Alfonso Aguiló, “La barrera del sonido”, Hacer Familia nº 39, 1.V.1997

El piloto Chuck Yeager inició la era de los vuelos supersónicos el 14 de octubre de 1947, cuando rompió la famosa barrera del sonido, aquel «invisible muro de ladrillos» que tan intrigado mantenía a todo el mundo científico de la época.

Por aquel entonces, algunos investigadores aseguraban disponer de datos científicos seguros por los que aquella barrera debía ser impenetrable. Otros decían que cuando el avión alcanzara la velocidad Mach 1 sufriría un tremendo impacto en su fuselaje y explotaría. Tampoco faltaron en medio de aquel debate quienes aventuraron posibles saltos hacia atrás en el tiempo y otros efectos sorprendentes e impredecibles.

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Alfonso Aguiló, “Ideales y horizontes”, Hacer Familia nº 38, 1.IV.1997

Existe una leyenda entre los indios norteamericanos que cuenta cómo un bravo guerrero, en cierta ocasión, encontró un huevo de águila y lo puso en un nido de chochas, esas pequeñas aves zancudas tan frecuentes en aquellos lugares.

El aguilucho nació y creció con las chochas y terminó por ser una más entre ellas. Para comer no cazaba como las águilas, sino que escarbaba la tierra buscando semillas e insectos. Cacareaba y cloqueaba. Correteaba y volaba a saltos cortos, como las chochas.

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Alfonso Aguiló, “Estímulo y simpatía”, Hacer Familia nº 37, 1.III.1997

Momo es la pequeña protagonista de aquel famoso libro de Michael Ende que lleva su nombre. Una niña surgida un buen día en la vida de unas personas sencillas.

Nadie sabe quién es, ni de dónde viene, ni nada. Vive en unas ruinas de un antiguo teatro griego o romano. Pero todo el mundo quiere a la chiquilla. Las gentes se han dado cuenta de que han tenido mucha suerte por haber conocido a Momo. Se les hace la niña algo imprescindible. ¿Cómo han podido antes vivir sin ella? A su lado cualquiera está a gusto.

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Alfonso Aguiló, “Serenidad interior”, Hacer Familia nº 36, 1.II.1997

Es curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para otros y muy difícil de darse en sus propias circunstancias. Corremos el peligro de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con grandes acontecimientos, con poder disponer de una gran cantidad de dinero, gozar de una salud sin fisuras, tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, protagonizar grandes logros del tipo que sea. Pero la realidad luego resulta bastante distinta a eso.

La prueba es que la gente más rica, o más poderosa, o más atractiva, o que mejor dotada está, no coincide con la gente más feliz. Para verlo, basta con echar una ojeada a las revistas del corazón. El dinero y las posesiones son en sí mismas un espejismo de la auténtica felicidad. La fama tampoco aporta demasiado por sí misma; es más, el hombre famoso necesita de una madurez especial para saber asumir bien su encumbramiento, sin que le produzca un desequilibrio emocional (además, es centro de atención de muchas miradas, que le siguen muy de cerca y suelen juzgarle con especial severidad).

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Alfonso Aguiló, “Sentir y pensar”, Hacer Familia nº 35, 1.I.1997

Dicen que la muerte blanca –la muerte por congelación– es una muerte dulce: entra una especie de sopor, lleno de sensaciones agradables en las que uno se encuentra, incluso, optimista… y entre dos sueños se escapa el alma. Aquel hombre, Guillaumet, lo sabía. No le costaba nada dejarse estar, recostado sobre el suelo helado, no levantarse después de una caída, decir ¡ya basta, se acabó!, y no volver a intentarlo de nuevo.

La historia es de Antoine de Saint-Exupéry, en “Terre des hommes”, donde narra la aventura de un piloto cuyo avión se había estrellado en los Andes, y que tras una increíble travesía apareció destrozado pero vivo, cuando todo el mundo había perdido la esperanza.

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Alfonso Aguiló, “Afán de aprender”, Hacer Familia nº 34, 1.XII.1996

Como ha escrito José Antonio Marina, nunca podemos estar seguros de lo que otra persona ve. Aunque sigamos con atención su mirada, no podemos adivinar el paisaje que está viendo. Coincidimos con él en el nivel básico, por supuesto. Ambos podemos estar viendo aparentemente lo mismo, pero ignoramos el nivel donde está instalada la percepción del otro. Un mismo campo no es el mismo, por ejemplo, para la mirada de un pintor y para la de una persona que va de caza. Cada uno recibe percepciones distintas. No es sólo que vean las mismas cosas y luego las interpreten de modo diferente, sino que la percepción de cada uno es filtrada por el valor y el significado que eso tiene para él. Un ejemplo claro es el lenguaje escrito: nos cuesta mucho mirar un texto sin leerlo; si entendemos esa lengua, no vemos unos extraños garabatos, sino que la mirada inteligente se resiste a detenerse en esos signos, y va más allá: no ve, sino que lee, recibe inevitablemente una percepción elaborada, y su atención se desplaza según el significado de lo que va viendo.

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Alfonso Aguiló, “Madurez interior”, Hacer Familia nº 33, 1.XI.1996

Todo hombre es un ser social, abierto a los demás. Para cualquier persona, los otros son una parte importante de su vida. Su realización plena como persona está indefectiblemente ligada a otros, pues todos sabemos que la felicidad depende en mucho de la calidad de nuestra relación con quienes componen nuestro ámbito familiar, laboral, social, etc.

Sin embargo, no puede olvidarse que el hombre no sólo se relaciona con los demás, sino también consigo mismo: mantiene una frecuente conversación en su propia interioridad, un diálogo que se produce de forma espontánea con ocasión de las diversas vivencias o reflexiones personales que todo hombre se hace de continuo.

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Alfonso Aguiló, “Hacer rendir el tiempo”, Hacer Familia nº 32, 1.X.1996

E.M.Gray escribió hace unos años un ensayo bastante famoso, que tituló The Common Denominator of Success: El común denominador del éxito. Lo hizo después de dedicar mucho tiempo a estudiar qué era lo común a las personas que tenían éxito en su trabajo y, más en general, en el resultado general de su vida.

Curiosamente, su conclusión no situaba la clave en trabajar mucho, ni en tener suerte, ni en saber relacionarse (aun siendo todas estas cuestiones muy importantes), sino que, según decía, las personas con éxito han adquirido la costumbre de hacer las cosas que a quienes fracasan no les gusta hacer. Hay muchas cosas que no les apetece hacer, pero subordinan ese disgusto suyo a un propósito de mayor importancia: saben depender de los valores que guían su vida y no del impulso o el deseo del momento.

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Alfonso Aguiló, “Orden y previsión”, Hacer Familia nº 31, 1.IX.1996

La compañía “Priority Management of Pittsburgh Inc.” publicó hace unos años unos estudios de población francamente originales, todos del estilo más típicamente norteamericano. Uno de los datos estadísticos que aportaba ese estudio era que el ciudadano medio de aquel país pasa aproximadamente un año de su vida buscando cosas que no recordaba dónde había puesto.

He de confesar que cuando lo leí me llamó bastante la atención, y pensé que era una exageración. Después empecé a hacer unos cálculos: supongamos que un año es una setenta–y–cinco–ava parte de la vida; como el día tiene 24 horas, perder un año entre setenta y cinco es como perder 24/75 horas en un día, es decir, que si fuera cierto ese estudio habitualmente perderíamos del orden de 19 minutos diarios.

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Alfonso Aguiló, “Una buena formación”, Hacer Familia nº 29-30, 1.VII.1996

Con el saber, entendido como un serio compromiso de búsqueda de la verdad, vienen siempre al hombre grandes bienes.

La ignorancia, por el contrario, está casi siempre en el origen de los comportamientos autoritarios, de los conflictos absurdos, de las descalificaciones necias, de los insultos y las agresiones. Sobre todo cuando se trata de una ignorancia no reconocida, ya que, como señaló Sócrates, lo peor del ignorante no es que no sepa, sino que no sepa que no sabe.

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