Carlos Soler, “La ética de Savater”

Recensión del libro
FERNANDO SAVATER, Ética para Amador, Ariel, 43 ed. Barcelona 2003, 189 pp Continuar leyendo “Carlos Soler, “La ética de Savater””

César Vidal, “Isabel ¿santa o villana?”, Calibán, 1.X.02

Acusada de intolerante, racista e incluso sucia, Isabel la Católica vuelve a ser noticia una vez más en virtud de la publicación de varios libros relacionados con ella y el relanzamiento de su causa de beatificación. Sin embargo, ¿cómo fue realmente Isabel la Católica? La utilización que el régimen de Franco hizo de los Reyes Católicos facilitó la tarea de todos aquellos que sentían por otras razones una especial repulsión hacia su legado y deseaban denigrarlo. Los enemigos de la memoria relacionada con los Reyes Católicos han ido históricamente de los republicanos a los islamistas pasando por los separatistas vascos y catalanes que siempre han lamentado la tarea de reunificación nacional consumada – que no iniciada – por Isabel y Fernando. Sobre estas razones políticamente correctas, se ha ido labrando un cúmulo de leyendas especialmente contrarias a la reina de Castilla tachándola de sucia, intolerante, fanática y racista. Sin embargo, la realidad es que ninguno de esos mitos resiste la más elemental confrontación con las fuentes históricas. Empecemos por la leyenda relativa a una Isabel que no se cambiaba nunca de camisa aunque ésta apestara. Lo que nos enseñan las fuentes es que precisamente Isabel era una mujer de pulcritud sorprendente para su época; que se esforzó por hacer extensivas al conjunto de la población sus normas de conducta acentuadamente higiénica; que los informes de los médicos de la corte señalan su especial preocupación “por la higiene o los alimentos”. No menos difícil de sostener es la acusación de racista lanzada sobre Isabel. No sólo fue ella la principal inspiradora de las Leyes de Indias que convertían a los indios americanos en súbditos de pleno derecho frente a las codicias de no pocos sino que además el número de judíos que trabajaron para ella antes y después del Edicto de Expulsión fue muy numeroso. Nombres de gente de estirpe judía como Pablo de Santa María, Alonso de Cartagena, el inquisidor Torquemada, fray Hernando de Talavera, Hernando del Pulgar, Francisco Alvarez de Toledo o el padre Mariana entre otros muchos son muestra de hasta qué punto Isabel no fue nunca racista. Este tipo de ataques ha intentado sostenerse sobre todo en episodios como la Expulsión de los judíos y el final de la Reconquista. La expulsión de los judíos significó un conjunto de dolorosísimos dramas humanos pero en su época la acción distó mucho de tener esa connotación tan negativa. Las fuentes históricas nos muestran no sólo que la medida fue precedida por otras similares en naciones como Inglaterra, Francia o Alemania sino que incluso fue saludada con aprecio en Europa porque, a diferencia de lo ocurrido en otras naciones, los Reyes Católicos no actuaron movidos por el ánimo de lucro. En su momento, la decisión estuvo además relacionada con el proceso de Yuçé Franco y otros judíos que confesaron haber matado a un niño en la localidad de la Guardia en un remedo blasfemo de la Pasión de Jesús y, muy especialmente, con los intentos de ciertos sectores del judaísmo hispano por traer de vuelta a la fe de sus padres a algunos conversos. Actualmente, los historiadores tienden a considerar el caso del niño de la Guardia como un fraude judicial pero lo cierto es que en aquella época las formalidades legales se respetaron escrupulosamente y este hecho, unido a la gravedad del crimen, provocó una animadversión en la población que, en apariencia, sólo podía calmarse con la expulsión de un colectivo odiado. Por otro lado, Isabel se preocupó personalmente de que no se cometieran abusos en las personas y haciendas de los judíos expulsados como se puso de manifiesto en la Real de provisión de 18 de julio de 1492 que velaba por evitar y castigar los maltratos que ocasionalmente habían sucedido en algunas poblaciones como la actual Fresno el Viejo. Por si fuera poco, durante los ciento cincuenta años siguientes, la innegable hegemonía española en el mundo no llevó a nadie a pensar que la expulsión de los judíos hubiera sido un desastre – habría que esperar a la Edad contemporánea para escuchar esa teoría – y, desde luego, difícilmente se hubiera podido sostener que el episodio había sido más grave que otros similares realizados en otras naciones europeas. Aún más fácil de comprender resulta el final de la Reconquista. Que los Reyes Católicos, tras reunir los territorios de Castilla y Aragón, ambicionaran concluir el proceso reconquistador era lógico y, desde luego, no chocaba con las trayectorias de otros monarcas anteriores. Con todo, la lucha contra el reino nazarí de Granada no fue provocada por ellos sino por la ruptura de los pactos previos por parte del rey moro y por las incursiones de agresión que los musulmanes desencadenaron contra las poblaciones fronterizas. No se trataba, desde luego, de una lucha meramente religiosa sino también nacional y no deja de ser significativo que cuando se supo que Granada había capitulado, los judíos danzaran para celebrarlo ya que también ellos habían sido víctimas de la intolerancia musulmana. Sin embargo, la grandeza – grandeza difícilmente negable – de Isabel de Castilla descansa no en el hecho de que los ataques contra ella sean de escasa consistencia sino en que fue una reina verdaderamente excepcional en lo político, en lo humano y en lo espiritual. Por ejemplo, supo comprender el efecto pernicioso que sobre la economía ejercía la subida de impuestos y prefirió la austeridad presupuestaria al incremento de la presión fiscal. Asimismo fue enemiga resuelta de las conversiones a la fuerza y así lo dejó expresado en la Real cédula de 27 de enero de 1500. Además, en agudo contraste con la figura de su hermanastro y antecesor Enrique IV el Impotente, Isabel fue partidaria de una adjudicación de funciones públicas que no derivara del favor real sino de los méritos del aspirante. Esa circunstancia basta por sí sola para explicar buena parte de los méritos de gestión del reinado y, especialmente, el deseo que Isabel tenía de que las mujeres pudieran recibir una educación académica similar a la de los hombres. Como ella misma diría “no es regla que todos los niños son de juicio claro y todas las niñas de entendimiento obscuro”. Aún más notable es el aspecto humanitario de la personalidad de la reina. Por ejemplo, cuando en 1495 tuvo noticia de que Colón había traido de América indígenas a los que había vendido, dispuso que se procediera a su búsqueda y se les pusiera en libertad con cargo a las arcas del reino. Aunque fue una excelente mujer de estado, Isabel no dejó jamás de mostrar una profunda preocupación por la suerte de los más débiles y desfavorecidos. A ella hay que atribuirle el establecimiento de las primeras indemnizaciones y pensiones para viudas y huérfanos de guerra – una disposición tomada después de la guerra civil de Castilla cuando las arcas del tesoro estaban exhaustas – o la creación de los primeros hospitales de campaña durante la guerra de Granada. A todo lo anterior hay que añadir su ejemplaridad de vida o, de manera muy especial, su celo por la expansión del Evangelio por encima de cualquier otra consideración. Desde luego, el descubrimiento y la posterior colonización de América son incomprensibles sin una mención cualificada a las causas espirituales expresadas desde el primer momento por Isabel la Católica y recogidas en diferentes documentos de la época. Todo ello explica que su figura fuera muy estimada en su época y abundan los testimonios de españoles y extranjeros que la tuvieron por una mujer no sólo excepcional sino tocada por la gracia de la santidad. De hecho, los ataques contra su persona procedieron exclusivamente de enemigos que temían lo que representaba e históricamente se han caracterizado por su falacia. Poco ha cambiado al respecto. En la actualidad, los ataques contra Isabel arrancan o bien de una clara ignorancia histórica – como muestra la leyenda de su camisa sucia – o de una repugnancia ante sus logros excepcionales. En contra de esa visión marcada profundamente por el sectarismo se hallan los testimonios de la época y las opiniones favorables de personajes de la talla de Washington Irving, W. T. Walsh, William Prescott, Ludwig Pfandl, Marcel Bataillon, Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset o incluso Johnson y Eisenhower, ambos presidentes de Estados Unidos, entre muchos otros. Al final, como sucede con tantas otras cuestiones, sobre el frío y documentado análisis histórico prevalece la lucha política.

Testimonios de científicos sobre ciencia y fe

DIOS ESTÁ EN EL PRINCIPIO DE LA REFLEXIÓN DE UN CREYENTE Y AL FINAL DE LAS INVESTIGACIONES DE UN CIENTÍFICO Continuar leyendo “Testimonios de científicos sobre ciencia y fe”

José Francisco Sánchez, “Sobre sueños incumplidos”, Arvo, 26.X.03

ALGUIEN ME ESCRIBE para decir que se le escapan los sueños. Que va teniendo una edad, unos hijos de los que cuidar y un trabajo cada vez más exigente. Que no le queda tiempo para sí mismo, para vivir su vida, para soñar sus sueños. Que cada vez se siente más atado a la tierra, más esclavo de las cosas, menos capaz de volar por cuenta propia. Que a veces se entretiene una mañana de sol templado a pensar en todo esto, como si el aire tibio quisiera inspirarle otras cosas, otras búsquedas más auténticas, más suyas, quizá más dulces e inspiradas, más creativas incluso.

TIENE UNOS POCOS años más que yo y, aunque nos hemos visto poco -lo suficiente para que me escriba con estos argumentos-, estoy seguro de que es una buenísima persona. Le pasa, sólo, que tiene los años que tiene. Voy viendo que estos planteamientos se hacen progresivamente frecuentes en muchos de los amigos que andamos por estas alturas del vivir. Supongo que todo influye. Pero influye más que nada la edad: el meridiano ese de la vida que te hace pensar en que la has desperdiciado o aprovechado poco.

LE CONTESTÉ ALGO que ahora no me atrevo a repetir aquí, y que además no era interesante. Su respuesta, sin embargo, sí: al fin y al cabo, me decía, “cuando pienso esas cosas actúo como si yo fuera dos: el iluso soñador y el otro, el práctico, que va haciendo lo que tiene que hacer. Y no hay dos, sino uno: el que tiene las ataduras que se ha buscado”. “Hacer lo que uno tiene que hacer” no está nada mal. El peligro reside en dejarlo por los sueños, por el mero soñar incluso, cosa que este amigo ni se ha planteado. También me decía en su respuesta que quizá estuviera disfrazándose con palabras y con sueños para no reconocer lo que realmente es, por miedo a afrontarse, por miedo a reconocerse demasiado diferente de quien cree que es o de quien quiere pensar que es. Bien visto. Me recordó lo que decía otro: “Yo se lo digo siempre a mi mujer. Mira, te quiero un montón, no fumo ni bebo ni ando zascandileando por ahí, trabajo como un burro y nunca nos ha faltado nada… es que, si supiera y quisiera ponerle los pañales a los niños, bueno, es que… ¡Entonces sería perfecto! Y perfecto no soy”.

YA ME LO HA contado varias veces, probablemente porque sabe que me río mucho con ese razonamiento. Aún no me he atrevido a decirle que si, para ser perfecto, sólo le falta el dominio de un arte tan poco sofisticado, le valdría la pena intentarlo al menos. Porque asumir los propios defectos, siempre que se refieran a cosas que no nos apetece hacer, resulta francamente fácil. Entre otras razones, porque exigir la perfección ajena -la de quien tiene que soportarnos- sale mucho más barato que plantearse la propia. Pero, de todos modos, no está mal razonado. Hay que contar con los defectos de los demás si queremos que los demás sean pacientes con los nuestros. Y recordarlo siempre -que la imperfección es el estado natural de las cosas y de las personas- para no soñar perfecciones que, según todos los testimonios, jamás han existido.

LO COMENTABA CARLOS, hace muchos años, a propósito de un chaval que iba dejando de serlo y no encontraba novia de su gusto: “Es que ese anda buscando un híbrido entre Marilyn Monroe y Santa Teresa de Jesús. Y claro, no lo encuentra”. Debe de ser que vemos muchas películas. “American Beauty”, por ejemplo.

Arvo Net, 26 de octubre 2003

José Francisco Sánchez, “Siempre y nunca: mentiras”, NT, 1.X.03

EI profesor novel es uno de los seres más indigentes, inermes y desamparados que pueda encontrarse sobre la tierra. Si es profesor de bachillerato, más. Yo no era profesor de bachillerato, pero sí novel, y se me ocurrieron varios sistemas para paliar un poco esa indefensión en la que me veía sumido: enfrentarme todos los días a ciento cincuenta estudiantes de quinto de Periodismo. Una de las artimañas que desplegué resultaba verdaderamente innovadora, o al menos eso pensaba. Dije a mis alumnos el primer día de curso que no me vinieran con cuentos de terror ni con certificados médicos en el caso de que hubieran faltado a alguna de las inevitables prácticas: “Yo les creo siempre”, añadí. Pensaba que así defendía mi debilidad de carácter, esa enfermiza propensión a comprender demasiado que me lleva, como consecuencia, a pasar por tonto o por primo. “Si les crees siempre por norma -me decía-, nadie podrá atribuirse el mérito de haberte burlado”.

Una mañana recibía a mis alumnos en la puerta de cristal del aula informatizada. Una chica se paró para contarme una historia absolutamente inverosímil que pretendía explicar su ausencia continuada en las clases prácticas. La atajé: -Vale, no te preocupes. No hace falta que me cuentes más. Está claro. Tranquila.

Lejos de tranquilizarse, para mi espanto, rompió a llorar. Y entre sollozos dijo entrecortadamente una frase que no se me olvidará mientras viva: -Sí, sí. Usted, con eso de que nos cree siempre, no nos cree nunca.

Sentí un trallazo durísimo en algún lugar del alma. Una confusión de sentimientos encontrados. Se adensó en mi mente como una bola de mercurio deslizante. La garganta se me llenó de pequeños cristales rotos y no supe responder. Pensaba: “Es cierto, no le estoy creyendo. Sabe que no le creo y quiere que le crea y no sólo que le diga que le creo, a pesar de que ni siquiera ella cree su historia. Si al menos le dijese la verdad, podría mostrarse ofendida. Así no le queda nada. Sólo la angustia de nadar entre mentiras”.

Todo era cierto: que yo no la creía, que a veces necesitamos alimentarnos de falsedades socialmente reconocidas para seguir viviendo y que la chica había dicho una gran verdad para replicar a una gran mentira. No se puede ir por la vida diciendo que todo el mundo es bueno o que todo vale: equivaldría a decir que todo el mundo es malo y que nada vale. No son dos visiones del hombre distintas, una alentada por corazones benevolentes y tolerantes, y la otra, por corazones sucios y abyectos. Son, simplemente, la misma mentira.

Nuestro Tiempo Arvo Net, domingo, 12 de octubre 2003

Enrique Monasterio, “Para qué sirve un colegio”

El colegio debe servir para aprender a leer, escribir, hablar, a pensar, a rezar, a amar y a contemplar.

SABER LEER no es recorrer las líneas de un texto o tartamudearlo en voz alta. Tampoco se trata de dramatizarlo, ni de rumiarlo con gesto ceñudo. Es sòlo sintonizar con el pensamiento del que esacribe. ¿ Cuàntos adultos crees que estarìan en condiciones de leer en voz baja un párrafo sencillo, digamos de veinte líneas, y a continuación explicar con precisiòn su contenido? Deberíamos hacer la prueba, y comprobaremos que la mayor parte de los cursos de técnicas de estudio podrían sustituirse por simples clases de lectura.

SABER ESCRIBIR no equivale a manejar una computadora. En la era de la computadora, muchos universitarios presentan sus trabajos la mar de emperifollados y casi sin erratas; pero redactan como analfabetos. Escribir es encontrar el vocablo justo para el momento justo; es dejar en el papel una huella dolorida, alegre, melancólica, airada o cínica, pero en todo caso auténtica. O, simplemente, saber contar en diez líneas cómo es esta habitación.

SABER PENSAR tampoco es sencillo. El problema reside en que pensamos con conceptos, y los conceptos están unidos a las palabras. Ahora dicen que vivimos en la civilización de la imagen. Se nos pasará pronto, porque con imágenes no se piensa.

La imagen es agresiva, elemental, plana; fomenta la pereza, conmueve, pero no dialoga…….Las imágenes necesitan de las palabras para tener sentido. Sin ellas no son nada. La palabra, en cambio, llega al fondo del espíritu, llama al reflexión y al trabajo, excita la inteligencia y demanda respuestas, emplaza el diálogo. Una palabra vale más que mil imágenes.

Cada día manejamos menos vocablos. Eso significa que el pensamiento se empobrece, que somos más manipulables.

SABER HABLAR casi es lo mismo. Quien no sabe decir lo que piensa, lo más probable es que no piense. Hay libros que enseñan a perorar en público; pero ninguna técnica sirve para decir algo cuando el cerebro está vacío, o para poner en orden un cacumen embrollado.

En todo caso sí que hacen falta clases de expresión oral, o como quiera que se las llame, porque la máquina que Dios nos ha dado para pensar, se alimenta y lubrica con palabras. Un vocabulario bien nutrido y un cierto arte en el manejo del lenguaje pueden bastar para ponerla en marcha. Pero hablar es sobretodo comunicarse con el prójimo: tener engrasadas las entendederas y las explicaderas; estar en condiciones de trasmitir, boca a boca, ideas, sentimientos, afectos y desafectos, alegrìas y dolores. Por medio de la palabra uno aprende a ser persona; sin ella no somos capaces de amar.

SABER AMAR, sin embargo, es algo más. San Juan lo escribe en su primera carta: hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad. Difícil asignatura. Y es que los niños no aman, se apegan. Los adolescentes, más que amar, se enamoran, que no es lo mismo. Y sólo cuando matan el pavo y se comen están en condiciones de entregarse, de desvivirse, con ternura y dolor, con pasión y generosidad: eso es amor.

En estos últimos años muchos padres y casi todos los colegios parecen haber renunciado a educar la afectividad de los niños. Quizá suponen que lo sano es dejarla a la intemperie, para que se exprese indiscriminada y hemorrágicamente. O quizá han delegado en la tele tan ardua tarea. El caso es que el planeta se está llenando de adolescentes crónicos, súper precoces en lo sexual e inmaduros en el amor.

SABER REZAR es tener el corazón abierto y los oídos limpios para escuchar al Señor. Es también dejar un sí al borde mismo de los labios para que se nos escape sin querer. Rezar es entrar en la órbita de Dios y compartir la intimidad con ÉL. No hay forma más elevada de comunicación y de amor. Quien no haya rezado nunca casi no es humano. Por eso un colegio que no fomente la oración, no educa: mutila y deforma.

Y, por último, CONTEMPLAR. Es la asignatura más importante. El cielo será contemplación y la tierra también puede serlo. Si enseñáramos a los niños a ver un cuadro o un paisaje; a gozar con una tormenta, un poema, un atardecer o una melodía; a mirar a los ojos de los amigos y de las amigas; a enamorarse de la belleza más que de la exuberancia metabólica del prójimo, ¡ Ay si lográramos todo eso….! ¿ Sólo eso? Bueno, si da tiempo, también matemáticas.

Enrique Monasterio, “Sufrir, ¿para qué?”, MC, XI.93

¿Y cuál es el sentido del dolor? Yolanda hizo la pregunta justo en el momento en el que sonaba el timbre que ponía punto final a la clase. La cuestión era demasiado grande para resolverla mientras recogíamos los bártulos y también para estos dos folios. Pero, en el fondo, ¿añadiríamos algo si, en lugar de dos, fueran cuatrocientos? Al que sufre no se le consuela con un artículo ni con un analgésico.

EL DOLOR No vale la pena intentar siquiera una definición. El dolor encarcela al hombre dentro de su cuerpo; bloquea las compuertas del alma y le impide mirar hacia afuera; empequeñece el espíritu y repliega a la persona sobre sí misma.

El dolor, como el gas, tiende a ocupar todo el espacio disponible. Penetra en cada célula, en cada rincón: impide el trabajo y el descanso; agría el carácter, y amenaza con destruir cuanto de bueno hay en nosotros.

También los animales sienten el dolor; pero sólo el hombre, que es espíritu, sabe que lo siente aunque no lo entienda; reflexiona sobre su dolor, y se angustia. Es el espíritu, no la carne, quien de veras sufre y se rebela.

El dolor pone ante los ojos del alma la evidencia de su corporeidad: nos hace entender que somos corruptibles y, por tanto, mortales. Todo dolor es un anuncio de la muerte. Por eso el alma, que es inmortal, se desconcierta, se descubre cogida en una trampa, prisionera más que nunca de la carne.

El dolor angustia aun antes de padecerlo: cuando sólo se presiente. Peor que el sufrimiento actual es el miedo al dolor futuro, que llena el alma de sombras e impele a una huida imposible.

Por evitarlo, hay quien traiciona a los amigos, a las propias ideas, a Dios. Muchas veces es más temido que la propia muerte. Por eso algunos eligen el suicidio con tal de no pagar el necesario peaje del dolor.

Sabéis que no hago literatura. También a los quince o a los veinte años es posible haber tenido la experiencia del sufrimiento. Y, en todo caso, tarde o temprano llega.

PERO ALGO DE BUENO SÍ QUE TIENE… Al parecer María temía que cargarse demasiado las tintas. Por eso me interrumpió para hacer notar que, gracias al dolor estamos vivos. Lo digo así, rotundamente, y tenía razón: cuando en nuestro organismo aparece una enfermedad, una herida o una infección, se dispara el dolor como un mecanismo de alarma, tan molesto y estridente como los que avisan en caso de incendio. Ahí radica su eficacia. El dolor nos grita que algo va mal y que hay que arreglarlo. En este sentido, podemos dar gracias a Dios por habérnoslo enviado: un buen ataque de apendicitis, con chillidos incluidos, puede salvarnos la vida.

EL DOLOR ES UN MAL… ÚTIL Creo, pues, que coincidimos en que algunos dolores pueden servirnos, y mucho: hasta el punto de sernos imprescindibles. Siguen siendo males, pero vale la pena sufrirlos si no hay otra forma de alcanzar un bien mayor o de evitar un daño más grave.

Así, quien permite que le rajen con un bisturí para quitarse un apéndice averiado, no sólo quiere ese dolor, sino que encima lo paga.

La oronda señora que se somete a un planchado de arrugas, con estiramientos incluidos, y se deja chupar la grasa con sofisticados aparatos de tortura, ama ese sacrificio con la misma lógica que el mártir, aunque sus razones sean sensiblemente menos ambiciosas: el mártir trata de conquistar el Cielo, y, para lograrlo, resiste los mayores tormentos. Ella sólo desea recuperar el Paraíso perdido de la esbelta juventud, enfundándose el vaquero, que es la vestidura del Edén.

Y lo mismo cabe decir del paciente que, en pleno uso de sus facultades mentales, visita al terrible dentista; del que se deja el pellejo por ganar un maratón, o por quedar el último…, y así sucesivamente. En resumen, que el dolor es menos cuando es útil, cuando tiene un sentido.

DOLOR Y SACRIFICIO Los ejemplos anteriores ilustran cómo puede ponerse el dolor al servicio incluso del propio egoísmo. Pero también es posible y, por cierto, bien frecuente, sufrir en beneficio de los demás: una madre me contaba que ella por nada del mundo renunciaría al dolor del parto. Intuía que ese dolor es una forma de entrega al hijo que nace. Entendedme; no estoy diciendo que el parto sin dolor sea menos generoso. Me limito a transmitir una experiencia ajena, que me parece respetable e incluso razonable.

En todo caso, todos podríamos poner ejemplos cotidianos de personas que se sacrifican generosamente, quizá es lo que da sentido a su vida: para ellos no es un mal, sino un tesoro. ¿Hay alguien que no lo entienda? Edurne era una vieja sirvienta vasca que conocí hace meses. La atendí en sus últimos días de vida, y estoy seguro de que está en el Cielo. Cuando la vi por primera vez estaba sentada en un sillón, con una manta sobre las rodillas y temblando como una hoja. La señora de la casa me puso al corriente de la situación: -El médico dice que se muere… Y no sabemos de qué. Hasta hace unos meses seguía cuidando a los niños día y noche. Se desvivía. «No sé cómo les aguantas, Edurne, le decía yo… Déjalos estar. No los mimes tanto». Pero ella se quitaba hasta dormir… Con decirle que, cuando mi hija tuvo lo del riñón…: nada, una tontería… Pero quería ofrecer los suyos por si hacían falta para un transplante… Figúrese: para transplantes estaba la pobre… Bueno, pues hace dos meses le tuvimos que pedir que no trabajase más: apenas veía…, teníamos miedo… Siguió viviendo con nosotros, pero se fue apagando. El médico dice que se muere… ¿Usted lo entiende? EL DOLOR INÚTIL Y LA CRUZ -¿Y si el dolor no sirve para nada…? Yolanda tiene la habilidad de hacer la pregunta oportuna en el momento justo.

-¿A quien le sirve, por ejemplo, que yo tenga una enfermedad grave, un cáncer…? -¿Y a quién servía –le contesté- todo ese desvivirse de Edurne, cuando ya estaba casi ciega y más que una ayuda era un estorbo, incluso un peligro? -Supongo que a ella misma… Era su manera de estar viva, ¿no? Sí. Y, sobre todo, era la única forma de amar que le quedaba.

Jesucristo nos descubrió este misterio. Él nos enseñó que amar es, ante todo, donación de uno mismo. No ama más el que más goza, sino el que vive hasta sus últimas consecuencias ese “Le doy mi vida”, que tan alegremente decimos como si fuera una pura imagen lírica.

Dar la vida es, desde luego, una locura. Sólo los seres espirituales podemos hacerlo. Y la entrega en cada gesto, en cada renuncia, cada minuto; pero siempre, necesariamente, con dolor; porque nuestro ser se resiste a ese enorme “desperdicio” de vida que es el amor. Por eso todos los enamorados del mundo sueñan con sufrir. Jesús hizo realidad su sueño y “nos amó hasta el extremo” con su Pasión y su Cruz.

Dios no quiere nuestro dolor… ¿Para qué serviría? Pero nosotros sí lo necesitamos, porque es nuestra forma de amar, de estar vivos, de entregar el alma. ¿Cómo podríamos darla si no existiera el sacrificio?

Enrique Monasterio, “Piercing”, MC, II.01

La palabra vino de América como el ketchup y define un sistema de tortura que se impone con insólita rapidez.

Rafa, por ejemplo, un chaval de pelo engominado y espinoso, porta cuatro arandelas al norte de su oreja izquierda. Son unas argollas gruesas como llaveros. Cuando se las clavaron, vio las estrellas, pero si le preguntáis por qué lo hizo, lo más probable es que se encoja de hombros y os conteste como a mí: – Porque mola.

Sandra, una chica grande y lustrosa, además de tener los dedos blindados con diez o doce anillos, luce en el labio inferior un aro que le traspasa el belfo en sentido vertical.

Ana se hizo agujerear la lengua y se metió una especie de alfiler con una bola dorada en cada extremo.

– ¿Y cuánto te costó la faena? — Quince papeles—. ¿Te la enseño? – Ni se te ocurra.

En su casa no saben nada. Y eso que, desde la operación, no pronuncia bien las erres, y tiene que buscar sinónimos para no enredarse con las palabras más comprometidas.

– Hija mía, no sé que te pasa últimamente en la lengua; pareces francesa.

– Jo, mamá, no seas plasta.

Según me cuenta, estuvo varios días en ayunas, curándose la herida sin que se enteraran sus padres.

– También me hice otro piercing en el ombligo… ¿Te lo enseño? Sé muy bien que no hay peor tabú que el de la moda. Nunca ha estado bien visto ir contra ella. Quien se atreva a criticar “lo que hace todo el mundo” es excluido de la tribu, y no seré yo quien corra ese riesgo: me encuentro muy a gusto integrado en el planeta de los chicos danone.

Sin embargo, como las modas nunca son del todo arbitrarias, vale la pena preguntarse por qué ha surgido el piercing y qué sentido tiene. ¿Es sólo un virus masoquista que afecta a la tribu? Es evidente que los chavales de este milenio son tan blandos y asustadizos como los del pasado, pero no les importa someterse a intervenciones quirúrgicas dolorosas y nada asequibles con tal de lucir una argolla en la ceja o una perla en la nariz.

Todo el mundo sabe que el lóbulo de la oreja es un perchero del que puede colgarse sin peligro cualquier cosa. Pero el resto del organismo no tiene la misma función. De hecho, los pinchaombligos profesionales causan abundantes y peligrosas infecciones entre la chavalería.

Ortega escribió en El espectador que los adornos corporales ?los pendientes, el sombrero o la pluma del indio americano? son como el marco de un cuadro: sirven para resaltar la belleza o la dignidad de quien los porta. Por eso, cuando el guerrero siux se coloca una pluma sobre la cabeza, no pretende que nos fijemos en ella, sino en la testa que hay debajo. Esa pluma es un acento, y el acento no se acentúa a sí mismo, sino a la letra en que se apoya.

Pero el piercing nada tiene que ver con la belleza. Rafa no se perfora la oreja con tres grilletes de acero para estar más elegante. No quiere que nos fijemos en su apuesto perfil ni en la dudosa perfección de sus apéndices auriculares, que, por lo demás, suelen estar sucios. El piercing, para él, es como la pintura de guerra de los apaches: un signo belicoso de pertenencia a la tribu.

Heinz Kloster asegura además que, en algunas chicas, la profusión de metales perforantes tiene otro significado añadido: según él, cuando una adolescente no se gusta a sí misma, trata de compensar sus complejos estéticos con un disfraz agresivo que desvíe la mirada de] prójimo y le impida fijarse en lo superfea que ella se ve.

Teorías aparte, el piercing revela, sobre todo, hasta qué punto esta generación es capaz de los mayores sacrificios. ¡Quién lo diría! En vano les enseñaron sus padres que la mortificación, los cilicios y el ayuno son cosas del pasado; que ahora lo único obligatorio es la búsqueda del placer y del confort; que la cruz sirve sólo como gargantilla. La tribu ha comprendido que el dolor puede tener un sentido, que hay razones por las que sí vale pena torturarse sin piedad. Lo extraño es que esas razones sean tan pobres. El día que descubran la grandeza del amor de Dios, quién sabe lo que serán capaces de hacer. La tentación del heroísmo puede ser irresistible.

Por eso, cuando llego cada mañana a clase y contemplo el panorama de los autoperforados, casi me lleno de optimismo. ¡Si supiera hablarles de santidad; si fuésemos capaces de sacarles de ese pasotismo artificial en el que algunos vegetan … !

Enrique Monasterio, “Los niños invisibles”

En el más remoto confín de la china vive un Mandarín inmensamente rico, al que nunca hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Si pudiéramos heredar su fortuna, y para hacerle morir bastara con apretar un botón sin que nadie lo supiese…, ¿quién de nosotros no apretaría ese botón?”
J. J. Rousseau Continuar leyendo “Enrique Monasterio, “Los niños invisibles””

Enrique Monasterio, “La familia ligth”

La familia es un ecosistema natural para defensa de la vida humana y de la libertad. Una afirmación tan redonda merece un breve comentario: Desde que el mundo es mundo, el Poder (adjetívese como mejor parezca: (político, económico, etc.) siente la perversa tentación de influir en el modo de pensar del personal y, si le es posible, de manipularlo. Los medios de que dispone son cada día más eficaces: el Poder, como su propio nombre indica, puede una barbaridad: ¿será preciso insistir en las catástrofes encefálicas que se producen en un cerebro tipo estándar cuando se le aplica una dieta de 700 horas anuales de televisión? El adoctrinamiento a que nos someten los poderosos -jamás renuncian a tan abnegada tarea- no se debe al amor que nos profesan. En el mejor de los casos buscan sólo nuestro voto, y para hacerse con él, nada mejor que formar ciudadanos dóciles a la ideología dominante, enchufados a los electrodomisticadores que el Poder controla, para que nunca caigan en la tentación de pensar por cuenta propia.

Gracias a Dios, el Poder encuentra algunos obstáculos en su empeño domesticador. Y el primero es, precisamente, la familia.

Y es que Dios, Nuestro Señor, ha previsto que los individuos vengan al mundo en un medio natural, llamado “familia”: un ecosistema fundado en el amor del hombre y de la mujer, que crea entorno a sí un ámbito de intimidad, necesario para el nacimiento y para la formación de los hijos.

En esa intimidad familiar es, hoy más que nunca, un reducto de libertad frente al totalitarismo. Es la capa de ozono que protege de los rayos del Poder, mucho más peligrosos que los ultravioleta.

Cuando una familia cumple con su misión, transmite convicciones y valores; educa en las virtudes; enseña a pensar, a luchar, a amar, a hablar con Dios, y defenderse de las influencias y agresiones externas. En resumen: vacuna a los espíritus contra los eslóganes y los tópicos, y proporciona a los hijos las armas imprescindibles para actuar libre y responsablemente.

A un Estado con tentaciones totalitarias, la familia le molesta. Prefiere entenderse directamente con individuos emancipados, “liberados” (las comillas que sean gordas, por favor) de cualquier influencia que no la del propio Poder.

El problema es que la familia existe, y su prestigio no decrece a pesar de los años más o menos internacionales que se organizan en su contra. ¿ Qué puede hacer entonces el Poder para entrar en saco en las mentes de los ciudadanos? Su estrategia ha sido la de ir debilitando esa capa de ozono a que me refería antes, hasta conseguir que la familia quede reducida casi a una pura fachada, a una especie de residencia de individuos autónomos unidos por vagos sentimientos de afecto y por una nevera bien repleta.

Así nació la familia light: una institución propia de los países ricos, ya que los pobres no están en condiciones de permitirse tales lujos.

Describir en serio sus características nos llevaría demasiado espacio. Contémoslas, por tanto, en broma. Y, aunque no os sintáis aludidos por el retrato pensad que tal vez, alguno de estos rasgos formen parte de vuestra caricatura… o de la mía.

* La familia light suele ser pequeña. Desde luego, hay muchos matrimonios estupendos con pocos hijos; pero nada como una familia numerosa para vacunarse definitivamente contra esa enfermedad.

* La familia light gira en torno a tres electrodomésticos fundamentales: la nevera, la televisión (con vídeo) y el equipo de sonido.

* la nevera sirve para comer a la carta en cualquier momento del día o de la noche, sin someterse a horarios ni a dietas maternas. Es útil también para convivir lo menos posible con los demás y para tomarse una cerveza con alguna cosa delante de * la televisión. Se enciende al amanecer y, gracias a la función de timer, se apaga sola cuando ya todos duermen. Hay tantas en la casa como habitaciones: la tele de la cocina sirve para ver a Arguiñano. La del comedor, para no correr el riesgo de hablar si, por casualidad, un día se reúne la familia entera. La del salón es la del padre, que viene superestresado del trabajo y necesita relajarse en su sillón con una película del canal plus. La de la salita es para la madre, que también tiene derecho a su culebrón cotidiano; y las de los dormitorios, como su propio nombre indica, sirven para dormir sin tener malos ni buenos pensamientos.

* Los equipos de sonido (también llamados comecocos), o, en su defecto el walkman, produce un delicioso efecto aislante: corta toda relación con los demás y, es perfectamente compatible con la consola de videojuegos, que es el hipnótico de los más jóvenes.

* En la familia light existe una férrea autoridad para todo lo accesorio (la elección del coche, el lugar del veraneo) y una total anarquía para lo fundamental (asistencia a Misa, etc.).

* Los miembros de una familia light nunca rezan juntos, tal vez porque se verían obligados a apagar la televisión. En realidad, la vida espiritual de cada uno es una cuestión tan íntima y profunda, que, para encontrarla, habría que hacer excavaciones.

* En la familia light se habla mucho de sexo: el pudor está superado por completo, y todos tienen una exhaustiva información sexual (un buen manual de instrucciones, quiero decir). En cambio jamás se habla en serio de amor, de fecundidad, de fidelidad, de entrega… (¡Niño esas porquerías ni se nombran!) A la familia light sólo le interesa el sexo light.

* También estas familias tienen sus tragedias, sus amarguras y disgustos. He aquí cuatro significativos ejemplos: 1. El “fracaso escolar” del niño. La culpa, por supuesto, es siempre del colegio, que se complace en producir traumas, probablemente irreversibles, en la autovaloración de la criatura.

2. La niña ha engordado y no tiene nada que ponerse para la fiesta de cumpleaños de Vanessa.

3. A Manolito se le ha ocurrido decir que quiere ser misionero en Uganda. (“Nos acechan las sectas”, comenta apesadumbrado el padre). Hay que tener presente que, en una familia light, la entrega a Dios se considera como una neurosis, tolerable en las familias de los demás.

4. Al “Audi” de papá le han hecho un rascón en la popa y no se habla de otra cosa en tres días.

* ¿Y si el niño llega a casa al amanecer rezumando ginebra por las orejas? Entonces, sí; el padre de familia light tomará una decisión firme: se esconderá debajo de la mesa camilla para no enterarse. “Cualquiera día de estos -se dirá preocupado- tengo que hablar seriamente con el chico”.

* En la familia light existe una discreta biblioteca y una nutridísima videoteca. El padre se ocupa de comprar los dos o tres libros más vendidos del mes, y siempre se encuentran también otros títulos tan sugerentes y profundos como “Cómo aprobar sin dar golpe”; “Como ligar con la hija del jefe”; “Jesulín de Ubrique visto por su novia”; “Breve tratado de papiroflexia” o “Guía de Restaurantes y de Hoteles”.

* En la familia light todo es trivial salvo lo trivial. Todo es opinable, salvo el principio de la opinabilidad universal. Nadie tiene convicciones ni creencias, sino opiniones. En resumen: padecen un síndrome de inmunodeficiencia moral de difícil tratramiento y mal pronóstico, ya que se ven expuestos a todas las infecciones ideológicas de moda. A ellos no les preocupa. Lo único que les importa es la buena salud y conservar por los siglos de los siglos ese lustre sonrosado de los adolescentes de telefilme.

Postdata: El artículo que publiqué en Mundo Cristiano acababa así: en punta y hacia abajo. Mi madre, que es mi conciencia crítica más severa, me dijo que no le gustaba el final.

-No puedes terminar de esa forma… Habrá que dar soluciones. No querrás desahuciar a las familias light.

Tenía razón, pero no era fácil rematar el artículo en cuatro líneas. Una enfermedad tan grave no se cura con pomadas. Del aburguesamiento, de la tibieza no se sale poco a poco, como sin querer; es precisa una conversión, un cambio radical de actitud. Y de eso estamos hablando: de una mediocridad que igual puede afectar a las personas singulares que a las familias, a los matrimonios, a los hogares, cristianos o no.

-¿Entonces…? Entonces hay que pedir al Señor que, cuanto antes, nos haga entender la seriedad del problema.

Que nadie se acostumbre a la tristeza del amor light y del egoísmo.

Que los padres quieran reaccionar, y reaccionen.

Que se reconstruya la capa de ozono, de la que hablaba antes, para que ni la voracidad del Poder ni el peso de las ideologías alteren este ecosistema de amor y libertad.

Y, sobre todo, que los más jóvenes vayan al matrimonio con ganas de aventura, dispuestos a entregarse, a formar una familia y a llenar su vida con esta empresa colosal que Dios les encomienda.

Tomado de: “Pensar por Libre”. Ediciones Palabra 1996. Madrid