Cuando sea viejo

El día que este viejo y ya no sea el mismo, ten paciencia y compréndeme. Cuando derrame comida sobre mi camisa y olvide como atarme mis zapatos, recuerda las horas que pase enseñándote a hacer las mismas cosas.

Si cuando conversas conmigo, repito y repito las mismas palabras que sabes de sobra como termina, no me interrumpas y escúchame. Cuando eras pequeño para que te durmieras tuve que contarte miles de veces el mismo cuento hasta que cerrabas los ojitos.

Cuando estemos reunidos y sin querer haga mis necesidades, no te avergüences y compréndeme que no tengo la culpa de ello, pues ya no puedo controlarlas. Piensa cuantas veces cuando niño te ayude y estuve paciente a tu lado esperando a que terminaras lo que estabas haciendo.

No me reproches porque no quiera bañarme; no me regañes por ello. Recuerda los momentos que te perseguí y los mil pretextos que te inventaba para hacerte más agradable tu aseo. Acéptame y perdóname. Ya que soy el niño ahora.

Cuando me veas inútil e ignorante frente a todas las cosas tecnológicas que ya no podré entender, te suplico que me des todo el tiempo que sea necesario para no lastimarme con tu sonrisa burlona. Acuérdate que yo fui quien te enseñó tantas cosas. Comer, vestirte y tu educación para enfrentar la vida tan bien como lo haces, son producto de mi esfuerzo y perseverancia por ti.

Cuando en algún momento mientras hablamos me llegue a olvidar de que estamos hablando, dame todo el tiempo que sea necesario hasta que yo recuerde, y si no puedo hacerlo no te burles de mi; tal vez no era importante lo que hablaba y me conforme con que me escuches en ese momento.

Si alguna vez ya no quiero comer, no me insistas. Se cuanto puedo y cuanto no debo. También comprende que con el tiempo ya no tengo dientes para morder ni gusto para sentir. Cuando me fallen mis piernas por estar cansadas para andar, dame tu mano tierna para apoyarme como lo hice yo cuando comenzaste a caminar con tus débiles piernas.

Por último, cuando algún día me oigas decir que ya no quiero vivir y solo quiero morir, no te enfades. Algún día entenderás que esto no tiene que ver con tu cariño o cuanto te ame. Trata de comprender que ya no vivo sino que sobrevivo, y eso no es vivir.

Siempre quise lo mejor para ti y he preparado los caminos que has debido recorrer. Piensa entonces que con el paso que me adelanto a dar estaré construyendo para ti otra ruta en otro tiempo, pero siempre contigo.

No te sientas triste o impotente por verme como me ves. Dame tu corazón, compréndeme y apóyame como lo hice cuando empezaste a vivir. De la misma manera como te he acompañado en tu sendero te ruego me acompañes a terminar el mío. Dame amor y paciencia, que te devolveré gratitud y sonrisas con el inmenso amor que tengo por ti.

Contra viento y marea

Entre las situaciones más extremas que se dan en China, se encuentran las limitaciones en los nacimientos de los niños. Rebasarl el máximo permitido de un hijo por familia es un grave delito, perseguido con toda crueldad. Hace unos días, gracias a los medios de comunicación chinos que comienzan a dar unas impagables y nunca suficientemente reconocidas señales de independencia, han trascendido las horribles vivencias de un matrimonio por salvar a su hija de una muerte cruel. Cuando las autoridades chinas descubrieron que Zhang Chunhong, de 31 años, no solamente había eludido anteriormente el férreo control estatal con el nacimiento de un segundo hijo, sino que tenía muy avanzado un nuevo embarazo, se propusieron por todos los medios que su nacimiento no tuviera lugar en ningún caso. Para lograrlo, le inyectaron a la fuerza una solución salina que debió provocar el aborto, pero la niña nació viva. La doctora que participó en semejante salvajada ordenó que se dejase a la intemperie a la recién nacida en el balcón, sobre la nieve, pero una enfermera, a costa de graves riesgos y con la connivencia de alguna de sus compañeras, eludió la orden, asegurándole a la niña, en la más absoluta clandestinidad, un mínimo de alimento. Las súplicas de la madre para que le enseñaran a su hija fueron despreciadas, pero un periodista de la televisión local tuvo la valentía de sacar a la luz pública la situación, lo que supuso la aparición del bebé al que se le había negado la vida, aunque en condiciones lamentables, debido a la precariedad en la que se había mantenido. Cuando apareció ante las cámaras de televisión, pesaba solamente un kilo y tenía algunas lesiones y pese a que el día de su nacimiento había alcanzado los dos kilos y medio. Su padre la enseña orgulloso y declara: “Sin los periodistas, mi hija habría muerto”. (PUP, 3.X.01).

Como para respirar

Cierta vez un hombre decidió consultar a un sabio sobre sus problemas. Luego de un largo viaje hasta el paraje donde aquel Maestro vivía, el hombre finalmente pudo dar con él: – “Maestro, vengo a usted porque estoy desesperado, todo me sale mal y no se que más hacer para salir adelante”. El sabio le dijo: – “Puedo ayudarte con esto… ¿sabes remar ?” Un poco confundido, el hombre contestó que sí. Entonces el maestro lo llevó hasta el borde de un lago, juntos subieron a un bote y el hombre empezó a remar hacia el centro a pedido del maestro. -“¿Va a explicarme ahora cómo mejorar mi vida?” -dijo el hombre advirtiendo que el anciano gozaba del viaje sin más preocupaciones. -“Sigue, sigue -dijo éste- que debemos llegar al centro mismo del lago”. Al llegar al centro exacto del lago, el maestro le dijo: -“Arrima tu cara todo lo que puedas al agua y dime qué ves…”. El hombre, pasó casi todo su cuerpo por encima de la borda del pequeño bote y tratando de no perder el equilibrio acercó su rostro todo lo que pudo al agua, aunque sin entender mucho para qué estaba haciendo esto. De repente, el anciano le empujó y el hombre cayó al agua. Al intentar salir, el sabio le sujetó su cabeza con ambas manos e impidió que saliera a la superficie. Desesperado, el hombre manoteó, pataleó, gritó inútilmente bajo el agua. Cuando estaba a punto de morir ahogado, el sabio lo soltó y le permitió subir a la superficie y luego al bote. Al llegar arriba el hombre, entre toses y ahogos, le gritó: -“¿Está usted loco? ¿No se da cuenta que casi me ahoga?”. Con el rostro tranquilo, el maestro le preguntó: -“¿Cuándo estabas abajo del agua, en qué pensabas, qué era lo qué más deseabas en ese momento?”. -¡¡En respirar, por supuesto!! -“Bien, pues cuando pienses en triunfar con la misma vehemencia con la que pensabas en ese momento respirar, entonces estarás preparado para triunfar…”. Es así de fácil (o de difícil). A veces es bueno llegar al punto del “ahogo” para descubrir el modo en que deben enfocarse los esfuerzos para llegar a algo.

Autodominio

Cada vez que una persona, en contra de lo que debe hacer, cede a las pretensiones de su pereza, de su estómago o de su mal carácter, debilita su voluntad, pierde autodominio y reduce su autoestima. Unas viñetas de Mafalda dibujan perfectamente esta situación. Felipe encuentra en su camino una lata vacía y siente el deseo de pegarle una patada. Pero piensa interiormente: “¡El grandullón pateando latitas!”. Y pasa de largo, venciendo lo que él mismo juzga un impulso infantiloide. El problema es que, a los pocos metros, da la vuelta y suelta la tentadora patada. Ésta es su segunda reflexión: “¡Qué desastre! ¡Hasta mis debilidades son más fuertes que yo!”. (J.R. Ayllón, “Placeres y buena vida”).

Aprender a pensar

Sir Ernest Rutherford, presidente de la Sociedad Real Británica y Premio Nobel de Química en 1908, contaba la siguiente anécdota. Hace algún tiempo, recibí la llamada de un colega. Estaba a punto de poner un cero a un estudiante por la respuesta que había dado en un problema de física, pese a que este afirmaba con rotundidad que su respuesta era absolutamente acertada. Profesores y estudiantes acordaron pedir arbitraje de alguien imparcial y fui elegido yo. Leí la pregunta del examen y decía: Demuestre como es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro. El estudiante había respondido: lleva el barómetro a la azotea del edificio y átale una cuerda muy larga. Descuélgalo hasta la base del edificio, marca y mide. La longitud de la cuerda es igual a la longitud del edificio. Realmente, el estudiante había planteado un serio problema con la resolución del ejercicio, porque había respondido a la pregunta correcta y completamente. Por otro lado, si se le concedía la máxima puntuación, podría alterar el promedio de su año de estudios, obtener una nota más alta y así certificar su alto nivel en física; pero la respuesta no confirmaba que el estudiante tuviera ese nivel. Sugerí que se le diera al alumno otra oportunidad. Le concedí seis minutos para que me respondiera la misma pregunta pero esta vez con la advertencia de que en la respuesta debía demostrar sus conocimientos de física. Habían pasado cinco minutos y el estudiante no había escrito nada. Le pregunté si deseaba marcharse, pero me contestó que tenía muchas respuestas al problema. Su dificultad era elegir la mejor de todas. Me excusé por interrumpirle y le rogué que continuara. En el minuto que le quedaba escribió la siguiente respuesta: coge el barómetro y lánzalo al suelo desde la azotea del edificio, calcula el tiempo de caída con un cronometro. Después se aplica la formula altura = 0,5 por A por T2. Y así obtenemos la altura del edificio. En este punto le pregunté a mi colega si el estudiante se podía retirar. Le dio la nota mas alta. Tras abandonar el despacho, me reencontré con el estudiante y le pedí que me contara sus otras respuestas a la pregunta. Bueno, respondió, hay muchas maneras, por ejemplo, coges el barómetro en un día soleado y mides la altura del barómetro y la longitud de su sombra. Si medimos a continuación la longitud de la sombra del edificio y aplicamos una simple proporción, obtendremos también la altura del edificio. Perfecto, le dije, ¿y de otra manera? Sí, contestó, este es un procedimiento muy básico para medir un edificio, pero también sirve. En este método, coges el barómetro y te sitúas en las escaleras del edificio en la planta baja. Según subes las escaleras, vas marcando la altura del barómetro y cuentas el numero de marcas hasta la azotea. Multiplicas al final la altura del barómetro por el numero de marcas que has hecho y ya tienes la altura. Este es un método muy directo. Por supuesto, si lo que quiere es un procedimiento más sofisticado, puede atar el barómetro a una cuerda y moverlo como si fuera un péndulo. Si calculamos que cuando el barómetro está a la altura de la azotea la gravedad es cero y si tenemos en cuenta la medida de la aceleración de la gravedad al descender el barómetro en trayectoria circular al pasar por la perpendicular del edificio, de la diferencia de estos valores, y aplicando una sencilla formula trigonométrica, podríamos calcular, sin duda, la altura del edificio. En este mismo estilo de sistema, atas el barómetro a una cuerda y lo descuelgas desde la azotea a la calle. Usándolo como un péndulo puedes calcular la altura midiendo su periodo de precesión. En fin, concluyó, existen otras muchas maneras. Probablemente, la mejor sea coger el barómetro y golpear con el la puerta de la casa del conserje. Cuando abra, decirle: señor conserje, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo. En este momento de la conversación, le dije si no conocía la respuesta convencional al problema (la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes nos proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares). Evidentemente, dijo que la conocía, pero que durante sus estudios, sus profesores habían intentado enseñarle a pensar. El estudiante se llamaba Niels Bohr, físico danés, premio Nobel de Física en 1922, más conocido por ser el primero en proponer el modelo de átomo con protones y neutrones y los electrones que lo rodeaban. Fue fundamentalmente un innovador de la teoría cuántica. Al margen del personaje, lo divertido y curioso de la anécdota, lo esencial de esta historia es que le habían enseñado a pensar. Por cierto, para los escépticos, esta historia es absolutamente verídica.

Aprender a comunicarse

Un Sultán soñó que había perdido todos los dientes. Después de despertar, mandó llamar a un sabio para que interpretase su sueño. “¡Qué desgracia, Mi Señor! Cada diente caído representa la pérdida de un pariente de Vuestra Majestad”, dijo el sabio. “¡Qué insolencia! ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí! ¡Que le den cien latigazos!”, gritó el Sultán enfurecido. Más tarde ordenó que le trajesen a otro sabio y le contó lo que había soñado. Este, después de escuchar al Sultán con atención, le dijo: “¡Excelso Señor! Gran felicidad os ha sido reservada. El sueño significa que sobrevivirás a todos vuestros parientes”. Se iluminó el semblante del Sultán con una gran sonrisa y ordenó que le dieran cien monedas de oro. Cuando éste salía del Palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado: “¡No es posible! La interpretación que habéis hecho de los sueños es la misma que el primer sabio. No entiendo porque al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien monedas de oro. El segundo sabio respondió: “Amigo mío, todo depende de la forma en que se dice. Uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender a comunicarse. De la comunicación depende, muchas veces, la felicidad o la desgracia, la paz o la guerra. La verdad puede compararse con una piedra preciosa. Si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si la envolvemos en un delicado embalaje y la ofrecemos con ternura ciertamente será aceptada con agrado.”

Admitir

Un anciano que tenía un grave problema de miopía se consideraba un experto en evaluación de arte. Un día visitó un museo con algunos amigos. Se le olvidaron las gafas en su casa y no podía ver los cuadros con claridad, pero eso no le frenó en manifestar sus fuertes opiniones. Tan pronto entraron a la galería, comenzó a criticar las diferentes pinturas. Al detenerse ante lo que pensaba era un retrato de cuerpo entero, empezó a criticarlo. Con aire de superioridad dijo: “El marco es completamente inadecuado para el cuadro. El hombre esta vestido en una forma muy ordinaria y andrajosa. En realidad, el artista cometió un error imperdonable al seleccionar un sujeto tan vulgar y sucio para su retrato. Es una falta de respeto”. El anciano siguió su parloteo sin parar hasta que su esposa logró llegar hasta él entre la multitud y lo apartó discretamente para decirle en voz baja: “Querido, estás mirando un espejo”. Moraleja: Tardamos en reconocer y admitir nuestras propias faltas, que parecen muy grandes cuando las vemos en los demás.

Alejandro Llano, “La hora de la Sociedad de la Inteligencia”, NR, VII.2000

Nueva Revista, nº 70, VII-VIII.00 La Sociedad del Conocimiento será, sobre todo, la sociedad de la inteligencia. Es preciso recuperar una noción de sabiduría práctica no lastrada por prejuicios. Se trata, según Alejandro Llano, de un hábito cognoscitivo individual, que se adquiere mediante un aprendizaje continuo, que mejora y se consolida en el trato social, que antepone las personas a las cosas y que fomenta, finalmente, en las organizaciones los valores de la innovación y la solidaridad.

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Victimismo

Desde su llegada a Santa Elena, comenzó Napoleón una campaña sistemática para convencer a Europa de que sufría un trato cruel por parte de los ingleses.

La situación de Bonaparte no guardaba la menor similitud con la de los prisioneros nazis de Spandau, los “criminales de guerra” propios de nuestro tiempo. Napoleón disponía de una vivienda, Longwood House, con 23 habitaciones, y allí vivían 56 personas entregadas totalmente a su servicio, entre ellas cuatro jardineros chinos. Alguno de los dignatarios que acompañaron con su familia a Napoleón en el destierro disfrutaban una residencia independiente.

Cuando el ex emperador lo deseaba hacía paseos o excursiones montado o en coche; con un enganche de seis caballos con dos cocheros muy expertos, a los que Napoleón exigía ir a galope tendido por pésimos caminos llenos de curvas de la isla.

En las cuadras estaban algunos de los mejores ejemplares de Santa Elena, como lo demuestra que envió uno a competir y ganó la carrera que había organizado el gobernador de la isla.

Instaló en su casa una sala de billar. Entre otros lujos insospechados disfruto de una máquina neumática de hacer hielo, maravilla de la época.

Ornaba la mesa el servicio imperial de planta con las águilas, y la vajilla de Sèvres que tenía pintadas las victorias del emperador. En las veladas se vestía siempre de gala, y cuando había invitados de fuera de la casa, contrataba para el servicio adicional a soldados o marinos ingleses, que para la ocasión vestían la librea imperial.

Los gastos de la casa de Napoleón estaban suponiendo a los ingleses con 12.000 libras anuales. En 1815, hicieron un intento de que esos gastos no superaran las 8.000 libras, lo cual hizo menguar el lucimiento de la mesa de Bonaparte.

Al poco tiempo, uno de los criados del ex emperador apareció en el puerto de Jamestown, capital de la isla, con el carro cargado de bultos. Llamo la atención general y comenzó la venta pública de la plata de su señor, a la que habían machacado a martillazos las águilas imperiales, iniciales y otros distintivos. Vendió treinta kilos de planta al peso.

Uno de los compradores, un oficial de marina inglés, después de realizado semejante negocio, preguntó con curiosidad: –¿Qué tal está el emperador? Respondió el criado: –Bien, para ser un hombre que necesita vender su vajilla. (*) Consiguió Napoleón su propósito. La noticia de la venta del servicio de plata llegó a Europa y contribuyó a forjar una falsa idea –que aún pervive– sobre la penuria del emperador en su cautiverio. Sin embargo, no parecía tener la menor necesidad de vender su plata, y además podía haber recurrido a los fondos de su solidísima fortuna personal.

Tomado de Perfiles humanos, Juan Antonio Vallejo–Nájera, Ed. Planeta, p. 116.

¡Oh, quién no hubiera reinado!

El 29 de marzo de 1621 un hombre e 43 años empapado de sudor, encendido por elevada fiebre, manos temblorosas, mirada despavorida, se revuelve con desazón en el lecho. Entre gemidos, articula unas palabras en voz quebrada por el llanto, las repite una y otra vez: Oh, quién no hubiera reinado… quién no hubiera reinado.

Tras una pausa flexiona el cuello, cierra las manos, las aproxima al rostro calenturiento, interrumpe la respiración entrecortada, la voz se aflauta por el espasmo de laringe provocado por la angustia y repite el mismo lamento en un tono más elevado: ¡Oh, quién no hubiera reinado… quién no hubiera reinado! Es el hombre más poderoso del mundo: Felipe III, dueño de los destinos de un gigantesco imperio, “en el que no se pone el sol”.

Hacía apenas un mes, a finales de febrero, se había iniciado la dolencia: “Erisipela con calentura continua y crecimientos y tan profunda tristeza que ésta sirvió de anuncio a la más temida desdicha, y Su Majestad juzgó luego que había de morir, que parece quiso Dios darle este conocimiento tan firme que dispusiese con más prevención su alma para el último trance. Continuóse el mal agravándose cada día hasta que el lunes 29 de marzo se tuvo del todo por deshauciado… “.

A las dos de la tarde, todos saben que va a morir, y él fue el primero en percatarse. Unas horas antes hizo llamar a su primogénito para que el penoso espectáculo le sirviese de lección inolvidable. Advirtió a los servidores que le alumbrasen con los candeleros e indicó al futuro Felipe IV que se aproximase al lecho: Heos llamado para que veáis en lo que fenece todo.

“Diole allí consejos de padre y de rey, y llegando los infantes los echó a todos la bendición y se retiraron. Quedó el rey luchando entre las congojas de la muerte, que en aquella hora aprietan más a los más poderosos…”.

Sin embargo, Felipe III es descrito por sus contemporáneos como persona llena de clemencia, de benignidad, de liberalidad, alejado de los placeres, aficionado a la soledad y al retiro, grave y reservado.

Los reproches que hace la Historia a Felipe III, y que tanto atormentaron a su conciencia en el lecho de muerte, se centran en la indiferencia y pereza, con abandono de sus deberes en manos del valido.

Su padre, Felipe II, estuvo ya muy preocupado con la aparente cortedad de ese hijo dócil y abúlico. Mucho se lamentó de que Dios, que le había dado tantos reinos, no le concediese un hijo capaz de gobernarlos. Se interesó en su educación, pero su temor de que las limitaciones del hijo le hicieran víctima de errores, hizo que el carácter de Felipe III fuera rígido, excesivamente minucioso, indeciso. Un tipo de carácter que recibe con inmenso alivio la ayuda de otra persona que se “responsabilice” de sus actos.

Tomado de Perfiles humanos, Juan Antonio Vallejo–Nájera, Ed. Planeta, p. 47.