Alfonso Aguiló, “La estrategia de la desunión”, Hacer Familia nº 263, 1.I.2016

La batalla de Trafalgar tuvo lugar el 21 de octubre de 1805, en el marco de la tercera coalición iniciada por Inglaterra, Austria, Rusia, Nápoles y Suecia para intentar derrocar a Napoleón del trono imperial y debilitar así la influencia militar francesa en Europa.

Al mando de la flota hispano-francesa se encontraba el almirante Villeneuve, que ordenó a sus barcos formar una extensa hilera en forma de arco muy tendido en aguas próximas al cabo Trafalgar. Esa línea tan alargada facilitó a la flota británica, al mando del Almirante Nelson, atacar contra ella en forma de dos rápidas columnas perpendiculares.

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Alfonso Aguiló, “Espíritu de innovación”, Hacer Familia nº 262, 1.XII.2015

Clermont-Ferrand, zona central de Francia, año 1891. Un ciclista pincha su rueda y se dirige a una fábrica cercana en busca de ayuda. Allí encuentra a Edouard Michelin. Es un pequeño empresario dedicado al caucho vulcanizado. Cambiar una rueda de bicicleta a finales del siglo XIX es una tarea ardua que puede ocupar varias horas. Pero Edouard Michelin es una persona inquieta y creativa, y al hacer la reparación intuye un posible modo de diseñar unas nuevas llantas desmontables que podrían reemplazarse en menos de media hora.

La llanta desmontable será un éxito desde el mismo momento de su creación. La velocidad de difusión del invento se debió en gran parte a Charles Terront, un ciclista que usó ese prototipo en la clásica París-Brest-París ya en ese mismo año 1891. Su victoria en la prueba conquistó al público y sólo un año después ya había más de diez mil ciclistas franceses que usaban las llantas de Michelin.

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Alfonso Aguiló, “Aires de suficiencia”, Hacer Familia nº 261, 1.XI.2015

Arnold Bennett fue un prolífico autor británico que en sus 63 años de vida le dio tiempo para hacer multitud de cosas y en casi todas fue bastante reconocido. Destacaba por su carácter emprendedor, que le hizo embarcarse en numerosos proyectos. Escribió un buen número de novelas, un guión cinematográfico, una ópera e incluso ideó un plato gastronómico: la tortilla Arnold Bennett. Le gustaba mucho Francia, donde trabajó y vivió en varias etapas de su vida, hasta el punto de que durante la Primera Guerra Mundial el Ministerio de Información francés lo contrató para dirigir el Departamento de Propaganda.

Y fue precisamente en París donde, años más tarde y de una manera bastante estúpida, contrajo la enfermedad que le llevaría a la muerte. Todo se debió a su empeño en desoír los consejos de un camarero que le advertía de que no era conveniente beber agua del grifo, que con seguridad estaba contaminada. Pero Arnold Bennet, en un alarde de superioridad, se bebió un vaso entero para demostrar a todos los presentes que no pasaba absolutamente nada, y todo aquello eran prevenciones procedentes de la incultura popular. Enseguida cayó enfermo de fiebre tifoidea, coincidiendo con su retorno a Londres, donde falleció en su casa de Baker Street el 27 de marzo de 1931.

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Alfonso Aguiló, “Cambiar el entorno emocional”, Hacer Familia nº 260, 1.X.2015

Sonya Carson abandonó muy joven sus estudios y se casó siendo aún adolescente. El matrimonio se rompió y pronto ella se encontró a cargo de sus dos hijos pequeños, por lo que tuvo que simultanear varios empleos para salir adelante.

El más pequeño de los hijos, Benjamin, que había nacido en Detroit en 1951, manifestó tempranamente dificultades en su educación primaria. Parecía el peor alumno de su clase y era objeto de burlas e insultos por parte de sus compañeros. Todo eso le hizo desarrollar un temperamento un tanto agresivo e incontrolable.

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Alfonso Aguiló, “El buen y el mal ejemplo”, Hacer Familia nº 259, 1.IX.2015

Hay mucha literatura sobre los efectos que produce en el aula la presencia de otros compañeros diferentes, mejores o peores, y es interesante observar la diversidad de posibilidades en que se puede traducir esa influencia. Una diversidad y unos efectos que igualmente pueden observarse fuera de la escuela: en la vida familiar, en la empresa, o entre vecinos o amigos.

El modelo más invocado a lo largo de siglos, curiosamente, es el de la “manzana podrida” (“bad apple” en inglés). El ejemplo clásico es el de un alumno indisciplinado o poco estudioso que perjudica a sus compañeros y molesta al profesor, o que corrompe a otros con sus malas ideas o costumbres, o que desune a los demás malmetiendo a unos contra otros.

¿Cómo debe ser un ambiente para que las influencias sean positivas? Unos señalan como decisivo el hecho de que haya un entorno positivo general que sea homogéneo. Aseguran que los estudiantes mejoran cuando están rodeados de otros con similares características. Según este modelo, los que tienen menor rendimiento se sienten más apoyados si están rodeados de estudiantes de un nivel similar, y lo mismo sucede con los que tienen rendimientos más elevados.

Otros aseguran que es mejor que haya una cierta heterogeneidad en el aula, donde la presencia de estudiantes con niveles diversos resulta positiva para unos y para otros.

Otros consideran que la presencia de estudiantes brillantes es importante como referencia y estímulo para los demás. Y no faltan quienes aseguran lo contrario, y afirman que los estudiantes menos dotados se ven perjudicados por la presencia de compañeros que logran buenos resultados con poco esfuerzo, porque eso les lleva a comparaciones odiosas y desesperanzadoras.

Cuando leo estas interpretaciones tan diversas sobre las dinámicas de influencia en el aula, o fuera de ella, veo que todas tienen sus razones y sus objeciones, su cara y su cruz, su parte de verdad y su simplismo.

Está muy bien, sin duda, educar en un ambiente cuidado, estimulante y positivo. Pero también hay que aprender a manejarse cuando el ambiente no es así, pues la educación debe preparar también para eso. Los hijos, o los alumnos, van a presenciar en su vida muchos malos ejemplos, y quizá desde bastante antes de lo que creemos, y alguien les debe preparar para eso. Ellos mismos harán muchas cosas mal, y deben haber sido educados para salir adelante a pesar de no haberse dado buen ejemplo a sí mismos.

Es negativo que haya personas que corrompan a otras, es cierto, pero esas personas siempre existirán, y hay que aprender a desenvolverse cuando eso sucede. Y también hay que pensar en que alguien tendrá que ocuparse de corregir y educar a esos que consideramos “manzanas podridas”: no vale, como regla general, el simple descarte, optar por que los eduque otro.

Los grupos homogéneos tienen su eficacia, pero también su falta de estímulo ante otros mejores, y su falta de preocupación por ayudar a los que van peor.

Es importante el buen ejemplo, sin duda. Pero quizá es más importante que cada uno nos entrenemos en aprender de los buenos ejemplos, y también de los malos. A veces los malos ejemplos pueden llegar a resultarnos más útiles, al ver a dónde nos llevan. Quizá esté ahí uno de los grandes retos de la educación. No puede decirse que la educación ideal sea la que se desarrolla en un ambiente perfecto, libre de malos ejemplos, suponiendo que eso puede lograrse. Tampoco nadie defendería como ideal educativo lo contrario, la exposición permanente al mal ejemplo. Parece claro que no se trata de un tema sencillo ni obvio. Quizá la clave es que cada uno debe educarse aprendiendo a discernir el buen y el mal ejemplo, sin clasificaciones demasiado simplistas, sabiendo formarse juicios cada vez más maduros y más personales, pues al final se trata de formar personas autónomas, que encuentren su propio camino descubriendo en las vidas de los demás, y en la propia, lo que desarrolla y lo que malogra su naturaleza.

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Alfonso Aguiló, “El enemigo más fuerte”, Hacer Familia nº 257-258, 1.VII.2015

El historiador romano Tito Livio, educador del emperador Claudio, se lamentaba con amargura de la decadencia de la sociedad en que vivía, y lo resumía en una frase lapidaria: “Hemos llegado a un punto en el que ya no podemos soportar, ni nuestros vicios, ni los remedios que de ellos nos curarían”.

Se refería, por ejemplo, al deterioro de la familia. Los romanos, dueños de todo el mundo conocido, parecían incapaces de remontar su bajísima tasa de natalidad. Poco a poco, se habían vuelto muy remisos al compromiso y al sacrificio que supone el matrimonio y la crianza de los hijos. En el imperio había cada vez más divorcio, la fidelidad era objeto de mofa y era muy frecuente la práctica del aborto y el abandono de recién nacidos. Y así, aquella Roma creadora de aquel gran imperio, el primer Estado de Derecho, iba entrando poco a poco en el camino de su ocaso: su poder y su implantación eran enormes y por eso aguantaría aún mucho tiempo antes de caer, agotada su vitalidad, en manos de los bárbaros.

El mundo romano ofrecía una imagen de majestad, de orden y de poderío. Poseía un magnífico sistema político. Pero todo aquello encubría un gran desorden interior y un afán de poder y de placeres que rebajaban mucho la calidad de sus ideales. Por eso, personas lúcidas como Tito Livio comprendían que el peligro no venía tanto de los bárbaros que amenazaban sus fronteras, sino sobre todo de aquella carcoma que corroía los cimientos de aquella sociedad y que se manifestaba en una corrupción moral que se exhibía sin el menor recato.

A un ambiente de búsqueda constante de lujos y exquisiteces, se sumaba una vida de ociosidad. Y todo ello contrastaba con la miseria de los pobres y con la opresión contra los esclavos. Aquella economía tan basada en el esclavismo producía amos incapaces para trabajar, con lo que la esclavitud, además de ser una gran injusticia, desplazó al campesinado libre y no lo sustituyó por nada. ¿Quién se iba a preocupar por mejorar los medios de producción cuando los esclavos hacían tan barata la mano de obra? Y el esclavismo solo podía alimentarse con la guerra. La economía se sostenía con los impuestos y con el botín de las provincias conquistadas. Ambos hacían crecer el odio que destruía las raíces mismas del imperio. Las ciudades estaban llenas de magos, astrólogos y charlatanes, todo ello en medio de un gran vacío espiritual. Los romanos se reían de las costumbres judías y cristianas, quizá porque el hombre siempre ha tendido a menospreciar lo que no se ve capaz de entender o de vivir, lo que amenaza sus viejas rutinas aburguesadas.

Por eso, otro hombre lúcido, ya en el siglo IV, acabó por decir que “lo que hace tan fuertes a los bárbaros son nuestros propios vicios”. San Jerónimo conocía bien el Imperio y su prolongada decadencia. En pleno declive de Roma, no teme tanto a los bárbaros, que van conquistando las periferias del imperio, sino que se teme sobre todo a sí mismo, a la sociedad en que vive, a la propia cristiandad romana a la que faltaba el fervor de sus inicios.

Este breve y somero recorrido sobre el ocaso del imperio romano es una muestra de cómo las personas, desposeídas de su energía moral, acabamos por ser extremadamente vulnerables. La falta de fuerza interior, esa debilidad que se contagia en el ambiente, que se alimenta de la falta de valores morales, ahoga la energía y la fortaleza que necesitamos para mantener, defender y llevar a la práctica nuestras convicciones y nuestros proyectos de vida.

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Alfonso Aguiló, “¿Intereses o principios?”, Hacer Familia nº 256, 1.VI.2015

Los Acuerdos de Munich fueron aprobados y firmados durante la noche del 30 de septiembre de 1938. Ante la escalada de violencia y el inminente estado de guerra, el primer ministro británico Neville Chamberlain y el presidente francés Édouard Daladier acudieron dispuestos a darle a Hitler lo que pedía -los Sudetes- para que el Führer dejara en paz a franceses y británicos. Abandonaron a sus aliados, sin formular siquiera una consulta al gobierno checoslovaco, y, como es sabido, Hitler tardó muy poco en incumplir su palabra y anexionarse todo el país.

El pacto supuso la claudicación de las democracias ante un tirano que observaba con satisfacción que nadie ponía freno a sus desmesuradas ambiciones territoriales. Los nazis llevaban años militarizando el país, pero en aquel momento aún no estaban preparados para la guerra mundial que se desataría si invadían a los checos. Con este acuerdo Hitler ganó tiempo para asimilar los recursos que proporcionarían Austria y Checoslovaquia, y que servirían para reforzar su poderosa maquinaria de guerra, que estuvo lista al año siguiente cuando el objetivo fue Polonia y la guerra mundial una realidad ya inevitable.

Es difícil saber si aquella cesión ante Hitler en 1938 fue una decisión razonable, con los datos que entonces tenían. Pero el tiempo pareció demostrar que eludir el conflicto en aquel momento trajo consigo poco después un conflicto bastante mayor.

No significa esto que habitualmente sea mejor el conflicto que la conciliación. Es más, lo habitual es lo contrario. Pero el apaciguamiento como único principio tampoco funciona. Eludir la resistencia debida suele llevar al fracaso. Y cuanto más tarde, con más coste.

Es frecuente escuchar, o simplemente observar, cómo en muchas familias los niños son educados en la sencilla idea de que casi todo da lo mismo mientras nuestro pequeño mundo no se vea alterado. Y entre gente adulta, con frecuencia sucede algo bastante parecido. Se defienden a toda costa los intereses propios o de grupo, coincidan mucho o poco con los principios a los que sirven, y si esos intereses se alejan de las ideas que los han inspirado, no hay mucho problema en esconderlas un poco o incluso abandonarlas sin demasiada reflexión: lo importante es no sufrir daños, y eso a cualquier precio.

Hay quizá demasiadas personas para las que parece que no merece la pena sufrir por casi ninguna causa. Y que basta con una lágrima o un suspiro de vez en cuando lamentando los males y las injusticias que sufren otros, pero sin sacrificar nada de lo suyo. Maldicen a los poderosos, como culpables de todos los males, pero se arriman a ellos siempre que hace falta. Quieren paz para gozar de sus derechos, pero si se presenta alguien con actitudes violentas o amenazantes, les parece que lo lógico es ceder, dar lo que pidan, aunque sea la cabeza del amigo, para evitar complicaciones, para que no peligre en nada nuestra cómoda subsistencia. Como algunos han dicho, en ninguna época ha sido atractivo morir, pero quizá nunca como ahora está la gente dispuesta a todo por seguir vivo.

Muchas veces, lo inteligente, y lo necesario, es eludir el conflicto. Pero, en otras ocasiones, eludir un conflicto supone otro mayor. Cuando nos vence la cobardía, cuando rehuimos algo y en nuestro interior sabemos bien que lo hacemos sobre todo por evitarnos un mal trago, y no por más elevados motivos, entonces estamos escondiéndonos detrás de muros de miedo, de pereza, de orgullo o de egoísmo.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”

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Alfonso Aguiló, “Recibir feedback”, Hacer Familia nº 254, 1.IV.2015

La falta de valor para abordar conversaciones difíciles suele ser uno de los mayores obstáculos en la comunicación entre las personas. No es fácil aprender a dar feedback de un modo que resulte positivo, pero parece que es aún más difícil aprender a recibirlo. Y por muy persuasivo y empático que sea el emisor del mensaje, el destinatario es finalmente quien decide si lo acepta o si se pone a la defensiva y lo rechaza.

Todos deseamos aprender. Todos queremos mejorar como personas. Queremos saber qué piensan los otros de nosotros, cómo nos valoran. Queremos ser reconocidos y aceptados. Todo eso nos provoca sentimientos contrapuestos. Queremos saber la verdad, pero nos cuesta aceptarla. Por eso es importante desarrollar nuestra capacidad de encajar la crítica. Es más, si sabemos incluso pedir oportunamente valoraciones críticas de lo que hacemos (con la voluntad de mejorar, no en busca de cumplidos), mejorará nuestro modo de actuar y mejorará la percepción que los otros tienen de nosotros.

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Alfonso Aguiló, “Optimismo en tiempos difíciles”, Hacer Familia nº 252, 1.II.2015

De Norman Foster dicen sus biógrafos que nació en el lado equivocado de las vías de ferrocarril que separan el centro de Manchester de los húmedos y fríos suburbios de la ciudad.

Discurre el año 1935. Sus padres, Robert Foster y Lilian Smith, alquilan una modesta vivienda en Crescent Grove, en Levenshulme, por 14 chelines a la semana. Se instalan allí con su bebé, y aquel chico parece destinado a la vida humilde propia de su clase social. No hay teléfono en casa de los Foster. Tampoco libros. La televisión aún no existe. Sus padres son muy trabajadores y sus modestos empleos no les dejan mucho tiempo para atender a su hijo único, que con frecuencia queda al cuidado de familiares y vecinos. Asiste a la escuela en Burnage, pero allí se siente un tanto desplazado. Cuando tiene 16 años, su padre le convence para hacer el examen de ingreso para trabajar como aprendiz en el Departamento de Tributos del Ayuntamiento. Aprueba el examen y sus padres están encantados, pero a Norman aquel trabajo le decepciona.

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Alfonso Aguiló, “La verdad, de donde venga”, Hacer Familia nº 255, 1.V.2015

El 18 de marzo de 2015, casi veinte años después de haberse cometido los crímenes, el Gobierno de Serbia ordenó la detención de ocho ciudadanos suyos por haber participado en la matanza de Srebrenica el 11 de julio de 1995. Estos ocho ex-miembros de la temida Policía especial serbobosnia estaban acusados de haber participado directamente en la ejecución sumaria de unos mil varones bosnios musulmanes, de los ocho mil que murieron durante los tres días de exterminio ordenados por el general serbio Ratko Mladic.

Ratko Mladic y Radovan Karadzic ya habían sido detenidos unos años antes, por orden del Tribunal Internacional de La Haya y en cumplimiento de leyes internacionales. Pero estas detenciones de 2015 eran por iniciativa del gobierno serbio, y una muestra de su decisión de perseguir de oficio los crímenes cometidos en su nombre, lo cual es bastante diferente, pues mejor es la justicia buscada que la impuesta. Reconocer los crímenes cometidos por el bando propio en una guerra, o en cualquier conflicto en el pasado, muestra que hay voluntad de mejora y de enmienda en una sociedad. Así se protege la reconciliación, purificándola de los intentos de capitalizar el dolor del pasado a favor de los propios intereses del presente.

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