Alfonso Aguiló, “El sentido de culpa”, Hacer Familia nº 124, 1.VI.2004

El escritor danés Henrik Stangerup presenta en su novela “El hombre que quería ser culpable” una interesante reflexión sobre el sentido de culpa. Su protagonista, Torben, ha cometido un crimen, y pretende en vano que los responsables de la justicia de la sociedad en que vive lo reconozcan como tal. Sin embargo, le dicen que su acto no ha sido un asesinato, sino un lamentable accidente provocado por las circunstancias. Le aseguran que ha venido forzado por la sociedad, que es la única verdaderamente culpable. Le tratan como a un desequilibrado, víctima de un absurdo complejo de culpabilidad. Enseguida le dejan en libertad e intentan hacerle olvidar todo recuerdo de su mujer.

Continuar leyendo “Alfonso Aguiló, “El sentido de culpa”, Hacer Familia nº 124, 1.VI.2004″

Juan Manuel de Prada, “El manotazo del Papa”, ABC, 7.VI.2004

En su más reciente libro, ¡Levantaos! ¡Vamos! (Plaza y Janés), Juan Pablo II narra las circunstancias en que fue nombrado obispo auxiliar. Se hallaba a la sazón con un puñado de amigos en la montaña, preparado para descender en canoa por un río; cuando recibe la citación de Cracovia, no tiene empacho en subirse al remolque de un camión, para abreviar el viaje de vuelta. El hombre que comparece en esas páginas es un cuarentón fornido, brioso, atezado por el sol, que gusta de las caminatas campestres; casi cuatro décadas después, ese mismo hombre es un viejo tullido, azotado por el párkinson, que habla con una voz feble y respira dificultosamente. En su estampa demolida, como en las líneas concéntricas de un árbol recién talado, se adivinan las vicisitudes traumáticas de su biografía. Pero hay algo en ese anciano decrépito que se mantiene inmune a los estragos de la edad desde que, allá en la Polonia sometida por los nazis, decidiera hacerse sacerdote. De ese fuego que no declina su llama nos habla en su último libro, ya desde el mismo título que reproduce las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos en el huerto de Getsemaní: me refiero a la vocación de servicio, a esa capacidad para inmolarse en el desempeño de la misión que le ha sido encomendada, sacrificando hasta el último resuello.

Hemos vuelto a presenciar una muestra de esa obcecada vocación de servicio. En Suiza, el Papa leía ante diez mil jóvenes una exhortación en francés, alemán e italiano: su voz, adelgazada hasta la consunción, era apenas audible; sus manos temblorosas casi no le permitían sostener los papeles; en su rostro macilento se adivinaban los síntomas de una lipotimia. Uno de los eclesiásticos que figuraban en su séquito acudió en su auxilio, dispuesto a tomarle el relevo. Entonces el Papa, encorajinado, soltó un manotazo brusco y disuasorio sobre los papeles, mostrando así su deseo de apurar hasta las heces el cáliz del dolor; su gesto fue acogido con una ovación por los jóvenes que lo escuchaban. En esa vibración unánime de diez mil gargantas que coreaban su nombre, el viejo Wojtyla creyó escuchar la voz que tantas veces lo ha inmunizado contra el desistimiento: “¡Levántate! ¡Vamos!”; y el viejo Wojtyla sonrió, espantando los fantasmas del desaliento, y concluyó su exhortación. Luego, inflamado por esa gasolina espiritual que lo empuja a acometer tantas empresas para las que su naturaleza malherida no parece preparada, lo vimos incluso enarbolar los brazos, siguiendo el ritmo de las danzas que se ejecutaban en su honor.

Con aquel manotazo abrupto, el Papa respondió tácitamente a quienes cuestionan su idoneidad como sucesor de Pedro. El viejo Wojtyla ya ha decidido que seguirá siendo Papa mientras la sangre circule por sus venas; lo que mucha gente no entiende es que dicha decisión no es suya, sino inspirada por una fuerza interior de la que el viejo Wojtyla no es sino mero depositario. Horacio, para referirse a la inspiración poética, mencionó un “algo divino” que convierte al poeta en intermediario entre las musas y los mortales; el poeta no puede sustraerse a ese aliento que lo enaltece, tampoco puede fingirse inspirado cuando ese aliento lo ha dejado huérfano. Como el poeta, el Papa no puede renegar de su misión, ni alargarla obcecadamente cuando ese “algo divino” deje de visitarlo; mientras siga escuchando esa voz que lo incita a seguir apurando el cáliz del dolor, al viejo Wojtyla no le queda otro remedio que obedecerla. “¡Levántate! ¡Vamos!”, exclama esa voz. Y el viejo Wojtyla suelta un manotazo brusco, con la misma prontitud con la que hace cuarenta años, fornido y brioso, abandonó su canoa entre los carrizos de un río, para acudir a Cracovia.

Carta de un padre a su hijo sobre la enseñanza de religión, Revista Escuela, 3.VI.2004

En 1919 el diario socialista de París «L’Humanité» publicó una carta dirigida por un padre socialista a su hijo. Trataba de la enseñanza de la religión, y fue escrita con tan buen sentido y con tanta honradez, que la creo digna de que sea conocida. Dice así: Continuar leyendo “Carta de un padre a su hijo sobre la enseñanza de religión, Revista Escuela, 3.VI.2004”

La enseñanza de la religión en los países europeos, Alfa y Omega nº 405, 3.VI.2004

Para ver la tabla, avanzar hasta el final de la página. Continuar leyendo “La enseñanza de la religión en los países europeos, Alfa y Omega nº 405, 3.VI.2004”

Alfonso Aguiló, “Victimismo”, Hacer Familia nº 123, 1.V.2004

Hay básicamente dos maneras de abordar un fracaso profesional, familiar, afectivo, o del tipo que sea. La primera es asumir la propia culpa y sacar conclusiones que puedan llevarnos a aprender de ese contratiempo. La segunda es afanarse en culpar a otros y buscar denodadamente responsables externos de nuestra desgracia. De la primera forma se suele adquirir experiencia para superar el fracaso; con la segunda es fácil volver a caer en él, y culpar de nuevo a otros, en vez de hacer un sano examen de nuestras responsabilidades.

Los estilos victimistas suelen estar ligados a sentimientos negativos como la envidia, los celos y el rencor. Tienden a legitimarse en nombre de desgracias pasadas, amparándose en todo lo que se está sufriendo o se ha sufrido, y con eso se arrogan una especie de patente de inmunidad con la que justifican su actitud. Ese recuerdo de las desgracias pasadas constituye para ellos una reserva inagotable de resentimientos. Y si alguien se lo reprocha, a lo mejor admiten que lo suyo no es muy ejemplar, pero aseguran que sus padecimientos pasados justifican esa “leve incorrección”.

Continuar leyendo “Alfonso Aguiló, “Victimismo”, Hacer Familia nº 123, 1.V.2004″

Rafael Navarro-Valls, “La asignatura de religión”, Veritas, 10.V.2004

El profesor Rafael Navarro Valls, Catedrático de la Facultad de Derecho, de la Universidad Complutense de Madrid y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación repasa en esta entrevista concedida a la agencia Veritas algunas de las medidas anunciadas por el nuevo gobierno del Partido Socialista Español, que afectan temas tan importantes como la situación de la enseñanza religiosa en la escuela pública, el estatuto de los profesores de religión, la financiación de la Iglesia o el control de actividades de tipo religioso.

Continuar leyendo “Rafael Navarro-Valls, “La asignatura de religión”, Veritas, 10.V.2004″

Alfonso Aguiló, “El ego”, Hacer Familia nº 122, 1.IV.2004

“La cultura occidental –afirma José Antonio Marina– puede contarse como la historia de un Yo que ha ido engordando. Es fácil señalar las etapas principales. La reforma protestante apeló a la propia conciencia frente a la autoridad. Descartes instauró el yo-pienso como instancia definitiva. La Ilustración hizo lo mismo con la razón. El romanticismo exacerbó el protagonismo del Yo. El idealismo alemán lo convirtió en el origen de todo. Y, como último paso, encontramos la creciente insistencia en el individualismo. Todo ha desembocado en una afirmación desmesurada del Yo que no deja de plantearnos problemas. Lo que a veces ha sido una oportuna defensa de la autonomía personal se ha acabado convirtiendo en un obsesivo cuidado de uno mismo y en un narcisismo galopante”.

Continuar leyendo “Alfonso Aguiló, “El ego”, Hacer Familia nº 122, 1.IV.2004″

Juan Manuel de Prada, “La Pasión de Cristo”, ABC, 2.IV.2004

La «cristofobia» imperante ha querido disfrazar la tirria que le produce la película de Mel Gibson caracterizándola de panfleto antisemita y execrando su exaltación del sufrimiento. Sorprende que una época que aplaude patochadas del calibre de Kill Bill, la última regurgitación de Tarantino, donde la violencia desatada adquiere un tratamiento coreográfico e incluso humorístico, se escandalice de algunas secuencias contenidas en La Pasión de Cristo. A la postre, se demuestra que la razón de dicho escándalo nace de la banalidad contemporánea, que acepta la representación de la violencia cuando se erige en un ejercicio ornamental pero se rasga las vestiduras (Caifás sigue entre nosotros) cuando interpela al espectador, cuando estimula su horror o su piedad, cuando remueve los plácidos cimientos sobre los que se asienta su existencia y lo obliga a enfrentarse al problema del mal, a esa letrina de atávicas crueldades que anida en el corazón del hombre. Por si esto fuera poco, La Pasión de Cristo postula sin ambages la existencia de un hombre entreverado de Dios que se inmola voluntariamente, que se abraza a la Cruz para que sus padecimientos limpien dicha letrina; la magnitud de su sacrificio resulta demasiado indigesta para ciertos estómagos, que antes que aceptar su naturaleza redentora prefieren no molestarse en comprenderla. Sólo así se explica que una película que recoge en sus fotogramas pasajes tan reveladores y esenciales en la vida de Jesús como la predicación del amor sin condiciones (Mt, 5, 43-48) haya sido tachada de antisemita. Las anteojeras y apriorismos con que algunos han contemplado La Pasión de Cristo les impide reconocer que en ella se nos habla de amor (de un amor extremo que alcanza la donación de la propia vida), nunca de odio.

Habría que anticipar, antes de referirnos a otros aspectos más concretos, que Mel Gibson ha querido completar una obra declaradamente católica. Aunque en Estados Unidos hayan sido las comunidades evangélicas quienes con más ahínco la han defendido, la película aborda algunos asuntos medulares de la fe católica -así, el vínculo existente entre el sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la misa- que un protestante no puede llegar a comprender plenamente. Su catolicismo militante se trasluce, sobre todo, en el tratamiento de la figura de María, a quien en todo momento se muestra sabedora y consciente de la misión salvífica de su Hijo. El sufrimiento sereno de la Virgen, que asiste a la inmolación de Jesús con un estoicismo que rehuye la efusión plañidera, depara algunos de los momentos más memorables de la película, también los más originales; pues, aunque Gibson sigue casi al dedillo los Evangelios y las visiones de la monja agustina Ana Catalina Emmerich (1774-1824), se permite algunas licencias creativas que enriquecen y vigorizan el papel desempeñado por María en aquellas horas pavorosas. Pienso, por ejemplo, en esa secuencia en que el Demonio (caracterizado como un ser antropomorfo y andrógino) y la Virgen intercambian, en medio del tumulto que acompaña a Jesús en su vía crucis, una mirada de tenso dramatismo; enseguida comprendemos que el poder de Satanás se detiene ante esta nueva Eva que ha venido para aplastarle la cabeza (Gn 3, 15). Pienso, también, en uno de los momentos más sublimes de la película, en el que María pega el rostro al suelo; un pudoroso movimiento de cámara nos descubre que, justamente debajo de ese lugar, se halla Jesús, aherrojado en una mazmorra: la empatía entre madre e hijo que se transmite en estos fotogramas es de una delicadeza conmovedora. Como lo es, en fin, la escena en la que, a mi juicio, La Pasión de Cristo alcanza la cúspide de la emoción: María, «pálida como un cadáver con los labios casi azules» -así la describe Ana Catalina Emmerich-, presencia una de las caídas de su Hijo, aplastado por el peso de la cruz; entonces Gibson intercala un flash-back en el que Jesús, todavía niño, se pega un morrón mientras corretea, lo que obliga a María a correr a su lado, para consolar su llanto. Ese mismo movimiento instintivo y protector la impulsa a socorrer, tantos años después, al Hijo que va a ser sacrificado; y la transposición de planos temporales logra crear un clima de un patetismo limpio que se nos queda anudado en la garganta.

Otras intervenciones de la Virgen, como aquella en la que se agacha sobre el suelo del pretorio, para limpiar con unos paños -ayudada por María Magdalena- la sangre vertida por Jesús durante la flagelación, poseen una hondura mística que ya encontramos en las visiones de Ana Catalina Emmerich. Este documento, indispensable para la plena comprensión de la película, inspira a Gibson algunos episodios consagrados por la tradición piadosa, pero ausentes en los Evangelios (v. gr., la intervención de la Verónica, la presencia del Demonio en el huerto de Getsemaní, etc.), así como el desarrollo de algunos personajes, como Simón de Cirene, los ladrones Dimas y Gestas y, muy principalmente, Poncio Pilato y su esposa Claudia. La intervención de esta última cobra en la película un protagonismo insólito, influyendo con determinación en el ánimo del titubeante procurador, cuyos conflictos de conciencia adquieren así una dimensión agónica. La conversación que Pilato mantiene con su esposa sobre la naturaleza de la verdad constituye otra de las cumbres de la película, pues acierta a penetrar en la angustia de un hombre que se debate entre la convicción de la inocencia de Cristo y el miedo -nacido del interés- a un veredicto absolutorio.

No podemos dejar de referirnos a las escenas de La Pasión de Cristo que, por su crudeza, han desatado mayor alboroto entre sus detractores, e incluso algunas reticencias entre sus partidarios. Gibson, en efecto, no se recata en la exposición de las sevicias que le fueron infligidas a Jesús; la elipsis no figura entre sus recursos retóricos. Pero esta elección artística no obedece a un propósito de truculenta gratuidad, salvo en un momento concreto y particularmente desafortunado en que se nos muestra cómo un cuervo vacía un ojo al ladrón Gestas. Hemos de partir de una premisa: a las nuevas generaciones, educadas en la explicitud y en el desdén de lo religioso, un tratamiento sugerido o elíptico de la tragedia del Gólgota las hubiese dejado risueñamente indiferentes. Gibson entiende la Pasión en el sentido etimológico de la palabra, como sufrimiento que aflige al espectador; esta vindicación del pathos como instrumento de convicción estética y moral, que hallamos ya en los trágicos griegos, ha estado siempre muy presente en la iconografía cristiana (pensemos, por ejemplo, en la imaginería barroca española). Por supuesto, a quienes prefieran atrincherarse en el descreimiento, estas imágenes les resultarán obscenas; al cristiano, en cambio, le transmitirán -aparte de algún mal trago- un efecto purificador y, a la postre, reconfortante.

La Pasión de Cristo consigue penetrar el misterio de aquel episodio que refundó la Historia y el destino del hombre. Que este logro espiritual se acompañe, además, de unos resultados estéticos más que notables, agiganta el tamaño de la empresa. Prueba irrefutable de este éxito doble la constituyen las invectivas y espumarajos con que la «cristofobia» imperante ha distinguido la película. Para los cristianos, cada vez más vilipendiados en la sociedad contemporánea (como Jesús nos anticipó que ocurriría), la película de Gibson es una invitación a la perseverancia y un refresco de aquellas palabras consoladoras que leemos en el Evangelio de San Mateo: «No tengáis miedo, pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo a la luz; y lo que os digo al oído, predicadlo sobre los terrados». La película de Gibson es una incitación a salir de las catacumbas, una apuesta por la fortaleza y el coraje; nada más lógico, pues, que soliviante y exaspere a quienes nos desean ver cohibidos y cobardones, negando o siquiera ocultando una fe que nos dignifica.

Juan Manuel de Prada, “La vida más inerme”, ABC, 29.III.2004

Leo con tristeza que el Partido Socialista proyecta despenalizar el aborto practicado durante las primeras doce semanas de embarazo. Una vez más, la izquierda vuelve a enarbolar una bandera que refuta los postulados sobre los que se asienta su ideología. Sobre esta paradoja hiriente reflexionaba Miguel Delibes en una compilación de artículos, Pegar la hebra (Destino, 1990), que me permito citar: «En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para éstos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente socialmente avanzada con el culo al aire. Antaño el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Pero surgió el problema del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. (…) Para el progresista, eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, el aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto y, políticamente, era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada».

Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “La vida más inerme”, ABC, 29.III.2004″

Alfonso Aguiló, “Arriesgarse a perder”, Hacer Familia nº 121, 1.III.2004

No hace mucho mostraba Ignacio Sánchez Cámara su inquietud ante la progresión de una nueva leva –o quizá no tan nueva– de falsos héroes, muy aficionados a abrazar causas que ya no es necesario defender, o cuando ya no se corre el menor riesgo al hacerlo. Se sacrifican por los tópicos de moda, dan su vida y su hacienda por lo que no cuesta nada, ni vida ni hacienda. Es un heroísmo de verbena y de guiñol, porque apuestan siempre a caballo ganador.

Se trata de un héroe que es un batallador de causas ganadas, que rema afanosamente a favor de la corriente, finge lágrimas y sudores, exhibe agravios y derrotas, pero nunca paga el menor tributo personal por defender lo que defiende. Del perdedor adopta la estética, digna y abatida. Del ganador toma las cartas y las bazas. Combina la estética de la derrota y la cuenta de resultados de la victoria. Y como en muchos ambientes la exhibición del agravio y de la queja suele ser el mejor camino hacia la victoria, utiliza agravios reales o fingidos para obtener ventaja, para medrar.

Continuar leyendo “Alfonso Aguiló, “Arriesgarse a perder”, Hacer Familia nº 121, 1.III.2004″