Karol Wojtyla: Una juventud curtida en la adversidad

El enigma de una biografía Juan Pablo II ha sido sin lugar a dudas –así lo reconocen hasta sus más acérrimos detractores– la figura más colosal y carismática que ha conocido el final del segundo milenio. Junto a ser guía espiritual de casi mil millones de católicos, se ha convertido en el más vigoroso defensor de la justicia social y los derechos humanos de todo el mundo contemporáneo. En su largo pontificado ha demostrado una prodigiosa capacidad para conciliar fidelidad y creatividad, prudencia e ingenio, paciencia y audacia. Apoyado en su prestigio y autoridad moral como pontífice, se ha revelado también como un diplomático de inmensa envergadura e influencia mundial. Ha sido además protagonista de descollantes realizaciones intelectuales y literarias, y goza de un innegable carisma ante la gente joven.

Muchos se preguntan con frecuencia de dónde vienen a Juan Pablo II esas indiscutibles cualidades personales. ¿Cómo ha surgido este hombre? ¿Cómo se ha forjado una personalidad tan extraordinaria? ¿Qué hay en la biografía de Juan Pablo II que le ha permitido prepararse de un modo tan sobresaliente para ejercer su misión como cabeza de la Iglesia católica en una encrucijada tan difícil de su historia? Si unos grandes expertos en la materia se plantearan fabricar un líder mundial de semejantes características a partir de un chico joven, es muy probable que pensaran en proporcionarle una educación de élite, en unas condiciones cuidadosamente preparadas para facilitar en todo lo posible su formación académica, intelectual y humana.

Sin embargo, en la biografía del joven Karol Wojtyla no hay nada de eso. Apenas aparecen momentos de facilidad. Su infancia y su juventud están marcadas por la tragedia, el dolor, la pobreza y la dificultad. ¿Qué había entonces distinto a otros? ¿Por qué esas difíciles circunstancias personales no le hundieron sino que curtieron su personalidad y le prepararon para ser un persona tan extraordinaria? ¿Cuál fue su actitud ante los obstáculos que encontró en su vida? La biografía de Karol Wojtyla es una prueba de cómo el hombre, sean cuales sean las circunstancias en que viva, puede elevarse por encima de sus condicionamientos personales, familiares o sociales. No es que esos condicionamientos no influyan, porque influyen, y mucho, pero nunca llegan a eliminar la libertad. En toda biografía puede apreciarse la génesis de la actitud que cada uno toma ante la vida. Veamos un poco cómo fue la de Karol Wojtyla.

Los primeros golpes del destino La tragedia golpeó por primera vez a Karol Wojtyla el 13 de abril de 1929, día en que su madre falleció a la edad de 45 años, como consecuencia de una miocarditis. A Karol le faltaban cinco semanas para cumplir 9 años, y su hermano Edmund estaba cerca de terminar su licenciatura en la Facultad de Medicina de Cracovia. Después del entierro, su padre –un teniente retirado que vivía de una exigua pensión– llevó a los dos hermanos a rezar al Santuario de Kalwaria Zebrzydowska.

La muerte de la madre es sin duda traumática para un niño, especialmente a esas edades. En lo más hondo de su ser, el sufrimiento era desgarrador. Con el paso de los años, en su extensa producción literaria expresaría, sobre todo en algunos poemas, que la idea de la muerte estuvo muy presente en su conciencia durante toda su vida.

Karol y su padre se quedaron viviendo ellos dos solos en Wadowice. Pasaban tales apuros económicos que el padre, recordando sus antiguas nociones de sastre, tomó la aguja no sólo para remendar la ropa de los dos, sino también para convertir sus viejos uniformes del ejército en trajes para Karol.

Karol tenía 10 años cuando su padre le llevó a Cracovia para ver cómo su hermano Edmund recibía el título de médico en la Facultad de Medicina de la antigua Facultad de Jagellón. Edmund –aunque le llamaban Mundek– tenía entonces 24 años y era muy popular. Sin embargo, poco tiempo después, el 4 de diciembre de 1932, la tragedia volvió a golpear a los Wojtyla: Edmund murió de escarlatina, contagiado por un paciente del hospital de Bielsko, población situada a menos de una hora de Wadowice, donde había trabajado como médico desde que obtuviera el título. Una epidemia de escarlatina azotaba la región y el doctor Wojtyla, a sus 26 años, estaba de guardia veinticuatro horas al día. Los demás médicos recuerdan a Edmund como un doctor totalmente entregado al trabajo y con un penetrante sentido del humor.

La muerte de su hermano, según él mismo explicó años después, le afectó quizá aún más que la de su madre, por las circunstancias en que se produjo y por su mayor madurez entonces: tenía 12 años.

Una gran riqueza interior Pero el optimismo y la energía naturales de Karol se impusieron a todo lo demás. Se sumergió todavía más en los estudios, el deporte y el trato con Dios, que no paraba de crecer. Era el primero de su clase en el instituto y buscaba a Dios de forma cada vez más personal. Un chico de mucho talento, muy rápido y muy bueno. Sobresalía por ser muy leal a sus compañeros. A pesar de la tragedia que surcaba su vida, Karol era un entusiasta en el deporte, un joven muy sociable con el que resultaba divertido pasar el tiempo. Las muchachas de Wadowice suspiraban por él cuando se convirtió en un atractivo adolescente, pero no había nada que hacer: no se sabía por qué, pero Karol no salía con chicas.

A los 13 años apareció su primera publicación: una crónica de una página entera en el periódico de la iglesia de Cracovia.

Karol tuvo suerte con sus profesores, que eran un grupo de profesionales de una talla intelectual poco corriente en una población de poca importancia como Wadowice. Los ha recordado toda su vida, y siempre ha hablado de la importancia de los profesores en la formación de la persona. El maestro que Karol encontró más interesante fue Edward Zacher, un joven sacerdote que tenía un doctorado en astrofísica y otro en teología. Les daba clase de religión y a menudo se desviaba del tema para llevar a sus alumnos a los misterios de las galaxias y del microcosmos. Les enseñó a pensar, a aplicar a ese empeño el saber que habían adquirido en el estudio de otras asignaturas, pero siempre con el objetivo de demostrar que el conocimiento basado en la verdad nunca descarta a Dios, sino que, al contrario, enseña humildad ante el Creador.

Al profesor Forys debió Karol su amor y fascinación por la lengua polaca y los grandes autores de su nación. Karol alcanzó también un notable dominio de los clásicos latinos y griegos, gracias al profesor Damasiewicz y Królikiewicz. Cuando terminó el bachillerato, Karol leía latín y griego con una soltura que deslumbraba a sus profesores. El instituto de Wadowice fue el secreto por el que años después Karol, siendo ya arzobispo, dejaría atónito con su latín impecable al Concilio Vaticano II.

Por aquellos años Karol se aficionó también al teatro. Era el individuo más activo y más eficaz del grupo de teatro que formaron los chicos y chicas del instituto. Tenía una memoria extraordinaria y un gran talento para las representaciones. En una ocasión, en que uno de los actores tuvo que retirarse sólo dos días antes de la actuación, Karol se ofreció a hacer simultáneamente los dos papeles –eran compatibles, cambiando rápidamente el vestuario–, y no necesitó aprenderse el nuevo papel: ya se lo sabía de memoria con sólo haberlo oído en los ensayos.

Los miembros de aquel Círculo de Teatro viajaban con frecuencia, y gracias a eso Wojtyla trató con intelectuales del más diverso género, con lo que fue adquiriendo un conocimiento excelente de la cultura y las ideas universales.

Karol era uno de los mejores estudiantes y tenía también cualidades de liderazgo. Fue elegido presidente de varias organizaciones estudiantiles, y siempre querían que fuese él quien hiciera de portavoz del instituto en acontecimientos de carácter nacional.

El verano de 1938, los Wojtyla –padre e hijo– se trasladaron a Cracovia para que Karol pudiese ingresar en la universidad en otoño. Karol era terriblemente pobre. Asistía a su clases vestido con unos pantalones de tela burda y una arrugada chaqueta negra, la única que tenía. Su padre se encargaba de que los zapatos del joven estuvieran siempre en un estado aceptable. Si pudo matricularse en la Universidad de Jagellón fue gracias a las excelentes calificaciones que había sacado en el instituto.

Al apuntarse a las clases del curso académico 1938-39 en la Facultad de Filosofía, Karol se echó encima una carga extraordinariamente pesada y muy poco habitual, que ofrece pistas interesantes sobre su personalidad y sus inquietudes. No sólo se matriculó de 16 asignaturas, sino que también asistía regularmente a cursos y conferencias sobre temas muy variados, y –según contaba con asombro su profesor de literatura– se ofreció voluntariamente a preparar un difícil y extenso trabajo que le exigía un gran dominio del francés; para ello asistió durante meses a clases particulares de esa lengua en casa de un amigo.

También hizo innumerables amistades, que le llevaban a desarrollar una actividad que, teniendo en cuenta la fuerte carga que sus estudios representaban, resulta difícil imaginar cuándo comía y dormía. Participaba en una escuela de arte dramático, en un círculo intelectual y en varias asociaciones literarias y estudiantiles más. De una de ellas fue elegido presidente ya en 1939. Sus compañeros lo recuerdan como un joven tranquilo y agradable, religioso, sociable y muy activo. Una compañera suya hace notar que «cuando escuchaba en clase, Karol tenía la costumbre de mirar fijamente al profesor, con enorme concentración…, como si deseara absorberlo todo».

Karol también escribía de forma inagotable. En el plazo de un año escribió varios ciclos de poemas, un drama y varias obras más. Para escribir de forma tan prolífica, el joven Karol debía permanecer despierto gran parte de la noche en su casa, en el pequeño sótano de la calle Tyniecka, ya que las horas del día las llenaba el trabajo académico y todas esas actividades ajenas a los estudios, que también ocupaban parte de la noche. Aprendió, con su extraordinaria capacidad de concentración, a escribir aprovechando todos los momentos disponibles del día o de la noche, sentado, de pie, e incluso viajando. Juan Pablo II ha demostrado poseer una energía y una fuerza asombrosas –física, mental y espiritual– y esto ya era evidente desde aquellos primeros años de Cracovia.

Todo salta por los aires Por aquel entonces, casi nadie en Polonia imaginaba –a pesar de las señales y presagios que aparecían ya con claridad– que el mundo entero se encontraba al borde de una terrible guerra mundial. Sin embargo, el 1 de septiembre de 1939, al amanecer, fuerzas alemanas entraron por el sur de Polonia, y aviones nazis llevaron a cabo las primeras pasadas de bombardeos sobre Cracovia durante la mañana, sembrando el pánico y el caos en la ciudad.

Cinco días después, Cracovia era tomada por los alemanes. A las pocas semanas, el mando nazi impuso una obligación de trabajo público que no era otra cosa que trabajo forzoso. Todos los judíos, incluidos los niños de más de 12 años, fueron dirigidos al trabajo indicado para ellos como objetivo educacional, y su destino fueron los campos de concentración; baste decir que antes del Holocausto había en Polonia tres millones de judíos, y después quedaron escasamente diez mil. Karol tenía entre sus amigos y compañeros de colegio a bastantes judíos, y aquello fue un cataclismo terrible que ha permanecido para siempre en la memoria de quienes vivieron de cerca esos acontecimientos.

La Iglesia católica sufrió también una dura persecución por parte de los nazis. La catedral fue cerrada, y sólo se permitía celebrar Misa a dos sacerdotes los miércoles y domingos, pero sin fieles. Muchas otras iglesias de Polonia fueron cerradas, al tiempo que sacerdotes, monjes y monjas eran deportados a campos de concentración, donde murieron más de tres mil de ellos. También se desató una guerra contra la cultura.

Bajo el fantasma del desempleo y de la universidad cerrada, aquella Navidad de 1939 se presentaba muy poco optimista para los Wojtyla. Sin embargo, Karol llevaba una vida más activa que nunca. Un amigo suyo recuerda cómo la mayoría de la gente estaba sumida en el tedio y el aburrimiento, pero Karol estaba muy ocupado: leía, escribía, hacía traducciones, estudiaba, rezaba. Durante aquellos meses su producción literaria fue enorme y de una erudición y una calidad considerables. Le faltaba el tiempo. A veces sentía la horrible presión de la tristeza y el pesimismo ante tanta desgracia como veía a su alrededor, pero lograba superarlo.

Uno de los momentos más importantes de la vida de Karol fue una fría tarde de sábado en febrero de 1940. Karol asistía a unos círculos de formación espiritual para jóvenes organizados por los salesianos en la parroquia de Debniki, cerca de su casa, y allí conoció a un hombre llamado Jan Tyranowski. Inmediatamente surgió entre ellos una intensa relación personal, de maestro y discípulo.

Tyranowski abrió a Karol unos nuevos horizontes espirituales y humanos. Aquel hombre, que no era sacerdote sino un sastre de unos cuarenta años, trabajaba las almas de aquellos chicos con una gracia muy particular. Su palabra, en conversaciones personales o en aquellos círculos, iba penetrando hondamente en cada uno de ellos, «liberando en nosotros –son palabras de Karol, años después– la profundidad oculta de una enormidad de recursos y posibilidades que hasta entonces, trémulamente, habíamos evitado».

Karol charlaba cada semana con Jan Tyranowski, normalmente en el modesto y abarrotado piso del sastre, además de verse en los encuentros en grupo. En aquellas conversaciones, Karol iba comentando el resultado de sus esfuerzos personales por mejorar en los puntos que se trataban en las reuniones. Tyranowski sabía cuál era la importancia de esa disciplina ascética para la formación de una persona. A medida que la amistad entre ambos fue creciendo, paseaban con frecuencia, se visitaban en sus respectivos domicilios, y pasaban largos ratos leyendo y conversando.

Karol tuvo que buscarse un empleo para su propio sustento y el de su padre en la Cracovia en guerra. En agosto de 1940, un restaurante del centro le contrató para hacer repartos. Un mes después, Karol pasó a trabajar en una fábrica de la Solvay tenía cerca de las canteras de Zakrzówek. Allí se arrancaban grandes bloques de piedras calizas por medio de cargas explosivas, y se trasladaban por ferrocarril de vía estrecha hasta una planta situada en el distrito industrial de Borek Falecki.

Sus primeros trabajos consistieron en tender raíles y hacer de guardafrenos. Recibía unas raciones suplementarias de alimento que los alemanes suministraban a los obreros que hacían trabajos más duros. Tardaba alrededor de una hora en ir andando de su casa a la cantera, principalmente campo a través, para trabajar en el turno de las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde. El invierno resultó de una dureza extraordinaria aquel año, con grandes nevadas y temperaturas de bastantes grados bajo cero. Perdía peso rápidamente y sentía frío en los huesos y agotamiento de manera casi constante. Una vez al día y en grupos, los alemanes permitían que los obreros pasaran quince minutos dentro de una barraca en la que había una estufa de hierro, donde engullían el pobre almuerzo que traían de sus casas. Karol –recuerdan sus compañeros– vestía una chaqueta con los bolsillos abultados, unos pantalones remendados y cubiertos de polvo de piedra caliza y rígidos a causa de las salpicaduras de petróleo, unos grandes zuecos de madera y un sombrero deshilachado.

El culmen de la tragedia Karol Wojtyla padre enfermó gravemente poco después de Navidad y tuvo que guardar cama. Ya no podía cuidar de la casa y Karol se ocupaba de todo. Mes y medio después, el 18 de febrero de 1941, un día especialmente frío, lo encontró muerto al llegar a casa. Había fallecido de un ataque al corazón. Tenía 62 años.

Karol aún no había cumplido 21 años. Pasó la noche rezando de rodillas ante el cadáver de su padre. A la mañana siguiente se mudó al piso de una familia amiga, los Kydrynski, donde pasaría los seis meses siguientes, porque se sentía incapaz de afrontar la terrible soledad de su casa en la calle Tyniecka.

La muerte de su padre, junto con el hecho de no haber podido estar con él cuando falleció, fue el golpe más fuerte y dramático que sufrió en su vida. A partir de entonces, iba al cementerio todos los días al salir de trabajar de la cantera, cruzando Cracovia de parte a parte, para rezar ante la tumba de su padre. Sus amigos estaban preocupados, viendo su sufrimiento, pensado que quizá no superara aquel golpe. Un amigo suyo, que asistía con él a aquellos círculos, asegura que «fue la influencia de Jan Tyranowski la que le ayudó a recuperar el equilibrio»; también dice que «de no haber sido por Tyranowski, Karol no sería sacerdote, y yo tampoco; no quiero decir que nos empujara: sencillamente, nos abrió un camino nuevo.» La vocación Sin embargo, la decisión del sacerdocio aún tardaría año y medio en madurar en el corazón y la mente de Karol. Años después, recordaría «con orgullo y gratitud el hecho de que me fue concedido ser trabajador manual durante cuatro años; durante ese tiempo surgieron en mí luces referentes a los problemas más importantes de mi vida, y el camino de mi vocación quedó decidido…, como un hecho interior de claridad indiscutible y absoluta.» El 23 de mayo la Gestapo hizo una incursión en la parroquia de los salesianos de Debniki, y detuvo y deportó a trece sacerdotes que luego morirían en los campos de concentración. Jan Tyranowski se encontraba en la iglesia aquel día, pero los agentes no entraron en el lugar donde estaba.

Poco después, Karol fue trasladado a un nuevo trabajo en la cantera, que consistía en colocar los explosivos y las mechas en la roca. Ahora pasaba más tiempo dentro del barracón, donde hacía menos frío…, y Karol tenía la oportunidad de leer de vez en cuando.

El verano de 1941 fue trasladado de nuevo, esta vez a la fábrica principal. Su tarea durante tres años fue acarrear a mano cubos de madera llenos de jalbegue de los hornos hasta la lavandería. El trabajo era más fácil, y bajo techo, pero empleaba casi dos horas en ir al nuevo lugar de trabajo y otras tantas al volver. Karol prefería el turno de noche (a veces se quedaba para hacer un turno doble y ahorrarse con ello los largos viajes de ida y vuelta), porque era más tranquilo y podía dedicar más tiempo a leer.

La oración constante fue lo que permitió a Karol salir adelante, tanto en su vida espiritual como emocional, en medio de su dura vida de trabajo. Rezaba cada día en la iglesia de Debniki antes de ir al trabajo, rezaba en la fábrica, rezaba en una antigua iglesia de madera cerca de la fábrica, y cuando se dirigía cada día al cementerio, después de trabajar, rezaba ante la tumba de su padre, y después rezaba en su casa. La mayoría de sus compañeros de trabajo, que conocían cómo era su vida en medio de aquella persecución religiosa, le miraban con respeto, admiración y afecto. Stefania Koscielniakowa, que trabajaba en la cocina de la planta, recuerda que su supervisor señaló en una ocasión a Karol y le dijo: «este chico reza a Dios, es un chico culto, tiene mucho talento, escribe poesía…; no tiene madre, ni padre…; es muy pobre…, dale una rebanada de pan más grande porque lo que le damos aquí es lo único que come».

Mientras tanto, Karol seguía encontrando tiempo y energías para seguir con el teatro clandestino, asistir a reuniones con intelectuales de Cracovia, charlar cada semana con Tyranowski, leer y escribir abundantemente, aprender idiomas y seguir estudiando filosofía por su cuenta.

Una tarde de septiembre de 1942, después de ensayar una obra de teatro de Norwid, Karol se volvió hacia Kotlarczyk y le pidió que no le asignara más papeles en las futuras representaciones del grupo. Acto seguido le explicó que pensaba ingresar en un seminario clandestino porque quería ser sacerdote. Kotlarczyk –que era el alma del grupo teatral, y que ahora compartía con Karol el piso de la calle Tyniecka– pasó varias horas intentando disuadirle de su propósito. Invocó la santidad del arte como gran misión, recordó a Karol la advertencia del evangelio contra el desperdicio del talento y le suplicó que aplazara su decisión.

Sin embargo, Karol se mantuvo firme y al mes siguiente comenzó sus estudios en el seminario. Las clases eran individuales y se daban en lugares secretos. La mayoría de los alumnos no supieron de la existencia de los demás seminaristas hasta que acabó la guerra. La vida externa de Karol apenas cambió a causa de su condición de seminarista: continuó trabajando en la Solvay y cumplió sus compromisos con el Teatro Rapsódico durante seis meses. La diferencia era que, ahora, a sus anteriores obligaciones se unía la de estudiar en el seminario secreto, lo cual suponía además un gran riesgo. Ser detenido como seminarista secreto significaba la muerte en un campo de concentración, como de hecho sucedió a no pocos polacos en esa situación.

Karol se levantaba al amanecer para ir a misa a las seis y media; luego se iba corriendo a la fábrica Solvay, donde pasaba el día; visitaba la tumba de su padre en el cementerio y volvía corriendo a casa para hacer los deberes del seminario. A veces llegaba a esa misa de seis y media después de salir del turno de noche. Siendo seminarista también estudió alemán de forma sistemática, porque quería leer en su lengua original a una serie de filósofos germanos que le interesaban especialmente. Luego utilizó un diccionario alemán-español para aprender español y poder leer las obras de San Juan de la Cruz en su lengua natal.

El 29 de febrero de 1944, cuando el optimismo invadía Polonia porque la guerra parecía terminar, Karol sufrió un grave accidente cuando volvía de trabajar. Un pesado camión del ejército alemán cargado con unos tablones que sobresalían bastante hacia los lados le golpeó al pasar. Quedó tendido en el suelo con una fuerte conmoción cerebral. Una señora que pasaba por allí le lavó un poco con agua de una zanja, pararon a otro camión y fue trasladado a un hospital. Estuvo nueve horas inconsciente, quince días en el hospital y varias semanas más de convalecencia.

El 1 de agosto estalló un gran levantamiento en Varsovia. El día 6, llamado Domingo Negro, el mando alemán, temeroso de una sublevación en Cracovia, hizo una gigantesca redada en toda la ciudad. Cuando irrumpieron en la casa de Karol, éste permaneció en su cuarto, arrodillado y rezando en silencio, e inexplicablemente los soldados no entraron en esas habitaciones.

Sacerdote Aun tardarían casi seis meses los nazis en abandonar Cracovia. Con el final de la contienda, el seminario dejó de ser secreto. Karol culminó con gran brillantez sus estudios, y el 1 de noviembre de 1946 fue ordenado sacerdote. Al día siguiente celebró tres misas por el alma de su madre, su padre y su hermano, a las que asistieron todos los miembros del Teatro Rapsódico. Su siguiente misa fue en la parroquia de Debniki, en la que Jan Tyranowski estaba radiante de felicidad.

Con 26 años marchó a Roma para ampliar estudios. El colegio en que se alojaba tenía muy malas condiciones: apenas había servicios higiénicos, la comida era pésima, hacía un frío terrible en invierno y un calor espantoso en verano. Allí mejoró su francés, al tiempo que aprendía inglés e italiano. Karol se mostraba ávido de aprender idiomas: en las comidas se sentaba junto a los norteamericanos, u otros estudiantes, y les escuchaba con gran atención. Ya hablaba alemán y había aprendido español por su cuenta en Cracovia. También impresionaba a todos sus compañeros de estudios por su vigor y su destreza en el deporte.

No le gustaba el aislamiento. Procuraba reunirse con personas con ideas y puntos de vista diferentes, y se esforzaba en aprender de ellos. Karol siempre fue un oyente magnífico y un maestro de silencios. Tenía el don de captar de inmediato la confianza de sus interlocutores.

El 3 de julio de 1947 Karol recibió las máximas calificaciones de sus cuatro examinadores de licenciatura, en una prueba realizada íntegramente en latín. El 19 de junio de 1948 concluyó el doctorado, también con las mayores notas posibles, aunque no pudo recibir entonces el título de doctor por carecer de recursos necesarios para imprimir su tesis. Fue un año y medio recorrido a uña de caballo, con apretadísimos días de estudio y oración.

De vuelta a Polonia, su primer destino como sacerdote fue en Niegowici, un primitivo pueblecito en el que no había agua corriente, alcantarillado ni electricidad. La región había sido azotada recientemente por una inundación que causó graves daños en todas las construcciones. Allí se entregó por entero a la atención pastoral de esas pobres gentes, a la enseñanza de religión de varias escuelas de la región, a cuidar de los enfermos y visitar a todos. Organizó actividades para la gente joven. Ganó rápidamente amigos y admiradores. Viajaba en carro o a pie –bajo la lluvia o con un frío terrible, por el barro o por la nieve–, de pueblo en pueblo, siempre accesible y de buen humor. Mientras viajaba en carro por la carretera llena de baches, solía leer un libro. Cuando iba a pie, rezaba. Cuando a una viuda anciana le robaron la ropa de cama, Karol le dio la suya y él durmió durante meses sobre el somier, sin colchón ni sábanas ni nada. En sus largas caminatas, la nieve se le pegaba a la sotana, luego se derretía en el interior de las casas que iba visitando y volvía a helarse al salir, formando una pesada campana alrededor de las piernas, una campana que cada vez se vuelve más pesada e impide dar grandes zancadas; al llegar la noche, apenas podía arrastrar las piernas, pero seguía, porque sabía que la gente le esperaba, que eran personas que pasaban el año esperando ese encuentro.

Además, aquel invierno se presentó a los exámenes para obtener el doctorado en la Facultad de Teología de la Universidad de Jagellón, y obtuvo las máximas calificaciones. También publicó varios artículos.

El 17 de marzo de 1949, tras siete meses de servicio en Niegowici, Karol fue destinado como coadjutor de la iglesia de San Florián, en Cracovia. Allí desarrolló enseguida una intensísima labor pastoral. También seguía en estrecha comunicación con intelectuales, artistas y estudiantes. En aquella ciudad donde la cultura era un culto, el sacerdote de 29 años, de brillante educación, encantador y perspicuo no tardó en convertirse en una celebridad. Lleno de energía, cumplía sus obligaciones en la parroquia y además mantenía una tupida red de amigos y conocidos entre universitarios e intelectuales de la ciudad.

En noviembre de 1951, su obispo le ordenó que dejara sus obligaciones parroquiales con el fin de obtener otro doctorado.

Una figura excepcional No se trata aquí de recoger toda su biografía. Casi cincuenta años después, es un Papa que, a pesar de su ancianidad, sus enfermedades, su cojera por la prótesis de cadera, a pesar de todo, sigue siendo aquel sin miedo que no dudaba en enfrentarse con los más vociferantes de sus enemigos, desde la paz tanto como desde la firmeza.

El coraje de Juan Pablo II se pone de manifiesto cada día, tanto en sus viajes como en su determinación a no ceder a las pretensiones de aquellos que quieren desvirtuar la naturaleza de la Iglesia para que se someta a los dictados de unos u otros. Y quizá es esto lo que más molesta a sus críticos, a esos que a veces amenazan con aguar el recibimiento preparado por los buenos católicos de cada país. Porque nada les debe resultar más fastidioso que ver el cariño que la multitud brinda a este Pontífice. A pesar de que él no procura ganárselo poniendo el dogma o la moral en rebajas, la gente le admira y aplaude al ver en él a un hombre sincero, valiente, capaz de gastar sus últimas energías al servicio de la mejor de las causas.

Alfonso Aguiló

Nikolaus Gross: El padre de familia

El alemán Nikolaus Gross, padre de siete hijos y ejecutado en 1945 por los nazis, será beatificado próximamente.

Nacido en 1898, en Niederwenigern, cerca de Essen, conoció primero el trabajo de la mina. A los 19 años, se inscribió en el sindicato cristiano de su rama laboral. A los 20, en el partido cristiano del Zentrum. A los 22, era secretario de los jóvenes mineros. Empezó a colaborar en el diario del Movimiento Católico de los Trabajadores (KAB) el Westdeutschen Arbeiterzeitung. Dos años después, era director.

Desde la sede de Colonia se prodigó en mantener informados a los lectores contra la nefasta influencia de la propaganda nazi. “Nosotros trabajadores católicos rechazamos con fuerza y con claridad el Nacionalsocialismo, no sólo por motivos políticos o económicos, sino decididamente también por nuestra postura religiosa y cultural”, decía. Colaboró con las mayores inteligencias católicas contrarias al régimen, como el jesuita padre Alfred Delp y el laico Emil Letterhaus, que siguieron su mismo destino.

Con la llegada del régimen, empezaron las dificultades. El diario fue declarado “enemigo del Estado”. En 1938, fue cerrado y prosiguió gracias a ediciones clandestinas ciclostiladas.

Fue un hombre que sin vergüenza ni miedo anunció a Cristo, mientras en Alemania el nacionalsocialismo perseguía a la comunidad cristiana. Como marido y padre honró el sacramento del matrimonio y de la familia; como obrero, sindicalista y periodista, se comprometió por la justicia, la verdad, la solidaridad y la paz, arriesgando la vida cada día.

Dos días antes de su ejecución, acaecida el 23 de enero de 1945, desde la cárcel de Berlín-Plötzensee envió una carta de despedida a su mujer, a sus hijos y a sus seres queridos, en la que revela una lúcida conciencia y una extraordinaria serenidad ante la muerte.

Cuando hubo que asumir una responsabilidad pública ante la barbarie nazi, no se echó atrás y pagó con la vida. Como conspirador no violento, deseaba una sublevación de las conciencias contra Hitler y proyectaba una Alemania mejor. Un sueño roto por la dura realidad que, a la larga, venció sobre el proyecto de muerte de sus verdugos.

J.H. Newman: de pastor anglicano a cardenal de la Iglesia católica

Nacido en el seno de una familia anglicana de banqueros, en Londres, el 21 de febrero de 1801, John Henry Newman experimentó a los 15 años una «primera conversión», como él la llamaba. Concentró desde aquel momento sus pensamientos sobre su alma y su Creador. En 1825, después de haber concluido sus estudios en Oxford, fue ordenado sacerdote anglicano. Tres años después era nombrado vicario de la Iglesia de Santa María, anexa a la Universidad de Oxford.

En ese cargo, que mantuvo hasta 1843, cultivó amistad con personas cultas e iluminadas de la Inglaterra de aquella época. Formó parte del «Movimiento de Oxford» cuyo objetivo consistía en restituir a la Iglesia anglicana el derecho a considerarse como parte de la Iglesia universal, al igual que la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, sin «romanizarla», pero remontándola a la tradición de los padres de la Iglesia y de los grandes teólogos.

Newman trató de hacer una interpretación católica de los 39 artículos de la iglesia anglicana con su famoso «Tract 90» (los «Tracts» eran breves tratados o artículos con los que los adherentes al Movimiento de Oxford manifestaban su pensamiento). Ahora bien, tanto la Universidad de Oxford como los obispos anglicanos rechazaron sus convicciones. De este modo, en 1842, se retiró a estudiar y a meditar en Littlemore. Después de años de profunda reflexión, acompañada por la oración, el 9 de octubre de 1945 abrazó el catolicismo.

Tras un viaje a Roma, en 1847 fue ordenado sacerdote. Uno de sus principales objetivos, entonces, fue demostrar a los ingleses que se puede ser buen católico y ciudadano leal. No sólo tuvo que sufrir las críticas de los anglicanos, sino también las de algunos católicos que consideraban poco sincera su conversión. El Papa León XIII, reconociendo sus méritos, le creó cardenal en 1879. Murió en Birmingham el 11 de agosto de 1890.

El 22 de enero de 1991, Juan Pablo II dio un importante impulso a su causa de beatificación al reconocer sus virtudes heroicas.

Newman se interesó en sus obras por el saber teológico y humanista: filosofía, patrística, dogmática, moral, exégesis, pedagogía e historia. Para transmitir de manera eficaz su pensamiento utilizó varios géneros literarios: el discurso, el tratado, la novela, la poesía, y la autobiografía.

Carta papal sobre el gran converso del anglicanismo del siglo XIX Juan Pablo II recuerda a John Henry Newman CIUDAD DEL VATICANO, 27 feb 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II ha querido recordar el segundo centenario del nacimiento del cardenal John Henry Newman, uno de los católicos ingleses más influyentes del siglo XIX, convertido del anglicanismo, y lo propone como modelo a los cristianos de inicios de milenio.

Según el Papa, Newman es un clásico en el sentido más propio de la palabra: «Nació en una fecha específica, el 21 de febrero de 1801, en un lugar específico, Londres, y en una familia específica. Pero la misión particular que se le confió pertenece a todo tiempo y lugar».

El hoy venerable Newman vio la luz en el seno de una familia de banqueros. Desde muy joven sintió una pasión por Dios y las cosas del espíritu que le llevaron a ordenarse sacerdote en 1825 el seno de la comunidad eclesial en la que había sido bautizado, la Iglesia anglicana.

Desempeñó su labor como pastor anglicano durante catorce años como vicario de la Iglesia de Santa María, anexa a la Universidad de Oxford, punto de encuentro de intelectuales ingleses de la época. De este modo adhirió al «Movimiento de Oxford» con el objetivo de restituir a la Iglesia anglicana el derecho a considerarse como parte de la Iglesia universal, al igual que la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas.

Al tratar de hacer su propia interpretación de los 39 artículos de la iglesia anglicana con su famoso «Tract 90» comenzó a descubrir la verdad en la Iglesia católica, ganándose las críticas de la comunidad universitaria de Oxford como por la misma Iglesia de Inglaterra. Tras retirarse en el silencio de la oración y el estudio durante tres años, en 1945 abrazó catolicismo, en cuyo seno fue ordenado sacerdote.

Su talla intelectual y su pasado anglicano hicieron de él un puente para la comprensión del diálogo con la Iglesia y la sociedad de Inglaterra, ofreciendo todavía hoy a través de sus numerosos escritos interesantes sugerencias. El Papa León XIII, en reconocimiento de sus méritos, le creó cardenal en 1879. Falleció en la misma ciudad de Birmingham el 11 de agosto de 1890.

En su carta, publicada hoy por la Sala de Prensa de la Santa Sede, el Papa se refiere a la época «tormentosa» en que tuvo que vivir Newman, «cuando las antiguas certidumbres se tambaleaban y los creyentes se enfrentaban con la amenaza del racionalismo de una parte y del fideísmo de otra. El racionalismo rechazaba la autoridad y la trascendencia, mientras el fideísmo resolvía los desafíos de la historia y las tareas de este mundo con una dependencia mal entendida de la autoridad y del gobierno».

«En un mundo así, Newman estableció una síntesis memorable entre fe y razón», uno de los argumentos que más han apasionado a Karol Wojtyla desde su juventud y al que ha dedicado su última encíclica.

En particular, el Papa explica que, en su búsqueda personal, el futuro cardenal tendría que afrontar el dolor y las tribulaciones, «que en lugar de menoscabarle o aniquilarle, reforzaron paradójicamente su fe en el Dios que le había llamado, y le confirmaron en la convicción de que Dios “no hace nada en vano”».

De hecho, Newman tuvo que soportar tanto las críticas de católicos que decían que no se había convertido realmente a la Iglesia católica como la de anglicanos que obviamente no compartían su decisión.

El obispo de Roma concluye ofreciendo la gran lección de este inglés del siglo pasado: «Al final, lo que resplandece en Newman es el misterio de la Cruz del Señor, que fue el corazón de su misión, la verdad absoluta que él contempló, la “cariñosa luz” que le guió en su vida».

El proceso de beatificación del cardenal Newman se encuentra en fase avanzada. El 22 de enero de 1991 Juan Pablo II reconoció sus virtudes heroicas. Esta carta es vista por algunos de los expertos como un nuevo empujón del Santo Padre para atraer la atención de los católicos por una figura que en algunos aspectos es indudablemente profética.

Puede consultarse más información sobre el cardenal Newman en http://www.newmanreader.org Tomado de http://www.zenit.org

Paul Claudel: Bajo la mano de Dios

“El hombre se forma interiormente con el ejercicio y se forja respecto a lo exterior mediante choques” (Art poétique). Estas palabras de Paul Claudel definen admirablemente lo que fue la esencia de la vida de este gran poeta y dramaturgo francés. En ellas está fijada su trayectoria vital en toda su síntesis y profundidad. Son palabras de uno de los grandes poetas de este siglo, son pues pórtico y también desarrollo de algo intensamente vivido.

Claudel luchó durante su existencia en la búsqueda de su verdadera vida, pero también fue la misma vida la que le golpeó encaminándole por sendas y cimas que jamás hubiera alcanzado por su propio pie.

Nació en 1868. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas, después empezó la carrera diplomática, representando a su país brillantemente por todo el mundo.

Hijo de un funcionario y de una campesina, fue el más pequeño de una familia compuesta por dos hermanas más. El ambiente en que se desarrolla su vida le marcará con fuerza en su infancia y adolescencia. Siempre recordará sus primeros años con cierta amargura: un ambiente familiar muy frío le lleva a replegarse sobre sí mismo y, como consecuencia, a iniciarse en la creación poética. Paul Claudel se hace en la soledad; ésta le marcará para toda su vida.

También incidirá con fuerza en su espíritu el ambiente de Francia en su época: profundamente impregnado por la exaltación del materialismo y por la fe en la ciencia. Las lecturas de Renan, Zola… y especialmente su paso por el liceo Louis-le-Grand y la visión de la muerte de su abuelo, crean en él un estado de angustia en el que la única certeza es la de la nada en el más allá. Allí se hunde en el pesimismo y la rebeldía.

En medio de ese aire enrarecido y de esa ausencia de horizontes, el joven Claudel se ahoga, y su inquietud hace que no se resigne a morir interiormente. Busca aire desesperadamente: le llegan bocanadas en la música de Beethoven, y de Wagner, en la poesía de Esquilo, Shakespeare, Baudelaire; y, de repente, la luz de Arthur Rimbaud: “Siempre recordaré esa mañana de junio de 1886 en que compré el cuaderno de La Vogue que contenía el principio de Las iluminaciones. Fue realmente una iluminación para mí. Finalmente salía de ese mundo horrible de Taine, de Renan y de los demás Moloch del siglo XIX, de esa cárcel, de esa espantosa mecánica totalmente gobernada por leyes perfectamente inflexibles y, para colmo de horrores, conocibles y enseñables. (Los autómatas me han producido siempre una especie de horror histérico). ¡Se me revelaba lo sobrenatural!” (J. Rivière et P. Claudel: Correspondance (1907-1914). 142).

Fue el encuentro con un espíritu hermano del suyo, pero que le abría inmensas perspectivas a su vida más profunda y personal que hasta ese momento desconocía. Pero su habitual estado de ahogo y desesperación continuó siendo el mismo.

Y ese mismo año, el acontecimiento clave en su vida: es la Navidad de 1886. Él mismo narrará, veintisiete años después, lo sucedido: “Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.

Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos Tos libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: “¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!”. Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.

¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban y yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es que había salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única comparación que soy capaz de encontrar, para expresar ese estado de desorden completo en que me encontraba, es la de un hombre al que de un tirón le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible! Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar, una tras otra, las armas que de nada me servían. Esta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: “El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres. ¡Dura noche!”. Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a la verdad, me retraían de todo.

Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había pasado yo mi “temporada”. Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?” (“Mi conversion”. 10-13.).

Una carta de 1904 a Gabriel Frizeau demuestra que el recuerdo de ese instante de Navidad estaba ya fijado entonces: “Asistía a vísperas en Notre-Dame, y escuchando el Magnificat tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos”.

“Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres… manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí una mano firme.

No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. (…) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Claudel visto por sí mismo, de Paul-André Lesort.

José Antonio Tremiño: La fe me ha hecho sacar fuerza de mi cautiverio

Empresario secuestrado. La fe le ayudó a sobrevivir al cautiverio José Antonio Tremiño, el empresario vallisoletano liberado en Georgia, ha declarado vía telefónica a “El Norte de Castilla” que no está agotado, está agotadísimo, aunque su voz suene potente y enérgica. Apenas ha podido dormir dos horas tras una maratoniana declaración ante las autoridades georgianas -realizada en el hotel en el que se aloja- a las que ha tenido que resumir en ocho horas todo un año de cautiverio. «Ha sido muy lento porque escribían a mano. Hacía mucho calor y estoy cansado porque tengo el horario cambiado. Pero la sesión ha terminado, y bastante bien». Así resume José Antonio Tremiño el trámite judicial y administrativo que ha tenido que resolver antes de regresar a España.

Lo positivo de lo malo Dice que sacar lo bueno de la pesadilla es la mejor forma de pasar por una situación que califica de horrorosa. «Nos han tratado peor que a animales. Estábamos en sitios mugrientos, no sabíamos donde estábamos porque nos cambiaron de lugar 17 veces y nos tenían enmascarados. Ya se sabrá con más detenimiento cómo ha sido, porque no queremos hablar de ello hasta que lleguemos a España», explica Tremiño. «Estoy muy agradecido a toda la gente de Valladolid que me ha ayudado y a la prensa local que ha sido especialmente exquisita», dice al referirse al apoyo que ha recibido en los 373 días de silencio obligatorio, y que le han trasmitido sus familiares.

Uno de los momentos más emotivos para el empresario fue poder hablar con su hijo, que cumplió los 13 años mientras su padre estaba retenido. «Creo que él quiso quitarme preocupaciones, se mostró muy adulto y tranquilo, aunque sé que lo ha pasado muy mal». Intenta hacer una lectura positiva de todo lo que le ha ocurrido, es como si el destino le hubiera jugado una mala pasada y puesto a prueba para medir sus fuerzas.

Lo que de verdad importa «Me he dado cuenta de que hay cosas muchísimo más importantes que el dinero, que la vida es maravillosa y a veces nos agobiamos por cosas que no tienen ninguna importancia. Con situaciones como las que he vivido, he aprendido lo que verdaderamente es importante».

Y para sobrevivir a tantas calamidades inenarrables, pero que se pueden resumir en vejaciones, malos tratos, amenazas de muerte, amén de estar a pan y agua, Tremiño echó mano de su fe para superarlo. «Yo soy una persona cristiana, aunque no he sido un gran cumplidor, pero en una de las llamadas a mi mujer me dijo: “reza José Antonio, reza mucho para que volvamos a estar juntos”. Y la verdad es que, a partir de es momento, me tranquilicé mucho, he rezado mucho y eso me ha ayudado». Aunque las fiestas navideñas le han traído por adelantado el mejor regalo que pudiera desear, la liberación, espera que los Reyes Magos traigan tranquilidad a toda su familia, a todos sus seres queridos y a todos los que le han apoyado. «Me gustaría borrarles todo el sufrimiento que han tenido las personas que se han preocupado por mí».

La voz potente que emana del otro lado del teléfono parece ser reflejo de su fortaleza y de su estado de ánimo. Hasta el punto de que considera que no va a necesitar la ayuda psicológica propia en estos casos. «En absoluto, me encuentro perfectamente. Es más, creo que en muchos aspectos me encuentro bastante mejor que antes, me ha ayudado a fortalecerme. Creo que he ganado en el aspecto personal». «Lo primero que haré será tranquilizar a todas las personas que se han preocupado por mí, a mi familia y a la gente que ha sufrido durante el secuestro. Tengo que salir adelante, empezar a trabajar otra vez. Así es la vida. Estoy animado y me encuentro bien en todos los aspectos, pero quiero volver a la normalidad cuanto antes».

Peter Berglar: Una pregunta que cambió una vida

Peter Berglar Scripta Theologica, XII.1981 El encuentro inadvertido En 1962 un primo mío me regaló Camino. «Son reglas de vida –me dijo– de un sacerdote español, que también ha fundado no sé qué institución. Algunas cosas me han gustado bastante; a lo mejor te interesa». Después de hojearlo brevemente, constaté: «Ah, aforismos, más o menos como el “Oráculo manual” de Baltasar Gracián o las “Reflexiones y máximas” de Goethe»; lo ordené en mi biblioteca en la sección «Libros diversos» y me olvidé completamente de él. Sin duda, este hecho no merece el nombre de «encuentro» con el autor de Camino; todo lo más, con su nombre, que hasta entonces no había oído nunca.

Hacia finales del semestre universitario del invierno 1973/74, acudió a mi despacho en la Universidad un estudiante que quería consultarme sobre diversos puntos referentes a mis clases. Al terminar –yo ya me había puesto en pie–, me espetó la siguiente pregunta: «Cree usted, señor profesor, que Dios es el Señor de la historia?». Me volví a sentar, un tanto desconcertado, pues en la Universidad casi nunca se tratan tales temas; los estudiantes no los plantean nunca; están considerados como poco científicos. «Ya que me pregunta tan directamente –contesté tras una pequeña pausa– si, lo creo». Silencio. El diálogo se había interrumpido. Por fin añadí, en tono algo académico: «Pero éste es un tema amplio y complicado, que no se puede tratar en diez minutos, en el despacho». Con todo, seguimos conversando un rato sobre el tema –ya no recuerdo exactamente qué dijimos– y por la noche hablé con mi mujer de la «pregunta poco convencional» de un estudiante en el tercer semestre de historia. No me figuraba entonces que había tenido un primer contacto con el Opus Dei, al que (según me enteré más tarde) pertenecía el estudiante en cuestión; también un primerísimo contacto con su Fundador…

Pasaron meses hasta que volví a encontrar al estudiante. Me pidió que continuáramos la conversación «de entonces» y dijo que quería venir con un amigo, también estudiante, de historia del arte, que tenía un «interés candente» por el tema. Este coloquio entre tres tuvo lugar el 8 de junio de 1974 en mi casa. Disfruté de lo lindo –digámoslo así desarrollando ante ambos mis elucubraciones y opiniones sobre el problema de la Providencia divina y de la libertad humana en la historia, sobre el misterioso entrelazamiento entre la historia y la salvación. Estoy seguro de que hablé demasiado. Pero tenía frente a mí a dos oyentes atentos, pacientes, de mirada franca y con buen humor. Esto se me quedó grabado por contraste –contraste notable– con una buena parte de la gente joven con la que tenía que tratar a diario. Como mi locuacidad y ardor apenas dieron lugar a que mis visitantes tomaran la palabra, tuvieron pocas posibilidades de hacer objeciones o de poner reparos. Pero no parecía importarles. Si es que se habló del Opus Dei y de Monseñor Escrivá de Balaguer, fue sólo muy al margen. «Gente simpática –dije a mi mujer cuando se habían ido–, irradian un algo alegre. Nos hemos reído juntos». Después comprendí que había aprendido una gran lección sobre el fundamento de cualquier apostolado. Sin una alegría sincera que refleja el convencimiento de la redención, contagiosa porque expresa dedicación cordial a los demás, nadie puede atraer a otros a Jesucristo.

Durante las vacaciones que pasé en nuestra pequeña casa de campo me llegó la invitación a dar una conferencia en un Simposio del Centro Romano di Incontri Sacerdotal (CRIS) que tendría lugar en Roma del 11 al 13 de octubre. El aliciente del lugar hizo que no dudara mucho tiempo, y acepté. A1 mismo tiempo, del 17 de septiembre al 28 de octubre de 1974, se celebraba en Roma el Tercer Sínodo de Obispos bajo el tema «La Evangelización en el mundo contemporáneo». En este tema se centraba también el Simposio del CRIS: «Esaltazione dell’uomo e saggezza cristiana». Yo sería –así acordamos– el primer ponente con la conferencia «Historia universal y reino de Dios»; seguiría, al día siguiente por la tarde, la relación del filósofo español Antonio Millán Puelles (Madrid) sobre «El problema ontológico del hombre como criatura» y el tercer día, como culminación, tendría lugar la conferencia del Cardenal de Cracovia, Karol Wojtyla: «L’evangelizzazione e 1’uomo interiore».

Entre tanto, yo ya me había enterado de que el CRIS estaba dirigido intelectual, espiritual y personalmente por sacerdotes pertenecientes al Opus Dei; que la sede central de la Obra estaba en Roma y que su Presidente General era aquel Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer de quien había oído decir que enseñaba, sobre todo a los cristianos corrientes, a los laicos, a seguir consecuentemente a Cristo, y cuyo libro Camino seguía sin haber leído. Cuando comenté con mis amigos y conocidos mi inminente viaje, pude comprobar que la mayoría no sabían nada o casi nada del Opus Dei y de su Fundador, pero que algunos tenían «prevenciones» en contra. Su tono vago e impertinente me sorprendió, pero despertó también sospechas respecto al conocimiento de causa, y en parte incluso respecto a la honestidad de los que me informaban. Sin embargo, a fin de cuentas, este veneno surtió su efecto. Con cierta reserva interior y con el propósito de «tener cuidado» salimos mi mujer y yo el 7 de octubre con destino a la Ciudad Eterna. En la escala del «encuentro» con Josemaría Escrivá había alcanzado, sin saberlo, un tercer peldaño: tras el encuentro, primero, con el nombre, doce años atrás, y, luego, con dos simpáticos « representantes» (así les denominaba yo), ahora el encuentro con la calumnia. No se debe querer evadir esta experiencia angustiosa –y tampoco suele ser posible hacerlo–, pues es parte integrante en cualquier proceso de esclarecimiento interior.

Encuentro sin encuentro Los nubarrones con los que, por la mañana, había dejado Colonia, se habían disuelto ya por la tarde sin dejar huella alguna: un claro cielo romano sobre mi y en mi. Y la continuación tranquila del encuentro velado, inadvertido con Josemaría Escrivá –en sus hijos. Durante esa semana conocí a bastantes de ellos: alemanes y austríacos, italianos y españoles, sacerdotes y laicos, todos ellos conocían personalmente al Fundador, algunos llevaban mucho tiempo muy cerca de él, pero no reflexioné ni un momento sobre ello, no me llamó para nada la atención y casi no se mencionó en nuestras conversaciones. Hoy me resulta muy extraño: en contra de mi modo de ser no horadé a nadie con preguntas sobre el Opus Dei o sobre su Presidente General, no hice ningún esfuerzo por encontrarme con él y la noticia de que, agotado por un largo viaje de catequesis por América del Sur, se había retirado durante algunos días y no recibía visitas, me dejó impasible. Pero por otra parte: nadie me «importunó» con el tema del Opus Dei, nadie intentó encauzar artificiosamente la conversación hacia ese tema ni trató de darme explicaciones o informaciones que yo no había pedido, nadie indagó sobre mi vida interior, sobre mi vinculación eclesiástica o sobre mi recepción de los sacramentos. Hasta mucho tiempo después no me di cuenta de que se me había hecho un regalo de valor inmenso: el «apostolado de amistad» a la perfección. Mucho antes de que empezara a tener conocimientos exactos sobre la Obra, de que hubiera leído un libro del Fundador, mucho antes de que él mismo se acercara a mi entendimiento y a mi alma, ya me habían conducido manos amigas, prudente y suavemente, casi sin que yo me diera cuenta, al camino que él había trazado. Y mucho antes de «entender» este camino –y es tan fácil, y tan difícil, entenderlo como andarlo– ya lo amaba, porque lo había visto como un camino de «laetitia in cruce», de trabajo en el mundo por amor a Dios y a los hombres, de entrega sin patetismo, de encontrarse a si mismo liberándose de la tiranía del yo que nos impone el yugo del miedo y del orgullo desmesurado y del hastío profundo. Y lo vi así porque aquéllos a quienes había conocido lo vivían con toda serenidad y naturalidad, con veracidad y con una notable paz interior. Y lo vivían así porque, con la gracia de Dios, así lo habían aprendido de aquél a quien llamaban «Padre» –y realmente lo era, de modo más profundo y amplio que cuanto yo entendía entonces. El buen árbol se reconoce por sus buenos frutos: en aquella ocasión, en Roma, y luego muchas otras veces he tenido la suerte de comprobar la realidad de estas palabras del Señor. Y un buen día también me di cuenta de hasta qué punto este «encuentro sin encuentro» con Josemaría Escrivá de Balaguer era la realización de su afán de desaparecer totalmente para que sólo Jesús se luciera.

Aun a riesgo de repetirme, no me canso de explicar que mi encuentro con el Fundador del Opus Dei, en su primer y decisivo estadio, no sólo no fue de naturaleza material, sino tampoco intelectual; no tuvo lugar a través de «lectura», por la que uno se encuentra con el autor y reflexiona sobre él y sobre sus afirmaciones. Tuvo lugar a través de sus hijos espirituales, sin ruido, sin ser visto, al principio incluso sin ser notado. Precisamente en ello veo hoy una gracia especial: había que abrir la puerta del corazón de tal manera que un yo cobarde o perezoso (ciego en cualquier caso) no pudiera mantenerla cerrada o cerrarla de nuevo. Fue –por poner una comparación– como si se hiciera un gran favor a alguien que duerme o sueña –un favor que quizá no aceptara de estar despierto–, y poco a poco abriera los ojos y empezara lentamente a darse cuenta del regalo, reconociendo paulatinamente a su bienhechor; con claridad sólo después de meter la cabeza bajo un chorro de agua fría. Tengo necesariamente que renunciar a un relato detallado de la parte «nocturna», «inicial», que el alma en su somnolencia no percibe, de mi encuentro con Josemaría Escrivá. Sólo diré que años después me enteré que había rezado por mí desde el mismo momento en que el estudiante de Colonia, que me había acompañado a Roma, le había hablado de mí. Esta oración (estoy seguro) motivó mi despertar, dando comienzo a la segunda fase del encuentro con él, la fase espiritual, de claridad meridiana, en la que participaban entendimiento y voluntad.

De Roma a Roma Regresé a Alemania transformado. No se trata de una afirmación ulterior, de una interpretación autobiográfica del pasado, sino de una apreciación desapasionada que hice ya entonces y que, ya al poco tiempo, me resultaba posible definir; y, lo que es más convincente, también a otras personas les resultaba al cabo de poco tiempo posible definir esta transformación, a pesar de que yo mismo aún no me daba cuenta de la transcendencia y de las repercusiones que la tal transformación llevaba consigo. Tenía cincuenta y cinco años y era católico desde mis tiempos de estudiante hacía más de tres decenios; mi vida, en diversos aspectos, había seguido un rumbo poco convencional, había sido a menudo intranquila e incluso inestable, por fuera y por dentro; casi siempre un éxodo por la selva, codicioso de «vicisitudes» y de «novedades», afanoso de vivencias. Aunque nunca me había separado completamente de la Fe y de la Iglesia, una arbitrariedad autocrática no precisamente irresoluta manejaba ambas como si se tratara de un depósito de fondos espirituales de los que, según capricho, se retira o añade esto y aquello, se valora, ora así, ora de otro modo y a veces se deja totalmente de lado. En el momento en que el estudiante me preguntó por el «Señor de la historia» parece que reinaba en mi interior «bonanza». «Ante su cabaña, sosegado y a la sombra, está sentado el arador», podría decir con Hölderlin, «el hogar humea ante el hombre austero»… Los hijos eran mayores, tenia nietos, algunas de las cosas que Camino enumera en el punto 63 se podían referir a mi persona. La brújula apuntaba hacia el repliegue del turbio y vulgar «mundo», hacia el placentero retiro en la casa de campo, para, por fin, escribir y sólo escribir, para, por fin, tener tranquilidad para la «obra maestra». O, por citar otra vez a Hölderlin: «Llena de paz y serenidad es la vejez»… Pero justamente lo que dice este verso final de la «Fantasía vespertina» es lo que me faltaba: no se podía hablar de paz ni de serenidad ni, bien mirado, tampoco de vejez. Precisamente en ello se basó la « transformación romana»: por el ejemplo concreto de hombres que andaban el camino de Josemaría Escrivá había llegado a experimentar allí –y entendido hasta cierto punto lo que había experimentado– que Dios quiere servirse de hombres que sean cooperadores, corredentores con Cristo en el mundo tratando con todas sus fuerzas de emular su vida, sus treinta años de trabajo oculto, su amor, sus enseñanzas y su dolor. Y había comprendido que de ese intento –y sólo de él y de nada más resulta la paz, la alegría, la serenidad del corazón que todo hombre ansia y que muchos pretenden lograr con medios inadecuados. Durante decenios había formulado pensamientos e ideas más o menos juiciosas, más o menos atinadas en libros, artículos y conferencias; pero los hombres a mi alrededor, las condiciones de trabajo, la realidad que me rodeaba me resultaban «estorbos», algo que «molestaba» y mermaba el aislamiento y la exclusividad a las que yo tenia «derecho». Bien es cierto que los temas de la religión, de la fe, de la «reflexión sobre Dios» surcaban casi todos los escritos, pero más o menos como un historiador naval procedente de Suiza central podría escribir sobre la historia de la navegación sin haber visto jamás el océano y sin haber pisado nunca un navío. Si, ésta era la transformación: una operación de ojos. Me habían, como se dice, «abierto los ojos», me habían operado las cataratas que durante muchos años no me dejaran ver el mundo más que a través del velo gris de la abstracción y del egocentrismo, dos actitudes que mantienen una peculiar relación mutua. Todavía recuerdo con exactitud que en las conferencias que debía dar en tres ciudades inmediatamente después del viaje a Roma, veía a mi público de otra manera, oía a los participantes en la discusión de otro modo, casi me atrevo a decir que atendía a las personas (a la guardarropa, al portero, a la vendedora y al empleado de la taquilla), a cada persona, en suma, de forma nueva, natural, viva. De pronto sentí el deseo (y, poco a poco, también la capacidad) de hacer partícipes a los que me rodeaban de la amorosa atención de la que yo había sido objeto.

El 30 de junio de 1975, mi mujer y yo vimos por primera vez a Josemaría Escrivá de Balaguer –aunque sólo fuera en película–, le vimos y le oímos. Estábamos cinco personas: nosotros dos, dos miembros de la Obra, y el Fundador. Sí, él estaba allí, perceptiblemente: parecía que llenaba toda la habitación y que estaba delante, junto a y dentro de cada uno de nosotros. Si mal no recuerdo, nos proyectaron una película que recogía una tertulia tenida en Santiago de Chile, el 6 de julio de 1974. Yo tenía la sensación de estar sentado en medio de aquella sala y de ser uno de los interlocutores (¡tenía aún tantas preguntas por hacer!) y que me reconocía entre los demás, llegándome hasta el fondo del alma, y se reía y a la par estaba serio y me contestaba muy personalmente, pero de forma que todos los demás también entendían lo que les hacía falta.

A partir de esa tarde empieza para mí el encuentro consciente –buscado intelectualmente y querido– con Josemaría Escrivá de Balaguer. Leí (esto fue lo primero y lo más importante) de forma sistemática, de principio a fin, Camino, no sólo una vez, sino muchas. Poco a poco fui comprendiendo el secreto de este libro: los 999 puntos, a primera vista, pueden parecer prudentes reglas de vida o cuidados aforismos; además al principio se piensa: bueno, esta frase y aquella otra son especialmente acertadas, esta otra no me incumbe, aquella sólo en parte… Por eso, tanto una mente sencilla como una cabeza complicada, una inteligencia poco culta y otra superfilosófica se pueden interesar por él; hasta que por fin se ven fascinados y acaban reconociendo –cada cual por su cuenta y a su manera– que cada uno de los 999 puntos se asemeja a un profundo aljibe que nuestro reflexionar casi nunca llega a sondear totalmente. Esto es lo que descubrí: Camino tiene en común con las grandes obras de la literatura y del arte que se adecúa plenamente a cualquier capacidad intelectual.

Después de la lectura de Camino vino la de Conversaciones, Santo Rosario, homilías publicadas hasta entonces como folletos y finalmente Es Cristo que pasa, el primer libro de homilías, que fue publicado en alemán en 1975. Si digo «lectura», el término es correcto sólo visto desde fuera: se trataba de una conversación en la que Josemaría Escrivá luchaba ahora por conquistar también mi «cabeza», a la que se había adelantado el corazón, ganado en su mayor parte gracias a una simpatía humana. Ahora hablaba conmigo con las palabras claras, profundas y, sin embargo, sencillas, de sus libros y se dirigía directamente a mi, en todo lo que me relataban sobre él y en las películas que veía de vez en cuando.

Mi deseo de contestar al Fundador del Opus Dei, por el que sentía llamado en lo más profundo de mi persona y al que cada vez llamaba más a menudo «Padre», crecía incontenible. Y, poco a poco, comprendía que sólo se podía dar esa contestación con toda la persona, es decir, en y a través de la unidad de vida. Pero ese conocimiento se queda en mera teoría mientras no se formula en primera persona engendrando la decisión de tomarlo en serio. Este sí a la tarea de transformar en vida diaria, cotidiana, tal conocimiento (providencial regalo de nuestro Padre Dios) y de hacerlo hasta el último instante; este sí es algo bien distinto y mucho más que la «adhesión» a una institución honorable y se llama con pleno derecho «vocación». Una y otra vez he llamado a Josemaría Escrivá de Balaguer un «libertador», tanto en un sentido personal como referido a toda la Cristiandad. Insisto en este vocablo. ¿Por qué? Cerrar el abismo que media en el corazón y en la cabeza de muchas personas (tal vez de la mayoría hoy en día), el abismo entre fe y ciencia, racionalidad y sentimientos y sobre todo entre la «vida cotidiana normal» y la filiación divina, el cerrarlo a partir del conocimiento, a partir de la voluntad e indicando el camino y los medios, éste es un hecho liberador inconmensurable que todavía no ha sido comprendido del todo, ni mucho menos. A este hecho así se le puede aplicar con propiedad el término «teología de la liberación».

A mi encuentro consciente en el entendimiento con el Fundador del Opus Dei siguió por fin, con lógica divina y humana, el encuentro consciente en el amor. También éste es un acontecimiento interior que se sustrae a la apertura «literaria», pero que está ligado al tiempo y al espacio. Inmediatamente después de un curso de retiro en el Castello di Urio, en Italia septentrional, viajé a Roma, esta vez no como turista o como conferenciante, sino como peregrino, para escuchar. No tenía otra meta que la Cripta en la sede central de la Obra, donde desde hacia nueve meses reposaba el «libertador». Cuando por primera vez me arrodillé allí, junto a la sencilla losa de mármol negro con las palabras «El Padre», en la tarde del 5 de abril de 1976, abarqué en una sola mirada, con una claridad absoluta, meridiana, toda mi vida hasta aquel momento, mis 57 años. En medio del dolor que nacía de la contemplación de tal panorama, experimenté la inmensa alegría de reconocer que, a pesar de los pesares, había sido un camino que me había conducido hasta aquí. Liberado de la obsesiva ilusión –herencia del burgués ilustrado del siglo XIX– que me exigía realizar la propia vida al modo de una «obra de arte» o como un «monumento», so pena de tener que considerarla fracasada, no «digna de ser vivida» en el caso contrario, experimenté sin pero alguno la dicha de haber sido descubierto en la plaza del mercado por el Señor de la viña que me daba empleo a última hora. Llegar a obtener un pedestal de mármol en el Olimpo de Goethe: al joven le había parecido ésta la mayor meta para su vida; el que ya iba para viejo estaba contento y agradecido con poder recoger un par de piedras en el campo del Señor. Esta «corrección del rumbo» es fruto del encuentro con Josemaría Escrivá de Balaguer.

Tomado de Scripta Theologica, nº XIII, VI-XII.1981, pág. 703 ss.

Peter Berglar, Doctor en Medicina y en Historia, era entonces profesor de Historia Moderna en la Universidad de Colonia. Posteriormente, en 1983, escribió una biografía de Josemaría Escrivá de Balaguer titulada El fundador del Opus Dei, publicada en castellano por la editorial Rialp en 1987.

José Luis Mendoza: Con 14 hijos funda una Universidad Católica

La Universidad Católica de San Antonio, en Murcia, es de las pocas que cuenta con dos claustros: uno, de profesores, y otro del siglo XVII. Enclavada en el monasterio de San Jerónimo, es el segundo monumento más importante de Murcia tras la catedral. Su presidente, José Luis Mendoza, neocatecumenal y padre de catorce hijos, logró levantar la universidad a golpe de tesón, fe y osadía. «Siempre he llevado una vida intensa», asegura.

A continuación recogemos una entrevista a José Luis Mendoza, presidente de la Universidad San Antonio de Murcia, realizada por Alex Navaja y publicada en el diario La Razón el 6.III.02.

– Usted ha sido misionero con toda su familia en la República Dominicana, ha levantado una universidad, tiene 14 hijos No parece muy amigo de la vida tranquila.

– Desde niño he llevado una vida intensa, de trabajo y estudio. Cuando era pequeño, las monjas me enseñaron a amar a Dios y a la Virgen, y eso quedó en mi corazón. Hay cosas que ocurren en la infancia y que después se reflejan en el futuro. En 1979 estudié la carrera de Medicina, y quise crear en Murcia una clínica de rehabilitación para enfermos con problemas psíquicos y psicomotores, pero en Murcia no había profesionales. Fui a Madrid y pedí permiso al Consejero de Sanidad para formar profesionales.

– ¿Y qué le respondió? – Me dijo que era un osado, pero mi padre me prestó un edificio que poseía y tuve 350 estudiantes el primer año. Después llegaron los convenios con la universidad de Alicante, Albacete, y otras, y llegamos a tener 10.000 alumnos por toda España.

– Entonces, ¿cuándo se fue de misionero? – En una charla, un sacerdote dijo que el Papa había pedido familias misioneras. Mi mujer y yo nos miramos y asentimos. En 1991, en el Camino Neocatecumenal, al que pertenecemos, nos preguntaron si estábamos dispuestos a irnos tres años a la República Dominicana. Así que cogí a mis ocho hijos y a mi mujer embarazada del noveno, y nos fuimos. Éramos la familia misionera del mundo con más hijos.

– ¿Y sus escuelas de medicina? – Cerré todo. Indemnicé a todos mis trabajadores y nos fuimos a la República Dominicana, en donde vivíamos sin agua corriente ni luz. Fueron años de convivir con la miseria y de ver a Cristo en los pobres. Cogí todas las enfermedades. Me levantaba a las cinco para rezar con los seminaristas; después me iba a evangelizar con mi mujer embarazada. Fueron años de sufrimiento, porque recibía amenazas de muerte de las sectas, que son puros negocios, pero creamos una parroquia que dio muchas vocaciones. Llegué a orinar sangre por el sufrimiento.

– Pero cuando volvió a España, no tendría nada…

– Efectivamente. Volví sin trabajo, y vivimos de la caridad. Tenía un patrimonio familiar importante, pero no me ofrecían ni el 20 por ciento de su valor. Así que empecé una escuela de Formación Profesional, y fue un éxito total.

– ¿Cuándo se embarcó en el proyecto de la Universidad Católica de Murcia? – Salió la carta apostólica de Juan Pablo II «Ex Corde Ecclesiae», que habla sobre las universidades católicas. Pensé que, tras los años de misión, ya tenía suficiente madurez para crear una universidad, y fundé la Universidad Católica de San Antonio de Murcia en 1996. Fue la primera creada por un laico con el apoyo de su obispo. Es una institución docente y evangelizadora, porque mi mujer y yo sólo nos hemos dedicado a evangelizar en los últimos veinte años. Los tres pilares de la universidad son la docencia, la investigación y la evangelización, y ya hemos ganado varios premios nacionales de investigación. En la actualidad tenemos 350 profesores, 150 miembros de personal administrativo y casi 6.000 alumnos.

– ¿Y logran evangelizar en la universidad? – Teología y ética son materias obligatorias en todas las carreras, y tenemos una capellanía universitaria que organiza peregrinaciones, atiende a los alumnos, etc. Han surgido dos vocaciones al Carmelo y una al seminario, y varias chicas no han abortado por las clases de bioética que se imparten.

– ¿Qué es más difícil: dirigir a 14 hijos o a 6.000 universitarios? – ¿Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios! Yo, por mí, no habría tenido más de dos hijos. Pero esto es como la parábola de la perla: hay que vender todo para poder comprarla. Yo hipotequé todo para comprar mi perla. Si el plan es de Dios, saldrá adelante, porque Él lleva con cada persona una historia de amor. La casualidad no existe en la vida de un cristiano: mis 14 hijos son 14 regalos del cielo.

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Peter Changu Shitima: Curado milagrosamente

El primer milagro reconocido por la Iglesia a un enfermo de sida Peter Changu Shitima había sido desahuciado por los médicos de Sudáfrica CIUDAD DEL VATICANO, 6 junio 2001 (ZENIT.org). Cuando Juan Pablo II canonice a Luigi Scrosoppi, este domingo 10 de junio en la plaza de San Pedro, un estremecimiento recorrerá los huesos de Peter Changu Shitima, un joven de Zambia curado sin ninguna explicación científica de sida, cuando los médicos ya le habían desahuciado.

Los hechos se remontan a la primavera de 1996. Un joven catequista de Zambia, hijo de un director de escuela, estudiante en el Oratorio de San Felipe Neri de Oudtshoorn, pequeña ciudad junto a Ciudad del Cabo (Sudáfrica), comenzó a sentir problemas de salud. Sentía siempre frío, aunque hiciera buen tiempo, experimentaba problemas de oído y de vista, estaba siempre cansado.

El padre John Newton Johnson, superior del Oratorio, recuerda en las actas del proceso de canonización que obran en poder de la Congregación vaticana para las Causas de los Santos (P.N. 497) a las que ha tenido acceso Zenit en la traducción italiana: «Comenzó a sentirse débil y a quejarse porque estaba cansado. Yo creía que era simplemente agotamiento. Después pensamos que podía ser un buen resfriado, o influenza. Luego el proceso se aceleró. El doctor Pete du Toit, nos dijo que debíamos llevarle al hospital».

El doctor Du Toit, sudafricano blanco, ha declarado ante el proceso de canonización: «Diariamente el doctor Johannes Le Roux, mi colaborador, y yo, atendimos a Peter Changu Shitima, durante su ingreso en el hospital del 8 de junio al 14 de agosto de 1996. Esto se puede comprobar por los apuntes del hospital [anexos a la declaración]. Consideramos que se encontraba en fase terminal y, dada la opinión de que no había nada que hacer médicamente para que se curara, consulté a un médico, el doctor Foster, que le examinó, en una ocasión, y concluyó que era un enfermo terminal y que no se podía hacer médicamente».

Es interesante subrayar que ni el doctor Du Toit ni el doctor Le Roux, son de religión católica.

«Entonces todos acordamos en mandarle a Zambia para que pasara los últimos días con su familia», añade el testimonio de Du Toit. «Cuando firme su salida del hospital, le expliqué exactamente cuáles eran sus condiciones. Me despedí de él, pues no volvería a verle. Comprendió que estaba a punto de morir».

Changu, que ya casi no podía levantar las piernas y había desarrollado una grave forma de neuritis periférica, recuerda: «Antes de ir al hospital, no me lo tomé en serio, creía que me restablecería. Después, en el hospital, sentí el impacto. Cuando el médico me dijo lo que tenía, me quedé destrozado, pero pensé que lo único que debía hacer era rezar y pedir a Dios la fuerza. Recé a Luigi Scrosoppi y le dije que o moriría o me curaría a través de su intercesión, según la voluntad del Señor. Querían ponerme una máscara de oxígeno para alargarme la vida, pero yo les dije que no. Recé y pensé que si Dios quería que muriese, moriría en paz».

Al mismo tiempo, toda la comunidad católica de Ou-dtshoom (laicos y religiosos), decidió encomendarse a la intercesión del beato Luigi Scrosoppi, sacerdote del Oratorio de San Felipe Neri, la figura predilecta de su catequista, Peter.

En la noche del 9 de octubre de 1996 Changu se acostó en condiciones desesperadas. Pero a la mañana del día siguiente se despertó sintiéndose extraordinariamente bien. En esa noche había soñado con Scrosoppi.

Peter ha hecho esta declaración en el proceso canónico: «Al día siguiente del sueño me sentía bien, me desperté como antes de que me enfermara. Me levanté y me fui a trabajar a la parroquia inmediatamente. Tenía apetito, caminaba en pie hasta llegar incluso a un pueblo que estaba bastante lejos».

Deseando regresar cuanto antes a Oudtshoorn, Changu envió una carta al padre Johnson para anunciarle que se había curado, pero no le dio mayores explicaciones.

Los dos médicos, Le Roux y du Toit, que tienen una experiencia en casos de enfermos de sida como sólo la pueden tener los doctores de Sudáfrica, a pesar de no ser católicos, no dudan en utilizar el término «milagro».

Le Roux afirma: «Era un enfermo terminal y, en un par de meses, se había curado de nuevo. Si se hay otro motivo, totalmente diferente de neuritis, entonces una persona se puede curar. Pero no sólo tenía neuritis, había perdido unos 22 kilos, padecía fiebre y otras disfunciones. El análisis de la sangre demuestra que todavía es positivo al virus VIH, pero mi opinión es que es un milagro. Pensábamos que se iba a morir y, siendo sinceros, ahora está muy bien».

El doctor Pete du Toit ha presentado esta declaración: «Meses después, alguien me dijo que Changu estaba mejor. Me dije a mí mismo que era imposible. Estaba estupefacto. Pensé que se trataba de un error. Cuando regresó, le pedí que viniera a hacer los exámenes. Le hice de nuevo los análisis de sangre en febrero y marzo después de su regreso. Estaba estupefacto. Changu se había curado de la enfermedad, de la neuritis que lo estaba matando, a causa del sida. No puedo explicar esto de modo científico. No se le dice a un paciente que debe morir si no hay esperanza».

Y el médico, concluye: «Changu ha sido un auténtico ejemplo de curación milagrosa».

Peter Changu Shitima, hoy seminarista, participará en la canonización del beato Scrosoppi en Roma.

ZS01060605 Un joven curado milagrosamente del sida asiste a la canonización de su intercesor ABC, 11.VI.01 ROMA, Juan Vicente Boo, corresponsal Peter Changu Shitima, beneficiario del primer milagro reconocido por la Iglesia en un enfermo de sida, presentó ayer las ofrendas a Juan Pablo II en la misa de canonización de su protector, el sacerdote italiano Luigi Scrosoppi. Entre las cinco personas canonizadas ayer figuran Bernardo de Corleone y la primera santa libanesa, Rafqa Choboq Ar-Rayes.

El joven catequista Peter Changu Shitima, estudiante en el pueblecito de Oudtshoorn, cerca de Ciudad del Cabo, era en agosto de 1996 uno más entre los enfermos terminales de sida. Había perdido 22 kilos de pesos, tenía fiebre alta y apenas podía moverse en la cama pues sufría una neuritis y otras complicaciones debidas a la inmunodeficiencia. En vista de que no podían hacer nada más, los médicos lo enviaron, sin tratamiento, a pasar los últimos días de vida con su familia en Zambia.

CURACIÓN MILAGROSA Según relató en el proceso de canonización, «cuando el médico me dijo lo que tenía me quedé destrozado, pero pensé que lo único que debía hacer era rezar y pedir fuerzas a Dios. Recé a Luigi Scrosoppi y le dije que me moriría o me curaría a través de su intercesión, según la voluntad del Señor. Querían ponerme una máscara de oxígeno para prolongarme la vida, pero yo dije que no».

La noche del 9 de octubre de 1996, Peter Changu Shitima soñó con Luis Scrosoppi, cuya biografía conocía perfectamente y, según relata, «me desperté como antes de enfermar. Me levanté y me fui a trabajar a la parroquia inmediatamente. Tenía apetito, caminaba bien e incluso me fui hasta un pueblo que estaba bastante lejos». De regreso al hospital, los dos médicos surafricanos que le habían atendido, Pete du Toit y Johannes Le Roux, comprobaron que seguía siendo seropositivo pero habían desaparecido la neuritis y las demás complicaciones. Aunque no son católicos, concluyeron que se trataba de una curación milagrosa, como verificó luego la Congregación para las Causas de los Santos.

El buen sacerdote italiano, fundador de las Hermanas de la Providencia y promotor de escuelas para muchachas pobres y abandonadas, se ha convertido ahora en un intercesor popular entre los enfermos de sida en Suráfrica y Zambia. La obra de Luigi Scrosoppi es también conocida en muchos otros países.

En la Plaza de San Pedro se encontraban también unos dos mil «corleoneses», término acuñado en Italia para referirse a los clanes mafiosos dirigidos hasta 1992 por «Totó Riína» y, desde entonces, por el misterioso Bernardo Provenzano, fugitivo desde hace más de treinta años. Ayer, en cambio, los corleoneses vinieron a Roma con su valeroso alcalde Pippo Cipriani al frente para festejar la canonización de Bernardo de Corleone, el primer santo del tristemente famoso pueblecito siciliano.

A los 19 años, Bernardo prometía llegar a ser «la mejor espada de Sicilia», pero se convirtió en fugitivo después de malherir en una pelea a su rival. Tras varias aventuras, Bernardo se refugió en un convento y cambió radicalmente de vida, haciéndose hermano laico capucino e inspirando quizá el personaje de fray Cristoforo en la novela histórica «Los novios» de Alessandro Manzoni.

PÚBLICO INTERNACIONAL Las canonizaciones de ayer constituyeron, según Juan Pablo II, una «fiesta de la santidad», y la alegría desbordaba en todos los rostros de un público internacional. Un grupo de brasileños agitaba las banderas de su país para vitorear a Luigi Scrosoppi, mientras otro de americanos exhibían la de las barras y estrellas cuando se mencionaba al santo de Corleone.

Pero se veían también muchas banderas libanesas, pues ayer fue declarada la primera santa del país que fue «la Suiza de Oriente Medio» antes de caer víctima de la guerra civil y de una ocupación militar siria que se ha vuelto crónica. Rafqa Choboq Ar-Rayes (1832-1914), conocida como «la flor de Himlaya», su pueblo natal, fue una religiosa de la orden de San Antonio de los Maronitas y es, desde ayer, una de las poquísimas santas árabes del último siglo. En honor a sus compatriotas, el Evangelio de la misa se cantó en árabe con una cadencia similar a veces a la del muecín y a veces a la del cante jondo. La ceremonia fue, como dijo el Papa, «una fiesta de la santidad» con sabor multicultural.

Agustín de Tagaste: Mañana, mañana

Agustín de Tagaste era un joven y brillantísimo orador, dotado de una inteligencia prodigiosa y un corazón ardiente.

Su adolescencia transcurrió entre diversas escuelas de Madaura, Tagaste y Cartago, de manera bastante turbulenta. Durante años anduvo sin apenas rumbo moral en su vida, muy influida por amistades poco recomendables.

Estando en Milán, en el año 384, acudía, sin demasiada buena disposición, a escuchar las homilías de Ambrosio, obispo de la ciudad. Era Ambrosio un hombre de sobresaliente calidad humana y sobrenatural, y Agustín estaba interesado en su oratoria, no en su doctrina, pero “al atender para aprender de su elocuencia —explicaba—, aprendía al mismo tiempo lo que de verdadero decía”.

El 1 de enero del 385 se estaba preparando para hablar ante toda la Corte del Emperador Valentiniano, instalada por entonces en aquella ciudad. Agustín estaba consiguiendo sus propósitos de triunfar, pese a ser aún muy joven, gracias a su elocuencia. Pero notaba que algo en su vida estaba fallando. “Al volver —escribiría más adelante—, y pasar por una de las calles de Milán, me fijé en un pobre mendigo que, despreocupado de todo, reía feliz. Yo, entonces, interiormente lloré”.

Una cascada de sentimientos se desbordó en el corazón de Agustín. Caminaba, como siempre, rodeado de un grupo de amigos. “Les que dije que era nuestra ambición la que nos hacía sufrir y nos torturaba, porque nuestros esfuerzos, como ese deseo de triunfar que me atormentaba, no hacían más que aumentar la pesada carga de nuestra infelicidad”.

La crisis se había desencadenado. Pero la lucha no había hecho más que empezar, llena de vacilaciones. “La fe católica me da explicaciones a lo que me pregunto…; sin embargo, ¿por qué no me decido a que me aclaren las demás cosas?”.

El tiempo pasaba y Agustín se resistía a cambiar. “Deseaba la vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella”. “Pensaba que iba a ser muy desgraciado si renunciaba a las mujeres…”. “¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata que esperó, lejos de Dios, conseguir algo mejor. Daba vueltas, se ponía de espaldas, de lado, boca abajo…, pero todo lo encontraba duro e incómodo…”.

Agustín va poco a poco logrando vencer la sensualidad y la soberbia, pero se encuentra también con otro poderoso enemigo: “Me daba pereza comenzar a caminar por la estrecha senda”. “Todavía seguía repitiendo como hacía años: mañana; mañana me aparecerá clara la verdad y, entonces, me abrazaré a ella”.

El proceso de su conversión pasó —según contaría él mismo en su libro Las Confesiones— por multitud de pequeños detalles. El paso definitivo se produjo un día de agosto del año 386, en que recibió la visita de su amigo Ponticiano, que resultó ser cristiano. Tuvieron una animada conversación. En un momento dado, Ponticiano le contó la historia de un monje llamado Antonio, y luego, viendo el creciente interés de Agustín, una anécdota suya personal.

Ponticiano le había ido contado esas cosas con intención de acercarle a Dios, pero probablemente no sospechó el violento influjo que produjeron en Agustín. “Lo que me contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo frente a mí, y me colocaba a mí mismo enérgicamente ante mis ojos para que advirtiese mi propia maldad y la odiase. Yo ya la conocía, pero hasta entonces quería disimularla, la ocultaba, y me olvidaba de su fealdad”. “Me puso cara a cara conmigo mismo para que viese lo horrible que era yo.” Mientras su amigo hablaba, Agustín pensaba en su alma, que encontraba tan débil, oprimida por el peso de las malas costumbres que le impedían elevarse a la verdad, pese a que ya la veía claramente. “Habían pasado ya muchos años, unos doce aproximadamente, desde que cumplí los diecinueve, desde aquel año en que por leer a Cicerón me vi movido a buscar la sabiduría.” “Había pedido a Dios la castidad, aunque de este modo: Dame, Señor, la castidad y la continencia, pero no ahora, porque temía que Dios me escuchara demasiado pronto y me curara inmediatamente de mi enfermedad de concupiscencia, que yo prefería satisfacer antes que apagar.” “Se redoblaba mi miedo y mi vergüenza a ceder otra vez y no terminaba de romper lo poco que ya quedaba”.

Ponticiano terminó de hablar, explicó el motivo de su visita, y se fue. El combate interior de Agustín se acercaba a su final. Cada vez faltaba menos, pero “podía más en mí lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno, a lo que no estaba acostumbrado.” “Lo que me esclavizaba eran cosas que no valían nada, pura vaciedad, mis antiguas amigas. Pero me tiraban de mi vestido de carne y me decían bajito: ¿Es que nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo, nunca, nunca? ¿Desde ahora nunca más podrás hacer esto… ni aquello…? ¡Y qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras esto y aquello!”.

“Mientras, mi arraigada costumbre me decía: ¿Qué? ¡Es que piensas que podrás vivir sin esas cosas, tú?”.

Salió con su amigo Alipio al jardín de la casa donde se hospedaban. “¡Hasta cuándo —se preguntaba—, hasta cuándo, mañana, mañana! ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?” Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: “No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.” Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: “Como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas”.

Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que había leído, y en la que no había reparado. Seguía así: “Recibid al débil en la fe”.

“Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas”.

A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo Agustín, su hijo y su amigo. Años después, escribiría: “Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera… Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas… me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera… Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

Lo que de este relato quería resaltar es el trabajoso proceso por el que Agustín logró liberarse de la esclavitud de las pasiones. Sus problemas, su angustia, su búsqueda, constituyen una respuesta a las preguntas y perplejidades que se hacen tan vivas en la adolescencia y en la primera madurez del hombre, en cualquier época. La culminación de cualquier proceso interior de conversión a la verdad exige una lucha decidida y constante. Una victoria sobre uno mismo que, en el caso que hemos relatado, ha supuesto para la humanidad un personaje tan insigne como Agustín, un gran pensador y un gran santo, cuyos escritos filosóficos y teológicos constituyen una referencia ineludible en la historia del pensamiento.

Alfonso Aguiló Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

Agustín de Tagaste: Mi corazón está inquieto Nace en los años cincuenta A A.A. no le bautizaron al nacer, quizá porque lo impidió su padre pensando que era una decisión que tendría que tomar por sí mismo cuando fuera mayor. Su padre era el único de la familia que no practicaba y su madre se preocupaba de su formación cristiana, aunque esto le traía problemas con su marido.

Fue un alumno brillante en su escuela y lo que allí aprendió neutralizaba los consejos que le daba su madre. Poco a poco se fue alejando: “mientras me olvidaba de Dios -dice él mismo-, por todas partes oía: «¡Bien, bien!»”.

Aún con todo, siendo niño, le encantaba encontrar la verdad en sus pensamientos sobre las cosas. No quería que le engañasen, tenía buena memoria. Se iba educando poco a poco…

Ya entrados los años sesenta Sus padres eran muy liberales y le dejaban hacer lo que quería. A los dieciséis años ya lo había probado todo: “engañaba con infinidad de mentiras a mis padres y profesores”; se colaba a pesar de su edad en “espectáculos no recomendables que luego -dice- yo imitaba con apasionada frivolidad”; y, cuando jugaba con sus amigos, “intentaba siempre ganar, aunque fuera con trampas, deseoso de sobresalir en todo y por encima de todos”.

Un día, su padre le pescó desnudo, en el baño, sexualmente excitado, y se lo contó a su madre, como alegrándose…

Su madre se asustó. Ella ya había empezado a ser cristiana en serio -su marido sólo iba a la iglesia de tarde en tarde- y temía que su hijo se perdiera…

Estuvo hablando con él a solas. Estaba muy seria. Le dijo que no debía acostarse con ninguna chica, y mucho menos si estaba casada. No le hizo caso porque le pareció uno de esos típicos consejos que tienen que dar las madres…

“Yo ardía en deseos de hartarme de las más bajas cosas y llegué a envilecerme hasta con los más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por satisfacer mis deseos. Me sentía inquieto y nervioso, sólo ansiaba satisfacerme a mí mismo, hervía en deseos de fornicar. (…) ¡Ojalá hubiera habido alguien que me ayudara a salir de mi miseria…!”.

Sus amigos eran como él, y se pasaban el día contándose sus aventuras. Al principio le avergonzaba no tener tanta experiencia como ellos, y se fue volviendo cada vez más salvaje. Cuando no tenía nada que contar se lo inventaba…

Mientras se preparaba para estudiar en la capital, procuró correrse todas las juergas posibles. ¿Qué era eso que le producía tanto placer? Suponía que actuar al margen de lo establecido. Lo hacía precisamente porque estaba prohibido. Lo hacía con la pandilla de amigos; de ir solo, dice que no lo hubiera hecho.

No era feliz: “Sabía que Dios podía curar mi alma, lo sabía; pero ni quería, ni podía; tanto más cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y firme, sino un fantasma, un error. Y si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como quien pisa en falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mí mismo como una habitación inhabitable, en donde ni podía estar ni podía salir. ¿Dónde podría huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Cómo huir de mí mismo?”.

Entramos en los setenta Se matriculó y estuvo estudiando hasta mediados de los setenta: en concreto, del 71 al 75. Era un estudiante de muy buenas notas. Pero su situación personal no mejoró, porque en el campus había una movida bestial. Era como una olla a punto de explotar, un hervidero en el que se zambulló nada más llegar.

A.A. sigue contando sus aventuras, más bien sus desventuras: comenzó a vivir con una chica -la misma- desde los 18 años. Al poco tiempo tuvieron un hijo. Recuerda su pasión por los espectáculos, su gusto por el morbo y cómo disfrutaba con las escenas de sexo.

Siguió teniendo “experiencias”. Se volvió un tanto sádico y empezó a tomarle afición a lo demoníaco. Salía con un grupo que se llamaban a sí mismos “los destructores”. Aunque reconoce que no le gustaban algunas de las bromas y novatadas que hacían, se divertía mucho con ellos. Escribe que deberían haberse llamado más bien “los perversores”.

Acabó la carrera bastante bien. Pocos años después, de vuelta a su ciudad natal, uno de sus mejores amigos enfermó, y, después de acercarse a la fe, murió. Aquella muerte imprevista le impactó muchísimo: “Todo me entristecía. La ciudad me parecía inaguantable. No podía parar en casa: todo me resultaba insufrible. Todo me recordaba a él. Era un continuo tormento. Le buscaba por todas partes y no estaba. Llegué a odiarlo todo…”.

Empezó a pensar: “Confía, espera en Dios”. Pero Dios le parecía un fantasma irreal y sólo llorando encontraba algo de consuelo.

Se planteó el sentido de su vida. No lograba quitarse de la cabeza la imagen de su amigo muerto en plena juventud. Le asombraba “que la gente siguiera viviendo, como si nunca tuviera que morir, y que yo mismo siguiera viviendo… Sabía que Dios podía curar la herida de mi alma; lo sabía; pero no quería acercarme a Dios… ”.

Vivía a lo loco, con sus aventuras de siempre. Pero seguía inquieto y leía todo lo que caía en sus manos. Buscaba; aún no sabía qué, pero buscaba algo en su interior. Le dio por leer libros sobre ocultismo, hasta que un científico amigo suyo le aconsejó que no perdiera el tiempo con esas tonterías.

Decidió leer las Sagradas Escrituras para ver si sacaba algo en claro. Pero le pareció que la Biblia era muy inferior, indigna de compararse con los libros de los autores que le fascinaban. Se reía de los Evangelios.

“Poco a poco fui descendiendo hasta la oscuridad más completa, lleno de fatiga y devorado por el ansia de verdad. Y todo por buscarla, no con la inteligencia, que es lo que nos distingue de los animales, sino con los sentidos de la carne. Y la verdad estaba en mí, más íntima a mí que lo más interior de mí mismo, más elevada que lo más elevado de mí”.

Llegamos a los ochenta Dejando a su madre engañada y hecha un mar de lágrimas, decidió abandonar su país. Estaba harto de asambleas, movidas, manifestaciones y jaleos en las clases. Quería un ambiente intelectual más serio.

Buscó la verdad en diversas ideologías. Habló con las figuras intelectuales más destacadas. Buscaba respuesta a las situaciones culturales y sociales de su época. Pasaba de maestro en maestro y de ideología a ideología. Pero ninguno de los sistemas de pensamiento, incluso aquel del que vivía dando clases en la universidad, le llenaba el corazón. Buscaba. Leía incesantemente.

Triunfó dando clases y conferencias. Se convirtió en un personaje de moda. Era una persona influyente a la que llamaban de todos los sitios. Dio algunos mítines, dispuesto a mentir -reconocía- lo que hiciera falta.

No le importó hacer cualquier cosa con tal de conseguir los contactos que necesitaba en determinadas esferas para conseguir sus proyectos culturales. Se encontraba en el mejor momento de su carrera… Hacía proyectos fantásticos sin parar y se calentaba la cabeza pensando en su futuro.

Un día, mientras paseaba con sus amigos por una calle, un tanto ensimismado en los éxitos intelectuales que había conseguido, vio a un pobre mendigo que sonreía feliz. “No hago más que trabajar y trabajar -les comentó- para lograr mis objetivos, y cuando los consigo, ¿soy más feliz? No. Tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para mantenerme en mi puesto. Mientras tanto, ese tipo vive tan contento sin hacer nada… Bueno; no sé si estará contento, no sé si será realmente feliz, pero, desde luego, el que no soy feliz soy yo… No es que me guste su vida, ¡es mi vida la que no me gusta! He conseguido un status, una posición económica y cultural… ¿y qué? -No compares -le dijeron los amigos-. Ese tipo se ríe porque habrá bebido. Y tú tienes todos los motivos para estar feliz, porque estás triunfando…”.

Sí; estaba triunfando; pero aquellos éxitos en su cátedra y en sus conferencias, más que alegrarle, le deprimían. Al menos -se decía- ese mendigo se ha conseguido el vino honradamente pidiendo limosna, y yo… he alcanzado mi status a base de traicionarme a mí mismo. Si el mendigo estaba bebido, “su borrachera se le pasaría aquella misma noche, pero yo dormiría con la mía, y me despertaría con ella, y me volvería a acostar y a levantar con ella día tras día”.

Conoció en uno de sus viajes a un obispo católico de mucho prestigio intelectual. Iba a escucharle, al principio con muchas reticencias, pero muy poco a poco, insensiblemente, se fue acercando a la fe y a la Iglesia. Le parecía que el obispo explicaba de un modo distinto los pasajes de la Sagrada Escritura que él ridiculizaba en sus clases y le empezaron a parecer defendibles las cosas que predicaba, que eran las que la Iglesia enseñaba.

“Pero no por eso pensaba que debiera seguir el camino católico (…) Si por una parte la doctrina católica no me parecía vencida, tampoco me parecía vencedora”. Estudiaba y comparaba, en perpetua duda: “Caminaba a oscuras, me caía buscando la verdad fuera de mí, como por un acantilado al fondo del mar. Desconfiaba de encontrar la verdad, estaba desesperado”.

Su opinión sobre Jesucristo “era tan sólo la que se puede tener de un hombre de extraordinaria sabiduría, difícilmente superable por otro, pero nada más. No podía ni sospechar el misterio que encerraban esas palabras: y el Verbo se hizo carne…”.

“No recé para que Dios me ayudara; mi mente estaba demasiado ocupada e inquieta por investigar y discutir”.

Sus padres se habían trasladado a vivir con él y le insistían en que se casara. A.A. está agitado interiormente. Así cuenta su mundo interior: “Me iba volviendo cada vez más miserable, pero a pesar de eso, Dios se acercaba más y más a mí, y quería sacarme de todo el cieno en el que yo me había metido, y lavarme…, pero yo no lo sabía”.

En su vida moral siguió haciendo lo que le daba la gana. Deseaba salir de aquella situación, pero, a la vez, se sentía incapaz. “Si uno se deja llevar por esas pasiones, al principio se convierten en una costumbre, y luego en una esclavitud…”. Era un esclavo, lo reconocía.

En esa situación comenzó a sentir, cada vez con más fuerza, un deseo intenso de Dios. Se debatía interiormente buscando la verdad, con todas sus fuerzas. Pero no se sentía capaz de cortar con determinadas costumbres, con aquella pasión… Es más, se sentía, oprimido agradablemente con el peso de aquella pasión… Estaba íntimamente convencido de que vivir junto a Dios le haría más feliz que todas las gratificaciones sexuales juntas… pero cada vez que lo pensaba se decía: -“Ahora voy… Enseguida… Espera un poco más…”.

Ese ahora nunca acababa de llegar. Y el un poco más se iba alargando y alargando…

Agosto del 86 En agosto del 86 seguía con su rutina habitual de trabajo y de clases en su cátedra. Cada día que pasaba, su deseo de Dios hacía más fuerte, pero él seguía dividido por dentro: quería encontrar la verdad… y no quería. Le pesaba demasiado su vida anterior, porque encontrar la verdad supondría cortar con determinadas costumbres, a lo que no estaba dispuesto. Al menos, todavía.

“Cuando dudaba en decidirme a servir a Dios, cosa que me había propuesto hacía mucho tiempo, era yo el que quería y yo era el que no quería, sólo yo. Pero, porque no quería del todo, ni del todo decía que no, luchaba conmigo mismo y me destrozaba”.

En esa tensión interior se decía: “¡Venga, ahora, ahora!”. Pero cuando estaba a punto… se detenía en el borde. Era como si los viejos placeres le tirasen hacia sí, diciéndole bajito: -“¿Cómo? ¿Nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo… nunca?, ¿nunca? ¿Desde ahora ya no podrás hacer eso… , ni aquello? ¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me recordaban, aquel eso y aquello!”.

Los placeres seguían insistiéndole: -“¿Qué? ¿Es que piensas que vas a poder vivir sin nosotros, tú? ¿Precisamente tú…?”.

Miró a su alrededor. Muchos lo habían logrado. “¿Por qué no voy a poder yo -se preguntó- si éste, si aquel, si aquella han podido?”.

Comprendió que habían podido gracias a la fuerza de Dios; y que por sí mismo no era capaz ni de mantenerse en pie. Debía apoyarse en él. Así lo conseguiría… Pero seguía escuchando por dentro la voz insinuante de los placeres: -“¿Vas a poder vivir sin nosotros…? ¿Tú?”.

Un día charlando con un amigo suyo estalló por fin y le dijo: -“¿No te das cuenta de la vida que llevamos y de la vida que llevan los cristianos? ¡Y aquí seguimos, revolcándonos en la carne y en todo tipo de espectáculos! ¿Es que no vamos a ser capaces de vivir como ellos, sólo por la vergüenza de reconocer que nos hemos equivocado? ¿Sólo por no dar nuestro brazo a torcer?”.

Su amigo -que también estaba en proceso de conversión- se quedó atónito. A.A. estaba dispuesto a resolver, de una vez por todas, aquella situación.

Salieron al jardín. Estuvieron charlando y recordando lo que había sido su vida. A.A. tenía un libro del Nuevo Testamento entre las manos. Dejó el libro y, en un determinado momento, comenzó a llorar. Rezó por primera vez: -“¿Cuándo acabaré de decidirme? No te acuerdes, Señor de mis maldades. ¿Dime, Señor, hasta cuándo voy a seguir así? ¡Hasta cuándo! ¿Hasta cuándo: ¡mañana, mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?”.

Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: -“¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”.

¡Toma y lee! Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: -No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.

Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: “como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas”.

Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que A.A. había leído, y en la que no había reparado. Seguía así: -Recibid al débil en la fe.

“Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas”.

A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo A.A., su hijo y su amigo.

Años después, gozando ya de la Belleza de la Verdad, enamorado de Jesucristo, A.A. escribía: “Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera… Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas… me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera… Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

Gracias a Dios, su oración y a la de su madre fueron oídas. A.A., buscando la verdad sin miedo y leyendo los Evangelios, encontró el gran password de su vida: encontró a Cristo, y con Cristo, la paz.

Pudo decirle a Dios, su Padre, al encontrarle de nuevo, con la alegría del hijo que vuelve a casa tras largos años de ausencia, y desde el fondo de su alma, una de sus expresiones más conocidas: “Nos hiciste, Señor, para Ti e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en Ti”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

Alphonse Ratisbonne: Encuentro inesperado

Alphonse Ratisbonne era un joven judío de Estrasburgo, rico, cultivado, callejero, hijo de banquero… En 1842, Ratisbonne vivía en Roma -entre un viaje a Oriente y una escala en Palermo- una especie de ociosidad turística e indolente que le hace parecerse de lejos a un personaje de Stendhal: habría podido posar para Lucien Leuwen. Ratisbonne estaba prometido y preparaba su instalación viajando mucho. Era ateo y tenía un escepticismo quisquilloso que le llevaba a levantar querellas contra la Iglesia y el cristianismo. Tenía un amigo: el barón de Bussieres, muy piadoso, que multiplicaba por su conversión votos y exhortaciones.

Ratisbonne había accedido desde hacía algún tiempo -por pura gentileza, y porque no le concedía verdaderamente importancia alguna- a llevar consigo una medalla piadosa ofrecida por su amigo; un día, el amigo de Ratisbonne le invita a dar un paseo en coche; el carruaje del barón de Bussieres se para en la pequeña plaza de Roma, donde se eleva la iglesia de San Andrés delle-Fratte. La iglesia de San Andrés delle-Fratte es un edificio de modestas dimensiones; una tibieza a la italiana por la severidad del plano, el calor del decorado y la abundancia de cirios que plantan aquí y allá arbustos de luz. La iglesia demuestra una evidente insustancialidad, y no es de las que extravían las imaginaciones.

El barón -que ha de hacer una gestión en la iglesia- desciende, e invita a su pasajero a esperar, o a acompañarle; es asunto, añade, de pocos minutos. Ratisbonne, antes que aburrirse en el vehículo, decide visitar la iglesia, sin otra intención -por supuesto- que adicionarla a su colección de monumentos romanos.

Cuando empuja la puerta de esa iglesia, es un perfecto incrédulo, curioso por la arquitectura; no es un alma torturada a la zaga de un ideal. Yo no sé lo que se produce en ese instante en el «inconsciente» de Ratisbonne, como algunos pretenden conocer de lo acontecido en parecida circunstancia en el inconsciente de San Pablo; pero si el mío trabaja, actúa y me prepara una jugada, mi inconsciente es el único en saberlo.

Ratisbonne se mantiene no lejos de la entrada, cerca de una capilla lateral (la segunda), algo empotrada en la muralla, a su izquierda; es un incrédulo que tiene dos o tres minutos que desperdiciar; que no está mejor dispuesto a las emociones místicas, ni deseoso de creer; pero su incredulidad va a terminar allí, hecha añicos por la evidencia; la capilla que Ratisbonne recorre con mirada distraída, que ninguna obra maestra detiene en su paso, desaparece bruscamente. Lo que él ve entonces es la Virgen María, tal y como figura en la medalla que lleva al cuello, y tal como está hoy representada, con colores realzados por algunos artificios luminosos, en la capilla de San Andrés delle-Fratte.

Hay esa dicha, que le arroja al suelo; y yo imagino que habrá tenido tantas dificultades en hacerla compartir, como Bernadette de Lourdes en convencer al clero de la diócesis, o en persuadir a las damas de la prefectura, de que una persona de buena sociedad como la Virgen María haya podido aparecer dieciocho veces seguidas con el mismo vestido.

Esta es la narración que hace el propio Ratisbonne; estamos en el 20 de enero de 1842: «… Si alguien me hubiera dicho en la mañana de aquel día: “Te has levantado judío y te acostarás cristiano”; si alguien me hubiera dicho eso, lo habría mirado como al más loco de los hombres.

»Después de haber almorzado en el hotel y llevado yo mismo mis cartas al correo, me dirigí a casa de mi amigo Gustave, el pietista, que había regresado de la caza; excursión que le había mantenido alejado algunos días.

»Estaba muy asombrado de encontrarme en Roma. Le expliqué el motivo: ver al Papa.

»Pero me iría sin verlo -le dije-, pues no ha asistido a las ceremonias de la Cátedra de San Pedro, donde se me habían dado esperanzas de encontrarlo.

»Gustave me consoló irónicamente y me habló de otra ceremonia completamente curiosa, que debía tener lugar, según creo, en Santa María la Mayor. Se trataba de la bendición de los animales. Y sobre ello hubo tal asalto de equívocos y chanzas como el que se puede imaginar entre un judío y un protestante.

»Hablamos de caza, de placeres, de diversiones del carnaval; de la brillante velada que había organizado, la víspera, el duque de Torlonia. No podían olvidarse los festejos de mi matrimonio; yo había invitado a M. de Lotzbeck, que me prometió asistir.

»Si en ese momento -era mediodia- un tercer interlocutor se hubiese acercado a mí y me hubiera dicho: “Alphonse, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo, tu Dios y Salvador; y estarás prosternado en una pobre iglesia; y te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, en un convento de jesuitas, donde pasarás el carnaval preparándote al bautismo; dispuesto a inmolarte por la fe católica; y renunciarás al mundo, a sus pompas, a sus placeres, a tu fortuna, a tus esperanzas, a tu porvenir; y, si es preciso, renunciarás también a tu novia, al afecto de tu familia, a la estima de tus amigos, al apego de los judíos…; ¡y sólo aspirarás a servir a Jesucristo y a llevar tu cruz hasta la muerte!…”; digo que si algún profeta me hubiera hecho una predicción semejante, sólo habría juzgado a un hombre más insensato que ése: ¡al hombre que hubiera creído en la posibilidad de tamaña locura! Y, sin embargo, ésta es hoy la locura causa de mi sabiduría y de mi dicha.

»Al salir del café encuentro el coche de M. Théodore de Bussieres. El coche se para; se me invita a subir para un rato de paseo. El tiempo era magnífico y acepté gustoso. Pero M. de Bussieres me pidió permiso para detenerse unos minutos en la iglesia de San Andrés delle-Fratte, que se encontraba casi junto a nosotros, para una comisión que debía desempeñar; me propuso esperarle dentro del coche; yo preferí salir para ver la iglesia. Se hacían allí preparativos funerarios, y me informé sobre el difunto que debía recibir los últimos honores. M. de Bussieres me respondió: “Es uno de mis amigos, el conde de La Ferronays; su muerte súbita es la causa-añadi6-de la tristeza que usted ha debido notar en mí desde hace dos días.” Yo no conocía a M. de La Ferronays; nunca le había visto, y no apreciaba otra impresión que la de una pena bastante vaga, que siempre se siente ante la noticia de una muerte súbita. M. de Bussieres me dejó para ir a retener una tribuna destinada a la familia del difunto. “No se impaciente usted -me dijo mientras subía al claustro-, será cuestión de dos minutos.” »La iglesia de San Andrés es pequeña, pobre y desierta; creo haber estado allí casi solo; … ningún objeto artístico atraía en ella mi atención. Paseé maquinalmente la mirada en torno a mí, sin detenerme en ningún pensamiento; recuerdo tan sólo a un perro negro que saltaba y brincaba ante mis pasos… En seguida el perro desapareció, la iglesia entera desapareció, ya no vi, o más bien, ¡¡¡Oh, Dios mío, vi una sola cosa!!! »¿Cómo sería posible explicar lo que es inexplicable? Cualquier descripción -por sublime que fuera- no sería más que una profanación de la inefable verdad. Yo estaba allí, prosternado, en lágrimas, con el corazón fuera de mí mismo, cuando M. de Bussieres me devolvió a la vida.

»No podía responder a sus preguntas precipitadas; mas al fin, tomé la medalla que había dejado sobre mi pecho; besé efusivamente la imagen de la Virgen, radiante de gracia… ¡Era, sin duda, Ella! »No sabía dónde estaba, ni si yo era Alphonse u otro distinto; sentí un cambio tan total que me creía otro yo mismo… Buscaba cómo reencontrarme y no daba conmigo… La más ardiente alegría estalló en el fondo de mi alma; no pude hablar, no quise revelar nada; sentí en mí algo solemne y sagrado que me hizo pedir un sacerdote… Se me condujo ante él y sólo después de recibir su positiva orden hablé como pude: de rodillas y con el corazón estremecido.

»Mis primeras palabras fueron de agradecimiento para M. de La Ferronays y para la archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias. Sabía de una manera cierta que M. de La Ferronays había rezado por mí; pero no sabría decir cómo lo supe, ni tampoco podría dar razón de las verdades cuya fe y conocimiento había adquirido. Todo lo que puedo decir es que, en el momento del gesto, la venda cayó de mis ojos; no sólo una, sino toda la multitud de vendas que me habían envuelto desaparecieron sucesiva y rápidamente, como la nieve y el barro y el hielo bajo la acción del sol candente.

»Todo lo que sé es que, al entrar en la iglesia, ignoraba todo; que saliendo de ella, veía claro. No puedo explicar ese cambio, sino comparándolo a un hombre a quien se despertara súbitamente de un profundo sueño; o por analogía con un ciego de nacimiento que, de golpe, viera la luz del día: ve, pero no puede definir la luz que le ilumina y en cuyo ámbito contempla los objetos de su admiraci6n. Si no se puede explicar la luz física, ¿cómo podría explicarse la luz que, en el fondo, es la verdad misma? Creo permanecer en la verdad diciendo que yo no tenía ciencia alguna de la letra, pero que entreveía el sentido y el espíritu de los dogmas. Sentía, más que veía, esas cosas; y las sentía por los efectos inexpresables que produjeron en mí. Todo ocurría en mi interior; y esas impresiones -mil veces más rápidas que el pensamiento- no habían tan sólo conmocionado mi alma, sino que la habían como vuelto del revés, dirigiéndola en otro sentido, hacia otro fin y hacia una nueva vida.» Esta es la aventura romana de Alphonse de Ratisbonne. A partir de entonces -añade- el mundo ya no fue nada para él; sus prevenciones contra el cristianismo se borraron sin dejar rastro, lo mismo que los prejuicios de su infancia; y el amor de su Dios «había ocupado el lugar de cualquier otro amor».

Que esos profesionales de la verdad que los intelectuales deberían ser aparten de su pensamiento las apariciones de Lourdes, pretextando que Bernadette Soubirous era una niña, y que las niñas no disciernen, según parece (aunque yo no lo crea en absoluto), el sueño de la realidad. Admitámoslo. Que rechacen la relación de los pastorcillos de la Salette, que han visto llorar a la Virgen Santísima en las montañas del Dauphiné, porque unos pastorcillos sin instrucción pueden ser influenciables; o víctimas de una clase de reciprocidad de la autosugestión; o por cualquier otro motivo del mismo género. Admitámoslo también. Finalmente, que no se tenga en cuenta mi testimonio, porque nada es tan difícil de comprender como una visión sin imágenes; ni de creer a un periodista que dice haber hallado la verdad. Consiento en ello, aunque sea duro saber y no convencer; y más duro todavía constatar que no se ha convencido por falta de elocuencia, y que se ha carecido de elocuencia sólo por haber carecido de amor.

Pero, ¿y Ratisbonne? Los hijos de banquero pueden -tanto como los demás- estar sujetos a las alucinaciones, pero están, por lo general, provistos del bagaje intelectual suficiente para advertir su desventura, si no inmediatamente, por lo menos, después. Es bastante extraordinario que un fenómeno así procure una serenidad nueva al paciente, además de una vocación, además de una doctrina; y más extraordinario todavía que -aparte de dos o tres grandes espíritus, como Henri Bergson o Jean Guitton- ningún pensador de oficio haya juzgado útil examinar una mutación tan insólita; aunque sólo fuere para explicar cómo un joven-tan bien dotado de sentido crítico como puede serlo un judío; y de realismo, como puede serlo un hijo de familia perfectamente consciente de las ventajas de su posición-haya podido fundamentar todo el resto de su vida sobre una ilusión de los sentidos, y sin retroceder ante sus consecuencias, retornando a su sangre fría.

Tomado de: http://www.unav.es/capellaniauniversitaria Las citas son de ¿Hay otro mundo? (pp. 28-37), de André Frossard.