Alfonso Aguiló, “Los golpes de la vida”, Hacer Familia nº 75, 1.V.2000

William Shakespeare dejó escrito que no hay otro camino para la madurez que aprender a soportar los golpes de la vida.

Porque la vida de cualquier hombre, lo quiera o no, trae siempre golpes. Vemos que hay egoísmo, maldad, mentiras, desagradecimiento. Observamos con asombro el misterio del dolor y de la muerte. Constatamos defectos y limitaciones en los demás, y lo constatamos igualmente cada día en nosotros mismos.

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Alfonso Aguiló, “Soluciones sencillas”, Hacer Familia nº 74, 1.IV.2000

Se cuenta que en una ocasión Cristóbal Colón fue invitado a un banquete donde se le había asignado, como es natural, un puesto de honor.

Uno de los invitados era un cortesano que se sentía muy celoso con el gran descubridor. En cuanto tuvo ocasión, se dirigió hacia él y le preguntó de forma un tanto altiva: —Si usted no hubiera descubierto América, ¿acaso no hay otros hombres en España que habrían podido hacerlo? Colón prefirió no responder directamente a aquel hombre. Le propuso un juego de ingenio. Se levantó, tomó un huevo de gallina fresco e invitó a todos los presentes a que intentaran colocarlo de forma que se mantuviera en pie sobre uno de sus extremos.

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Alfonso Aguiló, “El control de la ira”, Hacer Familia nº 73, 1.III.2000

Cuando alguien recibe un agravio, o algo que le parece un agravio, si es persona poco capaz de controlarse, es fácil que eso le parezca cada más ofensivo, porque su memoria y su imaginación avivan dentro de él un gran fuego gracias a que da vueltas y más vueltas a lo que ha sucedido.

La pasión de la ira tiene una enorme fuerza destructora. La ira es causa de muchas tragedias irreparables. Son muchas las personas que por un instante de cólera han arruinado un proyecto, una amistad, una familia. Por eso conviene que antes de que el incendio tome cuerpo, extingamos las brasas de la irritación sin dar tiempo a que se propague el fuego.

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Juan Manuel de Prada, “Buñuel”, ABC, 22.II.2000

«Lo he reconocido ya: culturalmente, soy cristiano. Habré rezado dos mil rosarios y no sé cuántas veces habré comulgado. Eso ha marcado mi vida. Comprendo la emoción religiosa y hay ciertas sensaciones de mi infancia que me gustaría volver a tener: la liturgia en mayo, las acacias floridas, la imagen de la Virgen rodeada de luces. Son experiencias inolvidables, profundas». De este modo tan elocuente y rotundo responde Buñuel a Tomás Pérez Torrent y José de la Colina cuando le inquieren por la naturaleza de su obsesión hacia la figura de Cristo. Luis Buñuel, insurrecto creador de poemas visuales, buceador en las alcantarillas del subconsciente, debelador de los códigos morales burgueses, heresiarca que hizo de la más radical libertad imaginativa una suerte de religión, no se recata en declararse, sentimental y culturalmente, católico. En esa añoranza de la emoción religiosa que palpita en los yacimientos sumergidos de su memoria, ¿no se adivina una búsqueda de la inocencia primigenia, similar a la que azuzaba la existencia del «Ciudadano Kane», cuando invocaba el nombre de «Rosebud»? Y, yendo todavía un poco más lejos, ¿no podría entenderse el cine de Buñuel, tan despiadadamente fustigador de la religión, tan socarronamente crítico con las cortapisas sociales que sojuzgan al hombre, tan indagador de patologías y monstruosidades, como una nostalgia de un tiempo en el que aún era posible aspirar el perfume de las acacias floridas? «Mi imaginación está siempre presente y me sostendrá en su inocencia inatacable hasta el fin de mis días. Horror a comprender. Felicidad de recibir lo inesperado», declarará en otra ocasión Buñuel, tratando de expresar el meollo de su poética. ¿No se detecta también aquí una concepción religiosa del arte? En esa vindicación de la inocencia creativa, en esa felicidad que produce lo inesperado, en ese horror a comprender, ¿no se están enumerando las condiciones que hacen posible el milagro? Despachar la obsesión religiosa de Buñuel con el calificativo de «blasfema» constituye una banalidad intolerable. El cura quijotesco de Nazarín que, impulsado por una locura divina, trata de extender el evangelio y se topa con la incomprensión de pobres y ricos (los primeros, porque necesitan un consuelo más efectivo; los segundos, porque lo consideran un subversivo peligroso), no personifica tanto una burla de la religión como un sarcasmo desolado ante la inutilidad de una misión que se tropieza con la oposición del hombre. Algo parecido ocurre en Simón del desierto, donde el anacoreta que vive encaramado en una columna ejecuta con rutinaria normalidad el milagro de devolverle las manos a un amputado; lo primero que hará el beneficiario del milagro es propinarle un mojicón a su hijo. La ferocidad de Buñuel no cuestiona la intromisión de lo sobrenatural, sino la intrínseca maldad del hombre, que hace estéril el milagro y lo aprovecha para consolidar una relación de dominio.

Las irreverencias y ultrajes de la religión católica que recorren la filmografía buñueliana se engloban dentro de un proyecto sistemático de pisotear las convenciones sociales. En La edad de oro, Buñuel no desdeña el sacrilegio, pero tampoco la impiedad (un ciego es pateado por el protagonista) ni el pavoroso crimen: cuando el protagonista y la hija de un marqués alcanzan el orgasmo, mientras se chupetean los dedos de los pies y se clavan las uñas en los ojos hasta hacerse sangrar, gritan con exultación: «¡Qué alegría haber asesinado a nuestros hijos!». Todo este carrusel de atónita barbarie rechaza una lectura literal: Buñuel no profiere «un apasionado llamamiento al crimen» (otra de sus célebres boutades que tanto han contribuido a trivializar la comprensión de su obra), sino un desesperado grito de rebelión social. En La edad de oro, como en todo el cine de Buñuel, la irreverencia adquiere un sentido metafórico y liberatorio, una fuerza subversiva y catártica: el hombre tiene que desprenderse de atávicas hipocresías si desea conquistar su libertad plena, ese residuo indómito que sepultan las plurales formas de dominación instituidas por la sociedad.

Este ímpetu de catarsis y subversión que guía el proyecto estético de Buñuel se confabula con una suerte de despiadado escepticismo. Buñuel, en su descreimiento amargo y corrosivo, niega al hombre toda posibilidad de salvación y desdeña la misión redentora de Cristo, suplantando su figura por la de un ciego lujurioso y voraz, en aquella célebre secuencia de Viridiana donde se parodia la Última Cena de Leonardo. El sacrificio de la Cruz se perfila así como una quijotada baldía, tan baldía como los milagros de los anacoretas o la aparición providencial de los restos de un avión, en La muerte en el jardín; cuando el sacerdote que forma parte de la extenuada expedición agradece a Dios ese signo de misericordia que les permitirá abastecerse con los víveres que encuentren, otro de los miembros de la expedición le recordará, con apabullante brutalidad, que para lograr su salvación, antes Dios ha tenido que adjudicar la muerte al puñado de inocentes que viajaban en ese avión.

Este sarcasmo teológico tiene la fuerza de una increpación dirigida contra el mismo Dios. Una intención similar anima esa gran parábola religiosa que es La vía láctea. La cita que ilustra la película («No he venido a la Tierra para traer la paz, sino la espada») adquiere una resonancia ominosa a medida que se desgrana ante nosotros un rosario de episodios signados por la destrucción y el triunfo de la muerte. Pero aún en medio de tanto caos, Buñuel nos ofrece una última lección de perplejidad: los episodios que se refieren al peregrinaje de los mendigos protagonistas componen un repertorio de herejías y bacanales y heterodoxias; en cambio, los episodios dedicados a la vida de Jesús, lejos de participar de la mistificación, se revisten de una fidelidad casi documental a los Evangelios, dejándonos en el paladar un regusto ambiguo. El mismo que ese episodio final de la película, paradójico y socarrón, en que Jesús devuelve la vista a dos ciegos; cuando esos ciegos tienen que salvar una zanja que se interpone en su camino, uno de ellos lo hará limpiamente, mientras el otro tantea con el bastón, inseguro del terreno que pisa.

Buñuel, una vez más, no niega el misterio, pero cuestiona su eficacia y su capacidad redentora. El humor impío y burlón que clausura La vía láctea no logra anular la sospecha que, una vez más, emerge ante nosotros: quizá a ese ciego que libró el obstáculo de la zanja lo guiase el mismo perfume de acacias florecidas que a Buñuel le traía reminiscencias de la niñez. Llegados a este punto de desconcierto y estupor, sólo nos queda recordar aquellas palabras de reproche que Régis Debray le dirigió a Buñuel, mientras lo zarandeaba con despecho: «No lo soporto a usted, Buñuel. Gracias a usted la gente sigue hablando de la Santísima Trinidad y de la Inmaculada Concepción de María. Usted ha mantenido viva toda la cultura del catolicismo con sus malditas obsesiones. ¡Yo le detesto, Buñuel!». Nosotros, en cambio, lo amamos arrebatadamente.

Alfonso Aguiló, “Corresponder”, Hacer Familia nº 72, 1.II.2000

«Mi madre —me decía hace ya tiempo un buen padre de familia— es muy absorbente. Y siento tener que decir que desde que la hemos traído a casa hemos empezado a tener un montón de problemas nuevos.

»Tiene setenta y ocho años y está bastante enferma. Y la enfermedad le afecta ya un poco a la cabeza, y se ha hecho bastante absorbente, como te decía, por no decir que a veces —con perdón— está insoportable.

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Juan Manuel de Prada, “Condones transversales” (preservativos en el aula), ABC, 12.II.2000

Hace ya algunas semanas, los padres de alumnos matriculados en el cuarto curso de ESO en un instituto del madrileño Barrio del Pilar recibían una carta. En ella se especificaba que unos voluntarios de la Cruz Roja, con la connivencia del Ministerio de Sanidad, se disponían a impartir a sus vástagos unas clases en horario lectivo. Los discípulos de Florence Nightingale incluían en su ambicioso temario anzuelos tan convincentes como la bulimia y la anorexia, pero ya advertían que el grueso de sus enseñanzas atañían a la educación sexual. El desquiciamiento pedagógico que sufrimos hace posibles estas paradojas grotescas: nuestros jóvenes abandonan las aulas sin tener ni puñetera idea de su ubicación en el mundo, pero en cambio se les informa exhaustivamente sobre sus coordenadas genitales. Hasta hoy, una de las muestras más inequívocas de orfandad cultural era la propensión a contemplarse el propio ombligo; a partir de ahora, esa propensión descenderá hasta las partes pudendas. Como se ve, algo hemos progresado, aunque sea hacia abajo.

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Juan Manuel de Prada, “RU-486”, ABC, 10.II.2000

Acabo de escuchar en la radio un comentario radiofónico que no sé si calificar de calumnioso o felón. Alguien glosó el editorial que ABC dedicaba ayer a la RU-486, esa píldora que parece bautizada por Karel Capek; en ese editorial se lee que la píldora en cuestión «transmite la imagen de un aborto fácil y sin riesgos». El rudimentario escoliasta, después de calificar el editorial de «alucinado», profirió: «A lo que se ve, ABC prefiere un aborto difícil y con riesgos». Cualquiera que haya leído sin anteojeras la pieza citada sabe que lo que ABC defendía ayer era la necesidad de solucionar los conflictos que sufren las mujeres embarazadas mediante recursos menos retrógrados que el aborto. Lo que ABC defendía y vindicaba era la vida, principio rector de cualquier ordenamiento jurídico civilizado, y lo hacía con elocuencia diáfana. Pero ya se sabe que quienes esgrimen la bajeza moral como único argumento no reparan en transparencias y diafanidades: su hábitat natural es el agua revuelta del fango, donde siempre es más fácil recolectar algún pececillo confundido con el anzuelo de la demagogia. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “RU-486”, ABC, 10.II.2000″

Juan Manuel de Prada, “Aborto progresista”, ABC, 5.II.2000

Más execrable que el crimen del aborto me resulta la anuencia sorda, la complicidad cetrina de una sociedad que lo acepta como un mal menor, o incluso como un remedio benéfico. Una sociedad capaz de convivir silenciosamente con su oprobio es una sociedad enferma; si, además, ese oprobio se erige en mercancía de chalaneo electoral, quizá debamos preguntarnos si esa sociedad no está demandando una autopsia urgente. Vuelvo a referirme al aborto, esa incalculable abyección moral, desoyendo los consejos de mis editores, agentes y demás promotores de mi carrera literaria, que me solicitan que calle y me lave las manos, para no crearme rencillas y animadversiones. Cuando me adjudicaron el premio Planeta, varias revistas culturales propagaron mi beligerancia contra el aborto y solicitaron a sus lectores que no compraran los libros de alguien que se atrevía a pronunciar tamaña inconveniencia. Al parecer, denunciar la condición criminal del aborto constituye un síntoma de adhesión a la «derecha ultramontana»; lo progresista es acatar la barbarie, bendecirla o al menos transigir pudorosamente con ella, como si la barbarie fuese algo que no nos atañe, como si el aire que respiramos no estuviese infectado con sus miasmas. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Aborto progresista”, ABC, 5.II.2000″

Juan Luis Lorda, “La desinformación religiosa”, Ecclesia, 29.I.2000

El jubileo del año 2000 vino acompañado de muchas cosas buenas y algunas malas. No todo en el monte puede ser orégano. Entre los males crónicos que padecemos, está el de la desinformación religiosa, que es muy persistente en nuestro país, y que, a base de repetirse, ha conseguido imprimir en las conciencias imágenes muy negativas de la Iglesia y algunos sonoros prejuicios sobre el mensaje cristiano.

Al aumentar el cúmulo de noticias con ocasión del jubileo, se activaron los resortes y pudimos asistir, durante semanas, a una especie de tiro al plato, donde se mostraron los tics que tiene cada medio. Me parece útil poner algunos de relieve. Pero sin adoptar una actitud beligerante, porque no va con lo que tiene que ser la evangelización, cuyo signo principal es la caridad. La caridad exige una opción por la inocencia (es mejor pasarse por bienintencionados), y por la indefensión que supone perdonar (el heroísmo de ceder en lo propio y esperar la conversión ajena). Con todo, el Señor nos ha dado la inteligencia también para que pensemos y ofrezcamos una justa resistencia al daño injusto.

El nuestro es un país con un movimiento intelectual discreto. Aunque ha crecido levemente en los últimos años, el panorama oficioso del pensamiento y del ensayo se resume y se consume en dos o tres figuras, que ya han dicho lo que tenían que decir, y en una o dos que están empezando a decir algo. Aparte del debate político, que no es particularmente atractivo, los editoriales de la prensa se dedican al comentario ocurrente de anécdotas circunstanciales. No hay grandes temas, y los religiosos son frecuentemente maltratados por una desinformación, que raramente ofrece un diálogo inteligente o enriquecedor. Si no fuera por el poder que tiene para conformar la opinión pública, no merecería atención.

Sin necesidad de grandes análisis, es patente que la desinformación religiosa en la prensa española se puede encuadrar en dos tipos de medios. De un lado, la prensa de cuño ilustrado; de otro, la de aire libertario. Al describir los dos tipos, destacaré algunos rasgos. Y se me permitirá que los trate con cierto desenfado. Es por dar amenidad al texto. Y también para no convertir el tema, que, en el fondo, es bastante doloroso, en un alegato.

La prensa libertaria Empezaremos por el segundo tipo, que es más elemental. La prensa de aire libertario se caracteriza, sobre todo, por ser frívola. Carece de proyecto intelectual, fuera de una genérica opción por la libertad de costumbres. Todo lo demás no parece importarle gran cosa. Le gustan los tonos sensacionalistas y no se toma en serio más que a sí misma. Cree estar en la cresta de la ola y, asumiendo una tradición surrealista bastante demodée, piensa que hacer cultura consiste en sorprender con alguna que otra “transgresión” (a estas alturas). Se considera al margen de la cultura cristiana y procura marcar las distancias, cuando hay ocasión, con alguna salida de tono. Tiende a ridiculizar lo religioso, y se regocija cuando las circunstancias le ofrecen algún pequeño escándalo sexual o financiero. También rastrea todo lo escabroso que se puede recuperar de la historia. Pero lo hace con la intención de llenar los dominicales y entretener al lector. No busca el lado más anticlerical, sino el más morboso.

No tiene posicionamientos ideológicos claros, sino más bien vitales, y se le nota un aire posmoderno, de estar de vuelta. Por eso, el tratamiento de lo religioso tiende a ser errático. No le importa recoger manifestaciones religiosas auténticas, siempre que sean curiosas y entretenidas. Y muestra un cierto escrúpulo de conciencia cuando trata, generalmente bien, las realizaciones sociales de la Iglesia. También suelen caerle simpáticos los personajes en distancia corta, en entrevistas, etc. En cambio, muestra recelos instintivos hacia la institución tomada en general (la Iglesia, la autoridad, la curia romana, la conferencia epicopal, el Magisterio). Y tiene un tic agudo que lo caracteriza, que es la hipersensibilidad hacia la moral sexual católica. Aquí sí que no dejan pasar una y la respuesta suele ser airada.

El tema de la homosexualidad, en particular, es el callo que no se puede rozar. Y, a falta de otros, actúa como insignia del carácter libertario. Las cuestiones ecológicas o el reiterativo discurso en favor del relativismo total (ideológico, cultural, religioso, científico…), puede servir para ponerse algo de color en la camiseta, pero el tema sensible -a juzgar por las reacciones- es el otro. En círculos concéntricos la hipersensibilidad se extiende hacia toda la doctrina de la Iglesia sobre la familia, la bioética y la paternidad o maternidad. Aunque el panorama demográfico en España pide a gritos una acción responsable en este terreno, esta prensa no tolera bien la institución familiar, con sus niños gritones, sus hogares acogedores, sus cumpleaños felices, sus sonrisas tiernas y sus cándidos belenes. Y se le escapan pellizcos y puyas no siempre inocentes. Gide dijo en una ocasión “familias, os odio”. Pues lo mismo, pero en menos. Los encantos de la “familia feliz” y el “hogar, dulce hogar” les ponen a cien. Debe de ser un tic de solteros.

Les gusta coquetear con el mundo de la droga, siempre tratado con cariñosa indulgencia, aunque los datos clínicos obligen en esto a un inevitable realismo y moderación. Lo libertario, como las borracheras, trae siempre a cuestas el problema de la resaca, cuando uno se tropieza con el dolor de cabeza, y, al cabo de unos años, con la cirrosis. Como vivimos en un mundo real, los actos libres (la droga, el sexo, el desenfado, el escapismo y la vida misma) tienen efectos reales, muchas veces no deseados. Es bonito jugar a vivir liberado, pero, en algún momento, hay que fregar los platos que se han manchado y recoger los trozos de los que se han roto. De esto no tiene culpa el cristianismo. Son las leyes de la realidad. Y a la Iglesia le toca el feo o hermoso papel -según se mire- de recordar las leyes que creemos reveladas por el Creador. Y molesta. Por muy suave que se quiera decir, la Palabra de Dios se recibe en este contexto como una bofetada moral. En esto se resume todo.

La prensa de corte ilustrado La otra prensa -de corte ilustrado- presenta una fisonomía muy distinta. En primer lugar, se considera seria, y tiene una alta opinión de sí misma y de su papel en la sociedad moderna. Arroja sobre sus hombros la tarea de ser el faro y guía intelectual del progreso. Se considera la conciencia laica del país y, desde que la izquierda se decolora (perdiendo el rojo), sostiene los ideales de la Ilustración francesa. Esto le da el tono dignamente aburrido de los viejos tribunales de justicia, llenos de estatuas a la libertad y el progreso. Celebra con religiosa unción las efemérides ilustradas y mantiene el culto sagrado de lo público. Esta repetición de clichés le producen un hieratismo un tanto cómico. Y quizá por el peso de la propia tradición izquierdista, no acaba de encontrar la postura para integrar los nuevos aires liberales que, por las leyes de la simetría ideológica (casi tan certeras como las de la óptica), le correspondería adoptar.

Mientras en la prensa libertaria, podría hablarse de una desinformación errática, aquí se trata de una desinformación sistemática. Para esta prensa, la cuestión religiosa no es una más, sino que es un punto sensible de su proyecto cultural, y casi el único que le queda claro después de diez años de derivas, distanciamientos y decoloraciones apresuradas. Remontándose a los puntos de partida de su tradición ideológica, asume que el mayor mal de la historia ha sido el oscurantismo religioso. En consecuencia, considera un deber y un alto honor combatirlo. Esto le da un horizonte y una tarea, además de disculparle veleidades de juventud. Defienden que progresar es lo mismo que perder la fe cristiana, aunque no saben bien qué parte, porque no se hacen idea de la hondura de sus propias raíces.

Es una cruzada en toda regla basada en una creencia: lo religioso y, sobre todo, lo católico es, por su propia naturaleza, contrario al progreso de la humanidad: es decir, al crecimiento de la ciencia y al despliegue de la libertad. Es un principio que los datos reales, quiéranlo o no, tienen siempre que confirmar. Y se trabajará para que así sea. El enfoque y las manifestaciones de la religiosidad católica han cambiado mucho en el último siglo. Pero cuando la miran no ven lo que hay, sino lo que debería haber de acuerdo con este principio.

Por eso, sacan constantemente del baúl de los recuerdos, los argumentos, ya apolillados, que seleccionó la tradición laicista y anticlerical francesa. Y, con ocasión y sin ella, entrando en el siglo XXI, te recuerdan las antiguas cruzadas, las guerras de religión, el juicio de Galileo o la actuación represiva de la inquisición, como si acabaran de suceder y no se hubiera hecho otra cosa en la historia. Que San Juan de la Cruz haya podido convivir con la Inquisición y que sea un testimonio cristiano mucho más auténtico, da lo mismo; puestos a mentar, lo que se mentará hasta el agotamiento, será la Inquisición, sin ninguna preocupación por los matices históricos. Son argumentos importados y apenas traducidos, ni siquiera tienen los tonos locales que cabría esperar. Por ejemplo, la Inquisición es una institución española y, con la enorme documentación que poseemos, podría dar lugar a ejemplos más sangrantes que Galileo, porque, en este país ojerizas ha habido siempre muchas. Pero no les interesa la historia. Prefieren los estereotipos. La única diferencia con otras naciones es que aquí, en general, no se usa la referencia a los horrores de la Conquista de América. Se ve que el público español todavía venera este asunto y le sabe malo que se lo sustraigan. Con estos argumentos, llevamos dos siglos y medio, y todavía se pueden leer en la prensa diaria, no menos que una vez por semana. Todo lo demás que la Iglesia haya hecho o esté haciendo ahora no importa en absoluto. La imagen viene dada por el baúl.

Siendo la religión católica tan nefasta, necesariamente hay que suponer intenciones torcidas en sus representantes, parezca lo que parezca. Es un segundo principio. Así, hay que explicar la actuación del Papa, de la curia romana, de los obispos y, aún de todos los clérigos, por el afán de conquistar poder y dinero. No se puede conceder que sean bienintencionados y que, en realidad, quieran el bien de la gente. Pueden ser obsesos o tontos, pero buenos no. Hay que representárselos, contra toda evidencia, como gente ávida de dinero y sedienta de poder. Y los demás, como ovejas ignorantes y crédulas. Esto se sugerirá siempre que se tercie. Lo han convertido en una cláusula de estilo. Podría parecer un chiste si no fuera porque no hay día en que no aparezca por escrito.

Infinitamente aburrido, porque el repertorio es terriblemente recurrente. En cuanto se sigue con atención su manera de dar las noticias religiosas, se notan todos los tics y se cazan todos los trucos de esta prensa.

No dejarán de reseñar en lugar destacado todo lo que resulte grotesco, lo que huela a superstición, lo que parezca anacrónico en las manifestaciones religiosas. Personajes estrafalarios, fiestas recónditas, prácticas ancestrales que han fosilizado en alguna esquina: todos y todas encontrarán sitio preferente y merecerán titulares. Además de destacar los escándalos financieros y sexuales de eclesiásticos, que, tal y como es la condición humana, inevitablemente salpican la vida de la Iglesia, a veces, menos de lo que cabría esperar. También encontrarán lugar, por supuesto, todos los opositores, los tránsfugas, y los problemáticos. Y toda persona a quien la autoridad eclesiástica recrimine algo, se convertirá, por eso mismo, en un héroe; y tendrá espacio a su disposición mientras se anime a discrepar y ser suficientemente ácido. Tampoco les importa abrir la mano a otras opciones religiosas, con tal que resulten alternativas a lo católico; pero sin pasarse, sin perder la compostura laicista.

Probablemente consideran de mal gusto dar relevancia a ningún intelectual cristiano del pasado o del presente. La tesis de partida es que lo cristiano tiene que ser contrario a la ciencia y el saber, de manera que, por definición, no puede existir ni pensamiento cristiano ni pensadores cristianos. Así es que o se ignora completamente el pensamiento o al pensador o, si se le menciona, se omite que es cristiano. Son del dominio público algunas clamorosas y persistentes omisiones. Claro es que, al destacar héroes y levantar pedestales, han que andarse con tiento. Por una ironía del destino, el principal ilustrado español, Jovellanos, recientemente recordado en el discurso de entrada a la Academia de un eminente periodista, era un hombre de Misa casi diaria, como deja constancia en sus diarios. Jovellanos podría ser el modelo local y razonable para reconciliar ilustración y fe. Pero cuando lo recuerdan, suelen olvidar la otra mitad y lo dejan como el vizconde demediado de Calvino.

Y cuando no queda otro remedio que dar la noticia, cuando lo religioso mismo es noticia, se buscará el ángulo que menos le favorezca. Entonces empieza la elaboración y el cocinado del material. Todo un arte. Primero se reduce el mensaje al mínimo. Después, se piensa el modo de mentar los móviles torcidos (el poder y el dinero) y de recordar el pasado descalificador (la inquisición). Se da voz a los que piensan lo contrario. Se recogen todos los detalles peregrinos, absurdos o antipáticos. Y se escogen las fotos más grotescas. Si se toma uno la molestia de recorrer cómo ha tratado esta prensa los viajes del Papa, comprobará que, con la sola excepción de Cuba -donde no supo situarse- y con una insoportable monotonía, el procedimiento ha sido siempre el mismo: acusaciones de protagonismo y de gastos excesivos; recuerdo sesgado de las circunstancias históricas más dolorosas; amplia atención a voces descontentas; recopilación de detalles chuscos; y selección de fotos peregrinas. Un alarde de manipulación de materiales. Todo, menos dejar sitio al mensaje y a la intención religiosa. Esto, por decoro, no se lo harían al Presidente del gobierno, pero, sin decoro, se lo hacen al Papa.

Por escoger otro ejemplo más cercano. El el 26 de diciembre pasado, uno de los principales medios de este país, recogía la noticia de la inauguración del jubileo del año 2000, en la noche de Navidad. La noticia era inevitable, pero pasó por la cocina. Tras poner en primera página una rara foto del Papa de espaldas y arrodillado, dedicó al asunto dos artículos en la sección de religión. El primero hablaba del jubileo como un montaje televisivo. Y el otro, de lo que costaban los coches del Vaticano, remontándose a los Mercedes que usaba Pío XII. Del mensaje y del significado del jubileo, de la renovación espiritual, de las opiniones del Papa, de los 2000 años de Jesucristo, apenas una furtiva línea; todo lo demás, adobo. Muestra representativa del taller y pequeña joya del arte de la desinformación religiosa. Habría que pensar en un museo para reunir la colección.

Conclusión Así estamos. No es muy alentador, pero así estamos. Un proyectil tras otro, con un bombardeo insistente y monótono que recuerda las trincheras de Verdún. Y fuego a discrección cuando se acerca algún acontecimiento, como ha sucedido con ocasión del milenio. Pero no podemos acostumbrarnos. Por un lado, no se debe permitir que este bombardeo penetre en las conciencias y, a base de no reaccionar, solidifique creando un estado de opinión. Pues el que calla otorga. Por otro, tampoco se puede reaccionar de cualquier modo, porque somos cristianos.

No se trata de plantear una batalla entre los buenos y los malos. Porque tal distinción es imposible hasta el final de los tiempos, y la hará, como quiera, nuestro Señor Jesucristo. Mientras, en lo que nos toca ver y podemos juzgar, ni los buenos son tan buenos ni los malos tan malos. Los eclesiásticos y, en general, todos los cristianos tenemos que vivir en la incómoda situación de ser portadores de un mensaje maravilloso que nos excede. Es lógico que los que no son o no quieren ser cristianos perciban el efecto grotesco. Es la base inevitable de la mofa anticlerical. No vamos a decir que estamos a la altura de los ideales que proclamamos. Y no vamos a hacer como si lo estuviésemos. Sólo los vemos realizados – y aún no plenamente- en los santos. Esta paradoja en la que vivimos es una invitación a la sinceridad, a la autenticidad, y, antes que nada, a la humildad.

Tampoco vamos a decir que todos nuestros antecesores eran santos, que reflejaron bien el mensaje de Cristo y que no habido malentendidos dolorosos. El fin del milenio ha sido ocasión de reconocer culpas pasadas. Pero el inicio del nuevo es la ocasión de relanzar la evangelización. No podemos renunciar a difundir el mensaje de Jesucristo, que es luz que ilumina y sal que da sabor a la vida. Y no debemos permitir que lo desvirtúen injustamente a fuerza de frivolidad o de maniobras intelectuales. Al inicio del tercer milenio, tenemos la responsabilidad de vivirlo y darlo a conocer a nuestros contemporáneos. Primero, con nuestro testimonio, humilde y sincero; también con nuestra palabra, igualmente humilde y sincera. Entre otras cosas, hay que buscar el modo de parar este absurdo cañoneo, que nos tiene como agazapados y que da lugar a una situación tan surrealista en la vida intelectual española. Tenemos un milenio por delante para encarar el problema. Quizá hay que montar el museo; y pedir más honestidad con Dios y con los hombres. La tela que venden es, en mucha parte falsa, y los que se visten con ella quedan, en mucha parte, desnudos. Hay que decirlo por amor a la verdad.

Alfonso Aguiló, “Felicidad y dinero”, Hacer Familia nº 71, 1.I.2000

En una entrevista a la multimillonaria Barbara Hutton, un periodista se dirigió a ella comenzando con la típica frase hecha: “Aunque sabemos que el dinero no da la felicidad, díganos, por favor…”. La entrevistada no le dejó terminar: “Oiga, joven, ¿pero quien le ha dicho a usted esa tontería?”.

Aunque haya infinidad de dichos populares que sostienen que el dinero no asegura nada, es frecuente ver que luego en la vida práctica son pocos los que se lo creen. La respuesta de aquella mujer, y lo cortado que debió quedarse el entrevistador, son un buen reflejo de ello.

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