Míchel Esparza, “La autoestima del cristiano”, Zenit, 2.IX.04

Entrevista a Míchel Esparza, filósofo y teólogo, autor de «La autoestima del cristiano», de la Editorial Belacqva, una obra que se dirige a cristianos corrientes que se afanan por mejorar la calidad de su amor. Michel Esparza es sacerdote y ejerce su ministerio pastoral en Logroño, y es autor de «El pensamiento de Edith Stein» (Eunsa).

–La autoestima tiene mala prensa en ambientes cristianos, parece opuesta a la humildad. Usted, en cambio, cree que autoestima y cristianismo se complementan. ¿De qué modo? –Esparza: Sí, a primera vista la autoestima parece opuesta a la humildad, porque entendemos que es humilde quien no se toma demasiado en serio a sí mismo. Pero si lo miramos con mayor profundidad, vemos que la humildad se traduce en un espontáneo olvido de uno mismo, es decir, es humilde ante todo quien no se da demasiadas vueltas a sí mismo.

Ahora bien, ese egocentrismo no se da sólo en personas vanidosas y arrogantes, sino también en personas que se infravaloran: también la falsa modestia y el autorrechazo son contrarios a la humildad. Por tanto, para ser humilde, es preciso que uno se acepte a sí mismo tal como es, más aún: es preciso que uno se ame a sí mismo aún sabiendo que tiene defectos.

Es aquí donde autoestima y cristianismo se complementan. En última instancia, los conflictos con uno mismo provienen de la dificultad de aceptar la propia miseria, y nada le reconcilia a uno tanto consigo mismo como el saberse amado.

Cristo nos ha revelado el amor incondicional de Dios por cada ser humano. Quien, a pesar de ser miserable, se sepa amorosamente mirado de continuo por un Padre que le ama tal como es, gozará de una paz interior inamovible. Sus errores personales no le quitarán esa paz porque sabe que a su Padre le encanta perdonarle cada vez que le pida perdón. Sabiéndose así amado, se amará a sí mismo y, libre de problemas personales, se podrá dedicar de lleno a amar a los demás.

En efecto, la paz interior no es el único fruto de la humilde autoestima de quien se sabe hijo de Dios. Una buena relación con uno mismo tiene también una importancia decisiva de cara a la calidad del amor a los demás.

Es lógico que una actitud conflictiva hacia uno mismo dificulte el buen entendimiento con los demás, en primer lugar, porque es difícil que quien esté absorbido por sus propias preocupaciones preste atención a las de los demás. En segundo lugar, porque quien teme ser rechazado por otros se vuelve susceptible.

–¿El cristianismo puede aportar soluciones a problemas de autoestima? –Esparza: Autoestima y cristianismo no son sólo complementarios: pienso incluso que sólo la vida cristiana puede aportar soluciones estables a los problemas de autoestima.

Quien se sabe hijo de Dios, se olvida fácilmente de sí mismo y aumenta la calidad de su amor a los demás. En cambio, quien desconoce esa dignidad, se ve impelido a cosechar éxitos que aumenten su autoestima y le hagan merecedor de la estima ajena. Pero de ese modo nunca alcanza una buena relación consigo mismo y con los demás, porque el yo está envenenado por el amor propio y jamás se satisface del todo.

Quien desconozca el amor de Dios, ante sus propias miserias, tendrá dos opciones: o bien reconocerlas y deprimirse, o bien autoengañarse, eventualmente con ayuda de psicoterapia (hay quienes acuden a un psicoterapeuta para que les convenza de que son personas fabulosas).

Pero así nunca se obtiene una paz duradera, porque la inteligencia engañada siempre protesta. Es aquí donde el cristianismo ofrece la mejor alternativa. El conocimiento de estas realidades sería la mejor propaganda para la vida cristiana.

–¿Por qué se ha dejado de lado en la vida cristiana esta actitud de amarse a uno mismo? –Esparza: Quizá por falta de matices. Hay cristianos a quienes les resulta extraño que se hable de amor a uno mismo porque piensan que se trata de algún tipo de egoísmo. Se sorprenderían si comprendiesen que es lo contrario: que el amor a uno mismo y el amor propio son inversamente proporcionales.

No se trata sólo de amarnos a nosotros mismos a causa de nuestras cualidades, sino sobre todo a causa de lo mucho que Dios nos ama.

Si aceptamos el Amor que Dios nos brinda, recibimos la mayor dignidad imaginable: la dignidad de hijos de Dios. Ahora bien, ese recto amor a uno mismo resulta ser el modo más eficaz de combatir el egoísmo del yo.

Si repasamos la literatura cristiana, descubrimos que el recto amor a uno mismo siempre ha estado presente.

El primer mandamiento siempre ha sido amar al prójimo como a uno mismo. Ya autores antiguos, como Santo Tomás de Aquino, y otros más recientes, como Pieper o Lewis, distinguen entre dos tipos de actitud hacia uno mismo.

Es algo que ha calado en la mentalidad del pueblo cristiano (piénsese en el refrán: «la caridad bien ordenada empieza por uno mismo»). Lo que quizá no se ha puesto suficientemente de relieve es la relación existente entre filiación divina y humildad, y entre esa sana autoestima y la calidad de nuestros amores.

Si me decidí a escribir un libro al respecto, fue porque no encontraba ningún otro que recomendar.

Reconozco que el término «autoestima» no es el más apropiado para un libro de espiritualidad.

Al provenir del ámbito de la psicología, esa palabra podría sugerir erróneamente que la humildad consiste en perseguir a toda costa un sentimiento positivo sobre uno mismo (la humildad no es un mero estado de ánimo; es más bien la conciencia de una dignidad que conduce al espontáneo olvido de uno mismo).

He escogido el término «autoestima» por su indudable resonancia positiva. Esta temática es universal, pero con mi libro intento ayudar especialmente a personas con cierta tendencia al agobio perfeccionista.

Si a una de esas personas le diera un libro titulado «La humildad del cristiano», es muy probable que no lo lea y que piense: «Intento ser mejor y lo paso mal cuando fallo, y para colmo ese autor me va a decir que es por falta de humildad». Sería mucho más animante decirle: «Se ve que desconoces tu dignidad y, como cristiano, tienes más razones que nadie para amarte a ti mismo aún teniendo muchos defectos».

Hay otra razón por la que empleo el término autoestima: al ser de uso común, permite divulgar el mensaje cristiano de cara al hombre de la calle. Además, la temática de la autoestima está de moda y hablar de ella en cristiano permite corregir ciertos enfoques erróneos.

Se insiste con razón en la importancia de cultivar una actitud positiva hacia uno mismo, pero no conviene hacerlo a costa de la verdad sobre uno mismo. El autoengaño no libera.

–¿Qué quiere decir con la frase: «la humildad es la virtud que nos ayuda a conocer nuestra miseria y nuestra grandeza»? –Esparza: Esa frase, que aprendí de san Josemaría Escrivá, resume bien todo lo dicho anteriormente. La humildad es la verdad, y la verdad es que todos tenemos miserias y que somos inmensamente amados por Dios.

El mejor antídoto para poder asumir nuestra miseria consiste en descubrir nuestra grandeza de hijos de Dios. Puesto que nuestro yo está “hambriento” de estima, la mejor forma de que no moleste consiste en proporcionarle una “comida” capaz de satisfacerle plenamente.

En vez de pasarnos toda la vida buscando soluciones de recambio que nunca satisfacen del todo, nos conviene acudir directamente a la fuente de nuestra mayor dignidad: la maravillosa realidad de ser amados con locura por un Dios maternalmente paternal.

Rectificamos de este modo lo que se torció desde los albores de la humanidad. Sólo así, sabiéndonos tan amados, nos amamos a nosotros mismos y podemos experimentar la felicidad de amar a los demás de un modo cada vez más libre y desinteresado.

–Cita mucho al escritor inglés Lewis: ¿sus intuiciones sobre la humildad son vigentes? –Esparza: Admiro a ese autor por su agudeza intelectual y su sentido del humor. En su libro «Mero cristianismo», hay un capítulo antológico sobre la humildad, de apenas doce páginas, que es muy profundo y siempre actual.

–¿Usted goza de buena autoestima? –Esparza: Ahora más que nunca. En mi libro intento transmitir intuiciones que tanto me ayudaron a orientar correctamente mi vida cristiana y que, a través de mi labor pastoral, tanto ayudan a otras personas.

Eso no significa que no haya altibajos. Siempre habrá lucha por recuperar la paz interior. Se dice que la soberbia no desaparece hasta media hora después de la muerte, pero –mientras uno no se aleje del Amor de Dios– se dispone de algo con qué compensarla una y otra vez.

Tomado de Zenit, ZS04090209