Juan Manuel de Prada, “El esplendor de la Verdad”, ABC, 4.IV.2005

Se ha repetido hasta la saciedad, con un sucinto y cerril desparpajo, que el Papado de Juan Pablo el Grande ha sido «progresista en lo social y conservador en lo moral». En tan simplificadora formulación se condensa nuestra incapacidad para trascender los estereotipos ideológicos, pero sobre todo cierta ceguera -no sé si nacida del cinismo o de la mera camastronería- para vislumbrar el radical proyecto humanista de un Papa que ha sabido, mejor que ningún hombre de nuestra época, identificarse con Cristo.

De esa identificación extrema surge, como un corolario natural e insoslayable, su identificación con el hombre, su execración de cualquier forma de violencia ejercida contra su sagrada naturaleza, su vocación indesmayable de caridad, dirigida preferentemente hacia los más débiles.

Al vindicar la dignidad del hombre, el Papa Wojtyla se sitúa por encima del cambalache ideológico para recuperar las esencias mismas del cristianismo, que hace del amor al prójimo, como reflejo del amor a Dios, el epítome de su doctrina. No caigamos en el truco de distinguir al Papa que condenaba la guerra del Papa que reprobaba el aborto; no incurramos en ese maniqueísmo zafio que aplaudía al Papa cuando vituperaba «las formas degeneradas del capitalismo» y en cambio le volvía la espalda cuando exigía una sexualidad volcada hacia la vida.

El Papa era siempre el mismo; quienes vivíamos instalados en la incongruencia éramos los receptores de su mensaje.

Conviene repasar, aunque sólo sea someramente, algunos hitos biográficos de Karol Wojtyla para entender la razón de su encarnizada defensa del hombre. Siendo aún muy joven, cuando aún no había prendido en él la vocación religiosa, presencia la ocupación de su patria. El invasor nazi se preocupará muy especialmente de borrar todo signo de supervivencia de la Iglesia católica, depositaria de la cultura e identidad nacionales, demoliendo sus templos, prohibiendo sus liturgias, inmolando a casi tres mil sacerdotes y a innumerables fieles que se niegan a abjurar de su fe.

Es en estos años, mientras trabaja como picapedrero, cuando el joven Wojtyla decide ingresar clandestinamente en un seminario; todos los días, mientras acude a sus clases, contempla la apoteosis de horror que se enseñorea de las calles de Cracovia: muchos de sus compañeros son deportados a los campos de exterminio (Dachau se convertiría en el más poblado monasterio del mundo); otros -acaso más afortunados- son fusilados en plena calle, y sus cadáveres entregados como alimento a los perros.

En este clima de vesania desatada y aprendizaje del dolor Karol Wojtyla entenderá el sentido primordial de su misión futura; es entonces cuando se propondrá dirigir sus desvelos contra las diversas formas de tiranía que se ejercen sobre el hombre. Pero la Providencia aún le reserva otras pruebas que acabarán de aquilatar su designio: otra burocracia de la muerte acaso aún más atroz oprimirá Polonia tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, esta vez durante varias décadas, instaurando una represión que la Iglesia católica sufrirá con especial ensañamiento.

Los comunistas entendieron, con esa lucidez gélida que alumbra a quienes hacen del exterminio un álgebra rutinaria, que la Iglesia, con su fermento de humanismo, era el principal enemigo a batir; no entendieron, en cambio, que su luz imperecedera no requería divisiones militares para incendiar el corazón de los hombres con la llama de la libertad.

Mientras el régimen satélite de Moscú prohíbe a los sacerdotes el proselitismo entre la juventud, el padre Wojtyla comienza una labor pastoral clandestina: primero como párroco rural, después como capellán universitario, forma su Srodowisko, un «grupo» o «entorno» de jóvenes intelectuales comprometidos con el mensaje liberador del Evangelio. Con ellos se reúne en secreto, viaja a la montaña, celebra la Eucaristía; pronto empezarán a llamarlo cariñosamente Wujek, que en polaco significa «tío».

La batalla más reñida que por aquellos años se entabla entre la Iglesia y el régimen gira en torno a la vida familiar: los comunistas saben que allá donde hay hombres y mujeres seguros de su amor y capaces de proyectar ese amor sobre su descendencia, germina la semilla de la rebelión. Por eso el padre Wojtyla encauzará sus esfuerzos en la catequesis matrimonial; cuando sea nombrado Obispo de Cracovia intensificará aún más su diálogo con los jóvenes obreros y universitarios: ellos serán la levadura del movimiento popular que algunos años más tarde debelará la tiranía.

Cuando, allá por el verano de 1979, en su primer viaje apostólico, el Papa visite Polonia, el comunismo se tambaleará sobre sus cimientos amasados de sangre. Un pueblo reducido a la más cabizbaja esclavitud hallará en la figura blanca y robusta de ese hombre que hace vibrar las palabras con una retórica fresquísima y candente el emblema de una nueva era. La verja de los astilleros Lenin, condecorada con retratos de Juan Pablo el Grande, constituye una de las imágenes más conmovedoras del siglo XX: es la imagen de la Verdad que se alza contra un imperio de mentiras.

Cuando el sindicalista Walesa trepe esa verja, aupado por una multitud que corea el nombre de Karol Wojtyla, que ya se ha convertido en héroe nacional, para reunirse con los obreros en huelga, el comunismo empieza a desmoronarse: es la victoria del espíritu, que no requiere divisiones militares, sobre los tanques y sobre los trituradores de almas que los conducen; es la victoria de la dignidad humana sobre quienes anhelan sojuzgarla o consumirla por inanición.

Naturalmente, los burócratas de la muerte se revolvieron con furia en su agonía; el KGB diseñó minuciosamente un atentado contra aquella figura blanca y robusta que hablaba por boca de Dios: pero las balas erraron su rumbo; y el Papa Wojtyla viviría para celebrar el naufragio de una ideología que seguramente hoy seguiría apacentando sombras y cadáveres si no hubiese mediado su intervención activa.

El hombre que había sufrido en sus propias carnes esas dos maquinarias impertérritas de mortandad no podía detenerse ahí, sin embargo. Tenía que llegar más lejos en su vindicación de la dignidad humana sobre las plurales tiranías que la fustigan y oprimen. Por eso execra el capitalismo degenerado que explota al trabajador y lo reduce a mero engranaje en la consecución obscena de una riqueza de la cual no se beneficia; por eso execra la guerra, que es una blasfemia contra Dios, porque usurpa al hombre su condición sagrada; por eso execra la eutanasia, el aborto, la contracepción y los excesos de la genética.

La defensa obstinada e intransigente de la vida, y en especial de la vida más inerme, de la vida que avanza hacia sus postrimerías o se estrena a la actividad celular, no es una cuestión que admita compartimentos ideológicos, sino un compromiso con el progreso del hombre, una vocación irreductible que debe anidar en cualquier pecho humano, porque nuestra misión es rehuir la muerte, combatirla hasta la extenuación, con la entrega de la propia vida, si ello fuera necesario: a esta labor se ha entregado denodadamente, hasta rendir su último hálito, Juan Pablo el Grande.

Nuestra época, al ignorar que la vida del feto o del agonizante son las vidas más merecedoras de una escrupulosa protección jurídica, ha entronizado una forma de aberración moral no menos monstruosa que las propugnadas por nazis y comunistas; estas vidas desamparadas que nuestra época ha desistido de proteger (quizá porque carecen de voz y de voto y, por lo tanto, son irrelevantes desde la perspectiva sórdidamente política) han hallado en Juan Pablo el Grande su más intrépido paladín. De este modo, Wojtyla ha llevado hasta sus últimas consecuencias aquel designio que se impuso en su juventud, mientras en su derredor las vidas eran segadas como mies de los campos.

El anciano que hoy navega hacia ultratumba nos deja el esplendor de una Verdad que las adscripciones ideológicas no pueden interpretar a su conveniencia: la revolución del amor no admite cortapisas; la dignidad del hombre, espejo donde se copia Dios, no permite excepciones.

En esta hora luctuosa, quienes vimos en Karol Wojtyla el esplendor de una luz que derramaba Verdad sobre la tierra, ya empezamos a notar que su alma inmortal se posa sobre la nuestra, como un pájaro que busca su nido, para entablar juntas un coloquio inmortal que nos mantendrá eternamente unidos, eternamente jóvenes, eternamente vivos.

Juan Manuel de Prada, “¡Venciste, Galileo!”, ABC, 2.IV.2005

Las palabras que pronunció Juliano el Apóstata antes de expirar podrían ser el lema que acompañase la agonía de Juan Pablo II. Escribo estas líneas mientras un silencio huérfano se posa sobre el mundo, deteniendo los relojes, la órbita de los planetas, el curso de la sangre en las venas. Es difícil sustraerse al dolor, mientras la certeza de la muerte del Papa Wojtyla se nos abalanza encima. Pero ese dolor se amasa de una secreta alegría cuando recapitulamos los días de un hombre que entendió la existencia terrenal como un viaje hacia la intimidad con Dios. La enseñanza acaso más conmovedora de este Papa que ha querido extinguirse con las sandalias puestas adquiere hoy su vigencia más plena: Juan Pablo II no se ha limitado a ser un burócrata de Dios encaramado en su trono de infalibilidad; ha querido mostrarnos que la misión primordial de un cristiano, de cualquier cristiano, consiste en identificarse con Cristo, entrañándose en su misterio y padeciendo con Él sus tribulaciones, calcinándose en la misma hoguera de humanidad que Dios eligió para hacerse presente entre nosotros. Sin esta identificación plena con Cristo podremos ser seguidores más o menos escrupulosos de unos ritos o liturgias, o herederos culturales de su Evangelio, pero nunca cristianos en el estricto y más puro sentido de la palabra. El Papa Wojtyla nos ha enseñado el verdadero meollo de una fe que corría el riesgo de anquilosarse en el cumplimiento de unos preceptos o, por el contrario, de entregarse a un aggionamento plácido y banal. El viaje de Wojtyla hacia la intimidad con Dios ha sido una epopeya en pos de las raíces de la fe, una rebelión contra el miedo y la complacencia que agarrotan a los cristianos.
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Alfonso Aguiló, “Fortunas prestadas”, Hacer Familia nº 133, 1.III.2005

«Contemplaba su juventud y su belleza como algo que jamás fuera a agotarse. No comprendía aún que ningún amor debería apoyarse demasiado en la belleza. ¿Por qué nos negamos a admitir que la belleza y la juventud son fortunas prestadas? ¿Por qué imaginamos siempre que lo que nos encandila hoy nunca podrá convertirse en el peor de los desamores cuando llega el mañana? »Nuestra boda no fue por amor. Fue una boda por simple enamoramiento. Esos enamoramientos que son sensaciones que provocan intercambios de certezas, besos, abrazos y un sinfín de intuiciones proclives así al egoísmo de creernos dueños del mundo, con derecho a imaginar maravillas perpetuas y un continuo esperar lo que, cuando llega, nos deja fríos. En aquella época yo no sabía hasta qué punto ese enamoramiento puede ser simple egolatría, ganas de ver en el otro lo que nosotros queremos ver, y que al imaginar lo que vemos, todo se nos vuelve atracción, necesidad de fundir nuestros deseos a los de la persona de la cual nos enamoramos. Y es que, en el fondo, lo que hacemos es enamorarnos de nosotros mismos.

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Juan Manuel de Prada, “Doctor muerte”, ABC, 14.III.2005

No nos pronunciaremos aquí sobre el escándalo que en estos días sacude un hospital de Leganés. Pero este turbio asunto nos permitirá abordar un aspecto nuclear de la eutanasia que con frecuencia se soslaya, a saber: la relación que se entabla entre el médico y el enfermo. Los defensores de la eutanasia suelen presentarla como un mero acto de voluntad soberana en el que el enfermo determina los confines de su propia existencia. Podemos echarle toda la épica sentimental que deseemos a este presunto ámbito de decisión autónoma del enfermo, mas no por ello dejaremos de falsear la realidad. La eutanasia exige al menos la intervención de dos personas: se trata de una relación intersubjetiva en la que, sin embargo, uno de los sujetos participantes impone su voluntad sobre el otro. Quizá sea este componente asimétrico el que convierte la eutanasia en una relación más que discutible desde una perspectiva estrictamente jurídica: pues, o bien el enfermo se convierte en dueño de la voluntad del médico, reduciéndolo a mero instrumento de su designio, o bien -y esta posibilidad resulta aún más escalofriante- el médico se erige en señor de la vida del enfermo, arrogándose un poder desproporcionado.

En Derecho, las relaciones imponen derechos y deberes correlativos; en la eutanasia, sin embargo, el presunto «derecho a morir» del paciente no genera un deber correlativo en el médico, pues -en esto convendremos todos, incluso los más acérrimos defensores de la eutanasia- nadie puede ser obligado por un «deber de matar». Pero la naturaleza viciada de esta peculiar relación que se entabla en la eutanasia se hace todavía más notoria, más insoportablemente notoria, cuando el médico suplanta la voluntad del paciente. La intervención del médico en casos de eutanasia es siempre valorativa; y, del mismo modo que en la emisión de un diagnóstico el médico puede cometer errores, puede confundirse en la valoración de una enfermedad que juzga incurable. Los motivos de esa valoración errónea son diversos: el médico, en el desenvolvimiento de su trabajo, está sometido con frecuencia a presiones insuperables (falta de camas, necesidad perentoria de órganos para trasplantes, etcétera), pero además pueden actuar sobre su decisión razonamientos equívocos de índole ideológica, filosófica o humanitaria (máxime ahora, cuando la eutanasia se ha convertido en una medalla de santidad laica). No olvidemos que el célebre Doctor Muerte mataba a sus pacientes convencido de que les administraba un piadoso viático.

Cuando se somete a escrutinio jurídico y moral la eutanasia, sus defensores suelen partir de una situación ideal -el enfermo, en pleno uso de sus facultades mentales, demanda la muerte- que no suele producirse en la realidad. A la postre, en la mayoría de los casos de eutanasia el enfermo carece de voluntad, o, si la posee, está muy gravemente viciada: a veces, confunde el sufrimiento con el deseo de morir; a veces, solicita la muerte convencido de que si sigue viviendo se convertirá en una rémora para su familia; y a veces, incluso, ni siquiera puede expresar su voluntad, dada la postración en que se halla. La existencia de un «testamento vital» tampoco soluciona nada, pues no podemos presumir que el deseo de morir que el enfermo expresó estando lúcido no lo haya rectificado -sin haberlo podido verbalizar- durante el estado de conciencia latente al que lo ha conducido la enfermedad.

No creo que nadie defienda la eutanasia involuntaria. Sin embargo, la experiencia demuestra que, en la relación que se entabla entre médico y paciente, una de las partes intervinientes es reducida en la mayoría de las ocasiones a mero objeto sin voluntad. ¿Puede el Derecho amparar esta relación?

Juan Manuel de Prada, “Compadecerse del Papa”, ABC, 26.II.2005

Cuando se reclama la renuncia del Papa suelen invocarse razones de compasión. Su deterioro físico promueve lástima; y esa lástima impulsa a algunos a solicitar que se ahorren padecimientos a un viejo que, a cada día que pasa, incorpora nuevos achaques a su profuso historial clínico. Al menos, retirado de su ministerio -se afirma-, podrá consumir sus postrimerías más apaciblemente. Esta argumentación adolece, sin embargo, de incongruencia: pues compadecer el sufrimiento de alguien no consiste en lamentarlo, sino, sobre todo -como la propia etimología de la palabra indica-, en comprenderlo, en hacerse partícipe de ese sufrimiento. Para llegar a sentir verdadera compasión hemos de meternos en el pellejo del que sufre; compadecer desde la lejanía quizá sea una coartada que nos sirva para posar de solidarios ante la galería, pero es una actitud en sí misma falsorra, una contradictio in terminis. Visto desde fuera, el sufrimiento del Papa puede antojársenos inútil, estéril, absolutamente ininteligible; y entonces, para descifrarlo, hemos de recurrir a explicaciones que no penetran su verdadera naturaleza; explicaciones que suelen quedarse en la cáscara -la ostentosa decrepitud de un anciano aferrado patéticamente al cargo- y que, por lo tanto, se aderezan con una munición de mentecateces de diverso pelaje: que si el Papa es rehén de sus validos, temerosos de ser relegados si su valedor los abandona; que si el Papa está dispuesto a alargar con su agonía la agonía de la Iglesia; que si oscuros pero poderosísimos grupúsculos integristas lo obligan a seguir en la brecha para afianzar y extender su influencia, etcétera, etcétera.

En todas estas explicaciones subyace un fondo de incomprensión (de falta de compasión) hacia el significado último de tanto sufrimiento. La banalidad contemporánea no puede -o no quiere- admitir que el Papa desempeña una misión espiritual en la cual el dolor forma parte de una encomienda divina. Sólo así resulta inteligible su resistencia. El Papa, como hombre mortal que es, estaría encantado de recoger el petate y retirarse a una villa campestre, atendido por una legión de chambelanes solícitos; pero antepone su misión sobre los achaques de la carne, porque esa misión la inspira una fuerza más poderosa que el declinar de su naturaleza. No creo que ni siquiera sea necesario creer en Dios para comprender esa perseverancia en el sacrificio; basta con entender que existen vocaciones que enaltecen el barro con el que estamos fabricados. A la postre, la resistencia agónica del Papa al dolor es un caso notorio de supremacía del espíritu; pero quizá una época empeñada en acallar o negar el espíritu no pueda compadecer ese gesto.

El Papa titulaba uno de sus libros más recientes con las palabras que Jesús dirigía a sus discípulos dormilones en el huerto de Getsemaní: «¡Levantaos! ¡Vamos!». La comprensión cabal del Papado de Juan Pablo II exige que nos detengamos en la lectura de este pasaje evangélico, donde nos enfrentamos a la naturaleza rabiosamente humana de Jesús, angustiado ante la proximidad de la cruz. Como Jesús, el Papa preferiría apartar de sí el cáliz de dolor que se le tiende; pero, aunque su alma está «triste hasta la muerte» -como reconocía Jesús, mientras sudaba sangre-, entiende que su voluntad no cuenta, que existe otra voluntad suprema a la que debe obedecer, aunque al acatar ese mandato sepa que está inmolándose. En esa inmolación generosa en la que el hombre entrega su hálito por mejor servir la misión que le ha sido encomendada reside el misterio de la fe; en esa comprensión del hombre como recipiente de misiones que exceden su mera envoltura carnal se cifra la epopeya interior de Juan Pablo II.

Compadezcámoslo desde dentro, respirando por su misma herida luminosa.

Juan Manuel de Prada, “Desvaríos antirreligiosos”, ABC, 21.II.2005

La vida pública española empieza a registrar episodios de desvarío antirreligioso (o, más estrictamente, anticatólico) que computaríamos como manifestaciones de cierta vocación esperpéntica muy típicamente autóctona si no fuera porque la experiencia histórica nos enseña que tales intemperancias suelen acabar como el rosario de la aurora. El llamado Consejo Escolar de Estado acaba de evacuar un documento (que imaginamos salpicado de espumarajos) en el que se exhorta al Gobierno a «derogar» el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, por considerarlo contrario a la Constitución. La razón que invoca este cónclave de lumbreras y cráneos privilegiados hace palidecer las astucias de Licurgo: en dicho Acuerdo, se especifica que, «en todo caso, la educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana», extremo que a estos andobas se les antoja de una inconstitucionalidad que te cagas. El cerrilismo de la petición lo delata su formulación misma, que desconoce la naturaleza jurídica de los tratados internacionales, al reclamar su «derogación», en lugar de su denuncia. Pero quizá reclamar precisiones terminológicas tan finas a estos andobas sea como pedir peras al olmo.

Suele ocurrir que quien se llena la boca con la Constitución sólo desea hacer gárgaras con ella, para luego escupirla, convertida en un gargajo irreconocible. A los andobas del Consejo Escolar se les antoja inconstitucional que la educación impartida en los centros docentes sea respetuosa con los valores de la ética cristiana. Pero el Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede no afirma que dichos centros deban comulgar con estos valores, ni asumirlos como propios, sino tan sólo respetarlos. ¿Acaso la garantía de la libertad religiosa no exige el respeto de las creencias de cada individuo? La educación impartida en centros docentes públicos ha de ser igualmente respetuosa con los valores de cualquier ética, sea cristiana o budista, siempre que no atenten contra los derechos del hombre, la convivencia democrática o el orden público; eventualidades que, desde luego, los valores de la ética cristiana no promueven.

Llama poderosamente la atención (y desenmascara a los andobas del Consejo Escolar) que, en una época que predica la tolerancia a troche y moche, se puedan proferir impunemente estas bestialidades. Salvo que aceptemos que la tan cacareada tolerancia es en realidad la coartada con que se disfraza la persecución; pues lo que los andobas del Consejo Escolar preconizan no es sino la «derogación» de la libertad de conciencia, o, mejor dicho, de determinadas conciencias. En su obcecamiento, no vacilan en retozar por los andurriales de la ilegalidad; y así, en su documento solicitan que los profesores de religión sean excluidos del claustro y que su asignatura se imparta fuera del horario escolar, en flagrante discriminación de los alumnos que opten por cursarla. A nadie se le escapa -salvo que las anteojeras del dogmatismo cieguen su ecuanimidad- que dicho documento ha sido inspirado por un resentimiento que sólo admite una explicación patológica. Cada cual es muy libre de alimentar las pasiones más mezquinas; menos comprensible resulta que el Estado erija a quienes las instigan en consejeros de su política educativa.

Hubo en Grecia un andoba -cuyo nombre omitiremos, para humillar su afán de notoriedad- que quiso inmortalizar su nombre prendiendo fuego al templo de Artemisa. La ajetreada historia de España se ha significado siempre por desdeñar las enseñanzas de la Antigüedad: aquí, en lugar de ningunear a los andobas que disfrutan quemando templos, se les concede púlpito y predicamento.

Alfonso Aguiló, “Invertir en futuro”, Hacer Familia nº 132, 1.II.2005

Un hombre estaba perdido en el desierto. Parecía condenado a morir de sed. Por suerte, llegó a una vieja cabaña destartalada, sin techo ni ventanas. Merodeó un poco alrededor hasta que encontró una pequeña sombra donde pudo acomodarse y protegerse un poco del sol. Mirando mejor, distinguió en el interior de la cabaña una antigua bomba de agua, bastante oxidada. Se arrastró hasta ella, agarró la manivela y comenzó a bombear, a bombear con todas sus fuerzas, pero de allí no salía nada. Desilusionado, se recostó contra la pared sumido en una profunda tristeza. Entonces notó que a su lado había una botella. Limpió el polvo que la cubría, y pudo leer un mensaje escrito sobre ella: “Utilice toda el agua que contiene esta botella para cebar la bomba del pozo. Después, haga el favor de llenarla de nuevo antes de marchar”.

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Juan Manuel de Prada, “La fe como provocación contra la doctrina imperante”, Zenit, 4.II.2005

Juan Manuel de Prada, uno de los autores escritores más jóvenes y galardonados de España, confiesa que redescubrió el cristianismo como «provocación» ante «la doctrina imperante». Nacido en Baracaldo (Vizcaya) en 1970, ganó el premio Planeta de 1997 con «La tempestad», el premio Primavera de Novela de 2003 y el premio Nacional de Literatura 2004 en la modalidad de Narrativa con «La vida invisible». Su labor como articulista le ha hecho merecedor de los premios Julio Camba, el de Periodismo de la Fundación Independiente, el José María Pemán y el González Ruano. En esta entrevista concedida a la agencia Veritas explica cómo ha descubierto a Dios y cómo ha interiorizado su adhesión a la propuesta cristiana.

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José María Martín Patino, “La religión en la escuela pública”, El País, 31.I.2005

Creo que es un error plantear, en términos de estricta confesionalidad, el debate sobre la enseñanza de la religión en la escuela pública. El Estado español es aconfesional, no confesante, y por tanto neutral ante lo religioso. Este carácter del Estado y la naturaleza de la escuela deben situarse en el centro del debate. Ni siquiera la espiritualidad y la vida interior de las personas deben reducirse a la cuestión confesional. El libro verde del MEC, Propuestas para un debate, en el capítulo ‘Los valores y la formación ciudadana’, en el número 10, dedicado a La enseñanza de las religiones, presenta la novedad de ofrecer dos formas de entender esta asignatura. Una general, a la cual deben acceder todos los alumnos y tener carácter común, que debe ayudar a la comprensión de las claves culturales de la sociedad española mediante el conocimiento de la historia de las religiones y de los conflictos ideológicos, políticos y sociales que en torno al hecho religioso se han producido a lo largo de la historia… Otra dimensión de la enseñanza de las religiones se refiere a sus respectivos aspectos confesionales. La obligación que tiene el Estado de ofrecer enseñanza religiosa en las escuelas deriva de los acuerdos suscritos con la Santa Sede y con otras confesiones religiosas.

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Juan Manuel de Prada, “El chollo ideológico de la izquierda”, ABC, 31.I.2005

Resulta muy remunerador para el espíritu comprobar que el mundo conmemora la liberación de Auschwitz y execra la barbarie nazi. Resulta consolador que nuestros jóvenes posean un conocimiento nítido y accesible del holocausto judío. Me pregunto, sin embargo, si los jóvenes que han asimilado el nombre de Auschwitz como emblema del horror han oído mencionar alguna vez en su vida los nombres de Vorkutá o Solovetski. Me pregunto si poseen alguna mínima noción sobre el gulag que arrasó millones de vidas. ¿Por qué la mortandad desatada por el nazismo ocupa un capítulo medular en el libro de la memoria colectiva, mientras la mortandad promovida por el comunismo -mucho más abultada, por cierto- apenas representa una nota a pie de página? ¿Hemos de entender que la consideración que nos merecen las matanzas debe ser distinta, según el signo de la ideología que las aliente? Esta asimilación de un maniqueísmo perverso no afecta tan sólo a acontecimientos pretéritos. Reparemos, por ejemplo, en la muy diversa consideración que inspiran dos personajes contemporáneos en las postrimerías de su existencia, Pinochet y Castro. Ambos instauraron en sus respectivos países dictaduras repugnantes, crudelísimas, cimentadas con una argamasa de sangre: el primero -menciono esto sin propósito atenuante, más bien con un propósito agravante dirigido hacia el segundo- auspició sin embargo la recuperación económica de su país (pero ni todo el oro del mundo vale por una vida) y cedió al empuje democrático; el segundo se ha propuesto morir en la poltrona, dejando tras de sí un pueblo hundido en la miseria, donde las muchachas se prostituyen a cambio de una pastilla de jabón. Pinochet padece, en su senectud de viejo baboso, un hostigamiento que, desde luego, no bastará para resarcir todo el mal que causó; Castro, en cambio, se pavonea y recibe -como acaba de escribir Vaclav Havel- el «servil homenaje» de los Gobiernos europeos, que -a requerimiento del español- dejarán de invitar a las recepciones de sus embajadas en La Habana a disidentes del régimen.

Descendiendo al ámbito doméstico, también apreciaremos la existencia de un doble rasero en la calificación de las conductas. Si un ministro socialista es vituperado en una manifestación, enseguida aceptaremos que sus vituperadores son una patulea de derechistas extremos, fanáticos, fascistoides y no sé cuántas lindezas más; por supuesto, nadie pensará que los vituperios son fruto espontáneo de la calentura o la exaltación del momento, sino instigados desde instancias políticas a las que de inmediato se trasladará la responsabilidad. Naturalmente, si dichas instancias políticas no se apresuran a condenar los vituperios, se entenderá que los aplauden; y, aunque lo hagan, se entenderá que se trata de una condena meramente formal. En cambio, a un ministro conservador se le puede vituperar, zarandear y hasta propinar algún mojicón sin que nadie se sienta comprometido, incluso se podrán apedrear o incendiar las sedes de su partido sin que nadie se rasgue las vestiduras, pues tales muestras de encono se reputarán veniales, incluso benéficas, ya que la derecha tiene muchas culpas que purgar; por supuesto, aunque desde las instancias políticas de izquierda no se condenen tales violencias, nadie se atreverá a acusarlas de connivencia. La izquierda ha conseguido investirse de una suerte de impunidad moral; o, si se prefiere, ha logrado trasladar sobre su adversario político una conciencia de pecado original, una «culpa ontológica» que nunca logrará redimir, por mucho que se empeñe. La izquierda, entre tanto, aparece ante nuestros ojos ungida y preservada de culpa: a este chocante y universal embuste lo denominaremos desde hoy «el chollo ideológico».