David Dalin, “Pío XII, gran defensor de los judíos en la II Guerra Mundial”, PUP 27.II.01

El Rabino de Nueva York contradice a J. Cornwell con datos y testigos: “Pío XII, el gran defensor de los judíos en la guerra mundial”.

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Juan Mª Bordaberry, “Pío XII y nacionalsocialismo”, R.E., 1998

Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, fue Cardenal Secretario de Estado de su antecesor, Pío XI. A la muerte de éste, fue coronado Papa en marzo de 1939 y, por tanto, gobernó la Iglesia durante los tormentosos años de la II Guerra Mundial, ya que falleció en 1958.

Persiste una campaña velada (y a veces no tanto) que tiende a responsabilizar a los católicos en general y a Pío XII en particular, por los horrores cometidos contra los judíos por el nazismo. Esta campaña va deformando lentamente la verdad histórica y llevando a las personas desprevenidas a la impresión de que los católicos, la Santa Sede y el papa tuvieron alguna responsabilidad en ello. No es así, desde luego.

A quien le interese profundizar el punto no le ha de faltar material. El Padre Pierre Bret, S.J., especialista en historia del Vaticano durante Pío XI y Pío XII, fue el coordinador de la edición en doce volúmenes de las actas y documentos de la Santa Sede relativos a la «Shoah», tarea que demandó dieciocho años y que el P. Blet condensó en un libro, obra calificada de «magistral» por la crítica (1).

Pío XII conocía bien Alemania. Fue nuncio en Berlín durante la Primera Guerra Mundial y, luego, como Secretario de Estado de Pío XI, tuvo numerosas intervenciones ante el rumbo que estaba tomando la política alemana. En calidad de tal, intervino decisivamente en la encíclica de Pío XI, conocida como «Mit brennender Sorge» (que puede traducirse «Con ardiente preocupación»). La iniciativa de la encíclica partió, contrariamente a lo que se cree, de los obispos alemanes, el primer borrador fue redactado en Roma por el Cardenal Faulhaber. El entonces Cardenal Pacelli, que dominaba el alemán, le dió forma definitiva y, presentada a Pío XI, fue firmada y publicada (2).

La encíclica denunciaba la ideología y la conducta nazis, y condenaba el culto a la personalidad en términos que vale la pena citar. «Quien quiera que, con sacrílego desconocimiento de las diferencias esenciales entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osara levantar a un mortal, aunque fuera el más grande de todos los tiempos, a nivel de Cristo, más aún, por encima de El o contra El, ese merece que se le diga que es un profeta de fantasías, al que se le aplica espantosamente la palabra terrible de la Escritura. El que vive en los Cielos se ríe de ellos». Nadie había hablado antes, directamente y en esos términos, a Adolfo Hitler. No advirtió quién pueda haberlo hecho, ni antes ni después, pero si alguien lo hizo, a lo sumo podrá decir que hizo lo mismo que la Iglesia alemana y sus Obispos, que el futuro Pío XII y que Pío XI.

Fue una sorpresa general, agrega De la Vega-Hazas, para fieles, autoridades y policía, la lectura de la encíclica, el domingo 21 de marzo de 1937, en todos los templos católicos alemanes, que eran más de 11.000. La unanimidad fue absoluta. Y, en toda la breve historia del III Reich, nunca recibió éste en Alemania una crítica que llegara a acercarse a la de «Mit brennender Sorge».

La Iglesia Católica fue así quien, antes que nadie, cuando aún no había estallado la guerra, con más valor que nadie, condenó al nazismo, mientras países que hoy callan cuando se la ataca, negociaban con Berlín.

A partir de 1940, ya elevado al Papado, Pío XII multiplica los esfuerzos y las intervenciones en defensa de los judíos perseguidos en Alemania y en los países ocupados por ella. Es imposible reseñar todas esas intervenciones; baste decir que, veinte años después, cita el Padre Blet que el entonces cónsul de Israel en Milán, Pinchas Lapides, cree poder evaluar en 860.000 el número de judíos salvados por la Iglesia.

Después del radio mensaje pontificio de la Navidad de 1942, el Servicio de Seguridad del Reich afirmó del Papa que era «el portavoz de los judíos criminales de guerra».

En un interesante artículo de Vincent Tremolet de Villers (3), comentando también la obra del P. Blet, se relata que cuando en 1943, los alemanes entraron en Roma, los jefes de la comunidad judía fueron convocados al cuartel general de las SS, donde se les intimó a entregar en veinticuatro horas 50 kilos de oro, bajo amenaza de ser deportados todos los judíos de la ciudad. El Gran Rabino de Roma, Zolli, no habiendo podido reunir más de 35 kilos, apeló a Pío XII, que ordenó fundir los vasos sagrados de todas las parroquias romanas. Este gesto fue superfluo, puesto que poco después el mismo rabino informaba al Papa que los quince kilos faltantes habían sido donados por la comunidad católica romana.

A partir de allí, sin embargo, empezó la persecución a los judíos de Roma. El Papa, entonces, ordenó levantar las barreras canónicas y abrir las clausuras de los monasterios que recogieron hombres y mujeres indistintamente, para protegerlos de la persecución. Tan valiente y ejemplar caridad tuvo frutos espirituales: el más destacado, la conversión del propio rabino Zolli, quien se hizo bautizar tomando el nombre de Eugenio, por Eugenio Pacelli, Papa Pío XII.

El canal de televisión italiano Sat 2000 difundió el pasado marzo un reportaje sobre la vida de Pío XII y dio a conocer una carta del científico judío alemán -radicado en los Estados Unidos- Albert Einstein en la que elogia al Pontífice por su defensa de los judíos. La carta fue revelada por el sacerdote alemán Peter Gumpel, relator histórico e la causa de beatificación del Papa Pacelli, que fue introducida en 1967. «En una declaración del 23 de diciembre de 1940 tras poner su esperanza en la resistencia al nazismo, primero en las universidades y luego en la prensa libre alemana, Einstein admitió que la única organización que tuvo el coraje de ponerse contra Hitler fue la Iglesia Católica. y de un desinterés despreciativo pasó a una admiración incondicional y sin reservas».

En el memorial de Yad Vachem, en el valle de los Justos, un árbol fue plantado en recuerdo de Pío XII.

El Papa Pacelli fue un ejemplo de firmeza en la defensa de la Fe y prudencia en el uso de su poder espiritual en tiempos de terrible conmoción. Se le reprocha, injustamente, una supuesta «pasividad» en su conducta. Ya se ha visto todo lo que hizo por los perseguidos. Pero si él hizo eso por los amenazados directamente, debía velar con especial cuidado por su propia grey y por la Iglesia alemana. La amenaza de crear una Iglesia cismática en Alemania, con las consiguientes persecuciones a obispos, sacerdotes y fieles católicos, estaba latente, y solamente su prudencia, sin mengua de su afirmación doctrinaria sin claudicaciones, permitió superar esos tiempos de prueba.

Ese fue Pío XII, Papa en tiempos de convulsión, severo en el juicio de los injustos, bondadoso hasta el heroísmo con los perseguidos. Los católicos tenemos obligación de restablecer la verdad y defender su memoria.

(1) Pío XII y la Segunda Guerra Mundial, ed. Perrin, París. (2) De la Vega-Hazas, Julio, El nacionalsocialismo y la Iglesia, en Revista Palabra, IX.1997. (3) Pío XII y el secreto de los archivos, «Spectacle du Monde» n° 428, noviembre de 1997.

Renato Moro, “No hay motivo para una leyenda negra contra Pío XII”, Zenit, 27.VI.02

Historiadores de diferentes puntos de vista opinan sobre el Holocausto.

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Luis Suárez, “Isabel la Católica y los derechos humanos”, La Razón, 3.IV.02

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César Vidal, “¿Fueron las Cruzadas fruto de un interés material”, La libertad digital, 1.IV.2002

Durante décadas distintos historiadores, especialmente de orientación marxista, han insistido en presentar las Cruzadas como un fruto de factores materiales exclusivamente.

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Josep Ignasi Saranyana, “Por qué la Iglesia pide perdón”, Palabra, IX.1997

Desde hace unos años se habla mucho de que la Iglesia debe pedir perdón por sus “errores históricos,. Es decir, por aquellos comportamientos de los fieles que han supuesto un cierto antitestimonio, han comprometido la fe o manchado la buena imagen de la Iglesia. Juan Pablo II no ha tenido reparos en reconocer siempre la verdad allá donde estuviera y “pedir perdón” si era el caso. Y es que, al margen de las circunstancias particulares de cada episodio, el reconocimiento de los errores pasados tiene una enjundia teológica notable.

Este especial está dedicado a la revisión de algunas de las actuaciones quizá más desafortunadas de los órganos centrales de la Iglesia (por ejemplo, dicasterios romanos o asimilables); o de la jerarquía eclesiástica (obispos, abades y superiores eclesiásticos); o de los cristianos actuando más o menos corporativamente (en sistemas sociales hierócratas o regalistas). Es decir, aquellos comportamientos que han supuesto, al menos desde nuestro punto de vista, un cierto antitestimonio por parte de los fieles (ordenados in sacris o no; consagrados o no; individual o corporativamente), con daño para la fe o el buen nombre de la Iglesia. Es obvio que la denominación “error histérico” tiene, con frecuencia, carácter eufemístico, pero no por ello dejaremos de usarla.

Los casos que suelen citarse son conocidos de todos: sentencias de la inquisición romana o de la Inquisición española o, incluso, la misma existencia de tales tribunales extraordinarios; politices de dudosa moralidad, que se han mezclado con experiencias evangelizadoras, a veces haciéndolas posibles; prácticas socioeconómicas de instituciones eclesiásticas, que han supuesto explotación de los más débiles; violación de los derechos humanos toleradas o “bendecidas” por los eclesiásticos de determinadas épocas; condenas de hipótesis filosóficas 0 teológicas, que después, a la larga, se han mostrado verdaderas o, por lo menos, fecundas; censuras de intelectuales, que la posteridad ha rehabilitado; y tantos ejemplos más, suficientemente conocidos, cuya enumeración detallada resultaría prolija.

La polémica no es nueva. Conocemos abundantes casos del periodo medieval, como las recriminaciones de Pedro Abelardo a los crédulos monjes de San Dionisio, las acusaciones de los legisperitos de Felipe el Hermoso contra Bonifacio VIII, las diatribas de los fraticelos contra el Papa Juan XXII, o las amargas quejas de los husitas contra el Concilio de Constanza, por citar algunos momentos emblemáticos.

Pero la polémica se acentuó en la segunda mitad del siglo XVI, cuando las discusiones entre católicos y luteranos invadieron también el campo historiográfico. Las recriminaciones a la Iglesia adquirieron particular acritud en los años de la Ilustración, sobre todo por parte de los ilustrados franceses, y se consolidaron con las polémicas entre revolucionarios y restauracionistas de la primera mitad del siglo XIX. Ahora las acusaciones se enmarcan especialmente en dos ámbitos: el de las relaciones entre la fe y la razón científica, y el de la atención a los derechos humanos.

JUAN PABLO II “PIDIÓ PERDÓN” Juan Pablo II ha observado, con respecto a los “errores históricos,, una conducta que no ha pasado inadvertida: no le ha importado “pedir perdón por algunos de estos antitestimonios. Recordemos sus discursos con ocasión del quinto centenario de la evangelización americana, disculpándose por el mal trato que algunos cristianos, a veces en nombre de la fe, infligieron a los amerindios y a los afroamericanos; o su condena del perverso tráfico esclavista que practicaron las potencias atlánticas, cristianas e incluso católicas, en el Bajomedievo y en los siglos modernos; o rectificando varios extremos del denominado “caso Galileo”.

Además, se sabe que ha pedido la opinión de los expertos con relación a otros antitestimonios, como la intolerancia inquisitorial o las censuras declaradas contra Lutero.

Tal praxis pontificia no es nueva y ya habla sido iniciada por Pablo VI, al levantar el anatema que los legados pontificios habían fulminado contra Miguel Cerulario en 1054, o al suprimir de la liturgia pascual las recriminaciones contra los “pérfidos judíos”.

Algunos católicos se han preguntado por qué actúa así el Santo Padre y qué significado tienen tales intervenciones pontificias. Se arguye que el Papa no está autorizado para pedir perdón en nombre de la Iglesia por errores pasados, puesto que nadie, se dice, es responsable de las equivocaciones de sus antecesores. Otros van más allá, señalando que los “errores”, ahora reconocidos aparecen como tales sólo cuando se juzgan desde una perspectiva descontextualizada, o sea, anacrónica. En otros términos: que cada época ha tenido su propio afán y su manera de ver las cosas, y que resulta injustificado acusar a un pueblo apelando a valores que en otras épocas no se conocían o que entonces no eran prioritarios.

Tales puntos de vista se confirmarían, además, con la epístola de San Pablo a Filemón, que no habría condenado “expresamente”, la esclavitud, o con los pasajes supuestamente misóginos de las epístolas a los corintios o, en su caso extremo, con la actitud del mismo Jesucristo, que no habría venido a abolir la Ley o los profetas, sino a darles su pleno cumplimiento.

APUNTES TEOLÓGICOS El tema, como puede comprenderse, tiene, más allá de los debates concretos y la valoración histérica de las circunstancias particulares, una enjundia teológica notable, que merece la pena apuntar, aunque sólo brevemente.

En primer lugar, la petición de perdón por los antitestimonios expresa la idea -fundamental para la eclesiología católica- que los bautizados constituimos un sólo linaje, o sea, una sola familia o un sólo pueblo, como recuerda San Pedro: “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido”. En caso contrario, no podría considerarse el pecado original originado como un verdadero pecado, es decir, un pecado estrictamente propio, verdaderamente tenido, aunque no cometido. En linea de máxima, la argumentación paulina de que Cristo cargó con nuestros pecados, se apoya en el hecho de que Cristo es de nuestro linaje. Si no hubiese sido “uno de nosotros”, nosotros permaneceríamos todavía en nuestro pecado. Así pues, la unidad de linaje confiere a la Pasión “bajo Poncio Pilato”, todo su valor soteriológico.

En segundo lugar, la solidaridad de unos con otros, por encima del tiempo, constituye un tema bíblico, que se repite hasta la saciedad en la Sagrada Escritura. Abrahán fue en sus descendientes; David edificó el templo en su hijo Salomón; el mismo David purgó su pecado en el hijo adulterino que murió, y por su personal soberbia, su pueblo sufrió la peste. Ajab, arrepentido a última hora, recibió la condena en su sucesor. Maria será bendita en todas las generaciones. Jesús mismo, camino del Gólgota, anunció un castigo que se abatirla sobre una generación judía posterior. San Pablo se angustió, sintiéndose solidario con el destino de su pueblo…

UNIDAD DEL GÉNERO HUMANO Muchos son los católicos que han intuido la extraña unidad del género humano y sus consecuencias. La humanidad, en efecto, constituye como un cuerpo viviente que supera las barreras de espacio y tiempo. Las consecuencias teológicas de este aserto son innumerables y de suma importancia. Por ejemplo: entre los teólogos proféticos de la evangelización fundante americana (Bartolomé de Las Casas entre ellos) se lee con frecuencia que la “destrucción” demográfica de las Indias es un castigo a la metrópoli por el mal comportamiento de los conquistadores.

Los anteriores ejemplos, que podrían multiplicarse, muestran una profunda e inequívoca comunión humana. Ésta traduce temporalmente, es decir, en categorías histéricas, la misteriosa unidad del Cuerpo místico, y es signo de las bodas del Cordero celestial. La Iglesia in terris es sacramento de la Iglesia in Patria, donde nadie se sentirá extranjero, es decir, los santos vivirán unidos y todo lo tendrán en común, llevando a la plenitud la experiencia de Pentecostés.

La patrística intuyó incluso la estrecha solidaridad entre el mundo humano y el mundo angélico. Las “sillas vacias” de la fiesta celestial, vacantes por la infidelidad de los demonios, serán cubiertas por los hombres que se salven. Cuando se alcance el número de los elegidos, entonces cesará la historia. En definitiva, el juicio universal, tan bellamente descrito por Cristo y trasmitido por el evangelio de San Mateo, constituye una prueba definitiva de que no somos mutuamente extraños en nuestra suerte, sino que, por el contrario, somos solidarios y corresponsables, en Cristo, de todos nuestros actos. Nuestras actuaciones, incluso las inmanentes, tienen repercusión social.

EN EL JUBILEO En plena preparación del jubileo del año 2000, ¿por qué sorprenderse de que el Santo Padre pida perdón por los “errores histéricos” de la Iglesia? En la medida en que esto sea posible, mientras corre todavía la historia, conviene tomarse muy en serio el jubileo. La legislación mosaica lo entendía como una “ley de punto y final, o de “borrón y cuenta nueva”. ¿Por qué no pedir perdón a Dios y a los hermanos perjudicados por nuestros antitestimonios? En otros términos, ¿por qué no reconocer que algunos de nuestra familia se portaron mal? Por ello es justo que “la Iglesia asuma una conciencia más viva del pecado de sus hijos recordando todas /as circunstancias en /as que, a lo largo de la historia, se han alejado del Espirita de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y de actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo” (Tertio Millennio adveniente, 23).

Se ha dicho, con razón, que, ya desde ahora, tales antitestimonios determinan un lugar teológico “propio declarativo”, según la terminología técnica, porque manifiestan la unidad de la Iglesia en Cristo, más allá no sólo de toda raza y pueblo, sino del espacio y del tiempo. Los antitestimonios constituyen, pues, un “locus”, como también lo son, y quizá con mayor motivo, la vida de los santos y las glorias cristianas de todos los pueblos.

En la Conferencia de Santo Domingo de 1992, junto a las alabanzas por la labor evangelizadora, al Papa no le importó “pedir perdón ” por algunos excesos cometidos por cristianos en aquella época.

Julio de la Vega-Hazas, “La Iglesia católica y el nazismo”, Palabra, IX.1997

l. HITLER TOMA EL PODER El 28 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado Canciller alemán. Su partido, el nacionalsocialista, estaba en minoría, y Hitler sólo tardó tres días en convocar nuevas elecciones. El 5 de marzo las urnas le dieron 288 escaños, que no suponían mayoría absoluta en un parlamento de 647 diputados, pero aprovechó el incendio del Reichstag, atribuido a los comunistas pero en realidad organizado por los nazis, para declarar ilegal al partido comunista. Descartados así los 81 diputados comunistas, los nazis obtenían una mayoría absoluta por escaso margen –10 Escaños, con la que aprobaban una ley de plenos poderes. Un año después, el 2 de agosto de 1934, fallecía el presidente alemán, mariscal Hindenburg. Tan sólo una hora después se anunció que se unificaban los puestos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Se convocó un plebiscito para ratificar esta medida, y, con la maquinaria de propaganda firmemente en manos del nazi Goebbels, el 19 de ese mismo mes el pueblo alemán votó afirmativamente por abrumadora mayoría. Con ello, Adolf Hitler se convertía en señor absoluto de Alemania hasta el aplastamiento de ésta en 1945.

Desde su aparición en la escena pública, a la jerarquía católica alemana no le pasó inadvertida la verdadera naturaleza e ideas de los nazis, máxime cuando el Papa Pío XI, a la vista de las convulsiones sociales con que empezaba la década de los 30, ya había advertido públicamente de las consecuencias que traería la prevalencia de «un duro nacionalismo, es decir, el odio y la envidia en lugar del mutuo deseo del bien» (discurso de Navidad de 1930). Los obispos, como sucede hoy en día, redactaban cartas pastorales cuando tenían lugar elecciones, recordando los criterios morales sobre el voto y las ideas que resultaban inaceptables para un católico, aunque sin señalar nombres propios. De particular relieve eran las pastorales del cardenal Faulhaber, por ser el arzobispo de Munich, cuna del nazismo. A diferencia de otras épocas, no puede decirse que los fieles católicos no entendieran el mensaje o lo recibieran con indiferencia. El fulgurante ascenso de la representación parlamentaria del partido nacionalsocialista se debió al voto masivo de las zonas protestantes, sobre todo Prusia, mientras que los católicos se decidieron sobre todo por el viejo «Zentrum» –nacido en la época de Bismarck, e instrumento decisivo para poner fin a su «Kulturkampf»–, y, en Baviera –zona católica y a la vez de bastante inclinación nacionalista y donde se gestó el partido nazi–, a este se le sumaba el partido populista bávaro, que obtuvo 19 escaños en 1933.

Poco después del triunfo nazi de 1933 se reunían los obispos alemanes en el lugar tradicional, Fulda. Se examinó la situación, y las preocupaciones se plasmaron en una carta colectiva del episcopado. No era una condena explícita, pero no carecía en absoluto de claridad. Examinando las doctrinas que se imponían, hay frases que no dejaban lugar a dudas, como la siguiente: «la afirmación exclusiva de los principios de la sangre y de la raza conduce a injusticias que hieren gravemente la conciencia cristiana». Por lo demás, se podía apreciar que los principales temores de los obispos eran dos. Por una parte, que el nuevo Estado totalitario acabase con las organizaciones católicas, especialmente las educativas. Y, por otra, que el nuevo régimen tratara de crear una especie de iglesia nacional y quisiera englobar en ella a todos, también a los católicos. Y, si los nazis ya habían dado pasos en la primera dirección, también había indicios de que el segundo temor era real, pues en algunos círculos protestantes, sobre todo prusianos, ya se hablaba de un cristianismo nacional para arios. Saliendo al paso con firmeza y rapidez de lo que parecían ser los prolegómenos de una nueva «Kulturkampf», los obispos alemanes también enviaron un mensaje no escrito, del que los nazis tomaron buena nota: la confirmación de su unidad, prácticamente sin fisuras. No resultaba prometedor intentar sembrar la discordia entre el episcopado. Para los hitlerianos, parecía una mejor vía de atacar a la Iglesia el intentar abrir una brecha entre los obispos alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que Hitler vio con buenos ojos la posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato. Su propaganda empezó a preparar el terreno hablando de los pactos de Letrán con la Italia de Mussolini como «modélicos».

2. EL CONCORDATO En realidad, la iniciativa de un concordato entre el III Reich y la Santa Sede no surgió ni de los nazis ni de la Iglesia, sino de un político católico del Centro, Franz von Papen, a quien Hitler, que quería, mientras viviera Hindenburg, mantener una apariencia respetable, le tenía en su gobierno como vicecanciller. Como católico y miembro del gobierno, creía que un acuerdo serviría para resolver las posibles fricciones que ya empezaban a manifestarse. Con este fin, von Papen visitó Roma en abril de 1933.

En Roma, las principales figuras con las que tenía que entrevistarse eran dos: el Papa Pío XI, y su Secretario de Estado Pacelli. Los dos eran favorables a firmar un concordato, y pensaban que, por pocas que fuesen las ventajas, siempre resultaba conveniente intentar entenderse con los diferentes regímenes, aunque fueran hostiles a la Iglesia, como se había demostrado, por ejemplo, con la República española.

El concordato no requirió largas negociaciones. Básicamente reproducía el contenido de los recientes concordatos con varios «Länder» alemanes, Baviera, Prusia y Baden, que habían sido negociados por el entonces nuncio Pacelli. Sólo hubo un punto controvertido. Pío XI, que tantas esperanzas tenía puestas en las organizaciones confesionales, quería dejar bien atado que conservaban su independencia, especialmente las juveniles. La experiencia italiana le mostraba que ese era un punto de fricción. Al final se llegó a una redacción que satisfacía a las dos partes, y la firma fue pregonada como un éxito por ambas.

No hubo ingenuidad en la negociación del concordato, salvo, quizás, por parte de von Papen. Hitler, desde el primer momento, no actuaba de buena fe. La Iglesia no se hacía ilusiones al respecto, pero consideraba que el concordato serviría de referencia para denunciar los previsibles abusos que cometerían las autoridades, y quizás para mitigarlas. Es difícil calibrar hasta qué punto sirvió para conseguir este último objetivo, pero puede aventurarse que tuvo cierta utilidad. En cuanto al instrumento en sí, no parece en absoluto desacertado su contenido si se tiene en cuenta que ese concordato de 1933 sigue todavía vigente.

3. LA ENCICLICA «MIT BRENNENDER SORGE» El gobierno empezó a incumplir el concordato desde el primer momento. Y desde el primer momento empezaron a llover las denuncias por parte de los obispos alemanes. Se hostigaba a la Iglesia de diversos modos, sin excluir encarcelamientos de eclesiásticos. Desde Roma se apoyaba a la jerarquía local, y Pacelli envió varios memorandums de protesta a las autoridades alemanas, y el mismo Pío XI aprovechó varias peregrinaciones de alemanes para formular públicamente sus quejas. A partir de 1935, la propaganda nazi lanzó una campaña de desprestigio de la Iglesia católica, con el montaje de varios procesos amañados a eclesiásticos acusados de fraude.

En enero de 1937 llegaban a Roma, con la mayor discreción posible, los principales representantes del episcopado alemán: los cardenales Bertram (el Primado, de Breslau, ciudad actualmente polaca con el nombre de Wroclaw), Faulhaber (Munich) y Schulte (Colonia), y los obispos Preysing (Berlín) y von Galen (Munster). A la vista del acoso que sufría la Iglesia católica alemana, iban con el propósito de solicitar una intervención pontificia que condenara el nazismo. De aquí nacería la encíclica “Mit brennender Sorge”, que, contrariamente a lo que se piensa, partió de una iniciativa del episcopado alemán, no de la Santa Sede.

En Roma se entrevistaron con Pío XI y con el cardenal Pacelli. El primero, sin dejar de darles su pleno apoyo, fue algo reservado. Pero Pacelli suscribió la iniciativa sin reservas, y pidió al cardenal Faulhaber un borrador. A los cuatro días lo pasó al Secretario de Estado, y Pacelli, que dominaba el alemán, le dio su forma definitiva. La denuncia de la ideología y la conducta nazis era clarísima: racismo, divinización del sistema, calificación de la construcción de una iglesia nacional como apostasía, etc. No faltaban referencias a lo que hoy se denomina «culto a la personalidad»: «Quien quiera que, con sacrílego desconocimiento de las diferencias esenciales entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osara levantar a un mortal, aunque fuera el más grande de todos los tiempos, al nivel de Cristo, más aún, por encima de Él o contra Él, ese merece que se le diga que es un profeta de fantasías, al que se le aplica espantosamente la palabra terrible de la Escritura. El que vive en los cielos se ríe de ellos». Por mucho menos se había dado por personalmente aludido Adolf Hitler. Pero Pío XI no dudó en firmar la encíclica.

Fue una sorpresa general, para fieles, autoridades y policía, la lectura de la encíclica, el domingo día 21 de marzo de 1937, en todos los templos católicos alemanes, que eran más de 11.000. La unanimidad fue absoluta. Y, en toda la breve historia del Tercer Reich, nunca recibió éste en Alemania una contestación que llegara a acercarse a la que se produjo con la “Mit brennender Sorge”.

Como era de esperar, al día siguiente el órgano oficial nazi, “Voelkischer Beobachter”, publicó una primera réplica a la encíclica. Pero, sorprendentemente, fue también la última. El ministro alemán de propaganda, Joseph Goebbels, fue lo suficientemente inteligente y perspicaz como para advertir la fuerza que había tenido esa declaración. Y, con el control total de prensa y radio que ya tenia por esas fechas, decidió que lo más conveniente para el régimen era ignorar completamente la encíclica y las declaraciones de la jerarquía. Sus subordinados cumplieron escrupulosamente sus órdenes. Y, durante una temporada, disminuyeron asimismo los ataques a la Iglesia.

4- LA UNION DE AUSTRIA AL REICH Un año después, en marzo de 1938, el ejército alemán entraba en Austria, llamado por un canciller que había impuesto Hitler con amenazas. En general, se recibió bien la anexión –el «Anschluss»–, por la inestabilidad que sufría Austria y por la imagen que del régimen alemán había dado la activa propaganda nazi. Se convocó un plebiscito, por el que Austria pasaba a ser la «Ostmark», la «marca del Este» del Reich alemán.

Se vivía un clima de euforia. Si para la humillada Austria era la recuperación del orgullo perdido, para más de un eclesiástico era el alejamiento del peligro comunista. Todavía no sabían con quien se habían juntado. Con ese ambiente, cuando Hitler –austríaco de nacimiento– llegó a Viena, se entrevistó con el cardenal Innitzer. Creyendo que era bien acogido, emitió unas directrices en las que pedía que se acogiera la anexión con buena voluntad, e incluía, como se lo había pedido el Führer, el que las organizaciones juveniles se prepararan para incorporarse a las del Reich alemán. Pocos días después encabezaba una declaración del episcopado austríaco en la que se daba la bienvenida y se ensalzaba al nacionalsocialismo alemán. Enseguida vio Innitzer que se habían rebasado los limites de la prudencia, y añadió una nota aclaratoria en la que se decía que todo lo anterior estaba condicionado a que se garantizaran los derechos de Dios y de la iglesia. Como era de suponer, la propaganda nazi aireó la declaración, pero omitiendo toda referencia a esta última nota.

Este comportamiento fue muy mal recibido en Roma, máxime cuando incluía esa imprudente declaración sobre las organizaciones juveniles católicas. Innitzer fue inmediatamente llamado a Roma. Allí le esperaba Pacelli, con quien mantuvo una tensa conversación. Como resultado, “L’Osservatore Romano” publicaba el 7 de abril una declaración de Innitzer, que venía a ser una rectificación de lo anterior, en la que reivindicaba los derechos establecidos en el concordato austríaco, la independencia de las organizaciones juveniles católicas y los derechos de los fieles cristianos. Sólo entonces recibía Pío XI al cardenal austríaco; hasta entonces no había querido hacerlo.

La prensa nazi ignoró la rectificación. Y el nuevo gobierno suprimió de un golpe las organizaciones juveniles católicas, la enseñanza de la religión y, poco más tarde, hasta la facultad de teología de Innsbruck. El palacio arzobispal de Innitzer fue asaltado y arrasado por las «Hitler-Jugend», las juventudes hitlerianas.

Lo ocurrido en Austria muestra el acierto de los obispos alemanes. La firmeza de estos impidió que los nazis tomaran las medidas de desmantelamiento de la Iglesia católica en Alemania, país en que los católicos eran minoría, mientras que la debilidad y cortedad de miras de los austríacos no pusieron freno a esas medidas en la católica Austria.

5. LA GUERRA MUNDIAL Con el estallido de la guerra mundial, cambiaran bastantes cosas. Las relaciones de la Iglesia con el Tercer Reich ya no se referirán tan sólo a lo que suceda dentro de las fronteras alemanas, sino a una geografía más amplia y siempre cambiante. A los efectos que nos interesan, lo que importa es únicamente cuando un territorio está bajo la directa dominación alemana, y no si está alineado con el Eje. Italia, por ejemplo, sólo cae bajo dominio alemán cuando es derribado Mussolini en septiembre de 1943, y sólo la parte no ocupada por los aliados; habrá paracaidistas alemanes –y más discretamente, la Gestapo– vigilando los bordes de la Ciudad del Vaticano, pero sólo medio año, pues los norteamericanos entrarán en Roma a principios de junio de 1944. El hecho de que cada vez más países entren en guerra, y lo crítica que se volverá su situación a partir de 1943, hará que el régimen nazi se radicalice: cada vez le importará menos quedar bien ante nadie, ni le quedarán espacios donde poner en juego la diplomacia. Las matanzas de judíos –la «solución final»– comenzaron en la segunda mitad de 1942. En esa situación, los esfuerzos de la Santa Sede se dirigirán más bien a los aliados de Alemania, desde luego menos inhumanos que esta, con la intención de que resistieran la presión de los nazis para realizar deportaciones.

Cada país es una historia, y no hay espacio aquí para detallar qué sucedió en cada uno. Por parte de la Santa Sede, la principal novedad es el fallecimiento de Pío XI poco antes de comenzar la guerra, en febrero de 1939. Pero su sucesor fue el hasta entonces Secretario de Estado, Pacelli, que tomó el nombre de Pío XII. Nombró Secretario de Estado al cardenal Luigi Maglione. En cuanto a Alemania, no hay cambios importantes en la jerarquía. Por su firmeza en denunciar los abusos, que no faltaban, consiguieron que la represión anticatólica no fuera tan fuerte como en otros lugares, aunque hubo detenciones e internamientos en campos de concentración. Por lo demás, al estallar la guerra muchos de los judíos alemanes ya habían emigrado, y los mayores atropellos nazis tuvieron lugar fuera de sus fronteras, donde poco podían hacer los obispos alemanes.

6. POLONIA Durante la mayor parte de la guerra, la principal preocupación de la Santa Sede era Polonia. Conquistada el primer mes de la guerra, seguiría en manos alemanas hasta el otoño de 1944, casi al final. Tenía todos los ingredientes para convertirse en un infierno: ocupada durante cinco años, país católico, de la raza eslava, despreciada por los nazis y con más de tres millones de judíos, casi diez veces más que Alemania antes del nazismo, y la mayor proporción de Europa –ligeramente superior al 10%–. Y en eso se convirtió.

Se produjo una triple división con la ocupación. La franja oriental la ocuparon los soviéticos, que persiguieron duramente a la Iglesia católica. La parte central pasó a denominarse «Gobierno General de Polonia», bajo control alemán. La franja occidental se anexionó al Reich, que recuperaba así su frontera oriental anterior a la primera guerra mundial, y pasó a ser un distrito conocido como el «Warthegau».

Los alemanes no aceptaron un representante de la Santa Sede para un país que para ellos había dejado de existir, pero a la vez rechazaban sistemáticamente cualquier referencia del nuncio en Berlín, Mons. Orsenigo, a asuntos de Polonia, alegando que sólo se le reconocía competencia para lo que sucediera en el Reich. También, en esta hora amarga, la Iglesia polaca se quedó sin la cabeza que podía darle la cohesión que necesitaba. La invasión sorprendió al cardenal Hlond, arzobispo de Varsovia y primado polaco, de peregrinación en Lourdes, y no pudo moverse de allí hasta acabada la guerra.

Los nazis no sólo querían someter Polonia, sino suprimirla como nación, despojarla de su identidad. Por ello enseguida comenzaron las detenciones de lo que con razón consideraban como una de las principales señas de identidad polacas: la Iglesia católica. Se cerraron seminarios, se detuvieron sacerdotes y seminaristas, incluso varios obispos. Los alemanes intentaron aislar Polonia y que no llegaran al exterior noticias de lo que pasaba. Pero llegaban. Comenzaron a llover protestas de la Santa Sede. Se consiguió poco; principalmente, que los eclesiásticos detenidos fuesen a parar a un mismo lugar. Pero posiblemente esta medida también convenía a los nazis, y el lugar era el nada envidiable campo de concentración de Dachau, donde murieron muchos, a causa de las duras condiciones de vida y también por los «experimentos médicos» –a muchos se les inyectó tifus– que les tuvieron como víctimas.

Podría parecer que las condiciones de vida para la Iglesia en el «Warthegau» iban a ser mejores, pero no fue así. Con la misma excusa para evitar injerencias de la Santa Sede –que el territorio caía fuera del ámbito concordatario–, Hitler aprovechó la situación para hacer una especie de «prueba-piloto» e implantar de golpe lo que pretendía que acabara siendo el régimen de su «Gran Alemania». Para ello nombró un «Gauleiter» con poderes especiales. Pronto se vio que incluían la detención masiva de eclesiásticos, tanto de habla polaca como alemana. Buena parte de los clérigos alemanes que fueron a parar a Dachau provenían de esta provincia. Con la experiencia del Warthegau se comprenden perfectamente las verdaderas intenciones de Hitler, y lo que hubiera sucedido en el resto de Alemania si la jerarquía eclesiástica no hubiera dado un ejemplo de cohesión y firmeza.

7. EL DILEMA DE LA SANTA SEDE En una guerra se pueden disimular acciones aisladas y ocultar en el anonimato nombres propios, pero no se pueden esconder por mucho tiempo atrocidades como las cometidas por los nazis en Europa a quienes tienen medios para hacerse informar. Ahora están apareciendo pruebas documentales de algo que por lo demás es de sentido común: que los gobiernos aliados estaban perfectamente al tanto del exterminio programado de judíos. Si no lo denunciaron públicamente es porque nadie quería recibir una oleada de refugiados judíos. Probablemente sabían también que los nazis, antes de decidir la «solución final», habían considerado otras posibles alternativas que incluían el destierro forzoso. La Santa Sede tenía cauces de información distintos, pero los tenía y, aunque se le pudieran escapar datos como para tener el cuadro completo, lo cierto es que estaba muy al tanto de los atropellos nazis. ¿Debió formular condenas públicas y explícitas? En primer lugar, no puede perderse de vista lo delicado de la situación. A diferencia de otros gobiernos, la Santa Sede no hablaba «desde fuera»: estaba en juego la supervivencia misma de la Iglesia en muchos países. Y, en los primeros años de la guerra, parecía claro que había medidas que podían resultar contraproducentes, pues podían conducir a que los entonces victoriosos nazis radicalizaran más aún sus posturas. El nuncio en Berlín, Orsenigo, ya había oído de algunos funcionarios que interceder por una persona sólo servía para que empeorara su situación. Y pudo comprobarse que era verdad: cuando la jerarquía católica de Amsterdam se quejó públicamente en 1942 del trato que se daba a los judíos, la respuesta alemana fue limpiar Amsterdam de judíos, enviados a los campos de concentración. Además, la praxis diplomática de la Santa Sede tenía como norma evitar, en tiempo de guerra, hacer manifiestos que pudieran aprovecharse por la propaganda de alguno de los beligerantes y situar a la Iglesia como parcial. La principal razón es que generaba desunión entre los católicos, y en particular de los de la parte «perjudicada», con la Santa Sede. Por ello, de entrada se prefirió la protesta, que fue todo lo intensa que se pudo. El mismo Pío XII, al recibir al ministro alemán de Asuntos Exteriores von Ribbentrop en 1941, le formuló una lista detallada de quejas durante dos días (Ribbentrop, que hizo la visita con fines propagandísticos, declaró que su resultado era «satisfactorio», pero no fue así. Cuando se produjo la invasión de la URSS, Alemania quiso que el Vaticano la denominase «cruzada contra el bolchevismo», y la contestación vaticana, con su negativa, era otra lista de agravios, que se añadió a la que acababa de formular el episcopado alemán tras su reunión de Fulda.

A la vez, la Santa Sede consideraba la posibilidad de formular una condena pública. Al principio, decidió amagar. Hizo saber a las autoridades nazis, a través del embajador von Weizsacker, que si seguían produciéndose los abusos no le quedaría otro remedio que formular un manifiesto de condena. Por un tiempo, por desgracia breve, pareció surtir efecto. Más adelante, ya no le importaba a Alemania, y en el Vaticano se llegó a la conclusión de que no serviría para nada.

En el último periodo de la guerra los esfuerzos de la Iglesia fueron encaminados a intentar salvar personas, e influir ante los satélites de Hitler para que impidieran a las SS alemanas tener mano libre en su territorio. Se consideraba lo más práctico, y una visión retrospectiva parece confirmarlo; se salvaron así muchos miles de hebreos –no se puede dar una cifra exacta, pero esta debería tener seis dígitos–, aunque, en comparación con el total exterminado, los resultados fueran más bien exiguos: no se podía hacer otra cosa. Se pudieron conseguir resultados en Italia, donde muchos judíos se salvaron por la protección de eclesiásticos –en Roma, Pío XII participaba personalmente en esta labor– y otros fieles católicos, y en menor medida en Francia y Bélgica. También en Rumanía, gracias a que entre la caída de Antonescu –que puso el país en manos alemanas– y la entrada de los rusos medió poco tiempo; pero en ese poco tiempo pudieron hacer más estragos si no fuera por las gestiones, entre otros, de Mons. Roncalli, futuro Juan XXII y entonces delegado apostólico en Turquía. Por fortuna para muchos judíos rumanos, su país, a diferencia de otros, tenía una vía de escape: el mar Negro.

8. CASOS TRAGICOS Como ya se ha señalado, cada país tuvo sus peculiares circunstancias y su historia. Es bastante ilustrativo lo sucedido en tres de ellos, con algunas características comunes: los tres eran de mayoría católica, en los tres parecía que podía evitarse la catástrofe, pero al final los tres casos acabaron en tragedia.

El primer caso era el de Croacia. Antes de la guerra formaba parte de Yugoslavia. Los recientes acontecimientos han puesto de manifiesto que la antigua Yugoslavia (la «Eslavia del sur») era un país complejo y problemático. Lo ha sido desde su nacimiento, pues no nació bien: fue una idea de Clemenceau en Versalles aglutinar varios territorios en ese nuevo Estado, juntando a Serbia con la Croacia y Eslovenia que habían pertenecido al imperio austrohúngaro, y con algunas zonas más. En resumen: era un país bastante artificial, y con nacionalismos latentes que estallarían en la guerra. Alemania la ocupo en primavera de 1941, y se retiró a finales de 1944, con sus tropas muy hostigadas por los guerrilleros de Tito, comunistas armados por los ingleses y no por los rusos. Junto a la ocupación alemana, hubo un sector italiano al noroeste, hasta el armisticio italiano de 1943.

Los alemanes se aprovecharon enseguida del nacionalismo croata para crear un Estado títere en Croacia, con un filonazi –Pavelic– como presidente, que incluso envió tropas al frente ruso para luchar con los alemanes. Pero los problemas que pronto empezaron a surgir venían sobre todo de las milicias que quedaron en Croacia: los «ustachis». Fanáticos y violentos, comenzaron a hostigar a serbios y judíos. Como, al menos en teoría, los ustachis eran católicos, la comunidad judía apeló a la Santa Sede, y ésta, que ya estaba recibiendo informes de obispos y noticias de sus quejas, reaccionó. Consiguió garantías en la zona italiana, y envió en el verano de 1941 un delegado apostólico a Zagreb, el abad benedictino Marcone. Este encontró que buena parte de los judíos habían sido concentrados en campos, pero sus gestiones eran respondidas con evasivas; sólo a principios de 1942 pudo su secretario y el del arzobispo de Zagreb visitar algunos de los campos.

A pesar de todo, el catolicismo del país se notaba, y no todos eran fanáticos pronazis. Marcone entabló cierta amistad con el jefe de la policía croata. A través de él pudo saber en el verano de 1942 que los alemanes habían pedido la deportación de todos los judíos a Alemania. Informó inmediatamente a la Santa Sede, pidiendo que se hiciera algo. Pero ese «algo» tenía que consistir principalmente en las gestiones del propio Marcone. Y las realizó repetidamente, sobre todo ante Pavelic, que no quiso hacerle caso. El jefe de la policía procuró retrasarlo, pero en noviembre cambió, y el nuevo era un viejo funcionario que tenía miedo de hacer nada al respecto. En mayo de 1943 Himmler visita Zagreb para ultimar la operación. Marcone y el arzobispo de Zagreb, Stepinac, intentaron hacer gestiones para parar la deportación judía. Fue en vano. Con todo, el esfuerzo de Marcone no había pasado inadvertido a la comunidad hebrea, cuyo gran rabino de Zagreb ya le había llamado varias veces para darle las gracias.

Otro caso particularmente doloroso es el de Hungría. Nación de mayoría católica, contaba con una numerosa población judía, superior al medio millón si se incluían los huidos de otros países. Gobernaba el dictador Horthy, que no era católico, bajo el cual el país se había incorporado al Eje y luchado al lado de Alemania. Había hecho aprobar algunas leyes que discriminaban a los judíos, pero nunca quiso ir más allá, y se negó a cualquier deportación a territorio bajo control alemán. La Santa Sede, a través sobre todo del nuncio Rotta, estaba ejerciendo una eficaz mediación para su salvaguardia. Pero en marzo de 1944 el ejército alemán entró en Hungría. Comenzaron las deportaciones con destino a Auschwitz. En julio, Horthy recupera el control y se interrumpen. Pero en octubre los alemanes le arrestan, y colocan en su lugar a extremistas fanáticos –los «cruces de flechas»–, y es entonces cuando las deportaciones cobran mayor intensidad, hasta principios de 1945, cuando el país cae en manos rusas. Era un afán diabólico. Con la guerra claramente perdida, muchos trenes que se necesitaban para el esfuerzo bélico se dedicaron a transportar hacia la muerte a decenas de miles de judíos. Pío XII había enviado en agosto de 1944 un telegrama a Horthy, que fue bien recibido, pero cuando se le apartó del poder no se pudo hacer nada. Los «cruces de flechas» no escuchaban a la Iglesia; con ellos, antes que con los comunistas, conoció la cárcel el futuro cardenal Mindszenty, que ya era obispo por estas fechas.

El tercer caso es el de Eslovaquia. A raíz de la ocupación alemana de Bohemia y Moravia –la actual Chequia–, Eslovaquia se independizó, aunque sin dejar de ser un satélite de Alemania. Gobernaba el país –de mayoría católica– un partido filonazi cuya cabeza era el primer ministro, Bela Tuka. Pero el presidente de la República era un sacerdote católico, Josef Tiso. Tiso constituye un buen ejemplo de a dónde puede conducir un nacionalismo aparentemente inofensivo. Era un claro ejemplo de nacionalismo, y políticamente era de derechas y de cierta tendencia antisemita, pero no era de ideología nazi, y menos aún un asesino. Política y personalmente débil, dejaba hacer a Tuka y su partido, que se iba radicalizando conforme avanzaba la guerra. En 1942 empezaron las deportaciones de judíos –había unos 80.000 en Eslovaquia–, y la Santa Sede, que ya veía con desagrado la posición de Tiso, pidió a su encargado de negocios (siguiendo la tradición, no había representación diplomática plena en un país que nace en una guerra mientras esta no acabase), Mons. Burzio, que formulara las protestas pertinentes, a las que se sumaba el Secretario de Estado Maglione, que recibió al ministro eslovaco Sidor. Además, la Santa Sede pidió a Burzio que apelara a la conciencia sacerdotal de Tiso. Este intentó suavizar la realización de las medidas y concedió los indultos que pudo… pero nada más. Le frenaba el miedo a los alemanes, y a que estos acabaran con el Estado eslovaco. El gobierno eslovaco respondió al Vaticano dando unas garantías insuficientes y con ambigüedad. Con todo, en 1943 hubo pocas deportaciones, y la situación se calmó. Pero en 1944 cambiaron las cosas. En verano hubo una sublevación, y para sofocarla entraron tropas alemanas en Eslovaquia. Y, con ellas, se reanudaron las deportaciones en masa. Tiso quiso oponerse, pero apenas consiguió retrasarlas unos días. Burzio pidió a la Santa Sede una intervención, y Mons. Tardini envió a Tiso un telegrama en nombre de Pío XII, que el Papa había revisado personalmente. Pedía, en nombre del Santo Padre, «que ajustara sus sentimientos y sus decisiones a las exigencias de su dignidad y de su condición sacerdotal». La verdad es que a esas alturas poco podía hacer Tiso, pero también es cierto que él no estuvo a la altura: en su contestación –fechada el 8 de noviembre–, aparte de inculpar veladamente a los alemanes, intentó minimizar la gravedad de lo que sucedía, dio a entender que las deportaciones tenían como destino las fábricas alemanas, e incluso se deslizaba alguna expresión antisemita. La Santa Sede no respondió, y quedó con el consuelo de saber que buena parte de los judíos que se habían salvado lo habían hecho gracias al refugio que encontraron en instituciones católicas, donde se les escondía arriesgando la vida –y en más de un caso perdiéndola–, como en tantos lugares de Europa. En cuanto a Tiso, tampoco parecía procedente iniciar un expediente penal canónico: para cuando se hubiera fallado, ya estaría en manos rusas. Así ocurrió, y fue fusilado en 1947 9. FINAL Poco después, en mayo de 1945, acababa la pesadilla de la guerra en Europa. No duraría mucho el alivio de la Santa Sede, que no tardaría en ver nacer la pesadilla comunista en el Este europeo. La Iglesia intentó desde el primer momento frenar la avalancha neopagana y racista nazi. No pudo conseguir demasiado, salvo en algunos sitios como Francia e Italia, pero igualmente cierto es que lo intentó con todos los medios a su alcance y que, cuando terminó la contienda, entre los pocos a quienes podían manifestar su agradecimiento las organizaciones judías figuraban la Santa Sede y unas cuantas personalidades e instituciones de la Iglesia católica, empezando por Pío XII.

Jesús Simón Pardo, “La división de la Iglesia por el cisma de Oriente”, Palabra, IX.97

Quién fue el culpable de la grave fractura que sufrió la Iglesia en el 1054? ¿Por qué todavía ese recelo entre católicos y ortodoxos? El Romano Pontífice ha reconocido que la elección de León IX, al enviar a Constantinopla como legado suyo al monje Humberto, no fue afortunada. El pillaje de los cruzados, el comportamiento poco escrupuloso de los comerciantes venecianos y genoveses y los intentos violentos de latinización contribuyeron después a ahondar el abismo. Pero sería faltar a la verdad cargar todas las culpas sobre la Iglesia romana, porque el inicio de la ruptura siempre partió de Oriente.

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Alfonso Bailly-Bailliere, “Savonarola: un fraile incómodo para su época”, Palabra, IX.97

    Recientemente se ha introducido en el tribunal eclesiástico de la diócesis de Florencia la causa que comenzará a discernir si el polémico fraile dominico Girolamo Savonarola (1452-1498) fue santo o no. La revisión de este difícil caso se produce 499 años después de su muerte en la hoguera, tras la correspondiente sentencia de la justicia civil de Florencia. El Papa Alejandro VI le había excomulgado antes.

    Un análisis histórico de los hechos pone de manifiesto que Savonarola, por tener un temperamento exaltado, no fue prudente en su actuación concreta, sobre todo si se tiene en cuenta las circunstancias de la época y el sumo cuidado con que habría que haber planteado sus reivindicaciones. Su desobediencia al Papa es censurable. A su favor está la atenuante de haber querido reaccionar contra el nuevo paganismo de la época.

    El triste episodio vuelve a mostrar cómo la verdad y la unidad religiosa configuraban el mismo núcleo del estado medieval y cómo el poder civil no toleraba ningún atentado contra estos dos valores. Hoy resulta difícil de comprender esta mezcolanza político religiosa, pero el hecho es que así se organizaba la sociedad de antaño. Posiblemente tampoco se entienda en el futuro cómo la legislación militar castiga hoy con la pena de muerte a un soldado que abandona el puesto de guardia en tiempos de guerra.

El caso Savonarola constituye un capitulo interesante dentro del proceso de revisión de los aspectos más confusos de la historia de la Iglesia, que comenzó con el Concilio Vaticano II y que tiene por meta el año 2000.

La excomunión de Girolamo Savonarola ha sido motivo de polémica prácticamente desde el momento en el que le fue impuesta por el Papa Alejandro VI, a finales del 1500. Varios autores que han escrito sobre el célebre dominico italiano creen que no llegó a incurrir subjetivamente en tal excomunión.

¿VERDADERA EXCOMUNIÓN? El Padre Tito S. Centi, en el libro “La scomunica di Girolamo Savonarola”, sostiene que esta sanción eclesiástica carecía absolutamente de fundamento teológico-jurídico y que era más un procedimiento para inducir al dominico y a la República florentina a no obstaculizar los planes politices del Papa Borgia a finales del siglo XV.

Savonarola, dice Centi, revela una gran conciencia de asceta y de apóstol, que mantiene vivo el sentido de lo divino y de lo eterno, que se rebela contra el nuevo paganismo, que permanece fiel al ideal evangélico y paulino de cristianismo integral.

Nació en Ferrara el 21 de septiembre de 1452 y murió quemado en la hoguera en Florencia el 23 de mayo de 1498. Creció en una familia que supo educarlo cristianamente. A los 17 años abandonó las doctrinas humanísticas para prepararse en la medicina, y mientras, se aplicó asiduamente a la lógica y a la filosofía; estudió Platón y Aristóteles, pero sobre todo, se dedicó a Santo Tomás de Aquino. Entre sus obras destacan “El Triunfo de la Cruz”; “Tratato divoto e utile della umiltà”, y algunos escritos de lógica y filosofía.

COMBATE LA INMORALIDAD Un sueño simbólico y una predicación escuchada en Faenza, le llevaron a tomar una decisión radical en su vida: el claustro. El 24 de abril de 1475 dejó secretamente la casa paterna y viajó a Bolonia, donde pidió ser recibido en el convento de Santo Domingo. En 1479, sus superiores le mandaron a Ferrara para que se perfeccionase en la Facultad teológica de aquella universidad. Se trasladó a Florencia en 1481 y allí se opuso con gran energía a la vida pagana, y con frecuencia inmoral, que prevalecía en muchas clases de la sociedad, y especialmente en la corte de Lorenzo de Medici.

Predicó en otras ciudades italianas durante los años 1485-89. En Brescia, en 1486, explicó el Libro de la Revelación y desde ese momento se sintió absorbido por las ideas apocalípticas sobre su propia época, el juicio de Dios que la amenazaba y la regeneración de la Iglesia.

PRIOR DE SAN MARCOS En julio de 1491 pasó a ser prior del convento de San Marcos. Al año siguiente, pensó en restaurar en su convento el antiguo rigor de la Regla. Para ello, defendió sus razones en dos capítulos de la Congregación lombarda. Pero las dificultades encontradas le indujeron a promover la separación entre San Marcos y aquella congregación. La propuesta, que secundaba la politice de Florencia, entonces hostil a Milán, fue apoyada claramente por Pietro y Giovanni de Medici, y obtuvo un pleno éxito con el Breve papal del 22 de mayo de 1493.

La familia de los Medici habla adquirido un gran poder económico durante el siglo XV, y los principales cargos políticos de la República florentina se asignaban a personas cercanas a esta familia o de su total confianza.

Mientras tanto, Savonarola predicó con celo ardiente y se ganó una gran influencia. Atacó con dureza a Lorenzo el Magnifico, que promovió el arte pagano y la vida frívola.

A partir de 1493, el fraile habló con mayor fuerza contra los abusos de la vida eclesiástica, la inmoralidad de una gran parte del clero: sobre todo, contra la vida deshonesta de muchos miembros de la Curia Romana.

¿HIZO POLÍTICA? Tras la caída de los Medici, entró en escena el monarca francés Carlos VIII, deseoso de conquistar Italia. Savonarola lo consideró como instrumento divino de la regeneración de su patria por el castigo, y a él se presentó en Pisa y Florencia, excitándole a cumplir el mandato de la Providencia.

Cuando el rey partió de Nápoles para regresar a Francia, se formó una liga general de los estados italianos contra él, y a pesar de todo, Savonarola hizo lo posible por mantener Florencia en la alianza francesa, aun no obteniendo del monarca más que confirmaciones verbales. En aquella peculiar situación, se estableció en la ciudad una nueva Constitución, un tipo de democracia teocrática basada en doctrinas politices y sociales que habla proclamado Fray Girolamo. Incluso se llegó a formar un gran concilio que fuera representativo de todos los ciudadanos y gobernase la República.

LLAMADA AL ORDEN Savonarola no interfirió directamente en política y negocios de Estado, pero sus enseñanzas y sus ideas fueron autoritarias. Florencia tenía que ser el punto de partida de la regeneración de Italia y la Iglesia. En este sentido, buscó constantemente la intromisión de Carlos VIII para la reforma de la Iglesia, aunque las ideas extravagantes del monarca no le permitieron emprender esta tarea.

Esta actitud provocó la intervención de Alejandro VI (Rodrigo de Borgia), que con un Breve del 21 de julio le obligó a viajar a Roma para que diera explicaciones sobre sus facultades proféticas. Este respondió diez días más tarde diciendo que no le era posible acudir por los siguientes motivos: primero, porque estaba enfermo; segundo, porque tenía enemigos mortales; y tercero, por el estado critico en que se encontraba la ciudad, que tenía necesidad de su predicación.

El 8 de septiembre, un nuevo Breve papal ordenaba que Savonarola fuese sometido a un juicio, y que el convento de San Marcos se uniese a la Congregación lombarda. Las nuevas justificaciones del dominico y la acción de la Señoría de Florencia, que defendía a Fray Girolamo por haber contribuido a evitar el asalto de la ciudad por parte del rey francés, y de algunos cardenales, condujeron a Alejandro VI a revocar sus decisiones, limitándose con otro Breve del 16 de octubre a prohibirle la predicación hasta que no fuese a Roma.

DESOBEDIENCIA Y EXCOMUNIÓN Después de que la Señoría hubiera insistido para que el Papa anulara la prohibición de predicar, el 11 de febrero de 1496 ordenó a Savonarola que retomase la actividad, y éste inició las prédicas acentuando sus criticas a las jerarquías eclesiásticas. El Papa envió entonces una nueva prohibición e hizo abrir un proceso penal en Roma contra él. Pero al final lo suspendió con la condición de que el dominico utilizase un lenguaje más respetuoso y se abstuviese de la política.

Sin embargo, el 7 de noviembre, el Papa emanó un Breve pontificio que afectó de lleno al corazón de la Congregación de San Marcos, precisamente en un momento de gran florecimiento. En virtud de santa obediencia y bajo pena de excomunión “latae sententiae” en la que se podio incurrir “ipso facto” el Convento de San Marcos debía unirse a la nueva Congregación Tosco-Romana. La reacción del fraile, igualmente en este caso, fue la de no seguir las indicaciones precisas, incurriendo, por tanto,”ipso facto” en la censura.

Fray Girolamo dejó pasar un tiempo prudencial desde la publicación del último Breve, y escribió el opúsculo Apologeticum Fratrum Congregationis S. Marci”, pero no obtuvo ninguna respuesta de Roma. Al llegar la cuaresma, aprovechó las predicaciones de este tiempo litúrgico para descargar todo su enojo y condena por la situación de malestar que estaba viviendo.

Durante los meses de marzo y abril Florencia se hallaba semidestruida por la guerra de Pisa. Hubo una gran carestía, de manera que el malestar general de los habitantes desencadenó continuas protestas. Cuando a finales de abril, Piero Medici intentó reconquistar Florencia con un pequeño ejército, el Papa Borgia decidió asestar un golpe tanto al fraile como al partido político que lo sostenía.

Alejandro VI publicó entonces nuevos Breves de excomunión contra el dominico, alegando los siguientes motivos: predicar doctrina herética y perniciosa; rechazar presentarse a Roma para disculparse; desobedecer la orden de no predicar; rechazar unir la Congregación de San Marcos a la nueva Congregación Tosco-Romana. Pero, antes que la excomunión fuese divulgada en Florencia, Savonarola escribió una sentida carta al Papa pidiendo perdón por eventuales ofensas involuntarias.

Tras las elecciones que se celebraron en Florencia en la segunda mitad de 1497, la Señoría hizo todo lo posible por lograr la absolución de la excomunión a Savonarola y la licencia para predicar. Sin embargo, la respuesta fue siempre negativa porque Alejandro VI condicionaba la absolución del fraile a la adhesión de los florentinos a la Liga.

Al Papa Borgia no le importaba en absoluto que la ciudad se siguiera degradando moralmente, cosa que no dejaba indiferente al fraile, quien se preguntaba con frecuencia si podio soportar en conciencia un abuso tal de la autoridad papal. Así, solicitado por sus numerosos seguidores, que al igual que él, sufrían por la desmoralización de los ciudadanos, fray Girolamo decidió ignorar incluso públicamente la injusta censura.

OPOSICIÓN Y MUERTE En febrero de 1498, Savonarola volvió a subir al púlpito de Santa Maria del Flore (Catedral de Florencia) para demostrar antes que nada la invalidez de aquella excomunión, y arremetió con mayor violencia contra la corte de Roma y el Papa. La Señoría, asustada ante esta grave situación, recomendó al fraile que interrumpiera definitivamente las predicaciones. La reacción de Savonarola no se hizo esperar: dirigió una carta de desafío a Alejandro VI y proyectó la reunión de un concilio que juzgase y depusiese al Papa.

En Florencia la oposición Savonarola creció. Un adversario suyo de la orden franciscana, Francisco de Puglia, propuso sufrir la prueba del fuego para demostrar que el dominico se encontraba en el error. “Estoy convencido de que arderé-dijo el franciscano-, pero acepto este sacrificio con gusto para librar al pueblo: si Savonarola no arde conmigo, le podréis considerar un verdadero profeta”. Los gobernantes de Florencia accedieron a la realización de la prueba para así quitarse de en medio al fraile. Si el dominico fray Domingo-que representaba a Savonarola en este juicio de Dios- se quemaba, fray Girolamo debería abandonar la ciudad.

El Papa censuró el procedimiento, porque -según él una provocación supersticiosa a Dios. Sin embargo, Florencia no cedió, y en la plaza de la Señoría todo estaba listo para el demencial juicio. Se decidió finalmente que el franciscano Juliano Rondinelli y el dominico Domingo tenían que entrar en las llamas. Pero, como consecuencia de una discusión provocada por el dominico -que quería entrar en las llamas de la hoguera mientras llevaba en sus manos el Santísimo Sacramento-, y una tempestad posterior, la gente, cansada de esperar, despejó la plaza y abandonó el espectáculo.

Al día siguiente, tanto la Iglesia como el convento de San Marcos fueron asaltados, y fray Girolamo fue hecho prisionero. Con un Breve pontificio a la Señoría florentina, Alejandro VI expresó su alegría por la captura, absolvió de las censuras a personas consagradas y pidió que se trajera a su presencia al dominico.

Los delegados papales y el general de los dominicos fueron enviados a Florencia para seguir el proceso. Las pruebas oficiales fueron falsificadas por el notario. El 22 de mayo fue publicada la condena a muerte “por los grandes crímenes de los que habían sido declarados culpables”, Fray Girolamo, Fray Domingo y Fray Silvestre. El día 23, después de haber oído Misa en el Palacio de los Señores, fueron conducidos al patíbulo, colgados, y sus cadáveres quemados.

GIORDANO BRUNO:QUEMADO POR HEREJE La Comisión teológico-histórica del Comité Central del Jubileo tiene previsto organizar antes del 2000 dos Congresos internacionales de alto valor científico, uno sobre el “antisemitismo” y otro sobre las “inquisiciones”.

Esta iniciativa responde a la petición del Santo Padre de hacer un examen profundo al final del milenio que lleve a poner fin a la labor de revisión histórica ya comenzada por el Concilio Vaticano II, comprometiendo en esta tarea a la Iglesia entera con vistas al Jubileo.

Ya en el Consistorio extraordinario de 1994, el Papa habla hablado de una revisión de los aspectos oscuros de la historia de la Iglesia, como una gracia del próximo Jubileo, que se une a la idea de elaborar un “Martirologio contemporáneo”.

Probablemente, durante el Congreso sobre la Inquisición se plantearán y se estudiarán casos como el de Girolamo Savonarola y el del polémico filósofo Giordano Bruno, de quien alguno se ha atrevido a pedir su rehabilitación.

PRIMERAS INFRACCIONES Giordano Bruno nació en Nola, en el Reino de Nápoles, en 1548. Diecisiete años más tarde, entró como clérigo en el Convento de Santo Domingo Mayor. Entre 1566 y 1567 incurrió en las primeras infracciones por haber despreciado el culto a Maria y a los santos. En 1572 es ordenado sacerdote, tras haber cumplido 24 años.

La manifestación de sus dudas acerca del dogma de la Santísima Trinidad, tuvo como consecuencia la instrucción de un proceso, por lo que decidió abandonar el convento y la ciudad.

A partir de entonces, Bruno decidió recorrer numerosos paises europeos -Inglaterra, Francia, Alemania, Suiza, Checoslovaquia-, para enseñar y exponer sus principales ideas filosófico-teológicas.

Sostenla entre otras cosas que la unidad absoluta del cosmos exige la identificación de materia y forma. Toda su ética se funda en el sentimiento de identidad del hombre con el cosmos, que le hacer perderse en el latido universal del Todo.

Fue autor de la Nova de universis philosophia, inspirada en el neoplatonismo y en los escritos herméticos. Pero sus principales obras fueron: Delia Causa, Principio ed Uno; De I’Infinito, Universo e Mondi; La Cena dalle Cineri.

En 1592 es encarcelado en Venecia, acusado de despreciar las religiones, no admitir la distinción en Dios de tres personas, tener opiniones blasfemas sobre Cristo, no creer en la transubstanciación y sostener que existen mundo infinitos.

Un año más tarde abandona la cárcel de Venecia y se traslada a la del Santo Oficio de Roma, de la que -tras un largo e intermitente proceso- saldrá siete años después para ser ajusticiado.

Los episodios del proceso romano se pueden resumir así: imputación de haber sostenido que Cristo pecó mortalmente, que el infierno no existe, que los dogmas de la Iglesia son infundados, que el culto de los santos es reprochable.

En 1596, la Congregación estableció una comisión con el fin de censurar las proposiciones heréticas contenidas en los libros de Giordano. El 20 de enero de 1600 el Papa que Bruno fuese sentenciado como herético formal, impenitente y pertinaz, y entregado al brazo secular.

El 8 de febrero es llevado desde la cárcel del Santo Oficio al palacio del Cardenal Madruzzi, situado en la Plaza Navona, donde se leyo públicamente la sentencia, mientras Bruno permanecía arrodillado. de las 30 o más imputaciones contenidas en la sentencia, resultan confirmadas las concernientes a la transubstanciación, la virginidad de Maria, la vida herética, la pluralidad de mundos, el alma humana, la eternidad del mundo.

Reconocido herético, fue condenado a la degradación de las órdenes, a la expulsión del foro eclesiástico y a ser entregado a la corte secular para el debido castigo. Sus libros debían ser quemados en la Plaza de San Pedro.

Tras ser trasladado a la cárcel de Tor di Nona, y recibir las visitas de algunos teólogos, la mañana del jueves 17 de febrero del 1600 fue conducido al Campo di Fiori, donde fue quemado.

Javier Paredes, “Piononadas” (sobre beatificación Pío IX), Alfa y Omega, 25.IX.00

¡Aburridísima, muy, pero que muy aburrida…! Porque lo mínimo que se puede esperar de una campaña es que sus autores le echen una pizca de imaginación. Lo que se ha montado con Pío IX, por más que hayan tratado de denigrarle, no merece tal nombre. Eso del “Papa bueno y el malo” o lo de su antisemitismo es demasiado simple para que me incite a entrar al debate, si al menos se hubieran atrevido a acusarle de haber lanzado la bomba atómica…

Pero no, han optado por agitar los viejos y polvorientos tópicos tan sabidos. Y con tan grande polvareda, se nos ha perdido don Beltrán. Lástima que se haya desaprovechado esta oportunidad para conocer a uno de los grandes protagonistas del mundo contemporáneo, como Pío IX (16-VI-1846- 7-II-1878) el sumo pontífice que tiene el récord de permanencia en la cátedra de San Pedro –que no, que tampoco gobernó la Iglesia durante 32 años, que fueron 31 años, 7 meses y 22 días-, el Papa que, entre sus muchas realizaciones, después de que la Iglesia pasase cuatro siglos sin celebrar un concilio ecuménico, convocó el Concilio Vaticano I…

Por cierto, no han contado que casi toda la documentación preparada para este concilio tuvo que ser desarrollada en pontificados posteriores, porque el Concilio Vaticano I fue interrumpido contra la voluntad de los padres conciliares. Tan inoportuna interrupción tuvo que ver con la cansina marcha de la política italiana, me explicaré. Años les costó a las potencias europeas que los generales del rey Víctor Manuel escribieran la epopeya de la unificación de Italia y eso que, como las maestras con sus párvulos para enseñarles a escribir, les fueron llevando de la mano. Por fin, en el verano de 1870, después de varias décadas, ya en plena celebración del Concilio Vaticano I, sólo faltaba conquistar Roma, una ciudad indefensa, sin ejército ni guarnición, que como gran novedad acogía a los obispos venidos de todos los rincones del mundo.

En estas circunstancias el gobierno italiano, decidió asestar el golpe definitivo. El día 20 de septiembre, el general Luigi Pelloux se acercó a las murallas de Roma con una columna, sin que nadie –porque nadie había- le saliera al encuentro. A unos cincuenta metros se detuvo, apuntó el cañón y consiguió hacer blanco sobre la Porta Pía, por cuya brecha hizo su entrada triunfal el general Raffaele Cadorna. La atinada puntería de Pelloux le proporcionó al artillero la Cruz de Guerra del reino de Italia. Frente a tanto ardor guerrero, Pío IX expidió un documento, en el que se podía leer: “se se aplaza –esa fue la palabra, que no suspensión- el Concilio Vaticano I sine die en espera de una época más oportuna y propicia”. Por entonces había muchos católicos en los gobiernos de los distintos países, pero la pasividad de las naciones ante la ocupación de Roma fue casi unánime: sólo se registró la protesta del presidente de Ecuador. No hay nada nuevo bajo el sol. Y fue así como en 1871 Víctor Manuel pudo fijar la capital del reino de Italia en Roma.

Después de todo lo que habían hecho los héroes de la unificación italiana con los Estados Pontificios, además de las leyes y las declaraciones nada amistosas para con la Iglesia, alguna respuesta había que dar. Así es que según usos y costumbres de entonces, por lo que representaba y amparaba el nuevo jefe del Estado italiano, Pío IX adornó su corona con una pública excomunión. Ahora bien, como Pío IX había adquirido las virtudes en grado heroico, como se ha demostrado en su proceso, pudo hacer gala de una caridad admirable a la par que de una paciencia no menos extraordinaria, por eso siguió manteniendo buenas relaciones con el rey de Italia. Gracias a Pirri –historiador, no confundir con el gran jugador que fue del Real Madrid- que publicó en cinco volúmenes su Pio IX e Vittorio Emanuele del loro cartegio privato se puede conocer qué es eso del amor cristiano incluso a los enemigos. El Papa y el rey no se volvieron a ver, pero se escribieron muy a menudo, y naturalmente en secreto, porque si se llegan a enterar los muy liberales gobernantes de Italia algo le hubieron hecho al monarca, por más que su persona fuese declarada inviolable. Y como los reyes, además de corona también tienen alma, a Pío IX le preocupaba era la salvación eterna de Víctor Manuel, que de los tronos siempre hay quien los ocupe.

El rey y el Papa, además, tenían algo en común, andaban los dos muy mal de salud. Al meterse el invierno de 1877 el Papa empeoró, y es que con los 86 años que tenía entonces no era para menos. Los heraldos del laicismo –una vez más, sin novedad bajo sol- pregonaron su inminente fallecimiento, pero con un tono como si les molestase que un papa viejo y enfermo no se muriese ya de una vez. Y lo anunciaron en sus periódicos con tal rigor y documentación que lo cierto es que el gobierno italiano comenzó a preparar los funerales del Papa; al fin y al cabo el Papa era un personaje popular y querido, cuyo funerales se presentaban como una magnífica ocasión para hacer política internacional con los representantes de las naciones que acudiesen a Roma. Pero había más, todavía, en el ánimo de los liberales italianos más radicales. Su agnosticismo era incompatible con la creencia de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella” y en el fondo eran hombres de una esperanza, de una única esperanza que es de la que vive todo aquel que piensa que todo se reduce a lo que hay de tejas para abajo. Al fin y al cabo eran los herederos culturales de la generación liberal anterior, que en 1799 anunció en sus periódicos la muerte de Pío VI con este titular: “Pío VI y último”. Y claro ahora no podían fallar, porque sin Estados Pontificios… el fin de la Iglesia tenía que estar al caer. Pero como las cosas son lo que son y no lo que nos gustaría que fuesen, todos los preparativos de los funerales no sirvieron para nada, porque Pío IX no se murió.

Todavía aguantó unos cuantos meses más. Justo para sobrevivir en 29 días al mismísimo rey de Italia, que le precedió a la tumba aunque eso no lo tuviera previsto su gobierno. Al saber que el rey se encontraba gravemente enfermo, Pío IX se ocupó personalmente de enviarle un sacerdote con el encargo de que le levantara la excomunión. Gracias a esta intervención de Pío IX, Víctor Manuel pudo recibir los últimos sacramentos, que tanta falta hacen en ese trance, y pudo ser enterrado como cristiano. Fue así como su gobierno le pudo honrar con unos solemnes funerales, porque una ley no escrita de todo político incoherente puede hacer compatible cualquier trayectoria anticatólica con la celebración de unas solemnes pompas fúnebres en el marco incomparable de la liturgia católica. Y es que lo que nunca se olvida, por muy incoherente que uno sea es el carácter maternal de la Iglesia y, como es sabido, a poco que uno se deje las madres –y la Iglesia lo es- lo perdonan todo.

¿Y que decir de la condena que hizo del comunismo años antes de que se publicara el Manifiesto Comunista de 1848? Ya comprendo que es mucho pedir un reconocimiento del carácter profético de esta condena, pero al menos y ahora que ya nadie quiere ser comunista, se podía haber hecho una mención de este tipo: “Pío IX nos aventajó en cien años, porque cuando se gestaba el comunismo ya las veía venir…” Por ejemplo. Es lo mínimo que podían hacer los intelectuales marxistas de Occidente integrados en el capitalismo vigente.

Pero claro, resulta comprensible que los que ayer fueron marxistas y hoy se han vuelto liberales tampoco pueden hacer buenas migas con el Papa que condenó el liberalismo, o mejor con lo que ellos piensan que condenó en la encíclica Quanta cura en 1864. Hace ya tiempo que René Remond escribió que el liberalismo también es una filosofía, un modo de comprender al hombre como ser autónomo que no admite ninguna ley de nadie, ni siquiera del Creador. Ese es el núcleo del magisterio de Pío IX, porque el hecho de que los alcaldes se elijan por sufragio censitario, universal o por sorteo bien poco que le importaba. Menos mal que Pío IX como además de muy santo tenía muy buen sentido del humor habrá perdonado desde el Cielo con una sonrisa tanta pereza mental.