Quién fue el culpable de la grave fractura que sufrió la Iglesia en el 1054? ¿Por qué todavía ese recelo entre católicos y ortodoxos? El Romano Pontífice ha reconocido que la elección de León IX, al enviar a Constantinopla como legado suyo al monje Humberto, no fue afortunada. El pillaje de los cruzados, el comportamiento poco escrupuloso de los comerciantes venecianos y genoveses y los intentos violentos de latinización contribuyeron después a ahondar el abismo. Pero sería faltar a la verdad cargar todas las culpas sobre la Iglesia romana, porque el inicio de la ruptura siempre partió de Oriente.
Josep Ignasi Saranyana, “Por qué la Iglesia pide perdón”, Palabra, IX.1997
Desde hace unos años se habla mucho de que la Iglesia debe pedir perdón por sus “errores históricos,. Es decir, por aquellos comportamientos de los fieles que han supuesto un cierto antitestimonio, han comprometido la fe o manchado la buena imagen de la Iglesia. Juan Pablo II no ha tenido reparos en reconocer siempre la verdad allá donde estuviera y “pedir perdón” si era el caso. Y es que, al margen de las circunstancias particulares de cada episodio, el reconocimiento de los errores pasados tiene una enjundia teológica notable.
Este especial está dedicado a la revisión de algunas de las actuaciones quizá más desafortunadas de los órganos centrales de la Iglesia (por ejemplo, dicasterios romanos o asimilables); o de la jerarquía eclesiástica (obispos, abades y superiores eclesiásticos); o de los cristianos actuando más o menos corporativamente (en sistemas sociales hierócratas o regalistas). Es decir, aquellos comportamientos que han supuesto, al menos desde nuestro punto de vista, un cierto antitestimonio por parte de los fieles (ordenados in sacris o no; consagrados o no; individual o corporativamente), con daño para la fe o el buen nombre de la Iglesia. Es obvio que la denominación “error histérico” tiene, con frecuencia, carácter eufemístico, pero no por ello dejaremos de usarla.
Los casos que suelen citarse son conocidos de todos: sentencias de la inquisición romana o de la Inquisición española o, incluso, la misma existencia de tales tribunales extraordinarios; politices de dudosa moralidad, que se han mezclado con experiencias evangelizadoras, a veces haciéndolas posibles; prácticas socioeconómicas de instituciones eclesiásticas, que han supuesto explotación de los más débiles; violación de los derechos humanos toleradas o “bendecidas” por los eclesiásticos de determinadas épocas; condenas de hipótesis filosóficas 0 teológicas, que después, a la larga, se han mostrado verdaderas o, por lo menos, fecundas; censuras de intelectuales, que la posteridad ha rehabilitado; y tantos ejemplos más, suficientemente conocidos, cuya enumeración detallada resultaría prolija.
La polémica no es nueva. Conocemos abundantes casos del periodo medieval, como las recriminaciones de Pedro Abelardo a los crédulos monjes de San Dionisio, las acusaciones de los legisperitos de Felipe el Hermoso contra Bonifacio VIII, las diatribas de los fraticelos contra el Papa Juan XXII, o las amargas quejas de los husitas contra el Concilio de Constanza, por citar algunos momentos emblemáticos.
Pero la polémica se acentuó en la segunda mitad del siglo XVI, cuando las discusiones entre católicos y luteranos invadieron también el campo historiográfico. Las recriminaciones a la Iglesia adquirieron particular acritud en los años de la Ilustración, sobre todo por parte de los ilustrados franceses, y se consolidaron con las polémicas entre revolucionarios y restauracionistas de la primera mitad del siglo XIX. Ahora las acusaciones se enmarcan especialmente en dos ámbitos: el de las relaciones entre la fe y la razón científica, y el de la atención a los derechos humanos.
JUAN PABLO II “PIDIÓ PERDÓN” Juan Pablo II ha observado, con respecto a los “errores históricos,, una conducta que no ha pasado inadvertida: no le ha importado “pedir perdón por algunos de estos antitestimonios. Recordemos sus discursos con ocasión del quinto centenario de la evangelización americana, disculpándose por el mal trato que algunos cristianos, a veces en nombre de la fe, infligieron a los amerindios y a los afroamericanos; o su condena del perverso tráfico esclavista que practicaron las potencias atlánticas, cristianas e incluso católicas, en el Bajomedievo y en los siglos modernos; o rectificando varios extremos del denominado “caso Galileo”.
Además, se sabe que ha pedido la opinión de los expertos con relación a otros antitestimonios, como la intolerancia inquisitorial o las censuras declaradas contra Lutero.
Tal praxis pontificia no es nueva y ya habla sido iniciada por Pablo VI, al levantar el anatema que los legados pontificios habían fulminado contra Miguel Cerulario en 1054, o al suprimir de la liturgia pascual las recriminaciones contra los “pérfidos judíos”.
Algunos católicos se han preguntado por qué actúa así el Santo Padre y qué significado tienen tales intervenciones pontificias. Se arguye que el Papa no está autorizado para pedir perdón en nombre de la Iglesia por errores pasados, puesto que nadie, se dice, es responsable de las equivocaciones de sus antecesores. Otros van más allá, señalando que los “errores”, ahora reconocidos aparecen como tales sólo cuando se juzgan desde una perspectiva descontextualizada, o sea, anacrónica. En otros términos: que cada época ha tenido su propio afán y su manera de ver las cosas, y que resulta injustificado acusar a un pueblo apelando a valores que en otras épocas no se conocían o que entonces no eran prioritarios.
Tales puntos de vista se confirmarían, además, con la epístola de San Pablo a Filemón, que no habría condenado “expresamente”, la esclavitud, o con los pasajes supuestamente misóginos de las epístolas a los corintios o, en su caso extremo, con la actitud del mismo Jesucristo, que no habría venido a abolir la Ley o los profetas, sino a darles su pleno cumplimiento.
APUNTES TEOLÓGICOS El tema, como puede comprenderse, tiene, más allá de los debates concretos y la valoración histérica de las circunstancias particulares, una enjundia teológica notable, que merece la pena apuntar, aunque sólo brevemente.
En primer lugar, la petición de perdón por los antitestimonios expresa la idea -fundamental para la eclesiología católica- que los bautizados constituimos un sólo linaje, o sea, una sola familia o un sólo pueblo, como recuerda San Pedro: “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido”. En caso contrario, no podría considerarse el pecado original originado como un verdadero pecado, es decir, un pecado estrictamente propio, verdaderamente tenido, aunque no cometido. En linea de máxima, la argumentación paulina de que Cristo cargó con nuestros pecados, se apoya en el hecho de que Cristo es de nuestro linaje. Si no hubiese sido “uno de nosotros”, nosotros permaneceríamos todavía en nuestro pecado. Así pues, la unidad de linaje confiere a la Pasión “bajo Poncio Pilato”, todo su valor soteriológico.
En segundo lugar, la solidaridad de unos con otros, por encima del tiempo, constituye un tema bíblico, que se repite hasta la saciedad en la Sagrada Escritura. Abrahán fue en sus descendientes; David edificó el templo en su hijo Salomón; el mismo David purgó su pecado en el hijo adulterino que murió, y por su personal soberbia, su pueblo sufrió la peste. Ajab, arrepentido a última hora, recibió la condena en su sucesor. Maria será bendita en todas las generaciones. Jesús mismo, camino del Gólgota, anunció un castigo que se abatirla sobre una generación judía posterior. San Pablo se angustió, sintiéndose solidario con el destino de su pueblo…
UNIDAD DEL GÉNERO HUMANO Muchos son los católicos que han intuido la extraña unidad del género humano y sus consecuencias. La humanidad, en efecto, constituye como un cuerpo viviente que supera las barreras de espacio y tiempo. Las consecuencias teológicas de este aserto son innumerables y de suma importancia. Por ejemplo: entre los teólogos proféticos de la evangelización fundante americana (Bartolomé de Las Casas entre ellos) se lee con frecuencia que la “destrucción” demográfica de las Indias es un castigo a la metrópoli por el mal comportamiento de los conquistadores.
Los anteriores ejemplos, que podrían multiplicarse, muestran una profunda e inequívoca comunión humana. Ésta traduce temporalmente, es decir, en categorías histéricas, la misteriosa unidad del Cuerpo místico, y es signo de las bodas del Cordero celestial. La Iglesia in terris es sacramento de la Iglesia in Patria, donde nadie se sentirá extranjero, es decir, los santos vivirán unidos y todo lo tendrán en común, llevando a la plenitud la experiencia de Pentecostés.
La patrística intuyó incluso la estrecha solidaridad entre el mundo humano y el mundo angélico. Las “sillas vacias” de la fiesta celestial, vacantes por la infidelidad de los demonios, serán cubiertas por los hombres que se salven. Cuando se alcance el número de los elegidos, entonces cesará la historia. En definitiva, el juicio universal, tan bellamente descrito por Cristo y trasmitido por el evangelio de San Mateo, constituye una prueba definitiva de que no somos mutuamente extraños en nuestra suerte, sino que, por el contrario, somos solidarios y corresponsables, en Cristo, de todos nuestros actos. Nuestras actuaciones, incluso las inmanentes, tienen repercusión social.
EN EL JUBILEO En plena preparación del jubileo del año 2000, ¿por qué sorprenderse de que el Santo Padre pida perdón por los “errores histéricos” de la Iglesia? En la medida en que esto sea posible, mientras corre todavía la historia, conviene tomarse muy en serio el jubileo. La legislación mosaica lo entendía como una “ley de punto y final, o de “borrón y cuenta nueva”. ¿Por qué no pedir perdón a Dios y a los hermanos perjudicados por nuestros antitestimonios? En otros términos, ¿por qué no reconocer que algunos de nuestra familia se portaron mal? Por ello es justo que “la Iglesia asuma una conciencia más viva del pecado de sus hijos recordando todas /as circunstancias en /as que, a lo largo de la historia, se han alejado del Espirita de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y de actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo” (Tertio Millennio adveniente, 23).
Se ha dicho, con razón, que, ya desde ahora, tales antitestimonios determinan un lugar teológico “propio declarativo”, según la terminología técnica, porque manifiestan la unidad de la Iglesia en Cristo, más allá no sólo de toda raza y pueblo, sino del espacio y del tiempo. Los antitestimonios constituyen, pues, un “locus”, como también lo son, y quizá con mayor motivo, la vida de los santos y las glorias cristianas de todos los pueblos.
En la Conferencia de Santo Domingo de 1992, junto a las alabanzas por la labor evangelizadora, al Papa no le importó “pedir perdón ” por algunos excesos cometidos por cristianos en aquella época.
J. R. R. Tolkien
Las mejores frases de “El Señor de los Anillos” Muchos de los que viven merecen morir, y muchos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos. (SA I, 2) Gandalf.
No te entrometas en asuntos de magos, pues son astutos y de cólera fácil. (SA I, 3) Gildor.
No pidas consejo a los elfos, pues te dirán al mismo tiempo que sí y que no. (SA I, 3) Frodo.
Raras veces los Elfos dan consejos indiscretos, pues un consejo es un regalo muy peligroso, aun del sabio al sabio, ya que todos los rumbos pueden terminar mal. (SA I, 3) Gildor.
El coraje se encuentra en sitios insólitos. (SA I, 3) Gildor.
Los atajos cortos traen retrasos largos. (SA I, 4) Pippin.
Los atajos cortos traen retrasos largos, pero las posadas los alargan todavía más. (SA I, 4) Frodo.
Aquel que quiebra algo para averiguar que es ha abandonado el camino de la sabiduría. (SA II, 2) Gandalf.
Aun las arañas más hábiles pueden dejar un hilo flojo. (SA II, 2) Gandalf.
El valor necesita fuerza ante todo, y luego una ama. (SA II, 2) Boromir.
Sólo desesperan aquellos que ven el fin mas allá de toda duda. (SA II, 2) Gandalf.
Es sabiduría reconocer la necesidad, cuando todos los otros cursos ya han sido considerados aunque pueda parecer locura a aquellos que se atan a falsas esperanzas. (SA II, 2) Gandalf.
Los débiles pueden intentar esta tarea con tantas esperanzas como los fuertes. Sin embargo, así son a menudo los trabajos que mueven las ruedas del mundo. Las manos pequeñas hacen esos trabajos porque es menester haceros, mientras los ojos de los grandes se vuelven a otra parte. (SA II, 2) Elrond.
Desleal es aquel que se despide cuando el camino se oscurece. (SA II, 3) Gimli.
No jure que caminara en las tinieblas quien no ha visto la caída de la noche. (SA II, 3) Elrond.
Un juramento puede dar fuerzas a un corazón desfalleciente. (SA II, 3) Gimli.
Cuando las cabezas no saben qué hacer hay que recurrir a los cuerpos. (SA II, 3) Boromir.
Que el labrador empuje el arado, pero elige una nutria para nadar, y para correr levemente sobre la hierba y las hojas, o sobre la nieve… un Elfo. (SA II, 3) Légolas.
El trabajo que nunca se empieza es el que más tarda en terminarse. (SA II, 7) Sam.
Ocurre a menudo que las viejas guardan en la memoria cosas que los sabios de otros tiempos necesitaban saber. (SA II, 8) Celeborn.
Donde la vista falla la tierra puede traernos algún rumor. (SA III, 2) Aragorn.
La solución se encuentra a menudo a la salida del sol. (SA III, 2) Légolas.
Cuando los grandes caen, los pequeños ocupan sus puestos. (SA III, 2) Aragorn.
Las ovejas terminan por parecerse a los pastores y los pastores a las ovejas. (SA III, 4) Bárbol.
Quien primero golpea, si golpea con bastante fuerza, quizá no tenga que golpear de nuevo. (SA III, 5) Gandalf.
Un arma traidora es siempre un peligro para la mano. (SA III, 5) Gandalf.
La esperanza no es la victoria. (SA III, 5) Gandalf.
En la duda, un hombre de bien ha de confiar en su propio juicio. (SA III, 6) Háma.
Las noticias que llegan de lejos rara vez son ciertas. (SA II, 6) Théoden.
Hay dos formas en las que un hombre puede traer malas nuevas. Puede ser un espíritu maligno, o bien uno de esos que prefiere la soledad y sólo vuelven para traer ayuda en tiempos de necesidad. (SA III, 6) Gandalf.
Un corazón leal puede tener una lengua insolente. (SA III, 6) Théoden.
Para ojos aviesos la verdad puede ocultarse detrás de una mueca. (SA III, 6) Gandalf.
Más de una vez, el huésped a quien nadie ha invitado resulta ser la mejor compañía. (SA II, 7) Éomer.
El amanecer es siempre una esperanza para el hombre. (SA III, 7) Aragorn.
Quien no es capaz de desprenderse de un tesoro en un momento de necesidad es como un esclavo encadenado. (SA III, 9) Aragorn.
El visitante que escapó por el techo lo pensará dos veces antes de volver a entrar por la puerta. (SA III, 10) Gandalf.
Los traidores siempre son desconfiados. (SA III, 10) Gandalf.
No puede ser al mismo tiempo tirano y consejero. (SA III, 10) Gandalf.
Cuando la conspiración está madura, el secreto ya no es posible. (SA III, 10) Gandalf.
A menudo el odio se vuelve contra sí mismo. (SA III, 10) Gandalf.
No te entrometas en asuntos de magos, que son gente astuta e irascible. (SA III, 11) Merry.
El peligro llega por la noche cuando menos se lo espera. (SA III, 11) Gandalf.
El daño del mal recae a menudo sobre el propio mal. (SA III, 11) Théoden.
Los artilugios creados por un arte superior al que nosotros poseemos son siempre peligrosos. (SA III, 11) Gandalf.
El que mordía fue mordido, el halcón dominado por el águila, la araña aprisionada en una tela de acero. (SA III, 11) Gandalf.
Una mano quemada es el mejor maestro. Luego cualquier advertencia sobre el fuego llega derecha al corazón. (SA III, 11) Gandalf.
Solo atravesando la noche se llega a la mañana. (SA IV, 2) J.R.R. Tolkien.
A menudo la noche trae las nuevas a los parientes cercanos. (SA IV, 5) Faramir.
Tarde o temprano el crimen siempre sale a la luz. (SA IV, 5) Faramir.
Los ojos parpadean si los pies tropiezan. (SA IV, 5) Faramir.
Al caer la noche las cosas parecen a veces más grandes de lo que son. (SA IV, 5) Anborn.
El alabar lo que es digno de alabanza no necesita recompensa. (SA IV, 5) Faramir.
Parece menos grave aconsejar a alguien que falte a una promesa que hacerlo uno mismo, sobre todo si se trata de un amigo atado involuntariamente por un juramento nefasto. (SA IV, 6) Faramir.
Donde hay vida hay esperanza y necesidad de vituallas. (SA IV, 7) Sam.
Los actos generosos no han de ser reprimidos por fríos consejos. (SA V, 1) Gandalf.
Es en la mesa donde los hombres pequeños realizan las mayores proezas. (SA V, 1) Beregond.
Un golpe apresurado suele no dar en el blanco. (SA V, 2) Aragorn.
Donde no falta voluntad siempre hay un camino. (SA V, 3) Dernhelm (Éowyn).
No siempre los consejos han de encontrarse en los artilugios de los magos o en la precipitación de los locos. (SA V, 4) Denethor.
Un traidor puede traicionarse a sí mismo y hacer involuntariamente un bien. (SA V, 4) Gandalf.
La necesidad no tolera tardanzas, pero más vale tarde que nunca. (SA V, 5) Éomer.
Cuando todo está perdido llega a menudo la esperanza. (SA V, 9) Légolas.
El valor de las grandes hazañas no merma nunca. (SA V, 9) Légolas.
Donde hay un látigo hay una voluntad. (SA VI, 2) Uruk Hai.
Aun aquellos que no tienen espada pueden morir bajo una espada. (SA VI, 5) Éowyn.
No siempre lo bueno es estar curado del cuerpo. (SA VI, 5) Éowyn.
A mucha gente le gusta saber de antemano qué se va a servir en la mesa; pero los que han trabajado en la preparación del festín prefieren mantener el secreto; pues la sorpresa hace más sonoras las palabras de elogio. (SA VI, 5) Gandalf.
No dejéis que vuestras cabezas se vuelvan más grandes que vuestros sombreros. (SA VI, 6) Bilbo.
Ciertas heridas nunca curan del todo. (SA VI, 7) Gandalf.
Es viento malo aquel que no trae bien a nadie. (SA VI, 9) Tío Gamyi.
Cuando las cosas están en peligro alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven. (SA VI, 9) Frodo.
Suele ocurrir que en tiempos de peligro los hombres oculten el tesoro más preciado. (SA VI, Ap.) Aragorn.
Las mejores frases de “Cuentos inconclusos” A través de la oscuridad es posible llegar a la luz. (CI 1, I) Gelmir.
No en todas las tierras es posible cazar sin riesgo, por abundantes que sean las bestias. Y los cazadores se demoran en los caminos. (CI 1, I) Túor.
Da con prodigalidad, pero da sólo lo tuyo. (CI 1, II) Sador.
Un hombre que huye de lo que teme a menudo comprueba que sólo ha tomado un atajo para salirle al encuentro. (CI 1, II) Sador.
El dolor es una piedra de afilar para un temple duro. (1, II)Sador.
La vida de los hombres es corta, y en ella suele haber múltiples infortunios, aun en tiempos de paz. (CI 1, II) Tomado de http://www.geocities.com/aragorn_y_gandalf/frases.html
El inventario de las cosas perdidas
A mi abuelo aquel día lo vi distinto. Tenía la mirada enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que era el último día de su vida. Me aproximé y le dije: “¡Buenos días, abuelo!”. Y él extendió su mano en silencio. Me senté junto a su sillón y después de unos instantes un tanto misteriosos, exclamó: “¡Hoy es día de inventario, hijo!”. “¿Inventario?”, pregunté sorprendido. “Sí. ¡El inventario de tantas cosas perdidas! Siempre tuve deseos de hacer muchas cosas que luego nunca hice, por no tener la voluntad suficiente para sobreponerme a mi pereza. Recuerdo también aquella chica que amé en silencio por cuatro años, hasta que un día se marchó del pueblo sin yo saberlo. También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero no me atreví. Recuerdo tantos momentos en que he hecho daño a otros por no tener el valor necesario para hablar, para decir lo que pensaba. Y otras veces en que me faltó valentía para ser leal. Y las pocas veces que le he dicho a tu abuela que la quiero, y la quiero con locura. ¡Tantas cosas no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades perdidas!”. Luego, su mirada se hundió aun más en el vacío y se le humedecieron sus ojos, y continuó: “Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mi ya no me sirve. A ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo”. Luego, con cierta alegría en el rostro, continuó: “¿Sabes qué he descubierto en estos días? ¿Sabes cuál es el pecado mas grave en la vida de un hombre?”. La pregunta me sorprendió y solo atiné a decir, con inseguridad: “No lo había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle el mal…”. Me miró con afecto y me dijo: “Pienso que el pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado por omisión. Y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas.” Al día siguiente, regresé temprano a casa, después del entierro del abuelo, para hacer con calma mi propio “inventario” de las cosas perdidas, de las cosas no dichas, del afecto no manifestado.
José Antonio Marina, “El progreso de la historia”, El Mundo 29.XII.00
Hablar del progreso no está de moda. El pesimismo tiene un prestigio intelectual que no merece. Piensa mal y acertarás: no me parece un dogma de recibo. Estoy harto de los que están de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. Los predicadores de la decadencia adolecen de una nostalgia injustificada. Nadie que desconociera la situación social que le iba a corresponder, es decir, que no supiera si le iba a tocar ser esclavizador o esclavo, negro o blanco, hombre o mujer, desearía volver a ese pasado oscuro y selvático. O sea, que el elogio del pasado es una astucia de aspirantes a privilegiados.
Pero tal como están las cosas, afirmar que existe un progreso moral en la Humanidad parece una provocación o un disparate. Sin embargo, es la tesis principal de La lucha por la dignidad, el libro que hemos escrito la profesora María de la Válgoma y yo. Está claro que para hablar de progreso necesitamos precisar los valores cuya realización nos parece buena. Para alguien que piense que la religión y la familia patriarcal son la medida de la perfección, una situación laica en que la familia sufre graves deterioros se considerará un retroceso o una degradación. Para quienes defiendan una aristocracia del status, todos los movimientos igualitarios les parecerán una degradación masificadora.
Hay al menos tres criterios que nos sirven para justificar que una situación, una institución o un modo de vida constituyen un progreso: 1º.- Cuando satisface más plenamente que otras las aspiraciones legítimas de todos los seres humanos; por ejemplo, su deseo de autonomía, de seguridad, de bienestar.
2º.- Cuando ningún ciudadano que haya experimentado esa situación y esté libre de miedo o de superstición desearía perderla.
3º.- Cuando su negación o pérdida conduce al terror. La negación de cualquier garantía procesal en los países bajo dictadura es un buen ejemplo.
En el libro que les mencionaba antes nos hemos atrevido a enunciar una ley del devenir histórico que nos parece bien confirmada: «Cuando una sociedad se libera de la miseria, de la ignorancia, del miedo, del dogmatismo y del odio, evoluciona hacia la racionalidad, los derechos individuales, la democracia, las seguridades jurídicas y las políticas de solidaridad».
Esta ley me parece esperanzadora y exigente. Señala con claridad los puntos donde debemos actuar para acelerar el progreso. No siempre son los mismos o no se dan a la vez. (…) ¿A qué llamo dogmatismo? A un sistema de ideas que no resulta afectado por la experiencia ni por las razones, sino que pone en funcionamiento métodos de inmunización para salir incólume de cualquier crítica. Hay un caso paradigmático que puede servirnos como ejemplo. Las religiones adventistas americanas habían predicho que Cristo descendería a la Tierra el 22 de octubre de 1844. No sucedió, pero, tras las acomodaciones pertinentes, sus sucesores, los Testigos de Jehová, predijeron que ocurriría en 1914. Tampoco sucedió. Lo pospusieron hasta 1975. Y, según dicen los que saben de esto, por fin ocurrió lo esperado y ese año terminó la existencia humana. Yo, desde luego, no me he dado cuenta. En resumen: una teoría o una creencia se inmuniza cuando se niega a aceptar cualquier información que socavaría su integridad y cuando introduce cambios cosméticos para anular las evidencias en contra.
La Historia reciente confirma la ley del progreso que hemos enunciado. A principios del siglo XX sólo había nueve naciones con regímenes democráticos. En la actualidad hay más de 160. Ya sé que muchas de esas naciones no cumplen rigurosamente las normas democráticas, pero aun así el hecho de que quieran ser reconocidas como democracias me parece un avance. Incluso en países musulmanes obstinadamente teocráticos como Irán, la democracia se abre paso. En la actualidad, ninguna nación admite legalmente la esclavitud. El último país en abolirla fue Mauritania en 1980, es decir, ayer. Es verdad que han aparecido nuevas formas de esclavitud -lean el libro de Kevin Bales La nueva esclavitud en la economía global-, pero que tengan que mantenerse en la ilegalidad es ya un progreso. También lo es el que, a pesar de las reticencias de los países orientales y africanos acerca de los derechos humanos, cada vez sea mayor el número de países que los ratifican. Conviene no olvidar que, como escribió el prestigioso filósofo del Derecho Norberto Bobbio, la historia de los derechos del hombre es «un signo del progreso moral de la Humanidad».
¿Quién puede negar que un sistema de seguridad jurídica, en el que una persona sólo pueda ser acusada de lo que ha hecho de forma consciente y voluntaria y donde la prueba se establezca por procedimientos racionales y no mágicos, es más deseable que la arbitrariedad? ¿Quién querría ser castigado por una falta cometida por su vecino o por su antepasado? ¿Quién querría tener que demostrar su inocencia metiendo la mano en el fuego? También es un progreso el paso de un régimen de status, donde los derechos se tienen por la situación social, por el nacimiento, la clase o la raza, a un régimen de igualdad donde los derechos se tienen por la simple condición de persona. Y también es un progreso el paso de la magia a la Ciencia y de la creencia coaccionada a la libertad de conciencia.
Sin embargo, tras haber hecho esta enumeración de progresos, no alcanzamos la tranquilidad. Las guerras no terminan, la distancia entre países ricos y países pobres se agranda, las economías del Tercer Mundo están siendo asfixiadas por las deudas y, en parte, por la globalización. ¿Cómo puedo entonces hablar de progreso? La navegación a vela nos proporciona una bella metáfora del progreso de la Historia. Parece increíble que un velero pueda navegar a barlovento, avanzando contra el mismo viento que le impulsa. Así lo hace la Humanidad: avanza contra la miseria, la desigualdad, la ignorancia, la tiranía. La Historia y la embarcación usan el mismo método: avanzar en zigzag. Esta técnica produce en muchas ocasiones una impresión confundente. Cuando se está en un extremo de la línea, antes de invertir la marcha, se está muy lejos del rumbo, y además en la mala dirección, de modo que si el timonel no diera un golpe de timón lo perdería irremediablemente.
La Historia también tiene este carácter de precariedad, de no estar nunca a salvo. La amenaza nazi o la amenaza soviética ahora han desaparecido, pero cuando estaban en pleno vigor no había garantía alguna de que no triunfaran. Tengo la convicción de que antes o después la Humanidad vuelve al rumbo debido, pero, si se retrasa, ¡cuánta tragedia inútil, cuánto dolor sin sentido, cuánta desdicha injustificable! La comparación entre la navegación y la Historia parece que se rompe en un punto. La Historia no tiene timonel, y mejor que no lo tenga, porque cuando alguien ha pretendido serlo se le ha subido indefectiblemente el cargo a la cabeza y ha pretendido convertirse en salvador. El único timonel posible es la inteligencia compartida, un cambio generalizado de creencias, la lenta liberación de los obstáculos que impiden el progreso, unos movimientos sociales lúcidos y tenaces que trabajen por la felicidad social. Ahora, después de tantas aventuras desgraciadas, sabemos dónde está la solución de nuestros problemas: en el reconocimiento universal de los derechos individuales previos a la ley.
Esta última frase parece muy sencilla, pero necesita una explicación. La solución de nuestros conflictos pasa por el reconocimiento eficaz de los derechos personales, no colectivos. La Historia nos dice que cada vez que una entidad supraindividual se ha arrogado derechos la seguridad del individuo entra en crisis. En la autobiografía de Koestler que acaba de ser publicada en castellano, se expone con patética claridad cómo la dictadura del proletariado implicaba el sacrificio del individuo en favor de una sedicente Humanidad futura. Los nazis decían lo mismo, el régimen chino actual sostiene algo semejante, los fanáticos religiosos insisten en una idea parecida. Pero además, esos derechos individuales tienen que ser universalmente reconocidos porque cualquier discriminación se basa siempre en la violencia. Por último, han de ser previos a la ley y no ser conferidos por ella, porque sólo así protegen al ciudadano de la tiranía.
(…) Defendiendo los derechos individuales políticos, culturales, religiosos, étnicos. Así es como la defensa de la autonomía, de la cultura, de la religión, de la etnia se convierte en tarea que todos pueden compartir, incluso los que pertenecen a otras colectividades. ¿Por qué? Porque al defender los derechos individuales de los demás estoy también defendiendo los míos propios. Y esto nos interesa a todos.
Jesús Sanz, “Si Isabel es santa, es problema de la Iglesia”, PUP, 4.III.02
Tal como informaba en ABC César Alonso de los Ríos, ha vuelto a ponerse sobre el tapete la canonización de Isabel la Católica. Hace poco tuve que reírme porque alguien dijo que la educación en España acusaba una excesiva influencia del cristianismo. Pero es cierto que, si no en la educación, en otros aspectos de nuestra sociedad lo cristiano mantiene aún un peso considerable. Es lógico, pues quince siglos de historia no se borran así como así. Pero choca que sean a veces los enemigos de la Iglesia quienes contribuyen a hacer notorio ese peso. Lo digo por lo a pecho que se suelen tomar este asunto de las canonizaciones. Lo lógico sería que si la Iglesia es, como ellos pretenden, una entidad anacrónica y totalmente en declive, les importara bastante poco que canonizasen a Isabel la Católica o a Paulino Uzcudun: allá los curas con sus cosas. Y, sin embargo, su grito en el cielo viene a confirmar que, de algún modo, el dictamen de la Iglesia tiene aún una relevancia no pequeña: vamos, que va a misa.
Personalmente, me encantaría tener una reina santa. Y más si no hubiese sido una simple “esposa de rey”, sino una competente administradora de la cosa pública. Pero sé también que en esto de las canonizaciones interviene también el factor de la oportunidad: durante mucho tiempo se paralizó la causa de los mártires españoles de la guerra civil, para evitar que fuesen instrumentados políticamente. Y los Reyes Católicos, a pesar del tiempo transcurrido, son aún signo de contradicción. Y está, claro, la cuestión de los judíos: ¿hasta qué punto merece la pena hurgar en una herida como esa y romper puentes hacia el diálogo? Desde luego, no creo que el asunto de la expulsión de los judíos merme un ápice la potencial santidad de la reina Isabel. No por lo que dice Alonso de los Ríos de que hay que tratar ese caso “a partir de los valores culturales de su tiempo”: lo que era pecado en el siglo XV lo es en el XXI, y si hay un episodio que haría dudar de la santidad de alguien en nuestra época, cabría dudar igualmente si sucede hace cinco siglos. Hitler y Stalin habrían sido igual de canallas en la edad del bronce.
Pero una cosa es llevar a cabo una acción de gobierno de todo punto inicua y otra tomar una decisión de Estado que, causando grandes incomodidades a una serie de personas, se estima en conciencia digna de ejecutarse por el bien de los más. Si yo pensara, con bastante fundamento, que una minoría escasamente integrada en la nación y con unas fuertes señas de identidad conspira contra la seguridad del Estado, probablemente también me sintiera urgido a adoptar medidas drásticas. Por ejemplo, a exigirles fidelidad a las normas del juego democrático: que no de modo diferente se consideraba el cristianismo en la Europa del siglo XV, es decir, como un sistema de valores incuestionable. No sé cómo se juzgarán al cabo de cinco siglos las leyes restrictivas sobre inmigración o las expulsiones de los ilegales, que me imagino deben de causarles bastante trastorno. Pero no veo impedido de llegar a los altares a quien ha de tomar esas medidas.
En fin, como dice Alonso de los Ríos, si la Iglesia canoniza o no a la reina Isabel, “es su facultad. Ella administra la política de ejemplaridad católica”. Y si la reina forma ya en la Iglesia triunfante, creo que le importará bastante poco figurar o no en una lista.
Angel García Prieto, “El alcohol en los jóvenes, sociología y patología”, PUP, 19.IV.01
Las recientes estadísticas ponen de manifiesto que ha aumentado el uso y el abuso de alcohol entre la gente joven. Ahora también la mitad de las chicas lo consumen especialmente los fines de semana. Y también parece muy claro que se ha adelantado de una manera notable el inicio de esta costumbre, que ahora se cifra en los 13 años para los varones y los 14 para las chicas, aunque existan algunas diferencias según las muestras estadísticas estudiadas en nuestro país.
La capacidad adquisitiva mayor, el retraso en la emancipación de la familia y el aumento de tiempo de ocio, son algunos de los factores que se estiman como favorecedores de este fenómeno social, en el que los chicos dedican la mayor parte de su dinero – a partir de los 18 años también es el coche o la moto quien comparte este primer lugar en el capítulo de gastos – y de su tiempo relacional y de ocio.
El pico estadístico de mayor consumo está en torno a los 25 años, edad a partir de la cual la mayoría – salvo aquellos que están encaminados por una más o menos clara trayectoria de alcoholismo – comienzan a descender la cantidad de etílico consumido. La cerveza y los licores combinados son las bebidas preferidas de los más jóvenes y el vino aumenta su protagonismo a medida que crece la edad. Y es en el medio rural donde la proporción de varones es mayor que en la ciudad; al contrario de las chicas que, por razones estilo de vida y consideración social, beben más en el ambiente urbano.
El alcohol desinhibe y tomado en cantidades excesivas – para cada persona el límite cuantitativo es distinto, y a veces muy pequeño- predispone a conductas violentas personales o grupales; euforias que pueden ser peligrosas en el uso de vehículos, y no cabe olvidar que los accidentes de motos y coches son la primera causa de muerte juvenil; en la conducta agresiva frente a otros – el alcohol es “amigo” del crimen, dice algún tratado de medicina legal -; en excesos de control sexual, con aumento de embarazos no deseados en adolescentes y las consecuencias en el feto del uso habitual de alcohol de la madre… y en general en consecuencias de actos en los que el bebedor excesivo puede dejarse llevar del sentimiento de omnipotencia que el alcohol produce, como droga psicoactiva que es.
Naturalmente, no todo uso de alcohol pinta unos cuadros tan dramáticos como los enumerados; pues su utilización moderada y en circunstancias ambientales apropiadas no solo no es malo para la mayoría de las personas, sino un elemento que sirve para animar la vida personal y social. Pero cuanto más se tome y cuanto más joven sea el que lo ingiere, la cercanía a las consecuencias negativas aumenta. Es necesario tener en cuenta, en este sentido, que la adolescencia es un periodo muchas veces difícil para los chicos: problemas y tensiones interiores, frustraciones escolares, laborales o familiares; y ellos de una manera más o menos consciente buscan en el alcohol la compensación que además de falsa se convierte en un riesgo de primer orden.
Algunos medios, y en especial la televisión, favorecen unos usos sociales del alcohol que son más que criticables, al presentarlo como medio para triunfar, relacionarse, ligar, estar alegre, superar los propios complejos…En definitiva, legitima unos patrones de uso impropios, a la vez que presenta como naturales, inocuos y recomendables unas normas de uso que son nocivas y patológicas.
Nuestra sociedad tiene, en estas cuestiones, un reto que no sólo es necesario afrontar, sino que hay que intentar con todos los medios superar.
Angel García Prieto, “La influencia de la moda en la anorexia y la bulimia”, PUP, 1.III.01
La Anorexia, la Bulimia y otros trastornos de la conducta de alimentaria son, en nuestra sociedad occidental y rica, una verdadera epidemia, sobre todo entre los adolescentes y jóvenes.
En esa dinámica psicológica de cambio crítico, actúa de un modo especialmente agudo y determinante el factor moda, al que se suma el gregarismo y la imitación, así como la sugestionabilidad y la identificación con personajes de éxito social. De manera que puede ser fácil para muchos adolescentes el comportamiento extremista para conseguir una identificación con lo que se les presenta como ideal. Y la extrema delgadez femenina es , hoy por hoy , un prototipo de éxito en las pasarelas, espectáculos, deportes y otras actividades de éxito entre los jóvenes.
La prevención de estos serios trastornos- psíquicos primero y de consecuencias físicas después – tiene que pasar por la influencia de la moda, que actúa como desencadenante de la enfermedad. Sin dicho factor el trastorno se manifestaría epidemiológicamente en cantidades ínfimas, casi anecdóticas, como antaño venía ocurriendo. Los llamados grupos de riesgo para la Anorexia y la Bulimia son los formados por chicas- los varones en mucha menor medida, de 1 a 10 aproximadamente- adolescentes, de buen nivel intelectual y rendimiento escolar, voluntariosas y tendentes al perfeccionismo. Éstas son las que no se sienten a gusto con su cuerpo – ¿ y que jovencita consigue gustarse a sí misma ? – y buscan adelgazar a toda costa, hasta desarrollar una auténtica y grave obsesión que, además, les hace percibirse alteradamente – se ven “gordas”, a pesar de estar bien o incluso sumamente delgadas.
En casa, en el colegio, en las tiendas de ropa, entre los modistos, las atletas, las modelos, los artistas…debería darse el mensaje auténtico de mujer bella, no el de sílfide anémica que sonríe ante las cámaras y llora amargamente, luego en la intimidad, la depresión, el vacío y la soledad de su morboso y falso atractivo, de su autodestrucción.
Rafael Navarro-Valls, “Parejas de hecho y parejas de siempre”, El Mundo, 25.III.97
En el debate sobre la regulación jurídica de las uniones de hecho no es infrecuente que el razonamiento se vea oscurecido por la pasión. Mantener la cabeza fría sin abdicar de las propias ideas es parte del talento. En esta línea, Antonio Gala acaba de trasladar al lenguaje periodístico alguna inquietud presente en el debate jurídico. Para Gala «transformar en pareja de derecho una de hecho… es ingresarla en las colas de la burocracia… Querer sacar (del amor) herencias y pensiones es empequeñecerlo entre ajo y perejil».
Sin ser estrictamente un jurista, Gala postula un modo interesante de regular las parejas de hecho: «Para cada individuo habrían de arbitrarse soluciones personales, o reconocerle a él, no a la pareja, derechos, protecciones y ayudas».
Permítaseme terciar en el debate para traducir al lenguaje jurídico algunas de estas sensatas ideas.
Efectivamente, uno de los problemas que plantea transformar las parejas de hecho en parejas de derecho es precisamente la protección de las uniones que no desean efectos jurídicos de ningún género.
Es decir, ¿cómo protegemos el amor libre? ¿cómo lo ponemos al resguardo de ese derecho tentacular y atrapatodo, que ya se cierne sobre aquellas parejas de hecho que -al parecer- sí que quieren efectos jurídicos? Parafraseando a Miguel Delibes, también los juristas sabemos que «la sombra del ciprés es alargada». Cuando regulamos una institución jurídica inmediatamente comienzan a estar amenazadas aquéllas cercanas que entran en el radio de acción de su sombra.
Esto quiere decir que cuando concedemos efectos legales a las parejas de hecho que se inscriben en el registro, las que no se inscriben corren el peligro de ser atraídas al abismo legal por el juego de la analogía. Si, por ejemplo, reconocemos el derecho a una indemnización al convivente abandonado de una unión de hecho inscrita, difícilmente podremos denegárselo al convivente de una unión no inscrita en idéntica situación.
La analogía de situaciones puede llevar al efecto perverso de que cuando dos personas deseen instaurar una relación sin lazos jurídicos deberán expresa y paradójicamente hacerlo constar por escrito. De otro modo su unión correrá el riesgo de convertirse en un minimatrimonio forzado.
Por eso vengo sosteniendo que el problema no es tanto la concesión de determinados efectos a las uniones de hecho, sino el vehículo a través del que se intenta conferirle esos efectos. La creación por ley de una especie de matrimonio de segunda clase, sin deber de fidelidad, con un atenuado deber de manutención y ciertas consecuencias sucesorias no termina de resolver el problema.
Dadas las muy diversas modalidades de uniones de hecho, su distinto grado de afectividad, sus plurales consecuencias económicas y sociales, una regulación por ley acabaría complicando lo que es sencillo por sí.
Lo más adecuado es remitir sus efectos caso por caso al convenio vía pacto entre las partes. Es decir, conferir eficacia legal a las convenciones privadas en las que se prevea el funcionamiento material de la unión de hecho y las reglas económicas en caso de ruptura; recurrir a la figura de la sociedad de hecho o, en caso de indefensión, al enriquecimiento sin causa. El camino que vienen siguiendo los notarios holandeses o franceses.
Y respecto a las que con buen humor acaban de denominarse parejas de siempre, es decir, las matrimoniales, conviene, efectivamente, prever los efectos no estrictamente positivos que sobre ellas pudiera tener una regulación orgánica y poco meditada de las de hecho.
¿Por qué no promulgar paralelamente una legislación más claramente protectora del matrimonio, que marque las fronteras entre instituciones que son diversas? Coincidiendo con el debate en España, hace unos días acaba de entrar en vigor en Estados Unidos la ley de defensa del matrimonio (Defense of Marriage Act) que firmó Clinton en plena campaña electoral. Nada sospechoso de animadversión a las parejas de hecho, el presidente demócrata no tuvo inconveniente en estampar su firma en una ley (aprobada en la Cámara de Representantes por 342 votos contra 67) en la que en su tercera sección se lee textualmente: «Para determinar el sentido de cualquier ley del Congreso o de cualquier norma, regulación o interpretación de los distintos departamentos administrativos y agencias de los Estados Unidos, el término matrimonio significa solamente una unión legal entre un hombre y una mujer como marido y esposa, y el término cónyuge se refiere tan sólo a una persona del sexo contrario que es marido o esposa».
No se puede olvidar que, según los últimos datos proporcionados por el Consejo de Europa, «el matrimonio sigue siendo un valor fundamental de la sociedad». Así, en Suiza el 94% de los niños nace en el seno de un matrimonio; en Alemania el 85% de los nacidos vivos crece en el seno de una familia fundada en el matrimonio; mientras que en el Reino Unido las parejas casadas con niños representan alrededor del 80% de todas las familias con niños a su cargo.
En España, de los 12 millones de uniones estables contabilizadas en las últimas estadísticas, 11.850.000 son matrimoniales. Es decir, tan sólo el 2% de los mayores de 18 años viven en unión de hecho, aunque lo más probable es que no todas ellas rechacen el matrimonio, pues bastantes están a la espera de casarse.
Lleva también razón Francisco Umbral cuando observa que, a veces, parece como «si sólo se hiciera democracia para lo exótico».
Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.
Rafael Navarro-Valls, “Educación y fundamentalismos”, El Mundo, 28.XI.01
Organizada por Naciones Unidas, acaba de celebrarse en Madrid la Conferencia Internacional sobre la educación en relación con la libertad de religión y de convicciones, la tolerancia y la no discriminación. Unos 600 representantes de los estados miembros de las Naciones Unidas, de organizaciones intergubernamentales, de comunidades religiosas o de convicciones y un grupo de expertos, han debatido durante tres días acerca de los medios más apropiados para contribuir a la promoción y a la protección de los derechos humanos mediante la reafirmación del papel que debe jugar la educación escolar en el combate contra la intolerancia y la discriminación fundadas en la religión y las convicciones.
La declaración final ha recalcado, entre otros extremos, la necesidad de que los estados establezcan y apliquen políticas educativas que contribuyan a la erradicación de los prejuicios y de concepciones incompatibles con la libertad de religión. Es decir, que garanticen el pluralismo y el respeto a la diversidad en materia de religión y de convicciones. Desde luego, un objetivo importante en la etapa post 11 Septiembre que vive hoy la Humanidad.
Sobre este conflicto coincido con Bercken en que «Dios no viene al caso». Como él mismo observa, aquellas sectas cristianas fundamentalistas que han visto en el ataque al World Trade Center un castigo de Dios a la Torre de Babel del capitalismo, tienen una idea de Dios tan deformada como los pilotos suicidas que, probablemente, gritaron antes del ataque: «Alá es grande». Estoy también de acuerdo con la idea de que, en este combate, ha habido al menos un momento en que se ha hablado correctamente de Dios. Me refiero a la crítica de los musulmanes al uso que Estados Unidos hizo del término Justicia Infinita para calificar la primera etapa de la guerra afgana. Tanto el judaísmo como el cristianismo coincidieron con el islamismo en la idea de que sólo a Dios corresponde administrar la justicia infinita.
Tal vez por eso se ha insistido en la Conferencia de Madrid en que la educación escolar se oriente a ayudar a los alumnos a distinguir el fundamentalismo, que es una enfermedad del alma religiosa, de las creencias sinceras positivas, no marcando con la señal de la sospecha a las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas. Eso sería una nueva forma de intolerancia, que marginaría del torrente circulatorio de la sociedad a ciudadanos cuya aportación es cada vez más necesaria para los estados.
Efectivamente, hoy se vislumbra el peligro de dos fuerzas contradictorias entre sí, pero ambas igualmente peligrosas para la democracia pluralista y para un Estado que quiera conservar su identidad.La primera, desarrolla en algunos estratos de la población lo que viene denominándose el antimercantilismo moral; la segunda, como reacción ante una conciencia civil vacía de todo valor religioso, está produciendo un renacer de los fundamentalismos.
El antimercantilismo moral se ha definido como el miedo, por parte de las Iglesias y sus adeptos, a entrar en el juego de la libre concurrencia de las ideas y los valores morales, que suele decidirse más allá de los refugios de la decencia moral.Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de los valores, de lo que cada uno tiene por bueno.
Al convertirse en una premisa del Estado o, mejor, del aparato ideológico que lo soporta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta a transigir en sus creencias, las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas son marcadas con la sospecha de la intolerancia, es decir, con el estigma de un latente peligro social. Sospecha que suele llevarles a esa posición, que Tocqueville llamaba la «enfermedad del absentismo», por la que el hombre se repliega sobre sí mismo encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso.
Charles Taylor señala como una de las tres formas de malestar de la cultura contemporánea ese despotismo blando del Estado que convierte, a buen número de ciudadanos, en individuos enclaustrados en sus propios corazones. El Estado pierde así el concurso de un importante estrato de población, empobreciéndose en su propia entidad. De modo que son marginados los sincera y positivamente religiosos, que podrían aportar cosas positivas al torrente circulatorio de la sociedad.
Por fortuna, este estigma bastante difundido comienza a ser desautorizado.Un sondeo Gallup ha venido a desmontar en Estados Unidos el tópico a que vengo refiriéndome. En su análisis estadístico, Gallup ha desarrollado una escala de 12 grados para medir el segmento de población considerado más religioso (highly spiritually commited).Conclusión : «Aunque representan sólo el 13% de la población, estas personas, que podrían ser descritas como aquellas que tienen una fe transformadora, son más tolerantes que la mayoría, más inclinadas al voluntariado social y más preocupadas por la mejora de la sociedad».
Un 83% de los estadounidenses dice que sus convicciones religiosas en la medida que son sinceras les exigen respetar a las gentes de otras religiones. «La firmeza de las convicciones», concluye el informe, «no excluye el respeto a los demás: lo favorece».
No ignoro que esta posición podría ser acusada de «ingenuidad axiológica», si estamos a lo acontecido hace un tiempo con las sectas suicidas de los Adoradores del Sol en Suiza , en la Guayana con los seguidores del reverendo Jones o con los pilotos genocidas de Bin Laden. Pero esto supondría que el Instituto Gallup o yo mismo estuviéramos aquí confundiendo «convicciones sinceras» con fundamentalismo, que es lo que realmente se oculta en los ejemplos enunciados.
Cuando, con una especie de fundamentalismo de la purificación social, se confunden ambas mentalidades y el Estado reacciona intentando arrojar fuera del ámbito de lo público todo valor moral o religioso, entonces es cuando el peligro se torna mayor.Es decir, entonces es cuando el otro fundamentalismo por reacción pasa de ser un peligro latente para el Estado a un peligro efectivo.Por eso me he permitido insistir en los debates de la Conferencia de Madrid en que a cualquier nivel jóvenes sin religión o jóvenes de cualquier confesión una mejor comprensión de los hechos y de las personas sinceramente religiosas contribuirá a la tolerancia y a reducir los sectarismos. En otras palabras, alertar de que «el enemigo del Estado no es la religión sino esa su corrupción que es la teocracia fundamentalista».
Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.