33. Séptimo mandamiento

Exposición del caso: Un sábado por la tarde Claudio queda con dos amigos, sin saber muy bien qué van a hacer. Aburridos a media tarde por la calle, deciden entrar en unos grandes almacenes. Después de hacer un recorrido, a Claudio se le ocurre que “podrían mangar algo, para darle emoción a la cosa”. Los otros dos no se deciden a hacerlo, y al final acuerdan que “taparán” a Claudio para que no la vean, mientras él “actúa”. Va así sustrayendo algunas cosas, pensando que nadie la ve, pero al final, cuando va a irse, es parado por un detective del establecimiento, y llevado a una oficina. Allí llaman a su casa, y su madre debe acudir, abochornada, y abonar el importe de todo lo que se llevaba Claudio: en total, unas 25.000 pesetas.

Una vez en casa, además de la regañina, la madre de Claudio le dice que el dinero gastado va a salir de su paga, y que no va a recibir nada, salvo lo justo para pagar el autobús, hasta que cubra con ello lo gastado. Al cabo de dos días, Claudio, que ve que es inútil tratar de que cambie de postura su madre, habla con su padre, y en tono quejoso le dice que no puede vivir así “sin un duro”, y que no puede ni salir con sus amigos, y que eso es una injusticia. Su padre le responde escuetamente que “aquí la única injusticia es lo poco que estudias y las calabazas que te dan”.

Desolado, Claudio piensa que “así no puede vivir”, y que tiene que sacar dinero de alguna parte. Un amigo le da una primera idea, que pone en práctica: con cartulina y tijeras, se fabrica unas tarjetas del mismo tamaño que las que se utilizan para viajar en autobús, y las colorea para que parezcan como éstas. Con habilidad, el conductor no se dará cuenta y sólo se fijará en que suena la máquina de picar tarjetas. Se hace así una provisión para tres meses. En las semanas sucesivas utiliza poco a poco estas tarjetas. Va además al trastero de su casa y, sin que le vean, se lleva un par de lámparas, que vende en un mercadillo. En alguna ocasión, apremiado por ir con sus amigos al cine, busca dinero en el bolso o el escritorio de su madre, y se lleva el equivalente al precio de la entrada y de la previsible consumición en la cafetería. Coloca asimismo en las tiendas de los alrededores que se lo permiten unos cartelitos ofreciendo clases particulares. Llama una señora solicitando unas clases de matemáticas para una hija suya, dos años menor que Claudio, bien pagadas. Claudio es consciente de lo mal que anda en matemáticas —el aprobado en esta asignatura es más bien la excepción, y a veces ha tenido que copiar para conseguirlo—, y por tanto de que lo solicitado supera sus posibilidades, pero necesita dinero a toda costa, “y ya se apañará”. Acepta, e imparte esas clases durante mes y medio, al cabo de los cuales piensa que ya ha ganado bastante, se ha cansado de ellas, y cree que lo mejor en estos casos es “retirarse a tiempo, antes de que se den cuenta”.

Algún tiempo después, en el colegio, varios amigos de Claudio acuden a confesarse. Claudio estima que “ya va siendo hora”, y también tiene la intención de hacerlo. Sin embargo, cuando llega su turno, viene a su mente —incluso se le oye decirlo en voz baja— la idea de que “como me diga que tengo que devolver, me muero”. Acuden a su cabeza posibles excusas: el precio del autobús “es un robo” y lo había pagado siempre hasta entonces; lo que había cogido a su madre “era poca cosa”; las lámparas “nadie las quería para nada, ni se han dado cuenta de que faltaban”; y la clase “la he dado, ¿no?, y no se ha quejado nadie”. Con todo, no está nada seguro de que le acepten esas excusas, y al final no se atreve a pasar al confesonario.

Preguntas que se formulan: — ¿Qué calificación moral (especie ínfima) tiene lo sucedido en los grandes almacenes? ¿El pecado es sólo de Claudio, o también de sus amigos? ¿Hay diferencia entre uno y otros? ¿Es su responsabilidad la misma? — ¿Es certera la respuesta que da a Claudio su padre? ¿Por qué? ¿Qué calificación moral merece la falta de estudio para un estudiante? ¿Puede ser un pecado grave? ¿Por qué? ¿Se defrauda verdaderamente a alguien por no estudiar? ¿A quién? ¿Cabe algún motivo excusante? — ¿Está mal todo lo que hace Claudio para conseguir dinero? ¿Qué calificación moral tiene cada una de esas conductas? ¿Son graves? Con respecto a los abonos falsos del autobús, ¿constituye esa conducta un sólo pecado, o son pecados sucesivos conforme los va utilizando? ¿Por qué? ¿Tiene ello implicaciones morales importantes? ¿Tiene igual gravedad que los hurtos del bolso de su madre? ¿Por qué? ¿Podía Claudio, desde el punto de vista moral, aceptar esas clases? ¿Por qué? ¿Supondrían una injusticia si procurara darlas puntualmente y bien? ¿Por qué? — ¿Le habrían dicho a Claudio en el confesonario que efectivamente tenía que devolver? ¿Qué tendría que devolver? ¿A quién? ¿Por qué? ¿Podría considerarse como parte de la penitencia recibida? ¿Por qué? ¿Es válida alguna de las excusas que piensa? — ¿Es razonable la desolación de Claudio, o pone de manifiesto un excesivo amor al dinero o los bienes materiales? ¿Lo pone de manifiesto su comportamiento posterior? ¿Puede apreciarse algún contraste entre su apatía para estudiar y lo espabilado que se muestra para buscar dinero? ¿Qué enseñanzas o conclusiones puedes sacar de ello? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 898, 2401-2414, 2427.

Comentario: Son innumerables los aspectos que puede presentar el cumplimiento de este mandamiento, que pide respetar a las personas en sus bienes. Y es que las personas necesitan tener bienes para poder vivir con las necesidades cubiertas y la libertad necesaria para cumplir su fin en este mundo. Son muchos aspectos, pero todos ellos giran alrededor de una sola palabra: la justicia. Es muy fácil de definir: consiste en la voluntad de dar a cada uno lo suyo. Lo que no es a veces tan fácil es aplicarla. Aquí se traen unos ejemplos sencillos, que, lógicamente, sólo abarcan algunos aspectos. Queda fuera, por ejemplo, todo lo referente al llamado daño, consistente en dañar la propiedad ajena.

La manera más sencilla de incumplir el mandamiento es tomar la cosa ajena. Es lo que hace Claudio en los almacenes. Se llama “hurto” porque no hay violencia en personas ni cosas; si la hubiera, se llamaría robo. Hay poco que comentar aquí: es todo evidente.

El problema de las tarjetas de autobús no es si hay hurto o no, sino el número de pecados con el que nos encontramos. ¿Hay un solo pecado, o uno distinto cada vez que utiliza una tarjeta falsa? El problema no es puramente académico. Si hay un solo pecado, es por la cantidad total, que es considerable, y por tanto el pecado es mortal. Si hay uno distinto cada vez que utiliza el “ingenioso” método, la cantidad es pequeña, y se trataría entonces de un pecado venial. La respuesta válida es la primera: hay un solo pecado, y grave. ¿Por qué? Porque desde el principio la intención es utilizar todas las tarjetas y por tanto defraudar el total; sólo la ejecución es paulatina. Igual que al comprar algo a plazos se compra todo desde el principio, cuando como aquí se defrauda a plazos se puede considerar que desde el principio se busca defraudarlo todo. Es lo que podría denominarse “hurto —o fraude— continuado”. Se peca con la voluntad, y aquí la de Claudio es clara: desde el primer momento quiere utilizar todas las tarjetas que fabrica.

Lo que hace Claudio en su casa —la venta de las lámparas y las “recaudaciones” en las cosas de su madre— está mal, pero un cierto instinto nos lleva a pensar que no está tan mal que si hubiera hecho eso mismo con las pertenencias de sus vecinos. Es cierto. La razón es que lo que es de su familia en cierto modo es también de Claudio, al menos lo es más que lo de otros. Pero no tiene derecho a disponer de ello, y por eso no está bien. Esto se debe tener en cuenta a la hora de considerar la posible restitución, pero no quiere decir sin más que Claudio se deba olvidar del asunto.

El asunto de la clase particular nos pone en relación con la justicia en las relaciones laborales. Porque lo que realiza Claudio es un verdadero trabajo, aunque sea poco duradero. Aquí la justicia consiste básicamente en que el empleador debe pagar lo convenido, y el empleado debe realizar bien su trabajo. Lo uno por lo otro. Si no se está en condiciones de cumplir lo convenido, y se sabe, se está cometiendo una injusticia. Claudio mismo es consciente de que está engañando a la señora, y, efectivamente, estamos ante otra modalidad de fraude.

En el caso aparece la palabra “injusticia” en otro momento, con ocasión de las quejas de Claudio a su padre: “aquí la única injusticia es lo poco que estudias y las calabazas que te dan”. ¿Tiene razón el padre de Claudio? Pues sí. Para un estudiante, su profesión es estudiar. Por eso le mantienen sin esperar que realice otro tipo de trabajos. Que pague la familia, el Estado o cualquier otra entidad es irrelevante a estos efectos: no se vive del aire, y por lo tanto alguien paga. Quizás habría que decir mejor que alguien invierte, preparando al estudiante para que rinda en el futuro. Por eso, cuando no se rinde, ocurre lo mismo que cuando no se trabaja y se cobra: se defrauda. Si se llegan a inclumplir, sin causa excusante, las obligaciones básicas referentes a los estudios, la injusticia es grave, y por lo tanto el pecado también. Esto es algo que deberían tener muy en cuenta todos los estudiantes.

No tiene mucho sentido comentar las excusas que Claudio esgrime al final del caso. Sí merece algo de comentario la necesidad de restitución. El planteamiento es sencillo: la injusticia hay que repararla. Lo que se toma injustamente, debe devolverse; el daño debe ser reparado. ¿A quién? Muy sencillo: al perjudicado. ¿Y si no se puede, por el motivo que sea? Pues a quien lo necesite, pues sigue siendo injusto retener algo que no nos pertenece. Lo que no es necesario es difamarse con la restitución, señalarse a sí mismo como causante de un hurto, fraude o lo que sea. Por eso se puede hacer anónimamente. De todo esto se puede deducir que, efectivamente, el sacerdote le tendría que decir a Claudio que devuelva. Pero debe quedar claro que eso no sería parte de la penitencia, sino un requisito para poder recibir la absolución pues sin él la contrición no sería auténtica: quien se arrepiente de haber cometido una injusticia, debe querer, al menos en la medida de sus posibilidades, arreglarla.

A primera vista, parece que el dicho evangélico de “no podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt. 6, 24) va dirigido a gente “forrada” de dinero, y no a un chico como Claudio. Pero el desenlace del caso nos dice que no es así. Pudo más el amor al dinero, y por eso no entró en el confesonario. Es un ejemplo más de que el verdadero cristianismo está reñido con la mundanidad. Un ejemplo que debe hacer pensar…