34. Octavo mandamiento

Exposición del caso: A la salida del colegio, Mónica espera, con una amiga, a que las recoja su padre en su coche nuevo. Llega éste, y pronto advierte que las dos están alteradas. Lo que ha sucedido es que una de las profesoras había expulsado a ambas de clase.

Cuando el padre de Mónica preguntó qué pasaba, dieron su versión de los hechos. Decían que, sucediera lo que sucediera, “siempre les tenía que tocar a ellas”, pero “que ya sabían que no las podía ni ver”. Añadían que “si está frustrada nosotras no tenemos la culpa”, y que estaban seguras (ya casi no se distinguía cuál de las dos hablaba, o si hablaban ambas a la vez) de que lo que pasaba con ella es que estaba frustrada y que su marido no la quería. “La oímos hablar con él por teléfono y era más seca que un palo, y eso es porque no se quieren”. El padre de Mónica intentaba apaciguar los ánimos con un “vamos, no será para tanto”, pero daba la impresión de que eso las incitaba más todavía. “Y seguro —continuaban— que está resentida porque ella llevaba más años en el colegio, y han hecho jefa de estudios a la de Lengua. Está resentida y lo tenemos que pagar nosotras. Es una resentida y una guarra”. Un intento más de calmar los ánimos vuelve a acabar mal, con una serie de insultos: se empezó con “es una imbécil y una cara de sapo”, y se llegó pronto a calificativos malsonantes.

El tono subido, el volumen y el contenido de la conversación empezaron a poner nervioso al padre de Mónica, que casi se olvida al llegar un cruce que tenía que girar, y hace una maniobra brusca sin avisar. El resultado es que una señora mayor que venía por detrás, sin los reflejos suficientes para reaccionar a tiempo, embiste al coche por un lateral. Conteniendo el enfado a duras penas, el padre de Mónica manda callar a las chicas y hace el necesario papeleo.

Días después, Mónica es llamada por su padre, que le explica que va a haber un juicio por el accidente, que ella va a ser llamada como testigo y que el coche no tenía seguro a todo riesgo, lo que supone que si pierde el juicio tendrá que pagar él la reparación, bastante costosa. Después de recordar a Mónica que buena parte de la culpa es suya por haberle desquiciado ese día, y de añadir que la señora también tiene su parte —”por torpe y por inútil; no sé como dejan conducir a esa gente”—, le indica que en el juicio debe decir que él puso el intermitente con antelación. Mónica contesta que eso no es verdad, y que cómo va a decir una mentira. “Te pasas el día mintiendo —replica su padre—, a tu madre y a mí, y ahora sales con ésas. Hasta me has llegado a decir más de una vez que no habían dado las notas, y tuve que llamar al colegio para que me dijeran que eso era mentira. Siempre dices que has estudiado, que has hecho tus deberes, que tienes ordenado tu cuarto, que vas a llegar a cenar, que no te has peleado con tus hermanos, que no has cogido nada de la nevera, y al final todo mentira. Y te lo soportamos. Y total, para una vez que puedes ayudar algo, y encima tú tuviste que ver con lo que pasó, ahora no quieres. Pues vas a pagar tú el taller, ya me encargo yo de eso”. Mónica intenta replicar diciendo que “esto es distinto; en lo otro no es que quiera mentir, pero es que me sale solo, sin querer, no lo puedo evitar”. Sin embargo, no consigue convencer a su padre.

Mónica se queda apesadumbrada. No sabe cómo salir esta vez del paso. Se pregunta una y otra vez si tanta importancia tendrá decir si puso o no el intermitente, y, sobre todo, por qué le ha tenido que suceder esto a ella, y si es que “su forma de ser” tenía que acabar necesariamente en un lío como el que le había caído encima.

Preguntas que se formulan: — ¿Tienen Mónica y su amiga algún fundamento para decir lo que dicen de su profesora? ¿Hay alguna falta de veracidad en su conversación? ¿Hay además alguna falta a la justicia? ¿Por qué? ¿En qué se diferencian ambos aspectos? ¿Qué calificativo moral tienen sus afirmaciones? ¿Son graves? ¿Por qué? ¿Les disculpa su excitación por lo sucedido? ¿Y el que sinceramente piensen que la expulsión fue injusta? — ¿Es moralmente importante la declaración de Mónica en el juicio? ¿Por qué? ¿Es realmente algo distinto de las mentiras que le ha recordado su padre? ¿La excusa para decir lo que quiere su padre el que se lo mande éste, u otras consideraciones como que en los juicios todo el mundo intenta “arrimar el ascua a su sardina”? ¿Si testificara falsamente, le supondría alguna obligación de justicia? ¿Puede en verdad decirse que le hace un favor a su padre diciendo lo que éste quiere que diga? — ¿Son graves las mentiras de Mónica que cita su padre? ¿Quiere eso decir que ese comportamiento habitual carece de importancia? ¿Por qué? ¿El aludido “salir solo” de las mentiras, se debe a su “forma de ser” o tiene otra causa? ¿De verdad ese comportamiento se produce “sin querer” o sin que se pueda evitar? — ¿Acaba la mentira habitual sobre cosas poco importantes en situaciones peores? ¿Qué consecuencias suele tener? ¿Cómo explicarías a una persona como Mónica el valor de la veracidad, aunque a veces lleve consigo molestias? ¿Cómo replicarías a quien dijera que “hay veces que no queda otro remedio que mentir, porque si no pasan cosas peores”? ¿Qué le dirías a la protagonista de este caso? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 215-217, 2465-2492.

Comentario: Podríamos decir, de entrada, que este mandamiento no es en realidad uno sino dos; o sea, dos reunidos en uno. Pues, aunque tengan relación entre sí, los dos aspectos son distintos. El primero de ellos se refiere a una noble virtud, la veracidad: “no mentirás”. El segundo se refiere una vez más al respeto a la persona, esta vez en su fama.

Con la veracidad, la exigencia es muy sencilla: decir la verdad. No quiere decir que haya que “soltar” todo lo que en un momento dado tenemos en la cabeza, sino más bien que lo que se diga sea verdad. Las mentiras no suelen ser un pecado grave —salvo que causen un perjuicio serio, lo cual es poco frecuente—, pero son un pecado. No suelen ser malintencionadas, pero no existen las “piadosas”: si algo es mentira, es mentira. Suelen decirse para quedar bien —o evitar quedar mal, que es lo mismo— o para salir de apuros, pero eso no es disculpa válida. Todas las que le achaca a Mónica su padre son de este tipo. Aisladamente, no tienen demasiada importancia. Pero una tras otra… se acumulan, y acaban en vicio. Mónica parece no darse cuenta de que ese “me sale solo” y “no lo puedo evitar” significan que ha caído en un vicio. Quizás no sea de los peores vicios, pero un vicio siempre es un deterioro de la persona, y éste, si no se ataja, predispone a cosas peores. En cierto modo, puede decirse que una persona vale lo que vale su palabra. En un mundo mentiroso, que parece no apreciar la veracidad si no va avalada por la firma escrita, un cristiano debe tener en mucho su palabra. La sinceridad no es una virtud sólo para ser ejercida en ocasiones particulares, sino una virtud que debe presidir toda nuestra relación con el prójimo.

Sin embargo, lo que pide el padre de Mónica a ésta sí que es algo gravemente inmoral. Supone declarar públicamente en algo que está en litigio, y por tanto la mentira sí está destinada a causar un daño importante, aunque la intención personal no sea ésa. Por estas características peculiares, el pecado no recibe el nombre de “mentira” sin más, sino el de “falso testimonio”. Parece que se trata de algo que sólo aparece en las películas… hasta que uno se lo encuentra. Mónica se pregunta al final si un lío como ése se lo ha buscado con su forma de ser. Aparte de que no es “su forma de ser” sino más bien sus defectos lo que propicia esta situación, y de que indudablemente no puede decirse que sea ella la que provoca a su padre, puede responderse que sí. Cuando por mentir habitualmente se ha perdido credibilidad y prestigio, es bastante más fácil encontrarse, aunque sea sin querer, en líos como éste.

Un buen ejemplo de atentar contra la fama del prójimo lo dan Mónica y su amiga. Se empieza con juicios temerarios —o sea, sin fundamento suficiente—, y se acaba… en el insulto y la murmuración, y, probablemente, en la calumnia. Decimos “probablemente” porque la diferencia entre una y otra es que sea cierto lo que se atribuye, y en este caso no conocemos a la profesora en cuestión para poder aclarar dónde acaba una y empieza la otra. Pero, en cualquier caso, está mal. ¿Y es grave? Pues depende de lo que se atribuya; en menor medida, depende también de ante quién: no se daña por igual la fama diciendo lo mismo ante unos o ante otros o… publicándolo en un periódico. En este caso, como suele ocurrir tantas veces, se empieza por lo pequeño —”nos tiene manía”—, y se acaba con cosas de importancia y con descalificaciones globales de la persona. En cualquier caso, como el sentido común indica, la calumnia, por su falsedad, es siempre más grave.

Hay que aclarar que la difamación, para que sea pecado, debe ser injusta. Suele serlo, y aquí lo es. Pero a veces puede ser justa. Lo es, por ejemplo, la que lleva consigo una sentencia del juez, o la que indirectamente —no se busca directamente la difamación, sino la verdad— se da cuando se informa a quien tiene derecho e incluso deber de conocer la verdad. Sería el caso, por ejemplo, del director del colegio que llama a unos padres para decirles que el comportamiento de su hijo no está siendo precisamente ejemplar…

La mención de la palabra “justicia” nos trae algo que se estudió en el caso anterior, pero que tiene también aquí su papel: la necesidad de restablecer la justicia cuando ésta ha sido dañada, y, por tanto, la necesidad de restitución ante una lesión injusta de la fama. El problema aquí es el cómo: suele resultar más fácil devolver una cantidad de dinero que devolver la fama perjudicada. A veces es sencillo, pero otras es complicado. ¿Y entonces? Pues entonces… hay que hacer lo que se pueda y como se pueda. Detallar esto llevaría un libro entero.