José Ignacio Moreno, “Galileo Galilei y sus jueces”, Palabra, IX.1997

En octubre de 1992, coincidiendo con el 359 aniversario de la muerte de Galileo Galilei, presentaba sus conclusiones la Comisión especial de teólogos, científicos e historiadores, creada por Juan Pablo II en 1981, para examinar los posibles errores cometidos por el tribunal eclesiástico que condenó (1633) al famoso astrónomo. Dicho examen tampoco aportó ninguna novedad desconocida: los teólogos pontificios del siglo XVII traspusieron los límites de la doctrina de la fe para interferir en una cuestión de ámbito científico. Por su parte, Galileo presentaba como conclusiones irrefutables unas verdades que no había logrado demostrar científicamente: sólo se probarían un siglo más tarde. En todo caso, conviene señalar que el episodio de Galileo no es, en absoluto representativo: es el único conflicto histórico de ese género.
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Mariano Artigas, “Tres casos: Galileo, Lavoisier y Duhem”, ARVO, 1992

A veces, los prejuicios contra la Iglesia provienen de la presunta oposición deja religión hacia la ciencia. Es interesante considerar algunos datos al respecto. Continuar leyendo “Mariano Artigas, “Tres casos: Galileo, Lavoisier y Duhem”, ARVO, 1992″

Mariano Artigas, “Lo que deberíamos saber sobre Galileo”, ARVO

El caso Galileo suele ser utilizado para afirmar que la Iglesia católica es enemiga del progreso científico. Por tanto, me llama la atención que bastantes católicos, incluidos sacerdotes, religiosos y otras personas que tienen conocimientos teológicos, conozcan ese caso de un modo bastante superficial y, en ocasiones, incluso equivocado.

Hace unos años me encontraba en Roma dando un curso de doctorado. En una sesión hablé sobre el caso Galileo. Al terminar, un sacerdote que estaba trabajando en su tesis doctoral vino a hablar conmigo. Estaba muy enfadado y me decía: ¿cómo es posible que yo, sacerdote católico, que he pasado años en un Seminario y ahora trabajo en mi tesis doctoral en Roma, me entere a fecha de hoy que a Galileo no le mató la Inquisición? Tenía toda la razón en sentirse desconcertado. Dado que tengo experiencias similares con cierta frecuencia, he decidido escribir este artículo, en el que pretendo resumir, muy brevemente, los aspectos centrales del caso Galileo: qué sabemos con seguridad que sucedió o no sucedió; qué temas continúan siendo discutidos; cuál es, en definitiva, el estado actual de la cuestión en sus dimensiones principales.

Cuáles sean las causas de la ignorancia y la confusión que existen en torno al caso Galileo es un tema que merecería ser estudiado. En parte se puede deber al uso demasiado partidista que muchas veces se ha hecho de este caso: algunos, deseando atacar a la Iglesia, han acentuado excesivamente lo que les interesaba o han deformado los hechos, y otros, al defender a la Iglesia, a veces han utilizado una apologética demasiado fácil, desconociendo las complejidades del caso. En la actualidad existen muchos estudios rigurosos sobre Galileo, de modo que se puede establecer con objetividad qué es lo que sabemos y qué es lo que ignoramos. La Iglesia católica ha mostrado, por medio de su máximo representante, el Papa, un claro deseo de clarificar el tema, y no ha tenido inconveniente en reconocer sin paliativos los errores que sus representantes pudieron cometer con Galileo, pidiendo incluso perdón por ello. Parece que estamos en un buen momento para proponer un resumen desapasionado del famoso caso.

1. ¿CÓMO MURIÓ GALILEO? El primer punto que debería quedar claro es que a Galileo no lo mató la Inquisición, ni nadie. Murió de muerte natural. Galileo nació el martes 15 de febrero de 1564 en Pisa, y murió el miércoles 8 de enero de 1642, en su casa, una villa en Arcetri, en las afueras de Florencia. Por tanto, cuando murió tenía casi 78 años (es posible encontrar una diferencia de un año incluso en documentos oficiales, porque entonces, en Florencia, los años se empezaban a contar el 25 de marzo, fecha de la Encarnación del Señor). Cuenta Vincenzo Viviani, un joven discípulo de Galileo que permaneció continuamente junto a él en los últimos treinta meses, que su salud estaba muy agotada: tenía una grave artritis desde los 30 años, y a esto se unía “una irritación constante y casi insoportable en los párpados” y “otros achaques que trae consigo una edad tan avanzada, sobre todo cuando se ha consumido en el mucho estudio y vigilia”. Añade que, a pesar de todo, seguía lleno de proyectos de trabajo, hasta que por fin “le asaltó una fiebre que le fue consumiendo lentamente y una fuerte palpitación, con lo que a lo largo de dos meses se fue extenuando cada vez más, y, por fin, un miércoles, que era el 8 de enero de 1642, hacia las cuatro de la madrugada, murió con firmeza filosófica y cristiana, a los setenta y siete años de edad, diez meses y veinte días”. Por tanto, no existió la hoguera, ni nada parecido.

Tampoco fue condenado a muerte. El único proceso en que fue condenado tuvo lugar en 1633, y allí fue condenado a prisión que, en vista de sus buenas disposiciones, fue conmutada inmediatamente por arresto domiciliario, de modo que nunca llegó a ingresar en la cárcel. Según las normas comunes, durante el proceso debería haber estado en la cárcel de la Inquisición, pero de hecho no estuvo nunca ahí: antes de empezar el proceso se alojó en la embajada de Toscana en Roma, situada en Palazzo Firenze, donde vivía el embajador; durante el proceso se le exigió en algunos momentos alojarse en el edificio de la Inquisición, pero entonces se le habilitaron unas estancias que estaban reservadas para los eclesiásticos que trabajaban allí, permitiendo que le llevaran la comida desde la embajada de Toscana; y al acabar el proceso se le permitió estar alojado en Villa Medici, una de las mejores villas de Roma, con espléndidos jardines, que era propiedad del Gran Duque de Toscana. Todo esto se explica porque Galileo era oficialmente el primer matemático y filósofo del Gran Duque de Toscana, territorio importante (incluye Florencia, Pisa, Livorno, Siena, etc.) y tradicionalmente bien relacionado con la Santa Sede, y las autoridades de Toscana ejercieron sus buenos oficios para que en Roma se tratara a Galileo lo mejor posible, como de hecho sucedió. El embajador de Toscana, Francesco Niccolini, apreciaba muchísimo a Galileo, y puso todos los medios para que sufriera lo menos posible con el proceso, y para que no ingresara en prisión. Niccolini consiguió que, al acabar el proceso, la pena de prisión que se le impuso fuera conmutada por confinamiento en Villa Medici. Después de pocos días se le permitió trasladarse a Siena, donde se alojó en el palacio del arzobispo, monseñor Ascanio Piccolomini; éste era un gran admirador y amigo de Galileo, y le trató espléndidamente durante los varios meses que estuvo en su casa, de modo que allí se recuperó del trauma que, sin duda, supuso para él el proceso (en 1633, cuando tuvo lugar el proceso, Galileo tenía 69 años). Después, se le permitió trasladarse a la casa que tenía en las afueras de Florencia, y allí permaneció hasta que murió, ya viejo, de muerte natural. Acabó su obra más importante, y la publicó, en 1638, después del proceso.

En definitiva, Galileo no fue condenado a muerte, sino a una prisión que no se llegó a ejecutar porque fue conmutada: primero, por una estancia de varios días en Villa Medici, en Roma; después, por una estancia de varios meses en el palacio de su amigo el arzobispo de Siena; y a continuación (finales de 1633), se le permitió residir, en una especie de arresto domiciliario, en su propia casa, la Villa del Gioiello, en Arcetri, en las afueras de Florencia, donde vivió y trabajó hasta su muerte.

Galileo tampoco fue nunca sometido a tortura o a malos tratos físicos. Sin duda, hacerle ir a Roma desde Florencia para ser juzgado, teniendo 69 años, supone mal trato, y lo mismo puede decirse de la tensión psicológica que tuvo que soportar durante el proceso y en la condena final, seguida de una abjuración forzada. Es cierto. Desde el punto de vista psicológico, con la repercusión que esto puede tener en la salud, Galileo tuvo que sufrir por esos motivos y, de hecho, cuando llegó a Siena después del proceso, se encontraba en malas condiciones. Pero es igualmente cierto que no fue objeto de ninguno de los malos tratos físicos típicos de la época. Algún autor ha sostenido que, durante el proceso, al final, en una ocasión fue sometido a tortura; sin embargo, autores de todas las tendencias están de acuerdo, con práctica unanimidad, que esto realmente no sucedió. En la fase conclusiva del proceso, en una ocasión, se encuentra una amenaza de tortura por parte del tribunal, pero todos los datos disponibles están a favor de que se trató de una pura formalidad que, debido a los reglamentos de la Inquisición, el tribunal debía mencionar, pero sin intención de llevar a la práctica la tortura y sin que, de hecho, se realizara (consta, además, que en Roma no se llevaba a cabo tortura con personas de la edad de Galileo). Después de la condena, en Siena, Galileo se recuperó. Luego sufrió diversas enfermedades, pero eran las mismas que ya sufría habitualmente desde muchos años antes, que se fueron agravando con la edad. Llegó a quedarse completamente ciego, pero esto nada tuvo que ver con el proceso.

2. ¿POR QUÉ FUE CONDENADO GALILEO? Lo que más llama la atención no son los malos tratos físicos que, como acabamos de ver, no existieron, sino el hecho mismo de que Galileo fuera condenado, con las tensiones y sufrimientos que esto implica. Desde luego, no era homicida, ni ladrón, ni malhechor en ningún sentido habitual de la palabra. Entonces, ¿por qué fue condenado?, y ¿cuál fue la condena? Se suele hablar de dos procesos contra Galileo: el primero en 1616, y el segundo en 1633. A veces sólo se habla del segundo. El motivo es sencillo: el primer proceso realmente existió, porque Galileo fue denunciado a la Inquisición romana y el proceso fue adelante, pero no se llegó a citar a Galileo delante del tribunal: el denunciado se enteró de que existía la denuncia y el proceso a través de comentarios de otras personas, pero el tribunal nunca le dijo nada, ni le citó, ni le condenó. Por eso, con frecuencia no se considera que se tratara de un auténtico proceso, aunque de hecho la causa se abrió y se desarrollaron algunas diligencias procesuales durante meses. En cambio, el de 1633 fue un proceso en toda regla: Galileo fue citado a comparecer ante el tribunal de la Inquisición de Roma, tuvo que presentarse y declarar ante ese tribunal, y finalmente fue condenado. Se trata de dos procesos muy diferentes, separados por bastantes años; pero están relacionados, porque lo que sucedió en el de 1616 condicionó en gran parte lo que sucedió en 1633.

2.1. El proceso de 1616 En 1616 se acusaba a Galileo de sostener el sistema heliocéntrico propuesto en la antigüedad por los pitagóricos y en la época moderna por Copérnico: afirmaba que la Tierra no está quieta en el centro del mundo, como generalmente se creía, sino que gira sobre sí misma y alrededor del Sol, lo mismo que otros planetas del Sistema Solar. Esto parecía ir contra textos de la Biblia donde se dice que la Tierra está quiera y el Sol se mueve, de acuerdo con la experiencia; además, la Tradición de la Iglesia así había interpretado la Biblia durante siglos, y el Concilio de Trento había insistido en que los católicos no debían admitir interpretaciones de la Biblia que se aparten de las interpretaciones unánimes de los Santos Padres.

Los hechos de 1616 acabaron con dos actos extra-judiciales. Por una parte, se publicó un decreto de la Congregación del Índice, fechado el 5 de marzo de 1616, por el que se incluyeron en el Índice de libros prohibidos tres libros: Acerca de las revoluciones del canónigo polaco Nicolás Copérnico, publicado en 1543, donde se exponía la teoría heliocéntrica de modo científico; un comentario del agustino español Diego de Zúñiga, publicado en Toledo en 1584 y en Roma en 1591, donde se interpretaba algún pasaje de la Biblia de acuerdo con el copernicanismo; y un opúsculo del carmelita italiano Paolo Foscarini, publicado en 1615, donde se defendía que el sistema de Copérnico no está en contra de la Sagrada Escritura. Quedaba afectado por las mismas censuras cualquier otro libro que enseñara las mismas doctrinas. El motivo que se daba en el decreto para esas censuras era que la doctrina que defiende que la Tierra se mueve y el Sol está en reposo es falsa y completamente contraria a la Sagrada Escritura. Por otra parte, se amonestó personalmente a Galileo, para que abandonara la teoría heliocéntrica y se abstuviera de defenderla.

El opúsculo de Foscarini fue prohibido absolutamente. En cambio, los libros de Copérnico y de Zúñiga solamente fueron suspendidos hasta que se corrigieran algunos pasajes. En el caso de Zúñiga, lo que debería modificarse era muy breve. En el caso de Copérnico se trataba de diversos pasajes donde había que explicar que el heliocentrismo no era una teoría verdadera, sino sólo un artificio útil para los cálculos astronómicos. De hecho, esas correcciones se prepararon y se aprobaron al cabo de cuatro años, en 1620.

Nos podemos preguntar por qué se daba tanta importancia a algo que, hoy día, parece sencillo: cuando la Biblia habla de cuestiones científicas, con frecuencia adopta el modo de hablar propio de la cultura, de la época o simplemente de la experiencia ordinaria. De hecho, éste fue uno de los argumentos que utilizó Galileo en su Carta a Benedetto Castelli, que circuló en copias a mano (Castelli era un benedictino, amigo y discípulo de Galileo, profesor de matemáticas en la Universidad de Pisa), y con mayor extensión en su Carta a la Gran Duquesa de Toscana, Cristina de Lorena (madre de quien en aquellos momentos era Gran Duque de Toscana, Cosme II), a quien habían llegado ecos de las acusaciones bíblicas contra Galileo.

Para comprender el trasfondo del asunto hay que mencionar tres problemas. En primer lugar, Galileo se había hecho célebre con sus descubrimientos astronómicos de 1609-1610. Utilizando el telescopio que él mismo contribuyó de modo decisivo a perfeccionar, descubrió que la Luna posee irregularidades como la Tierra, que alrededor de Júpiter giran cuatro satélites, que Venus presenta fases como la Luna, que en la superficie del Sol existen manchas que cambian de lugar, y que existen muchas más estrellas de las que se ven a simple vista. Galileo se basó en estos descubrimientos para criticar la física aristotélica y apoyar el heliocentrismo copernicano. Las profesores aristotélicos, que eran muchos y poderosos, sentían que los argumentos de Galileo contradecían su ciencia, y a veces quedaban en ridículo. Estos profesores atacaron seriamente a Galileo y, cuando se les acababan las respuestas, algunos recurrieron a los argumentos teológicos (la pretendida contradicción entre Copérnico y la Biblia).

En segundo lugar, la Iglesia católica era en aquellos momentos especialmente sensible ante quienes interpretaban por su cuenta la Biblia, apartándose de la Tradición, porque el enfrentamiento con el protestantismo era muy fuerte. Galileo se defendió de quienes decían que el heliocentrismo era contrario a la Biblia explicando por qué no lo era, pero al hacer esto se ponía a hacer de teólogo, lo cual era considerado entonces como algo peligroso, sobre todo cuando, como en este caso, uno se apartaba de las interpretaciones tradicionales. Galileo argumentó bastante bien como teólogo, subrayando que la Biblia no pretende enseñarnos ciencia y se acomoda a los conocimientos de cada momento, e incluso mostró que en la Tradición de la Iglesia se encontraban precedentes que permitían utilizar argumentos como los que él proponía. Pero, en una época de fuertes polémicas teológicas entre católicos y protestantes, estaba muy mal visto que un profano pretendiera dar lecciones a los teólogos, proponiendo además novedades un tanto extrañas.

En tercer lugar, la cosmovisión tradicional, que colocaba a la Tierra en el centro del mundo, parecía estar de acuerdo con la experiencia ordinaria: vemos que se mueven el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas; en cambio, si la Tierra se moviera, deberían suceder cosas que no suceden: proyectiles tirados hacia arriba caerían atrás, no se sabe cómo estarían las nubes unidas a la Tierra sin quedarse también atrás, se debería notar un movimiento tan rápido. Además, esa cosmovisión tradicional parecía mucho más coherente con la perspectiva cristiana de un mundo creado en vistas al hombre, y también con la Encarnación y la Redención de la humanidad a través de Jesucristo; de hecho, entre quienes habían aceptado las ideas de Copérnico se contaba Giordano Bruno, quien defendió que existen muchos mundos habitados y acabó sosteniendo doctrinas más o menos heréticas (Bruno fue quemado, como consecuencia de su condena por la Inquisición romana, en 1600, aunque debe señalarse, no como disculpa sino para mayor claridad, que no era propiamente un científico, aunque utilizara el copernicanismo como punto de partida).

Los sucesos de 1616 culminaron en un decreto de la Congregación del Índice, fechado el 5 de marzo de 1616, por el que se prohibieron los libros mencionados, con los matices ya señalados. El decreto se publicó en nombre de la Congregación, y está firmado por el cardenal prefecto y por el secretario de la Congregación, no por el Papa. Desde luego, un acto de ese tipo se hacía con el mandato o aprobación del Papa y, de algún modo, comprometía la autoridad del Papa, pero de ninguna manera puede ser considerado como un acto en el que se pone en juego la infalibilidad del Papa: por una parte, porque ni está firmado por el Papa y ni siquiera se le menciona; por otra, porque se trata de un acto de gobierno de una Congregación, no de un acto de magisterio; y además, porque no pretende definir una doctrina de modo definitivo. Eso se sabía perfectamente entonces, igual que ahora; como prueba de ella se puede mencionar una carta de Benedetto Castelli a Galileo, escrita el 2 de octubre de 1632, cuando ya se había ordenado a Galileo que compareciera ante la Inquisición de Roma. Castelli ha hablado con el Padre Comisario del Santo Oficio, Vincenzo Maculano, y ha defendido la ortodoxia de la posición de Copérnico y de Galileo, añadiendo que varias veces ha hablado de todo ello con teólogos piadosos y muy inteligentes, y no han visto ninguna dificultad; añade que el mismo Maculano le ha dicho que está de acuerdo y que, en su opinión, la cuestión no debería zanjarse recurriendo a la Sagrada Escritura. Es fácil advertir que estas opiniones, tratadas en el mismo Comisario del Santo Oficio, no tendrían sentido si el decreto del Índice de 1616 pudiera ser interpretado como teniendo un alcance de magisterio infalible o definitivo.

En las deliberaciones de la Santa Sede, previas al decreto, se pidió la opinión a once consultores del Santo Oficio, quienes dictaminaron, el 24 de febrero de 1616, que decir que el Sol está inmóvil en el centro del mundo es absurdo en filosofía y además formalmente herético, porque contradice muchos lugares de la Escritura tal como los exponen los Santos Padres y los teólogos, y decir que la Tierra se mueve es también absurdo en filosofía y al menos erróneo en la fe. Con frecuencia se toma esta opinión de los teólogos consultores como si fuera el dictamen de la autoridad de la Iglesia, pero no lo es: fue sólo la opinión de esas personas. El único acto público de la autoridad de la Iglesia fue el decreto de la Congregación del Índice, y en ese decreto no se dice que la doctrina heliocentrista sea herética: se dice que es falsa y que se opone a la Sagrada Escritura. El matiz es importante, y cualquier entendido en teología lo sabía entonces y lo sabe ahora. Nadie consideró entonces, ni debería considerar ahora, que se condenó el heliocentrismo como herejía, porque no es cierto. Esto explica que Galileo y otras personas igualmente católicas continuaran aceptando el heliocentrismo; Galileo sabía (y era cierto) que él había mostrado, en sus cartas a Castelli y a Cristina de Lorena, que el heliocentrismo se podía compaginar con la Sagrada Escritura, utilizando además principios que no eran nuevos, sino que tenían apoyo en la Tradición de la Iglesia.

La decisión de la autoridad de la Iglesia en 1616 fue equivocada, aunque no calificó al heliocentrismo como herejía. Galileo y sus amigos eclesiásticos se propusieron conseguir que ese decreto fuera revocado. Podían haberlo conseguido: se trataba de un decreto disciplinar que, aunque iba acompañado por una valoración doctrinal, no condenaba el heliocentrismo como herejía, ni era un acto de magisterio infalible.

Otro aspecto importante a tener en cuenta es que, aunque las críticas de Galileo a la posición tradicional estaban fundadas, ni él ni nadie poseían en aquellos momentos argumentos para demostrar que la Tierra se mueve alrededor del Sol. Esta afirmación parecía, más bien, absurda, tal como la calificaron los teólogos del Santo Oficio. En una famosa carta, el cardenal Roberto Belarmino, uno de los teólogos más influyentes entonces, pedía tanto a Foscarini como a Galileo que utilizaran el heliocentrismo sólo como una hipótesis astronómica, sin pretender que fuera verdadera ni meterse en argumentos teológicos, en cuyo caso no habría ningún problema. Pero Galileo, para defenderse de acusaciones personales y para intentar que la Iglesia no interviniera en el asunto, se lanzó a una defensa fuerte del copernicanismo, trasladándose a Roma e intentando influir en las personalidades eclesiásticas; esto quizá tuvo el efecto contrario, provocando que la autoridad de la Iglesia interviniera para frenar la propaganda de Galileo que, al menos en sus críticas, era bastante convincente.

Además del decreto de la Congregación del Índice, las autoridades eclesiásticas tomaron otra decisión que afectaba personalmente a Galileo y que influyó decisivamente en su proceso, 17 años más tarde. En concreto, por orden del Papa (Pablo V), el cardenal Belarmino citó a Galileo (que se encontraba entonces en Roma, dedicado a la propaganda del copernicanismo) y, en la residencia del cardenal, el 26 de febrero de 1616, le amonestó a abandonar la teoría copernicana. El Papa había mandado que Belarmino hiciera esta amonestación, añadiendo que, si Galileo no quería abandonar la teoría, el Comisario del Santo Oficio, delante de notario y testigos, le ordenara que no enseñara, defendiera ni tratara esa doctrina, y que si se negase a esto, se le encarcelase. Consta que Belarmino hizo la amonestación. Pero entre los documentos que se han conservado existe uno que ha dado lugar a discusiones sobre la fuerza y el alcance de ese precepto: dice que, a continuación de la amonestación de Belarmino, el Padre Comisario del Santo Oficio (el dominico Michelangelo Seghizzi) le transmitió el precepto mencionado; pero ese documento está sin firmar. Se han dado interpretaciones de todo tipo; la más extrema es que se trata de un documento falseado deliberadamente en 1616 o en 1633 para acabar con Galileo; pero esto parece muy poco probable. Con los documentos que poseemos, es muy difícil saber exactamente cómo se desarrolló el encuentro entre Belarmino y Galileo. Pero está claro que Galileo entendió perfectamente que, en lo sucesivo, no podía argumentar a favor del copernicanismo, y en efecto así lo hizo durante años. Precisamente, el proceso a que fue sometido 17 años después, en 1633, fue motivado porque, aparentemente, Galileo desobedeció a ese precepto.

2.2. El proceso de 1633 Si el decreto de la Congregación del Índice en 1616 fue una equivocación, también lo fue prohibir a Galileo tratar o defender el copernicanismo. Galileo lo sabía. Sin embargo, obedeció. Siempre fue y quiso ser buen católico. Pero sabía que la prohibición de 1616 se basaba en una equivocación y quería solucionar el equívoco. Incluso advertía el peligro de escándalo que podría ocasionar esa prohibición en el futuro, si se llegaba a demostrar con certeza que la Tierra gira alrededor del Sol. Sus amigos estaban de acuerdo con él.

En 1623 coincidieron unas circunstancias que parecían favorecer una revisión de las decisiones de 1616, o por lo menos hacer posible que se expusieran, aunque fuese con cuidado, los argumentos a favor del copernicanismo. El factor principal fue la elección como Papa del cardenal Maffeo Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII. Era, desde hacía años, un admirador de Galileo, a quien incluso había dedicado una poesía latina en la que alababa sus descubrimientos astronómicos. Además, desde el primer momento tuvo en puestos de mucha confianza a varios amigos y partidarios de Galileo. En 1624 Galileo fue a Roma y el Papa le recibió seis veces, con gran cordialidad. Pero Galileo comprobó, al tantear el asunto del copernicanismo, que, si bien Urbano VIII no lo consideraba herético (ya hemos visto que nunca fue declarado tal), lo consideraba como una posición doctrinalmente temeraria y, además, estaba convencido de que nunca se podría demostrar: decía que los mismos efectos observables que se explican con esa teoría, podrían deberse a otras causas diferentes, pues en caso contrario estaríamos limitando la omnipotencia de Dios. Se trataba de un argumento que, aparentemente, tenía mucha fuerza, y parecía que quien pretendiera haber demostrado el copernicanismo estaba poniendo límites a la omnipotencia de Dios.

A pesar de todo, el talante del nuevo Papa y la posición estratégica de sus amigos llevaron a Galileo a embarcarse en un viejo proyecto pendiente: escribir una gran obra discutiendo el copernicanismo y, desde luego, argumentando en su favor. Simplemente, la presentaría como un diálogo entre un partidario del geocentrismo y otro del heliocentrismo, sin dejar zanjada la cuestión. Y añadiría el argumento del Papa. Pero el lector inteligente ya se daría cuenta de quién tenía razón.

Además, Galileo pensaba que disponía de un argumento nuevo que demostraba el movimiento de la Tierra: el argumento de las mareas. Según Galileo, las mareas sólo se podrían explicar suponiendo el movimiento de la Tierra (y no aceptaba, como si sonara a astrología, que se debieran a la influencia de la Luna). Incluso quería titular su obra de ese modo, como un tratado sobre las mareas, pero el Papa supo que pretendía utilizar ese título y, como sonaba a demasiado realista (como en efecto lo era), aconsejó poner otro título que no sonara a una prueba del movimiento de la Tierra (desde luego, como sabemos, el argumento de las mareas estaba equivocado). Galileo cambió el título del libro, que se vino a llamar Dialogo en torno a los dos grandes sistemas del mundo, el tolemaico y el copernicano. Un título muy acertado debido, en parte, a la ingerencia de un Papa que no quería que se tratara el movimiento de la Tierra como algo real: pero, sin duda, ésa era la intención principal de Galileo en su obra. Galileo estaba dispuesto a conceder todo lo que fuera necesario, con tal de publicar una obra donde se recogieran los argumentos en contra de la posición tradicional y en favor del copernicanismo.

Galileo acabó de redactar el Diálogo en 1630, y lo llevó a Roma para obtener el permiso eclesiástico para imprimirlo. El permiso debía ser concedido por el Maestro del Sagrado Palacio, el dominico Niccolò Riccardi, que no sabía astronomía pero era admirador de Galileo y siempre se había mostrado deseoso de ayudarle. Ahora Riccardi se encontró en un compromiso. Dio a entender que no habría problemas, aunque habría que ajustar una serie de detalles. Galileo volvió a Florencia, la peste estableció serias limitaciones al tráfico y correo entre Florencia y Roma, y ahí comenzó una cadena de equívocos que alargaron la concesión del permiso y pusieron nervioso a Galileo. Al cabo de un año, Galileo solicitó y obtuvo la intervención del Gran Duque de Toscana y de su embajador en Roma para obtener el permiso. Riccardi, que también era toscano y era pariente de la esposa del embajador, fue sometido a una presión muy fuerte. Finalmente concedió el permiso para que se imprimiera el libro en Florencia, pero con una serie de condiciones que hacía saber a Galileo y al Inquisidor de Florencia. Riccardi sabía lo que el Papa pensaba: que sólo se podía tratar el copernicanismo como una hipótesis matemática, no como una representación de la realidad; las condiciones y advertencias que dio se encaminaban a garantizar esto, que no estaba nada claro en la obra de Galileo.

Galileo introdujo cambios pero, seguramente, no todos los que hubiera introducido Riccardi y hubiera deseado el Papa. En el libro, Simplicio, el personaje que defiende la posición tradicional de Aristóteles y Tolomeo, siempre sale perdiendo. Simplicio fue uno de los más famosos comentadores antiguos de Aristóteles, pero en la obra de Galileo daba la impresión de que sus argumentos y su actitud correspondían demasiado bien a su nombre. Por otra parte, el argumento favorito del Papa aparecía al final de la obra: después de haber expuesto todos los argumentos físicos y filosóficos, Simplicio, precisamente Simplicio, utilizaba ese argumento, y aunque Salviati, el defensor de Copérnico (y Galileo) lo aprueba, el final es muy breve y forzado. Para mayor confusión, una Introducción aprobada por Riccardi, en la que se explicaba que esa obra no pretendía establecer el copernicanismo como teoría verdadera, apareció impresa en un tipo diferente al del resto de la obra, dando la impresión de un añadido postizo.

El Diálogo se acabó de imprimir en Florencia el 21 de febrero de 1632. Galileo envió enseguida ejemplares por todas partes, también a sus amigos de otros países de Europa. Todavía había problemas de comunicación con Roma por la peste, de modo que los primeros ejemplares no llegaron a Roma hasta mitad de mayo. Uno de ellos fue entregado al cardenal Francesco Barberini, sobrino y mano derecha del Papa, a quien Galileo había ayudado, hacía años, a conseguir el doctorado, y a quien consideraba, al igual que a su tío el Papa, como un gran amigo personal.

En 1632 la mayor preocupación del Papa no era precisamente el movimiento del Sol y de la Tierra. Estaba en pleno desarrollo la Guerra de los Treinta Años, que comenzó en 1618 y no terminó hasta 1648, que enfrentaba a toda Europa en dos mitades, los católicos y los protestantes. En aquel momento había problemas muy complejos, porque la católica Francia se encontraba más bien al lado de los protestantes de Suecia y Alemania, enfrentada con las otras potencias católicas, España y el Imperio. Urbano VIII había sido cardenal legado en París y tendía a alinearse con los franceses, temiendo, además, una excesiva prepotencia de los españoles, e intentando no perder a Francia. Se trataba de equilibrios muy difíciles. Los problemas eran graves. El 8 de marzo de 1632, en una reunión de cardenales con el Papa, el cardenal Gaspar Borgia, protector de España y embajador del Rey Católico, acusó abiertamente al Papa de no defender como era preciso la causa católica. Se creó una situación extraordinariamente violenta. En esas condiciones, Urbano VIII se veía especialmente obligado a evitar cualquier cosa que pudiera interpretarse como no defender la fe católica de modo suficientemente claro.

Precisamente en esas circunstancias, a mitad de mayo, empezaron a llegar a Roma los primeros ejemplares del Dialogo. En un primer momento no sucedió nada. Pero al cabo de dos meses, a mitad de julio, se supo que el Papa estaba muy enfadado con el libro, que intentaba frenar su difusión, y que iba a crear una comisión para estudiarlo y dictaminarlo.

La documentación que poseemos no permite saber qué provocó el enfado y la decisión del Papa. Galileo siempre lo atribuyó a la actuación de sus enemigos (que no eran pocos ni poco influyentes), que habrían informado al Papa de modo tendencioso, predisponiéndole en contra. Por ejemplo, además de denunciar que el libro defendía el copernicanismo, en contra del decreto de 1616, habrían puesto de relieve que uno de los tres personajes que intervienen en el diálogo, Simplicio, que siempre lleva las de perder, es quien expone el argumento preferido del Papa acerca de la omnipotencia de Dios y los límites de nuestras explicaciones. Esto podía parecer una burla deliberada, y parece que así fue interpretado: varios años después, Galileo todavía enviaba un mensaje al Papa, desde su villa de Arcetri, haciéndole saber que jamás había pasado por su mente tal cosa. Además, como se ha señalado, las circunstancias personales de Urbano VIII en aquel momento eran difíciles, y no podía tolerar que se publicara un libro, que aparecía con los permisos eclesiásticos de Roma y de Florencia, en el que se defendía una teoría condenada por la Congregación del Índice en 1616 como falsa y contraria a la Sagrada Escritura.

El Papa estableció una comisión para examinar las acusaciones contra Galileo, y se dictaminó que el asunto debía ser enviado al Santo Oficio (o Inquisición romana), desde donde se ordenó a Galileo, que vivía en Florencia, que se presentara en Roma ante ese tribunal durante el mes de octubre de 1632. Después de intentos dilatorios que duraron varios meses, el 30 de diciembre de 1632, el Papa con la Inquisición hizo saber que, si Galileo no se presentaba en Roma, se enviaría quien se cerciorase de su salud y, si se veía que podía ir a Roma, le llevarían encadenado. El Papa aconsejó seriamente al Gran Duque que se abstuviera de intervenir, porque el asunto era serio. Las autoridades toscanas decidieron aconsejar a Galileo que fuese a Roma. El embajador Niccolini, que conocía bien al Papa y hablaba con él con frecuencia, advertía que discutir con el Papa y llevarle la contraria era el camino mejor para arruinar a Galileo. Cuando el Papa hablaba con Niccolini del problema causado por Galileo, en varias ocasiones montó en cólera. Todos advirtieron a Galileo que lo mejor era que fuera a Roma y que se mostrara en todo momento dispuesto a obedecer en lo que le dijeran, porque si tomaba otra actitud las consecuencias serían perjudiciales para él.

Galileo llegó a Roma el domingo 13 de febrero de 1633, en una litera facilitada por el Gran Duque, después de esperar en la frontera de los Estados Pontificios a causa de la peste que seguía en Florencia. El embajador de Toscana, Francesco Niccolini, se portó maravillosamente con Galileo, interviniendo continuamente en su favor ante las autoridades de Roma, de acuerdo con las instrucciones del Gran Duque. Consiguieron que Galileo no estuviera en la cárcel del Santo Oficio, como exigían las normas. Desde su llegada a Roma hasta el 12 de abril (dos meses), Galileo vivió en el Palacio de Florencia, donde se encontraba la embajada de Toscana y la casa del embajador. Las autoridades le recomendaron que evitara la vida social, de modo que no salía de casa, pero gozaba de un trato exquisito por parte del embajador y de su esposa. Niccolini pedía al Papa que el asunto fuese lo más breve posible, pero se alargaba porque la Inquisición todavía estaba deliberando sobre el modo de actuar. Como se había descubierto en los archivos del Santo Oficio el escrito de 1616 en el que se prohibía Galileo tratar de cualquier modo el copernicanismo, el proceso se centró completamente en una única acusación: la de desobediencia a ese precepto de 1616.

Galileo fue llamado a deponer al Santo Oficio el martes 12 de abril de 1633. Su defensa nos puede parecer muy extraña: negó que, en el Dialogo, defendiera el copernicanismo. Galileo no sabía que el Santo Oficio había pedido la opinión al respecto a tres teólogos y que, el 17 de abril, los tres informes concluían sin lugar a dudas (como de hecho así era) que Galileo, en su libro, defendía el copernicanismo; en este caso, los teólogos tenían razón. Esto complicaba la situación, pues un acusado que no reconocía un error comprobado debía ser tratado muy severamente por el tribunal. Por otra parte, Galileo se defendió mostrando una carta que, a petición suya, le había escrito el cardenal Belarmino después de los sucesos de 1616, para que pudiera defenderse frente a quienes le calumniaban; en ese escrito, Belarmino daba fe de que Galileo no había tenido que abjurar de nada y que simplemente se le había notificado la prohibición de la Congregación del Índice. Pero eso podía interpretarse también contra Galileo si se mostraba, como era el caso, que en su libro argumentaba en favor de la doctrina condenada en 1616. El tribunal se centró en matices de la prohibición hecha a Galileo en 1616, que Galileo decía no recordar, porque había conservado el documento de Belarmino y ahí no se incluían esos matices. Desgraciadamente, Belarmino había muerto y no podía aclarar la situación.

Esos días Galileo seguía en el Santo Oficio, aunque tampoco entonces estuvo en la cárcel. Por deferencia con el Gran Duque de Toscana y ante la insistencia del embajador, Galileo fue instalado en unas habitaciones del fiscal de la Inquisición, le traían las comidas desde la embajada de Toscana, y podía pasear. Estuvo allí desde el martes 12 de abril hasta el sábado 30 de abril: 17 días completos con sus colas.

Para desbloquear la situación, el Padre Comisario propuso a los Cardenales del Santo Oficio algo insólito: visitar a Galileo en sus habitaciones e intentar convencerle para que reconociera su error. Lo consiguió después de una larga charla con Galileo el 27 de abril. Al día siguiente, sin comunicarlo a nadie más, escribió lo que había hecho y el resultado al cardenal sobrino del Papa, que se encontraba esos días en Castelgandolfo con el Papa; a través de esa carta se ve claro que esa actuación estaba aprobada por el Papa: de ese modo, el tribunal podría salvar su honor condenando a Galileo, y luego se podría usar clemencia con Galileo dejándole recluido en su casa, tal como (dice el Padre Comisario) sugirió Vuestra Excelencia (el cardenal Francesco Barberini).

En efecto, el sábado 30 de abril Galileo reconoció ante el tribunal que, al volver a leer ahora su libro, que había acabado hacía tiempo, se daba cuenta de que, debido no a mala fe, sino a vanagloria y al deseo de mostrarse más ingenioso que el resto de los mortales, había expuesto los argumentos en favor del copernicanismo con una fuerza que él mismo no creía que tuvieran. A partir de ahí, las cosas se desarrollaron como el Comisario había previsto. Ese mismo día se permitió a Galileo volver al palacio de Florencia, a la casa del embajador. El martes 10 de mayo se le llamó al Santo Oficio para que presentara su defensa; presentó el original de la carta del cardenal Belarmino, y reiteró que había actuado con recta intención. Seguía encerrado en el palazzo Firenze; el embajador consiguió que le permitieran ir a pasear a Villa Medici, e incluso a Castelgandolfo, porque le sentaba mal no hacer ningún tipo de ejercicio. Mientras tanto, la peste seguía azotando a Florencia, y en alguna carta le decían que, en medio de su desgracia, era una suerte que no estuviera entonces en Florencia.

El jueves 16 de junio, la Congregación del Santo Oficio tenía, como cada semana, su reunión con el Papa. En esta ocasión se celebró en el palacio del Quirinal. Estaban presentes 6 de los 10 Cardenales de la Inquisición, además del Comisario y del Asesor (en los interrogatorios y, en general, en todas las sesiones que se han mencionado hasta ahora, no estaban presentes los Cardenales: estaban los oficiales del Santo Oficio que transmitían las actas a la Congregación de los Cardenales, y éstos, con el Papa, tomaban las decisiones). Ese día el Papa decidió que Galileo fuera examinado acerca de su intención con amenaza de tortura (en este caso se trataba de una amenaza puramente formal, que ya se sabía de antemano que no se iba a realizar). Después, Galileo debía abjurar de la sospecha de herejía ante la Congregación en pleno. Sería condenado a cárcel al arbitrio de la Congregación, se le prohibiría que en el futuro tratara de cualquier modo el tema del movimiento de la Tierra, se prohibiría el Diálogo, y se enviaría copia de la sentencia a los nuncios e inquisidores, sobre todo al de Florencia, para que la leyera públicamente en una reunión en la que procuraría que se encontraran los profesores de matemática y de filosofía. El Papa comunicó esta decisión al embajador Niccolini el 19 de junio. Niccolini pidió clemencia, y el Papa, manifestando algo que, como se ha señalado, estaba ya decidido de antemano, le respondió que, después de la sentencia, volvería a ver al embajador para ver cómo se podría arreglar que Galileo no estuviera en la cárcel. De acuerdo con el Papa, Niccolini comunicó a Galileo que la causa se acabaría enseguida y el libro se prohibiría, sin decirle nada acerca de lo que tocaba a su persona, para no causarle más aflicción.

Desde el martes 21 de junio hasta el viernes 24 de junio, Galileo estuvo de nuevo en el Santo Oficio. El miércoles día 22 Galileo fue llevado al convento de Santa María sopra Minerva; se le leyó la sentencia (firmada por 7 de los 10 Cardenales del Santo Oficio) y abjuró de su opinión acerca del movimiento de la Tierra delante de la Congregación. Fue, para Galileo, lo más desagradable de todo el proceso, porque afectaba directamente a su persona y se desarrolló en público de modo humillante. El jueves 23 el Papa, con la Congregación del Santo oficio reunida en el Quirinal, concedió a Galileo que la cárcel fuera conmutada por arresto en Villa Medici, a donde se trasladó el viernes día 24. El jueves día 30 se permitió a Galileo abandonar Roma y trasladarse a Siena, en Toscana, al palacio del Arzobispo. Galileo dejó Roma el miércoles 6 de julio y llegó a Siena el sábado 9 de julio. Había acabado la pesadilla romana.

La sentencia de la Inquisición comienza con los nombres de los 10 cardenales de la Inquisición, y acaba con las firmas de 7 de ellos. El Papa, junto con la Congregación, decidió que se condenase a Galileo y que abjurase de su opinión, pero en el texto de la sentencia no aparece en ningún momento citado el Papa; por tanto, ese documento no puede ser considerado como un acto de magisterio pontificio, y menos aún como un acto de magisterio infalible ni definitivo. En el texto de la abjuración se lee “maldigo y detesto los mencionados errores y herejías”, pero no se trata de una doctrina definida como herejía por el magisterio de la Iglesia: en el texto de la abjuración se dice, como así es, que esa doctrina fue declarada contraria a la Sagrada Escritura, y, como sabemos, esta declaración se hizo mediante un decreto de la Congregación del Índice, que no constituyó un acto de magisterio infalible ni definitivo.

El Arzobispo de Siena, Ascanio Piccolomini, era un antiguo discípulo, admirador y gran amigo de Galileo. Se había ofrecido varias veces para alojarle en su casa, teniendo en cuenta, además, que estaba relativamente cerca de Florencia y que en Florencia todavía existían ramalazos de la peste. En Siena, Galileo fue tratado espléndidamente y se recuperó de la tensión de los meses precedentes. A petición del Gran Duque de Toscana, el Papa, junto con el Santo Oficio, concedió el 1 de diciembre de 1633 a Galileo que pudiera volver a su casa en las afueras de Florencia, la Villa del Gioiello, con tal que permaneciera como en arresto domiciliario, sin moverse de allí ni hacer vida social. Consta que el 17 de diciembre Galileo ya estaba en su casa, y allí siguió hasta su muerte en 1642.

En Arcetri Galileo siguió trabajando. Allí acabó sus Discursos y demostraciones en torno a dos nuevas ciencias, obra que se publicó en 1638 en Holanda. Se trata de su obra más importante, donde expone los fundamentos de la nueva ciencia de la mecánica, que se desarrollará en ese siglo hasta alcanzar 50 años más tarde, con los Principios matemáticos de la filosofía natural de Newton, obra publicada en 1687, la formulación que marca el nacimiento definitivo de la ciencia experimental moderna.

3. INTERROGANTES E INTERPRETACIONES Hasta aquí he intentado exponer los datos básicos del proceso a Galileo. A partir de este momento me ocuparé de la valoración de esos datos. Dada la perspectiva que he adoptado, solamente aludiré brevemente a algunos aspectos que considero especialmente interesantes.

En primer lugar, ¿podemos decir que sabemos lo fundamental acerca del proceso a Galileo?, ¿es posible que existan datos importantes desconocidos? La respuesta es que los documentos que se conservan permiten reconstruir casi todos los aspectos del proceso con gran fiabilidad. Poseemos los interrogatorios y declaraciones de Galileo en su totalidad, así como las decisiones del Papa y de la Congregación del Santo Oficio. En este terreno, no es plausible que aparezcan nuevos documentos que afecten sustancialmente a lo que ya sabemos. Seguramente existen huecos; uno de ellos, bastante importante, se refiere a los acontecimientos del verano de 1632, desde que el Diálogo llega a Roma hasta que el Papa convoca la congregación de teólogos para decidir qué se hace. ¿Quién y cómo informó al Papa? Galileo siempre consideró su proceso como consecuencia de las informaciones tendenciosas de sus enemigos. Es posible que existan documentos sobre esos acontecimientos, cuyo conocimiento permitiría comprender mejor por qué se desarrollaron del modo que lo hicieron. Podríamos saber, quizás, hasta qué punto las cosas podían haber sucedido de otra manera. De todos modos, eso no cambiaría los hechos ya conocidos, entre los cuales se cuenta que Galileo llevó adelante, durante años, su programa copernicano, aunque exteriormente pareciera haber renunciado a él, y que Urbano VIII quedó muy afectado cuando advirtió que su admirado amigo estaba, en realidad, haciendo un juego diferente del que él pensaba.

Esto no significa que Galileo mintiera deliberadamente. Pero no hay duda de que consideró el copernicanismo como una teoría verdadera, también después del proceso. En su Carta a Cristina de Lorena había explicado ampliamente cómo se podía solucionar la aparente contradicción entre copernicanismo y Biblia; tenía razón y lo sabía: por este motivo podía admitir, con conciencia tranquila, el copernicanismo, incluso después de las condenas de 1616 y 1633. Lo mismo sucedía con sus amigos y con otras personas suficientemente informadas. Lo cual nos lleva a preguntarnos por qué las autoridades eclesiásticas condenaron una teoría que, si bien no estaba completamente demostrada en aquel momento, podía demostrarse y, de hecho, recibió nuevas confirmaciones en los años siguientes.

Para responder a ese interrogante hemos de advertir que la ciencia experimental moderna, tal como la conocemos ahora, estaba naciendo y se encontraba todavía en un estado embrionario. Precisamente fue Galileo uno de sus padres fundadores. Pero el Galileo que veían las autoridades era muy diferente del que vemos ahora, a la luz del desarrollo de la física durante casi cuatro siglos. Galileo había realizado unos descubrimientos astronómicos importantes y se le habían reconocido. Pero no podía probar el movimiento de la Tierra. La ciencia moderna prácticamente no existía: las contribuciones más importantes de Galileo a esa ciencia fueron las publicadas, en los Discursos, después del proceso. Los eclesiásticos (Belarmino, Urbano VIII y muchos otros), al igual que la mayoría de los profesores universitarios, pensaban que el movimiento de la Tierra era absurdo, porque contradice a muchas experiencias ciertas y, si existiera, debería tener consecuencias que de hecho no se observan. No era fácil tomarse en serio el copernicanismo. Los teólogos que valoraron en 1616 la quietud del Sol y el movimiento de la Tierra dijeron, en primer lugar, que ambos eran absurdos en filosofía. Además parecían contrarios a la Biblia. Belarmino, y otros eclesiásticos, advirtieron que si se llegaba a demostrar el movimiento de la Tierra, habría que interpretar una serie de pasajes de la Biblia de modo no literal; sabían que eso podría hacerse, pero pensaban que el movimiento de la Tierra nunca se demostraría y que era absurdo. Esto no justifica toda su actuación, pero permite situarla en su contexto histórico real y hacerla comprensible.

El proceso de Galileo no debería entenderse como un enfrentamiento entre ciencia y religión. Galileo siempre se consideró católico e intento mostrar que el copernicanismo no se oponía a la doctrina católica. Por su parte, los eclesiásticos no se oponían al progreso de la ciencia; durante su viaje a Roma en 1611, se tributó a Galileo un gran homenaje público en un acto celebrado en el Colegio Romano de los jesuitas, por sus descubrimientos astronómicos. El problema es que no consideraban que el movimiento de la Tierra fuera una verdad científica, e incluso algunos (entre ellos, el Papa Urbano VIII) estaban convencidos de que nunca se podría demostrar.

Los enemigos de Galileo desempeñaron, probablemente, un papel importante para desencadenar el proceso. El temperamento muy vivo de Galileo no contribuía a apaciguar las numerosas disputas que originó su trabajo desde 1610. Además, él mismo se procuró enemistades de modo innecesario, de tal modo que, cuando el Diálogo se publicó en 1632, es fácil imaginar que sus enemigos en Roma pudieran presentar al Papa las cosas de tal manera que, teniendo en cuenta además las difíciles circunstancias por las que atravesaba Urbano VIII, éste se considerara ofendido por Galileo y viera necesario intervenir con fuerza. El temperamento de Urbano VIII también desempeñó un papel: tenía un carácter fuerte y pensó que Galileo había traicionado a su amistad sincera; repitió varias veces al embajador Niccolini que Galileo se había burlado de él. Consta que, al hablar de este tema con Niccolini, Urbano VIII se encolerizaba. Galileo seguramente no pretendió, en modo alguno, burlarse del Papa, pero es probable que los enemigos de Galileo, en el verano de 1632, convencieran al Papa de lo contrario, y que esto influyera seriamente en el desarrollo de los acontecimientos.

No hay que pensar sólo en enemigos personales de Galileo. El movimiento de la Tierra podía fácilmente ser visto como causa de dificultades importantes para el cristianismo. Si la Tierra se convertía en un planeta más, y si existían muchas más estrellas de las que se ven a simple vista, ¿no podría esto interpretarse en la línea de Giordano Bruno, quien afirmó que existen muchos mundos como el nuestro, con sus estrellas y planetas habitados? En ese caso, ¿qué significado tendría la Encarnación y la Redención de Jesucristo?, ¿qué sucedería con la salvación de posibles seres inteligentes que podrían vivir en otros lugares del universo? Son preguntas que, en la actualidad, se plantean todavía con más fuerza que entonces, ante la posibilidad, remota pero real, de que se llegue a saber que existe vida en otros lugares del universo. En realidad, no es difícil advertir que la revelación cristiana se refiere directamente a lo que sucede con nosotros y, por tanto, no hay dificultad en principio para integrar dentro de ella a otros seres inteligentes. Además, la Iglesia enseña que los frutos de la Redención se aplican también a personas que han vivido antes de la Encarnación, o que viven después de ella y no conocen, sin culpa suya, la verdad del cristianismo. Pero se comprende que estos problemas pudieran influir en aquellos momentos. La asociación del copernicanismo con Bruno no podía favorecer a Galileo. Se puede recordar que dos personas clave en la condena del copernicanismo en 1616 fueron el Papa Pablo V y el cardenal Belarmino; ambos eran Cardenales de la Inquisición cuando, en 1600, el proceso de Bruno llegó a su final, y se puede suponer que, al pensar en el copernicanismo, lo verían, por así decirlo, asociado a los errores teológicos de Bruno.

El movimiento de la Tierra parecía afectar al cristianismo desde otro punto de vista. El Diálogo de Galileo contenía críticas muy fuertes contra la filosofía de Aristóteles, que se venía usando, al menos desde el siglo XIII, como ayuda para la teología. En esa filosofía se admitía, por ejemplo, que en el mundo existe finalidad, y que las cualidades sensibles existen objetivamente y forman la base del conocimiento humano. Estas ideas parecían arruinarse con la nueva filosofía matemática y mecanicista de Galileo. La nueva ciencia nacía en polémica con la filosofía natural antigua, y no parecía poder llenar el hueco que ésta dejaba. Aunque las críticas de Galileo al aristotelismo se redujeran a aspectos concretos de la física que, ciertamente, debían abandonarse, parecía que la nueva ciencia pretendía arrojar fuera, como suele decirse, al niño junto con la bañera. Este problema sigue siendo actual. Incluso puede decirse que el progreso científico de los últimos siglos lo ha hecho cada vez más agudo. Son muchas las voces que piden un serio esfuerzo para integrar el progreso científico dentro de una visión más amplia que incluya las dimensiones metafísicas y éticas de la vida humana. En este sentido, los que veían en la nueva ciencia una fuente de dificultades no estaban completamente equivocados. Por supuesto, el problema no es de la ciencia en sí misma, de cuya legitimidad sería absurdo dudar. El progreso científico es ambivalente y el hecho de que pueda utilizarse mal no significa que deba castigarse a la ciencia. Simplemente intento subrayar que, en el fondo del caso Galileo, se encuentran algunos problemas que son reales, siguen siendo actuales, y esperan todavía una solución. Cuál sea el alcance del conocimiento científico es uno de esos problemas.

Consta que hubo un intento de denunciar a Galileo ante la Santa Sede por su filosofía atomista, expuesta brevemente en su obra, de 1623, Il Saggiatore, argumentando que Galileo negaba la objetividad de las cualidades sensibles (colores, olores, sabores) y que esto contradice la doctrina del Concilio de Trento sobre la Eucaristía, según la cual, después de la consagración, se encuentran las especies sacramentales (accidentes del pan, como por ejemplo las cualidades sensibles) sin su sujeto natural. Se ha llegado a decir que el motivo más profundo de la acusación contra Galileo en 1632 era éste, y que el Papa consiguió que el proceso se centrara en torno al movimiento de la Tierra, porque en el otro caso las consecuencias hubieran sido mucho peores. La denuncia mencionada existió, pero parece demasiado exagerado centrar ahí los problemas de Galileo. Esta cuestión pone de manifiesto, sin embargo, que la nueva física venía acompañada por una filosofía mecanicista que, en parte, chocaba con la filosofía y la teología generalmente admitidas, y es cierto que este problema continuó vivo durante mucho tiempo e incluso sigue vivo, en parte, en la actualidad.

El caso Galileo no afectó seriamente al progreso de la ciencia. La semilla que Galileo plantó dio fruto inmediatamente, también en Italia. Al cabo de pocas décadas, Newton llevó la física moderna hasta su nacimiento definitivo, y el trabajo de Galileo quedó bien asentado.

Por fin, es interesante señalar que no ha existido ningún otro caso semejante al de Galileo. El caso Galileo no es un caso entre otros del mismo tipo. El caso más semejante es el del evolucionismo, pero la teoría de la evolución, dentro de su ámbito científico, nunca ha sido condenada por ningún organismo de la Iglesia universal. Si se intenta poner en el mismo nivel que el caso Galileo asuntos como el aborto, la eutanasia, la bioética, etc., debe advertirse que, si bien esos problemas incluyen componentes relacionados con la ciencia, no son problemas propiamente científicos, sino, como máximo, de aplicación de los conocimientos científicos. Pero esto exigiría una reflexión específica que va más allá de los objetivos que aquí me he propuesto.

REFERENCIAS: Los datos de este artículo están tomados, en su mayoría, de la Edición Nacional de las obras de Galileo, preparada por Antonio Favaro: “Le Opere di Galileo Galilei”, 20 volúmenes, reimpresión, G. Barbèra Editore, Firenze 1968. Los documentos del proceso se encuentran en el tomo XIX, pp. 272-421, y también han sido editados por Sergio Pagano: “I documenti del processo di Galileo Galilei”, Pontificia Academia Scientiarum, Ciudad del Vaticano 1984.

Tomado de www.arvo.net.

Mariano Artigas, “Nuevos documentos sobre Galileo”, PUP, 26.III.2001

Un nuevo documento revela que los eclesiásticos no querían condenar a Galileo

Artigas halla un manuscrito que “muestra que las autoridades eclesiásticas no estaban empeñadas en condenar a Galileo o a la nueva ciencia”

Mariano Artigas, profesor de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Navarra, ha descubierto un nuevo documento sobre el caso Galileo en el archivo de la Congregación del Índice, relacionada con el Santo Oficio y que se encargaba de los libros prohibidos. “Se trata de un manuscrito que muestra que las autoridades eclesiásticas no estaban empeñadas en condenar a Galileo o a la nueva ciencia”, explica.
Continuar leyendo “Mariano Artigas, “Nuevos documentos sobre Galileo”, PUP, 26.III.2001″

Ignacio Sánchez Cámara, “Aprendices de brujo” (clonación), ABC, 9.VIII.01

Algunos científicos parecen empeñados en convertirse en discípulos aventajados del doctor Frankenstein. Si un disparate es posible, podemos estar seguros de que intentarán realizarlo. Aunque con ello demuestren que su talento científico aún resulta superado por su indigencia moral. Se veía venir. Desde que en 1997 se logró la clonación de la oveja Dolly, pocas dudas podían albergarse acerca del inminente intento de ensayar la clonación de seres humanos. Naturalmente, la aberración debe revestirse con la dignidad de la ciencia y con la promesa de maravillosas consecuencias para la humanidad. La ciencia no debe detenerse. Las fuerzas de la ignorancia, del oscurantismo y de la reacción siempre se han opuesto al avance de la ilustración y del conocimiento.

La clonación permitirá curar enfermedades y abastecer de órganos para eventuales trasplantes. También facilitará el progreso de la investigación científica. Este argumento de la tradicional oposición a la ciencia es especialmente peligroso, por su aparente plausibilidad. Y, sin embargo, resulta de una perfecta endeblez. Que hayan existido y existan fuerzas hostiles a la libre investigación, no significa que todo lo que sea posible hacer, pueda moralmente hacerse. La lógica de este argumento falaz podría llevar a justificar, por ejemplo, todo tipo de experimentos eugenésicos.

Una cosa es la ilimitada libertad de conocer, atributo esencial del hombre, y otra la licitud de cualquier técnica de manipulación de vidas humanas. Quienes nos oponemos a la clonación de seres humanos, no establecemos con ello ninguna limitación al afán de conocer ni al progreso de la ciencia, sino sólo a la decisión de convertir lo que es un fin en sí mismo en puro medio. Ni siquiera se trata de poner límites morales a la ciencia, que puede y debe llegar hasta donde pueda en su voluntad de conocer. Se trata de poner límites a la acción y a la voluntad humanas, que nunca están legitimadas para ponerse al servicio de la deshumanización. Si no se respeta toda vida humana, se termina por no respetar ninguna. Se ha devaluado tanto la vida que ya casi parece normal que la experimentación científica y técnica pueda estar por encima de ella en lugar de estar al servicio de ella.

Con ser contundente, ni siquiera es decisivo el argumento proporcionado por la mayoría de la comunidad científica, que ha alertado sobre la posibilidad de que se produzcan anomalías en los embriones fabricados. Tampoco es lo más grave que la rapacidad de algunos científicos pueda llevarles a poner su técnica al servicio de sus intereses económicos para explotar el deseo de tener hijos de las parejas que no pueden tenerlos por medios naturales. Lo decisivo es la pretensión misma de fabricar seres humanos. El debate principal no afecta a las consecuencias, favorables o desfavorables, de la clonación humana, aunque existen sobradas razones para presagiar que prevalecerán las segundas. Es, ante todo, una cuestión de principios. De lo que se trata es de decidir si el hombre es persona o cosa, si la vida humana encierra un valor en sí misma o es una mera propiedad inherente a ciertos seres. Porque si es posible moralmente la fabricación en serie de seres humanos, como si de una cadena de montaje se tratara, entonces podemos afirmar que casi todo está permitido. El episodio revela una vez más cómo la más sofisticada ciencia y técnica pueden coexistir con la mayor barbarie moral. Desgraciadamente la ciencia, cuando se aleja del ámbito de los principios filosóficos y morales, no vacuna contra la inmoralidad. Por el contrario, favorece la aparición de ridículos aprendices de brujo, de remedos del personaje que soñó Mary Shelley.

Natalia López Moratalla, “Tres razones para optar por obtener células madre”, ARVO, 4.VIII.01

No me extrañan las imágenes que nos han ofrecido algunos informativos el primer día de agosto: políticos norteamericanos, con libros de biología bajo el brazo y proyectando videos que muestran los primeros 3 ó 4 días de vida de un ser humano, mientras debaten del proyecto de ley que podría convertir en delito federal cualquier tipo de clonación con embriones humanos. No me choca que les haya resultado necesario, para poder entenderse y entablar así un dialogo racional, intentar primero aclarase en la maraña de términos biológicos y conseguir llamar con los mismo nombres a las mismas realidades y con diferentes a las que son diferentes.

Estamos en un momento muy importante de las ciencias biomédicas. Sabemos que, con mayor o menor intensidad, los tejidos y órganos de nuestro cuerpo tienen capacidad para repararse y regenerarse por sí mismos y sabemos también que diversas enfermedades, incluidas el Parkinson, el fallo cardíaco, la diabetes, etc., implican una degeneración irreversible de células del cerebro, del músculo cardiaco o del páncreas. Por ello se investigan terapias que permita producir, células humanas intactas tanto in vivo, como obteniéndolas in vitro para posteriormente transplantarlas o inyectarlas al paciente, a fin de reparar los tejidos u órganos que la enfermedad ha alterado. Esta reparación de tejidos se basa fundamentalmente en la utilización de “células madre”, llamadas también células troncales, que se caracterizan por poseer una capacidad ilimitada de multiplicarse y sobre todo porque tienen la posibilidad de desarrollarse y dar lugar a las células maduras y diferenciadas que forman tejidos y órganos. Aunque queda un largo camino por recorrer, diversos intentos con ratones, y alguno con humanos, indican que puede ser posible en un futuro no lejano una amplia medicina reparadora.

El dilema está planteado en que existen diversas “fuentes” de células madre con características diferentes: a) los embriones humanos de varios días; b) la sangre del cordón umbilical innecesario para el hijo y para la madre después del nacimiento; c) las grandes reservas naturales guardadas en cada organismo para su propia regeneración, en la médula ósea, la sangre, la grasa, el cerebro y hasta en el bulbo de cada pelo, etc. y d) las células reprogramadas de tal forma que el núcleo y las señales del citoplasma procedentes de dos tipos celulares diferentes, den lugar a una célula “híbrida” del tipo del que necesitara un paciente.

¿Qué fuente deberíamos usar ahora al inicio de las investigaciones como material de trabajo, y ahora y más adelante como material terapéutico? Para todos es obvio, sea cual sea el valor que le conceda a una vida incipiente, que es mejor no destruir embriones que hacerlo. Por eso, para muchos científicos rige la máxima de Einstein: en caso de duda olvidar la ciencia y recordar nuestra humanidad. Es decir, aún en la duda de que pudieran llegar a ser más o menos valiosas unas que otras “fuentes” para la medicina reparadora, emplearse a fondo en la opción que no exige destruir. No se trata de parar el progreso de la medicina frenando un área de la investigación biomédica, sino de liberarse de presiones economicistas e interesadas y confiar en que los caminos menos agresivos, menos invasivos, menos destructores, más naturales y más conservadores de los elementos y piezas del propio cuerpo, son a la corta y a larga mejor remedio a la enfermedad. Aporto los resultados de tres investigaciones con la sana intención de contribuir al rigor de la información científica que constituye la base misma de un debate de los aspectos ético y legal ante un dilema de esta naturaleza.

Las células madre embrionarias algo más que “pluripotentes” Hablamos de clonación reproductiva cuando se trata de producir dejar nacer y vivir un ser humano (un o una “Dolly” humana), copia más o menos exacta de un adulto; y de momento hay miedo a las posibles malformaciones tras el “mal resultado” de la famosa oveja y por ello, y de momento, nos prometemos no legalizar la clonación reproductiva, y nos recomendamos prudencia. Igual que ella es la clonación terapéutica; se diferencia en que no se dejaría desarrollarse nacer ni vivir al “producto” -un hermano gemelo del nacido años antes y que está enfermo-, sino que tras deshacer el embrión “producto” se toman las células de su interior -las células de la masa interna- para multiplicarlas y reconducirlas, hacia el tipo que necesite el gemelo enfermo, y puesto que son clónicos (genéticamente idénticos) se evitan los problemas del rechazo. Por otra parte, a partir de un embrión de pocos días bien el gemelo del paciente obtenido por clonación terapéutica, o bien a partir, de un embrión que es sobrante de la fecundación in vitro, o que no es sobrante, sino producido intencionadamente a tal fin, se plantea proceder a “obtener de células madre embrionarias pluritotentes” por su enorme potencial. Se nos presenta de una forma simple: no hay más que deshacer un embrión y tomar sus células y cultivarlas; y es más se nos repite con cierta frecuencia -como una matización importante que hay que tener en cuenta en el juicio ético- que las células madre embrionarias pluritotentes no son embriones porque al no contribuir al desarrollo de la placenta, no pueden formar un organismo completo. Pero no. No es así; y no lo digo yo. Lo dicen los que hicieron los experimentos y publicaron por primera vez la “obtención de células madre embrionarias humanas”: los investigadores del equipo de James Thompson de la Universidad de Wisconsin en 1998, en la revista Science (en el volumen 282, paginas 1145 a 1147). Estas células del embrión de pocos días (en estado de blastocisto) dan lugar a las células de la capa externa, el trofoblasto, incluso después de varios meses de cultivarlas, capa de la que derivará la placenta. En otras palabras, estas famosas células de partida no son pluripotentes sino totipotentes; no son células sin más sino embriones muy tempranos gemelos entre sí; son capaces, si no se les impide, de dar un nuevo embrión; embrión que si se le permitiera anidar en el útero de una mujer continuaría su vida y nacería. Es pues una clonación embrionaria (algunos la llaman paraclonación para diferenciarla de la clonación de un adulto): la imitación “en serie” del proceso natural por el que algunas veces de una sola fecundación aparecen dos gemelos idénticos. Estos investigadores han llamado a estos embriones gemelos-clónicos, “cuerpos embrioides” y han mostrado cuan laborioso e inseguro es el proceso de encauzar su totipotencialidad natural a convertirse en un organismo completo hacia la pluripotencialidad de convertirse en cualquiera de los tipos de células que forman un cuerpo pero sin su organización estructural y funcional. ¿Y en que se traduce la diferencia entre ser totipotentes o ser pluripotentes a efectos de su futura eficacia terapéutica? Un colega mío lo dice de una forma muy gráfica: pretender encauzar la potencialidad de estas células de dar un cuerpo entero para que sólo den lugar al tipo celular deseado y además lo hagan todas plenamente, es como pretender formar un rebaño de gatos. De hecho al implantarlas en experimentos con animales ratones les han producido teratomas, extraños tumores en los que pueden verse una mezcla informe de tejidos, piel, uñas, etc. Optar por el embrión como fuente supondrá siempre el handicap y riesgo añadido de tener que domeñar una fuerza una potencia mayor que la que necesitamos; será siempre más factible conducir al destino deseado un rebaño de ovejas.

Los embriones congelados que caducan algo más que sobrantes Hay tres términos con diferente carga emotiva para el mismo hecho: “producir embriones para…”.

Uno, producir embriones por fecundación in vitro sólo para investigar, nos lleva a corear ¡no hace falta ese despilfarro humano, tenemos muchos congelados!. El segundo, usar los embriones excedentes que están congelados y sobran en las clínicas de fecundación in vitro para investigar nos lleva rápidamente a gritar ¡que crueldad negarse a que se usen para una investigación tan prometedora si se van a destruir cuando pase el plazo legal de cinco años!. El tercero, producir abundantes embriones aprovechando los óvulos comprados -eso sí a precio meramente simbólico- a jóvenes chicas donantes para producir embriones y de este modo agilizar las largas colas de espera de las clínicas de fecundación asistida, se acompaña de un ¡hay que fomentar la donación solidaria!. En que quedamos: ¿sobran o faltan embriones humanos? Mas aún, si es que sobran ¿porque no dar permisos y fondos monetarios para que los investigadores experimenten con ellos?.

Pienso que la sola idea de unas vidas humanas “excedentes”, formando parte de un lote que sobra y no se sabe uno como quitárselos de encima de una forma ética y digna, sugiere por sí sola muchas razones para tomar la resolución de no producir más embriones que los que van a poder anidar en la madre y llegar a nacer y vivir. De evitar que sobren, legislando y modificando leyes si fuera necesario para garantizarlo. Vidas humanas “como medio para” por muy noble que sea el fin no parece buen método médico. No me repugnaría emplear como material para investigación embriones que van a ser en cualquier caso destruidos, pero no lo haría por nada del mundo, porque me repugna que sobren y sigan cada unos años sobrando lotes, y que pudiéramos aportetarlos generosamente para investigar sin que nos preocupe ni que sobren ni el porqué sobran.

De todos es conocido que, en pro de alcanzar una eficacia respetable de las técnicas de fecundación asistida, se ha generalizado, y legalizado en países como el nuestro, inducir a la que desea ser madre una multiovulación: se le provoca que maduren varios óvulos en un sólo ciclo. Es una forma menos molesta para ella ya que en la misma intervención se le toman varios óvulos; después se fecundan, se dejan desarrollarse unos días y se transfieren unos pocos de los embriones al útero para que uno de ellos con la cooperación del resto pueda anidar y el resto se congelan; ese resto pasan a ser sobrantes si la primera transferencia embrionaria tiene éxito y llega a nacer un bebé. En febrero de este año la revista Human Reproduction (volumen 16 y páginas de la 221 a la 225) publicaba un documentado estudio que muestra que los embriones originados por fecundación de óvulos que proceden de una multiovulación tienen más dificultad para anidar y, los que lo consiguen se desarrollan con más malformaciones que los originados por fecundación del óvulo madurado de forma natural en un ciclo; más aún la madre por efectos del fármaco que se usa en estos casos aporta un microentorno menos acogedor y más agresivo al embrión que trata de anidar. Un perfecto ciclo vicioso: para mejorar la eficacia se produce un exceso de embriones y la producción de ese número mayor conlleva que los embriones tienen deficiencias, son menos viables y además tienen que ser congelados, y el útero materno los acoge peor. La recomendación médica de los investigadores es obvia y lo hacen decididamente: no producir múltiples óvulos, sacar uno, o dos, que maduran en un ciclo normal. Esto es, es la ciencia, no sólo la ética, la que indica la conveniencia de que no nos sobren embriones.

Las células embrionarias ni la única ni la mejor esperanza de curar enfermedades No es fácil, incluso a quien puede seguir la literatura científica en este campo, poder evaluar al día cual de las fuente de células madre (embriones, sangre del cordón umbilical, las de reserva del propio organismo) son las reinas. Es más, estamos intentando memorizar que se ha conseguido de hecho, no en promesa, con cada una de ellas y nos empiezan a hablar del desarrollo de una técnica alternativa a la clonación terapéutica que consiste en fusionar la célula del paciente con una célula “aceptora” adecuada para que se desarrolle directamente al tipo celular que necesita el paciente (la futura fuente de las programada a medida). En el Congreso de la Sociedad Británica de Fertilidad, celebrado el 23 de febrero del 2001 investigadores de la firma comercial PPL Therapeutics, en la que participa también el Instituto Roslin, informaron que habían logrado transformar células adultas de piel de vaca en células madre y las habían convertido en células de músculo cardiaco iniciando un nuevo sistema.

Diferentes fuentes, diferentes puntos de partida -células de animales o de humanos-, experimentos a gran velocidad, diferente impacto social, fuertes cargas emotivas… no facilita demasiado un juicio sereno y riguroso ya que no es fácil tener la información de si las embrionarias son las reinas de las que no se puede prescindir, o si la propia ciencia las ha destronado ya en pro de las de las reservas y los bancos de cordón umbilical. Una muestra: algunos periódicos han dado junto a la información del dilema del Presidente Bush una noticia que según los titulares sirve de argumento a favor de decidir aportar las subvenciones a los centros públicos americanos. La noticia: científicos de Israel han conseguido células cardiacas que funcionan como músculo a partir de células embrionarias. Una buena noticia para los que han sufrido, o temen sufrir infarto de corazón; pero esa noticia no tendría más tinte que de alegría y esperanza si pudiéramos recordar a su vez que en el año 2000 el equipo de Vescovi había demostrado que células madre de adulto se transforman en musculares inmaduras; que estas inmaduras (mioblastos) ya habían sido transplantadas por Beauchamp en 1999 a ratones con corazón dañado fusionándose con el órgano y regenerando la zona dañada; que Clarke ha conseguido regenerar el corazón dañado de ratones transplantándoles las células madre de la médula ósea y que Menasche en el presente 2001 ha realizado con éxito el primer experimento clínico de transplante autólogo de mioblastos a un paciente de 72 años con isquemia cardiaca por una coronariopatía.

Con los datos actuales en la mano las células madre de adulto y del cordón umbilical merecen la corona. Aprendieron a estar en la reserva y al quite de donde puede ser necesitadas para acudir en repuesto con el traje que les corresponda llevar. Son una promesa terapéutica. A las embrionarias les costará siempre perder la incontrolable capacidad que su misión de dar un cuerpo entero les confiere, aunque podamos forzarlas a hacerlo. Leí los “pufos” de la pluripotencialidad de las células sacadas del embrión precoz y de la absoluta necesidad de usar los embriones en la carta de los Premios Nobel al Presidente Bush. Me chocó que firmasen 80 sin haber leído la literatura científica. Busqué la lista y ya no me extrañó tanto: tenían muchos de ellos el Premio por méritos alejados del este campo de investigación, y los había sin Nobel y con intereses muy claros en patentes de células embrionarias humanas; una muestra: Robert Lanza de la Advanced Cell Technology, Inc. De Worcerter, Masdachusetts, no laureado firmaba también la carta.

Natalia López Moratalla Catedrática de Bioquímica y Biología Molecular ARVO, 4.VIII.01

Asoc. Valenciana Defensa Vida, “8 preguntas básicas sobre las células madre”, VIII.01

1.- ¿Qué son las células madre o estaminales? Las células estaminales –también conocidas como células madres, troncales o germinales-, son células maestras que tienen la capacidad de transformarse en otros tipos de células, incluidas las del cerebro, el corazón, los huesos, los músculos y la piel.

La investigación con células estaminales embrionarias ha despertado un debate en la comunidad científica internacional sobre la licitud ética de matar embriones humanos con fines experimentales. Algunos científicos justifican la muerte de los embriones alegando que servirá para curar enfermedades o simplemente niegan que los embriones concebidos sean seres humanos.

2.- ¿Dónde hay células estaminales? Hasta el momento se ha confirmado que hay células estaminales en el cordón umbilical, la placenta, la médula ósea y en los embriones.

3.- ¿Cómo son las células estaminales embrionarias? Estas células estaminales están contenidas en los embriones humanos de sólo pocos días. A este tipo de células se les llama pluripotenciales porque pueden convertirse en prácticamente células de cualquier tejido y como consecuencia permiten al embrión desarrollarse y convertirse en un cuerpo totalmente formado. Cada blastocisto o blástula, es decir un embrión de cinco días, es una esfera formada por alrededor de 100 células. Las células de la capa externa formarán la placenta y otros órganos necesarios para sustentar el desarrollo fetal en el útero. Mientras que las células internas formarán casi todos los tejidos del cuerpo.

Es por ello que, teóricamente, si se aprende cómo hacerlas crecer y las manipulan, se podrían originar tejidos u órganos nuevos en el laboratorio para implantarlos en pacientes y curar enfermedades.

4.- ¿Qué ocurre cuando las células estaminales son extraídas del embrión? El embrión ya no puede seguir desarrollándose y muere. Sín embargo, se pueden utilizar las células estaminales de la placenta y del cordón umbilical sin atentar contra el embrión humano. En este caso, la ciencia aprovecha las células que son desechadas naturalmente por la madre al momento del parto. Ni la placenta ni el cordón umbilical son vitales para el ser humano y pueden ser utilizados sin ningún problema ético.

Además, hay experimentos con células estaminales de la médula ósea que han logrado éxito. Éstas células son obtenidas de niños o personas adultas que no se ven afectados por perderlas.

5.- ¿Cómo son las células estaminales de adultos? Son células que alberga el tejido maduro en el cuerpo de los niños y de los adultos. Las células madres están aquí más especializadas que las embrionarias y dan lugar a tipos celulares específicos. Se les llama multipotenciales.

El cuerpo maduro utiliza estas células como “partes de reserva” para sustituir otras células caducas. Por ejemplo, ciertas células madres en la médula ósea producen glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas de la sangre. Investigaciones recientes indicaron que las células madres adultas se pueden convertir en muchos otros tipos celulares más de lo que antes se creía posible.

6.- Los científicos que quieren analizar células estaminales embrionarias ¿de dónde las obtienen? Generalmente, los científicos obtienen células estaminales embrionarias de los embriones que desechan las clínicas de fertilidad como parte de las técnicas de fertilización in vitro. Es sabido que estos procedimientos, implican en cada pareja interesada la fertilización de muchos óvulos pero no todos los óvulos fecundados –es decir con vida propia- son implantados en la mujer que los gestará. Algunos mueren, otros logran nacer y muchos son conservados congelados en los laboratorios para ser sometidos a experimentos, utilizados en otras parejas o simplemente ser desechados.

Sin embargo, han surgido grupos de científicos que a utilizando fondos privados, se dedican a producir embriones con el único fin de extraerles las células estaminales, destruyéndolos.

7.- ¿Para qué sirve investigar las células estaminales? Aún no se ha logrado probar éxito alguno del uso de células estaminales embrionarias, sin embargo hay estudios de células estaminales de adultos que arrojan fuertes indicios sobre la posibilidad de utilizarlas para tratar determinadas enfermedades.

La intención de los científicos es controlar las características de transformación de las células madres para sustituir tejidos y órganos dañados por enfermedad o por lesión a fin de restablecer una función normal con injertos y tratamientos para pacientes que han perdido células y tejido.

Sin embargo, todo esto queda aún en el plano de las promesas. Varios médicos han advertido que se están creando demasiadas expectativas al respecto. La cura de todas las enfermedades no existe, por ello es totalmente inadecuado aumentar las esperanzas de enfermos y familiares diciéndoles que si se permite la manipulación de embriones se curarán muchas enfermedades, cosa que puede ser totalmente falsa.

8.- ¿Por qué muchos científicos insisten en usar células estaminales embrionarias? Porque en el embrión las células estaminales son más abundantes y en teoría, más versátiles. Sin embargo, su uso supone la muerte de embriones.

Los médicos pro-vida están a favor de la investigación de las células estaminales de adultos. Muchos ya trabajan usando células madres de adultos en transplantes de médula ósea para pacientes con cáncer, sin dañar al embrión humano. La alternativa radica en extraer estas células de personas adultas. El problema es que no son tan abundantes y no se reproducen tan fácilmente como la de los embriones, pero la respuesta es que se necesita más investigación en esta área para que eso sea posible.

Tomado de www.arvo.net

Juan Pablo II, “Experimentar con embriones, moralmente inaceptable”, Zenit, 26.VIII.01

CIUDAD DEL VATICANO, 26 agosto 2001 (ZENIT.org).- El anuncio del presidente George W. Bush de ofrecer financiación pública limitada a la experimentación y destrucción de embriones humanos con el objetivo de estudiar las células madre (o estaminales) ha causado decepción en la Santa Sede.

El tema fue uno de los argumentos centrales que afrontaron Juan Pablo II y el presidente estadounidense, en el primer encuentro cara a cara que mantuvieron en la residencia pontificia de Castel Gandolfo el pasado 23 de julio.

«Mi decisión –declaró Bush el 9 de agosto– es permitir el uso de fondos federales para las líneas ya existentes de células embrionarias (estaminales), donde la decisión sobre la vida o la muerte ya ha sido tomada».

Bush se refería a las cerca de 60 líneas que ya existen sobre células embrionarias, obtenidas con anterioridad, a partir de embriones sobrantes en las clínicas de fertilización in vitro. Pero rechazó el uso de nuevos embriones para obtener este tipo de células.

Las células «madre» embrionarias tienen la capacidad de dar lugar, si son cultivadas, a cualquiera de los más de 200 tejidos diferentes que tiene el cuerpo humano. Ahora bien, células de este tipo se encuentran también en el organismo adulto humano y pueden ser extraídas sin ningún perjuicio para la salud.

La decisión del mandatario tiene una trascendencia decisiva, pues cerca del 90% de los fondos que se emplean en experimentación proceden de los Institutos Nacionales de Salud, que son una entidad pública.

Se trata de una decisión «perversa», afirma el teólogo Mauro Cozzoli, profesor de Teología Moral en la Universidad Pontificia Lateranense de Roma.

Según el especialista en temas de bioética, «no se puede utilizar y destruir una vida humana, en su estado inicial, aunque sea en beneficio de otra persona».

Según monseñor Cozzoli, la destrucción de embriones constituye un auténtico aborto, «algo que siempre constituye un delito contra la vida».

Además, añade, «las ciencia nos dice que existen otros caminos para obtener las células madre. El hecho de que este camino sea económicamente menos caro no es un motivo para no adoptarlo y mucho menos para emprender la vía del aborto».

El 10 de agosto, «Radio Vaticano» comentaba la noticia afirmando que en esta ocasión Bush «ha superado la frontera moral de la investigación» y «su decisión abre la puerta a desarrollos muy peligrosos».

La emisora de la Santa Sede recogió además el tajante comentario del presidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, monseñor Joseph Fiorenza, obispo de Galveston-Houston, quien define la decisión como «moralmente inaceptable» y recuerda que de este modo Bush ha traicionado las promesas electorales.

Durante la campaña presidencial, el entonces candidato republicano afirmó: «No permitiré el uso de dinero público para estudios que requieren la destrucción de embriones vivos».

Según Richard Doerflinger, experto de la Comisión Pro Life de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, «esas células son fruto del asesinato de embriones, del que ahora alguno sacará ventajas. Además, una vez violada la frontera moral, aumentará la presión para destruir otros embriones».

De hecho, las 60 sesenta líneas existentes de células embrionarias plantean un nuevo problema ético. El diario de los católicos italianos, «Avvenire», recordaba el 10 de agosto que la decisión presidencial traerá enormes beneficios para las empresas que han producido y patentado estas líneas celulares.

«Los centros públicos, que no podían producir estas células –explica el diario–, se verán ahora obligados a comprarlas a quien ya las tiene, con grandes ganancias para los titulares de las patentes».

Un Consejo presidencial, guiado por el experto en bioética Leon Kass, de la Universidad de Chicago, controlará la aplicación de las directivas y la utilización de unos 250 millones de dólares de financiación pública.

Tomado de Zenit, ZS01082604

Jeremy Rifkin, “El estudio de la célula madre: el plan comercial oculto”, El País, 7.IX.01

Jeremy Rifkin, Presidente de la Fundación sobre Tendencias Económicas de Washington. Continuar leyendo “Jeremy Rifkin, “El estudio de la célula madre: el plan comercial oculto”, El País, 7.IX.01″

Jaime Esteban, “Moral sentimental” (sobre la manipulación de embriones), PUP, 29.X.01

Terror, eso es lo que he sentido. Se me dirá, posiblemente, que soy un agorero o un exagerado, pero creo que el asunto es peliagudo y se las promete muy fieras. Y me explico.

Hace pocos días, admirado, escuché el caso reciente de una mujer que ha conseguido ser madre estando ya bien entrada en la cincuentena. Se trata, ciertamente, de un prodigio de la medicina. Ciencia y humanismo se alían para conseguir la felicidad de una mujer; así lo han visto la mayoría de los medios de comunicación. Yo no quiero ser menos, y deseo lo mejor de esta vida para la madre y la criatura. Pero… Siempre es bueno detenerse a ver si hay peros, y en este caso los hay. Me enteré de la noticia por algún informativo televisado, creo recordar que el Telediario de la primera cadena de Televisión Española, en el que se entrevistaba a la médico de la recién estrenada madre. Parecía una mujer agradable y optimista. Hizo especial hincapié en la buena disposición de su paciente para éxito de la empresa, léase gestación y posterior alumbramiento. Hablaba, encantada, de la felicidad impagable que había conseguido su paciente gracias a la donación de óvulos… «Luego esa mujer no es! la verdadera madre de la criatura», me dije; pero rápidamente deseché pensamiento tan impertinente y continué atendiendo a la entrevistada. La médico ensalzaba el tesón de su paciente. Parece ser que el premio de sentirse madre no lo había alcanzado sino después de numerosos intentos… «¡Numerosos intentos!». Aquí, he de confesarlo, ya no pude contener mis pensamientos inoportunos. Porque, veamos: ¿qué significa numerosos intentos? No sé en este caso que nos ocupa, pero lo normal es que un intento fallido sea un embrión destruido: muerto. O congelado. O tirado a la alcantarilla por un desagüe… ¿Y de qué estamos hablando? ¿De un caramelo, una canica, una mercancía que puede escogerse, manipularse, congelarse? No sé si el embrión es persona o no lo es, pero sí tengo claro que se trata de un proyecto de vida humana, un proyecto viable, autónomo e independiente, y eso es suficiente para otorgarle la condición de ser humano y, por tanto, tratarlo como a tal. Lo contrario, el empl! eo utilitarista del ser humano, nos acerca casi siempre a situaciones poco deseables: la esclavitud, la trata de blancas, la compraventa de niños; y de ahí a Auswitz, el camino que hay que recorrer se hace inquietantemente más corto. Pero, curiosamente, nadie se ha ocupado de esto en los medios de comunicación. Es un asunto incómodo, molesto. Lo que importa es la felicidad de una mujer que por fin se ha sentido madre. Y esto es lo terrorífico. Esto es lo que verdaderamente me asusta.

Estamos constituyendo una moral que se asienta en los pilares resbaladizos del sentimentalismo. Fijémonos, si no, en los modos de argumentar. Ante al aborto siempre se escucha la cantinela de la violación, la muerte segura de la madre en el parto o la pobre chiquilla que será apaleada hasta la muerte por un padre intransigente; nadie habla de la grandeza de la vida. En el caso de las rupturas matrimoniales se apela al derecho a ser feliz de la persona; el compromiso, la dignidad del hombre acrisolada en una promesa de fidelidad, de garantizar que uno va a seguir siendo el mismo al cabo del tiempo, no aparece por ninguna parte. Ciertamente cada caso es cada caso, y no somos quienes para juzgar nadie; menos aún en situaciones de tensión vital y sufrimiento extremos. Pero a lo que no podemos renunciar es al uso de la razón. Es verdad que el corazón tiene razones que la razón no entiende. Es cierto que la hipertrofia de la razón es fría y desagradable, a más de procurarnos una i! magen falseada del hombre. ¿Pero qué ocurre si fiamos todo al sentimiento? La pasión es ciega, y los sentimientos tienen más de pasión que de razón. En una moral que siente en vez de pensar, hasta las mayores monstruosidades tienen cabida siempre que se vendan con unas pocas lagrimitas y una banda sonora de esas que hace se te ericen los pelos del colodrillo. Mal negocio es guiarse por los sentimientos, y peor aún construir una moral asentada en éstos. Si escogemos a un ciego como lazarillo vamos directos al despeñadero.

Razonar es un acto reflexivo, algo interior. Un hombre es reflexivo cuando vive hacia dentro y no hacia fuera. Cuando pondera las cosas en su fuero interno, y no cuando su obrar sigue al sentir. Pero no nos engañemos; lo que hoy interesa es el color, la música, la imagen, el sonido. Hay que alucinar y que flipar. Y mientras, según dicen, cada vez se lee menos en España.