Christine se asombra de lo fácil que le resulta de pronto la conversación. Algo se estremece bajo su piel. ¿Quién soy yo de hecho, qué me está pasando? ¿Por qué puedo hacer de pronto todo esto? ¿Con qué soltura me muevo, y eso que siempre me decían que era rígida y patosa? Y con qué soltura hablo, y supongo que no digo ninguna ingenuidad, porque este caballero tan importante me escucha con benevolencia. ¿Me habrá cambiado el vestido, el mundo, o lo llevaba todo dentro y sólo carecía de valor, sólo estaba siempre demasiado atemorizada? Mi madre me lo decía. A lo mejor no es todo tan difícil, a lo mejor la vida es infinitamente más ligera de lo que creía, sólo hay que tener arrojo, sentirse y percibirse a sí misma, y la fuerza acude entonces de cielos insospechados. (Stefan Zweig, “La embriaguez de la metamorfosis”)
Mes: septiembre 2007
Dónde se ganó la batalla de Waterloo
El general Wellington, tiempo después de haber vencido a Napoleón, quiso volver a Inglaterra a ver la academia militar donde había estudiado y se había preparado. Todos los cadetes le observaban con admiración. Al final, se dirigió a ellos y les dijo: “Mirad, aquí fue dónde en realidad se ganó la batalla de Waterloo”.
La catedral de Astorga
La construcción de la catedral de Astorga fue una fuente de enormes quebraderos de cabeza para Antoni Gaudí.
Llegó el momento de montar el triple arco abocinado del pórtico. Media ciudad llenaba los alrededores de las obras contemplando a Gaudí que, arrebatado, dirigía la operación. Arquitectos y académicos de toda España esperaban con sonrisa irónica el resultado de aquella locura.
Las dovelas se derrumbaron. Gran alegría para muchos. Se reinició el trabajo y volvieron a caerse. Al anochecer se inició por tercera vez y un fuerte vendaval derribó los arcos. Era el desastre. Lejos de amilanarse, Gaudí dejó el puesto directivo y con sus propias manos, desollándose y con la ayuda del operario Luengo, rehizo los arcos. Después de poner la última piedra, arquitecto y albañil, exhaustos y ateridos, se fundieron en un emocionado abrazo. Las manos ensangrentadas dibujan una rosa en la nieve.
Tomado de Álvarez Izquierdo, “Gaudí”.
Si no hay viento…
Un turista ve a un chico recostado bajo un olivo y se acerca para charlar. “Oye, aquí…, ¿cómo recogéis la aceituna?”. “Pues extendemos una lona debajo, y luego viene el viento y las tira, y yo las recojo y las vendo”. “¿Y si no hay viento…?”. “Pues mal año”.
Samuel Alexander Armas: Un gran gesto cuando era un feto de 21 semanas
Foto de un niño con espina bífida se convierte en nuevo estandarte de la causa pro-vida.
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Juan Diego Cuauhtlactoatzin: El milagro de la Virgen de Guadalupe
Cuauhtlatoatzin era el nombre indígena de Juan Diego, que nació en 1474. Entre 1524 y 1525 se convirtió al cristianismo y fue bautizado junto con su esposa por el misionero franciscano Fray Toribio de Benavente.
El 9 de diciembre de 1531, diez años después de la toma de la ciudad de Tenochtitlán, actual ciudad de México, al atravesar el cerro llamado Tepeyac para escuchar la Palabra de Dios, recibió la primera aparición de la Virgen, en el lugar ahora conocido como “Capilla del Cerrito”. La Virgen María le habló en su idioma, el náhuatl, utilizando términos preñados de cariño: “Juanito, Juan Dieguito”, “el más pequeño de mis hijos”, “hijito mío”.
Las apariciones se repitieron cinco veces, hasta el 12 de diciembre. En ese día, dado que su tío estaba gravemente enfermo, Juan Diego salió a México para buscar un sacerdote. Rodeó el cerro para que la Virgen no lo encontrara. Pero ella salió a su encuentro; lo tranquilizó de la enfermedad de su tío: “Te doy la plena seguridad de que ya sanó”. Y le dijo que recogiera unas flores: “Hijito queridísimo: estas diferentes flores son la prueba, la señal que le llevarás al obispo. De mi parte le dirás que por favor vea en ella mi deseo, y con eso, ejecute mi voluntad”. El deseo de la Virgen era la construcción de un santuario en su nombre.
En la casa del obispo Fray Juan de Zumárraga, al pedirle éste un signo que probara la voluntad de la Virgen, Juan Diego mostró las rosas que llevaba en su tilma (manta de algodón de la vestimenta india). Al tiempo que se esparcieron las diferentes flores (era pleno invierno, una época en la que no hay rosas), apareció de improviso en la tela la venerada imagen de María. La tela sigue siendo estudiada por científicos sin encontrar una explicación sobre cómo se pudo imprimir la imagen.
Estos extraordinarios acontecimientos desempeñaron un papel decisivo en la conversión de la población india, que en un primer momento encontraba grandes problemas para abrazar el Evangelio. En los diez años anteriores a la aparición, los misioneros y franciscanos habían convertido al catolicismo a unos 300.000 indígenas en México, mientras que tras el 1531 en sólo 7 años se convirtieron 8 millones de personas.
El milagro para la canonización El 6 de mayo de 1990, en el mismo momento en el que el Santo Padre proclamaba beato a Juan Diego, un milagro cambió la vida del entonces veinteañero Juan José Barragán Silva. Este chico consumía marihuana desde hacía cinco años. Aquel día, exasperado y bajo el efecto de la droga, cogió un cuchillo y se hirió ante su madre. Luego, sangrando, fue al balcón para tirarse. La madre intentó sujetarlo por las piernas pero él logró soltarse y se tiró de cabeza. Sin esperanzas, el joven fue llevado al hospital Durango de la Ciudad de México, donde fue acogido por el departamento de terapia intensiva.
El profesor J. H. Hernández Illescas, considerado uno de los mejores especialistas a nivel internacional en el campo neurológico, junto a otros dos especialistas, ha definido este caso como “insólito, sorprendente e inconcebible”. También ha sido inexplicable para todos los peritos médicos a quienes se les pidió el parecer. Considerando la altura desde la que se precipitó el joven (10 metros), su peso (70 kilos), el ángulo de impacto (70 grados), se ha calculado que la caída ocasionó una presión equivalente a dos mil kilos. Sin embargo, después de tres días, de manera instantánea e inexplicable, Juan José se curó completamente. Los exámenes sucesivos confirmaron que no tenía secuelas ni neurológicas ni psíquicas, por lo que los médicos definieron su curación como “científicamente inexplicable”. A juicio de los peritos médicos la muerte debía haber sido instantánea, y quienes sobreviven a este tipo de accidentes quedan gravemente discapacitados.
La madre del muchacho, Esperanza, ha contado que justo cuando el joven estaba cayendo lo encomendó a Dios y a la Virgen de Guadalupe. Invocando a Juan Diego dijo: “Dame una prueba… ¡Sálvame a este hijo! Y tú, Madre mía, escucha a Juan Diego”.
Un modelo de inculturación de la fe Al canonizar al indio Juan Diego, Juan Pablo II lo propone como modelo de inculturación. Así lo explica en esta entrevista el padre Fidel González Fernández, rector de la Universidad Pontificia Urbaniana de Roma, historiador y experto en la figura del nuevo santo.
–¿Por qué se llega a la canonización de Juan Diego 454 años después de su muerte? — Diría que por tres motivos. En primer lugar, porque la legislación canónica, establecida en tiempos de Urbano VIII, con exactitud en 1635, desanimaba la introducción de procesos de canonización en general. Las pocas causas que se iniciaban se referían a grandes fundadores de institutos u obras religiosas o a grandes figuras, muchas veces apoyadas por las monarquías o por otras autoridades religiosas. En segundo lugar, la corona española no era favorable a introducir causas de canonización. Por último, hay que tener presente que Juan Diego era indio. En el pasado, se introducían las causas de grandes fundadores, como san Ignacio de Loyola, de grandes misioneros, como san Francisco Javier, y de grandes místicos, como santa Teresa de Jesús… Pero a nadie se le ocurría iniciar la causa de canonización de un indio.
–El fenómeno guadalupano ha sido concebido por algunos más bien como un símbolo. Con la canonización, recupera su carácter histórico.
–El fenómeno guadalupano, como hecho histórico, no tuvo discusión durante tres siglos, hasta el XVIII. En la época de la independencia de México –momento en que la población pedía la intercesión de la Virgen de Guadalupe–, un español, Juan Bautista Muñoz, prefirió interpretar la aparición como un mito. Más adelante, con el liberalismo y el positivismo histórico, muchas cosas se pusieron en duda y algunos comenzaron a reducir el acontecimiento guadalupano a un símbolo. Hoy, la documentación histórica a nuestra disposición nos lleva a dar la razón a quienes en el siglo XVII analizaron jurídicamente los hechos hasta lograr también la verificación histórica.
–¿Cuál es el mensaje de Juan Diego y de nuestra Señora de Guadalupe? –El mensaje es muy sencillo. Nuestra Señora se presenta como la «Madre de aquél a través del cual se vive», que es una expresión empleada en las antiguas tradiciones indígenas para definir al Dios creador, omnipotente. La maternidad de María, por lo tanto, quiere abrazar y acoger entre sus brazos a toda la humanidad, bajo el signo de la presencia de Cristo encarnado en su seno, para hacer descubrir a los hombres el propio rostro, la propia dignidad de hijos de Dios y de hermanos entre ellos.
Confirmación de las investigaciones históricas Juan Diego se dirigía al catecismo a uno de los conventos franciscanos entonces existentes en la Ciudad de México. Las apariciones sucedieron en el lugar llamado Tepeyac, un cerro conocido por un culto idolátrico precedente o por estar unido a la veneración de una deidad mexicana, de aquí las fuertes oposiciones inmediatas y por largo tiempo de algunos misioneros. La Virgen pidió al obispo Fray Juan de Zumárraga, a través del vidente, la construcción en aquel lugar de una ermita, una «morada» en honor de su Hijo, y que sería lugar de acogida y de consuelo para todos los afligidos.
El lugar de las apariciones se convierte inmediatamente un centro de peregrinación de indios y españoles, fomentado especialmente por los arzobispos de México, a partir del segundo y sucesor de Zumárraga, el dominico Montúfar. El centro de la atención y veneración de los fieles será la imagen de la Virgen estampada en la tilma del indio Juan Diego. Este «icono» de la Virgen es el que se venera hoy en la Basílica de Guadalupe.
El códice Escalada, descubierto en 1995, ofrece los datos fundamentales relativos al acontecimiento Guadalupano, al vidente Juan Diego y a la fecha de su muerte. Aparece además claramente pintada la aparición a Juan Diego, en un ambiente montañoso y de vegetación árida esteparia típica del Tepeyac, recuerda Fidel González.
Origen y vida de Juan Diego Cuauhtlactoatzin Se calcula que Juan Diego nació hacia 1474 en el pueblo de Cuautitlán, perteneciente al señorío de Texcoco. La tradición y otros documentos sitúan la fecha de su muerte en 1548. El núcleo de las informaciones sobre la persona de Juan Diego se puede tomar de la frase de Marcos Pacheco, el primero de los siete indios ancianos, testigos de Cuautitlán, que declararon en el Proceso canónico llevado a cabo en México en 1666. «Era un indio que vivía honesta y recogidamente y que era muy buen cristiano y temeroso de Dios y de su conciencia, de muy buenas costumbres y modo de proceder, en tanta manera que, en muchas ocasiones le decía a este testigo la dicha su Tía: Dios os haga como Juan Diego y su Tío, porque los tenía por muy buenos indios y muy buenos cristianos», afirmó Pacheco. Los otros seis ancianos testigos mostraron unánimemente su conformidad con esta declaración. Hay que tener en cuenta que los indios eran muy exigentes cuando daban a uno de los suyos el título de «buen indio», y tan «buen indio» como para rogar a Dios que hiciera como él a alguien bienamado. La educación náhuatl –la que recibió Juan Diego–, a pesar de ser amorosa, era severa. Una de las obras del gran misionero franciscano, contemporáneo de Juan Diego, el padre Bernardino de Sahagún, describe la educación, buenas maneras y valores de la sociedad india.
Siguiendo las pautas comunes, y a través de las fuentes –como Las Informaciones Jurídicas de 1666–, se puede deducir que Juan Diego fue una persona humilde, que había tenido una fuerte educación, con una fuerza religiosa que envolvía toda su vida; que dejó sus tierras y casas para ir a vivir a una pobre ermita dedicada a la Virgen, a dedicarse completamente al servicio de este templo, es decir, dedicarse totalmente a la voluntad de Virgen, quien había pedido ese templo para en él ofrecer su consuelo y su amor maternal a todos lo hombres.
Juan Diego narraba a cuantos le visitaban la manera en que había ocurrido el encuentro maravilloso que había tenido, y el privilegio de haber sido el mensajero de la Virgen de Guadalupe. La gente sencilla reconoció esta voluntad de la Virgen por medio de Juan Diego, a quien veneraban como a un cristiano santo. Los indios lo ponían como modelo para sus hijos. «Un dato innegable desde un punto de vista histórico crítico -afirma el padre Fidel González Fernández, profesor de Historia de la Iglesia en las Universidades Pontificas Urbaniana y Gregoriana, y presidente de la Comisión histórica de la causa de canonización de Juan Diego- es que su existencia se puede afirmar no sólo con certeza moral, sino con la certeza histórica requerida a través de documentos positivos, de una tradición oral constante entre las poblaciones indias, especialmente de cultura náhuatl y de otras vecinas, como la totonaca, históricamente examinadas y justamente valoradas en su origen, naturaleza y estilo. Las fuentes históricas, tanto escritas y “plásticas” (pintura, escultura, etc..), como las orales, que han tenido origen, estilo literario, expresiones, destinatarios distintos, coinciden y convergen en los datos fundamentales sobre el vidente de Guadalupe, Juan Diego Cuauhtlactoatzin».
Julio de la Vega-Hazas, “Violencia real, violencia virtual”, ARVO, IV.03
Desde hace unos años, la opinión pública está recibiendo cada vez con más frecuencia un mensaje de alarma sobre la violencia visual que están recibiendo los niños y jóvenes. Se ha referido particularmente a la televisión, frente a la cual pasan los más jóvenes un buen número de horas. Allí, un número creciente de programas mostraban muertes violentas de algún género, y en países como Estados Unidos, con un fuerte incremento de violencia juvenil, se empezó a estudiar la posible conexión entre los dos fenómenos. Los estudios tendían a concluir que la relación existía. Como afirma un manifiesto fechado en 2000 y firmado entre otros por el Director Ejecutivo Adjunto de la Asociación Americana de Psicología (una especie de colegio profesional, aunque con más atribuciones), “a estas alturas, más de mil estudios, incluyendo informes de la oficina del Ministerio de Salud y el Instituto Nacional de Salud Mental, y numerosos trabajos realizados por relevantes figuras de las organizaciones de salud médica y pública –nuestros propios miembros-, apuntan de manera decisiva hacia una conexión causal entre la violencia de los medios y el comportamiento agresivo en algunos niños”. En los últimos años, a la televisión y el cine hay que añadir los videojuegos. Éstos, cuando incluyen acciones violentas, se consideran aún peores: hay mayor densidad de muertes, y, sobre todo, aquí el niño o el joven se convierten en los ejecutores: ya no son meros espectadores, sino protagonistas. Estos mensajes crean una lógica inquietud en las familias, donde un creciente número de padres se preguntan si dejando que el chico juegue a videojuegos “de acción” no estarán contribuyendo a que su hijo se convierta en un ser violento, agresivo y asocial.
Los estudios sociales son más difíciles de lo que puede parecer a primera vista. La complejidad de nuestra sociedad y del ser humano mismo hacen que se pongan en juego muchos factores, de forma que aislar uno solo no es nada fácil. La coincidencia no puede transformarse en relación causal sin más. Los profesionales, cuando son honrados y no están dominados por alguna ideología, lo saben, y matizan mucho sus estudios. Un manifiesto extraído de sus estudios, como el citado arriba, ya tiene un componente de opinión sobre la conclusión científica, aunque conserva algunas reservas –“apuntan”… sobre “algunos niños”-. La prensa no especializada ya tiende a simplificar, con una sustancial pérdida de rigor, y emite el siguiente mensaje: los niños tienden a imitar lo que ven, y si ven mucha violencia se debe concluir que se hacen violentos. ¿Es así? Dicho de otro modo: ¿la violencia fantástica o virtual produce violencia real? Y hay que contestar que responder con un sí o un no a secas resulta insatisfactorio, o, si se prefiere, falso. El planteamiento, de puro simple, se ha convertido en equívoco.
Hagamos memoria. Volvamos atrás, a los años inmediatamente anteriores a la entrada en escena de la televisión. Encontramos a un niño que, pongamos, a los cinco años se divierte en el guiñol del parque; el argumento era repetitivo, y el final siempre el mismo: el bueno se despachaba a estacazos con la bruja de turno, mientras el coro infantil gritaba con todas sus fuerzas “¡¡¡bieeennnn!!!”. El mismo niño, a los diez años, pedía para Reyes un disfraz de guerrero –romano, vikingo, indio, etc.-, armamento incluido. A los doce, devoraba comics del Capitán Trueno, el Jabato o Hazañas Bélicas, con protagonistas nobles pero desde luego nada pacíficos; si le gustaba leer, es probable que entre sus favoritos figurara Salgari, en cuyas novelas rara vez se llegaba a la quinta página sin que hubiera ya algún cadáver con una muerte nada natural. Si iba al cine, la mayor parte de las películas que veía también abundaban en puñetazos, tiros –o flechas y espadas, según el caso- y muertos. Su imaginación también se llenaba de escenas con buenas dosis de violencia. ¿Ha creado todo esto una civilización especialmente violenta? No parece, al menos en lo que a España se refiere. En cualquier caso, es una constante universal. La misma literatura épica, que llenaba la imaginación de los jóvenes, ha sido bélica, desde la Iliada y la Odisea hasta los libros de caballerías. Y los cuentos de los hermanos Grimm solían tener asimismo un final nada pacífico.
Ahora bien, se trataba en todos estos casos de una violencia que se ajustaba a unos patrones: no era gratuita, respondía a algún tipo de necesidad –o sea, no se buscaba por sí misma- y, sobre todo, estaba asociada a la justicia. Lo primero significa que lo que esencialmente se ofrecía no era la violencia, sino la hazaña, la gesta heroica, siendo la violencia un medio que, a la vista de la situación, resultaba necesario, y servía para realzar el mérito de los protagonistas. Lo segundo rompe un cierto tópico contemporáneo, que ve a la violencia como un mal intrínseco –por tanto, mala sin excepción-, al poner de relieve que la restauración de un orden social violentamente roto exige emplear la violencia. Una violencia que debe ser proporcionada y no ir más allá de lo estrictamente requerido para ello, pero violencia al fin y al cabo. Pensar lo contrario entra en el terreno de lo utópico, de una visión roussoniana que desconoce la realidad humana, pecado original incluido. Es cierto que en buena parte de las historias que se ofrecían se iba más allá de esa justicia y se entraba en el terreno de la venganza –aquí se notaba bastante si la historia procedía de ambientes católicos o tenía otros orígenes-, sin espacio para el perdón; aunque también es cierto que en bastantes ocasiones, por el deber de proteger a terceros o a la sociedad en su conjunto, el perdón sólo puede otorgarse después de la victoria, lo que también quedaba reflejado en unos cuantos relatos. Para los niños, además, había alguna ventaja en todo este entorno, ya que estimulaba una cierta dosis de agresividad que temperamentalmente es necesaria para vencer las dificultades; o, dicho en términos más convencionales, de alguna manera enseñaba que la vida requiere luchar. Ciertamente, no a bofetadas, salvo casos muy extraordinarios, lo que significa que esa agresividad necesitaba ser educada, pero había quien se encargaba de ello, y los resultados eran casi siempre satisfactorios. En España concretamente, la violencia no llegó a las calles –incluso los delitos solían ser de “guante blanco”- por la profusión de escenas o relatos violentos. Llegó sobre todo por la droga.
En los años 70 empezó a cambiar la situación. Entraron en escena historias que difuminaban la clara distinción entre buenos y malos. En ellas, el malo seguía siendo malo, pero el “bueno” a veces era igual de malo, o casi, o de una rara bondad mezclada con cinismo, o por lo menos de un talante desalmado. Por otra parte, comenzó a verse en más de una película una recreación en la violencia misma –escenas particularmente crueles, muertes a cámara lenta, etc.-, que pasó así a convertirse en espectáculo ella misma. Junto con historias a la vieja usanza, entró, en otras, no ya la violencia, sino el sadismo. Y no es lo mismo. El mensaje es distinto, y así lo percibía el público, el infantil incluido. Aquí hay que deshacer un segundo tópico. Pensar que el hecho de ver violencia provoca una especie de mímesis en el niño, que tiende a imitar lo que ve, parece una afirmación muy razonable, pero en realidad tiene bastante de conductista, que no diferencia el aprendizaje humano del animal. El niño lo que percibe no son unos hechos físicos, sino unas conductas con significado, y entiende claramente la diferencia entre el vengador justiciero y el sádico, aunque en una escena determinada lo que hagan los dos sea lo mismo.
Lo verdaderamente decisivo es por tanto lo moral, no tanto lo material. No es tanto “ver muertos”, sino qué sentido tienen esas muertes. Se tratará de dilucidar primariamente si lo que se ofrece es una épica con buen fin y buenos personajes que tienen que acabar con el mal para conseguir un noble propósito, o si son el reflejo de un desprecio por el ser humano. Las mismas escenas muestran si el producto ofrecido es la aventura o el morbo que se estimula al recrearse en lo desagradable y lo violento. Si se trata de lo primero, la incidencia en la posible violencia de la vida real es verdaderamente escasa; si es lo segundo, la cosa empieza a ser más preocupante, pues sí produce efectos negativos; al menos, de una imaginación malsana, y en algunos casos de comportamientos antisociales y violentos. De ahí que en estas distinciones deben buscar los padres y educadores el criterio a la hora de elegir lo que los hijos puedan ver sin que sea contraproducente para ellos.
Lo mismo vale para los videojuegos. Es evidente que hay una gran diferencia entre un juego consistente en conquistar un espacio eliminando a todos los monstruos galácticos que salen al paso con actitud muy poco amistosa; y otro en el que el jugador se convierte en un conductor que se dedica a atropellar a todo el que puede, obteniendo desde un punto por anciana arrollada –la presa más fácil- hasta cien por un motorista de la policía, todo ello en medio de un baño de sangre (los ejemplos son reales). El primero puede ser una soberana pérdida de tiempo, y conllevar el peligro generalizado de los videojuegos que es la adicción a los mismos, pero en cuanto a generar conductas violentas resulta bastante intrascendente. El segundo, en cambio, no lo es. En cualquier caso, si no llega a producir una agresividad física, por lo menos invita a adoptar una actitud despectiva hacia el prójimo y potencia uno de los más bajos instintos del ser humano: la crueldad hacia el débil.
¿Cuál es por tanto la actitud correcta ante todo este mundo virtual violento? En primer lugar, hay que intentar suprimir lo inmoral: protagonistas sádicos, crueldad gratuita, cinismo violento, complacencia en el sufrimiento, modelos de conducta que hacen el mal. Y en segundo lugar, se trata de poner los medios para evitar lo que le sucedió al Quijote: dejarse absorber por un mundo fantástico de acción –en su caso, movido por las llamadas “libros de caballería”-, que desvincule al joven del mundo real, para lo cual hay que medir cuidadosamente lo que dedica a actividades que puedan desembocar en esa situación.
Ahora bien, al mismo tiempo hay que poner cada cosa en su sitio. Una cosa es evitar lo que pueda resultar perjudicial, y otra muy distinta es echarle la culpa a todo ese mundo virtual o fantástico de lo que sucede en el mundo real. Incidir en ello como factor primordial de la violencia juvenil es una ingenuidad, o un bote de humo que lanzan quienes no quieren enfrentarse a las causas reales de ese mal. ¿Cuáles son? Señalamos a continuación unas cuantas, al lado de las cuales los videojuegos o películas no pasan de ser un factor muy secundario (se debe tener en cuenta que suelen ser factores ambivalentes: en unos casos disparan la agresividad, en otros la anulan casi por completo, lo cual también es un daño a la personalidad): 1.- Sufrir la violencia. No hace falta vivir en un país en guerra: basta con un padre desquiciado o un colegio sin disciplina.
2.- La droga. Es más que evidente que allí donde entra la droga se dispara la violencia.
3.- La proliferación del alcohol y el mercado del sexo. Cuando se vive dejándose arrastrar por lo que apasiona o apetece, la voluntad se debilita y no sujeta a las pasiones. Una de éstas es la ira. Además, en particular, el sexo convertido en mercancía hace ver al prójimo sólo como objeto y dispara el afán de dominarlo, con lo que están servidas unas condiciones para que se prodiguen comportamientos violentos, que pueden llegar a lo patológico.
4.- Las rupturas familiares. Ya de por sí generan con frecuencia actitudes violentas como reacción a la desprotección que suponen para los hijos. A lo que hay que añadir que, a falta de un ambiente acogedor en casa, el chico puede buscar refugio en pandillas callejeras donde imperan comportamientos violentos.
5.- La construcción de la sociedad sobre la competitividad sin el contrapeso de la solidaridad. La competitividad es necesaria, porque estimula. Pero tan necesaria como ella es la integración que proporciona aceptación, confianza y seguridad. Si ésta falla, por una parte la agresividad se convierte en norma para salir adelante. Por otra parte, ese género de vida provoca no pocos resentimientos, cuya válvula de escape suele encontrarse en la violencia.
Jesús Sanz, “Los hermanos arameos y la non sancta desvergüenza”, PUP, 25.X.02
El problema es arqueológico: se trata de saber si el osario descubierto es realmente el sepulcro de Santiago el Menor, uno de los Doce, hijo de María, prima de la Virgen, primer obispo de Jerusalén. El estado de la cuestión es este: el descubridor de la inscripción, que compró la urna a un coleccionista israelí, lo considera sin duda auténtico; otros estiman que hay razones para ser cautos. Punto redondo.
Toda otra consideración, pues, acerca de la existencia de “hermanos” de Jesús y las supuestas convulsiones que esto podría causar en la Iglesia católica, sirven, en el mejor de los casos, para cubrir huecos en la sección de sociedad del periódico, habida cuenta de que dicha controversia ha dejado de serlo desde hace tanto tiempo que da vergüenza recordarlo. Sólo quien carezca de este sentimiento será capaz de reabrir la polémica: tal vez aquel tipo que se cubrió de gloria descubriendo como “mentiras fundamentales de la Iglesia católica” cuestiones que han sido explicadas cientos de veces con datos incontrovertibles.
Menudo descubrimiento a estas alturas, que Jesús tenía hermanos. Lo dicen los evangelios que se leen todos los días en los ambones. Abraham tenía dos hermanos: uno, Aram, hijo de su madre; otro, Lot, hijo de Aram. Hermano tenía Jacob: Labán, su tío. ¿Qué obliga al arameo a distinguir entre hermanos, primos, tíos y sobrinos? ¿Qué obliga al español a distinguir entre “afternoon” y “evening”, entre “pomeriggio” y “sera”? Otros sí tienen obligación de ser serios. Y de aparentar, al menos, un poco de vergüenza.
Jesús Sanz, “Pasarelas y pudores de repuesto”, PUP, 18.IX.02
En su ensayo más conocido, Jacinto Choza hablaba de “la supresión del pudor” como uno de los signos definitorios de nuestro tiempo. Si queremos una prueba de ello, basta seguir el mundo de la moda, sobre todo de esa moda que sirve para que los diseñadores den el salto a los titulares y que los telediarios de la tele pública recogen con puntual fidelidad. Esa moda que nadie sabe por qué se llama así, puesto que nadie exhibe en la calle los increíbles trapos que se pasean en Cibeles, Gaudí y demás. El pudor ahí es un concepto extraño, un “flatus vocis” del que tal vez puedan dar razón los arqueólogos. A diario se muestran en aquellas pasarelas elementos del “hardware” femenino cuya visión se reservaba antes a los médicos, sin que nadie ose romper una lanza por esa “parte de la templanza que preserva la intimidad de la persona” y “designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado”.
Y sin embargo ha saltado el escándalo. Sí, señor: escándalo en la pasarela. ¿Qué puede escandalizar en una pasarela? Pues que, al parecer, a uno de estos creadores se le ha ocurrido ataviar a las modelos con un embalaje de capuchones, vendas y otros tapujos y que a algunos publicadores y a otros tantos políticos les ha parecido un atentado contra la dignidad de la mujer. Así, tal como lo acabo de escribir y lo han leído esos ojitos suyos.
¿Supresión del pudor? A la vista de estas cosas, creo que el fenómeno es más bien de sustitución. Han intentado liquidar eso que unos llamaban decencia, modestia, pudor, y otros llamaban tabúes sexuales, y lo han conseguido; pero parece que no hay modo de que la criatura humana deje de pensar que hay cosas intocables. Antes te empapelaban por quitarte demasiada ropa, ahora por llevar un velo. El pudor ha dejado de guardar la castidad para custodiar la autoestima, pero ya ve, amigo diseñador, uno no puede sacar a la luz pública todo lo que se le ocurra. A usted y a mí nos han machacado los oídos con todo eso de la autonomía del arte y la libertad del creador, y ahora nos salen con estas. Creo que estos asesinos del pudor empiezan a sentir lo que Adán en el paraíso: estamos desnudos. Desnudos de principios. Y se tapan con malas hojas de parra que a duras penas encubren su inopia.
Tomado de www.PiensaUnPoco.com
Angel García Prieto, “Futurólogos y el prejuicio de Edipo en nuestra sociedad”, PUP, 27.VI.01
Nuestra cultura tiene muchas referencias del mito de Edipo, a través de la literatura en las obras de Esquilo Sófocles, Eurípides, Séneca, Corneille, Gide, Cocteau, o en la música de Mussorgsky, Mendelssonh, Strawinsky, etc.Pero sobre todo, son los seguidores de Freud quiénes han dado más vuelo al nombre del rey de Tebas, al popularizar el célebre y confuso complejo de Edipo, tan en boga las décadas pasadas, cuando el psicoanálisis hacía un furor que se va apagando poco a poco.
El complejo de Edipo podría sintetizarse mucho al describirlo cómo un trastorno de la afectividad y la conducta derivados de carencias por falta de autonomía e independencia emocional respecto a las figuras paternas; que con frecuencia se interpreta sobre todo en el ámbito de la madurez psicosexual. Se puede decir que Edipo no padeció el complejo de Edipo, o al menos no parece deducirse de lo que se ha descrito de este personaje. Aunque, en el drama del héroe de Tebas, haya símbolos que le sirvieran a Freud para bautizar con el nombre de Edipo dicho trastorno psíquico.
Edipo era hijo de los reyes de Tebas, Layo y Yocasta. El augurio predijo a Layo que un hijo suyo lo mataría, casándose con su madre. Por eso Layo lo llevó al monte Citerón y lo abandonó colgado de un árbol por los pies para librase de él. Sin embargo Edipo fue recogido por un pastor y cedido al rey Polibo, de Corinto, que no tenía hijos y lo adoptó. Ya adulto, Edipo comenzó a dudar de su verdadera identidad y acudió al oráculo de Delfos – ¡otra vez el oráculo! – para aclarar el misterio. La Pitia no le reveló el nombre de sus padres, tan sólo le advirtió que no volviese a su patria, pues su futuro estaba determinado a matar a su padre y casarse con su madre. Muy asustado, Edipo abandonó Corinto y se dirigía a Tebas, cuando en el camino fue atropellado por un carro muy veloz. Lleno de furor, Edipo entabló una pelea, en la que mató al conductor, un lacayo y al dueño, que no era otro que su verdadero padre, Layo – desconocido para Edipo.
Continuando Edipo su camino, encontró a la Esfinge, un monstruo con cuerpo de león y rostro de mujer, que tenía aterrorizada a la población de Tebas. La venció con su lógica, descifrando una adivinanza del malvado ser, y fue recibido triunfalmente en la ciudad, donde recibió el premio de su hazaña y se casó con Yocasta, su madre, pasando a ser rey. Los dos vivieron felices, ajenos al conocimiento de su relación natural y tuvieron cuatro hijos. Hasta que la fatalidad asoló la ciudad y Edipo recurrió de nuevo al oráculo, que acusó al asesino de Layo como culpable de la ira de los dioses contra Tebas. Un anciano servidor del palacio le reveló su verdadera identidad y Yocasta se ahorcó al conocer la verdad, a la vez que él mismo se arrancó los ojos y los tebanos le obligaron a abandonar la ciudad.
En esta leyenda tan dramática hay mucho prejuicio, facilitado por tanto oráculo. Quizá las cosas han cambiado y la perspectiva actual no es la misma que la del mundo griego, dominado por la idea determinista de la fatalidad, los tiempos cíclicos y, sobre todo, de los aconteceres ya prederterminados por los vaticinadores. Pero no hay que olvidar que las enseñanzas de la mitología tienen una validez perenne y, por lo tanto, deben interpretarse con los matices que pueda darle el tiempo en que se recrean. Así, ahora, me parece que en esta historia hay aprensiones, adquiridas por la creencia en lo que dicen los adivinos. Y son, precisamente estos temores concebidos de antemano, los que alteran la libertad, los que conducen por derroteros equivocados la conducta hasta el sarcasmo, hasta el drama…Como Edipo y Layo que, sin complejos, llevaron hasta la exasperación la fatalidad de sus prejuicios.