. Naturalmente, invocar para este fin la posibilidad de reformar la Constitución con el fin de adecuarla a la desigualdad de la mujer sería, por supuesto, inaceptable. En este sentido, la equiparación entre las religiones es injusta.

Francia es todavía, si no me equivoco, un país de mayoría católica. Desde luego, posee hondas raíces cristianas y también una decidida vocación laicista. Pero las dos cosas son compatibles si el laicismo se entiende, como deber ser, no como una actitud de hostilidad contra la religión, sino de respeto a la libertad religiosa y a la aconfesionalidad del Estado. Una cosa es la separación entre la Iglesia y el Estado y otra su incompatibilidad y hostilidad mutuas. Por lo demás, el principio de la aconfesionalidad no entraña necesariamente la pura neutralidad estatal. Pues no se debe tratar de manera igual lo que no es igual. No se puede equiparar el catolicismo con el fundamentalismo islámico, ni por sus valores ni por el grado de adhesión que respectivamente les prestan las sociedades europeas ni por sus contribuciones a la génesis de la civilización occidental. Los valores cristianos han sido decisivos para la creación de los principios republicanos franceses. El cristianismo es uno de los pilares de la civilización liberal. Allí donde no ha prevalecido la cultura cristiana prenden con dificultad la democracia y el liberalismo.

En España tenemos el problema no ya a la vista sino ante nosotros, aunque aún sea con una magnitud moderada. Conviene que aprendamos de los aciertos y errores ajenos. El informe del Comité francés contiene, pese a sus intentos de equilibrio y mesura o, acaso, precisamente por ellos, unos y otros. Cuando llegue la hora, si es que no ha llegado ya, sigamos los aciertos y evitemos los errores, y combinemos la tolerancia con la firmeza de nuestras convicciones, en la medida en que existan y no queramos que se desvanezcan. Y no debemos ignorar que la tolerancia ha de ser recíproca y que posee límites. Lo importante no es tanto el velo como lo que representa, exhibe o también esconde y encubre: el fundamentalismo y la marginación de la mujer. No es la religiosidad ni sus símbolos lo que debe desaparecer de la escuela -no lo pretende el Comité de expertos-, sino el fanatismo, el fundamentalismo y la superstición.

Ignacio Sánchez Cámara, “El Papa y sus críticos”, ABC, 18.X.03

Son muchos los católicos, acaso la inmensa mayoría de ellos, que valoran el Pontificado, felizmente inconcluso, de Juan Pablo II como uno de los más fecundos y ejemplares de la historia de la Iglesia. Creo que con ello reconocen, sobre todo, su actitud personal, ejemplaridad y coherencia. En segundo lugar, la fidelidad a la misión espiritual encomendada. Y, en tercer lugar, las consecuencias de su magisterio, especialmente su contribución a la defensa de la dignidad de la persona y de la vida humana, a la defensa de los marginados, a la causa de la paz y al hundimiento del totalitarismo comunista. Quien sigue verdaderamente la enseñanza de Cristo no puede dejar de sufrir la cruz, moral o físicamente. El valor de una persona no se mide por el grado de consenso que logra concitar. Menos, el valor de un cristiano. Si Juan Pablo II no tuviera críticos y detractores no sería un cristiano ni un gran Papa. Unos quieren lapidar a la adúltera, otros piensan que no ha hecho ningún mal. Sólo Cristo perdona pero también le pide que no peque más. Un cristiano no puede ser apreciado ni por los lapidadores ni por quienes trazan la frontera entre el bien y el mal según su conveniencia o capricho.

En general, detrás de las objeciones que se exhiben contra su pontificado no pueden dejar de apreciarse, junto a algún eventual error, una mayoría de magníficas virtudes. Su fidelidad a la tradición es tildada de intransigencia. Si niega la ordenación sacerdotal de las mujeres, también lo hicieron todos sus predecesores, incluido el sublime Juan XXIII. Su fidelidad a la doctrina moral católica, que constituye una de sus primeras obligaciones, es valorada como rigorista por quienes prefieren una moral no rigurosa, laxa, permisiva, acaso equidistante entre el bien y el mal.

Otros le reprochan que no asuma la forma de gobierno de la democracia representativa, incluida la división de poderes. Como si la Trinidad fuera un invento de Locke y Montesquieu para fragmentar el poder absoluto de Dios. Se ve que Dios tiene que gobernar según los criterios del César. ¿Acaso se sometía Jesús a las decisiones mayoritarias de los apóstoles y discípulos? Los de más allá le reprochan que impida el diálogo interreligioso al criticar las deficiencias de otras religiones. Como si la manera de favorecer el diálogo fuera negar la validez de las propias convicciones, cosa que, por cierto, tampoco hacen las demás confesiones. Y no sin razón, pues no hay religión que no aspire a ser depositaria de un mensaje verdadero. Por lo demás, cuando apenas existe institución que haya reconocido pública y oficialmente los errores cometidos en el pasado como la Iglesia católica, al parecer no basta. Es necesario hacer más. Tal vez, la autodisolución. Incluso apelan a un regreso inquisitorial quienes aspirarían a ver sus caprichos teológicos convertidos en verdades de fe. Al menos, la Iglesia tendrá el derecho de determinar quiénes enseñan en su nombre y quiénes no. Con eso no se vulnera la libertad de ningún teólogo, sino que se niega su derecho absoluto a enseñar cualquier cosa en nombre de la Iglesia. Incluso hay quien le hace responsable de la miseria en el mundo y de la explosión demográfica. Entre las muchas canonizaciones, algunas acaso han podido ser discutibles o apresuradas, mas la mayoría son inapelables, la última, Teresa de Calcuta.

En fin, la mayoría de las críticas y descalificaciones no dejan de ser la otra cara necesaria del elogio y la admiración. Que no vino Cristo para corroborar y adherirse a los desatinos del mundo, sino para oponerse a ellos. Ni la doctrina del Evangelio es la consecuencia del consenso moral ni la misión de la Iglesia consiste en halagar a la opinión dominante.

Ignacio Sánchez Cámara, “El deber es el mensaje”, ABC, 12.IX.03

El desvanecimiento de Juan Pablo II en el primer acto de su visita a Eslovaquia confirma el grave deterioro de su salud y ha reabierto el debate sobre la conveniencia de una retirada ante las dificultades de llevar a cabo su misión. El Papa se disponía a reiterar, entre otras cuestiones, la afirmación de las raíces cristianas de la civilización europea. No se trata de un dogma de fe sino de una cuestión de hecho, de una realidad histórica. Pero por encima de este recordatorio y de otros, su tarea no es posible sin el apoyo de la ejemplaridad. En cuestiones vitales, el ejemplo prueba más que las más prolijas argumentaciones.

Un funcionario debe ser relevado de sus funciones cuando su edad o su salud lo aconsejan. A todos los trabajadores les llega la edad de la jubilación. Pero existen misiones que sólo la muerte o la incapacidad absoluta pueden cancelar. El Papado es una de ellas. Por eso nació y se conserva con carácter vitalicio. El Papa no es un funcionario más. Entre sus funciones, la primera de ellas es la fidelidad a su misión de conservar y propagar el patrimonio de la fe cristiana. Y para ello no existe otro camino que el de la ejemplaridad. Sin obras, la fe es cosa muerta. El desvanecimiento del Papa, la exhibición pública de su vitalidad quebrantada, puede ser la mejor manera de ser fiel a su misión evangélica. No es infrecuente que las más profundas verdades las proclamen los niños y los ancianos. El cumplimiento del deber hasta el final es el mejor mensaje.

Ignacio Sánchez Cámara, “La era de la inocencia”, ABC, 11.VIII.01

La máxima exaltación de la autonomía personal coincide paradójicamente con el ínfimo estado de la responsabilidad individual. Sólo aceptamos una responsabilidad colectiva, genérica o social, pero sobre los individuos, más que la presunción de inocencia, pesa la absolución definitiva y total. La culpa es siempre del Gobierno, de las estructuras sociales, del neoliberalismo, del capitalismo internacional o del comunismo. Los individuos son inocentes como recién nacidos.

El pecado original se ha transformado en la inocencia original. Una inocencia que además es perpetua, irreversible. Atribuirle a alguien su responsabilidad sería hacerle reo de culpa. Su autoestima podría quedar gravemente deteriorada y, ya se sabe, vivimos en una sociedad terapéutica, obsesionada por la salud. Corporal, se entiende. Repartida anónima e impersonalmente, la culpa queda transferida y la conciencia personal liberada. Concebimos la libertad como el derecho a seguir las propias inclinaciones sin más límite que no hacer daño a otro. Y las inclinaciones son siempre buenas. Pero libertad y responsabilidad son indisociables. Negar una es negar la otra. Con la responsabilidad, se nos escapa la libertad.

Si alguien arremete contra el Código Penal en pleno, la culpa será del ambiente social, nunca suya. Si uno quebranta su salud con el tabaco o el alcohol, la responsabilidad atañe a las empresas tabaqueras o a las destilerías. Un reciente dibujo de Antonio Mingote nos presentaba a un individuo que quería reclamar al Vaticano por su fracaso matrimonial. Es conocido el chiste del izquierdista que, al sorprender a su mujer cometiendo adulterio, acude a protestar ante el Pentágono.

Por eso nunca fueron tan necesarios los chivos expiatorios impersonales y colectivos. Pagan la culpa y nos liberan de la nuestra. Es quizá la última manifestación de la psicología del niño mimado con la que Ortega y Gasset caracterizó al hombre-masa en rebeldía. Un hombre que, ayuno de nobleza, que es siempre privilegio de deber y exigencia, sólo tiene derechos y ninguna obligación, y siente indiferencia, incluso hostilidad, hacia todo cuanto hace posible el bienestar de su existencia.

Y si fallan todos estos mecanismos, no faltan quienes están dispuestos hasta a negar la libertad de la voluntad y a adherirse al determinismo universal. Todo antes que abrir la puerta a la impertinente visita de la responsabilidad personal. Lo mismo cabe decir del fracaso escolar. El mismo calificativo parece sugerir que la que fracasa es la escuela, la sociedad, los planes de estudio, pero nunca el alumno o el profesor. Éstos, como individuos que son y por el solo hecho de serlo, son inocentes, inimputables, jamás fracasan. Es curioso cómo una sociedad de seres perfectos puede llegar a ser tan imperfecta.

De la misma manera y por la misma razón también tiende a socializarse el mérito, ya sea deportivo, artístico o científico. Siempre gana el equipo, la nación o el grupo, nunca el individuo. Al menos en esto reina, ya que no el buen sentido, al menos la coherencia. Incluso en los deportes individuales, el éxito es siempre colectivo. El artista es el portavoz de su tribu. Y, por supuesto, en nuestras Universidades sólo se puede investigar en equipo.

El individuo está condenado a un limbo en el que están ausentes el infierno y la gloria, la responsabilidad y el mérito, la culpa y el castigo, el triunfo y el fracaso. Buscamos el confortable cobijo del rebaño, la colmena y la termitera. Pero no deberíamos ignorar que con la responsabilidad desaparece la realidad personal. Herida por la culpa y el resentimiento, la era de la inocencia a la vez que sacraliza la autonomía elimina la responsabilidad.

Ignacio Sánchez Cámara, “Pobreza y liberalización”, ABC, 6.IV.02

La miseria y el hambre en el mundo es una tragedia que tiene solución y que testimonia contra la decencia humana. Pero esa solución depende, al menos, de dos factores: uno de naturaleza moral, relacionado con la solidaridad y la ayuda de los países ricos a los pobres; otro, de naturaleza intelectual, relativo a la idoneidad de las políticas para contribuir al desarrollo. El estado actual de ambos es deficiente. Ni el limitado altruismo de los ricos ni las terapias intervencionistas y antiliberales dominantes contribuyen a la solución del mal.

En la década anterior, las instituciones financieras internacionales recomendaron a los países en desarrollo medidas para fomentar el crecimiento que insistían en la liberalización y la privatización y en la austeridad presupuestaria. Su terapia fue criticada por no tener en cuenta la necesidad de reducir la desigualdad entre los países ni atender a los efectos negativos de esas políticas para algunos sectores de la población. Por estas razones, la Declaración del Milenio, firmada en 2000 por 150 estados, se comprometía a reducir la pobreza a la mitad en 2015. Desde este punto de vista, los resultados de la Cumbre de Monterrey pueden resultar decepcionantes, aunque sea más difícil alcanzar un acuerdo sobre sus causas. Se enfrentan, al menos, dos posiciones inconciliables, la de quienes cargan todo el problema en la cuenta del egoísmo de los ricos y quienes no ven razonable conceder ayudas sin condiciones a países gobernados por tiranías corruptas o que practican políticas económicas perversas o que constituyen una amenaza para la seguridad de aquellos a quienes solicitan la ayuda. No tener en cuenta este segundo aspecto del problema es injusto y demagógico. Tan cierto como que la ayuda debe aumentar lo es que no debe darse sin el cumplimiento de estrictas condiciones. Otra cosa es alimentar al enemigo y destinar fondos al beneficio de las oligarquías que nunca llegan a los necesitados.

Y en este ámbito es donde aparece la sinrazón de la ideología que culpa precisamente al remedio, las terapias liberalizadoras, de los males que causan las tiranías, la corrupción y las medidas colectivistas. Curiosa prueba de lucidez intelectual es esta consistente en denigrar lo que es condición inexcusable para salir del subdesarrollo. Es verdad que la llamada globalización ha aumentado las desigualdades, pero también lo es que ha favorecido a algunos países subdesarrollados y ha perjudicado a otros. Y tal vez convendría indagar las razones por las que unos países han crecido, reduciendo sus distancias con los países más desarrollados, mientras otros han sucumbido al caos y a la miseria, aumentando las distancias. Y al hacerlo tal vez comprobaríamos que la pobreza no tiene su única causa, ni, probablemente, la principal, en el egoísmo de los países ricos, sino también en los errores de la ideología económica y social dominante. Mientras abunden quienes piensan que la causa de la miseria debe imputarse al capitalismo internacional y al liberalismo, no se contribuirá a solucionar los dos aspectos del problema, pues muchos países subdesarrollados seguirán inmersos en la corrupción y en la tiranía, y otros desarrollados se negarán a financiar regímenes corruptos y políticas erradas. Del mismo modo que la mejor terapia para el crecimiento y la justicia social es la combinación de liberalización y políticas sociales para favorecer a los más necesitados, el mejor modo de luchar contra la miseria en el mundo es el aumento de la ayuda de los ricos combinada con la imposición de políticas liberalizadoras en los países pobres. La demagogia puede nacer de las buenas intenciones, pero nunca los errores pueden contribuir a mejorar un mundo tan necesitado de mejora.