Damián Muñoz, “Mar adentro”, ABC, 10.IX.2004

Hay hechos históricos que conviene recordar porque aportan luz para analizar la actualidad.

En 1920, Alfred Hoch y Karl Binding publicaron un libro titulado «Autorización para la destrucción de vidas indignas de vivir». En ese libro acuñaron una expresión que ahora volvemos a oír -«vidas indignas de ser vividas»- y reclamaron la autorización de la eutanasia para unos seres humanos a los que describían como «cáscaras humanas vacías».

En 1942, Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, preparó minuciosamente la estrategia de la eutanasia nazi con la ayuda de una película titulada «Yo acuso». Contaba la historia de una mujer gravemente enferma que suplicaba a su marido que la matara. El esposo secundaba esta petición, sufriendo por ello una dura condena. La finalidad de la película era desencadenar reacciones emotivas del público en contra de los fiscales y jueces, y difundir una opinión favorable hacia este tipo de «muerte por compasión».

No sé si la película «Yo acuso» tuvo una campaña publicitaria tan sonada como la que nos inunda en estos días, ni si a su estreno asistió la mitad del Gobierno, pero, desde luego, logró su objetivo.

Linda Watson: De la prostitución a la conversión y ayuda a salir a otras mujeres del mercado sexual

ROMA, jueves, 23 septiembre 2004 (ZENIT.org).- Una ex prostituta, Linda Watson, que se ha convertido, se encontró hace dos semanas personalmente con Juan Pablo II para pedirle que rece por ella y por su trabajo a favor de otras mujeres que quieren abandonar el «comercio» sexual.

Cuando Linda Watson se encontró con el Santo Padre se acordó del relato del Evangelio sobre la mujer de mala reputación que encontró a Cristo. «No podía creer que estuviera realmente frente a él», reconoció Watson a Zenit tras la audiencia con el Papa.

«Ha sido verdaderamente extraordinario», declaró. «Empecé a decir en polaco, mi segunda lengua, “¡Padre Santo mío!”. ¡La experiencia ha sido entusiasmante, pero a la vez de gran humildad!» Linda Watson pudo dejar las calles –tras más de 20 años en el comercio sexual– para convertirse y, con ayuda de su arzobispo, levantar casas para prostitutas deseosas de salir de ese tipo de vida.

Se cuenta entre las principales promotoras de la campaña contra la legalización de la prostitución en su país, Australia, y fue elegida en 2003 en la nación como «la mujer más inspiradora del año».

La propia Watson relata su implicación en las redes de la prostitución: «Tuve una vida difícil como madre soltera con tres hijos, cada uno de los cuales no tenía más que el suelo para dormir. Así que, cuando una mujer de apariencia pudiente me tocó en el hombro en el salón de té de mi humilde oficina y me dijo que podía ganar 2.000 dólares a la semana simplemente dando masajes, me vi muy tentada».

La mujer en cuestión intentaba convencerla haciéndole ver la posibilidad de limitarse a una prueba de dos meses. «Nadie lo sabría y después podría dejarlo», le aseguró.

En poco tiempo Watson se dio cuenta de la verdad, pero ya era demasiado tarde: «Tan pronto como empiezas, pierdes tu dignidad. Estás vendida» –recordó–. «Mi primer cliente era directivo de alto nivel de los medios e inmediatamente fue como si hubiera sido vendida como un trozo de carne a todos sus millonarios».

También describió cómo la situación llegó a estar «fuera de control». El dinero y la manipulación «eran un tipo de red de seguridad que te pones alrededor» y si «intentas dejarlo para empezar una nueva vida no tienes dónde ir para recuperar el respeto y reconstruir una vida».

Abandonar el comercio del sexo parecía imposible hasta que «invitó a Dios en su corazón por pura desesperación». Fue el día en que murió la princesa Diana de Gales. «Por primera vez me di cuenta verdaderamente de que la riqueza y el poder no eran la respuesta a todo –relata–. Ciertamente no le habían salvado la vida».

Linda decidió buscar trabajo, pero nadie la contrataba. Entonces sintió que Dios le había dado la misión de salvar a otras mujeres atrapadas en la prostitución, pero una vez más nadie se mostró dispuesto a ayudarla.

«No sé cuántos cientos de iglesias me rechazaron, hasta que llegué a la puerta de la oficina del arzobispo católico –reconoce–. Él percibió mi visión de futuro».

Para monseñor Barry Hickey, arzobispo de Perth (Australia), aquel día obtuvo una respuesta a sus oraciones. El prelado relató a Zenit que antes de encontrar a Linda Watson no lograba hallar el modo de desbaratar la industria del comercio sexual.

«Sabía que enviar a un asistente social normal en el terreno no llevaría casi a nada –admite–. Necesitaba a alguien que conociera la actividad desde dentro. Y ella fue mi ángel de la esperanza».

Así comenzó el ministerio de este equipo: establecer casas de recuperación para prostitutas –«Linda’s Houses of Hope» (Las casas de la esperanza de Linda)– para proporcionar refugio, asesoramiento y protección, entre otros medios. Según el arzobispo Hickey, Linda Watson frecuentemente tiene que trabajar con las víctimas partiendo de cero.

«Algunas de las jóvenes vienen a mi puerta sin sus prendas, hasta sin dientes –revela Linda–. Algunos hombres les hacen saltar los dientes a golpes, así que debemos ocuparnos de atender todos estos aspectos».

A la vista de la difusión de la violencia y de las drogas y con chicas que «atienden» «de ocho a quince clientes al día», Watson se irrita al oír a políticos que tratan de sacar adelante proyectos de ley para legalizar la prostitución.

«La prostitución te destruye –alerta–. No te estimas y te parece que nadie podría amarte jamás». Admite que preguntaría a los políticos: «¿Les gustaría que esto le ocurriera a sus hijas o hermanas?».

«Estoy profundamente impactada, y creía que nada podría afectarme», reconoce Linda refiriéndose a las víctimas. «Están tan destruidas que están como muertas, a modo de “muertos vivientes”. Si la gente viera esto nunca querría la legalización [de la prostitución]».

En su labor, Watson se ha inspirado en la Madre Teresa de Calcuta –a cuya beatificación acudió– y en Juan Pablo II. «Sé que tenemos un pasado muy distinto –dice entre risas–, pero también sé que nosotros amamos amar».

Su vida actual no está exenta de peligros. Su éxito en derribar las propuestas de ley de legalización y en exponer los abusos contra las mujeres le han ganado muchos enemigos. Con todo, Watson lo considera como una pequeña cruz que hay que ofrecer a lo largo del camino, lo que se podría definir como un martirio moderno.

«Estoy casi acostumbrada a recibir ataques, disparos y amenazas de muerte», apunta Linda Watson. «Camino con Dios e intento esquivar las balas», concluye.

Tomado de Zenit, ZS04092320

Ignacio Sánchez Cámara, “Los términos del problema (clonación)”, ABC, 14.VIII.04

La admisión de la clonación terapéutica entraña un grave problema moral. Lo primero ha de ser atenerse a los hechos y plantear con claridad los términos del problema. El lector atento y con buen criterio extraerá la solución, que no debe confundirse con «su» solución, pues el relativismo cuela ya de tapadillo la suya errónea: todo es relativo; luego, haga cada cual lo que mejor le parezca. El análisis de todo problema moral debe partir del respeto a los hechos. ¿Qué es lo que se debate? En este caso, se trata de determinar si es lícito crear un embrión clónico para utilizarlo en investigación de terapias contra enfermedades hoy incurables, y destruirlo después. Dejemos de lado las serias dudas que existen sobre la eficacia de estas terapias y la posibilidad de la existencia de tratamientos alternativos. ¿Es o no lícito moralmente hacerlo? ¿Deben autorizarlo los Estados? ¿Es compatible con la dignidad que conferimos a la vida humana, o con la que ésta posee de suyo? El siguiente paso bien podría ser rechazar lo que no está en discusión, los falsos planteamientos y las eventuales falacias. No se trata de una cuestión religiosa que afecte al ámbito de la fe y enfrente a creyentes y no creyentes. Tampoco se puede saldar el debate apelando al oscurantismo de quienes se oponen al avance de la ciencia, entre otras razones porque quienes argumentan así sí rechazan, muchas veces sin argumentos, la clonación reproductiva. Quienes se opusieron a la eugenesia nazi no fueron oscurantistas. Ni cabe zanjar el debate esgrimiendo la insensibilidad hacia el dolor de quienes oponen reparos morales. No hay debate auténtico cuando falta la buena fe. Ni tampoco cuando ningún interlocutor está dispuesto a atender los argumentos ajenos y descarta toda posibilidad de ser convencido.

LO que verdaderamente se dirime es si es lícito fabricar un embrión clónico para curar y ser destruido. Argumentarán a favor quienes antepongan la salud y la vida del adulto frente a la dignidad de la vida embrionaria o quienes nieguen que la clonación atente contra ella. Se enfrentan aquí, como en tantos otros casos, distintas concepciones sobre la realidad, la moral y el valor de la vida humana, distintos planteamientos sobre la relevancia de la autonomía de la voluntad, la dignidad del hombre, la valoración exclusiva de las consecuencias de la acción, la justificación de los medios por el fin, la idea del deber o la afirmación de la existencia de acciones intrínsecamente buenas o malas. En suma, se enfrentan diferentes concepciones filosóficas con distintos órdenes de jerarquía de valores. Aunque no sea fácil, no debemos resignarnos a la inexistencia de un debate genuino. No valen ni la descalificación previa, ni el mero recurso al consenso, tan socorrido para políticos con convicciones anémicas. Ni tampoco la superficialidad antifilosófica.

LAS disquisiciones sobre cuándo el embrión llega a ser persona me parecen alambicadas y, a veces, desembocan en meras disputas sobre palabras. La diferencia entre una célula madre y un adulto de, por ejemplo, sesenta años es patente. Pero también lo es que el embrión clonado es idéntico a lo que un día fue la persona cuya vida se intenta salvar mediante su fabricación. En cualquier caso, no se trata de un debate que enfrente a ilustrados y oscurantistas, sino a quienes sustentan diferentes concepciones acerca del valor de la vida embrionaria, una más laxa y otra más estricta, o, si se prefiere, una que defiende el valor intrínseco de la vida y otra que lo niega.

Ignacio Sánchez Cámara, “La excepción religiosa”, ABC, 10.VIII.04

No comparto ese empeño en pedir disculpas por los errores de los compatriotas pretéritos. Y menos cuando se seleccionan caprichosa e interesadamente. No faltan estalinistas confesos obstinados en que se arroje a la hoguera, histórica y virtual, a, por ejemplo, Cortés o Pizarro, nunca a Tarik o Almanzor, y a que todo español renuncie a sus maldades reales o presuntas y pida disculpas aun por el bien que pudieran haber hecho. Por lo demás, quienes más disculpas ajenas exigen son los menos dados a disculparse por sus errores propios que, por cierto, suelen ser bien actuales.

La autocrítica es buena cosa siempre que no lleve, ebria de celo, a arrojar al fuego tanto el grano como la paja. Europa asemeja a veces una civilización arrepentida. Y no le faltan razones, pero acaso quepa ser un poco más selectivo y equitativo en el arrepentimiento. Y aquí es donde cabe percibir los efectos del capricho y de la incuria intelectual. Pues se diría que, dejando de lado las barbaries y los crímenes, por cierto siempre con culpables personales y no colectivos e impersonales, Europa puede, según parece, exhibir sin vergüenza casi todos sus principios y valores, menos los que encarna el cristianismo. La excepción no es aquí cultural sino estrictamente religiosa. Sólo acompañada, si acaso, por el pecado del comercio y del surgimiento del capitalismo. Todo honra a Europa, menos su religión y su sistema económico. Nada cabe oponer a la filosofía griega (la medieval es otra cosa), nada al Derecho romano (siempre que no se entre demasiado en su contenido), mucho menos a la ciencia natural y la técnica, la democracia y los derechos humanos. Y lo más curioso es que este ocultamiento de su religión se exige en el nombre de la tolerancia y del respeto. Cuando en realidad, la tolerancia frenética debería conducirles a tolerar, entre otras cosas, el fundamentalismo para no herir la susceptibilidad del «otro». Tampoco les importa que si suprimimos la religión propia, la tolerancia religiosa carecerá de sentido.

Como su conocimiento de la historia no va más atrás del siglo XVII, desprecian lo que ignoran, a saber, que el fundamento de los principios políticos y morales que dicen asumir se encuentra en el cristianismo que denigran. No se han parado a pensar que la democracia posee unos fundamentos religiosos que se encuentran precisamente en él. Son dignas de verse las contorsiones mentales que tienen que hacer para fundamentar la dignidad humana y la igualdad política en algo que no sea el cristianismo.

En realidad, el debate sobre la inclusión de la referencia al cristianismo en la Constitución europea empieza a fatigar un poco. Por supuesto, que estoy a favor de la mención. Pero la realidad no depende de lo que diga una norma. La expresión «Europa cristiana» se me antoja tautológica y redundante. Algo así como «hombre mortal» o «pájaro volador». Que Europa sea o no cristiana no depende de la Constitución. Novalis escribió un ensayo, por cierto excelente, titulado «Europa, o la Cristiandad». Así, decir «Europa» es decir «la Cristiandad». Una Europa no cristiana es algo tan imposible como una teología sin Dios o un mar sin agua. Pura ficción. Y si no es necesario que las Constituciones proclamen lo obvio, tampoco es conveniente que se deslicen por los terrenos de la fantasía y del delirio. Decía Fichte que toda verdadera política consiste en declarar lo que es. Pues bien, no se trata sólo de que Europa haya sido cristiana, o de que deba o no serlo, sino, simplemente, de que lo es.

Ignacio Sánchez Cámara, “Cristianismo y Europa”, ABC, 5.VI.04

Una visita a la maravillosa Exposición «Las Edades del Hombre», en la catedral de Ávila, y el recuerdo de un momento del reciente debate entre Mayor Oreja y Borrell, me incitan a dar otra vuelta al asunto de las raíces cristianas de Europa. El candidato socialista rechazó la conveniencia de la inclusión de una referencia al cristianismo en la Constitución europea, afirmando que ni siquiera se mencionaba en la española. Por una parte, sí se incluye una referencia a la Iglesia católica, si bien en el contexto de la defensa de la libertad religiosa y de la aconfesionalidad del Estado. Por otra, la analogía no sirve, ya que la Carta Magna española no contiene un comentario sobre las raíces culturales de España. No creo que deba encomendársele al Estado la asunción y defensa de ningún sistema de valores. Basta con que no haga imposible su existencia. Pero si se trata de exponer las raíces culturales de Europa, la cosa no ofrece dudas. O se omite toda referencia o hay que incluir, y en primer lugar, al cristianismo. No es una cuestión de opinión, sino de hecho. Puede gustar o no, complacer o irritar, pero, lo diga o no el Preámbulo de la Constitución, la realidad es como es. No consiste la misión de los textos legales en interpretar la historia o en resolver controversias teóricas, sino en organizar la convivencia. Podría extinguirse la civilización europea, podría incluso suicidarse, mas, mientras exista, sus raíces son cristianas.

Y no se trata sólo de una cuestión cultural o sociológica. En la expresión «arte cristiano», el adjetivo es sustantivo. Me explico. No se trata de que el artista elabore su obra a partir de cualquier material preexistente. Así, que tanto da que se inspire en una naturaleza muerta como en la Crucifixión. La sustancia del arte religioso no es puramente estética sino religiosa. Suprimida la fe, queda amputado lo esencial del arte religioso. Queda éste reducido a pura forma. Y el arte es fusión de materia y forma. Naturalmente que sin información acerca del cristianismo es imposible entender el arte y la cultura europeos. Pero no se trata sólo de eso. Es que no se entiende la profundidad de Bach o del gregoriano, de Fra Angelico o de Berruguete sino desde la fe. Lo cristiano no es entonces el pretexto del arte, uno más, sino su esencia y finalidad. Por eso no basta con garantizar la enseñanza de la historia de las religiones como productos culturales, sino también el ejercicio del derecho a ser educados en la fe que, al menos, cimentó nuestra civilización. Y que lo seguirá haciendo mientras no terminen de irrumpir y dominar los bárbaros. Nada de esto significa que la mención del cristianismo o la enseñanza de la Religión cristiana entrañen la confesionalidad de la Unión Europea y de sus Estados. Se trata sólo de entender nuestra propia realidad espiritual. Y ¿qué pasa con los errores de la Iglesia? Nadie, que yo sepa, pretende renunciar a la herencia jurídica romana por sus errores y aberraciones, ni a la herencia ilustrada y democrática por el terror y la guillotina. No veo que haya que alterar la actitud en el caso del cristianismo. Por lo demás, muchos son culturalmente cristianos, como el burgués hablaba en prosa, sin saberlo.

IGNORAN que la mayoría de los principios a los que se adhieren no existirían de no haberles precedido el cristianismo. La democracia y el socialismo son, en cierto sentido, ideas cristianas que han olvidado o traicionado sus orígenes. Así, no es extraño que haya tantos «progresistas» que defienden ideas y principios incompatibles con sus convicciones, y que, en el caso de que se impusieran, terminarían por destruirlas.

Carlo Climati, “Los jóvenes y el rock satánico”, Zenit, 10.VI.04

Ciertos grupos de rock, así como la curiosidad y el relativismo moral, son actualmente puertas de acceso de los adolescentes al satanismo. Lo explica en esta entrevista Carlo Climati, periodista italiano y escritor, especializado en este tipo de fenómenos. Italia está conmocionada por el reciente hallazgo de los cuerpos sin vida de Chiara Marino y de Fabio Tollis, de 16 y 19 años respectivamente, pertenecientes a la banda de rock «Las Bestias de Satán». Los investigadores aseguran que han sido víctimas de un homicidio «ritual». Climati —autor del libro «Los jóvenes y el esoterismo: Magia, satanismo y ocultismo: la patraña del fuego que no quema» (Editorial Ciudad Nueva)— describe los pasos de acercamiento de los adolescentes al satanismo y propone las formas de detectarlo y prevenirlo.

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Jaime Nubiola, “Torturas y pornografía: la degradación de la humanidad”, La Gaceta, 19.VI.04

Como a todos, las imágenes que han ido apareciendo a lo largo del mes de mayo de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, me han impresionado muchísimo. En un primer momento, me impactó la degradación de la humanidad que entrañaba el sometimiento de los presos iraquíes a vejaciones sexuales y de todo tipo por parte de sus carceleros: trataban a los iraquíes como objetos de diversión y al hacer esto se ponían a sí mismos en el nivel de los animales que torturan a sus víctimas antes de devorarlas. Quizá la imagen más gráfica -que muchos conservaremos en nuestra memoria- es la de Lynndie England, la soldado de 21 años, que mira con desprecio a un iraquí desnudo, tirado en el suelo como un animal abatido, al que lleva en su mano izquierda atado por el cuello con una correa de perro. En los ojos de Lynndie England no hay odio, solo un desprecio infinito.

En un segundo momento, lo que llamó mi atención no fueron tanto las horribles imágenes en sí mismas, sino el lamentable aspecto de carnaval pornográfico que tenía toda la serie de fotografías distribuidas. El periódico británico The Guardian llamó particularmente la atención sobre este punto. El festival de violencia que mostraban las imágenes tenía un carácter típicamente pornográfico: muchas de las víctimas habían sido reducidas a objetos de exhibición, llevaban capuchas o no mostraban sus caras; los hombres y mujeres autores de los abusos aparecían posando con aire triunfal delante de sus “proezas”; a su vez, quienes tomaban las fotos concentraban su atención en los genitales de sus víctimas y en aquellos aspectos que más pudieran llamar la atención del espectador. Como advirtió Luc Sante, aquellas fotos eran como los trofeos de un safari fotográfico.

Tal como escribía la historiadora Joanna Bourke el 7 de mayo, “no hay aquí perplejidad moral ninguna: los fotógrafos ni siquiera parecen advertir que están registrando un crimen de guerra. No hay el menor indicio de que estén documentando algo moralmente equivocado. Para la persona de detrás de la cámara, la estética de la pornografía le protege de cualquier culpa”. Esas fotos no son sobre “los horrores de la guerra”, sino que en su mayoría son una glorificación de la violencia y el abuso sexual. Da la impresión de que muchas de esas fotos fueron tomadas por gentes a quienes agradaba lo que estaban viendo, que disfrutaban con esas “hazañas” de humillación sadomasoquista. “La pornografía del sufrimiento que muestran estas imágenes -concluye Bourke- es de naturaleza voyeurística. El abuso se lleva a cabo para la cámara”.

De los debates que han seguido durante las semanas siguientes, quiero destacar la explicación de Donald Rumsfeld acerca de la distribución de esas imágenes. Se quejaba el Secretario de Estado norteamericano de que ya no era posible censurar las cartas de los soldados como en los viejos tiempos tachando las líneas inadecuadas, pues hoy en día los soldados no escriben cartas, sino que “funcionan como turistas que viajan con sus cámaras digitales, toman esas increíbles fotografías y las pasan a los medios de comunicación para sorpresa nuestra y en contra de la ley”. Las cámaras digitales, los ficheros JPEG y el correo electrónico diseminan de inmediato por todo el mundo las “gestas” de estos turistas tan especiales que, imbuidos de la “cultura de la pornografía”, se dedican a la tortura y al abuso sexual de ciudadanos de aquel país al que supuestamente iban a liberar.

En los últimos días -daba la noticia Katharine Vine- ha aparecido un nuevo elemento que da indicios del enorme poder de la industria pornográfica: la producción y distribución de películas que muestran la violación de mujeres vestidas de iraquíes por hombres vestidos de soldados estadounidenses. El problema de fondo es -me parece- la enorme expansión de la pornografía en la última década a través de internet. Si se busca “sex” en Google proporciona en 0,11 segundos la friolera de 204 millones de resultados que contienen las escenas más horripilantes de sexo y degradación que hasta el momento los seres humanos han logrado imaginar. Las penosas escenas de la cárcel de Abu Ghraib ponen delante de nuestros ojos el estrecho vínculo que hay entre tortura y pornografía. Susan Sontag se preguntaba hace unos pocos días en el New York Times cuántas de las torturas sexuales infligidas a los presos en Abu Ghraib habían sido inspiradas por el enorme repertorio de imágenes pornográficas disponibles en internet que los soldados trataban de emular ante las cámaras de sus compañeros.

¿Cómo influye la pornografía en la vida real de sus consumidores? Así como sabemos que el tabaco daña gravemente a la salud, ¿cómo afecta el consumo de pornografía a los seres humanos? Los estudios científicos disponibles no llegan todavía a un consenso total, pero las escenas de Abu Ghraib me parece que muestran de manera bien patente la capacidad que la pornografía tiene no solo de herir la sensibilidad del espectador, sino de dañar su conducta, de degradar su humanidad. Como decía el título de un libro francés sobre esta materia: La marea negra de la pornografía. Una plaga de orígenes y de consecuencias mal conocidos. El efecto más negativo de la pornografía es, muy probablemente, que afecta a la imaginación de sus consumidores hasta el punto de llegar a transformar reductivamente -esto es, a reducir a mera satisfacción sexual- las relaciones entre los seres humanos. Como las relaciones entre las personas están mediadas por su imaginación, la sistemática reducción de las relaciones entre mujeres y varones a su excitación sexual implica una degradación violenta de nuestra humana condición.

Las imágenes de la cárcel de Abu Ghraib han traído a mi memoria una anotación en su diario del reciente premio Nobel de Literatura Imre Kerstész, superviviente de Auschwitz y Buchenwald: “Las dos grandes metáforas del siglo XX: el campo de concentración y la pornografía -ambas bajo el punto de vista de la servidumbre total, de la esclavitud-. Como si la naturaleza mostrara ahora su lado funesto al hombre, a su nacimiento, desvelando radicalmente la naturaleza humana”. La tortura y la pornografía son aspectos complementarios de la degradación de la naturaleza humana que ha caracterizado a nuestro tiempo. El NO rotundo a la tortura que atraviesa nuestra sociedad ha de ir acompañado de un NO igualmente rotundo a la pornografía que es su cara oculta o quizá más bien la forma mediáticamente correcta de su presentación.

En la medida en que aspiramos a forjar una sociedad democrática, plural y respetuosa de la igual dignidad y de las diferencias entre varones y mujeres, ha de afrontarse decididamente la eliminación de la excitación sexual en los medios de comunicación. La tolerancia ingenua de la pornografía en los medios de comunicación, incluido internet, so capa de libertad de expresión, conduce a la degradación de la condición humana que muestran las penosas imágenes de Abu Ghraib.

La Gaceta de los Negocios (Madrid), 19 de junio de 2004 Jaime Nubiola es Profesor de Filosofía de la Universidad de Navarra

Ana Mª Romero Iribas, “La tarea más personal, vivir”, Nuestro Tiempo, VI.04

Eso había sido un descubrimiento. Tras vivir inmersa en el torrente vital que caracterizó los primeros años en el mundo profesional, vi con claridad que vivir se perfilaba como algo más que un mero “sobrevivir”: que vivir era una tarea, y una tarea apasionante que –con palabras de Ortega– “me han dado pero no me han dado hecha”. Comprenderla así era como tener en las manos un libro: un libro en blanco que a cada uno nos corresponde escribir y que se redacta dando comienzo a la historia fascinante de vivir. Desarrollar esa historia exigía vivirla con protagonismo, en primera persona, evitando que fueran los acontecimientos , las circunstancias o las personas los que “me vivieran” a mí. Este protagonismo -propio de la vida humana a diferencia de la animal y vegetal- hacía que vivir se convirtiera en aventura, y que fuera tarea: el trabajo que yo tengo por delante para hacer de ella lo que quiero que sea; para hacer de mí lo que quiero ser. Para ir adonde quiero llegar.

La vida es tarea porque hay que trabajarla si quiero vivirla desde la más íntima libertad personal y no sólo de modo superficial. Eso la convierte en algo a veces difícil y costoso, pero apasionante, fascinante, porque al obligarme a poner en juego mi libertad más honda, pone en juego todo mi ser SOÑAR EL PROYECTO VITAL La vida se presenta ante nuestros ojos como senda hacia el horizonte, puesto que se percibe como algo que yo —dentro de unos límites— crearé, diseñaré y realizaré. Este hecho es una perspectiva que llena el alma, que la hace respirar hondo, y que se nos presenta a cada uno al despertar la juventud. La juventud es precisamente el momento biográfico de soñar la propia existencia, de crearla en el interior de cada uno y de compartirla en conversaciones nocturnas mirando —a oscuras— el techo de la habitación: qué seré, adónde llegaré, cómo será mi vida, con quién quiero compartirla… En esos momentos, soñar la propia vida es poner alas al alma y hacerla navegar por los mares de lo desconocido para que escoja en ellos lo que le es afín. Mares desconocidos porque esas preguntas, los deseos de infinitud y los anhelos de grandeza, son lo mismo que imaginaron los grandes conquistadores cuando lanzaron sus naves al mar. Comenzaban la singladura habiendo soñado una meta y queriendo llegar a ella, pero desconociendo lo que en el viaje les aguardaba.

Ser joven significa soñar la propia vida, y soñar es buscar horizontes: buscar los horizontes en los que se va a realizar. Para eso se requiere pasear el alma, la mirada: lanzarla a pensar, a desear y a querer infinitamente. Llevar la mente y el corazón por las alturas más grandes y por los más profundos abismos; por los picachos agudos y los verdes valles, por las arenas desérticas y por los hielos eternos, por los volcanes fogosos y las selvas más exuberantes. Por lo aparentemente inalcanzable, por los ideales más altos y bellos: cambiaremos el mundo, seré alguien importante, en nuestro futuro habrá paz… Así lo expresaba W. Whitman en uno de sus poemas más famosos, “¡Oh! ¡Hacerme a la mar en un navío! Abandonar esta intolerable tierra firme (…) Abandonarte, oh, tierra sólida e inmóvil, embarcarme en un navío, Y ¡navegar, navegar, navegar! ¡Oh! ¡Hacer de la vida, desde ahora, un poema de nuevas alegrías! (…) Ser marinero del universo, dirigirme a todos los puertos.” De la misma manera que para soñar la propia vida hay que llevar al alma por las alturas de los grandes deseos e ideales, no podemos dejar de pasearla también por la vida cotidiana, por —tomando un término de Tolkien— la Tierra Media, tan llena de bellezas y de verdades personales, quizá más ocultas o menos grandiosas, pero igualmente esplendorosas cuando se sacan a la luz: el esfuerzo que mis padres han realizado para que yo haya llegado aquí y sea así; el trabajo poco vistoso de tantos “normales” como yo, que dedican ratos libres y vacaciones a colaborar con una ONG , esas personas grandes que han pasado por nuestro lado y nos han dedicado sus energías y su tiempo… tantas y tantas cosas. Pasear la mirada y el alma por la “tierra media” es una actividad valiente y necesaria para percibir que lo grandioso de la tierra se ha hecho con cosas pequeñas o rutinarias y aparentemente insignificantes.

Y soñar así no es una tarea inútil, ni una pérdida de tiempo ni la ingenuidad del iluso que no sabe lo que es verdaderamente la vida. No. Soñar es lo que hace el valiente y el audaz, el que conoce que habrá dificultades, cansancio, rutina, inquietudes, incertidumbres y mil cosas más, pero no por eso niega la existencia de una tierra más allá de todo eso: la tierra que quiere conquistar. Como enseñaba el famoso profesor Keating a sus alumnos, “sólo al soñar tenemos libertad”..

Pero, ¿cómo se sueña?, ¿quién sueña? Pues soñar tiene sus condiciones. Se necesita un espíritu libre: inteligencia abierta, voluntad decidida, corazón grande y valeroso, y no sólo un alma pequeña. El alma pequeña es un espíritu atado al realismo encarcelante que no deja mirar más allá de los propios zapatos; es decir, más allá de lo que parece perfectamente posible y alcanzable. O el que se ata a la falsa felicidad de una vida cómoda y perfectamente calculada, y sin lugar para el riesgo, o lo inesperado… ni para que la vida haga que probemos y descubramos quiénes somos verdaderamente. Pues si hay algo que caracteriza al hombre frente a otras especies es precisamente que es capaz de innovar, de reaccionar ante una situación que nunca antes se había presentado y de hacerlo desde dentro de sí mismo, y siendo yo: Beatriz, Juan, Alejandro. Sin imitar lo que hace… mi padre, mi mejor amiga, lo que hace todo el mundo, lo que me han dicho que haga, lo que hace esa persona que admiro tanto. Manuel García Morente afirmaba en su “Ensayo sobre la vida privada” que “para ser persona no hace falta ser un genio (…). Basta con querer ser lo que realmente se es, sin dejarse sobornar por lo que ‘se’ dice, ‘se’ piensa, ‘se’ siente, ‘se’ cree; basta con resolverse enérgicamente a aquilatar en la intimidad del yo las mercancías que circulan en los bazares colectivos; basta con tomarse la cuenta de la vida. Pero esta actitud requiere cierto esfuerzo, resolución valerosa. Más cómodo resulta descansar en las convicciones ya hechas y recibidas de fuera, dejarse vivir en la grey, arroparse en los abrigos construidos por otros, que hacerse uno mismo sinceramente su propia vida, grande o pequeña”.

Sabe y puede soñar quien reconoce en su interior la llamada a ir más allá de la inmediatez, de lo que hago ahora mismo y de lo que haré este año. Quien vislumbra en su interior un destino personal y el deseo de cumplirlo. Eso es ser joven y poseer la riqueza de la juventud. La juventud se reconoce como un tesoro de la vida del hombre no sólo porque suponga plenitud de fuerzas y salud: sino fundamentalmente porque es el momento biográfico que le lleva a formular el proyecto de vida, el rumbo por el que marchará hacia el horizonte, la senda que ha de recorrer. Porque es el momento de mirar hacia adelante. Porque se ha dejado atrás una niñez centrada inadvertidamente en uno mismo, y se ha liberado de la inestabilidad de la adolescencia. Al encontrarse por primera vez consigo misma y con un gran mundo alrededor, cada persona es capaz de mirar hacia delante y ver en lontananza el futuro que quiere para sí.

Ese descubrir el mundo de alrededor supone, en primer lugar, saber quiénes somos nosotros mismos. Y por eso me decía una vez y con mucha razón Sara, que “no hay nada más bonito que encontrarse a uno mismo”. Porque poder decir “yo” sabiendo qué es lo que pienso, qué es lo que me gustaría o quién soy ahora mismo, es el paso previo a definir el proyecto vital.

Así pues, la tarea primera es tener un proyecto de vida: los sueños: quién y qué quiero ser; para quién quiero ser y vivir; cómo quiero ser y vivir.

EL TRABAJO QUE LA TAREA IMPONE Después llega el trabajo que la tarea impone: cómo voy a realizar, cómo realizo en mi vida de cada día eso que he soñado que soy y que seré. En eso consiste el encontrar el propio “lugar en el mundo”, que es el título de una buena película argentina de A.Aristaráin. Su protagonista se enfrenta a una vida algo difícil, pero acaba convencido de que tiene y encontrará su lugar en el mundo: el hueco, el sitio desde el que llevar a cabo la tarea de vivir, pues parece que no se hace desde cualquiera. Esto último tiene su parte de verdad porque no todas las tierras dejan florecer las mismas plantas: las hortensias se ahogan sin humedad, los geranios soportan bien situaciones extremas, la buganvilla sólo crece si hay abundante luz. Pero hay que saber también que el lugar de cada uno en el mundo no es tanto un espacio externo como un ámbito interior. Ese “lugar en el mundo” es más un modo de enfrentar la vida, las cosas y las circunstancias que un bello edificio externo en el que nos podamos refugiar. El lugar de cada uno en el mundo es su hogar, y el hogar está siempre ligado a la intimidad: al mundo interior que hay dentro de cada uno y a la capacidad de exteriorizarlo, de forma que podemos “hacer casa” casi de cualquier lugar porque sabemos volcar en él nuestra interioridad, y al hacerlo así éste se vuelve reconocible y habitable.

Sólo los lugares que quemen o ahoguen nuestras raíces se vuelven inhóspitos para nosotros, puesto que las raíces (mis principios, mis ideales, etc.), son el origen de la propia vitalidad y por tanto de la interioridad.

El encontrar el propio lugar en el mundo es la tarea de la primera madurez, pasada ya la juventud. Es el momento de empezar a poner por obra todos aquellos sueños que bullen en nuestro interior y que deben ser nuestro norte, el rumbo y el horizonte al que muchas veces habremos de dirigir la mirada para decirnos una y otra vez que sí, que seguimos detrás de ellos… aunque hayamos descubierto que alcanzarlos es una tarea esforzada y a veces costosa y difícil.

Para algunos, encontrar el propio lugar en el mundo pueda quizá parecer trivial, o innecesario (para quienes resulte “evidente” que todos tenemos un lugar); incluso puro romanticismo. Pero para muchas personas, encontrar el propio lugar es la única manera de vivir. Mientras tanto, se puede sobrevivir, es decir, se puede ir pasando por la vida, se puede ir paseando por los días, pero las cosas no se integran de modo unitario dentro de nosotros.

Encontrar el lugar propio es necesario para realizar la vocación vital. Y como la vocación es algo que se lleva dentro, “mi lugar en el mundo” no es tanto un lugar físico que yo haya de encontrar como un modo de vivir que he de aprender a desarrollar, allá donde me encuentre, y sean cuales sean las circunstancias. Pero darse cuenta de esto, quizá, no sea fácil y supone tiempo, atención a los acontecimientos, confianza, diálogo y paciencia.

Necesita tiempo y paciencia porque un camino que al principio podía resultarnos intrincado para nuestro modo de ser o para nuestros deseos, acaba abriéndose en un claro que nos permite sentarnos a recopilar nuestras aventuras y darlas a conocer facilitando así a otros el camino que nosotros hemos hollado ya. Para llegar al claro hay que andar, hay que esperar, y hay que confiar. Porque aunque el hombre sea un coleccionista de seguridades, y nuestra vida se asiente sobre ellas, la vida es en sí misma aventura además de tarea, y hay que admitir que en ella hay que dejar espacio al misterio, a un cierto riesgo o a la incertidumbre. A pesar de que tratemos incansablemente de convertir la vida —un terreno pantanoso— en suelo firme, quedan cosas que escapan a nuestro control: siempre habrá cierta incertidumbre respecto al futuro.

Y aunque esa es nuestra inclinación, es poco humano vivir constantemente de seguridades porque nosotros nos hacemos en el tiempo, somos seres biográficos; es decir, sólo somos dueños de nuestro presente y sólo con él podemos jugar a favor de nuestro crecimiento personal.

El diálogo es un elemento imprescindible para encontrar nuestro lugar aunque aquí sólo vamos a mencionar su importancia. Aprovechar la experiencia de quien ya ha tenido que hacer esa tarea; saberse comprendido en los momentos de dificultad; aprender a reconocer la verdad; aprender a mirar el horizonte; no vivir en soledad, que es lo más duro del caminar, como ya reconoció el mismo Aristóteles en su Etica: “No es fácil en soledad estar continuamente activo; en cambio es más fácil con otros y respecto a otros”.

También hay que evitar por todos los medios la comparación, el mirar a los lados del camino, o a las vidas ajenas. Mirar a nuestro lado, a los que nos cruzamos en los caminos de nuestra historia para aprender, siempre es positivo, pero deja de serlo cuando tomamos como propios sus parámetros de existencia. Cada camino es distinto aunque no lo parezca, porque aun siendo el mismo el sendero a recorrer, es distinto el calzado, el paso de quien lo recorre, la altura del sujeto, el talante y el estado de ánimo de quien lleva esos zapatos. Incluso el día en el que se recorre. Pues no es lo mismo andar con sol y calor, que hacerlo en un día primaveral; no es igual andar con barro en los zapatos que con ellos limpios; no es lo mismo estrenarlos, que usarlos cuando la horma se ha hecho a nuestro pie. Tantas cosas son diferentes, que la comparación al final no puede resultar más que negativa o inútil. Mirar hacia adelante y mirar hacia adentro de nosotros es lo que nos dará la clave verdadera de cómo recorrer la senda. Porque mirando hacia delante, veremos cómo se dibuja el camino y nos daremos cuenta de cómo encontrar la mejor manera de recorrerlo. Y para saber cómo hacerlo hemos de pararnos primero a escuchar lo que nos dicta nuestro interior y tener la valentía de saber actuar desde nosotros mismos, de buscar respuestas en nosotros, de actuar desde nuestra propia libertad. Porque en algún momento, nos encontraremos con dificultades, obstáculos o encrucijadas… y no siempre habrá a nuestro lado un amigo, un maestro o compañero fiel que nos aconseje o nos acompañe por él: sólo desde nosotros mismos podremos responder, actuando desde lo que somos y sabemos.

Una tentación frecuente al caminar, al tratar de cumplir esa vocación vital que cada uno descubrimos y tenemos, es la de rendirse ante los obstáculos que se presentan. Y oyendo de nuevo a García Morente sabremos que, “la vida privada hay que hacérsela, hay que conquistarla. No basta con existir para tenerla. Querer ser lo que realmente se es. Ahí está la clave”. Y eso supone, como me escribía una amiga, “ser capaz de asombrarse, de profundizar, de no dar la espalda a la inquietud de encontrar respuesta a las realidades más profundas y complejas”.

LA FORJA PERSONAL Lo que hay después de los sueños es el trabajo por realizarlos.

Y eso es una tarea algo más costosa y difícil que simplemente soñarla. Pues para soñar basta con tener alma grande, imaginación y capacidad de asombro. Pero para realizar los sueños, para la forja del hombre, de la persona, se necesita algo más que eso.

Aun suponiendo un esfuerzo importante, la forja personal, la dificultad de roturar el camino, de crecer, de seguir madurando, de sacar una y otra vez de nosotros cuando ya parecía que no había más, tiene también para la persona un atractivo, una grandeza especial.

¿Conoces las alegrías del pensamiento meditativo? ¿Las alegrías del corazón libre y solitario, del corazón tierno y sombrío? ¿Las alegrías del paseo triste, del espíritu agobiado pero orgulloso del sufrimiento y de la lucha? (W. Whitman, “Hojas de hierba”).

Vivir es crecer constantemente. Y el crecimiento implica estiramiento personal, sacar de donde parece que no hay, como el tallo de las plantas o los huesos de los niños. Implica mirar hacia arriba o hacia delante para alcanzar la meta que la mirada no pierde de vista. Implica confiar en uno mismo: en que no me he engañado cuando he visto la meta, la he admirado y he decidido que ella sería la que quería tener para toda la vida.

Ese crecimiento está acompañado por un cierto dolor, un cierto sufrir. El de superarse constantemente para alcanzar el rayo de sol que se ve al final y que necesitamos para vivir. El de no desanimarse cuando todo se oscurece o nos sentimos sin fuerzas para seguir adelante. No es solución pararse ante la negrura o la oscuridad, pues hay una parte de la vida, de nuestro camino, que se hace al andar. Y sobre todo hay que aceptar que en la vida hay tramos que se caminan en cierta oscuridad, como ocurre a la Comunidad del Anillo cuando se adentra en las Minas de Moria. En esos tramos, el mismo andar forja la meta y abre el camino. Los sueños que perseguimos se realizan en el mismo avanzar.

Pero la oscuridad nunca es total cuando se vive enamorado. El motor más importante para hacer realidad los sueños es precisamente el amor: vivir con la convicción de que hay un tú que espera de mí todo eso y lo mira con un cariño y una ilusión única. Saber que no hay un solo esfuerzo que caiga en saco roto porque todos son valorados. Tener la íntima alegría de compartir los logros; experimentar la certeza de no estar nunca solo: ni en los momentos nuevos, ni en los difíciles, ni ante las cosas o personas que nos inspiran temor. Tampoco en los tropezones, los errores, las equivocaciones o los fracasos Vivir la vida no desde el “yo”, sino desde el “nosotros”. Estar en el mundo no “para mí”, sino “para nosotros”. Ese es el motor fundamental del alma que se ha embarcado, que ha dejado atrás la orilla para lanzarse en pos de sus sueños. Por eso, el descubrimiento del amor en la vida del hombre, pertenece de modo íntimo e intrínseco a su realización como persona. Sin él las cosas tienen un sentido limitado, plano, y de resonancia escasa. El amor es configurador, es motor de crecimiento y de superación.

La mirada del amor hace crecer a la persona y le hace descubrir el mundo y la vida de un modo diferente. Hay quienes no necesitan para crecer más que la mirada del otro. Esa es su lluvia y su sol. Su ser se desenvuelve y despliega de modo asombroso, sólo porque hay un “tú” (persona amada, amigo, padre, madre…) que lo mira. Y es maravilloso descubrir personas llenas de mundo interior y de espacios que se iluminan… y que ese mundo se ha creado en ellas precisamente porque hay un tú, un alguien que lo mira con sorpresa, con admiración y con “ingenuidad”. Es como si hubiera una inmensa reciprocidad: uno descubre personas llenas de mundo… que a su vez han sido capaces de crearlo, porque yo lo he mirado. El encuentro entre las personas, la apertura y el darse, es lo que las hace realizarse más plenamente, lo que las hace ser más. La persona se realiza y despliega en la autoentrega, en el otro, en el darse y ser recibido. Ser persona es ser relación a, es ser para alguien.

BUSCAR Y ENCONTRAR MAESTROS DE VIDA Para quien ha comenzado a recorrer el camino de la existencia personal con protagonismo y profunda libertad, o para quienes perseguimos con empeño la tarea de vivir una vida intelectual en medio del tráfago de la existencia, buscar y encontrar maestros de vida es una necesidad indeclinable. Necesaria para poder avanzar en esa tarea y también para conservar el alma de filósofos en el vertiginoso transcurrir del día a día. Todos necesitamos de esos maestros, guías en la existencia, que nos hacen el camino más fácil porque se cuenta con su compañía, su sabiduría, su experiencia, su consejo y también con su exigencia. Los maestros muestran con su existencia el arte de vivir encarnado. Hacen atractiva la meta y motivan aun en los momentos penosos del camino porque se reconocen en ellos los valores, los ideales o los sueños que nosotros perseguimos todavía.

Los maestros suponen una guía, y una compañía en el recorrido porque han alcanzado ya lo que nosotros estamos todavía comenzando. Ellos suponen la seguridad de saber que se puede llegar al final del camino, y —sobre todo— facilitan el recorrido porque nos muestran cómo se anda por él. Muestran con su modo de vivir. Como escribió A. Ruiz Retegui a este propósito, “las lecciones del maestro son manifestación de búsqueda personal y libre de la verdad: son lecciones magistrales. La actividad del maestro es rica y densa pues supone la puesta en juego de las energías personales más íntimas y verdaderas (…) Las lecciones magistrales son una muestra de libertad y por eso forman en libertad. La actividad del maestro requiere una gran intensidad de vida intelectual y personal. Esa actividad expresa la libertad al más alto nivel pues es mostrar la actividad investigadora y de relación con la realidad desde el más hondo foco personal. El maestro muestra el alma al mostrar que su acción es verdaderamente suya y no tomada en préstamo de otro.” Encontrar maestros, sin embargo, no es a veces tarea fácil para quien advierte su necesidad. Precisamente porque el maestro muestra el alma en su actuación, no sirve cualquiera, ni es el mismo para todas las personas, ni siquiera para todas las que comparten una misma inquietud. La relación del maestro y el aprendiz supone “la puesta en juego de las energías personales más íntimas y verdaderas”. Y esa apertura de la intimidad, ese entreveramiento de intimidades que en cierto modo se da en ella, requiere conexión de las almas y un ambiente propicio para el encuentro entre el aprendiz y el maestro. Quien desea un maestro de vida debe, por tanto, estar muy atento a los acontecimientos y personas de su alrededor.

Estar atentos a las personas puede resultar más sencillo. Pero también es importante estar atento a los acontecimientos, a lo que la vida va depositando a nuestro lado en la orilla, a lo que no se va con la corriente, a lo que permanece con nosotros a pesar del color cambiante del cielo y del constante fluir del agua. Porque en eso que la vida va dejando a nuestro lado —si somos capaces de advertir que está ahí— aparecen los tesoros. Y quien nunca hubiéramos pensado que lo fuera, se perfila como el maestro personal.

Habrá para quienes la búsqueda del maestro no sea dificultosa. Pero para los que esto no resulte tan sencillo sirve aquello de García Morente de “atender a una vocación histórica imperiosa”. Es decir, de no dejar morir en nosotros el deseo de encontrarlo. Porque en ese recorrer el camino, lo que estamos pretendiendo, lo que estamos haciendo, es ir en pos de la verdad personal, en busca de la verdad de la propia existencia que es la búsqueda de la vocación vital.

LA AVENTURA DE VIVIR Al final, nadie puede sustituirnos a cada uno en esta andadura, que es una andadura de libertad, y eso despierta en nosotros cierto miedo y al tiempo pasión: temor a equivocarse y afán por vivir con protagonismo la existencia aventurándose, adentrándose en ella. Al hilo de una conversación así, me decía Jaime que esto supone todo un planteamiento vital: protagonizar la aventura por excelencia que es la propia vida. Me la comparaba –con gran acierto– con dirigir una película haciendo de director, realizador, protagonista y chico de los recados. En esos momentos, seguía describiendo, “Spielberg es a tu lado un farsante porque no actúa sobre la realidad. Tú sí. Tú consigues que cada plano pase a la posteridad y no termine arrinconado bajo una capa de polvo en un almacén cualquiera. Porque tus planos son reales y tienen la capacidad de cambiar el mundo. Aunque sea un pedacito. Pero el mundo se cambia así: a pedacitos; con vidas que provocan cambios en otras vidas.” Este planteamiento vital puede suponer cierta incomodidad: la que tiene forma de inseguridad y es resultado de no tener la certeza de ir por el camino adecuado, y como consecuencia tener que empezar de nuevo. Andar, vivir, es saber con certeza que te vas a equivocar alguna vez. Y sin embargo, eso no nos excusa a nadie del deber de luchar por encontrar y vivir la vocación personal.

También puede resultar incómodo porque, seguía argumentando Jaime, “lo cómodo es lo fácil, lo que no exige esfuerzo, el dejarse llevar –incluso en lo bueno–, el andar por caminos bien asfaltados, el vivir sin salirse de unos parámetros que impidan la agitación interior, el no llamar la atención, el creer lo que me conviene, el no preguntarse demasiado por nada, el “dar el pego”, la monotonía, lo esperable, el hacer por hacer.” Para vivir en primera persona se requiere –por tanto– valentía: quizá hayamos de romper moldes, abrir nuevas sendas o caminar en dirección contraria a la de la mayoría. En ocasiones nos tocará caminar en soledad o podremos sufrir la incomodidad y la angustia de la incomprensión… El coraje es un arma imprescindible para actuar así, como lo es la responsabilidad para asumir los riesgos que toda búsqueda y realización implican.

Este modo de vivir exige también la generosidad y grandeza de alma de no exigir a todos que nos entiendan; o la de saber perdonar y disculpar a quienes ponen piedras en nuestro camino por envidia, ignorancia… o incluso por bondad. No todos somos iguales, ni vemos la vida igual. No todos vemos con la misma hondura. Pero quien tiene la suerte de percibir la vida así, como tarea apasionante, y es consciente de que tiene en ella un papel importante (lo cual no depende de la trascendencia externa o apariencia exitosa), no puede ni debe renunciar a eso. No puede retirar la mirada de su interioridad y traicionar a su más íntimo ser, a la llamada que desde él está percibiendo, sólo porque muchos otros no la perciban o porque nuestro entorno nos dirija llamadas acuciantes –las de la prisa diaria- que aparentemente no pueden esperar más.

Frodo, Gandalf y Aragorn, los personajes de Tolkien, nos sirven a este propósito para entender que se necesita cierta capacidad para la soledad y paciencia. En la larga peregrinación a Mordor, cada uno de ellos guarda para sí ciertos datos, pensamientos o temores de los que no hacen partícipes al resto de la Compañía, porque parecen considerar que no es necesario cargarlos innecesariamente sobre los demás. En su viaje, como en el de la vida, se necesita cierta capacidad para la soledad y también paciencia. Pues se puede sentir el cansancio de vivir en permanente búsqueda al tiempo que estamos en el día a día del trabajo, los amigos, la familia, las relaciones profesionales… Haciendo que todo ello funcione lo mejor posible, a pesar de que son de momento piezas de un puzzle que no acaban de encajar. Y para sobrellevar la inquietud que aguijonea cuando nadie a nuestro alrededor parece sentir esa necesidad de integrar todas las cosas, o parece tenerlas feliz y pacíficamente integradas desde hace mucho tiempo. Porque la tranquilidad puede convertirse en un bien ardientemente deseado en el a veces tumultuoso buscarse, encontrarse, entenderse, poseerse y así poder entregarse.

¿Y cómo saber que se ha llegado a la meta? Simplemente, se sabe. Y cuando la búsqueda ha sido constante e intensa, de gran implicación personal, el descubrimiento produce una alegría íntima y especial: nada explosivo, ni apasionando, ni tampoco un alborozo exagerado. Se trata más bien de un sentimiento de serenidad, de equilibrio, una satisfacción honda, un regusto de plenitud personal. Y eso es lo que nos permite, una vez alcanzada la meta, esta meta, volver al camino de nuevo, pues la vida está llena de principios, de nuevas etapas que comienzan.

Ana Mª Romero Iribas a_romeroiri@hotmail.com

José Luis Cañas, “Por qué se extienden las adicciones”, Aceprensa, 16.VI.04

Cuando se habla de adicciones, lo común es pensar en las drogas. Pero resulta cada vez más claro que las toxicomanías son solo una modalidad de dependencia. Hay personas preocupadas de modo compulsivo por el sexo, el aspecto físico, el trabajo, el juego… Con droga o sin ella, el fenómeno tiene la misma raíz, que está en la persona, según explica José Luis Cañas, especialista en adicciones.

José Luis Cañas Fernández es profesor de Hermenéutica y Filosofía de la Historia en la Universidad Complutense (Madrid). Investiga el problema de las adicciones desde 1993, y en 1996 apareció su primer libro sobre el tema, De las drogas a la esperanza (Ediciones San Pablo). Acaba de publicar el manual Antropología de las adicciones (Dykinson, Madrid, 2004), con la intención de que sirva de referencia teórica a los profesionales que trabajan en la lucha contra las dependencias –en especial, a la Asociación Proyecto Hombre–, desde una visión del fenómeno adictivo centrada en la persona.

Entrevista de Ignacio Fernández Zabala en Aceprensa 16/6/2004 Continuar leyendo “José Luis Cañas, “Por qué se extienden las adicciones”, Aceprensa, 16.VI.04″

Ignacio Sánchez Cámara, “Los términos del problema (clonación)”, ABC, 14.VIII.2004

La admisión de la clonación terapéutica entraña un grave problema moral. Lo primero ha de ser atenerse a los hechos y plantear con claridad los términos del problema. El lector atento y con buen criterio extraerá la solución, que no debe confundirse con «su» solución, pues el relativismo cuela ya de tapadillo la suya errónea: todo es relativo; luego, haga cada cual lo que mejor le parezca. El análisis de todo problema moral debe partir del respeto a los hechos. ¿Qué es lo que se debate? En este caso, se trata de determinar si es lícito crear un embrión clónico para utilizarlo en investigación de terapias contra enfermedades hoy incurables, y destruirlo después. Dejemos de lado las serias dudas que existen sobre la eficacia de estas terapias y la posibilidad de la existencia de tratamientos alternativos. ¿Es o no lícito moralmente hacerlo? ¿Deben autorizarlo los Estados? ¿Es compatible con la dignidad que conferimos a la vida humana, o con la que ésta posee de suyo? El siguiente paso bien podría ser rechazar lo que no está en discusión, los falsos planteamientos y las eventuales falacias. No se trata de una cuestión religiosa que afecte al ámbito de la fe y enfrente a creyentes y no creyentes. Tampoco se puede saldar el debate apelando al oscurantismo de quienes se oponen al avance de la ciencia, entre otras razones porque quienes argumentan así sí rechazan, muchas veces sin argumentos, la clonación reproductiva. Quienes se opusieron a la eugenesia nazi no fueron oscurantistas. Ni cabe zanjar el debate esgrimiendo la insensibilidad hacia el dolor de quienes oponen reparos morales. No hay debate auténtico cuando falta la buena fe. Ni tampoco cuando ningún interlocutor está dispuesto a atender los argumentos ajenos y descarta toda posibilidad de ser convencido. LO que verdaderamente se dirime es si es lícito fabricar un embrión clónico para curar y ser destruido. Argumentarán a favor quienes antepongan la salud y la vida del adulto frente a la dignidad de la vida embrionaria o quienes nieguen que la clonación atente contra ella. Se enfrentan aquí, como en tantos otros casos, distintas concepciones sobre la realidad, la moral y el valor de la vida humana, distintos planteamientos sobre la relevancia de la autonomía de la voluntad, la dignidad del hombre, la valoración exclusiva de las consecuencias de la acción, la justificación de los medios por el fin, la idea del deber o la afirmación de la existencia de acciones intrínsecamente buenas o malas. En suma, se enfrentan diferentes concepciones filosóficas con distintos órdenes de jerarquía de valores. Aunque no sea fácil, no debemos resignarnos a la inexistencia de un debate genuino. No valen ni la descalificación previa, ni el mero recurso al consenso, tan socorrido para políticos con convicciones anémicas. Ni tampoco la superficialidad antifilosófica. LAS disquisiciones sobre cuándo el embrión llega a ser persona me parecen alambicadas y, a veces, desembocan en meras disputas sobre palabras. La diferencia entre una célula madre y un adulto de, por ejemplo, sesenta años es patente. Pero también lo es que el embrión clonado es idéntico a lo que un día fue la persona cuya vida se intenta salvar mediante su fabricación. En cualquier caso, no se trata de un debate que enfrente a ilustrados y oscurantistas, sino a quienes sustentan diferentes concepciones acerca del valor de la vida embrionaria, una más laxa y otra más estricta, o, si se prefiere, una que defiende el valor intrínseco de la vida y otra que lo niega.