André Frossard: Dios existe, yo me lo encontré

André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la le a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde “católico, apostólico y romano”.

El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: “Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…) Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…)No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…

Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.

Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (…) El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla…” En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (…) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.

Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (…) Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión”.

Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: “Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.

Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.

Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…) Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (…) Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.

Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “gracia”, dijo, un efecto de la “gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.

Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.

Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella”.

Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.

En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Dios existe, yo me lo encontré, de André Frossard.

Anton Luli: Una experiencia sacerdotal en las cárceles de Albania

Con motivo de la celebración de los 50 años de sacerdocio de Juan Pablo II, Anton Luli, sacerdote jesuita albanés, contó al Papa su experiencia bajo el régimen comunista (L’Osservatore Romano, 15-XI-96).

(…) Acababa de ser ordenado sacerdote cuando a mi país, Albania, llegó la dictadura comunista y la persecución religiosa más despiadada. Algunos de mis hermanos en el sacerdocio, después de un proceso lleno de falsedades y engaño, fueron fusilados y murieron mártires de la fe. Así celebraron, como pan partido y sangre derramada por la salvación de mi país, su última Eucaristía personal. Era el año 1946.

A mí el Señor me pidió, por el contrario, que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz y así celebrara, en el ministerio que me era prohibido y con una vida transcurrida entre cadenas y torturas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sacrificio sacerdotal.

El 19 de diciembre de 1947 me arrestaron con la acusación de agitación y propaganda contra el gobierno. Viví diecisiete años de cárcel estricta y muchos otros de trabajos forzados. Mi primera prisión, en aquel gélido mes de diciembre en una pequeña aldea de las montañas de Escútari, fue un cuarto de baño. Allí permanecí nueve meses, obligado a estar agachado sobre excrementos endurecidos y sin poder enderezarme completamente por la estrechez del lugar. La noche de Navidad de ese año -¿cómo podría olvidarla?- me sacaron de ese lugar y me llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y me colgaron con una cuerda que me pasaba bajo las axilas. Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente. El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba para parárseme el corazón, lancé un grito de agonía. Acudieron mis verdugos, me bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese lugar y en la soledad de ese primer suplicio, viví el sentido verdadero de la Encarnación y de la cruz.

Pero en esos sufrimientos tuve a mi lado y dentro de mí la consoladora presencia del Señor Jesús, sumo y eterno sacerdote, a veces, incluso, con una ayuda que no puedo menos de definir “extraordinaria”, pues era muy grande la alegría y el consuelo que me comunicaba.

Pero nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la vida. Después de la liberación, me encontré por casualidad en la calle con uno de mis verdugos: sentí compasión por él, fui a su encuentro y lo abracé. Me liberaron en la amnistía del año 1989. Tenía 79 años.

Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos años; una experiencia, ciertamente, muy particular con specto a la de muchos sacerdotes, pero desde luego no única: son millares los sacerdotes que en su vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo. Experiencias diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar: para amar a Cristo y para amar a todos en Él, en cualquier situación de vida, incluso dando la vida.

Bernard Nathanson: El rey del aborto

Para valorar adecuadamente la biografía, y su hito principal, la conversión, del que fue llamado “el rey del aborto”, Bernard Nathanson, es necesario conocer algo de su ambiente familiar.

Su padre, el doctor Joey Nathanson, de religión judía, fue un prestigioso médico especializado en ginecología a quien el ambiente escéptico y liberal de la Universidad hizo abdicar de su fe. Su matrimonio con Harriet Dover -la madre de Bernard-, también judía, resultó un fracaso. Antes de su boda, Joey había querido romper el compromiso pero su novia lo amenazó con suicidarse, provocando así el escándalo que sin duda, echaría por tierra la brillante carrera profesional de Joey. Se casaron. Al menos la dote de Harriet resultaba un estímulo para ceder. Pero Joey sólo consiguió que los Dover, con la intervención de un juez, entregasen la mitad de lo prometido. El ambiente del hogar era imposible, “había demasiada malicia, conflictos y revanchismo y odio en la casa donde yo crecí”, dirá Bernard.

Profesional y personalmente Bernard Nathanson siguió durante buena parte de su vida los pasos de su padre. Estudió medicina en la Universidad de McGill (Montreal), y en 1945 se enamoró de Ruth, una joven y guapa judía. Vivieron juntos los fines de semana, y hablaban de matrimonio… cuando Ruth quedó embarazada. Bernard escribió a su padre para consultar con él la posibilidad de contraer matrimonio. La respuesta fueron cinco billetes de 100 dólares junto con la recomendación de que eligiese entre abortar o ir a los Estados Unidos para casarse. Así que Bernard puso su carrera por delante y convenció a Ruth de que abortase.

“Lloramos los dos por el niño que íbamos a perder y por nuestro amor que sabíamos iba a quedar irreparablemente dañado con lo que íbamos a hacer”. No la acompañó a la intervención. Ruth volvió sola a casa, en un taxi, con una fuerte hemorragia y estuvo a punto de morir. Le había practicado el aborto un incompetente. Se recuperó, milagrosamente, pero no tardaron en romper. “Este fue el primero de mis 75.000 encuentros con el aborto, me sirvió de excursión iniciadora al satánico mundo del aborto”, confiesa el Dr. Nathanson.

Tras graduarse, Bernard inició su residencia en un hospital judío. Después pasó al Hospital de Mujeres de Nueva York donde sufrió personalmente la violencia del antisemitismo, y entró en contacto con el mundo del aborto clandestino. Por entonces ya había contraído matrimonio con una joven judía, tan superficial como él, según confesaría. Su unión no duró más que cuatro años y medio y acabó con un divorcio en México. Fue entonces cuando conoció a Larry Lader. A aquel médico sólo le obsesionaba una idea: ¡conseguir que la ley permitiese el aborto libre y barato! Para eso fundó la Liga de Acción Nacional por el Derecho al Aborto, en 1969, una asociación que intentaba culpabilizar a la Iglesia de cada muerte que se producía en los abortos clandestinos.

Pero fue en 1971 cuando Nathanson se involucró más directamente en la práctica de abortos. Las primeras clínicas abortistas de Nueva York comenzaban a explotar el negocio de la muerte programada, y en muchos casos su personal carecía de licencia del Estado o de garantías mínimas de seguridad. Tal fue el caso de la dirigida por el Dr. Harvey. Las autoridades estaban a punto de cerrar esta clínica cuando alguien sugirió que Nathanson podría ocuparse de su dirección y funcionamiento. Se daba la paradoja increíble de que, mientras estuvo al frente de aquella clínica, en aquel lugar existía también un servicio de ginecología y obstetricia: es decir, se atendían partos normales al mismo tiempo que se practicaban abortos. Por otra parte, Nathanson desarrollaba una intensa actividad, dictando conferencias, celebrando encuentros con políticos y gobernantes de todo el país, presionándoles para lograr que fuese ampliada la ley del aborto.

“Yo estaba muy ocupado. Apenas veía a mi familia. Tenía un hijo de pocos años y una mujer, pero casi nunca estaba en casa. Lamento amargamente esos años, aunque sólo sea porque he fracasado en ver a mi hijo crecer. También era un paria en la profesión médica. Se me conocía como el rey del aborto”. Nathanson realizó en este periodo más de 60.000 abortos. A finales de 1972, agotado, dimitió de su cargo en la clínica. “He abortado -dirá- a los hijos no nacidos de amigos, colegas, conocidos e incluso profesores”.

Llegó incluso a abortar a su propio hijo. “A mitad de los sesenta dejé encinta a una mujer que me quería mucho”. (…) Ella quería seguir adelante con el embarazo pero él se negó. “Puesto que yo era uno de los expertos en el tema, yo mismo realizaría el aborto, le expliqué. Y así lo hice”.

Pero, a partir de ahí, las cosas empezaron a cambiar. Dejó la clínica abortista y pasó a ser jefe de obstetricia del Hospital de St. Luke’s. La nueva tecnología, el ultrasonido, hacía su aparición en el ámbito médico. El día en que Nathanson pudo observar el corazón del feto en los monitores electrónicos, comenzó a plantearse por vez primera “que es lo que estábamos haciendo verdaderamente en la clínica”.

Decidió reconocer su error. En la revista médica The New England Journal of Medicine, escribió un artículo sobre su experiencia con los ultrasonidos, reconociendo que en el feto existía vida humana. Incluía declaraciones como la siguiente: “el aborto debe verse como la interrupción de un proceso que de otro modo habría producido un ciudadano del mundo. Negar esta realidad es el más craso tipo de evasión moral”. Aquel artículo provocó una fuerte reacción. Nathanson y su familia recibieron incluso amenazas de muerte. Pero la evidencia de que no podía continuar practicando abortos se impuso. “Había llegado a la conclusión de que no había nunca razón alguna para abortar: el aborto es un crimen”.

Poco tiempo después, un nuevo experimento con los ultrasonidos sirvió de material para un documental que llenó de admiración y horror al mundo. Se titula “El grito silencioso”. Sucedió en 1984: “Le dije a un amigo que practicaba quince, o quizás veinte, abortos al día: Oye, Jay, hazme un favor. El próximo sábado coloca un aparato de ultrasonidos sobre la madre y grábame la intervención. Lo hizo y, cuando vio las cintas conmigo, quedó tan afectado que ya nunca más volvió a realizar un aborto. Las cintas eran asombrosas, aunque no de muy buena calidad. Seleccioné la mejor y empecé a proyectarla en mis encuentros provida por todo el país”.

Quedaba aún el camino de vuelta a Dios. Una primera ayuda le vino de su admirado profesor universitario, el psiquiatra Karl Stern -señala Nathanson-. “Transmitía una serenidad y una seguridad indefinibles. Entonces yo no sabía que en 1943, tras largos años de meditación, lectura y estudio, se había convertido al catolicismo. Stern poseía un secreto que yo había buscado durante toda mi vida: El secreto de la paz de Cristo”.

El movimiento provida le había proporcionado el primer testimonio vivo de la fe y el amor de Dios. En 1989 asistió a una acción de Operación Rescate en los alrededores de una clínica. El ambiente de los que allí se manifestaban pacíficamente en favor de la vida de los aún no nacidos le había conmovido: estaban serenos, contentos, cantaban, rezaban… Los mismos medios de comunicación que cubrían el suceso y los policías que vigilaban, estaban asombrados de la actitud de esas personas. Nathanson quedó afectado “y, por primera vez en toda mi vida de adulto -dice-, empecé a considerar seriamente la noción de Dios, un Dios que había permitido que anduviera por todos los proverbiales circuitos del infierno, para enseñarme el camino de la redención y la misericordia a través de su gracia”.

“Durante diez años, pasé por un periodo de transición”. Sintió que el peso de sus abortos se hacia más gravoso y persistente: “Me despertaba cada día a las cuatro o cinco de la mañana, mirando a la oscuridad y esperando (pero sin rezar todavía) que se encendiera un mensaje declarándome inocente frente a un jurado invisible”. Acaba leyendo Las Confesiones -que califica de “alimento de primera necesidad”-, era su libro más leído, porque “San Agustín hablaba del modo más completo de mi tormento existencial; pero yo no tenía una Santa Mónica que me enseñara el camino y estaba acosado por una negra desesperación que no remitía”.

En esa situación no faltó la tentación del suicidio, pero, por fortuna, decidió buscar una solución distinta. Los remedios intentados fallaban. “Cuando escribo esto, ya he pasado por todo: alcohol, tranquilizantes, libros de autoestima, consejeros. Incluso me he permitido cuatro años de psicoanálisis”.

El espíritu que animaba aquella manifestación provida enderezó su búsqueda. Empezó a conversar periódicamente con un sacerdote católico, Father John McCloskey. No le resultaba fácil creer, pero lo contrario, permanecer en el agnosticismo, llevaba al abismo. Progresivamente se descubría a sí mismo acompañado de Alguien a quien importaban cada uno de los segundos de su existencia: “Ya no estoy solo. Mi destino ha sido dar vueltas por el mundo a la búsqueda de ese Uno sin el cual estoy condenado, pero al que ahora me agarro desesperadamente, intentando no soltarme del borde de su manto”.

Por fin, el 9 de diciembre de 1996, a las 7.30 de un lunes, solemnidad de la Inmaculada Concepción, en la cripta de la Catedral de S. Patricio de Nueva York, el Dr. Nathanson se convertía en hijo de Dios. Entraba a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia. El Cardenal John O’Connor le administró los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

Un testigo expresa así ese momento: “Esta semana experimenté con una evidencia poderosa y fresca que el Salvador que nació hace 2.000 años en un establo continúa transformando el mundo. El pasado lunes fui invitado a un Bautismo. (…) Observé como Nathanson caminaba hacia el altar. ¡Qué momento! Al igual que en el primer siglo… un judío converso caminando en las catacumbas para encontrar a Cristo. Y su madrina era Joan Andrews. Las ironías abundan. Joan es una de las más sobresalientes y conocidas defensoras del movimiento provida… La escena me quemaba por dentro, porque justo encima del Cardenal O’Connor había una Cruz… Miré hacia la Cruz y me di cuenta de nuevo que lo que el Evangelio enseña es la verdad: la victoria está en Cristo”.

Las palabras de Bernard Nathanson al final de la ceremonia, fueron escuetas y directas. “No puedo decir lo agradecido que estoy ni la deuda tan impagable que tengo con todos aquellos que han rezado por mí durante todos los años en los que me proclamaba públicamente ateo. Han rezado tozuda y amorosamente por mí. Estoy totalmente convencido de que sus oraciones han sido escuchadas. Lograron lágrimas para mis ojos”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de La mano de Dios, de Bernard Nathanson.

Chiara Lubich: Un ideal por el cual gastar la vida

«Con los ojos de la fe es posible esperar, a pesar de tragedias como las que vive la humanidad en estos momentos». Ésta es una de las conclusiones a las que llega el último libro escrito por Chiara Lubich, la fundadora del Movimiento de los Focolares.

Ante la actual crisis internacional y la guerra, Lubich explica: «Hay dos modos de verla: uno humano: miles de muertos, una justicia necesaria pero estando atentos a que no provoque otra violencia… Luego está el otro modo. Un chico de Nueva York me ha escrito para decirme: “desde aquel día aquí los muros de la indiferencia están cayendo, en esta ciudad ha renacido la solidaridad”. San Pablo nos dice que todo contribuye al bien para quien ama a Dios. Todo, todo… Jefes de Estado que antes no eran capaces ni siquiera de mirarse, ahora colaboran. Quién sabe si mañana no miren al mundo como una fraternidad».

«Si no se hubiera producido la segunda guerra mundial, cuando todo se derrumbaba, no habríamos comprendido que todo es vanidad. Y ha nacido esta revolución cristiana. La guerra fue un signo de la Providencia».

Precisamente en los escombros de los bombardeos, en el Trento de 1943, Chiara con sus primeras compañeras redescubrió el Evangelio. Comenzaron a vivirlo cotidianamente, comenzando por los barrios más pobres de la ciudad. Aquel grupo pronto se convirtió en un Movimiento que alienta la espiritualidad de más de cuatro millones y medio de personas, de las cuales 2 millones son adherentes y simpatizantes, en 182 Países.

Fue aprobado por la Santa Sede desde 1962 y, con los sucesivos desarrollos, en 1990. Ha recibido reconocimientos oficiales de las Iglesias Ortodoxa, Anglicana y Luterana; de las distintas religiones y de organismos culturales e internacionales.

Chiara recuerda los inicios: «Dios llama a personas débiles para que triunfe su potencia. Pero las prepara. Yo era muy pequeña cuando las monjas me llevaban a la adoración eucarística. A aquella Hostia pedía: dame tu luz. A los 18 años, tenía un hambre tremenda de conocer a Dios. Quería ir a la Universidad católica. No pude. Luego providencialmente sentí una voz: seré tu maestro».

¿Por qué no se hizo religiosa? es la pregunta del periodista que la acompañó en la presentación, Sergio Zavoli. «No tenía la vocación», responde con sencillez.

En los inicios de los años ’40, Chiara Lubich, con poco más de 20 años, daba clases en los salones de primaria de Trento, su ciudad natal, y se había inscrito en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Venecia, empujada por la búsqueda de la verdad. En medio del clima de odio y violencia de la Segunda Guerra Mundial, ante tanta destrucción, descubre a Dios como el único ideal que permanece. Dios iluminará y transformará su existencia y la de muchos otros, mostrándole como finalidad de su vida: contribuir a la actuación de las palabras del testamento de Jesús “Que todos sean uno”.

Con el tiempo se entenderá que estas palabras encierran el proyecto original de Dios: componer la unidad de la familia humana. En esos años se inicia una historia en la que están contenidas las primicias del desarrollo futuro. En poco más de 50 años, a partir de la experiencia del Evangelio vivido cotidianamente, inicia una corriente de espiritualidad, la espiritualidad de la unidad, que suscita un movimiento de renovación espiritual y social con dimensiones mundiales: el Movimiento de los Focolares.

Un ideal por el cual gastar la vida Tenía 23 años y mis amigas tenían la misma edad o incluso eran más jóvenes. Estábamos en Trento, nuestra ciudad natal, y la guerra arreciaba destruyendo todo. Cada una de nosotras tenía sus sueños. Una quería formar una familia y esperaba que el novio regresara del frente. Otra deseaba una casa. Yo veía mí realización en el estudio de la Filosofía… Todas teníamos objetivos e ideales por delante.

Pero el novio no regresó más; la casa fue destruida; el estudio de Filosofía no lo pude continuar por los obstáculos de la guerra. ¿Qué hacer? ¿Existirá un ideal que ninguna bomba pueda destruir, por el cual valga la pena gastar la vida? Y enseguida una luz. Sí, existe. Es Dios, que, precisamente en esos momentos de guerra y de odio, se nos revela como lo que realmente él es: Amor. Dios Amor, Dios que ama a cada una de nosotras. Fue un instante. Decidimos hacer de Dios la razón de nuestra vida, el Ideal de nuestra vida.

¿Cómo? Quisimos entonces hacer como hizo Jesús, hacer la voluntad del Padre y no la nuestra. Es más, nos propusimos ser otros pequeños Él. Sabíamos que cada cristiano es ya otro Jesús, por el Bautismo y por la fe. Pero sólo en modo incipiente, podríamos decir. Para serlo plenamente era necesario hacer toda nuestra parte. Nos lo propusimos.

Una promesa que se mantiene siempre La guerra era despiadada, no daba tregua. Teníamos que ir más de una vez al día y también de noche, a los refugios hechos en la roca. Cuando sonaban las alarmas había que correr y no podíamos llevar nada con nosotros, más que un pequeño libro: el Evangelio. Allí encontraríamos cómo hacer la voluntad de Dios, cómo ser otros Jesús. Lo abríamos y lo leíamos. Y esas palabras, leídas tantas veces, nos parecían totalmente nuevas, como si una luz las iluminara una por una y un impulso interior nos empujara a vivirlas plenamente. “Cualquier cosa que hayas hecho al más pequeño de mis hermanos a Mí me la hiciste”. Y, he aquí que, saliendo del refugio buscábamos, durante toda la jornada, a los “más pequeños” para poder amar en ellos a Jesús: eran los pobres, enfermos, heridos, niños…

Los buscábamos por las calles, tomábamos nota de cada uno para poderlo ayudar. Los invitábamos a nuestra mesa reservándoles el mejor lugar. Preparábamos comida para todos. Y, aun no teniendo medios, no nos faltaba nada, porque el Evangelio dice: “Dad y se os dará”. Nosotras dábamos y volvían sacos de harina, manzanas, los paquetes llenaban cada día el pasillo de nuestra casa. El Evangelio nos decía: “Pedid y se os dará”. Pedíamos “necesito un par de zapatos número 42 para Ti (en el pobre)”, le decíamos a Jesús ante el sagrario y saliendo de la Iglesia una señora nos entregaba un par de zapatos número 42.

El Evangelio exhortaba: “Buscad el Reino de Dios… y lo demás se os dará por añadidura”. Tratábamos de que Jesús reinara en nosotros y llegaba todo lo que necesitamos. No hacía falta preocuparse por nada; así muchas veces, así siempre.

Eramos felices. Todas las promesas del Evangelio se verificaban, nos parecía vivir en un continuo milagro. Sabíamos que el Evangelio es verdadero, pero aquí lo constatábamos.

Un nuevo estilo de vida Todas las palabras del Evangelio nos atraían, sobre todo las que se referían al amor. Tratábamos de hacerlas nuestras. Pero quien ama está en la luz. “A quien me ama -dijo Jesús-, me manifestaré”. Entendimos que Dios no pide sólo que amemos a los “más pequeños”, sino a todos los que encontramos en la vida. Mientras tanto, otras jóvenes y luego muchachos se unían a nosotras para vivir la misma experiencia.

Los peligros de la guerra continuaban. Las bombas caían incluso sobre nuestro refugio. Aunque éramos jóvenes podíamos morir. Surgió un deseo en nuestro corazón: hubiéramos querido saber, de entre todas las palabras de Jesús, cuál era la que más le gustaba. Querríamos vivirla profundamente en los que podrían haber sido los últimos instantes de nuestra vida.

La encontramos. Es ese mandamiento que Jesús llama “nuevo” y “suyo”: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como Yo os he amado”. Reunidas en círculo, unas junto a otras, nos miramos a la cara y cada una le declaró a la otra: “Yo estoy dispuesta a morir por ti. Yo por ti”. Todas por cada una.

Se hacía todo cuanto era nuestro deber (trabajo, estudio, oración, descanso), pero sobre esta base. El amor recíproco era nuestro nuevo estilo de vida, nunca debía faltar y, si faltaba, volvíamos a establecerlo entre nosotros. Ciertamente no era siempre fácil, no era fácil enseguida; se necesitaba una gimnasia espiritual durante años para lograrlo siempre.

No obstante, pronto conocimos el secreto para mantenerlo, cómo vivir aquél “como Yo les he amado”, según la medida de Jesús. En una circunstancia supimos que Jesús sufrió mucho más cuando, en la cruz, tuvo la terrible impresión de ser abandonado por su Padre y gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En un ímpetu de generosidad, en el cual no estaba ausente ciertamente una particular ayuda de lo alto, decidimos seguir a Jesús así, amarlo así. Y fue justamente en ese grito suyo, cumbre de su pasión, donde encontramos la clave para mantenernos siempre en plena comunión entre nosotros y con todos. Jesús ha experimentado la más tremenda división, la más terrible separación, pero no ha dudado y se ha vuelto a confiar plenamente al Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda, no habría habido divisiones en el mundo que pudiesen detenernos. Nuestro amor recíproco podría ser siempre una maravillosa realidad.

Nosotras habíamos nacido para aquellas palabras Un día, para protegernos de la guerra, nos encontramos en un refugio y a la luz de una vela abrimos el Evangelio. Era la solemne página de la oración de Jesús antes de morir: “Padre, que todos sean uno”. Tuvimos la impresión de comprenderla, aunque es difícil, pero sobre todo nos quedó la neta sensación de que nosotras habíamos nacido para aquellas palabras, para la unidad, para contribuir a realizarla en el mundo.

El mandamiento nuevo, que nos esforzábamos en mantener siempre vivo entre nosotras, realizaba precisamente la unidad. Y la unidad es portadora de una realidad extraordinaria, excepcional, divina, del mismo Jesús: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre (es decir, en su amor), yo estoy en medio de ellos”. Donde está la unidad está Jesús. Alegría, luz, paz. Y porque estaba Jesús, porque vivía entre nosotras y en nosotras, no se podía dejar de advertir su presencia. Se advertía una alegría que no se había probado nunca, se experimentaba una paz nueva, un nuevo ardor; una luz iluminaba y guiaba el alma… Y, porque estábamos unidos y Jesús estaba entre nosotros, el mundo a nuestro alrededor se convertía. “Que sean uno para que el mundo crea”, había dicho Jesús. He aquí que muchas personas volvían a Dios, muchos otros descubrían a Dios por primera vez.

Y porque Jesús estaba entre nosotros, llamaba. Florecían así distintas vocaciones: había quien quería consagrarse a Dios en la virginidad para realizar la unidad por doquier, y nacían los focolares; quien, inclusive casándose, se ponía totalmente a disposición de Dios; quien entraba en el convento…, quien se hacía sacerdote…

Se conocía también el odio del mundo prometido por Jesús, pero se experimentaba que Él , en medio nuestro, es más fuerte: no dejaba a nuestro alrededor las cosas como estaban , sino que iluminaba también la economía, la política, el trabajo, las estructuras sociales. Cristificaba la sociedad que nos circundaba, la hacía nueva. Y dado que Jesús es vida, crecíamos continuamente en número. Al cabo de dos meses de nuestro inicio, éramos quinientos, de diferentes edades, categorías sociales, de ambos sexos, de toda vocación. Nos parecía que no éramos otra cosa que cristianos, nada más que cristianos, que se esfuerzan en poner en práctica el Evangelio.

No obstante, advertíamos la exigencia de expresarle nuestra experiencia al Obispo. Su juicio para con nosotros habría sido el de Jesús, de Jesús que, hablándole a sus apóstoles, había dicho: “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha”. Y el Obispo aprobó: “Aquí está el dedo de Dios” -dijo-. Y seguimos adelante.

El primer grupo se convierte en Movimiento Aquel primer grupo creció, se convirtió en Movimiento y, año tras año, se difundió como una explosión, primero en Italia, luego en toda Europa y ahora, después de un camino de más de 50 años, está presente, se puede decir, en todas las naciones del mundo.

Nosotros atribuimos esta rápida expansión al hecho de haber conservado siempre, con la ayuda de Dios, una fuerte unidad entre nosotros, que hace que Jesús esté presente, y al haber estado siempre profundamente unidos, como sarmientos a la vid, al Papa y a los Obispos, en los cuales Jesús está también presente.

El Espíritu diseñó a lo largo de los años, las líneas que esta Obra debía asumir paso a paso. La luz fue muy abundante, más de lo que podemos expresar. Las pruebas nunca han faltado porque al árbol que da frutos se le poda. Y los frutos fueron innumerables. Así se puede ver, también a través de este Movimiento, lo que puede hacer Jesús si nosotros los cristianos, no obstante nuestra pequeñez y nuestra miseria, nos esforzamos en dejar que él viva, en nosotros y en medio de nosotros.

Llevar el amor de Jesús por doquier. Querríamos que el amor se propagase en cada rincón de la tierra. Llevar la unidad incrementándola al campo religioso y humano, entre las personas, entre los grupos y entre los pueblos. Esto se hace al lado y en colaboración con todas las realidades de la Iglesia surgidas a lo largo de los siglos, con las nuevas asociaciones -Movimientos, grupos- que caracterizan estos tiempos, con decenas de miles de cristianos de otras Iglesias. Incluso fieles de otras religiones y personas de buena voluntad se sienten atraídas por la viva fraternidad que allí encuentran.

¿Dónde está el secreto? El secreto está en haber arriesgado al inicio la vida por un gran Ideal, el más grande: Dios. En haber creído en su amor y, por lo tanto, habernos abandonado momento tras momento a su voluntad. Si hubiésemos hecho la nuestra, si hubiésemos seguido nuestros proyectos, ahora no habría nada. Pero -aun con nuestros límites- nos hemos lanzado en esta divina aventura.

Tomado de http://www.focolare.org/es

Cardenal Bernandin: Una respuesta cristiana ante la acusación injusta

A mediados de los años 90 el Cardenal Bernardín se vio acusado ante los Tribunales de Chicago por abuso sexual por un seminarista llamado Steven Cook.

Como él narra en su libro “El don de la paz” (The Gift of Peace) decidió enfrentarse a esta terrible acusación con la fe en la verdad, puesto que, de lo profundo de su corazón salían las palabras del Señor “La verdad os hará libres” (Jn. 8,32). Su primera reacción fue escribir una carta a su acusador en la que con su instinto de pastor, le pedía reunirse con él, pues estaba convencido de que tenía problemas, para rezar. Tras cien días de proceso judicial, que habían sido precedidos de una terrible campaña, protagonizada por la cadena “liberal” CNN, el Tribunal acordó, ante lo infundado de la acusación, archivar el caso.

El Cardenal decide no abrir uno nuevo contra el falso acusador porque “no quería disuadir a personas que verdaderamente habían sufrido un abuso sexual que continuasen con sus reclamaciones”.

Conocedor de la triste situación de su acusador, Steven Cook, enfermo de Sida, el Cardenal le encomienda en sus oraciones y busca la oportunidad de encontrase con él. A través de la madre Cook, recibe el mensaje de que éste lo desea. La entrevista tiene lugar el 30 de diciembre de 1994 en el Seminario “San Carlos Borromeo” de Filadelfia y Steven pide perdón al Cardenal y la conciliación desemboca en la celebración de una misa en la que Steven recibe de manos del Cardenal la unción de los enfermos. La reconciliación es perfecta, la realidad de la Iglesia como familia espiritual cobra todo su sentido. Steven Cook mantiene relación epistolar con el Cardenal y muere en casa de su madre el 22 de septiembre de 1995, totalmente reconciliado con la Iglesia Católica, diciendo que este era el regalo para ella.

La grandeza de esta conducta del Cardenal contrasta con la zafiedad con la que se presentó a la Iglesia Católica en este supuesto caso escandaloso. Después de aclararda la verdad, lamentablemente la heroica actitud del Cardenal no tuvo casi ninguna repercusión en los medios de comunicación. Las declaraciones del sacerdote que le acusó falsamente tuvieron una enorme cobertura mediática en todo el mundo, pero su retractación apenas fue difundida. El Cardenal Bernardín sufrió mucho con todo este proceso. A los pocos meses se le descubrió un cáncer de páncreas del que fue operado. Tiempo después el cáncer vuelve a manifestarse en el hígado. Tomó la decisión de rechazar la quimioterapia y vivir en plenitud los días que le quedasen hasta regresar a la morada del Padre. Finalmente, el Presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, le concedió la más alta distinción del pueblo norteamericano, “La medalla de la Libertad”, por su espíritu conciliador, entrega al prójimo y atención a los enfermos y menesterosos.

Juan de Palafox: Una vida de santidad con un origen un tanto singular

El 24 de junio de 1600 nació Juan de Palafox en el pueblo navarro de Fitero. Era fruto de una unión ilícita y ocasional entre don Jaime de Palafox y doña Ana de Casanate. Esta última se las arregló para mantener oculto su embarazo, y al llegar el momento del parto se retiró a los Baños de Fitero con el propósito de dar allí a luz y ocultar el nacimiento de la criatura.

Una vez nacido el pequeño, doña Ana encargó a una de sus criadas que se desembarazara de la criatura. Lo introdujo en una cesta y lo disimuló con unas telas. La sirvienta se dispuso a arrojarlo durante la noche a una acequia cercana al río Alhama. Sin embargo, fue descubierta por el alcaide de los Baños, Pedro Navarro, que sospechó al ver a la criada a esas horas en parajes tan extraños con ese cesto. Al ser interrogada por el alcaide, la pobre mujer confesó su intención y el secreto de su señora. Aquel hombre, casado y con varios hijos, se ofreció a resolver la crianza del niño y lo mantuvo en su pobre casa durante nueve años. Pasado el tiempo, tanto la madre como el padre de aquel pequeño Juan –el nombre con que fue bautizado– supieron de esto y acudieron en su ayuda con discretos socorros. Palafox guardará perpetua gratitud a su familia adoptiva. La pobreza en que creció y el contacto con las gentes humildes fue un aspecto al que sería especialmente sensible durante toda su vida.

Doña Ana de Casanate, que era una viuda de noble estirpe y con dos hijas, reconoció enseguida su ofuscación al haber querido matar a su propio hijo. Quedó tan arrepentida de lo que había hecho que dos años después, en 1602, profesó como carmelita descalza. Dejó el mundo y todos sus bienes de fortuna, y llevó a partir de entonces una vida ejemplar en Tarazona y Zaragoza. Fue diversas veces prelada y fundadora de conventos, y murió con singular buen espíritu en el año 1638.

En 1609, don Jaime de Palafox reconoció a su hijo Juan. Este resultó ser muy inteligente y despierto. Acabados los estudios, recibió de su padre el encargo de gobernar el marquesado de Ariza, con sus siete plazas. No fue tarea fácil, pues los pobladores habían probado durante décadas su ánimo pendenciero. Sin embargo, Juan de Palafox demostró buen sentido de gobierno y se preparó para mayores responsabilidades.

Muerto su padre en febrero de 1625, asumió la tutoría de sus tres hermanastros. Meses después acudió a las Cortes de Aragón, convocadas por Felipe IV. Allí el Conde-Duque de Olivares descubrió su valía y le propuso irse a Madrid, donde fue fiscal del Consejo de Guerra.

Afirma Palafox en sus escritos que durante esos años “se dio a todo género de vicios, de entretenimientos y desenfrenamiento de pasiones”. Pero todo cambió en 1628. Una grave enfermedad de su hermana Lucrecia y la muerte sucesiva de dos grandes personajes le hicieron exclamar: “Mira en qué paran los deseos humanos, ambiciosos y mundanos”.

La conversión fue radical. Junto a la oración y a la frecuencia de sacramentos, se impuso una durísima penitencia voluntaria, que siguió el resto de su vida, al tiempo que con infatigable vigor acometía su trabajo cotidiano. En abril de 1629 fue ordenado sacerdote, y en 1633 obtuvo en Sigüenza los grados de Licenciado y Doctor. Al final de la década fue nombrado Obispo de Puebla (México). El 27 de diciembre de 1639 tuvo lugar en Madrid la consagración episcopal, y poco después se embarcó hacia América, donde vivió nueve años, en los que su ingente capacidad de trabajo y su prudencia de gobierno tuvieron que abordar asuntos complejos y difíciles. Como obispo, no le faltaron trabajos y sufrimientos, pero tampoco el afecto del clero secular y el fervor del pueblo. Destacó su defensa por los derechos de los indios. En cuanto a su ejercicio pastoral, desarrolló la dificultosa labor de agrupar en diócesis las diferentes misiones, para transformar una Iglesia misional en otra adecuadamente asentada. Su labor en Puebla fue enorme: visitó en mula hasta el último rincón del inmenso territorio; ordenó por completo la diócesis; logró la reforma del clero secular y regular y de los conventos de monjas; escribió numerosas pastorales; se volcó en tareas educativas, culturales y sociales; levantó 44 templos, muchas ermitas y más de cien retablos, además de la catedral.

Más adelante regresó a España, donde fue obispo de Burgo de Osma. Allí vivió con gran austeridad y al servicio de los pobres, visitando a los enfermos y a toda su diócesis. Falleció santamente el 1 de octubre de 1659, sin poder legar a sus deudos más que los pocos objetos imprescindibles que le quedaban. El Cabildo, siguiendo las instrucciones establecidas en su testamento, le dio sepultura de limosna “por constar la pobreza con que había muerto”. Dejó un rastro imperecedero, elevó notablemente el nivel espiritual de la diócesis, fue generoso hasta el extremo con los pobres, escribió numerosas pastorales y varios libros, tuvo siempre un gran desvelo por los desprotegidos y se preocupó incesantemente por la justicia.

La fama de santidad, de la que Palafox gozó ya en vida, se tradujo a su muerte en una pronta solicitud popular de beatificación. Tan insistente que sólo siete años después, en 1666, se inició el proceso canónico en Osma, y en 1688 en Puebla. En su vida se confluyen su fecundidad como obispo, reformador, pensador, escritor, mecenas de las artes y la cultura, legislador y asceta. La iglesia aprobó todos sus escritos y actualmente ostenta el título de Venerable.

Odoardo Focherini: Arriesgar la vida por los perseguidos

Odoardo Focherini (1907-1944), figura importante de los scouts en Italia, era desde 1937 director administrativo del diario «Avvenire», que entonces dirigía Raimondo Manzini, autor de encendidas polémicas contra el fascismo.

En 1938, Focherini contrató en «Avvenire» al periodista judío Giacomo Lampronti, despedido a causa de las leyes raciales, y en 1942, a petición de Manzini –a quien el cardenal de Génova, Pietro Boetto, había enviado algunos judíos de Polonia para defenderlos–, se encargó de proteger de la persecución a estos refugiados en un tren de Cruz Roja Internacional.

Su labor para salvar a judíos de la deportación se convirtió desde octubre de 1943 en la principal ocupación de Focherini. Con la agudización de las leyes antijudías y el comienzo de las deportaciones raciales, en colaboración con otras personas, organizó una eficaz red para la expatriación hacia Suiza de más de un centenar de judíos.

Como alma de la organización, Focherini contactaba con las familias, conseguía los documentos desde las sinagogas, buscaba financiación y proporcionaba documentación falsa.

El 11 de marzo de 1944, Focherini fue detenido por los nazis en un hospital mientas atendía a un judío enfermo. Aislado en el «lager» de Flossenburg, fue trasladado al campo de Hersbruck donde se trabajaba desde las tres y media de la mañana hasta la tarde. Quien no resistía este ritmo, era inmediatamente enviado a los hornos crematorios.

Herido en una pierna y jamás atendido, Focherini murió de septicemia el 27 de diciembre de ese mismo año, a los 37 años.

Antes de morir, dictó a su amigo Olivelli una carta-testamento: «Mis siete hijos… Querría verlos antes de morir… No obstante, acepta, oh, Señor, también este sacrificio, y protégelos Tú, junto a mi mujer, a mis padres, a todos mis seres queridos».

«Declaro morir en la más pura fe católica apostólica romana y en la plena sumisión a la voluntad de Dios –añadió–, ofreciendo mi vida en holocausto por mi diócesis, por Acción Católica, por el Papa y por el retorno de la paz al mundo».

«Os ruego que digáis a mi esposa que siempre le he sido fiel, que siempre he pensado en ella y que siempre la he amado intensamente», concluyó.

En su memoria, la Unión de las Comunidades judías de Italia le otorgó una medalla de oro en 1955. Igualmente, el «Instituto conmemorativo de los mártires y de los héroes Yad Vashem» de Jerusalén le proclamó «Justo entre las Naciones».

En la diócesis italiana de Carpi se ha iniciado el proceso de beatificación de este hombre ejemplar, a quien 105 judíos le deben haberse librado de la deportación nazi.

Padre Pío: Una vida a la luz de la fe

El padre Pío nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina (Benevento, Italia), hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio. Fue bautizado al día siguiente con el nombre de Francisco. A los 12 años recibió el Sacramento de la Confirmación y la Primera Comunión.

El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años, entró en el noviciado de la orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, donde el 22 del mismo mes vistió el hábito franciscano y recibió el nombre de Fray Pío. Acabado el año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y el 27 de enero de 1907 la profesión solemne.

Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció en su familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue enviado al Convento de San Giovanni Rotondo y permaneció allí hasta su muerte.

Enardecido por el amor a Dios y al prójimo, Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía. El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.

En el orden de la caridad social se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la “Casa del Alivio del Sufrimiento”, inaugurada el 5 de mayo de 1956.

Para el Padre Pío la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: “En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios”. La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios. Estuvo siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No era solamente el hombre de la esperanza y de la confianza total en Dios, sino que infundía, con las palabras y el ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban.

El amor de Dios le llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular: crecer y hacer crecer en la caridad.

Expresó el máximo de su caridad hacia el prójimo acogiendo, por más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se daba a todos, haciendo renacer la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, él veía la imagen de Cristo y se entregaba especialmente a ellos.

Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto.

Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad.

Cuando tuvo que sufrir investigaciones y restricciones en su servicio sacerdotal, todo lo aceptó con profunda humildad y resignación. Ante acusaciones injustificadas y calumnias, siempre calló confiando en el juicio de Dios, de sus directores espirituales y de la propia conciencia.

Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.

Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.

Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos. En medio a tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser sólo un pobre fraile que reza”.

Desde la juventud tuvo una salud frágil, que en los últimos años de su vida empeoró rápidamente. La muerte le sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Sus funerales se caracterizaron por una extraordinaria concurrencia de personas.

El 20 de febrero de 1971, apenas tres años después de su muerte, Pablo VI, dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: “¡Mirad qué fama ha tenido, qué multitud ha reunido en torno a sí en todo el mundo! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Porqué tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento”.

Fama de santidad Ya durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas. En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas. De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a este fiel siervo suyo.

No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. El 18 de diciembre de 1997, en presencia de Juan Pablo II, fue promulgado el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes. El 2 de mayo de 1999 fue beatificado por Juan Pablo II, estableciendo el 23 de septiembre como fecha de su fiesta litúrgica.

El 16 de junio de 2002 fue canonizado por Juan Pablo II. El pontífice -que le visitó en 1947 en su convento de San Giovanni Rotondo, sur de Italia, cuando era un simple cura polaco que estudiaba en Roma y oró ante su tumba en 1974 cuando era arzobispo de Cracovia y en 1987 ya como Papa- resaltó el orgullo que sentía el Padre Pío por la Cruz, su espiritualidad, el estar siempre disponible para los demás y su vida de oración y penitencia. «El Padre Pío ha sido un generoso distribuidor de la misericordia divina. El ministerio de la confesión, que distinguió su apostolado, atrajo a grandes gentíos hasta San Giovanni Rotondo», dijo el Papa recordando que él mismo se confesó con el fraile, «aquel singular confesor que trataba a los fieles con aparente dureza». Y es que el Padre Pío, de quien se asegura que tenía el don de escrutar en el corazón de las personas, negó muchas veces la absolución a los que se confesaban con él al descubrir que le estaban ocultando pecados. Una vez arrepentidos de verdad, les abrazaba.

Juan Pablo II agregó que a las plegarias e innumerables horas dedicadas a la confesión, el Padre Pío también cultivó la caridad, que se puede ver en la «Casa del Alivio del Sufrimiento», construida en San Giovanni Rotondo para asistir a los más necesitados y que hoy es uno de los más importantes centros sanitarios del sur de Italia. La construcción de esa casa -unido a los fenómenos extraordinarios de los estigmas que registró durante su vida en manos, pies y costado- le costó muchas críticas e incomprensiones por parte de algunos sectores del Vaticano. Ante las numerosas denuncias contra él, el Santo Oficio le abrió en 1931 una investigación y le sometió a una especie de «arresto domiciliario», con la prohibición de contactar con los fieles y con la sola autorización de celebrar misa en privado. El castigo duró casi tres años. Entre las muchas cosas que se dijeron de él, varios enviados del Vaticano escribieron que era un «ignorante», un «psicopático», un «liante» y «uno que se maltrataba físicamente». Se le acusó también de estar detrás de negocios turbios relacionados con la «Casa del Alivio del Sufrimiento», sufragada con el dinero enviado por miles de devotos. Cuando fue beatificado por Juan Pablo II en 1999, el Pontífice recordó los sufrimientos pasados, afirmando que «algunas veces sucede en la historia de la santidad que el elegido es objeto de incomprensiones».

A la ceremonia de la canonización asistieron las dos personas italianas que se curaron gracias a la intercesión del fraile, milagros que le han llevado a los altares y al culto de la Iglesia Universal. Se trata de Consiglia de Martino, que se curó en 1992 de manera inexplicable de una rotura de un vaso linfático que la llevaba irremediablemente a la muerte, y el niño Matteo Colella, que hoy tiene casi diez años y que hace dos entró en coma irreversible por una meningitis fulminante. El niño fue llevado por sus padres a la celda del fraile, en el convento capuchino, donde rezaron desesperadamente por su vida. Matteo curó de forma inexplicable a los pocas horas. Hoy el pequeño recibió la comunión y la bendición papal. A la canonización también acudió Wanda Poltawska, una psiquiatra polaca amiga de Juan Pablo II. En 1963 Karol Wojtyla, envió una carta a Padre Pío para que intercediera por ella, enferma de un cáncer en la garganta. La mujer sanó al poco tiempo de manera inexplicable para la ciencia.

Grupos de oración En la actualidad hay en todo el mundo 2.700 grupos de oración inspirados en la espiritualidad del padre Pío. Nacieron como respuesta al llamamiento hecho por Pío XI para alejar la guerra: “Orad juntos para conmover el corazón de Dios”. El padre Pío formó un pequeño grupo de oración en los años veinte. “Nosotros debemos ser los primeros”. Entonces había todavía en la hospedería del convento un local en el que no había clausura y por lo tanto se podían recibir visitas. La hospedería tenía una chimenea. El padre Pío reunía allí a una decena de mujeres en torno a la chimenea encendida. Era gente sencilla, del pueblo. Les daba catequesis, les leía el Evangelio, les ayudaba a comprender el Antiguo Testamento.

La idea se perfeccionó en los años cuarenta: el padre Pío dictó instrucciones precisas al doctor Gugliemo Sanguinetti, que era el alma del naciente hospital de San Giovanni Rotondo, fundado por el capuchino. Indicó la característica que distingue hoy a su movimiento. Estableció que los grupos fueran dirigidos por un sacerdote nombrado por el obispo local. El motivo lo explicó el mismo padre Pío al dar sus instrucciones: «Queremos evitar todo protagonismo y toda posible desviación por iniciativas personales que podrían falsear los fines». Los fines eran y son rezar «en la Iglesia, con la Iglesia, por la Iglesia».

Un hombre de oración y de sacrificio El padre Pío era el primero en saber que el «culto del padre Pío» podía derivar en sectarismos, cerrazones y milagrerías. Él lo evitó: si el obispo del lugar no quería el Grupo de Oración –lo cual a veces sucedía, sobre todo al principio–, el Padre Pío lo disolvía.

En estos grupos de oración reina gran libertad. Actualmente, por ejemplo, uno de estos grupos se reúne en un cuartel de carabineros, creado por el comandante con su esposa e hijos. Hay otro en la sede de la FAO (el Fondo de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) en Roma, formado por empleados que se reúnen después de la pausa para comer. ¿Qué hacen? Rezan. Cuatro veces al mes se reúnen para la misa, el rosario, la meditación sobre la Escritura. El padre Pío, para los laicos, se contentaba con “pequeños pasos”. Poco a poco, la oración común se traduce en caridad activa.

Cuando el padre Pío murió había cerca de 700 grupos. Ahora suman 2.300 en Italia y 400 en el resto del mundo. Pero las cifras dicen poco. En Polonia hay 24. En Argentina, 70. Están teniendo un éxito inesperado, pues se basan en una idea sencilla pero decisiva en tiempos de individualismo: orar juntos.

José Luis Martín Descalzo: Yo he llegado a cura

No, yo no he sido secretario de Hitler, ni he descubierto una isla desconocida, ni he ido a la Luna, ni he atravesado el Atlántico en un cascarón de nuez. He hecho una cosa mucho más difícil y, sobre todo, más importante que ésas: yo he llegado a cura. Sí, hace dieciocho días que dije mi primera misa, y veinte que fui ordenado sacerdote; es decir, hace exactamente cuatrocientas ochenta horas soy uno de los hombres más importantes de la tierra. ¿Que exagero? Veréis.

Nací en el mes de agosto de 1930, y tenía, por tanto, en aquel invierno de 1942 doce estupendos años. Porque lo que voy a contaros sucedió en la noche del 27 al 28 de diciembre. Mi padre era escribiente en el Ayuntamiento de León, y aprovechando sus vacaciones de Navidad nos habíamos ido a pasar las fiestas con don Cosme, hermano de mi madre y cura de San Cebrián de Arriba. El buen cura nos escribía siempre antes de Navidades, quejándose de que estaba muy solo, y todos los años acababa enterneciendo a mi madre, y allí nos íbamos los cinco –mis padres, mis dos hermanitas y yo–, aunque a mi padre le fastidiase la cosa, pues el día 27 tenía que dejarnos y pasar solo, en León, los cuatro últimos días del año, para volver después a recogernos. Esto cuando no teníamos la suerte de que la nieve nos aislase y mi padre no pudiese bajar a su trabajo, con un disgusto, fuerte en intensidad aunque corto en duración, por parte de don Fabián, el secretario. No sucedió así aquel año, y aquella mañana había salido mi padre hacia la capital en el coche de línea. El coche patinaba medianamente sobre la nieve, pero no por eso había dejado de pasar.

Recuerdo que quedé algo mustio con su marcha, porque mi padre, que en León era serio, parecía empequeñecerse en cuanto llegaba a San Cebrián. Quizá fuera el no tener trabajo lo que le hacía acercarse a mí hasta pasarse el día haciéndome casas y figuras de corcho para el Nacimiento, que crecía de año en año.

Así, pues, me pasé aquel día 27 bastante aburrido, y menos mal que por la tarde tuve el entretenimiento de ver caer la nieva. Era éste un espectáculo que me alucinaba y me hacía pasar horas y horas con la nariz aplastada contra los cristales, sin tener noción del tiempo.

Cuando llegó la noche me sentía desilusionado de aquel 27 de diciembre, que tan pocas novedades había traído. Tenía necesidad casi física de vivir alguna aventura, de que pasase algo, aunque sólo fuese por desentumecer las piernas, que me pedían una carrera.

Les presento a tío cura En el viejo cuarto de estar golpeaba un reloj que marchaba más de prisa que los pase le mi tío, que resonaban en el despacho. Mi tío era un hombre de esos a quienes hay que querer en cuanto se les conoce. Tenía el pelo gris y dos grandes arrugas surcaban la frente, sin que ninguna de estas dos cosas consiguieran hacer menos brillante su mirada ni apagar su sonrisa constante. Yo escuchaba sus pasos lentos y sabía que de un momento a otro abriría la puerta y diría: «Qué, ¿está la cena?» En el cuarto de estar, mis hermanas hacían comiditas en un rincón. Yo jugaba con Laurel, un canelo de dos años a quien habíamos tenido que meter en casa porque la nieve casi taponaba la puerta de su caseta. El animal jadeaba, cansado ya de saltar inútilmente a la caza del terrón que yo levantaba en la mano. De pronto, Laurel se puso rígido, estiró las orejas y lanzó un ladrido agudo, que hizo que mis hermanas levantaran a un tiempo la cabeza. Fue entonces cuando oímos que un caballo se acercaba calle abajo, se paraba a nuestra puerta. Llamaban.

Mi madre tiró de la soga, y al tiempo se abrieron la puerta de la calle y la del despacho de mi tío, que apareció en ella con el breviario en la mano. Abajo había un hombre mal afeitado y con la pelliza salpicada de nieve. Dijo: –¿El señor cura? Y cuando vio a mi tío: –En Roblavieja, que se ha puesto muy mala la señora Juliana. Me dijo el médico que le avisase, que a lo mejor no pasa de la noche. Yo bajo a San Esteban a buscar medicinas.

Cuando la puerta de abajo se cerró y oímos alejarse los cascos del caballo, mi tío dijo: –Las botas, Matilde.

–¿Vas a ir? –mi madre temblaba al decirlo.

–Debo ir.

Mi tío dijo esto con naturalidad, sin forzar siquiera el tono. Mi madre se mordió los labios y se fue a la cocina sin contestar. Sabía que protestar era inútil. Luego, mientras mi tío cenaba de prisa, oyó que mi madre lloraba.

–No seas tonta –dijo–, son cuatro kilómetros. Estoy allí en una hora.

–Pero es de noche, y con esta nieve…

–Conozco esto de sobra. Son treinta años haciendo este camino.

A mí me parecía que el reloj de la sala golpeaba ahora más fuerte. Y hasta notaba la habitación más fría, tal vez por el viento que había entrado mientras la puerta había estado abierta.

Cómo me vi metido en la aventura –Cosme –dijo mi madre.

–¿Qué? Mi tío no volvió la cabeza al contestar.

–¿Por qué no va contigo el niño? Fue ahora cuando el cura volvió con violencia la cabeza. –¿Estás loca? elijo.

–Me quedo más tranquila.

Mi madre era así, le gustaba hacer las locuras completas, o tal vez es que, simplemente, presagiaba lo que iba a ocurrir. Y ya no hubo manera de convencerla de lo contrario, y así fue cómo aquella noche me encontré caminando sobre la nieve al lado de mi tío.

Había dejado de nevar y el aire estaba tibio. Había salido la luna, que daba a la nieve una luz extrañamente blanca. Cuando salimos del pueblo, el reloj de la torre dio las diez de la noche. Estaban cerradas todas las puertas y las últimas luces temblaban detrás de las ventanas. Mi tío iba embozado en su manteo, bajo el que ocultaba la caja de los sacramentos. Yo iba físicamente embutido en el abrigo y la bufanda y caminaba a saltos para no helarme los pies.

La primera parte del camino fue fácil; pero cuando llevaríamos andados cerca de tres cuartos de hora se ocultó la luna y comenzó otra vez a nevar. Se levantó un frío que cortaba y que hacía llorar. La noche se había puesto muy oscura y no había más luz que la que despedía el brillo de la nieve. Fue entonces cuando yo comencé a tener miedo de veras, porque noté que mis pies se hundían más que antes, y tuve la sensación de que nos habíamos salido del camino. Miré a mi tío sin atreverme a hablar, y vi en sus ojos idéntico temor. Nos detuvimos. Sí, realmente, el suelo fallaba y la profundidad del suelo donde poníamos el pie era diferente a cada pisada. Se veían ya algunas luces de Roblavieja y el pueblecito se dejaba ver como una mancha más oscura. Pero ¿y el camino? No había posibilidad de adivinarlo, ya que la nieve estaba tendida como una capa, que no permitía adivinar dónde estaba el suelo firme y liso.

Los leños en el fuego Seguimos andando a la ventura, y ahora el pavor estaba ya en mi corazón. Y entonces fue cuando sucedió lo que tenía que suceder, lo que estaba señalado para esta fecha desde la eternidad. Y todo fue sencillo, como una lección bien aprendida. Mi tío perdió tierra y cayó, dando un grito. Yo corrí hacia él e intenté ayudarle a ponerse en pie. Pero fue inútil. No podía ponerse en pie y ya no volvería a caminar más.

–Vete –me dijo–. Corre al pueblo y avisa que vengan a buscarme.

–¿Cómo voy a dejarle a usted aquí? ion estar tú conmigo no se gana nada. Anda, vete corriendo, no pierdas más tiempo. Corre cuanto puedas.

Lo demás todo fue muy rápido. Corrí como un loco hacia el pueblo, sin atender en absoluto al peligro que también yo corría. Aporreé la puerta de la primera casa hasta hacerme daño en los nudillos. La noticia corrió de casa en casa, y poco después unos veinte hombres y varios perros me acompañaban al lugar donde había dejado a mi tío. Mientras, seguía nevando, y los ladridos de los perros eran secos y parecía que hicieran daño en el silencio. Mi tío estaba sin sentido, pero vivo todavía. Cuando le levantaron quedó en medio de la nieve removida una mancha de sangre que chillaba entre la blancura. Envuelto en una manta le llevaron hacia el pueblo. Abrió los ojos y pidió que le llevaran a casa de la enferma.

–De morir, morir haciendo bien –dijo.

Le arrimaron al fuego y se fue reanimando, mientras el médico vendaba la pierna, toda roja. Cuando estuvo un poco más repuesto pidió que le acercaran a la cama de la enferma, que era una viejecita arrugada que hablaba con rápidos chillidos. Había mucha gente en el cuarto, y yo noté que todos apretaban los labios como queriendo contener el llanto. Yo me quedé junto al fogón, sin acabar de comprender lo que pasaba; era demasiado grande aquello para mi pequeña cabeza. Me entretuve en contemplar las llamas amarillas y rojas que subían y bajaban en los leños. Ponía los ojos en un tronco y le veía prenderse, llenársele de fuego las entrañas y luego irse doblando, crujir con un chasquido de cansancio, y poco a poco convertirse en ceniza. Cuando los troncos consumidos se habían hecho polvo, venía una muchacha con una brazada de leña y rellenaba el fogón. Yo perdí la noción del tiempo, porque mi tío y la vieja parecían no cansarse de hablar. Sólo sé que la chica de la leña rellenó por lo menos tres veces el fogón con leña nueva. Yo oía desde lejos la respiración ahogada de mi tío –una respiración irregular, como una máquina estropeada–, y entonces, no sé cómo, le vi como uno de aquellos troncos que iban desfalleciendo en el fogón. Le veía doblarse lentamente hasta que al fin cayera. Pero veía su sonrisa clara, que tampoco ahora se apagó; su alegría de morir en un acto de servicio, morir calentando a los demás y agotarse para dar puesto a otro leño que vendría tras él, para morir también en el fogón. Fue entonces cuando se me ocurrió de repente –¿cómo?– que por qué no iba a ser yo el leño que le sustituyera. No sé, nunca se sabe cómo se ocurren las grandes ideas.

A1 día siguiente las campanas de los dos pueblos tocaron a muerto, ¡aunque parecía que tocaban a gloria! Yo estaba como abstraído, como fuera de mí. La gente pensaba que era tristeza por la muerte de mi tío; pero ¿cómo iba a entristecerme una muerte tan estupenda? Me parecía tan terriblemente hermosa aquella muerte, que empecé desde entonces a soñarla para mí. Y era este sueño lo que obsesionaba mi cerebro infantil.

Pocos días después volvía con mi madre a León, y en el coche iba con nosotros una Comisión a pedir al obispo un nuevo cura. Me llevaron con ellos al Palacio. El obispo era viejo, pequeño y arrugado, y yo noté que le temblaban los labios cuando le conté la escena de la caída. Luego, el alcalde dijo que tenía que mandar dos curas –uno para cada pueblo–, «para que aquello no volviese a suceder». El obispo levantó entonces una mirada triste. Se levantó de la mesa y nos llevó hasta un mapa que tenía a la derecha de su mesa. Dijo.

–Miren: todos estos puntos negros son pueblos sin sacerdote. Lo que ha pasado en San Cebrián puede pasar en otros cien pueblos. Pero, ¿cómo arreglarlo? ¿a dónde vamos por los sacerdotes? Fue entonces cuando yo sentí que todo mi corazón temblaba. El obispo me había puesto la mano en la cabeza. Dije: –Yo… Yo… –y luego, con más valor–: quiero llenar el puesto de mi tío.

Así; todo tan sencillo. A1 obispo se le llenaron los ojos de sonrisa. Dijo: –Dios te bendiga, hijo mío.

Un cura de juguete En octubre entré en el Seminario. De esto hace ahora doce años. ¡Oh, no, no fue todo fácil! El sueldo de mi padre era corto, y hubo que estirarlo para pagar la pensión. A mí no me lo decían; pero yo supe más tarde que mi padre tuvo que hacer horas extraordinarias para poder pagármela, y que desde que yo entré en el Seminario no supieron en casa qué era el postre. Pero, sin embargo, nuestra alegría era cada día mayor. Yo me sentía en mi sitio en el Seminario, y estaba orgulloso de mi destino de ser un leño que diese calor a los demás, al mundo, que tanto lo necesitaba, y mis padres eran felices al verme feliz y al saberme escogido por Dios para aquella cosa estupenda de ser ministro suyo.

Mi madre decía: «Doce años.., ¿tú sabes lo que es eso?» A mí también me parecía que no se iban a acabar nunca. Pero el tiempo avanzaba. Recuerdo ahora mi primera sotanita y lo que Pili y Conchi se rieron cuando me vieron con ella.

–Eres un cura de juguete, eres un cura de juguete –repetían.

Y yo me reía también y sentía una alegría inexplicable al pensar que aquel juego se acabaría un día. Sí, había horas largas y aburridas –¡oh, aquellas declinaciones griegas, aquellos verbos irregulares latinos!–; pero ¿y las horas estupendas? ¿Y los partidos de fútbol de todas las tardes, y, sobre todo, aquella ordenación solemne de fin de curso? ¡Qué envidia me daba cada año el ver salir una nueva hornada de compañeros, y al ver que para mí los años avanzaban tan despacio!… Y, sin embargo, la verdad era que el tiempo corría desaforadamente y que los cinco años de Latín en primero de Filosofía me parecieron cortísimos, como me parecieron insignificantes los tres de Filosofía cuando empecé la Teología. Y luego los cuatro últimos…, aquello era ya cuesta abajo.

Yo recordaba siempre a mi tío en cada sacerdote que veía, y aquella noche de nieve cada vez que nuestro patio aparecía blanqueado; recordaba sobre todo aquel fogón en que los leños iban consumiéndose. Y pensaba: «Dentro de cuatro años me tocará a mí arder y también calentar y alumbrar. ¿Qué sería de nosotros sin este fuego vivificador?> « En los pueblos sin sacerdote –pensaba– deben tener un invierno perpetuo».

El juego va de veras Y he aquí que también los cuatro años de Teología se fueron en un vuelo y llegó esa fecha soñada en que a mi corazón bajaría el gran fuego, el día en que yo sería convertido en ministro de Cristo. ¿Cómo queréis que os describa esto? ¿Es que se puede contar? Éramos ocho. Recuerdo cómo avanzábamos temblorosos, sabiendo que la gran hora había llegado. El obispo nos ungió las palmas de las manos, y yo sentí en aquel momento que mis manos ya eran iguales que las de mi tío y que ya podía yo ir a llenar su puesto en la brecha. Sentí el tremendo misterio de la entrada de Cristo por mis venas. De pronto yo cesaba de ser el niño de siempre, dejaba de ser el cura de juguete que decían mis hermanas, para ser ya de veras el ministro de Cristo, el hombre que con media docena de palabras haría los más prodigiosos milagros.

Mis padres me abrazaron. Mi madre tenía dos surcos rojos en la cara y sólo sabía decirme: « ¡Hijo, hijo, hijo!» Mi padre, ni eso. Apretaba los labios y se notaba que hacía fuerza para no llorar. Pili y Conchi me miraban con admiración y casi con respeto.

Invadido por Dios Dos días después fue la primera misa. Y éste sí que fue día. Vino toda la familia, hasta los tíos de Barcelona que aún no conocía. Yo subí tembloroso al altar. Comprendía que mi vida había llegado a su meta. Tanto soñar esta hora, y ya había llegado. Yo sentía entonces una alegría como nunca había soñado que pudiera sentirse. Me sentía tan lleno de Dios, tan misteriosamente invadido por su presencia, que hubiera querido volverme a contárselo a todos, salir a la calle y detener a la gente para explicárselo. Yo sabía que mis manos ya no eran mías, ni eran míos mis labios, porque bastaba con que yo pronunciara seis palabras para hacer el más grande de todos los milagros: convertir un pedazo de pan en el Cuerpo de Cristo.

Y entonces venía a mi memoria toda mi vida. Aquellos años infantiles de romper zapatos en el fútbol y jugar a las canicas –¡y mis manos, Señor, aquellas manos…!– Recordaba, sobre todo, aquella noche de diciembre y me parecía que ahora yo estaba repitiéndola. Tanto, que cuando subí al altar tuve la sensación de oír el reloj que aquella noche había dado las diez campanadas. Y cuando me acercaba a la Consagración me parecía como si me hundiese en tierra, igual que aquella noche en la nieve. Me temblaba el corazón como entonces, aunque esta vez no de miedo, sino de gozo.

Oía desde el altar el sonido de las bocinas de los coches que pasaban por la calle, el metralleo de las motos que tomaban la curva, y pensaba: «El mundo sigue rodando, los obreros trabajan en sus fábricas, los oficinistas se inclinan sobre las máquinas de escribir, las amas de casa acercan los pucheros a la lumbre y nadie de ellos conoce esta cosa estupenda que aquí está sucediendo. Pero Dios sí lo sabe. Dios está ahora pendiente de mis labios, olvidándose de todo el resto de la tierra. Porque cuando yo digo las palabras –las seis milagrosas palabras…–, Él vendrá a mis manos para que yo me vuelva y le distribuya a los hombres».

Demasiada, demasiada alegría Cogí el pan entre mis manos –pan ya por pocos instantes– y dije lentamente las misteriosas palabras. Sentí al hacerlo un gozo intenso, algo como si en aquel instante me hubieran vaciado por dentro y me hubieran metido un alma distinta, el mismo Ser de Cristo. Me arrodillé ante el misterio que acababa de realizar. Y no puedo deciros si temblaba o si reía. Aquello pasó en un mundo que hoy no consigo recordar. Creo que en el coro sonaba suave el órgano, supongo que sonó la campanilla, me imagino que fueron muchos los que se estremecieron cuando elevé la Hostia, pienso que mis manos temblarían al hacerlo. Pero todo esto pasaba en un mundo que en aquellos instantes no era el mío. Lo que verdaderamente pasaba entre mis manos quedaba más allá, mucho más allá de cuanto yo pueda deciros.

Luego elevé la Sangre. ¡La Sangre! ¡La Sangre que redime y cambia el curso de la Historia! La Sangre que nos hizo hijos de Dios. Apretaba el cáliz por miedo a derramarla, y casi se me cae con el afán de asegurarle bien.

Después de arrodillarme por segunda vez ante el cáliz, me detuve un instante como abrumado por el peso de cuanto acababa de hacer. No tenía ni fuerzas para levantar los brazos, me había quedado sin respiración. Y no era miedo, no, lo que sentía; era una sensación de alegría aplastante la que me llenaba, algo absolutamente distinto de cuanto había sentido hasta este momento, algo que no podré describir porque nunca acabaré de comprenderlo.

Doy la Comunión a mis padres A1 llegar la Comunión me volví con el Señor entre mis dedos. En el reclinatorio me esperaban mis padres.

Corpus Domini Nostri… «Madre, que es el Cuerpo de Cristo lo que te doy a cambio de mi cuerpo». Pensé: «¡Qué contrastes! Yo doy a quien me hizo, el Cuerpo de Quien la hizo». Y después: «¿Recuerdas aquella noche nevada de diciembre? Aquella muerte de entonces nos mereció esta vida, madre. ¿Recuerdas la despedida de cada año al ir al Seminario? Segundo ya, tercero…> Y luego: «Faltan siete, y cuatro, y dos». Y luego, llorar a cada misa nueva que veías y pensar: «Dentro de nueve meses, de seis, de tres…» Y ahora, madre, ahora todo. Ahora, sí, tu hora. Ya merece vivir para ver esto. Que el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo custodie tu alma para la vida eterna, madre mía. Así, deja que pase la Hostia blanca que yo he consagrado, entre dos ríos de lágrimas, las más dulces lágrimas de tu vida.

Corpus Domini Nostri… –dije–. «Padre, tú, sin llorar, pero con los labios prietos, serenando la emoción; tú siempre un poco al fondo de la casa, silencioso, pero todos sabiendo que tú estabas allí, que tu mano estaba allí para cuando fuera necesaria. Tú, lejos de la casa, pero sabiendo que la casa vive gracias a ti. Tú, escribiendo siempre, pero sabiendo que ahora más que nunca estaba Dios entre tus papeles. No tiembles ahora, padre mío; abre los ojos bien. Sí, es tu hijo el que pone la Hostia sobre tu lengua, sobre tu lengua temblorosa».

¿Para qué sirven los curas? Cuando acabó la misa me senté en un rincón de la iglesia y allí estuve largo rato, como intentando explicarme a mí mismo lo que había sucedido. Todo en mi vida era distinto, comenzaba a sentirme útil y mi existencia empezaba a servir para algo. Me veía entre los hombres con las manos llenas de amor y siendo como un canal entre ellos y Dios, un canal por el que bajarían las gracias del Cielo, por el que subirían las oraciones de la tierra. Me veía derramando el agua santa sobre la frente de los niños, y acompañando los últimos minutos de los moribundos; perdonando a los jóvenes sus pecados– ¡ah, y viéndoles marcharse contentos, con una nueva alegría!– y bendiciendo los nuevos hogares en que se perpetuaría la vida. Veía a los niños arrodillados, puros y angelicales, ante el altar, y yo bajaba hasta ellos y les ponía el Cuerpo del Señor sobre la lengua. Yo rezaba también sobre los muertos, y mi bendición era lo último que descendía sobre sus tumbas entre las paletadas de tierra. Yo bendecía las casas, y los animales, y los frutos, y hablaba a los hombres de Dios, y por ellos, por todos ellos, levantaban en las manos la Hostia blanca, en la que Cristo se nos mostraría y vendría a vivir entre nosotros. < Sí –pensé–; mi vida comienza a servir para algo». Y aunque pasó este maravilloso día, puedo aseguraros que no pasó del todo, porque aquella alegría de la misa primera ha comenzado a repetirse cada mañana, si cabe, más profunda y más serena, ya sin nervios. Y, sobre todo, he comprendido más, cada minuto que ha ido pasando, que esta alegría no se me daba sólo para mí; que el sacerdocio no era una cosa para mi uso personal; que aquel fuego se me había dado para que yo lo repartiera a los demás. Un pueblecito Por eso la gran alegría cuando aquella carta con sobre azul llegó a mis manos. Temblaba antes de abrirla. Me marcaba mi destino: un pueblecito en la montaña. Y aquí estoy. Llegué tarde, y desde el primer momento comprendí con una emoción inexplicable que es igual que San Cebrián de Arriba. Recostado en la ladera de los Picos de Europa, con una iglesia pequeña y pobre, pero clara, que tiene un sagrario de madera dorada y una Virgen de escayola con túnica rosa y manto azul. Con 180 casas apretadas las unas con las otras, como para defenderse mutuamente de la nieve. Y con gente sencilla que a mi paso se quita la gorra y dice: «Ave María purísima». Esta mañana dije mi primera misa entre ellos, y al volverme a decirles: « El Señor esté con vosotros», me daba la impresión de conocerles de antiguo, de haber visto sus caras en otro sitio. Y de pronto comprendí que les había visto en mi corazón, de tantas veces como había soñado por ellos. Tengo también otro pueblecito encargado a cinco kilómetros; un tenue caminito los une, un camino que la nieve borra en el invierno. Pienso que ya estoy ardiendo, que soy el leño en el fuego, el fuego que ilumina, que calienta; que ése es mi destino: consumirme en un acto de servicio, en un glorioso acto de servicio a los hombres. ¡Y estoy tan orgulloso con este destino! ¿Cuánto durará? ¡Qué importa eso! Quizá sean muchos años, como mi tío; quizá sólo unos meses, puede que unos días; quién sabe si esta misma noche no nevará y estará borrado el camino que lleva a Castales y llegará uno a caballo a llamar a mi puerta. Por eso tengo que darme prisa, tengo que buscar en seguida alguien que me sustituya, que siga en la brecha si yo muero. Este fuego no puede –¡no puede!– extinguirse, porque con él se apagaría el mundo. ¿No oís? ¡Callad! ¿No oís un caballo que se acerca en la noche? Sí, ya está ahí. Se ha parado a mi puerta. Va a llamar. Necesito buscar urgentemente –ur-gen-te-men-te– un niño que venga esta noche conmigo, que se disponga a llenar mi vacío si yo muero. Porque el caballo se ha detenido y van a llamar. ¿No lo oís? Se ha detenido, sí, a mi puerta. Va a llamar. Va a llamar… Tomado de “Relatos de un cura joven”, Edibesa, Madrid, 1997, p. 95. Publicado originalmente en febrero de 1957.

María Goretti: Una adolescente mártir por conservar la castidad

María nace el 16 de octubre de 1890, en Corinaldo (Ancona, Italia), en el seno de una familia pobre de bienes terrenales pero rica en fe y virtudes. Es la tercera de los siete hijos de Luigi Goretti y Assunta Carlini. Al día siguiente de su nacimiento es bautizada y consagrada a la Virgen. Recibirá el sacramento de la Confirmación a los seis años. Después del nacimiento de su cuarto hijo, Luigi Goretti emigra con su familia a las grandes llanuras de los campos romanos, todavía insalubres en aquella época. Se estableció en Ferriere di Conca, al servicio del conde Mazzoleni, donde María no tarda en revelar una inteligencia y una madurez precoces. Es como el ángel de la familia: no hay en ella atisbo de capricho, desobediencia o mentira.

Tras un año de trabajo agotador, Luigi contrae el paludismo y fallece en diez días. Para Assunta y sus hijos empieza un largo calvario. María llora a menudo la muerte de su padre, y aprovecha cualquier ocasión para arrodillarse delante de la verja del cementerio. Quizás su padre se encuentre en el purgatorio, y como ella no dispone de medios para encargar misas por el reposo de su alma, se esfuerza en compensarlo con sus plegarias. Pero no hay que pensar que la muchacha practica la bondad sin esfuerzo, ya que sus sorprendentes progresos son fruto de la oración. Su madre contará que el rosario le resultaba necesario y, de hecho, lo llevaba siempre enrollado alrededor de la muñeca. De la contemplación del crucifijo, María se nutre de un intenso amor a Dios y de un profundo horror por el pecado.

María suspira por el día en que recibirá la Sagrada Eucaristía. Según era costumbre en la época, debía esperar hasta los once años, pero un día le pregunta a su madre: “Mamá, ¿cuándo tomaré la Comunión?. Quiero a Jesús”. “¿Cómo vas a tomarla, si no te sabes el catecismo? Además, no sabes leer, ni tenemos dinero para comprarte el vestido, los zapatos y el velo, y no tenemos ni un momento libre.” “¡Pues nunca podré tomar la Comunión, mamá! ¡Y yo no puedo estar sin Jesús!” “Y, ¿qué quieres que haga? No puedo dejar que vayas a comulgar como una pequeña ignorante.” Finalmente, María encuentra un medio de prepararse con la ayuda de una persona del lugar, y todo el pueblo acude en su ayuda para proporcionarle ropa de comunión. Recibe la Eucaristía el 29 de mayo de 1902.

La recepción de la Eucaristía aumenta su amor por la pureza y la anima a tomar la resolución de conservar esa virtud a toda costa. Un día, tras haber oído un intercambio de frases deshonestas entre un muchacho y una de sus compañeras, le dice con indignación a su madre: “Mamá, ¡qué mal habla esa niña!”. “Procura no tomar parte nunca en esas conversaciones”. “No quiero ni pensarlo, mamá; antes que hacerlo, preferiría…”, y la palabra “morir” queda entre sus labios. Un mes más tarde, la voz de su sangre terminará la frase.

Al entrar al servicio del conde Mazzoleni, Luigi Goretti se había asociado con Giovanni Serenelli y su hijo Alessandro. Las dos familias viven en apartamentos separados, pero la cocina es común. Luigi se arrepintió enseguida de aquella unión con Giovanni Serenelli, persona muy diferente de los suyos, bebedor y carente de discreción en sus palabras. Después de la muerte de Luigi, Assunta y sus hijos habían caído bajo el yugo despótico de los Serenelli. María, que ha comprendido la situación, se esfuerza por apoyar a su madre: -Ánimo, mamá, no tengas miedo, que ya nos hacemos mayores. Basta con que el Señor nos conceda salud. La Providencia nos ayudará. ¡Lucharemos y seguiremos luchando! Desde la muerte de su marido, Assunta siempre está en el campo y ni siquiera tiene tiempo de ocuparse de la casa, ni de la instrucción religiosa de los más pequeños. María se encarga de todo, en la medida de lo posible. Durante las comidas, no se sienta a la mesa hasta que no ha servido a todos, y para ella sirve las sobras. Su obsequiosidad se extiende igualmente a los Serenelli. Por su parte, Giovanni, cuya esposa había fallecido en el hospital psiquiátrico de Ancona, no se preocupa para nada de su hijo Alessandro, joven robusto de diecinueve años, grosero y vicioso, al que le gusta empapelar su habitación con imágenes obscenas y leer libros indecentes. En su lecho de muerte, Luigi Goretti había presentido el peligro que la compañía de los Serenelli representaba para sus hijos, y había repetido sin cesar a su esposa: -¡Assunta, regresa a Corinaldo! Por desgracia Assunta está endeudada y comprometida por un contrato de arrendamiento.

Al estar en contacto con los Goretti, algunos sentimientos religiosos han hecho mella en Alessandro. A veces se suma al rezo del rosario que realizan en familia, y los días de fiesta asiste a Misa. Incluso se confiesa de vez en cuando. Pero todo ello no impide que haga proposiciones deshonestas a la inocente María, que en un principio no las comprende. Más tarde, al adivinar las intenciones del muchacho, la joven está sobre aviso y rechaza la adulación y las amenazas. Suplica a su madre que no la deje sola en casa, pero no se atreve a explicarle claramente las causas de su pánico, pues Alessandro la ha amenazado: “Si le cuentas algo a tu madre, te mato”. Su único recurso es la oración. La víspera de su muerte, María pide de nuevo llorando a su madre que no la deje sola, pero, al no recibir más explicaciones, ésta lo considera un capricho y no concede importancia a aquella súplica.

El 5 de julio, a unos cuarenta metros de la casa, están trillando las habas en la era. Alessandro lleva un carro arrastrado por bueyes. Lo hace girar una y otra vez sobre las habas extendidas en el suelo. Hacia las tres de la tarde, en el momento en que María se encuentra sola en casa, Alessandro dice: “Assunta, ¿quiere hacer el favor de llevar un momento los bueyes por mí?”. Sin sospechar nada, la mujer lo hace. María, sentada en el umbral de la cocina, remienda una camisa que Alessandro le ha entregado después de comer, mientras vigila a su hermanita Teresina, que duerme a su lado. “¡María!”, grita Alessandro. “¿Qué quieres?”. “Quiero que me sigas”. “¿Para qué?”. “¡Sígueme!”. “Si no me dices lo que quieres, no te sigo”. Ante semejante resistencia, el muchacho la agarra violentamente del brazo y la arrastra hasta la cocina, atrancando la puerta. La niña grita, pero el ruido no llega hasta el exterior. Al no conseguir que la víctima se someta, Alessandro la amordaza y esgrime un puñal. María se pone a temblar pero no sucumbe. Furioso, el joven intenta con violencia arrancarle la ropa, pero María se deshace de la mordaza y grita: “No hagas eso, que es pecado… Irás al infierno.” Poco cuidadoso del juicio de Dios, el desgraciado levanta el arma: “Si no te dejas, te mato”. Ante aquella resistencia, la atraviesa a cuchilladas. La niña se pone a gritar: “¡Dios mío! ¡Mamá!”, y cae al suelo. Creyéndola muerta, el asesino tira el cuchillo y abre la puerta para huir, pero, al oírla gemir de nuevo, vuelve sobre sus pasos, recoge el arma y la traspasa otra vez de parte a parte; después, sube a encerrarse a su habitación.

María ha recibido catorce heridas graves y se ha desvanecido. Al recobrar el conocimiento, llama al señor Serenelli: “¡Giovanni! Alessandro me ha matado… Venga.” Casi al mismo tiempo, despertada por el ruido, Teresina lanza un grito estridente, que su madre oye. Asustada, le dice a su hijo Mariano: “Corre a buscar a María; dile que Teresina la llama”. En aquel momento, Giovanni Serenelli sube las escaleras y, al ver el horrible espectáculo que se presenta ante sus ojos, exclama: “¡Assunta, y tú también, Mario, venid!”. Mario Cimarelli, un jornalero de la granja, trepa por la escalera a toda prisa. La madre llega también: “¡Mamá!”, gime María. “¡Es Alessandro, que quería hacerme daño!”. Llaman al médico y a los guardias, que llegan a tiempo para impedir que los vecinos, muy excitados, den muerte a Alessandro en el acto.

Después de un largo y penoso viaje en ambulancia, hacia las ocho de la tarde, llegan al hospital. Los médicos se sorprenden de que la niña todavía no haya sucumbido a sus heridas, pues ha sido alcanzado el pericardio, el corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino. Al comprobar que no tiene cura, mandan llamar al capellán. María se confiesa con toda lucidez. Después, los médicos le prodigan sus cuidados durante dos horas, sin dormirla. María no se lamenta, y no deja de rezar y de ofrecer sus sufrimientos a la santísima Virgen, Madre de los Dolores. Su madre consigue que le permitan permanecer a la cabecera de la cama. María aún tiene fuerzas para consolarla: “Mamá, querida mamá, ahora estoy bien… ¿Cómo están mis hermanos y hermanas?”.

A María la devora la sed: “Mamá, dame una gota de agua”. “Mi pobre María, el médico no quiere, porque sería peor para ti”. Extrañada, María sigue diciendo: “¿Cómo es posible que no pueda beber ni una gota de agua?”. Luego, dirige la mirada sobre Jesús crucificado, que también había dicho ¡Tengo sed!, y se resigna. El capellán del hospital la asiste paternalmente y, en el momento de darle la sagrada Comunión, la interroga: “María, ¿perdonas de todo corazón a tu asesino?”. Ella, reprimiendo una instintiva repulsión, le responde: “Sí, lo perdono por el amor de Jesús, y quiero que él también venga conmigo al paraíso. Quiero que esté a mi lado… Que Dios lo perdone, porque yo ya lo he perdonado.” En medio de esos sentimientos, los mismos que tuvo Jesucristo en el Calvario, María recibe la Eucaristía y la Extremaunción, serena, tranquila, humilde en el heroísmo de su victoria. El final se acerca. Se le oye decir: “Papá”. Finalmente, después de una postrera llamada a María, entra en la gloria inmensa del paraíso. Es el día 6 de julio de 1902, a las tres de la tarde. No había cumplido los doce años.

El juicio de Alessandro tiene lugar tres meses después del drama. Aconsejado por su abogado, confiesa: “Me gustaba. La provoqué dos veces al mal, pero no pude conseguir nada. Despechado, preparé el puñal que debía utilizar”. Es condenado a treinta años de trabajos forzados. Aparenta no sentir ningún remordimiento del crimen. A veces se le oye gritar: “¡Anímate, Serenelli, dentro de veintinueve años y seis meses serás un burgués!”. Pero María desde el Cielo no lo olvida. Unos años más tarde, monseñor Blandini, obispo de la diócesis donde está la prisión, siente la inspiración de visitar al asesino para encaminarlo al arrepentimiento. “Es muy terco, está usted perdiendo el tiempo, Monseñor”, afirma el carcelero. Alessandro recibe al obispo refunfuñando, pero ante el recuerdo de María, de su heroico perdón, de la bondad y de la misericordia infinitas de Dios, se deja alcanzar por la gracia. Después de salir el prelado, llora en la soledad de la celda, ante la estupefacción de los carceleros.

Una noche, María se le aparece en sueños, vestida de blanco en los jardines del paraíso. Trastornado, Alessandro escribe a monseñor Blandino: “Lamento sobre todo el crimen que cometí porque soy consciente de haberle quitado la vida a una pobre niña inocente que, hasta el último momento, quiso salvar su honor, sacrificándose antes que ceder a mi criminal voluntad. Pido perdón a Dios públicamente, ya la pobre familia, por el enorme crimen que cometí. Confío obtener también yo el perdón, como tantos otros en la tierra”. Su sincero arrepentimiento y su buena conducta en el penal le devuelven la libertad cuatro años antes de la expiración de la pena. Después, ocupará el puesto de hortelano en un convento de capuchinos, mostrando una conducta ejemplar, y será admitido en la orden tercera de san Francisco. Gracias a su buena disposición, Alessandro es llamado como testigo en el proceso de beatificación de María. Resulta algo muy delicado y penoso para él, pero confiesa: “Debo reparación, y debo hacer todo lo que esté en mi mano para su glorificación. Toda la culpa es mía. Me dejé llevar por la brutal pasión. Ella es una santa, una verdadera mártir. Es una de las primeras en el paraíso, después de lo que tuvo que sufrir por mi causa”.

En la Navidad de 1937, se dirige a Corinaldo, lugar donde Assunta Goretti se había retirado con sus hijos. Lo hace simplemente para hacer reparación y pedir perdón a la madre de su víctima. Nada más llegar ante ella, le pregunta llorando. “Assunta, ¿puede perdonarme?”. “Si María te perdonó, ¿cómo no voy a perdonarte yo?”. El mismo día de Navidad, los habitantes de Corinaldo se ven sorprendidos y emocionados al ver aproximarse a la mesa de la Eucaristía, uno junto a otro, a Alessandro y Assunta.

La fama de María Goretti se extendía cada vez más y fueron apareciendo numerosas muestras de santidad. Después de largos estudios, la Santa Sede la canonizó el 24 de junio de 1950 en una ceremonia que se tuvo que realizar en la Plaza de San Pedro debido a la gran cantidad de asistentes. En la ceremonia de canonización acompañaron a Pío XII la madre, dos hermanas y un hermano de María. Durante esta ceremonia Su Santidad Pío XII exaltó la virtud de la santa y sus estudiosos afirman que por la vida que llevó aún cuando no hubiera sido mártir habría merecido ser declarada santa. Sus restos mortales descansan en el santuario de Nettuno de los pasionistas.

En la homilía pronunciada por el papa Pío XII en la canonización de Santa María Goretti como mártir el 26 de junio de 1959, entresacamos unos párrafos: «De todo el mundo es conocida la lucha con que tuvo que enfrentarse, indefensa, esta virgen; una turbia y ciega tempestad se alzó de pronto contra ella, pretendiendo manchar y violar su angélico candor. (…) Fortalecida por la gracia del cielo, a la que respondió con una voluntad fuerte y generosa, entregó su vida sin perder la gloria de la virginidad.

»En la vida de esta humilde doncella, tal cual la hemos resumido en breves trazos, podemos contemplar un espectáculo no sólo digno del cielo, sino digno también de que lo miren, llenos de admiración y veneración, los hombres de nuestro tiempo. Aprendan los padres y madres de familia cuán importante es el que eduquen a los hijos que Dios les ha dado en la rectitud, la santidad y la fortaleza, en la obediencia a los preceptos de la religión católica, para que, cuando su virtud se halle en peligro, salgan de él victoriosos, íntegros y puros, con la ayuda de la gracia divina. Aprenda la alegre niñez, aprenda la animosa juventud a no abandonarse lamentablemente a los placeres efímeros y vanos, a no ceder ante la seducción del vicio, sino, por el contrario, a luchar con firmeza, por muy arduo y difícil que sea el camino que lleva a la perfección cristiana, perfección a la que todos podemos llegar tarde o temprano con nuestra fuerza de voluntad, ayudada por la gracia de Dios, esforzándonos, trabajando y orando.

»No todos estamos llamados a sufrir el martirio, pero sí estamos todos llamados a la consecución de esta virtud cristiana. Pero esta virtud requiere una fortaleza que, aunque no llegue a igualar el grado cumbre de esta angelical doncella, exige, no obstante, un largo, diligentísimo e ininterrumpido esfuerzo, que no terminará sino con nuestra vida. Por esto, semejante esfuerzo puede equipararse a un lento y continuado martirio, al que nos amonestan aquellas palabras de Jesucristo: El reino de los cielos se abre paso a viva fuerza, y los que pugnan por entrar lo arrebatan.

»Animémonos todos a esta lucha cotidiana, apoyados en la gracia del cielo; sírvanos de estímulo la santa virgen y mártir María Goretti; que ella, desde el trono celestial, donde goza de la felicidad eterna, nos alcance del Redentor divino, con sus oraciones, que todos, cada cual según sus peculiares condiciones, sigamos sus huellas ilustres con generosidad, con sincera voluntad y con auténtico esfuerzo.» La influencia de María Goretti continúa en nuestros días. El Papa Juan Pablo II la presenta especialmente como modelo para los jóvenes: “Nuestra vocación por la santidad, que es la vocación de todo bautizado, se ve alentada por el ejemplo de esta joven mártir. Miradla sobre todo vosotros los adolescentes, vosotros los jóvenes. Sed capaces, como ella, de defender la pureza del corazón y del cuerpo; esforzaos por luchar contra el mal y el pecado, alimentando vuestra comunión con el Señor mediante la oración, el ejercicio cotidiano de la mortificación y la escrupulosa observancia de los mandamientos” (29.IX.91). La realidad y el poder de la ayuda divina se manifiestan de una manera particularmente tangible en los mártires. Elevándolos al honor de los altares, “la Iglesia ha canonizado su testimonio y declara verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida” (Veritatis splendor, n. 91). Indudablemente, pocas personas son llamadas a padecer el martirio de la sangre. Sin embargo, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que -como enseña san Gregorio Magno- le capacita para amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” (id, 93).

Por eso el Papa no teme decir a los jóvenes: “No tengáis miedo de ir contracorriente, de rechazar los ídolos del mundo”. y explica: “Mediante el pecado, damos la espalda a Dios, nuestro único bien, y elegimos ponernos del lado de los ídolos que nos conducen a la muerte ya la condenación eterna, al infierno”. María Goretti “nos alienta a experimentar la alegría de los pobres que saben renunciar a todo con tal de no perder lo único que es necesario: la amistad de Dios… Queridos jóvenes, escuchad la voz de Cristo que os llama, también a vosotros, al estrecho sendero de la santidad” (29.IX.91).

Santa María Goretti nos recuerda que “el estrecho sendero de la santidad” pasa por la fidelidad a la virtud de la castidad. “Para algunas personas que se hallan en ambientes donde se ofende y se desacredita la castidad -escribe el cardenal López Trujillo-, vivir castamente puede exigir una dura lucha, a veces heroica. De todas formas, con la gracia de Cristo, que se desprende de su amor de Esposo por la Iglesia, todos pueden vivir castamente, incluso si se hallan en circunstancias poco favorables a ello.” “Que la alegre infancia y la ardiente juventud aprendan a no abandonarse desesperadamente a los gozos efímeros y vanos de la voluptuosidad, ni a los placeres de los vicios embriagadores que destruyen la apacible inocencia, engendran sombría tristeza y debilitan más pronto o más tarde las fuerzas del espíritu y del cuerpo”, advertía el Papa Pío XII con motivo de la canonización de Santa María Goretti. El Catecismo de la Iglesia católica recuerda lo siguiente: “O el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado” (n. 2339).

Para poder crear un clima favorable a la castidad, es importante practicar la modestia y el pudor en la manera de hablar, de actuar y de vestir. Con esas virtudes, la persona es respetada y amada por sí misma, en lugar de ser contemplada y tratada como objeto de placer. Siguiendo el ejemplo de María Goretti, los jóvenes pueden descubrir “el valor de la verdad que libera al hombre de la esclavitud de las realidades materiales”, y podrán “descubrir el gusto por la auténtica belleza y por el bien que vence al mal” (Juan Pablo II, id).

Con ocasión del centenario de su muerte, el 30 de junio de 2002, el cardenal Sergio Sebastiani ilustró las virtudes de esta santa: «Confianza en la providencia, amor hacia el prójimo, rechazo de la violencia y respeto de la propia dignidad de mujer, oración y unión con Dios, heroísmo del perdón por amor a Cristo, fe en la vida ultraterrena».

«El martirio de “Marietta” -como era conocida por sus familiares y amigos- es el culmen de un itinerario humano y espiritual que había llegado a la radicalidad evangélica en la cotidianidad de su vida de preadolescente y por esto mantiene todavía hoy actualidad y frescura».

«Estas opciones, como la de entregar la vida a Cristo y perdonar al agresor no se dan por casualidad: la santidad no se improvisa». «La pureza de la niña, su capacidad de perdón y la conversión del asesino son temas de reflexión no sólo para los creyentes, sino también para quien no cree porque ayudan a cultivar una dimensión “elevada” de la vida.» Para el biógrafo de la santa, el padre Giovanni Alberti, de la Congregación de los Pasionistas, a los que está confiado el Santuario de Nettuno dedicado a María Goretti, la santa es un modelo que hay que «proponer a los adolescentes de hoy porque, enamorada de Cristo, le supo seguir de modo radical». «Sus gestos, sus opciones, su tacto hacia el agresor son los de una niña que ha sabido comportarse como una mujer, pequeña mujer orgullosa de serlo».

El santuario de Nettuno, donde yacen los restos de María Goretti se encuentra entre los más frecuentados por multitudes que aumentan continuamente, y que provienen de todos los continentes. La imagen de la niña rubia con los lirios de la pureza, cuelga de la pared de millones de casas y se guarda en innumerables carteras. Todos los meses, en la revista de los Padres Pasionistas, custodios de la basílica en las costas del Lazio, se dedican páginas y páginas a reseñar las gracias y los prodigios obtenidos por intercesión de esta niña.

En realidad -comenta Vittorio Messori-, aun quedándonos en un plano completamente «laico», ¿hay algo más actual que la defensa desesperada de una niña ante la agresión brutal de un violador? ¿Y acaso hay alguien -sea cual sea su fe o su incredulidad- que hoy, sobre todo, no perciba la nobleza vertiginosa de las últimas palabras de la agonizante: «Decidle a Alessandro que no sólo le perdono, sino que ofrezco mi muerte para que el Señor lo lleve conmigo al Paraíso»? Y entre tantos propósitos de recuperación, tan a menudo frustrados, de quien se ha equivocado, ¿acaso no da qué pensar la vida voluntariamente penitente en la cárcel, durante 27 años del asesino, y finalmente su retiro a un convento capuchino, donde acabó sus días muriendo, por añadidura, en loor de santidad? Aquella misma Iglesia que había elevado a la víctima a la gloria de los altares, acogió con amor de madre también al homicida y lo guió por los senderos humildes del rescate y de la redención. ¿Acaso no hay también aquí, un ejemplo sobre el que reflexionar, para los hijos de culturas y de ideologías despiadadas que no conocen el perdón y levantan muros entre «ellos» y los «otros»? En los grandes discursos, a menudo tan demagógicos, sobre los excluidos, marginados, pobres, ¿puede considerarse irrelevante que se haya levantado a la veneración del mundo entero a la última entre los últimos, a la hija huérfana de un temporero venido de Corinaldo a morir de malaria en el infierno de los pantanos? Son preguntas que nos parece legítimo plantear a aquellos que no escatiman ironías sobre el culto tributado por la Iglesia a una niña que no había cumplido los doce años y que prefirió morir antes de renunciar a la dignidad que un pobre desgraciado, casi de su edad, en un arrebato sexual, quería arrancarle. Sin olvidar, además, que si María Goretti está en los altares, no ha sido por estrategias o cálculos clericales, sino por la irresistible presión del pueblo. Hay algo de misterio en el instinto que, inmediatamente, impulsó a las multitudes a invocar la ayuda de esta oscura pequeña que, por su parte, respondió a las invocaciones con una auténtica lluvia de gracias.

Cuando el 24 de junio de 1950 Pío XII procedió a su canonización, la Plaza de San Pedro estaba abarrotada de una multitud inmensa que nadie había organizado y que había acudido, festiva, espontáneamente. Y nadie, a no ser el instinto de la fe, conduce hacia el santuario de Nettuno a las grandes masas que concurren allí continuamente. La santidad es «democrática», incluso y sobre todo, aquella que la Iglesia ha reconocido a la pequeña que dio su testimonio bajo el cielo del inmenso pantano.