El Papa, ayer con los jugadores y directivos del Real Madrid, es un deportista del espíritu y, como tal, sigue batiendo marcas. Ha presidido la mayor reunión al aire libre de la historia de Europa, ha realizado 98 viajes internacionales y ha recorrido casi tres veces la distancia entre la Tierra y la Luna. Su pontificado, el próximo mes cumplirá 24 años, es ya el quinto más largo de la historia de la Iglesia. Pero mucho más relevante que la duración es la intensidad y ejemplaridad de su ejercicio. Aunque las valoraciones requieren tiempo y distancia, cabe afirmar que se trata de uno de los pontificados más trascendentes de la historia contemporánea del catolicismo.
Los juicios del mundo suelen ser torpes a la hora de valorar las cosas del espíritu. Así, no pocos se entretienen en diagnosticar si Juan Pablo II es conservador o progresista. Las etiquetas se aplican no sólo a su actitud hacia los regímenes políticos sino también a su tratamiento de las cuestiones morales. Pero sólo lo espiritual puede valorar lo espiritual. Sin duda, este Papa que vino del Este contribuyó a la caída de la mentira totalitaria del comunismo. Mas no reside ahí lo más importante. La altura de un pontificado la miden, si no me equivoco, la fidelidad al mensaje del que es depositario su titular y la ejemplaridad a la hora de difundirlo. Es ahí donde la talla de Juan Pablo II se agiganta haciendo que la intensidad supere a la cantidad. Su misión no es decir lo que el mundo quiere oír sino recordar lo que enseñó Jesús de Nazaret. Pese a su aproximación a algunos sectores de espiritualidad un tanto mezquina, prevalece un mensaje de defensa de la libertad espiritual, de búsqueda de la verdad, de acercamiento ecuménico a las demás confesiones y un ejemplo de aceptación del dolor aparejado al cumplimiento del deber. Así lo reconocen la mayoría de los católicos y muchos que no lo son.