Ignacio Sánchez Cámara, “La segunda muerte de Sócrates”, Gaceta, 8.XI.06

El rechazo moral de la pena de muerte se sustenta en la idea de la dignidad de la persona La condena a muerte de Sadam Husein permite comprobar la opinión dominante entre nosotros ante la pena de muerte, si bien no compartida por todas las sociedades democráticas. Ahí está su pervivencia en muchos de los estados miembros de Estados Unidos, con la adhesión de la mayoría ciudadana.

La verdad es que el acuerdo en contra de la pena de muerte cesa en el momento en que se indague sobre las razones y fundamentos existentes contra ella. Por mi parte, no hay duda: el rechazo moral de la pena de muerte se sustenta en la idea de la dignidad de la persona, especialmente proclamada por su condición de hijo de Dios, creado a semejanza de Él. Fuera de esta concepción, la cosa se complica bastante, y, desde luego, no es posible para quienes estiman que la democracia constituye el fundamento del bien, el valor y la verdad morales. Asistimos así a una nueva exhibición de la vieja falacia que pretende conservar una idea socavando el fundamento en el que se asienta.

Naturalmente, existen otros argumentos en contra de la pena capital, pero todos ellos (el error judicial, la falta de valor preventivo y ejemplificador, la exigencia de la figura del verdugo, etc.) no son sino relativos y derivados. Sólo la afirmación de la dignidad de la persona y la negación de que nunca pueda ser lícito quitar la vida a un ser humano proporcionan una fundamentación absoluta contra la pena de muerte. Y una fundamentación relativa no es una genuina fundamentación.

Si el juicio sobre la pena capital depende de la democracia, entonces habrá que admitirla o no en función de las cambiantes opiniones mayoritarias. Si no existen valores pre o extrademocráticos, habrá que esperar y atenerse a lo que declare la suprema y preclara voz del pueblo. Quienes profesan el relativismo democrático y, a la vez, se oponen a realidades como la tortura, la pena de muerte o el crimen de Estado incurren en una profunda incoherencia, ya que estos males pueden ser aceptados por una mayoría. Bien es verdad que la mayoría de los relativistas lo son un poco de boquilla. Utilizan su falso relativismo como unilateral arma arrojadiza frente a sus adversarios (ellos sí, dogmáticos).

¿Puede la mayoría actuar o decidir mal? ¿hay valores allende la democracia? Mi respuesta a las dos preguntas es positiva. Si el debate democrático fuera el procedimiento para determinar el contenido de la moral, entonces la búsqueda de verdades universales constituiría un crimen de esa democracia morbosa.

La dignidad de la persona y su libertad son el fundamento de la democracia; y ésta es la consecuencia de aquéllas. Invertir el orden es destruir el fundamento de la democracia que, entonces, se parece al célebre barón que aspiraba a evitar hundirse en el pozo por el extravagante procedimiento de tirarse de los pelos. Una democracia autofundada en sí misma es propia de esclavos felices.

La democracia verdadera no consiste en el sometimiento a un amo numeroso, sino en la ausencia de amo. No es lo mismo una democracia formada por hombres sabios y libres que otra compuesta por hombres ignorantes y esclavos. En definitiva, en nombre de la pura democracia no es posible repudiar moralmente la legitimidad de la pena de muerte.

La dignidad de la vida humana no es una consecuencia de la democracia política, ni puede depender de los vaivenes de la opinión dominante. Sócrates nos enseñó que la virtud moral no depende del sufragio universal. Acaso eso le costó la vida. Para él, el diálogo era un procedimiento para alcanzar verdades universales preexistentes, no para crear arbitrariamente esas verdades.

La misión del intelectual consiste en oponerse a la opinión pública y rectificarla, cuando hacerlo sea justo y necesario. Es la verdad, y no el dictamen moral de la mayoría, lo que nos hace libres. Erigir a la opinión dominante en criterio de la verdad moral, máxime cuando ésta además se encuentra sometida a la propaganda, la demagogia y la sofistería, es lo mismo que volver a condenar a muerte a Sócrates, aunque sea por mayoría cualificada.