Jesús Bastante, “La mayoría de los sacerdotes defienden el celibato”, ABC, 6.IV.2002

La mayoría de los sacerdotes católicos considera de plena validez la norma del celibato presbiteral (vigente en la Iglesia católica de rito latino desde el siglo IV) como signo de una «entrega total» a su vocación.

Algunos colectivos eclesiales han solicitado una reforma que permita la existencia de curas casados. Sin embargo, la doctrina oficial de la Iglesia católica a lo largo de los siglos ha subrayado la importancia del celibato sacerdotal como signo de cercanía a Jesús y como modo de dedicarse plenamente al ejercicio de la labor pastoral de los presbíteros. En el Catecismo de la Iglesia católica se recoge que los sacerdotes son «llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus cosas», que se entregan «enteramente a Dios y a los hombres». «El celibato es un signo de esa vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia».

Como ha subrayado el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Darío Castrillón Hoyos, «se ha hecho un problema de algo que en sí no lo es. En el mundo hay 450.000 sacerdotes que viven su celibato con alegría. Frente a éstos, hay una minoría, porcentualmente insignificante, que se rebela contra esta ley del celibato, o que en algún momento de debilidad producida por múltiples causas, ha tomado la decisión de abandonar esta forma de vida».

Desde su experiencia personal, el cardenal Castrillón revela que «el celibato es un don, que se acoge como un amor de entrega, de donación, con un amor generoso hacia Dios y hacia los hombres como Cristo los amó. Sólo así se puede comprender el celibato».

Para el presidente de la Conferencia Episcopal Española, Antonio María Rouco, «el sacerdocio exige un estilo de vida de total desprendimiento, por lo que el celibato es lo mejor». «Se pide ser célibe -añade- para ser sacerdote; el que no quiera ser célibe, no vale para ser sacerdote».

Por su parte, el obispo de Osma-Soria y director nacional de Obras Misionales Pontificias, Francisco Pérez, señaló que «para mí, el celibato es la gracia más hermosa que guardo en mi corazón y en mi vida sacerdotal. Le doy gracias a Dios por darme este carisma. Cuanto más pasa el tiempo, más enamorado estoy de él». Para monseñor Pérez, «el celibato me ayuda a amar más a Dios y a los seres humanos, embellece mi vida y la vida de la Iglesia». Sobre el debate acerca del celibato opcional, afirma que «el celibato sigue teniendo sentido, pese a las dificultades y las debilidades».

El celibato es opcional «La reivindicación del celibato opcional parece un sinsentido, porque nuestro celibato es opcional», indica Manuel María Bru, sacerdote desde 1989 y en la actualidad delegado de medios de comunicación del arzobispado de Madrid. «Nadie nos ha obligado a ser célibes, ni se nos ha pasado por la cabeza otra forma de entender nuestra vocación sacerdotal que como vocación también al celibato».

Para el sacerdote madrileño «mi vocación no es una profesión, sino la necesidad de seguir a Cristo siendo otro Cristo. Él vivió para los demás, yo pido la gracia de vivir para los demás. Él vivió célibe para cumplir su misión, yo pido la gracia del celibato para cumplir mi misión». Desde su experiencia como sacerdote en la parroquia de San Jorge, Bru añade que «he comprobado cómo la fidelidad al celibato no es una conquista, sino una gracia. El gran enemigo del celibato es la soledad, la exclusión social de una cultura laicista que nos mira y nos presenta como bichos raros, y la tentación al desánimo cuando no vemos la cosecha de nuestra siembra».

De la misma opinión es Ernesto Bilbao Solozábal, ordenado hace 11 años y que en la actualidad tiene a su cargo 56 pueblos de la Ribagorza oriental, cercana a Lérida. Para él, los recientes escándalos protagonizados por sacerdotes «me llevan a procurar rezar y desagraviar al Señor» y «verme capaz de cualquier cosa si me abandono». Sobre su postura frente al celibato, estima que «es un regalo del sacerdote a la Iglesia y a toda la comunidad», por lo que «hay que protegerlo con fidelidad y lealtad, con madurez y responsabilidad». Bilbao, ferviente partidario de vestir sacerdotalmente («manifesta mi entrega y disponibilidad las 24 horas del día»), opina que «hay que promover la fidelidad y la lealtad a los compromisos adquiridos, pero no sólo entre los curas, también en el matrimonio y en la vida social».

Iglesias de rito oriental Uno de los aspectos que sostienen la tesis de los partidarios de la existencia de sacerdotes casados está en que las Iglesias de rito oriental (en comunión con Roma) sí admiten esta figura. En este sentido, el Catecismo, en su artículo 1580, reconoce que «en las Iglesias orientales, desde hace siglos, está en vigor una disciplina distinta: mientras los obispos son elegidos únicamente entre los célibes, hombres casados pueden ser ordenados presbíteros y diáconos». Esta práctica, a juicio de la Iglesia católica, «es considerada como legítima desde tiempos remotos». No obstante, se subraya cómo «en Oriente como en Occidente, quien recibe el sacramento del Orden no puede contraer matrimonio».

Teófilo Moldovan es sacerdote rumano (de la Iglesia Ortodoxa de rito bizantino), está casado y trabaja en el secretariado de Relaciones Interconfesionales de la Conferencia Episcopal. «Personalmente, tuve la bendición de Dios y la suerte de tener un apoyo moral y práctico en grado sumo por parte de mi esposa y mis dos hijas en mi larga trayectoria de vida sacerdotal». Sobre la postura de las Iglesias orientales, el padre Moldovan sostiene que «siempre manifestamos un profundo respeto de la disciplina celibataria en la praxis de la Iglesia católica latina. La norma celibataria merece todo respeto y aprecio, por la total entrega de la vida al servicio de Cristo y de la Iglesia».

Respecto a la polémica suscitada en nuestro país, el sacerdote opina que «con la secularización, el indiferentismo religioso y el sensacionalismo que se busca, resulta difícil la vida sacerdotal de los orientales casados y de los célibes latinos». A su juicio, «todo dependerá, en buena medida, de las personas y su responsabilidad moral y de conciencia ante Dios y el mundo, que asumieron la gran y exigente tarea divino-humana del sacerdocio».

«En nuestra Iglesia -abunda monseñor Virgil Bercea, obispo de Oradea Mare de los Rumanos- el 20 por ciento de los sacerdotes de rito greco-católico están casados, mientras que los otros viven el celibato. En mi diócesis tengo sacerdotes casados y con hijos y, en general, tienen más problemas que los demás, pues los célibes pueden dedicarse a la misión a tiempo completo, mientras que los casados tienen que entregar una parte de su tiempo y de sus preocupaciones a guiar y sostener a su familia».

El celibato en la historia de la Iglesia Aunque ya San Pablo subrayaba que «el célibe se ocupa de los asuntos del Señor, mientras que el casado de los asuntos del mundo», durante sus primeros siglos de existencia, el Cristianismo ordenaba como sacerdotes a hombres casados. No fue hasta la celebración del Concilio Provincial de Elvira (Toledo) en el año 325, cuando la Iglesia católica no comenzó a regular la cuestión del celibato. En 385, San Siricio abandonó a su esposa para convertirse en Papa, decretando que los sacerdotes pudieran «dormir con sus esposas». En el siglo VI, el segundo Concilio de Tours establecía que todo clérigo que sea hallado en la cama con su esposa «será excomulgado por un año y reducido al estado laico». El punto de inflexión respecto a este asunto surge con el cambio de milenio. En 1074, Gregorio VII dice que toda persona que desea ser ordenada debe hacer primero voto de celibato Los dos primeros Concilios de Letrán, del siglo XII, confirman que «los matrimonios clericales no son válidos». Finalmente, el Concilio de Trento (1563) establece que celibato y virginidad son superiores al matrimonio. En el siglo pasado, Pablo VI, en su encíclica «Caelibatus Sacerdotalis», subrayaba que el celibato «es un estímulo para que todos alcen la vista a las cosas que están allá arriba, en donde está Cristo».

Juan Pablo II, “No hay lugar en el sacerdocio para quienes dañan a los jóvenes”, 25.IV.2002

Con palabras rotundas y gesto severo, Juan Pablo II advirtió ayer a los cardenales norteamericanos y al mundo que «no hay lugar en el sacerdocio ni en la vida religiosa para quienes dañan a los jóvenes». En su encuentro con los purpurados de EE.UU. el Papa les pidió «reforzar las medidas para que esos errores no se repitan».

ROMA. El presidente de la conferencia episcopal norteamericana, monseñor Wilton Gregory, reconoció ayer que «durante toda la mañana, el ambiente fue muy serio, casi sombrío. Pero, al final, el Papa nos reconfortó». Aunque su discurso fue exigente, Juan Pablo II les manifestó su plena confianza en que conseguirán erradicar la pederastia y prestar un gran servicio a la Iglesia del siglo XXI. La reunión urgente para hacer frente al escándalo terminará hoy con el debate sobre nuevas directrices y un almuerzo final con el Papa.

En su primer encuentro con los trece cardenales norteamericanos, los tres directivos de la conferencia episcopal y los máximos cargos de la Curia romana, el Papa manifestó que «también a mí me ha dolido profundamente el hecho de que algunos sacerdotes y religiosos hayan causado tanto sufrimiento y escándalo a los jóvenes. Debido a ese gran daño hay desconfianza en la Iglesia, y muchos se sienten ofendidos por el modo en que han actuado los responsables eclesiásticos».

Para disipar cualquier duda sobre la gravedad del problema, el Santo Padre señaló que «los abusos que han causado esta crisis son inicuos desde todo punto de vista y, con justicia, la sociedad los considera delito. Son también un pecado horrendo ante Dios. Quiero expresar a las víctimas y sus familias mi profundo sentimiento de solidaridad y mi preocupación».

Decisiones erróneas Con toda sencillez, el Papa reconoció que durante muchos años, la falta de conocimiento científico sobre la pederastia y una excesiva confianza de los psiquiatras en sus terapias «llevó a los obispos a tomar decisiones que, posteriormente, se demostraron erróneas». Admitido el fallo, el Santo Padre recordó a los 24 prelados que este encuentro extraordinario de dos días en Roma debe precisamente «establecer criterios más fiables para que esos errores no se repitan». Las nuevas directrices, que serán presentadas hoy, acelerarán el cese de los culpables, la información a las autoridades, la ayuda a las víctimas y la transparencia.

En tono rotundo, el Papa afirmó que «no hay lugar en el sacerdocio y la vida religiosa para quienes dañan a los jóvenes». La seriedad en erradicar la pederastia permitirá recuperar la confianza de los fieles mientras que, al final, «toda esta pena y todo este dolor debe llevar a un sacerdocio más santo, a un episcopado más santo y a una Iglesia más santa». Si el virulento problema americano se abrió como una herida, su tratamiento y cura pueden terminar siendo un bien, y el Papa incluyó una nota positiva: «Debemos tener confianza en que este tiempo de prueba traera una purificación a toda la comunidad católica, una purificación que es necesaria y urgente para que la Iglesia predique más eficazmente el Evangelio de Jesucristo con toda su fuerza liberadora».

Juan Pablo II considera que «el abuso de los jóvenes es el grave síntoma de una crisis que afecta no sólo a la Iglesia sino a la sociedad entera». Por lo tanto, «haciendo frente al problema con claridad y determinación, la Iglesia ayudará a la sociedad a entender y resolver la crisis que atraviesa». De hecho, la incidencia de pederastia entre el clero católico, aunque inadmisible, es numéricamente más baja que en cualquier otra categoría social, cultural o profesional en Estados Unidos. El modo en que la jerarquía católica aborda el problema puede servir de ejemplo a otras instituciones y a la sociedad en su conjunto.

Confianza en la jerarquía Tras el llamamiento a la severidad y a la fortaleza, el Papa quiso manifestar su confianza en la jerarquía norteamericana recordando «el inmenso bien espiritual, humano y social que realizan la gran mayoría de sacerdotes y religiosos en los Estados Unidos», así como los misioneros americanos en el mundo. «A todos ellos -dijo- va el sentido agradecimiento de la Iglesia católica y el agradecimiento del obispo de Roma».

El daño causado por un pequeño porcentaje de sacerdotes y religiosos -cuyos delitos fueron cometidos sobre todo hace una o dos décadas- es horrendo, pero es necesario contemplar la Iglesia americana en su conjunto, y el Santo Padre recurrió a un ejemplo muy gráfico: «Una gran obra de arte, aun con alguna rotura, sigue siendo bella. Y esto lo reconoce cualquier crítico intelectualmente honrado». Al término de la primera jornada, el problema quedó identificado y valorado. El desafío, ahora, es resolverlo.

Los cardenales americanos proponen «tolerancia cero» contra la pederastia La reunión especial de los cardenales norteamericanos con los máximos cargos de la Curia romana está avanzando hacia una política de «tolerancia cero» frente a los casos de pederastia de sacerdotes y la formación de consejos disciplinarios que incluyan miembros laicos.

Como presidente de la Conferencia Episcopal norteamericana, monseñor Wilton Gregory está decidido a cortar por lo sano. Por eso, aun teniendo presente el comentario del Papa sobre la posibilidad de «conversión», interpreta que su mensaje de que «no hay lugar en el sacerdocio para quienes dañan a los jóvenes» como un respaldo a la política de «tolerancia cero», que la mayoría de los cardenales norteamericanos ven como única salida a la crisis.

Algunos prelados formulan la nueva línea con una frase tomada del béisbol -donde se expulsa al jugador al tercer fallo-, pero en versión mucho más severa: «Una falta, y fuera del partido». A monseñor Wilton Gregory le parece lo más indicado para los casos de abuso de menores, pero el cardenal de Chicago, Eugene George, advirtió de que no se deben meter todos los deslices sexuales en un único cajón de sastre.

No hay consenso Según el cardenal arzobispo de Chicago, en estos momentos, «no hay consenso sobre la tolerancia cero. Una cosa es un monstruo como John Geoghan (el ex-sacerdote de Boston que abusó de 130 niños durante tres décadas) y otra muy distinta un sacerdote que, con algunas copas, tiente a una mujer y ésta le devuelva el afecto. La misma ley civil establece las diferencias». Tampoco hay consenso en cuanto a la exclusión de seminaristas con tendencias homosexuales. El cardenal de Filadelfia los excluye a rajatabla, mientras que el cardenal de Chicago dijo ayer que lo más importante no es la orientación sexual sino el comportamiento.

Tanto Gregory, el primer obispo negro que preside la Conferencia Episcopal, como el cardenal George se manifestaron a favor de que las diócesis creen comisiones para estudiar las denuncias de abusos sexuales.

Según el presidente de la Conferencia, «quizá lo mejor es que el obispo no decida solo. Debe haber unos consejos, con laicos e incluso con participación de las propias víctimas». Dos días antes de venir a Roma, el cardenal Roger Mahony, anunció que el consejo sobre abusos sexuales de su archidiócesis de Los Ángeles pasará de los nueve miembros actuales a un total de quince, de los cuales tan sólo tres serán sacerdotes. Para el titular de la mayor diócesis americana, «resulta claro que una parte demasiado grande de todo este asunto se ha llevado hasta ahora dentro de círculos clericales cerrados. Obtenemos un servicio mucho mejor cuando implicamos a gente laica».

El cardenal George manifestó que el celibato de los sacerdotes salió a colación en el encuentro de ayer tan sólo para estudiar modos de que se viva mejor, y recordó que «por los datos que tenemos, tan sólo un 1,5 por ciento de sacerdotes ha fallado en este punto». George señaló que «la dimisión del cardenal Bernard Law no se mencionó» y reveló que la noche del lunes, los cardenales y obispos americanos se reunieron para preparar la sesión de ayer con el Papa y la Curia. «Law nos dijo que no estaríamos aquí si él no hubiese cometido algunos errores tremendos, y pidió disculpas. No dijo nada de una posible dimisión, y nadie le preguntó».

Juan Vicente Boo, ABC, 24.IV.02 Texto del discurso de Juan Pablo II Queridos hermanos: 1. Permitidme que os asegure ante todo mi gran aprecio por el esfuerzo que estáis realizando para mantenernos informados a la Santa Sede y a mí personalmente sobre la compleja y difícil situación que ha surgido en vuestro país en los meses recientes. Confío en que estas discusiones vuestras den mucho fruto para el bien de los católicos de Estados Unidos. Habéis venido a la casa del sucesor de Pedro, cuya tarea consiste en confirmar a sus hermanos obispos en la fe y en el amor, y en unirles en torno a Cristo al servicio del Pueblo de Dios. La puerta de esta casa está siempre abierta para vosotros. En particular, cuando vuestras comunidades se encuentran en el dolor.

Al igual que vosotros, yo también he quedado profundamente apenado por el hecho de que sacerdotes y religiosos, cuya vocación es la de ayudar a la gente a vivir la santidad según Dios, han provocado ellos mismos estos sufrimientos y escándalos a jóvenes. A causa del grave daño provocado por algunos sacerdotes y religiosos, la Iglesia misma es vista con desconfianza, y muchos se han ofendido por la manera en que han percibido la acción los líderes de la Iglesia en esta materia. El tipo de abuso que ha causado esta crisis es en todos los sentidos equivocado y justamente considerado como un crimen por la sociedad; es también un espantoso pecado a los ojos de Dios. A las víctimas y a sus familias, dondequiera que estén, les expreso mi profundo sentimiento de solidaridad y preocupación.

2. Es verdad que una generalizada falta de conocimiento de la naturaleza del problema y el consejo de expertos clínicos llevó en ocasiones a los obispos a tomar decisiones que, según los acontecimientos sucesivos, se han demostrado erróneas. Vosotros estáis trabajando ahora para establecer criterios más fidedignos para asegurar que este tipo de errores no se repitan. Al mismo tiempo, incluso reconociendo el carácter indispensable de estos criterios, no podemos olvidar el poder de la conversión cristiana, esta decisión radical de abandonar el pecado y de regresar a Dios, que alcanzar las profundidades del alma de una persona y que puede producir un cambio extraordinario.

Tampoco deberíamos olvidar el inmenso bien espiritual, humano y social que la gran mayoría de los sacerdotes y religiosos en Estados Unidos han hecho y siguen haciendo. La Iglesia católica en vuestro país siempre ha promovido los valores cristianos con gran vigor y generosidad, de manera que ha ayudado a consolidar todo lo que hay de noble en el pueblo estadounidense.

Un gran obra de arte ha sido manchada, pero conserva su belleza; es una verdad que toda crítica intelectualmente honesta reconocerá. A las comunidades católicas en Estados Unidos, a sus pastores y miembros, a religiosos y religiosas, a los profesores de las universidades y escuelas católicas, a los misioneros estadounidenses en todas las partes del mundo, se dirige el profundo agradecimiento de toda la Iglesia católica y la gratitud personal del obispo de Roma.

3. El abuso de jóvenes es un grave síntoma de una crisis que está afectando no sólo a la Iglesia, sino a la sociedad en su conjunto. Es una profunda crisis de moralidad sexual, incluso de las relaciones humanas, y sus primeras víctimas son la familia y los jóvenes. Al afrontar el problema del abuso con claridad y determinación, la Iglesia debe ayudar a la sociedad a comprender y afrontar esta crisis en su corazón.

Debe quedar totalmente claro a los fieles católicos, y a toda la comunidad, que los obispos y los superiores están preocupados, ante todo, por el bien espiritual de las almas. La gente necesita saber que no hay lugar en el sacerdocio y en la vida religiosa para quienes dañan a los jóvenes. Tienen que saber que los obispos y los sacerdotes están totalmente comprometidos en la plenitud de la verdad católica sobre asuntos de moral sexual, una verdad tan esencial a la renovación del sacerdocio y del episcopado, como a la renovación de la vida matrimonial y familiar.

4. Tenemos que confiar que este tiempo de prueba traerá una purificación de toda la comunidad católica, una purificación necesitada urgentemente si la Iglesia quiere predicar de manera más efectiva el Evangelio de Jesucristo en toda su fuerza liberadora. Ahora vosotros tenéis que asegurar que allí donde abunda el pecado, la gracia sobreabunda (Cf. Romanos 5:20). Tanto sufrimiento, tanta tristeza debe llevar a un sacerdocio más santo, a un episcopado más santo, a una Iglesia más santa.

Sólo Dios es la fuente de la santidad, y tenemos que dirigirnos sobre todo a él para pedir perdón, curación y la gracia de afrontar este desafío con un aliento sin compromisos y con armonía de intentos. Al igual que el Buen Pastor del Evangelio del último domingo, los pastores deben ser entre sus fieles y su gente hombres que inspiran profunda confianza y que les llevan hacia aguas donde pueden descansar (Cf. Ps 22:2).

Pido al Señor que les dé a los obispos de Estados Unidos la fuerza para construir la respuesta a la crisis actual sobre sólidos cimientos de fe y sobre una genuina caridad pastoral hacia las víctimas, al igual que a los sacerdotes y a toda la comunidad católica en vuestro país. Y pido a los católicos que estén cerca de sus sacerdotes y obispos, y que les apoyen con sus oraciones en estos momentos difíciles.

Zenit, 24.IV.02 El Vaticano afronta un escándalo en curso por primera vez en su historia La revisión de la condena a Galileo requirió el paso de varios siglos y el trabajo de una comisión pontificia durante una década. La petición de perdón en el Año Jubilar fue más facil, pero se limitó a las culpas del pasado. Juan Pablo II ha vuelto a romper moldes pidiendo excusas por errores de sacerdotes y prelados, por primera vez en tiempo real.

La velocidad de crucero de la Iglesia y su cercanía a la sociedad civil están cambiando gracias, paradójicamente, a los errores cometidos por algunos obispos norteamericanos. El vaticanista italiano Luigi Accatoli, señalaba ayer que «algo nuevo está sucediendo en el Vaticano: se afronta directamente un escándalo en el momento en que se está produciendo, y se habla de él en público. Se trata de un acontecimiento extraordinario».

El veterano vaticanista -que intuyó una de las líneas maestras de Juan Pablo II y publicó el libro «Cuando el Papa pide perdón» ya en 1997-, subraya que acabamos de ver «un acontecimiento inédito incluso respecto a los «mea culpa» del Año Santo y que los supera, puesto que reconocer un escándalo en marcha requiere mucho más coraje que el reconocimiento de los pecados de épocas anteriores».

Mientras numerosos eclesiásticos leían y releían las tajantes palabras del Papa sobre la exclusión de los pederastas del sacerdocio y la vida religiosa, el jurista italiano Pietro Scoppola señalaba que «Karol Wojtyla ha antepuesto la coherencia del Evangelio a la defensa de la imagen de la Iglesia, rechazando la hipocresía y aceptando el riesgo de actuar en público». El profesor de Derecho señala que «entre los motivos por los que el problema sale a la luz se cuenta el cambio de cultura que la Iglesia ha favorecido: el menor de edad, el niño, no es una cosa sino una persona, que merece todo el respeto precisamente por su propia fragilidad. La dignidad de la persona humana es un quicio de la enseñanza de la Iglesia sobre el que ha insistido sin descanso Juan Pablo II».

Respeto a la ley civil El ventarrón del escándalo americano ha mejorado, de repente, el sentido del respeto a la ley civil en ambientes eclesiásticos que hasta ahora defendían a rajatabla exenciones e inmunidades. Juan Pablo II declaró que la pederastia no sólo es un «pecado horrendo», sino que además «la sociedad lo considera, con toda justicia, un delito». La versión contemporánea de «dar al César lo que es del César» se tradujo ayer en la insistencia en colaborar con las autoridades civiles para investigar y resolver ese tipo de delitos. El cardenal de Los Ángeles, Roger Mahony, manifestó que «casi todos los prelados americanos mencionamos la necesidad de colaborar estrechamente con las fuerzas del orden». El cardenal James Francis Stafford, presidente del Pontificio Consejo para los Laicos, señaló hace unos días que «cuando el obispo es responsable, los fiscales no tienen que preocuparse. Los problemas surgen cuando falta liderazgo eclesiástico».

Igualmente novedoso resulta el crear comisiones nacionales o diocesanas sobre abuso sexual de las que formen parte fieles laicos y expertos en psicología o derecho incluso en abrumadora mayoría, como la de doce sobre un total de quince miembros en la archidiócesis de Los Ángeles. Naturalmente, los obispos americanos tendrán que evitar que las comisiones de vigilancia se conviertan en tribunales de la Inquisición, por cuyos errores pasados pidió perdón el Papa en el año 2000. La paranoia respecto a la pederastia dificulta resolver el problema.

Estudio de la pederastia La histórica reunión en el Vaticano acelerará los estudios clínicos y sociológicos sobre una patología -el abuso sexual de menores- cuya incidencia se conoce poco. Los prelados americanos confían en que sus errores terminen por traer mejoras a la sociedad y que la «tolerancia cero» se extienda a otras profesiones de servicio a los jóvenes.

La Iglesia debe ser transparente» El secretismo y la política del avestruz han dado frutos amargos. En sus primeras palabras al encuentro en el Vaticano, el cardenal Secretario de Estado, Ángelo Sodano, precisó que «nuestra tarea es reflexionar sobre los problemas con gran apertura de espíritu, sabiendo que la Iglesia debe ser transparente. La Iglesia ama la verdad, que debe siempre poner en práctica con caridad». El llamamiento a la transparencia era superfluo para la mayoría de los cardenales americanos -pioneros en abrir sus puertas a los fieles y a la Prensa-, pero resultaba oportuno para los obispos anclados todavía en la cultura del secreto innecesario. Incluso una parte de la Curia romana prefería que el Papa no convocase a los cardenales norteamericanos, o que no hiciese público su discurso. Así como el secretismo agravó los daños causados por los sacerdotes pederastas, la transparencia y la confianza en los fieles laicos ayudarán a remediar el problema.

Se expulsará a los pederastas según criterios de máxima severidad Para erradicar la pederastia, los cardenales norteamericanos y la Santa Sede elaborarán sistemas rápidos de expulsión de los sacerdotes reincidentes en abusos de menores o que, a juicio del obispo, presenten el riesgo de hacerlo después del primer caso. Todos los delitos serán comunicados inmediatamente a las autoridades.

Al cabo de una jornada agotadora, los cardenales norteamericanos y la Curia romana anunciaron anoche las medidas para solucionar el escandalo de pederastia.

El comunicado final del encuentro de los 26 prelados durante dos días comienza subrayando que el abuso sexual de menores es un delito, y el presidente de la Conferencia Episcopal, Wilton Gregory, reiteró que «la responsabilidad de abordarlo corresponde a las autoridades civiles», por lo que las diócesis deben informar en cuanto reciban las primeras acusaciones.

Con independencia de que la diócesis intente esclarecer los hechos, la investigación preliminar para clarificar si hubo abusos corresponde ya, según Gregory, «a las autoridades civiles».

Pocos casos de «pederastia» Aunque los considera graves, el comunicado precisa que los casos de «verdadera pederastia», es decir, abuso de niños o niñas que no han llegado a la pubertad, «son pocos». Según los datos reunidos, «casi todos los casos han implicado a adolescentes y, por lo tanto, no son casos de verdadera pederastia». La gran mayoría son incidentes de homosexualidad ejercitada abusivamente con muchachos, aunque hay también algunos abusos de muchachas.

El cuadro clínico requiere, según los prelados, pedir a la Santa Sede una Visita Apostólica (inspección) de todos los seminarios y casas de formación de religiosos en Estados Unidos, revisando los requisitos de admision.

No a «homosexuales activos» El obispo Wilton Gregory reiteró que la Iglesia americana intentará cumplir de una vez la orden de no admitir en los seminarios jóvenes con inclinaciones homosexuales. Sin embargo, el cardenal de Washington, Theodore McCarrick, apostilló que deben excluirse solo a «los homosexuales activos», lo cual es un criterio diferente.

Hay acuerdo, en cambio, en pedir a Roma «un proceso especial para expulsar del estado clerical a los sacerdotes que, en casos notorios, son culpables de abusos sexuales repetidos de menores». Si este punto se refiere a delitos ya cometidos, el siguiente propone establecer, para el futuro, «un procedimiento especial de expulsion de sacerdotes que abusen de menores, incluso en casos poco notorios, si el obispo considera que el sacerdote es una amenaza para los niños y los jóvenes, con vistas a evitar graves escándalos en el futuro».

El farragoso lenguaje esconde la politica de «una falta y fuera» o de «tolerancia cero» para los casos graves. Si el obispo ve peligro de reincidencia, podrá tramitar la reducción al estado laical por la vía rápida. Tan solo este proceder garantiza la seguridad de los niños. Naturalmente, los sacerdotes expulsados conservan el derecho de apelar a la Santa Sede.

Principales medidas El cardenal de Washington anunció que las medidas para solucionar la pederastia consistirán en «ofrecer ayuda a las víctimas, separar al sacerdote acusado de su tarea mientras se investiga el caso, informar a las autoridades civiles, ofrecer tratamiento médico al sacerdote implicado y crear comisiones sobre abusos sexuales».

Según Theodore McCarrick, «las comisiones deben estar compuestas mayoritariamente por laicos: madres de familia, psicólogos, abogados, víctimas de abusos o parientes de las víctimas, etc. que estudien los casos y hagan recomendaciones al obispo. Los laicos tendrán un papel mayor, a nivel diocesano y a nivel nacional».

El presidente de la Conferencia Episcopal, Wilton Gregory, insistió en este punto subrayando que «uno de los problemas de los obispos es que hemos intentado tomar decisiones solos, sin la participación de gente experta» que valore los problemas desde el punto de vista del ciudadano honrado, en contacto con la realidad diaria y los problemas de criar a los hijos.

El cardenal James Francis Stafford, antiguo arzobispo de Denver y actual presidente del Pontificio Consejo para los Laicos, añadió que «aunque no figura en el comunicado, en todos nuestros debates se aludió continuamente a los laicos. Fue una expresión sincera y espontánea de confianza en los fieles laicos».

Recuperar a los fieles Las nuevas normas permitirán a los obispos hacer limpieza en la propia casa y recuperar la confianza de los fieles si se ve que las aplican con eficacia.

Pero ayer se notaba un nuevo problema: muchos sacerdotes americanos se sentían ofendidos por las sospechas. Para calmar los ánimos, los cardenales les dirigieron una carta de petición de perdón: «Sentimos que la supervisión de los obispos no haya sido capaz de evitar este escándalo a la Iglesia de Cristo».

Juan Vicente Boo, ABC, 25.IV.02 Sacerdotes pederastas El escándalo de los sacerdotes pederastas de Estados Unidos ha sacudido no sólo a la sociedad norteamericana y mundial, sino sobre todo al conjunto de la comunidad católica. El estallido del escándalo se produjo casi al mismo tiempo que el Tribunal Supremo de Estados Unidos declaraba inconstitucional la prohibición de la pornografía infantil virtual por Internet, lo cual es una paradoja sólo aparente, porque pone de manifiesto la especial ejemplaridad que se espera del clero católico, también en una sociedad que anda moralmente tan desorientada como las demás de Occidente. Y por eso mismo la gravedad de los hechos ahora descubiertos es infinitamente mayor, y mucho más dramático el terremoto moral experimentado en el mundo católico. Esto ocurre siempre que los llamados a dar ejemplo incumplen clamorosamente sus obligaciones específicas.

El Papa Juan Pablo II ha demostrado, con su inmediata reacción de afrontar el gravísimo problema, cuánta razón le asiste cuando dice, aludiendo a sus dificultades al andar, que la Iglesia no se gobierna con los pies, sino con la cabeza. Su llamada a Roma a los cardenales estadounidenses y su importante y vigoroso discurso significan, entre otras muchas cosas valiosas, que los graznidos que reclaman su dimisión (sobre todo desde el seno mismo de la Iglesia) carecen no sólo de una mínima fe en el Espíritu Santo, sino también de fundamento humano razonable, al menos hasta el día de hoy.

Lo ocurrido en Estados Unidos -y seguramente en otros lugares, porque USA no tiene por qué ostentar la exclusiva, desde luego- es muy grave, y hay que reflexionar sobre las causas profundas de esta evidente pérdida del sentido sobrenatural del sacerdocio y de la aspiración al seguimiento fiel de Jesucristo en esos clérigos desventurados. Pero una cosa aparece, a mi entender, con toda claridad: el modo de ayudar a que estos hechos no se repitan no será ni suprimiendo el celibato sacerdotal, ni permitiendo la ordenación de las mujeres, ni adoptando esta panoplia de medidas que sectores de la propia Iglesia han elegido como bandera de su contestación a la autoridad del Papa, como se comprueba sin ninguna dificultad con sólo echar un vistazo a la pederastia en el mundo. Aprovechar este episodio tremendo para insistir en la abolición del tesoro que representa el celibato de los sacerdotes católicos no es más que un torpe ejercicio de oportunismo demagógico.

Ramón Pi, ABC, 25.IV.02 El Vaticano extenderá las normas antipederastia al resto de países Las normas para erradicar la pederastia, elaboradas por los cardenales norteamericanos y la Curia romana, se extenderán con rapidez al resto del mundo puesto que cuentan con el apoyo del Papa y solucionan un problema no sólo odioso, sino también costosísimo en los Estados con leyes avanzadas.

El secretario general de la Conferencia Episcopal mexicana, Abelardo Alvarado, manifestó ayer que los obispos de México adoptarán las normas de máxima severidad elaboradas en Roma y aplicarán con mayor rigor los procedimientos normales previstos en el Código de Derecho Canónico para expulsar del estado clerical a los sacerdotes pederastas.

Al día siguiente de la petición de perdón de los cardenales americanos en Roma, el cardenal Wilfred Napier, primado de África del Sur, manifestó en Capetown que «si bien la mayoría de nuestros sacerdotes vive delicadamente el celibato, la Iglesia de Suráfrica admite que algunos de sus sacerdotes han sido acusados de abuso sexual de menores. Todo abuso, pero especiamente el abuso de poder y el abuso sexual, es condenable, y tomaremos todas las medidas necesarias para que no se repita».

Aunque la doble circunstancia de sufrir los escándalos más graves y contar, al mismo tiempo, con la Justicia y la Prensa más eficaces ha puesto al episcopado norteamericano al frente de la lucha contra la pederastia, el problema afecta también a Irlanda y Gran Bretaña, que se disponen a seguir el ejemplo. En medios vaticanos se prevé que, por su propio peso, las nuevas normas serán asumidas espontáneamente en los países afectados por escándalos similares como Francia, Polonia e Italia.

Autonomía de los obispos La necesidad de respetar la autonomía de los obispos obliga a que las nuevas medidas -expulsar del sacerdocio a los pederastas al primer incidente, informar a las autoridades, separar de la tarea a los acusados mientras dura la investigación, crear consejos supervisores con fieles laicos, etc…- sean debatidas en la reunión plenaria de la Conferencia Episcopal norteamericana a mediados del mes de junio en Dallas.

A los cardenales americanos y la Curia romana les hubiese gustado establecer las normas como vinculantes, pero en Estados Unidos hay 195 diócesis, y ni los cardenales ni el presidente de la Conferencia, monseñor Wilton Gregory, que realizó un espléndido trabajo en la reunión de Roma, pueden decidir por el resto. El itinerario formal será que la asamblea plenaria de Dallas las proponga al Vaticano y Roma las apruebe en un plazo brevísimo puesto que ya las ha estudiado.

El Código de Derecho Canónico prevé la expulsión del estado clerical por delitos graves, y que cada obispo nombre en su diócesis un tribunal de tres miembros para juzgarlos y decidir por mayoría. Los miembros del tribunal tienen que ser licenciados en Derecho Canónico, pero pueden ser diáconos permanentes o laicos, tanto hombres como mujeres. También pueden serlo los instructores, por lo que el «déficit» de laicos que los cardenales norteamericanos lamentaron y prometieron resolver era debido a la inercia clerical y no a limitaciones canónicas.

Comisiones supervisoras Aparte de los tribunales diocesanos, que tienen competencia general, las diócesis que todavía no lo han hecho constituirán comisiones supervisoras sobre abusos sexuales compuestos fundamentalmente por madres y padres de familia, y expertos en derecho, medicina, psicología, etc…, por lo que serán muy accesibles a los fieles que deseen informarse o comunicar abusos, lo cual ayudará a recuperar la confianza.

Juan Vicente Boo, ABC, 26.IV.02 Fidelidad a la enseñanza moral de la Iglesia La crisis que han vivido los católicos en Estados Unidos a causa de los escándalos de sacerdotes exige vivir y predicar con plena fidelidad las enseñanzas de la Iglesia, especialmente en el campo moral, afirmaron los cardenales y obispos reunidos en Roma para afrontar el argumento. Así lo afirman los participantes estadounidenses en el encuentro, que tuvo lugar entre el 23 y el 24 de abril, en un comunicado final en el que revelan propuestas que presentarán a la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos, que tendrá lugar en Dallas del 13 al 15 de junio.

El documento, utilizando tonos muy duros contra los pecados de pederastia de sacerdotes, establece: «los pastores de la Iglesia necesitan promover claramente la correcta enseñanza moral de la Iglesia y reprender públicamente a los individuos que la contradicen y a los grupos que presentan enfoques ambiguos de la atención pastoral».

Para alcanzar este objetivo, los purpurados estadounidenses y los directivos de la Conferencia episcopal anuncian que presentarán a revisión de la Santa Sede «un conjunto de medidas» en las que «se establezcan los elementos esenciales de la política que hay que seguir para afrontar el abuso sexual de menores en las diócesis y en los institutos religiosos en Estados Unidos».

Expulsión del ministerio sacerdotal En particular, los participantes en el encuentro proponen «un proceso especial para la expulsión del estado clerical de los sacerdotes de quienes se sepa que son culpables de abuso sexual de menores repetido y agresivo».

No sólo, anuncian que sugerirán también «un proceso especial» de reducción al laicado para aquellos sacerdotes que, aunque no sean conocidos, podrían representar según sus obispos «una amenaza para la protección de los niños y los jóvenes».

«Visita apostólica» a los seminarios y casas de formación Los lugares de formación de futuros sacerdotes tienen un papel decisivo a la hora de evitar estos escándalos. El documento final propone una «visita apostólica», es decir, un profundo examen de los «seminarios y casas de formación religiosa». Esta «visita apostólica» deberá prestar atención en especial, explican en el comunicado, «a la necesidad de la fidelidad a la enseñanza de la Iglesia, especialmente en el área de la moral, y de un estudio más profundo de los criterios de idoneidad de los candidatos al sacerdocio».

Celibato, «don de Dios» A diferencia de lo que había escrito la prensa estadounidense en las vísperas del encuentro, la respuesta de los cardenales y obispos no pasa por el relajamiento de la propuesta católica (la prensa hablaba de la posibilidad de replantear el celibato o incluso el sacerdocio femenino). Por el contrario, el comunicado final afirma: «Dado que la relación entre celibato y pederastia no puede ser sostenida científicamente, la reunión reafirmó el valor del celibato sacerdotal como un don de Dios a la Iglesia».

Un sacerdocio más santo Como dijo en su discurso el Papa, los prelados norteamericanos consideran que esta dura crisis constituye una oportunidad que debería llevar «a un sacerdocio, a un episcopado y a una Iglesia más santos». Al mismo tiempo, insisten en que «es necesario comunicar a las víctimas y sus familiares un profundo sentido de solidaridad y ofrecerles la asistencia apropiada para que recuperen la fe y reciban atención pastoral».

Como propuesta conclusiva, los cardenales y representantes del episcopado proponen establecer una «jornada de oración y penitencia» en el país «para implorar la reconciliación y la renovación de la vida eclesial».

Zenit, 25.IV.02

Luis Suárez, “Isabel de Castilla, mujer que reinó”, Alfa y Omega, 4.IV.2002

En torno a la propuesta de la Conferencia Episcopal Española, que mantiene estrecha comunicación con Hispanoamérica, para que se aceleren los trámites del proceso iniciado en 1958 en torno a las virtudes de Isabel la Católica, ha surgido una apasionada polémica, en que, curiosamente, la parte principal y más sonora corresponde a quienes están fuera de la Iglesia o, incluso, de toda religión. Esto obliga a preguntarse por las razones profundas de tal irritación. No se despiertan polémicas de esta especie en torno a otros personajes, magnificados en sus respectivos ámbitos. Para un católico la cuestión no puede ser más simple: la Iglesia cuenta con medios más que suficientes para examinar la muy copiosa documentación recogida, los argumentos a favor y en contra, tomando finalmente una decisión. No voy a cometer aquí el error de prejuzgar cuál pueda ser ésta. A mí me basta con decir que mi confianza en la Iglesia es tan completa que no me abriga la menor duda: ella sabrá bien, al final, lo que conviene hacer. Pues la cuestión no depende de nosotros, los historiadores, a quienes corresponde indagar cómo las cosas fueron en realidad.

No caigamos en dislates. Anda por ahí una página web en que se pretende decir que los judíos eran amenazados de muerte si no se bautizaban. Seriedad. Todo el mundo es libre de formular opiniones, pero la mentira es como una serpiente que devora a quien la produce. Otros pretenden decir que para ello tenía que conculcar derechos de ciudadanía. En el siglo XV, en todos los países, la ciudadanía estaba ligada al principio religioso, de modo que el no fiel podía ser un huésped tolerado y sufrido –ésta es la frase exacta que utilizan los documentos– pero no un súbdito. Al huésped, al que se le cobra una determinada cantidad por cabeza a cambio del derecho de estancia, se le podía suspender ese permiso. Lo habían hecho Inglaterra, Francia y todos los países europeos conforme llegaban a su madurez política. De modo que España fue el último. Se trata, en todo caso, de un error colectivo, general y no de una decisión personal. ¿Saben ustedes que el claustro de la Universidad de París se reunió para felicitar a los reyes por la medida que, al fin, habían tomado? Isabel fue, ante todo, una mujer. Tuvo la suerte de ser educada fuera de la Corte, librándose así de influencias perniciosas. Cuando fue mayor, ella se ocupó de los bastardos de su marido, de los del cardenal Mendoza y de los de la reina Juana, esposa de Enrique IV, justificando su conducta con el propósito de que no se perdieran. Por vez primera impuso a su marido la norma jurídica de que en Castilla las mujeres no sólo no transmiten derechos sino que pueden reinar. Y esta norma estaría vigente hasta principios del siglo XVIII en que, por razones de progreso ilustrado, se impuso la ley Sálica que nos produjo algunas hermosas guerras civiles en el siglo XIX. Firmó una ley que suprimía cualquier resto de servidumbre entre sus súbditos, después de que su marido hubiera resuelto, con admirable maestría, el problema de los remensas de Cataluña. Las tres personas que más influyeron, Teresa Enríquez, Beatriz de Silva, Hernando de Talavera compartieron el mismo grado de santidad… Si fray Hernando no está hoy en los altares, es porque –razones de humildad– los Jerónimos se prohibían a sí mismos promover procesos canónicos.

Una mujer que reinó. Es muy difícil, para nosotros, los historiadores, distinguir el papel que ella o su marido desempeñaron en los acontecimientos, ya que cuidaban mucho de aparecer juntos. Para ambos, el amor –y fue grande el que se profesaron– no era consecuencia de la atracción mutua sino del deber que conduce a una entrega. Así lo reconocieron en el momento final de su existencia. Reinar era llevar a nivel alto las obligaciones que significa la monarquía, que es aquella forma de Estado que se apoya, exquisitamente, en el cumplimiento de la ley. Tal vez lo que muchas mentalidades actuales encuentran intolerable es que afirmara, como todos los grandes pensadores de su tiempo, que la ley divina está por encima de todo: las leyes humanas positivas tienen que someterse a aquélla. En consecuencia, muchos aspectos que, hoy, resultan simplemente opinables, para las gentes de su generación, y para ella de un modo particular, estaban axiomáticamente establecidas y fuera de su control.

Probablemente es aquí en donde encontramos la clave de otras muchas cosas. Los reyes, que fueron oficialmente llamados Católicos, entendían que el Estado, naciente a la sazón, se encuentra supeditado a la noción del orden moral objetivo. Por eso, continuando una línea que el Papa Clemente VI iniciara a mediados del siglo XIV, reconocieron en los habitantes de las islas recién descubiertas a seres humanos dotados de los derechos esenciales inherentes a la persona humana, que no dependen de un acuerdo entre los hombres, sino de que son criaturas divinas. Ciertamente en esta línea de conducta –puede decirse que estamos en el primer tramo hacia la construcción de tal doctrina– ella se vio defraudada. Los encargados de ejecutar la empresa, buscando beneficios particulares, conculcaron y destruyeron muchas veces esos principios. Ésta es otra de las realidades que es preciso tener en cuenta.

Cuando, en 1958, se inició el proceso y se pidió a algunos historiadores que aportaran su ayuda y su consejo, recuerdo muy bien que una de las condiciones fundamentales que entonces se manejó consistía precisamente en esto: había muchos puntos oscuros; lo importante era descubrir la verdad, sin juicios previos, sin metas prefabricadas. Es mucho lo que se ha avanzado. Hoy estamos bastante seguros de las coordenadas personales y políticas que enmarcan este reinado excepcional. Pero los prejuicios, entre los que no saben Historia y por eso es fácil valerse de ella, siguen subsistiendo. Sólo la verdad puede otorgar la libertad de juicio. Confieso que cuanto más penetro en el conocimiento de aquel tiempo, de sus errores, de sus virtudes, de sus avances y de sus defectos, más crece la admiración por esta figura singular a quien Dios encomendó en este mundo los oficios más difíciles y más fecundos: el de mujer y el de reina. Pues allí nació España. Allí se afirmó esa veta de la modernidad que conduce, por la vía de la racionalidad y el libre albedrío, al derecho de gentes. Y ese amor recíproco hacia la Universidad, casa del saber, como aún puede leerse, en griego, en el frontis de la de Salamanca.

Julio de la Vega-Hazas, “La Iglesia católica y el nazismo”, Palabra, IX.1997

l. HITLER TOMA EL PODER El 28 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado Canciller alemán. Su partido, el nacionalsocialista, estaba en minoría, y Hitler sólo tardó tres días en convocar nuevas elecciones. El 5 de marzo las urnas le dieron 288 escaños, que no suponían mayoría absoluta en un parlamento de 647 diputados, pero aprovechó el incendio del Reichstag, atribuido a los comunistas pero en realidad organizado por los nazis, para declarar ilegal al partido comunista. Descartados así los 81 diputados comunistas, los nazis obtenían una mayoría absoluta por escaso margen –10 Escaños, con la que aprobaban una ley de plenos poderes. Un año después, el 2 de agosto de 1934, fallecía el presidente alemán, mariscal Hindenburg. Tan sólo una hora después se anunció que se unificaban los puestos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Se convocó un plebiscito para ratificar esta medida, y, con la maquinaria de propaganda firmemente en manos del nazi Goebbels, el 19 de ese mismo mes el pueblo alemán votó afirmativamente por abrumadora mayoría. Con ello, Adolf Hitler se convertía en señor absoluto de Alemania hasta el aplastamiento de ésta en 1945.

Desde su aparición en la escena pública, a la jerarquía católica alemana no le pasó inadvertida la verdadera naturaleza e ideas de los nazis, máxime cuando el Papa Pío XI, a la vista de las convulsiones sociales con que empezaba la década de los 30, ya había advertido públicamente de las consecuencias que traería la prevalencia de «un duro nacionalismo, es decir, el odio y la envidia en lugar del mutuo deseo del bien» (discurso de Navidad de 1930). Los obispos, como sucede hoy en día, redactaban cartas pastorales cuando tenían lugar elecciones, recordando los criterios morales sobre el voto y las ideas que resultaban inaceptables para un católico, aunque sin señalar nombres propios. De particular relieve eran las pastorales del cardenal Faulhaber, por ser el arzobispo de Munich, cuna del nazismo. A diferencia de otras épocas, no puede decirse que los fieles católicos no entendieran el mensaje o lo recibieran con indiferencia. El fulgurante ascenso de la representación parlamentaria del partido nacionalsocialista se debió al voto masivo de las zonas protestantes, sobre todo Prusia, mientras que los católicos se decidieron sobre todo por el viejo «Zentrum» –nacido en la época de Bismarck, e instrumento decisivo para poner fin a su «Kulturkampf»–, y, en Baviera –zona católica y a la vez de bastante inclinación nacionalista y donde se gestó el partido nazi–, a este se le sumaba el partido populista bávaro, que obtuvo 19 escaños en 1933.

Poco después del triunfo nazi de 1933 se reunían los obispos alemanes en el lugar tradicional, Fulda. Se examinó la situación, y las preocupaciones se plasmaron en una carta colectiva del episcopado. No era una condena explícita, pero no carecía en absoluto de claridad. Examinando las doctrinas que se imponían, hay frases que no dejaban lugar a dudas, como la siguiente: «la afirmación exclusiva de los principios de la sangre y de la raza conduce a injusticias que hieren gravemente la conciencia cristiana». Por lo demás, se podía apreciar que los principales temores de los obispos eran dos. Por una parte, que el nuevo Estado totalitario acabase con las organizaciones católicas, especialmente las educativas. Y, por otra, que el nuevo régimen tratara de crear una especie de iglesia nacional y quisiera englobar en ella a todos, también a los católicos. Y, si los nazis ya habían dado pasos en la primera dirección, también había indicios de que el segundo temor era real, pues en algunos círculos protestantes, sobre todo prusianos, ya se hablaba de un cristianismo nacional para arios. Saliendo al paso con firmeza y rapidez de lo que parecían ser los prolegómenos de una nueva «Kulturkampf», los obispos alemanes también enviaron un mensaje no escrito, del que los nazis tomaron buena nota: la confirmación de su unidad, prácticamente sin fisuras. No resultaba prometedor intentar sembrar la discordia entre el episcopado. Para los hitlerianos, parecía una mejor vía de atacar a la Iglesia el intentar abrir una brecha entre los obispos alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que Hitler vio con buenos ojos la posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato. Su propaganda empezó a preparar el terreno hablando de los pactos de Letrán con la Italia de Mussolini como «modélicos».

2. EL CONCORDATO En realidad, la iniciativa de un concordato entre el III Reich y la Santa Sede no surgió ni de los nazis ni de la Iglesia, sino de un político católico del Centro, Franz von Papen, a quien Hitler, que quería, mientras viviera Hindenburg, mantener una apariencia respetable, le tenía en su gobierno como vicecanciller. Como católico y miembro del gobierno, creía que un acuerdo serviría para resolver las posibles fricciones que ya empezaban a manifestarse. Con este fin, von Papen visitó Roma en abril de 1933.

En Roma, las principales figuras con las que tenía que entrevistarse eran dos: el Papa Pío XI, y su Secretario de Estado Pacelli. Los dos eran favorables a firmar un concordato, y pensaban que, por pocas que fuesen las ventajas, siempre resultaba conveniente intentar entenderse con los diferentes regímenes, aunque fueran hostiles a la Iglesia, como se había demostrado, por ejemplo, con la República española.

El concordato no requirió largas negociaciones. Básicamente reproducía el contenido de los recientes concordatos con varios «Länder» alemanes, Baviera, Prusia y Baden, que habían sido negociados por el entonces nuncio Pacelli. Sólo hubo un punto controvertido. Pío XI, que tantas esperanzas tenía puestas en las organizaciones confesionales, quería dejar bien atado que conservaban su independencia, especialmente las juveniles. La experiencia italiana le mostraba que ese era un punto de fricción. Al final se llegó a una redacción que satisfacía a las dos partes, y la firma fue pregonada como un éxito por ambas.

No hubo ingenuidad en la negociación del concordato, salvo, quizás, por parte de von Papen. Hitler, desde el primer momento, no actuaba de buena fe. La Iglesia no se hacía ilusiones al respecto, pero consideraba que el concordato serviría de referencia para denunciar los previsibles abusos que cometerían las autoridades, y quizás para mitigarlas. Es difícil calibrar hasta qué punto sirvió para conseguir este último objetivo, pero puede aventurarse que tuvo cierta utilidad. En cuanto al instrumento en sí, no parece en absoluto desacertado su contenido si se tiene en cuenta que ese concordato de 1933 sigue todavía vigente.

3. LA ENCICLICA «MIT BRENNENDER SORGE» El gobierno empezó a incumplir el concordato desde el primer momento. Y desde el primer momento empezaron a llover las denuncias por parte de los obispos alemanes. Se hostigaba a la Iglesia de diversos modos, sin excluir encarcelamientos de eclesiásticos. Desde Roma se apoyaba a la jerarquía local, y Pacelli envió varios memorandums de protesta a las autoridades alemanas, y el mismo Pío XI aprovechó varias peregrinaciones de alemanes para formular públicamente sus quejas. A partir de 1935, la propaganda nazi lanzó una campaña de desprestigio de la Iglesia católica, con el montaje de varios procesos amañados a eclesiásticos acusados de fraude.

En enero de 1937 llegaban a Roma, con la mayor discreción posible, los principales representantes del episcopado alemán: los cardenales Bertram (el Primado, de Breslau, ciudad actualmente polaca con el nombre de Wroclaw), Faulhaber (Munich) y Schulte (Colonia), y los obispos Preysing (Berlín) y von Galen (Munster). A la vista del acoso que sufría la Iglesia católica alemana, iban con el propósito de solicitar una intervención pontificia que condenara el nazismo. De aquí nacería la encíclica “Mit brennender Sorge”, que, contrariamente a lo que se piensa, partió de una iniciativa del episcopado alemán, no de la Santa Sede.

En Roma se entrevistaron con Pío XI y con el cardenal Pacelli. El primero, sin dejar de darles su pleno apoyo, fue algo reservado. Pero Pacelli suscribió la iniciativa sin reservas, y pidió al cardenal Faulhaber un borrador. A los cuatro días lo pasó al Secretario de Estado, y Pacelli, que dominaba el alemán, le dio su forma definitiva. La denuncia de la ideología y la conducta nazis era clarísima: racismo, divinización del sistema, calificación de la construcción de una iglesia nacional como apostasía, etc. No faltaban referencias a lo que hoy se denomina «culto a la personalidad»: «Quien quiera que, con sacrílego desconocimiento de las diferencias esenciales entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osara levantar a un mortal, aunque fuera el más grande de todos los tiempos, al nivel de Cristo, más aún, por encima de Él o contra Él, ese merece que se le diga que es un profeta de fantasías, al que se le aplica espantosamente la palabra terrible de la Escritura. El que vive en los cielos se ríe de ellos». Por mucho menos se había dado por personalmente aludido Adolf Hitler. Pero Pío XI no dudó en firmar la encíclica.

Fue una sorpresa general, para fieles, autoridades y policía, la lectura de la encíclica, el domingo día 21 de marzo de 1937, en todos los templos católicos alemanes, que eran más de 11.000. La unanimidad fue absoluta. Y, en toda la breve historia del Tercer Reich, nunca recibió éste en Alemania una contestación que llegara a acercarse a la que se produjo con la “Mit brennender Sorge”.

Como era de esperar, al día siguiente el órgano oficial nazi, “Voelkischer Beobachter”, publicó una primera réplica a la encíclica. Pero, sorprendentemente, fue también la última. El ministro alemán de propaganda, Joseph Goebbels, fue lo suficientemente inteligente y perspicaz como para advertir la fuerza que había tenido esa declaración. Y, con el control total de prensa y radio que ya tenia por esas fechas, decidió que lo más conveniente para el régimen era ignorar completamente la encíclica y las declaraciones de la jerarquía. Sus subordinados cumplieron escrupulosamente sus órdenes. Y, durante una temporada, disminuyeron asimismo los ataques a la Iglesia.

4- LA UNION DE AUSTRIA AL REICH Un año después, en marzo de 1938, el ejército alemán entraba en Austria, llamado por un canciller que había impuesto Hitler con amenazas. En general, se recibió bien la anexión –el «Anschluss»–, por la inestabilidad que sufría Austria y por la imagen que del régimen alemán había dado la activa propaganda nazi. Se convocó un plebiscito, por el que Austria pasaba a ser la «Ostmark», la «marca del Este» del Reich alemán.

Se vivía un clima de euforia. Si para la humillada Austria era la recuperación del orgullo perdido, para más de un eclesiástico era el alejamiento del peligro comunista. Todavía no sabían con quien se habían juntado. Con ese ambiente, cuando Hitler –austríaco de nacimiento– llegó a Viena, se entrevistó con el cardenal Innitzer. Creyendo que era bien acogido, emitió unas directrices en las que pedía que se acogiera la anexión con buena voluntad, e incluía, como se lo había pedido el Führer, el que las organizaciones juveniles se prepararan para incorporarse a las del Reich alemán. Pocos días después encabezaba una declaración del episcopado austríaco en la que se daba la bienvenida y se ensalzaba al nacionalsocialismo alemán. Enseguida vio Innitzer que se habían rebasado los limites de la prudencia, y añadió una nota aclaratoria en la que se decía que todo lo anterior estaba condicionado a que se garantizaran los derechos de Dios y de la iglesia. Como era de suponer, la propaganda nazi aireó la declaración, pero omitiendo toda referencia a esta última nota.

Este comportamiento fue muy mal recibido en Roma, máxime cuando incluía esa imprudente declaración sobre las organizaciones juveniles católicas. Innitzer fue inmediatamente llamado a Roma. Allí le esperaba Pacelli, con quien mantuvo una tensa conversación. Como resultado, “L’Osservatore Romano” publicaba el 7 de abril una declaración de Innitzer, que venía a ser una rectificación de lo anterior, en la que reivindicaba los derechos establecidos en el concordato austríaco, la independencia de las organizaciones juveniles católicas y los derechos de los fieles cristianos. Sólo entonces recibía Pío XI al cardenal austríaco; hasta entonces no había querido hacerlo.

La prensa nazi ignoró la rectificación. Y el nuevo gobierno suprimió de un golpe las organizaciones juveniles católicas, la enseñanza de la religión y, poco más tarde, hasta la facultad de teología de Innsbruck. El palacio arzobispal de Innitzer fue asaltado y arrasado por las «Hitler-Jugend», las juventudes hitlerianas.

Lo ocurrido en Austria muestra el acierto de los obispos alemanes. La firmeza de estos impidió que los nazis tomaran las medidas de desmantelamiento de la Iglesia católica en Alemania, país en que los católicos eran minoría, mientras que la debilidad y cortedad de miras de los austríacos no pusieron freno a esas medidas en la católica Austria.

5. LA GUERRA MUNDIAL Con el estallido de la guerra mundial, cambiaran bastantes cosas. Las relaciones de la Iglesia con el Tercer Reich ya no se referirán tan sólo a lo que suceda dentro de las fronteras alemanas, sino a una geografía más amplia y siempre cambiante. A los efectos que nos interesan, lo que importa es únicamente cuando un territorio está bajo la directa dominación alemana, y no si está alineado con el Eje. Italia, por ejemplo, sólo cae bajo dominio alemán cuando es derribado Mussolini en septiembre de 1943, y sólo la parte no ocupada por los aliados; habrá paracaidistas alemanes –y más discretamente, la Gestapo– vigilando los bordes de la Ciudad del Vaticano, pero sólo medio año, pues los norteamericanos entrarán en Roma a principios de junio de 1944. El hecho de que cada vez más países entren en guerra, y lo crítica que se volverá su situación a partir de 1943, hará que el régimen nazi se radicalice: cada vez le importará menos quedar bien ante nadie, ni le quedarán espacios donde poner en juego la diplomacia. Las matanzas de judíos –la «solución final»– comenzaron en la segunda mitad de 1942. En esa situación, los esfuerzos de la Santa Sede se dirigirán más bien a los aliados de Alemania, desde luego menos inhumanos que esta, con la intención de que resistieran la presión de los nazis para realizar deportaciones.

Cada país es una historia, y no hay espacio aquí para detallar qué sucedió en cada uno. Por parte de la Santa Sede, la principal novedad es el fallecimiento de Pío XI poco antes de comenzar la guerra, en febrero de 1939. Pero su sucesor fue el hasta entonces Secretario de Estado, Pacelli, que tomó el nombre de Pío XII. Nombró Secretario de Estado al cardenal Luigi Maglione. En cuanto a Alemania, no hay cambios importantes en la jerarquía. Por su firmeza en denunciar los abusos, que no faltaban, consiguieron que la represión anticatólica no fuera tan fuerte como en otros lugares, aunque hubo detenciones e internamientos en campos de concentración. Por lo demás, al estallar la guerra muchos de los judíos alemanes ya habían emigrado, y los mayores atropellos nazis tuvieron lugar fuera de sus fronteras, donde poco podían hacer los obispos alemanes.

6. POLONIA Durante la mayor parte de la guerra, la principal preocupación de la Santa Sede era Polonia. Conquistada el primer mes de la guerra, seguiría en manos alemanas hasta el otoño de 1944, casi al final. Tenía todos los ingredientes para convertirse en un infierno: ocupada durante cinco años, país católico, de la raza eslava, despreciada por los nazis y con más de tres millones de judíos, casi diez veces más que Alemania antes del nazismo, y la mayor proporción de Europa –ligeramente superior al 10%–. Y en eso se convirtió.

Se produjo una triple división con la ocupación. La franja oriental la ocuparon los soviéticos, que persiguieron duramente a la Iglesia católica. La parte central pasó a denominarse «Gobierno General de Polonia», bajo control alemán. La franja occidental se anexionó al Reich, que recuperaba así su frontera oriental anterior a la primera guerra mundial, y pasó a ser un distrito conocido como el «Warthegau».

Los alemanes no aceptaron un representante de la Santa Sede para un país que para ellos había dejado de existir, pero a la vez rechazaban sistemáticamente cualquier referencia del nuncio en Berlín, Mons. Orsenigo, a asuntos de Polonia, alegando que sólo se le reconocía competencia para lo que sucediera en el Reich. También, en esta hora amarga, la Iglesia polaca se quedó sin la cabeza que podía darle la cohesión que necesitaba. La invasión sorprendió al cardenal Hlond, arzobispo de Varsovia y primado polaco, de peregrinación en Lourdes, y no pudo moverse de allí hasta acabada la guerra.

Los nazis no sólo querían someter Polonia, sino suprimirla como nación, despojarla de su identidad. Por ello enseguida comenzaron las detenciones de lo que con razón consideraban como una de las principales señas de identidad polacas: la Iglesia católica. Se cerraron seminarios, se detuvieron sacerdotes y seminaristas, incluso varios obispos. Los alemanes intentaron aislar Polonia y que no llegaran al exterior noticias de lo que pasaba. Pero llegaban. Comenzaron a llover protestas de la Santa Sede. Se consiguió poco; principalmente, que los eclesiásticos detenidos fuesen a parar a un mismo lugar. Pero posiblemente esta medida también convenía a los nazis, y el lugar era el nada envidiable campo de concentración de Dachau, donde murieron muchos, a causa de las duras condiciones de vida y también por los «experimentos médicos» –a muchos se les inyectó tifus– que les tuvieron como víctimas.

Podría parecer que las condiciones de vida para la Iglesia en el «Warthegau» iban a ser mejores, pero no fue así. Con la misma excusa para evitar injerencias de la Santa Sede –que el territorio caía fuera del ámbito concordatario–, Hitler aprovechó la situación para hacer una especie de «prueba-piloto» e implantar de golpe lo que pretendía que acabara siendo el régimen de su «Gran Alemania». Para ello nombró un «Gauleiter» con poderes especiales. Pronto se vio que incluían la detención masiva de eclesiásticos, tanto de habla polaca como alemana. Buena parte de los clérigos alemanes que fueron a parar a Dachau provenían de esta provincia. Con la experiencia del Warthegau se comprenden perfectamente las verdaderas intenciones de Hitler, y lo que hubiera sucedido en el resto de Alemania si la jerarquía eclesiástica no hubiera dado un ejemplo de cohesión y firmeza.

7. EL DILEMA DE LA SANTA SEDE En una guerra se pueden disimular acciones aisladas y ocultar en el anonimato nombres propios, pero no se pueden esconder por mucho tiempo atrocidades como las cometidas por los nazis en Europa a quienes tienen medios para hacerse informar. Ahora están apareciendo pruebas documentales de algo que por lo demás es de sentido común: que los gobiernos aliados estaban perfectamente al tanto del exterminio programado de judíos. Si no lo denunciaron públicamente es porque nadie quería recibir una oleada de refugiados judíos. Probablemente sabían también que los nazis, antes de decidir la «solución final», habían considerado otras posibles alternativas que incluían el destierro forzoso. La Santa Sede tenía cauces de información distintos, pero los tenía y, aunque se le pudieran escapar datos como para tener el cuadro completo, lo cierto es que estaba muy al tanto de los atropellos nazis. ¿Debió formular condenas públicas y explícitas? En primer lugar, no puede perderse de vista lo delicado de la situación. A diferencia de otros gobiernos, la Santa Sede no hablaba «desde fuera»: estaba en juego la supervivencia misma de la Iglesia en muchos países. Y, en los primeros años de la guerra, parecía claro que había medidas que podían resultar contraproducentes, pues podían conducir a que los entonces victoriosos nazis radicalizaran más aún sus posturas. El nuncio en Berlín, Orsenigo, ya había oído de algunos funcionarios que interceder por una persona sólo servía para que empeorara su situación. Y pudo comprobarse que era verdad: cuando la jerarquía católica de Amsterdam se quejó públicamente en 1942 del trato que se daba a los judíos, la respuesta alemana fue limpiar Amsterdam de judíos, enviados a los campos de concentración. Además, la praxis diplomática de la Santa Sede tenía como norma evitar, en tiempo de guerra, hacer manifiestos que pudieran aprovecharse por la propaganda de alguno de los beligerantes y situar a la Iglesia como parcial. La principal razón es que generaba desunión entre los católicos, y en particular de los de la parte «perjudicada», con la Santa Sede. Por ello, de entrada se prefirió la protesta, que fue todo lo intensa que se pudo. El mismo Pío XII, al recibir al ministro alemán de Asuntos Exteriores von Ribbentrop en 1941, le formuló una lista detallada de quejas durante dos días (Ribbentrop, que hizo la visita con fines propagandísticos, declaró que su resultado era «satisfactorio», pero no fue así. Cuando se produjo la invasión de la URSS, Alemania quiso que el Vaticano la denominase «cruzada contra el bolchevismo», y la contestación vaticana, con su negativa, era otra lista de agravios, que se añadió a la que acababa de formular el episcopado alemán tras su reunión de Fulda.

A la vez, la Santa Sede consideraba la posibilidad de formular una condena pública. Al principio, decidió amagar. Hizo saber a las autoridades nazis, a través del embajador von Weizsacker, que si seguían produciéndose los abusos no le quedaría otro remedio que formular un manifiesto de condena. Por un tiempo, por desgracia breve, pareció surtir efecto. Más adelante, ya no le importaba a Alemania, y en el Vaticano se llegó a la conclusión de que no serviría para nada.

En el último periodo de la guerra los esfuerzos de la Iglesia fueron encaminados a intentar salvar personas, e influir ante los satélites de Hitler para que impidieran a las SS alemanas tener mano libre en su territorio. Se consideraba lo más práctico, y una visión retrospectiva parece confirmarlo; se salvaron así muchos miles de hebreos –no se puede dar una cifra exacta, pero esta debería tener seis dígitos–, aunque, en comparación con el total exterminado, los resultados fueran más bien exiguos: no se podía hacer otra cosa. Se pudieron conseguir resultados en Italia, donde muchos judíos se salvaron por la protección de eclesiásticos –en Roma, Pío XII participaba personalmente en esta labor– y otros fieles católicos, y en menor medida en Francia y Bélgica. También en Rumanía, gracias a que entre la caída de Antonescu –que puso el país en manos alemanas– y la entrada de los rusos medió poco tiempo; pero en ese poco tiempo pudieron hacer más estragos si no fuera por las gestiones, entre otros, de Mons. Roncalli, futuro Juan XXII y entonces delegado apostólico en Turquía. Por fortuna para muchos judíos rumanos, su país, a diferencia de otros, tenía una vía de escape: el mar Negro.

8. CASOS TRAGICOS Como ya se ha señalado, cada país tuvo sus peculiares circunstancias y su historia. Es bastante ilustrativo lo sucedido en tres de ellos, con algunas características comunes: los tres eran de mayoría católica, en los tres parecía que podía evitarse la catástrofe, pero al final los tres casos acabaron en tragedia.

El primer caso era el de Croacia. Antes de la guerra formaba parte de Yugoslavia. Los recientes acontecimientos han puesto de manifiesto que la antigua Yugoslavia (la «Eslavia del sur») era un país complejo y problemático. Lo ha sido desde su nacimiento, pues no nació bien: fue una idea de Clemenceau en Versalles aglutinar varios territorios en ese nuevo Estado, juntando a Serbia con la Croacia y Eslovenia que habían pertenecido al imperio austrohúngaro, y con algunas zonas más. En resumen: era un país bastante artificial, y con nacionalismos latentes que estallarían en la guerra. Alemania la ocupo en primavera de 1941, y se retiró a finales de 1944, con sus tropas muy hostigadas por los guerrilleros de Tito, comunistas armados por los ingleses y no por los rusos. Junto a la ocupación alemana, hubo un sector italiano al noroeste, hasta el armisticio italiano de 1943.

Los alemanes se aprovecharon enseguida del nacionalismo croata para crear un Estado títere en Croacia, con un filonazi –Pavelic– como presidente, que incluso envió tropas al frente ruso para luchar con los alemanes. Pero los problemas que pronto empezaron a surgir venían sobre todo de las milicias que quedaron en Croacia: los «ustachis». Fanáticos y violentos, comenzaron a hostigar a serbios y judíos. Como, al menos en teoría, los ustachis eran católicos, la comunidad judía apeló a la Santa Sede, y ésta, que ya estaba recibiendo informes de obispos y noticias de sus quejas, reaccionó. Consiguió garantías en la zona italiana, y envió en el verano de 1941 un delegado apostólico a Zagreb, el abad benedictino Marcone. Este encontró que buena parte de los judíos habían sido concentrados en campos, pero sus gestiones eran respondidas con evasivas; sólo a principios de 1942 pudo su secretario y el del arzobispo de Zagreb visitar algunos de los campos.

A pesar de todo, el catolicismo del país se notaba, y no todos eran fanáticos pronazis. Marcone entabló cierta amistad con el jefe de la policía croata. A través de él pudo saber en el verano de 1942 que los alemanes habían pedido la deportación de todos los judíos a Alemania. Informó inmediatamente a la Santa Sede, pidiendo que se hiciera algo. Pero ese «algo» tenía que consistir principalmente en las gestiones del propio Marcone. Y las realizó repetidamente, sobre todo ante Pavelic, que no quiso hacerle caso. El jefe de la policía procuró retrasarlo, pero en noviembre cambió, y el nuevo era un viejo funcionario que tenía miedo de hacer nada al respecto. En mayo de 1943 Himmler visita Zagreb para ultimar la operación. Marcone y el arzobispo de Zagreb, Stepinac, intentaron hacer gestiones para parar la deportación judía. Fue en vano. Con todo, el esfuerzo de Marcone no había pasado inadvertido a la comunidad hebrea, cuyo gran rabino de Zagreb ya le había llamado varias veces para darle las gracias.

Otro caso particularmente doloroso es el de Hungría. Nación de mayoría católica, contaba con una numerosa población judía, superior al medio millón si se incluían los huidos de otros países. Gobernaba el dictador Horthy, que no era católico, bajo el cual el país se había incorporado al Eje y luchado al lado de Alemania. Había hecho aprobar algunas leyes que discriminaban a los judíos, pero nunca quiso ir más allá, y se negó a cualquier deportación a territorio bajo control alemán. La Santa Sede, a través sobre todo del nuncio Rotta, estaba ejerciendo una eficaz mediación para su salvaguardia. Pero en marzo de 1944 el ejército alemán entró en Hungría. Comenzaron las deportaciones con destino a Auschwitz. En julio, Horthy recupera el control y se interrumpen. Pero en octubre los alemanes le arrestan, y colocan en su lugar a extremistas fanáticos –los «cruces de flechas»–, y es entonces cuando las deportaciones cobran mayor intensidad, hasta principios de 1945, cuando el país cae en manos rusas. Era un afán diabólico. Con la guerra claramente perdida, muchos trenes que se necesitaban para el esfuerzo bélico se dedicaron a transportar hacia la muerte a decenas de miles de judíos. Pío XII había enviado en agosto de 1944 un telegrama a Horthy, que fue bien recibido, pero cuando se le apartó del poder no se pudo hacer nada. Los «cruces de flechas» no escuchaban a la Iglesia; con ellos, antes que con los comunistas, conoció la cárcel el futuro cardenal Mindszenty, que ya era obispo por estas fechas.

El tercer caso es el de Eslovaquia. A raíz de la ocupación alemana de Bohemia y Moravia –la actual Chequia–, Eslovaquia se independizó, aunque sin dejar de ser un satélite de Alemania. Gobernaba el país –de mayoría católica– un partido filonazi cuya cabeza era el primer ministro, Bela Tuka. Pero el presidente de la República era un sacerdote católico, Josef Tiso. Tiso constituye un buen ejemplo de a dónde puede conducir un nacionalismo aparentemente inofensivo. Era un claro ejemplo de nacionalismo, y políticamente era de derechas y de cierta tendencia antisemita, pero no era de ideología nazi, y menos aún un asesino. Política y personalmente débil, dejaba hacer a Tuka y su partido, que se iba radicalizando conforme avanzaba la guerra. En 1942 empezaron las deportaciones de judíos –había unos 80.000 en Eslovaquia–, y la Santa Sede, que ya veía con desagrado la posición de Tiso, pidió a su encargado de negocios (siguiendo la tradición, no había representación diplomática plena en un país que nace en una guerra mientras esta no acabase), Mons. Burzio, que formulara las protestas pertinentes, a las que se sumaba el Secretario de Estado Maglione, que recibió al ministro eslovaco Sidor. Además, la Santa Sede pidió a Burzio que apelara a la conciencia sacerdotal de Tiso. Este intentó suavizar la realización de las medidas y concedió los indultos que pudo… pero nada más. Le frenaba el miedo a los alemanes, y a que estos acabaran con el Estado eslovaco. El gobierno eslovaco respondió al Vaticano dando unas garantías insuficientes y con ambigüedad. Con todo, en 1943 hubo pocas deportaciones, y la situación se calmó. Pero en 1944 cambiaron las cosas. En verano hubo una sublevación, y para sofocarla entraron tropas alemanas en Eslovaquia. Y, con ellas, se reanudaron las deportaciones en masa. Tiso quiso oponerse, pero apenas consiguió retrasarlas unos días. Burzio pidió a la Santa Sede una intervención, y Mons. Tardini envió a Tiso un telegrama en nombre de Pío XII, que el Papa había revisado personalmente. Pedía, en nombre del Santo Padre, «que ajustara sus sentimientos y sus decisiones a las exigencias de su dignidad y de su condición sacerdotal». La verdad es que a esas alturas poco podía hacer Tiso, pero también es cierto que él no estuvo a la altura: en su contestación –fechada el 8 de noviembre–, aparte de inculpar veladamente a los alemanes, intentó minimizar la gravedad de lo que sucedía, dio a entender que las deportaciones tenían como destino las fábricas alemanas, e incluso se deslizaba alguna expresión antisemita. La Santa Sede no respondió, y quedó con el consuelo de saber que buena parte de los judíos que se habían salvado lo habían hecho gracias al refugio que encontraron en instituciones católicas, donde se les escondía arriesgando la vida –y en más de un caso perdiéndola–, como en tantos lugares de Europa. En cuanto a Tiso, tampoco parecía procedente iniciar un expediente penal canónico: para cuando se hubiera fallado, ya estaría en manos rusas. Así ocurrió, y fue fusilado en 1947 9. FINAL Poco después, en mayo de 1945, acababa la pesadilla de la guerra en Europa. No duraría mucho el alivio de la Santa Sede, que no tardaría en ver nacer la pesadilla comunista en el Este europeo. La Iglesia intentó desde el primer momento frenar la avalancha neopagana y racista nazi. No pudo conseguir demasiado, salvo en algunos sitios como Francia e Italia, pero igualmente cierto es que lo intentó con todos los medios a su alcance y que, cuando terminó la contienda, entre los pocos a quienes podían manifestar su agradecimiento las organizaciones judías figuraban la Santa Sede y unas cuantas personalidades e instituciones de la Iglesia católica, empezando por Pío XII.

César Vidal, “Influencia del cristianismo en la cultura humana”

La historia del cristianismo no pudo comenzar bajo peores auspicios. Entroncada de manera directa con la del judaísmo —de la que pretendía ser realización y cumplimiento—, desde el primer momento dejó de manifiesto una clara oposición con este. Jesús no solo predicaba una clara desviación del exclusivismo religioso de Israel llamando a los gentiles para que recibieran el mensaje del Reino del Dios (y anunciando además que muchos lo acogerían con mayor gusto que los judíos a los que estaba destinado), sino que además se manifestaba provocadoramente abierto en su actitud hacia las mujeres y, sobre todo, a los pecadores. En realidad, esta última actitud y sus propias pretensiones lo colocaron desde el principio en un camino que acabó desembocando en su ejecución.

Lejos de creer en la existencia de un grupo que podía ser mejor que otros y cuya afiliación garantizaba el paso a un mundo mejor, Jesús ofreció a sus contemporáneos una relación personal con Dios, una relación, por otra parte, de la que todos estaban necesitados, de la misma manera que un enfermo que requiere la ayuda urgente e imprescindible de un médico. El género humano —pecadores y supuestos justos, hombres y mujeres, judíos y gentiles— era semejante a una oveja perdida que no sabe cómo encontrar el camino para regresar al redil, a una moneda perdida que por sí misma no podrá volver al bolsillo de su dueña, como un hijo pródigo que disipó toda su fortuna y que precisa del perdón generoso de su padre para redimiese. Jesús insistía en que esa salvación era posible porque Dios en Él había salido al encuentro de la Humanidad y bastaba con que esta ahora no rechazara el ofrecimiento. Para aquellos que estuvieran dispuestos a vivir en la nueva relación de Pacto con Dios —un pacto basado en la muerte futura e ineludible de Jesús— se abriría la posibilidad de una nueva vida vivida de acuerdo con unas nuevas condiciones. No solo es que en ella sería posible encontrar la salvación, no solo es que en ella se podría descubrir un sentido que enlazaba con la eternidad, no solo es que en ella se viviría en una nueva comunidad sin barreras raciales, sociales o de género sexual, no solo es que en ella no se repetirían los patrones diabólicos del poder, es que además se encarnaría el ideal de amar al prójimo sin límites ni condiciones, un ideal digno del Dios que se encarnaba para morir en la cruz.

La predicación de Jesús era provocadora y sus afirmaciones de ser el Mesías, el Hijo del hombre e incluso el Hijo de Dios acabaron provocando una reacción combinada que lo llevó a la muerte. Durante la Pascua del año 30 d. C. sus adversarios debieron de respirar tranquilos convencidos de que aquel controvertido personaje dejaría de ser un peligro y una molestia… pero se equivocaron.

A los tres días, los mismos discípulos que lo habían abandonado durante su prendimiento, proceso y ejecución comenzaron a predicar la peregrina doctrina de que Jesús había resucitado y se les había aparecido. Por supuesto, ni las autoridades judías ni las romanas creyeron en aquella afirmación (¿no se habían ellas ocupado de arrancar de Jesús hasta el último hálito de vida?), pero no dejó de resultar preocupante cómo antiguos incrédulos (Santiago) o incluso enemigos (Pablo) se sumaban con fervor a la nueva fe que se negó encarnizadamente a morir.

En el curso de su primera década, el cristianismo —que ya recibía ese nombre de sus adversarios y tal vez en son de burla— había comenzado a dar pasos que evidenciaban la influencia de las enseñanzas de su maestro y fundador. Admitió gentiles en su seno, proporcionó a las mujeres un papel que jamás hubieran soñado en el judaísmo, organizó un sistema de asistencia social en Jerusalén (con prolongaciones en otras ciudades donde se había asentado), se mostró crítico hacia el poder político y extremó los valores contenidos en el judaísmo siguiendo el ejemplo de Jesús.

Antes de cumplir el primer cuarto de siglo de existencia, la nueva fe se había arraigado en Europa e incluso contaba con comunidades en ciudades tan importantes como Atenas, Corinto, Éfeso, Colosas, Tesalónica, Filipos y la misma capital, Roma.

Desde luego su avance no podía atribuirse a la simpatía del imperio. En realidad, el cristianismo era —si cabía— más molesto en sus pretensiones, en sus valores y en su conducta para la gentilidad que para el judaísmo. No solo eliminaba todas las barreras étnicas en un universo donde ser ciudadano romano era una ambición de muchos, sino que, además, desconfiaba del sistema imperial, daba una cabida extraordinaria a la mujer en su seno, sostenía un sentido finalista de la Historia y se preocupaba por los débiles, los marginados, los abandonados, es decir, por aquellos por los que no sentía la más mínima preocupación el imperio.

A pesar de las idealizaciones que a posteriori se puedan hacer del mismo, lo cierto es que el imperio romano era una firme encarnación del poder de los hombres sobre las mujeres, de los libres sobre los esclavos, de los romanos sobre los otros pueblos, de los fuertes sobre los débiles. No debe extrañarnos que Nietzsche lo considerara un paradigma de su filosofía del “superhombre” porque efectivamente así era.

Frente a ese imperio el cristianismo predicó a un Dios encarnado que había muerto en la cruz para la salvación del género humano, permitiendo a este alcanzar una vida nueva. En esta resultaba imposible mantener la discriminación que oprimía a las mujeres condenándolas a la muerte o al matrimonio impúber, el culto a la violencia que se manifestaba en los combates de gladiadores, la práctica de conductas inhumanas como el aborto o el infanticidio, la justificación de la infidelidad masculina y la deslealtad conyugal, la participación en la guerra, el abandono de los desamparados o la ausencia de esperanza.

A lo largo de tres siglos, el imperio desencadenó sobre los cristianos distintas persecuciones que cada vez fueron más violentas y que no solo no lograron su objetivo de exterminar a la nueva fe, sino que mostraron la incapacidad de alcanzarlo. Al final, el cristianismo se impuso no solo porque entregaba —el mismo Juliano el Apóstata lo reconoció— un amor que en absoluto podía nacer del seno del paganismo, sino también porque proporcionaba un sentido de la vida y una dignidad incluso a aquellos a los que nadie estaba dispuesto a otorgar un mínimo de respeto. Constantino no le otorgó el triunfo. Más bien se limitó a reconocerlo —y, quizá, a intentar instrumentarlo— y a levantar acta de que el paganismo ya no se recuperaría del proceso de decadencia en que había entrado siglos atrás.

Nunca existió un imperio cristiano (a pesar de que el cristianismo fue declarado religión oficial durante un espacio breve de tiempo), pero sí es verdad que algunos de sus principios quedaron recogidos, en mayor o menor medida, en la legislación bajoimperial. Sin embargo, el gran aporte que el cristianismo proporcionaría a Roma no sería ese.

A partir del siglo III la penetración de los bárbaros en el limes romano se hizo incontenible. Durante algunas décadas se pensó en la posibilidad de asimilarlos convirtiéndolos en aliados. Los resultados de esta política fueron efímeros. En el 476 el imperio romano de Occidente dejó formalmente de existir, aunque, en realidad, estaba enfermo de muerte desde mucho tiempo atrás. Pese a todo, aun con el efecto letal de aquellas invasiones, la cultura clásica no desapareció. El cristianismo —especialmente a través de los monasterios— la preservó. Pero no se limitaron a ello. También salvaguardaron valores cristianos en medio de un mundo que se había colapsado por completo y cuyo futuro era siempre incierto e inseguro. Así, al cultivo del arte se sumó el respeto y la práctica del trabajo del tipo que fuera, a la defensa de los débiles se unió la práctica de la caridad, al esfuerzo misionero se vinculó la asimilación y culturización de pueblos pujantes pero que, a medio plazo, también se rindieron como antaño el imperio al cristianismo.

En el siglo VIII, Occidente se vio acosado por una terrible y nueva amenaza, la del Islam, que aniquiló a su paso todas las sociedades que intentaron defender su libertad frente a él. Durante el siglo siguiente, el cristianismo proporcionó el entramado de una breve reconstrucción del imperio, ahora sobre principios como la preservación de la cultura clásica, la popularización de la educación, la promulgación de leyes sociales o la articulación del principio de legitimidad política. Sin embargo, se trató de una creación que vino a desplomarse ante el empuje de unas nuevas invasiones más letales que las sufridas durante los siglos III-V. Se produjo entonces una nueva Edad Oscura de consecuencias aún peores y Occidente quedó embotellado entre los asaltos islámicos en el sur —detenidos por los resistentes españoles que desangraron las aceifas islámicas llegadas al sur de Francia— y las incursiones bárbaras procedentes del norte (vikingos) y del este (magiares). En el curso de unas décadas, todos los logros de siglos anteriores desaparecieron convertidos en humo y cenizas. Una vez más, empero, el cristianismo se mostró mucho más vigoroso que sus enemigos. Cuando estos eran más fuertes, cuando no necesitaban pactar, cuando podían imponer su voluntad valiéndose solo de la espada, acabaron aceptando la enorme fuerza espiritual del cristianismo y lo asimilaron en sus territorios. Al llegar el año 1000, el cristianismo se extendía hasta el Volga.

Las sociedades nacidas de aquella aceptación del cristianismo en su seno no llegaron a incorporar todos los principios de la nueva fe en su existencia. De hecho, en buena medida eran reinos nuevos sustentados sobre el culto a la violencia necesaria para la conquista o para la simple defensa frente a las invasiones. Sin embargo, el cristianismo ejerció sobre ellos una influencia fecunda. La reforma del siglo XI volvió a sentar las bases de un principio de la legitimidad del poder alejado de la arbitrariedad guerrera de los bárbaros, buscó de nuevo la defensa y la asistencia de los débiles, y continuó un esfuerzo artístico y educativo que ya contaba con más de medio milenio de existencia. Además, dulcificó la violencia bárbara implantando las primeras normas del derecho de guerra —la Paz de Dios y la Tregua de Dios—, supo recibir la cultura de otros pueblos, creó un sistema de pensamiento como la Escolástica y, sobre todo, abrió las primeras universidades. Es cierto que el aumento del poder temporal de los papas acabó siendo nefasto para la institución, que durante el siglo XIV esta se desacreditó sobremanera con episodios como el Papado de Aviñón o el Gran Cisma de Occidente y que la Escolástica acabó convirtiéndose en un sistema muerto que frenaba más que alentaba el saber. Sin embargo, el cristianismo logró despegar de esas lamentables circunstancias y de esa manera abrió las puertas a la Modernidad.

En el curso de los siglos siguientes, el cristianismo alcanzó grandes logros artísticos, culturales y caritativos, así como el desarrollo económico, científico, educativo, cultural e incluso político. Causas como la defensa de los indígenas, la lucha contra la esclavitud, las primeras leyes sociales contemporáneas o la denuncia del totalitarismo no hubieran sido nunca iniciadas sin el impulso cristiano. No debe por ello sorprender que el siglo XX haya sido el que ha contemplado un número mayor de encarcelamientos, maltratos y ejecuciones de cristianos por encima de cualquier otro periodo de la Historia. Tanto los campos de exterminio de Hitler como el gulag soviético intentaron, aunque en vano, acabar con una fe a la que veían con razón como un oponente radical de sus respectivas cosmovisiones.

Sin duda, los aportes del cristianismo a la cultura occidental han sido grandiosos a lo largo de sus casi dos mil años de existencia. Sin embargo, solo podemos captar algo de su extraordinaria importancia cuando tratamos de imaginar lo que hubiera sido un mundo sin cristianismo u observamos los resultados obtenidos por otras culturas.

Un mundo que se hubiera limitado a continuar la herencia clásica no solo habría resultado en una sociedad despiadada, en la que los fuertes y los violentos se sabían protagonistas, sino que además habría perecido ante el empuje de los bárbaros en los siglos III-V sin dejar nada en pos de sí. Durante varios siglos, los reinos bárbaros hubieran combatido de manera infructuosa entre ellos para no poder sobrevivir al empuje conjunto de las segundas invasiones y del avance árabe, suponiendo que este se hubiera dado sin un Islam cuya existencia presupone por obligación la del cristianismo.

Durante los siglos de lo que ahora conocemos como Medievo, Europa hubiera sido albergue de oleada tras oleada de invasores, sin excluir a los mongoles contenidos por Rusia, de las que no hubiera surgido nada perdurable como no surgió en otros contextos. Ni la cultura clásica, ni la Escolástica, ni las universidades, ni el pensamiento científico habrían aparecido como no aparecieron en otras culturas. Además, sin los valores bíblicos se hubieran perpetuado —como así sucede en algunas naciones hasta el día de hoy— fenómenos como la esclavitud, la arbitrariedad del poder político, el anquilosamiento de la educación en manos de una escasa casta tradicional o la ausencia de desarrollo científico.

Basta echar un vistazo a las culturas informadas por el Islam, el budismo, el hinduismo o el animismo —donde siguen considerándose legítimas conductas degradantes para el ser humano— para percatarse de lo que podría haber sido un mundo sin la influencia civilizadora del cristianismo. Y aun así nuestro juicio no se corresponde con toda la dureza de lo que serían esas situaciones. A fin de cuentas, hoy día, hasta la sociedad más apartada puede beneficiarse de aspectos emanados de la influencia cristiana en la cultura occidental, desde el progreso científico a la persecución de un sistema de asistencia social, por citar solo dos ejemplos.

Incluso en el siglo XX, el olvido de principios de origen cristiano —un origen que suele olvidarse casi siempre— hubiera sumido a la Humanidad en una era de barbarie sin precedentes, bien a causa del triunfo del marxismo o del fascismo-nazismo. Pretender, pues, construir el futuro sin recurrir a sus principios solo puede interpretarse como una muestra fatal de terrible arrogancia, de profunda ignorancia o de crasa maldad. Hacerlo implicaría, además, correr el riesgo nada ficticio de ver la resurrección de formas de neopaganismo no inferiores en la gravedad de sus manifestaciones a las que ya conocemos históricamente.

Asimismo, el cristianismo no ha logrado a lo largo de casi dos mil años imponer sus puntos de vista de una manera total. En unas ocasiones esto se ha debido a su propio distanciamiento de la pureza original de su enseñanza —y debemos enfatizar el hecho de que cuanto más se ha acercado al mensaje bíblico mayores han sido sus resultados—. En otras, a que a vivencia de una ética tan elevada no puede esperarse del conjunto de una sociedad ni tampoco imponerse como se ha creído por error más de una vez. Con todo, su influencia humanizadora, civilizadora, no cuenta con paralelos de ningún tipo a lo largo de la Historia universal. Sin él, el devenir humano hubiera sido un fluir continuo de violencia y barbarie, de guerra y destrucción, de calamidades y sufrimiento. Con él, el gran drama de la condición humana se ha visto acompañado de progreso y justicia, de compasión y cultura.

Todas estas circunstancias, al fin y a la postre, hallan su explicación en las peculiares características del cristianismo como religión que le diferencian de manera ostensible de las otras. El filósofo español Manuel García Morente lo expresó de manera elocuente al describir su visión, repentina e inesperada, de Jesús: “Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear… Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ese sí que lo entiendo y ese sí que me entiende” (El Hecho extraordinario). Juan lo había expresado de forma más sencilla veinte siglos antes al escribir que Dios había amado tanto al mundo que había enviado a Su Hijo para que el que en Él creyera no se perdiera, sino que tuviera vida eterna (Juan 3, 16). Lo que, por último, ha hecho diferente al cristianismo a lo largo de veinte siglos, lo que le ha convertido en base sólida y fecunda de desarrollo y progreso, de libertad y amparo de los desfavorecidos, de cultura y ciencia es la propia persona de Jesús. Precisamente por eso, el cristianismo no ha proporcionado solo sentido para la vida presente, sino que es también una garantía de esperanza futura.

Tomado de “El legado del cristianismo en la cultura occidental”, Espasa, 2000, pp. 237-246.

César Vidal, “Nietzche y el paradigma totalitario de derechas”

Si Marx constituye un ejemplo paradigmático de las tesis que luego seguirían al pie de la letra Lenin, Stalin o Mao, no resulta menos cierto que Nietzsche avanzó una cosmovisión nihilista y anticristiano que luego cristalizaría, entre otros fenómenos, en el fascismo y el nazismo. De la misma manera que Marx, la figura de Nietzsche ha sido objeto no pocas veces de un tratamiento exculpatorio que arranca del influjo seductor de sus obras y de la identificación, siquiera parcial, con sus opiniones por encima de cualquier análisis frío y desapasionado de sus obras. Si durante el nazismo resultaba habitual —y del todo justificado— citarlo como un claro precedente de la ideología hitleriana, después del final de la Segunda Guerra Mundial se hizo corriente distanciarlo de ella e incluso releerlo desde una perspectiva que, grosso modo, podría calificarse de izquierdista.

Como en el caso de Marx, no constituye tarea de la presente obra realizar un repaso de todo el legado de Nietzsche, pero sí resulta indispensable asomarse cuando menos a aquella parte que tuvo un influjo claro en la configuración del pensamiento nazi y fascista. Esta surge durante el denominado tercer periodo creador de Nietzsche, el “periodo de Zaratustra” o de la “voluntad de poder”. En esos momentos en que se ha emancipado de Wagner surgen las aportaciones más claras del filósofo al respecto: La genealogía de la moral (1887) y El Anticristo (1889). La genealogía ha sido considerada como la obra “más sombría y cruel” de Nietzsche. Pero, sea como sea, su trágica influencia en el siglo XX es incuestionable. En ella, el filósofo parte de una base claramente expuesta, la de que es necesario cambiar los valores morales existentes en ese entonces, y así llega a la conclusión de que, históricamente, eran buenos no los seres humanos que ahora se considera como tales, sino los hombres de rango superior. También era distinto su concepto de moral, puesto que para ellos esta equivalía a aquellos comportamientos y valorizaciones que re saltaban el rango y no la utilidad:

… fueron los “buenos” en sí, es decir, los nobles, los fuertes, los de posición superior y sentimientos de altura los que se sintieron y se valoraron tanto en lo que a ellos se refería como en lo que se refería a sus actos como buenos, es decir, como algo de primer rango, que estaba situado en contraposición con todo lo ruin, lo bajo, lo vulgar y lo plebeyo. Partiendo de este “pathos de la distancia” se atribuyeron el derecho de crear valores, de dar nombre a los valores: ¡pues sí que les importaba mucho la utilidad! El punto de vista de la utilidad es el más raro y poco adecuado de todos justo a la hora de tratar ese ardiente río de juicios superiores de valor ordenadores del rango, acentuadores del rango (I, 2).

Para Nietzsche —y de esta manera recuperaba el núcleo del pensamiento bárbaro con el que tuvo que enfrentarse el cristianismo durante el siglo XI— el concepto de “bueno” es algo que se científica con los aristócratas, con los señores, con la clase superior. Por el contrario, lo malo corresponde a la plebe, al vulgo, a la clase inferior. En ese sentido, la moral primigeniamente buena es la de las elites aristocráticas y la mala la que se da entre la plebe. Si en su tiempo no se daba ya esa identificación, la responsabilidad inicial de ese acto se debía según el filósofo a las castas sacerdotales (l, 6-7) —”enemigos malvados… porque son los más impotentes” y a los judíos (l, 7).

El mensaje de Nietzsche queda, por lo tanto, establecido con enorme claridad. Al principio existía una moral buena. Se trataba de la moral aristocrática, la de los poderosos, los fuertes, los violentos. A ella se contraponía la mala, la de los débiles, la de la plebe. Si hoy día esa diferenciación no existe se debe a un pueblo en concreto: los judíos. Para llevar a cabo su labor de corrupción, los judíos se han valido de un vehículo, de un perverso sistema de infiltración. Este no es otro que el cristianismo:

Ese Jesús de Nazaret, evangelio vivo del amor, ese “redentor” que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a los enfermos, a los pecadores —¿acaso no era precisamente la seducción de la manera más inquietante e irresistible, la seducción y el extravío hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel el último objetivo de su deseo sublime de venganza, precisamente en virtud del rodeo de ese “redentor”, de ese enemigo y liquidador aparente de Israel? ¿No forma parte de la escondida magia negra de una política auténticamente grande de la venganza, de una venganza de altos vuelos, clandestina, de progreso pausado, calculada, el que Israel mismo negara y clavara en la cruz ante todo el mundo, como si fuera su enemigo mortal, al verdadero instrumento de su venganza, a fin de que “todo el mundo”, o sea, todos los enemigos de Israel, mordieran el cebo sin sospecharlo? (l, 8).

El argumento de Nietzsche mezcla obviamente la verdad histórica —Jesús era judío y muchos de los valores judíos entraron en Occidente gracias al cristianismo— con un absurdo presupuesto conspirativo. Pero, sobre todo, sienta un principio esencial, el de que la moral verdadera choca con una perversidad llamada cristianismo. Mediante este, “los señores están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido” (1, 9) y la moral que se ha impuesto es la del “resentimiento” (l, 10). Es este un fenómeno que, supuestamente, implica un “retroceso de la humanidad” (l, 1 l), una “inteligencia de rango ínfimo” (1, 13) y que presenta el juicio final y la vida eterna como “compensaciones” (l, 14-15).

Llegado a este punto de su exposición, el filósofo ha conseguido articular una visión de la historia universal maniqueísta. En términos de moral, puede decirse que la historia gira en torno a dos concepciones diametralmente opuestas. Por un lado, se encuentra la que, a juicio de Nietzsche encarna lo bueno y noble, los valores positivos. Es la moral procedente de un pueblo de señores, de la fuerza, de la violencia, de la dominación; en resumen, de Roma. Frente a esa visión se alzaría, por el contrario, otra que debe ser calificada de baja y ruin, de plebeya y negativa. Es la visión del resentimiento, de la bajeza, de la corrupción de la moral. La misma se encarna en los judíos y ha tenido como frutos repugnantes el cristianismo y, de manera especial, el protestantismo.

En el tratado segundo de esta obra, titulado “Culpa”, “mala conciencia” y similares, el filósofo va a partir de esa dicotomía para dejar claro que el hombre “bueno” (en el sentido que al término da Nietzsche) se ve liberado de frenos morales, de la culpa, de la mala conciencia (2, 1—5). En segundo lugar, él mismo resulta un ser que es cruel de manera natural. La suya es, por otra parte, una crueldad que constituye un fundamento de la historia forjada por los seres superiores y que se manifiesta, entre otras cosas, en contar con seres inferiores sobre los que descargarla:

…su imperiosa necesidad de crueldad aparece como algo muy ingenuo, muy inocente precisamente la “maldad desinteresada” es una propiedad normal del hombre yo he señalado, con prudente dedo, las siempre crecientes espiritualización y “deificación” de la crueldad que surcan toda la historia de la cultura superior (y la constituyen tomadas en un sentido importante). Además, no hace tanto tiempo en que no se sabía idear bodas de príncipes o fiestas populares de envergadura en que no tuviesen lugar ejecuciones, torturas, o, por ejemplo, un auto de fe, ni tampoco una casa nobiliaria en la que no hubiera seres sobre los que descargar sin escrúpulos la propia maldad y las burlas crueles (2, 6).

De hecho, Nietzsche no se detiene ahí en su consideración positiva de la crueldad. Esta, aparte de sus aspectos utilitarios, produce placer:

Ver sufrir produce placer; el hacer sufrir, aún más placer —se trata de una tesis dura, pero es un axioma antiguo, poderoso, humano— demasiado humano, que, por otra parte, quizá ya llegaron a suscribir los monos… Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre… (2, 6).

Sin embargo, Nietzsche parece desear endulzar siquiera parte su elogio de la crueldad. Para ello se vale de un argumento disparatado pero, a la vez, preñado de consecuencias, un argumento que —quizá no tan extrañamente— recuerda a ciertos ideólogos de la Ilustración a los que hemos citado páginas atrás. Este consiste en afirmar que no todos los seres humanos son igualmente sensibles al dolor. Así, por ejemplo, los negros —a los que caracteriza como “representantes del hombre prehistórico”— padecen menos cuando se les ocasionan sufrimientos:

Tal vez entonces [en el pasado] el dolor no hiciera tanto daño como ahora; por lo menos podrá llegar a esa conclusión un médico que haya tratado a negros (tomando a estos como representantes del hombre prehistórico) —algunos casos de graves inflamaciones internas abocan hasta las puertas de la desesperación al mejor constituido de los europeos; pero a los negros no los abocan (2, 7).

Nietzsche era consciente de que semejante visión chocaba con el cristianismo, que no solo afirma que el ser humano tiene “una deuda con la divinidad” (2, 20), sino que además sostiene que Dios la ha saldado “redimiendo al hombre de aquello que este no puede redimir por sí mismo” (2, 21). De ahí que exprese su repugnancia hacia el Nuevo Testamento (3, 22) y frente a la cercanía del creyente en relación con Dios que ya aparece en el judaísmo (3, 22). Por el contrario, un colectivo moralmente modélico sería la conocida secta islámica de los Asesinos:

Cuando los cruzados cristianos se toparon en Oriente con la invencible Orden de los asesinos, con aquella orden de espíritus libres par excellence, cuyos grados inferiores vivían en una obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna orden monástico, recibieron también, por algún conducto, una indicación sobre aquel símbolo y aquella consigna, reservada en exclusiva a los grados superiores, como su secretum: “Nada es verdadero, todo está permitido … ” (3, 24).

En resumen, pues, la Genealogía de la moral constituye solo un análisis de las bases contemporáneas de la moral, sino también un intento de explicar cómo la misma ha podido devaluarse, degenerarse tanto como para dejar de estar pergeñada por los señores y pasar a responder a los anhelos de la plebe. Tal búsqueda tiene una respuesta obvia a juicio del filósofo. Se ha producido un proceso de corrupción, de subversión, que cuenta con un claro culpable: el pueblo judío, y, de manera sobresaliente, la figura de Jesús. Frente a esa situación Nietzsche propone regresar a unos fundamentos morales propios de lo auténticamente bueno, aristocrático, señorial. Estos afirman que no hay culpa frente a la libertad de acción humana, que la crueldad y el descargar la misma sobre los inferiores es bueno y natural y que la consigna de “todo es permisible, nada es verdad … ” es un correcto fundamento.

El Anticristo (1889), la segunda obra a la que vamos a referirnos, constituye uno de los panfletos más anticristianos de la historia universal y quizá también es uno de los más conocidos. En el mismo se califica al cristianismo de “más dañoso que cualquier vicio” (2); se le atribuye haber “desencadenado una guerra a muerte contra ese tipo superior de hombre” (5); se le acusa de ostentar “uno de los conceptos de Dios más corruptos a que se ha llegado en la tierra” (18); se le moteja de “mezcla de sublimidad, enfermedad e infantilismo” (31); se afirma que ser cristiano es “indecente” (38, 50), que para ser filólogo o médico hay que ser “anticristiano” (47) y que, en realidad, para ser cristiano “hay que estar lo bastante enfermo” (5 l); se le convierte en objeto de desprecio al igual que a los socialistas y anarquistas (57) (un hecho pasado por alto por los empeñados en hallar en Nietzsche a un precursor de la izquierda) y, por último, tras retratarlo como “vampiro del imperium romanum” (58) y como “la única gran maldición” (62), el filósofo añade una ley contra el cristianismo. Como señalaría Nietzsche, esta y no otra es “la conclusión más coherente, la conclusión necesaria, de todo su camino mental.” Frente a la amenaza cristiana, Nietzsche propone el alzamiento de las razas nórdicas:

No hace justicia ciertamente a las dotes religiosas, por no decir al gusto, de las fuertes razas de la Europa nórdica el que no hayan rechazado al Dios cristiano hasta la fecha. Tendrían que acabar con semejante engendro de la décadence, enfermizo y decrépito. Sin embargo, como no han acabado con él, pesa sobre ellas una maldición (19).

Dado que “el cristiano es solo un judío de confesión “más libre”” (44), la proscripción del cristianismo es indispensable. De hecho, cuanto más cercano es el cristianismo a sus raíces más repugnante le resulta. Por eso, le parecen sobremanera detestables los primeros cristianos:

¿Qué se sigue de esto? Que uno hace bien en ponerse los guantes cuando lee el Nuevo Testamento. La proximidad de tanta mugre casi obliga a hacerlo. De la misma manera que no elegiríamos como amigos a unos judíos polacos, tampoco elegiríamos a unos “primeros cristianos”. Ni siquiera es necesario presentar una objeción contra ellos… Ni los unos ni los otros huelen bien (46).

Esta proscripción de judíos y cristianos, esa abolición del monoteísmo (19) significa para el filósofo el regreso de la moral buena, de la moral aristocrática, de la moral de los señores. Como es lógico, una transformación de semejantes características debía tener claras repercusiones sociopolíticas. Nietzsche lo sabía e indicó de inmediato la forma ideal que adquirirían las mismas. Su cristalización sería un orden similar a la sociedad de castas de la India, un sistema —inamovible e intraspasable— implantado por los conquistadores arios sobre las razas inferiores en el segundo milenio a. C.

Establecer un código al estilo de Manú implica otorgar en lo sucesivo a un pueblo el derecho a llegar a ser maestro, a llegar a ser perfecto —a ambicionar el arte supremo de la vida. Para ello hay que hacerlo inconsciente: esa es la meta de toda mentira santa—. El orden de castas, que es la ley suprema, dominante, constituye solo el reconocimiento de un orden natural, de una legalidad natural de primer orden, contra la que nada puede ningún antojo, ninguna “idea moderna”…. Es la naturaleza, no Manú, la que establece separaciones entre los predominantemente espirituales, los predominantemente fuertes en lo que a músculos y genio se refiere, y los terceros, los que no sobresalen en ninguna de las dos cosas, los mediocres. Estos últimos son la inmensa mayoría, y los primeros, lo selecto. La casta superior —yo la denomino los menos— tiene también, por ser la perfecta, los privilegios de los menos: entre los mismos se cuenta el de representar en la tierra la felicidad, la belleza, la bondad. La belleza, lo bello solo les está permitido a los hombres más espirituales: solo en ellos la bondad no es debilidad… El orden de castas, la jerarquía, se limita a formular la ley suprema de la vida misma, la separación de los tres tipos es necesaria para la conservación de la sociedad, para la posibilitación de tipos superiores y supremos —la desigualdad de derechos es la condición primera para que llegue a haber derechos… ¿A quién es a quien yo más odio, entre la morralla de hoy? A la morralla de los socialistas, a los apóstoles de los chandalas, que con su diminuto ser arruinan el instinto, el placer, el sentimiento de satisfacción del obrero… La injusticia no está nunca en los derechos desiguales, sino en exigir derechos “iguales”… El anarquista y el cristiano son de una misma procedencia… (57).

El cuadro social descrito por Nietzsche en las líneas precedentes no puede resultar más explícito. Según relata, la Naturaleza exige el dominio de los menos (los más fuertes, los más espirituales) sobre la mayoría de los mediocres. El modelo ideal es por ello el del sistema indio de castas que permite la dominación de un número reducido sobre la gran masa, masa a la que es imperativo mentir (con “mentira santa”, según la terminología de Nietzsche) y además mantener aislada de cualquier idea que signifique su promoción o su petición de derechos.

El sueño de Nietzsche, expresado en sus justos términos, consistió en reinstaurar la visión de un periodo histórico, en parte real, en parte imaginario, en que lo bueno era similar a lo fuerte, a lo violento, a lo aristocrático, y en que lo malo resultaba equivalente de lo débil, lo bajo, lo plebeyo. Se trataba de implantar socialmente el dominio de una elite que dominara sin el freno de la culpa, negando la existencia de la verdad y ejerciendo la crueldad sobre los inferiores. Semejante salto en la moral chocaba con un claro enemigo, el cristianismo, que debía ser aniquilado por las razas germánicas. Tales medidas permitirían implantar una sociedad elitista, basada en la desigualdad y la jerarquía, al estilo del sistema ario de castas existente desde hace milenios en la India. En ella, los más, los mediocres, serían engañados y mantenidos en una ignorancia feliz de la que no debía sacarlos el cristianismo. Para lograr esa finalidad sería una medida de enorme valor la promulgación de una ley contra el cristianismo que lo erradicara por fin de la faz de la tierra, aniquilando sus lugares sagrados y convirtiendo en parias (chandalas en el lenguaje de Nietzsche) a sus sacerdotes, a los que “se proscribir , se hará morir de hambre, se arrojar a todo tipo de desierto” (Artículo quinto).

Las enseñanzas del filósofo alemán tuvieron repercusiones políticas, en especial desde inicios del presente siglo. El fascismo de Mussolini —que retaba a Dios a fulminarle con un rayo en el plazo de cinco minutos— y, sobre todo, el nazismo de Hitler se sustentaron en buena medida sobre una nueva moral de la minoría fuerte, violenta y audaz, que se imponía sobre una masa engañada. En ese sentido, las afirmaciones ideológicas de Nietzsche y las cámaras de gas de Auchswitz, Treblinka y Sobibor se hallan unidas por una línea recta y directa.

Tanto el fascismo como el nazismo contemplaron de manera negativa el cristianismo —aunque en ocasiones firmaran acuerdos con la Santa Sede por razones de política interior— y, en especial en el caso de Hitler, articularon medidas para debilitar e incluso eliminar totalmente su influencia social.

No deja de ser significativo que, en sus Conversaciones de sobremesa, Hitler se adentrara de manera continuada en el terreno de las especulaciones filosóficas y que estas tengan un marcado resabio de Nietzsche y del ocultismo neopagano. Precisamente por ello, tampoco resulta sorprendente que el nazismo intentara en su programa neopagano eliminar al cristianismo de manera absoluta. Hoy día sabemos que el exterminio de los cristianos formaba una parte tan esencial del programa nazi como el de los judíos. Solo se retrasó a la espera de una victoria en la guerra mundial que no hiciera temer una reacción internacional contraria. Sin embargo, el propio Führer no se engañó sobre la fuerza de su enemigo. Hasta el final de sus días consideró como su “prisionero particular” a un pastor protestante, Martin Niehmoller, que ya en 1939 había tenido el arrojo de predicar a sus feligreses que siguieran al “rabino judío, Jesús de Nazaret”. Tampoco olvidó las acciones antinazis —que paralizaron, por ejemplo, el programa de eutanasia de enfermos mentales antes de la guerra— del obispo Galen o de la Bekennende Kirche, de Karl Barth o de Rudolf Bultmann. Kolbe, Edith Stein o Dietrich Bonhoeffer son sólo algunos de los hombres de los millares de cristianos que murieron en los campos de concentración nazis por oponerse a un régimen que consideraban como la encarnación de un neopaganismo brutal y bárbaro. No se equivocaron, desde luego, en su juicio.

Al concluir el siglo XX, al acercarse a su tercer milenio de existencia, el cristianismo había sobrevivido a dos terribles amenazas que, como tantas veces antaño, no sólo le habían puesto en peligro a él, sino a todo el género humano. A pesar de sus diferencias, las dos —marxismo y fascismo-nazismo— coincidían en algunos aspectos esenciales. Ambas negaban la existencia de principios morales superiores que limitaran el poder y la persecución de sus objetivos; ambas ansiaban desesperadamente llevar a cabo la ejecución de sus objetivos; ambas creían en la legitimidad de exterminar social, económica y físicamente a los que consideraban sus enemigos, fueran burgueses o judíos; ambas eran conscientes de que el cristianismo se les oponía ideológicamente como un valladar frente a sus aspiraciones; ambas intentaron —y fracasaron en el intento— aniquilarlo como a un adversario privilegiado que era.

Puede que algunos consideren que las dos grandes bestias —el comunismo y el fascismo-nazismo— habían sido conjuradas a finales del siglo XX, un juicio optimista si se tiene en cuenta que el régimen comunista chino, por ejemplo, ejerce su dominio sobre más de mil trescientos millones de personas. Lo cierto es que, como sucedió en los siglos pasados, las amenazas que se yerguen sobre el futuro de la Humanidad no son seguramente menores que las sorteadas en el pasado. En ese sentido, el cristianismo está llamado a representar un papel fundamental.

Tomado de “El legado del cristianismo en la cultura occidental”, Espasa, 2000, pp. 225-236.

Javier Paredes, “Piononadas” (sobre beatificación Pío IX), Alfa y Omega, 25.IX.00

¡Aburridísima, muy, pero que muy aburrida…! Porque lo mínimo que se puede esperar de una campaña es que sus autores le echen una pizca de imaginación. Lo que se ha montado con Pío IX, por más que hayan tratado de denigrarle, no merece tal nombre. Eso del “Papa bueno y el malo” o lo de su antisemitismo es demasiado simple para que me incite a entrar al debate, si al menos se hubieran atrevido a acusarle de haber lanzado la bomba atómica…

Pero no, han optado por agitar los viejos y polvorientos tópicos tan sabidos. Y con tan grande polvareda, se nos ha perdido don Beltrán. Lástima que se haya desaprovechado esta oportunidad para conocer a uno de los grandes protagonistas del mundo contemporáneo, como Pío IX (16-VI-1846- 7-II-1878) el sumo pontífice que tiene el récord de permanencia en la cátedra de San Pedro –que no, que tampoco gobernó la Iglesia durante 32 años, que fueron 31 años, 7 meses y 22 días-, el Papa que, entre sus muchas realizaciones, después de que la Iglesia pasase cuatro siglos sin celebrar un concilio ecuménico, convocó el Concilio Vaticano I…

Por cierto, no han contado que casi toda la documentación preparada para este concilio tuvo que ser desarrollada en pontificados posteriores, porque el Concilio Vaticano I fue interrumpido contra la voluntad de los padres conciliares. Tan inoportuna interrupción tuvo que ver con la cansina marcha de la política italiana, me explicaré. Años les costó a las potencias europeas que los generales del rey Víctor Manuel escribieran la epopeya de la unificación de Italia y eso que, como las maestras con sus párvulos para enseñarles a escribir, les fueron llevando de la mano. Por fin, en el verano de 1870, después de varias décadas, ya en plena celebración del Concilio Vaticano I, sólo faltaba conquistar Roma, una ciudad indefensa, sin ejército ni guarnición, que como gran novedad acogía a los obispos venidos de todos los rincones del mundo.

En estas circunstancias el gobierno italiano, decidió asestar el golpe definitivo. El día 20 de septiembre, el general Luigi Pelloux se acercó a las murallas de Roma con una columna, sin que nadie –porque nadie había- le saliera al encuentro. A unos cincuenta metros se detuvo, apuntó el cañón y consiguió hacer blanco sobre la Porta Pía, por cuya brecha hizo su entrada triunfal el general Raffaele Cadorna. La atinada puntería de Pelloux le proporcionó al artillero la Cruz de Guerra del reino de Italia. Frente a tanto ardor guerrero, Pío IX expidió un documento, en el que se podía leer: “se se aplaza –esa fue la palabra, que no suspensión- el Concilio Vaticano I sine die en espera de una época más oportuna y propicia”. Por entonces había muchos católicos en los gobiernos de los distintos países, pero la pasividad de las naciones ante la ocupación de Roma fue casi unánime: sólo se registró la protesta del presidente de Ecuador. No hay nada nuevo bajo el sol. Y fue así como en 1871 Víctor Manuel pudo fijar la capital del reino de Italia en Roma.

Después de todo lo que habían hecho los héroes de la unificación italiana con los Estados Pontificios, además de las leyes y las declaraciones nada amistosas para con la Iglesia, alguna respuesta había que dar. Así es que según usos y costumbres de entonces, por lo que representaba y amparaba el nuevo jefe del Estado italiano, Pío IX adornó su corona con una pública excomunión. Ahora bien, como Pío IX había adquirido las virtudes en grado heroico, como se ha demostrado en su proceso, pudo hacer gala de una caridad admirable a la par que de una paciencia no menos extraordinaria, por eso siguió manteniendo buenas relaciones con el rey de Italia. Gracias a Pirri –historiador, no confundir con el gran jugador que fue del Real Madrid- que publicó en cinco volúmenes su Pio IX e Vittorio Emanuele del loro cartegio privato se puede conocer qué es eso del amor cristiano incluso a los enemigos. El Papa y el rey no se volvieron a ver, pero se escribieron muy a menudo, y naturalmente en secreto, porque si se llegan a enterar los muy liberales gobernantes de Italia algo le hubieron hecho al monarca, por más que su persona fuese declarada inviolable. Y como los reyes, además de corona también tienen alma, a Pío IX le preocupaba era la salvación eterna de Víctor Manuel, que de los tronos siempre hay quien los ocupe.

El rey y el Papa, además, tenían algo en común, andaban los dos muy mal de salud. Al meterse el invierno de 1877 el Papa empeoró, y es que con los 86 años que tenía entonces no era para menos. Los heraldos del laicismo –una vez más, sin novedad bajo sol- pregonaron su inminente fallecimiento, pero con un tono como si les molestase que un papa viejo y enfermo no se muriese ya de una vez. Y lo anunciaron en sus periódicos con tal rigor y documentación que lo cierto es que el gobierno italiano comenzó a preparar los funerales del Papa; al fin y al cabo el Papa era un personaje popular y querido, cuyo funerales se presentaban como una magnífica ocasión para hacer política internacional con los representantes de las naciones que acudiesen a Roma. Pero había más, todavía, en el ánimo de los liberales italianos más radicales. Su agnosticismo era incompatible con la creencia de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella” y en el fondo eran hombres de una esperanza, de una única esperanza que es de la que vive todo aquel que piensa que todo se reduce a lo que hay de tejas para abajo. Al fin y al cabo eran los herederos culturales de la generación liberal anterior, que en 1799 anunció en sus periódicos la muerte de Pío VI con este titular: “Pío VI y último”. Y claro ahora no podían fallar, porque sin Estados Pontificios… el fin de la Iglesia tenía que estar al caer. Pero como las cosas son lo que son y no lo que nos gustaría que fuesen, todos los preparativos de los funerales no sirvieron para nada, porque Pío IX no se murió.

Todavía aguantó unos cuantos meses más. Justo para sobrevivir en 29 días al mismísimo rey de Italia, que le precedió a la tumba aunque eso no lo tuviera previsto su gobierno. Al saber que el rey se encontraba gravemente enfermo, Pío IX se ocupó personalmente de enviarle un sacerdote con el encargo de que le levantara la excomunión. Gracias a esta intervención de Pío IX, Víctor Manuel pudo recibir los últimos sacramentos, que tanta falta hacen en ese trance, y pudo ser enterrado como cristiano. Fue así como su gobierno le pudo honrar con unos solemnes funerales, porque una ley no escrita de todo político incoherente puede hacer compatible cualquier trayectoria anticatólica con la celebración de unas solemnes pompas fúnebres en el marco incomparable de la liturgia católica. Y es que lo que nunca se olvida, por muy incoherente que uno sea es el carácter maternal de la Iglesia y, como es sabido, a poco que uno se deje las madres –y la Iglesia lo es- lo perdonan todo.

¿Y que decir de la condena que hizo del comunismo años antes de que se publicara el Manifiesto Comunista de 1848? Ya comprendo que es mucho pedir un reconocimiento del carácter profético de esta condena, pero al menos y ahora que ya nadie quiere ser comunista, se podía haber hecho una mención de este tipo: “Pío IX nos aventajó en cien años, porque cuando se gestaba el comunismo ya las veía venir…” Por ejemplo. Es lo mínimo que podían hacer los intelectuales marxistas de Occidente integrados en el capitalismo vigente.

Pero claro, resulta comprensible que los que ayer fueron marxistas y hoy se han vuelto liberales tampoco pueden hacer buenas migas con el Papa que condenó el liberalismo, o mejor con lo que ellos piensan que condenó en la encíclica Quanta cura en 1864. Hace ya tiempo que René Remond escribió que el liberalismo también es una filosofía, un modo de comprender al hombre como ser autónomo que no admite ninguna ley de nadie, ni siquiera del Creador. Ese es el núcleo del magisterio de Pío IX, porque el hecho de que los alcaldes se elijan por sufragio censitario, universal o por sorteo bien poco que le importaba. Menos mal que Pío IX como además de muy santo tenía muy buen sentido del humor habrá perdonado desde el Cielo con una sonrisa tanta pereza mental.

Alfonso Bailly-Bailliere, “Savonarola: un fraile incómodo para su época”, Palabra, IX.97

    Recientemente se ha introducido en el tribunal eclesiástico de la diócesis de Florencia la causa que comenzará a discernir si el polémico fraile dominico Girolamo Savonarola (1452-1498) fue santo o no. La revisión de este difícil caso se produce 499 años después de su muerte en la hoguera, tras la correspondiente sentencia de la justicia civil de Florencia. El Papa Alejandro VI le había excomulgado antes.

    Un análisis histórico de los hechos pone de manifiesto que Savonarola, por tener un temperamento exaltado, no fue prudente en su actuación concreta, sobre todo si se tiene en cuenta las circunstancias de la época y el sumo cuidado con que habría que haber planteado sus reivindicaciones. Su desobediencia al Papa es censurable. A su favor está la atenuante de haber querido reaccionar contra el nuevo paganismo de la época.

    El triste episodio vuelve a mostrar cómo la verdad y la unidad religiosa configuraban el mismo núcleo del estado medieval y cómo el poder civil no toleraba ningún atentado contra estos dos valores. Hoy resulta difícil de comprender esta mezcolanza político religiosa, pero el hecho es que así se organizaba la sociedad de antaño. Posiblemente tampoco se entienda en el futuro cómo la legislación militar castiga hoy con la pena de muerte a un soldado que abandona el puesto de guardia en tiempos de guerra.

El caso Savonarola constituye un capitulo interesante dentro del proceso de revisión de los aspectos más confusos de la historia de la Iglesia, que comenzó con el Concilio Vaticano II y que tiene por meta el año 2000.

La excomunión de Girolamo Savonarola ha sido motivo de polémica prácticamente desde el momento en el que le fue impuesta por el Papa Alejandro VI, a finales del 1500. Varios autores que han escrito sobre el célebre dominico italiano creen que no llegó a incurrir subjetivamente en tal excomunión.

¿VERDADERA EXCOMUNIÓN? El Padre Tito S. Centi, en el libro “La scomunica di Girolamo Savonarola”, sostiene que esta sanción eclesiástica carecía absolutamente de fundamento teológico-jurídico y que era más un procedimiento para inducir al dominico y a la República florentina a no obstaculizar los planes politices del Papa Borgia a finales del siglo XV.

Savonarola, dice Centi, revela una gran conciencia de asceta y de apóstol, que mantiene vivo el sentido de lo divino y de lo eterno, que se rebela contra el nuevo paganismo, que permanece fiel al ideal evangélico y paulino de cristianismo integral.

Nació en Ferrara el 21 de septiembre de 1452 y murió quemado en la hoguera en Florencia el 23 de mayo de 1498. Creció en una familia que supo educarlo cristianamente. A los 17 años abandonó las doctrinas humanísticas para prepararse en la medicina, y mientras, se aplicó asiduamente a la lógica y a la filosofía; estudió Platón y Aristóteles, pero sobre todo, se dedicó a Santo Tomás de Aquino. Entre sus obras destacan “El Triunfo de la Cruz”; “Tratato divoto e utile della umiltà”, y algunos escritos de lógica y filosofía.

COMBATE LA INMORALIDAD Un sueño simbólico y una predicación escuchada en Faenza, le llevaron a tomar una decisión radical en su vida: el claustro. El 24 de abril de 1475 dejó secretamente la casa paterna y viajó a Bolonia, donde pidió ser recibido en el convento de Santo Domingo. En 1479, sus superiores le mandaron a Ferrara para que se perfeccionase en la Facultad teológica de aquella universidad. Se trasladó a Florencia en 1481 y allí se opuso con gran energía a la vida pagana, y con frecuencia inmoral, que prevalecía en muchas clases de la sociedad, y especialmente en la corte de Lorenzo de Medici.

Predicó en otras ciudades italianas durante los años 1485-89. En Brescia, en 1486, explicó el Libro de la Revelación y desde ese momento se sintió absorbido por las ideas apocalípticas sobre su propia época, el juicio de Dios que la amenazaba y la regeneración de la Iglesia.

PRIOR DE SAN MARCOS En julio de 1491 pasó a ser prior del convento de San Marcos. Al año siguiente, pensó en restaurar en su convento el antiguo rigor de la Regla. Para ello, defendió sus razones en dos capítulos de la Congregación lombarda. Pero las dificultades encontradas le indujeron a promover la separación entre San Marcos y aquella congregación. La propuesta, que secundaba la politice de Florencia, entonces hostil a Milán, fue apoyada claramente por Pietro y Giovanni de Medici, y obtuvo un pleno éxito con el Breve papal del 22 de mayo de 1493.

La familia de los Medici habla adquirido un gran poder económico durante el siglo XV, y los principales cargos políticos de la República florentina se asignaban a personas cercanas a esta familia o de su total confianza.

Mientras tanto, Savonarola predicó con celo ardiente y se ganó una gran influencia. Atacó con dureza a Lorenzo el Magnifico, que promovió el arte pagano y la vida frívola.

A partir de 1493, el fraile habló con mayor fuerza contra los abusos de la vida eclesiástica, la inmoralidad de una gran parte del clero: sobre todo, contra la vida deshonesta de muchos miembros de la Curia Romana.

¿HIZO POLÍTICA? Tras la caída de los Medici, entró en escena el monarca francés Carlos VIII, deseoso de conquistar Italia. Savonarola lo consideró como instrumento divino de la regeneración de su patria por el castigo, y a él se presentó en Pisa y Florencia, excitándole a cumplir el mandato de la Providencia.

Cuando el rey partió de Nápoles para regresar a Francia, se formó una liga general de los estados italianos contra él, y a pesar de todo, Savonarola hizo lo posible por mantener Florencia en la alianza francesa, aun no obteniendo del monarca más que confirmaciones verbales. En aquella peculiar situación, se estableció en la ciudad una nueva Constitución, un tipo de democracia teocrática basada en doctrinas politices y sociales que habla proclamado Fray Girolamo. Incluso se llegó a formar un gran concilio que fuera representativo de todos los ciudadanos y gobernase la República.

LLAMADA AL ORDEN Savonarola no interfirió directamente en política y negocios de Estado, pero sus enseñanzas y sus ideas fueron autoritarias. Florencia tenía que ser el punto de partida de la regeneración de Italia y la Iglesia. En este sentido, buscó constantemente la intromisión de Carlos VIII para la reforma de la Iglesia, aunque las ideas extravagantes del monarca no le permitieron emprender esta tarea.

Esta actitud provocó la intervención de Alejandro VI (Rodrigo de Borgia), que con un Breve del 21 de julio le obligó a viajar a Roma para que diera explicaciones sobre sus facultades proféticas. Este respondió diez días más tarde diciendo que no le era posible acudir por los siguientes motivos: primero, porque estaba enfermo; segundo, porque tenía enemigos mortales; y tercero, por el estado critico en que se encontraba la ciudad, que tenía necesidad de su predicación.

El 8 de septiembre, un nuevo Breve papal ordenaba que Savonarola fuese sometido a un juicio, y que el convento de San Marcos se uniese a la Congregación lombarda. Las nuevas justificaciones del dominico y la acción de la Señoría de Florencia, que defendía a Fray Girolamo por haber contribuido a evitar el asalto de la ciudad por parte del rey francés, y de algunos cardenales, condujeron a Alejandro VI a revocar sus decisiones, limitándose con otro Breve del 16 de octubre a prohibirle la predicación hasta que no fuese a Roma.

DESOBEDIENCIA Y EXCOMUNIÓN Después de que la Señoría hubiera insistido para que el Papa anulara la prohibición de predicar, el 11 de febrero de 1496 ordenó a Savonarola que retomase la actividad, y éste inició las prédicas acentuando sus criticas a las jerarquías eclesiásticas. El Papa envió entonces una nueva prohibición e hizo abrir un proceso penal en Roma contra él. Pero al final lo suspendió con la condición de que el dominico utilizase un lenguaje más respetuoso y se abstuviese de la política.

Sin embargo, el 7 de noviembre, el Papa emanó un Breve pontificio que afectó de lleno al corazón de la Congregación de San Marcos, precisamente en un momento de gran florecimiento. En virtud de santa obediencia y bajo pena de excomunión “latae sententiae” en la que se podio incurrir “ipso facto” el Convento de San Marcos debía unirse a la nueva Congregación Tosco-Romana. La reacción del fraile, igualmente en este caso, fue la de no seguir las indicaciones precisas, incurriendo, por tanto,”ipso facto” en la censura.

Fray Girolamo dejó pasar un tiempo prudencial desde la publicación del último Breve, y escribió el opúsculo Apologeticum Fratrum Congregationis S. Marci”, pero no obtuvo ninguna respuesta de Roma. Al llegar la cuaresma, aprovechó las predicaciones de este tiempo litúrgico para descargar todo su enojo y condena por la situación de malestar que estaba viviendo.

Durante los meses de marzo y abril Florencia se hallaba semidestruida por la guerra de Pisa. Hubo una gran carestía, de manera que el malestar general de los habitantes desencadenó continuas protestas. Cuando a finales de abril, Piero Medici intentó reconquistar Florencia con un pequeño ejército, el Papa Borgia decidió asestar un golpe tanto al fraile como al partido político que lo sostenía.

Alejandro VI publicó entonces nuevos Breves de excomunión contra el dominico, alegando los siguientes motivos: predicar doctrina herética y perniciosa; rechazar presentarse a Roma para disculparse; desobedecer la orden de no predicar; rechazar unir la Congregación de San Marcos a la nueva Congregación Tosco-Romana. Pero, antes que la excomunión fuese divulgada en Florencia, Savonarola escribió una sentida carta al Papa pidiendo perdón por eventuales ofensas involuntarias.

Tras las elecciones que se celebraron en Florencia en la segunda mitad de 1497, la Señoría hizo todo lo posible por lograr la absolución de la excomunión a Savonarola y la licencia para predicar. Sin embargo, la respuesta fue siempre negativa porque Alejandro VI condicionaba la absolución del fraile a la adhesión de los florentinos a la Liga.

Al Papa Borgia no le importaba en absoluto que la ciudad se siguiera degradando moralmente, cosa que no dejaba indiferente al fraile, quien se preguntaba con frecuencia si podio soportar en conciencia un abuso tal de la autoridad papal. Así, solicitado por sus numerosos seguidores, que al igual que él, sufrían por la desmoralización de los ciudadanos, fray Girolamo decidió ignorar incluso públicamente la injusta censura.

OPOSICIÓN Y MUERTE En febrero de 1498, Savonarola volvió a subir al púlpito de Santa Maria del Flore (Catedral de Florencia) para demostrar antes que nada la invalidez de aquella excomunión, y arremetió con mayor violencia contra la corte de Roma y el Papa. La Señoría, asustada ante esta grave situación, recomendó al fraile que interrumpiera definitivamente las predicaciones. La reacción de Savonarola no se hizo esperar: dirigió una carta de desafío a Alejandro VI y proyectó la reunión de un concilio que juzgase y depusiese al Papa.

En Florencia la oposición Savonarola creció. Un adversario suyo de la orden franciscana, Francisco de Puglia, propuso sufrir la prueba del fuego para demostrar que el dominico se encontraba en el error. “Estoy convencido de que arderé-dijo el franciscano-, pero acepto este sacrificio con gusto para librar al pueblo: si Savonarola no arde conmigo, le podréis considerar un verdadero profeta”. Los gobernantes de Florencia accedieron a la realización de la prueba para así quitarse de en medio al fraile. Si el dominico fray Domingo-que representaba a Savonarola en este juicio de Dios- se quemaba, fray Girolamo debería abandonar la ciudad.

El Papa censuró el procedimiento, porque -según él una provocación supersticiosa a Dios. Sin embargo, Florencia no cedió, y en la plaza de la Señoría todo estaba listo para el demencial juicio. Se decidió finalmente que el franciscano Juliano Rondinelli y el dominico Domingo tenían que entrar en las llamas. Pero, como consecuencia de una discusión provocada por el dominico -que quería entrar en las llamas de la hoguera mientras llevaba en sus manos el Santísimo Sacramento-, y una tempestad posterior, la gente, cansada de esperar, despejó la plaza y abandonó el espectáculo.

Al día siguiente, tanto la Iglesia como el convento de San Marcos fueron asaltados, y fray Girolamo fue hecho prisionero. Con un Breve pontificio a la Señoría florentina, Alejandro VI expresó su alegría por la captura, absolvió de las censuras a personas consagradas y pidió que se trajera a su presencia al dominico.

Los delegados papales y el general de los dominicos fueron enviados a Florencia para seguir el proceso. Las pruebas oficiales fueron falsificadas por el notario. El 22 de mayo fue publicada la condena a muerte “por los grandes crímenes de los que habían sido declarados culpables”, Fray Girolamo, Fray Domingo y Fray Silvestre. El día 23, después de haber oído Misa en el Palacio de los Señores, fueron conducidos al patíbulo, colgados, y sus cadáveres quemados.

GIORDANO BRUNO:QUEMADO POR HEREJE La Comisión teológico-histórica del Comité Central del Jubileo tiene previsto organizar antes del 2000 dos Congresos internacionales de alto valor científico, uno sobre el “antisemitismo” y otro sobre las “inquisiciones”.

Esta iniciativa responde a la petición del Santo Padre de hacer un examen profundo al final del milenio que lleve a poner fin a la labor de revisión histórica ya comenzada por el Concilio Vaticano II, comprometiendo en esta tarea a la Iglesia entera con vistas al Jubileo.

Ya en el Consistorio extraordinario de 1994, el Papa habla hablado de una revisión de los aspectos oscuros de la historia de la Iglesia, como una gracia del próximo Jubileo, que se une a la idea de elaborar un “Martirologio contemporáneo”.

Probablemente, durante el Congreso sobre la Inquisición se plantearán y se estudiarán casos como el de Girolamo Savonarola y el del polémico filósofo Giordano Bruno, de quien alguno se ha atrevido a pedir su rehabilitación.

PRIMERAS INFRACCIONES Giordano Bruno nació en Nola, en el Reino de Nápoles, en 1548. Diecisiete años más tarde, entró como clérigo en el Convento de Santo Domingo Mayor. Entre 1566 y 1567 incurrió en las primeras infracciones por haber despreciado el culto a Maria y a los santos. En 1572 es ordenado sacerdote, tras haber cumplido 24 años.

La manifestación de sus dudas acerca del dogma de la Santísima Trinidad, tuvo como consecuencia la instrucción de un proceso, por lo que decidió abandonar el convento y la ciudad.

A partir de entonces, Bruno decidió recorrer numerosos paises europeos -Inglaterra, Francia, Alemania, Suiza, Checoslovaquia-, para enseñar y exponer sus principales ideas filosófico-teológicas.

Sostenla entre otras cosas que la unidad absoluta del cosmos exige la identificación de materia y forma. Toda su ética se funda en el sentimiento de identidad del hombre con el cosmos, que le hacer perderse en el latido universal del Todo.

Fue autor de la Nova de universis philosophia, inspirada en el neoplatonismo y en los escritos herméticos. Pero sus principales obras fueron: Delia Causa, Principio ed Uno; De I’Infinito, Universo e Mondi; La Cena dalle Cineri.

En 1592 es encarcelado en Venecia, acusado de despreciar las religiones, no admitir la distinción en Dios de tres personas, tener opiniones blasfemas sobre Cristo, no creer en la transubstanciación y sostener que existen mundo infinitos.

Un año más tarde abandona la cárcel de Venecia y se traslada a la del Santo Oficio de Roma, de la que -tras un largo e intermitente proceso- saldrá siete años después para ser ajusticiado.

Los episodios del proceso romano se pueden resumir así: imputación de haber sostenido que Cristo pecó mortalmente, que el infierno no existe, que los dogmas de la Iglesia son infundados, que el culto de los santos es reprochable.

En 1596, la Congregación estableció una comisión con el fin de censurar las proposiciones heréticas contenidas en los libros de Giordano. El 20 de enero de 1600 el Papa que Bruno fuese sentenciado como herético formal, impenitente y pertinaz, y entregado al brazo secular.

El 8 de febrero es llevado desde la cárcel del Santo Oficio al palacio del Cardenal Madruzzi, situado en la Plaza Navona, donde se leyo públicamente la sentencia, mientras Bruno permanecía arrodillado. de las 30 o más imputaciones contenidas en la sentencia, resultan confirmadas las concernientes a la transubstanciación, la virginidad de Maria, la vida herética, la pluralidad de mundos, el alma humana, la eternidad del mundo.

Reconocido herético, fue condenado a la degradación de las órdenes, a la expulsión del foro eclesiástico y a ser entregado a la corte secular para el debido castigo. Sus libros debían ser quemados en la Plaza de San Pedro.

Tras ser trasladado a la cárcel de Tor di Nona, y recibir las visitas de algunos teólogos, la mañana del jueves 17 de febrero del 1600 fue conducido al Campo di Fiori, donde fue quemado.

Jesús Simón Pardo, “La división de la Iglesia por el cisma de Oriente”, Palabra, IX.97

Quién fue el culpable de la grave fractura que sufrió la Iglesia en el 1054? ¿Por qué todavía ese recelo entre católicos y ortodoxos? El Romano Pontífice ha reconocido que la elección de León IX, al enviar a Constantinopla como legado suyo al monje Humberto, no fue afortunada. El pillaje de los cruzados, el comportamiento poco escrupuloso de los comerciantes venecianos y genoveses y los intentos violentos de latinización contribuyeron después a ahondar el abismo. Pero sería faltar a la verdad cargar todas las culpas sobre la Iglesia romana, porque el inicio de la ruptura siempre partió de Oriente.

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Josep Ignasi Saranyana, “Por qué la Iglesia pide perdón”, Palabra, IX.1997

Desde hace unos años se habla mucho de que la Iglesia debe pedir perdón por sus “errores históricos,. Es decir, por aquellos comportamientos de los fieles que han supuesto un cierto antitestimonio, han comprometido la fe o manchado la buena imagen de la Iglesia. Juan Pablo II no ha tenido reparos en reconocer siempre la verdad allá donde estuviera y “pedir perdón” si era el caso. Y es que, al margen de las circunstancias particulares de cada episodio, el reconocimiento de los errores pasados tiene una enjundia teológica notable.

Este especial está dedicado a la revisión de algunas de las actuaciones quizá más desafortunadas de los órganos centrales de la Iglesia (por ejemplo, dicasterios romanos o asimilables); o de la jerarquía eclesiástica (obispos, abades y superiores eclesiásticos); o de los cristianos actuando más o menos corporativamente (en sistemas sociales hierócratas o regalistas). Es decir, aquellos comportamientos que han supuesto, al menos desde nuestro punto de vista, un cierto antitestimonio por parte de los fieles (ordenados in sacris o no; consagrados o no; individual o corporativamente), con daño para la fe o el buen nombre de la Iglesia. Es obvio que la denominación “error histérico” tiene, con frecuencia, carácter eufemístico, pero no por ello dejaremos de usarla.

Los casos que suelen citarse son conocidos de todos: sentencias de la inquisición romana o de la Inquisición española o, incluso, la misma existencia de tales tribunales extraordinarios; politices de dudosa moralidad, que se han mezclado con experiencias evangelizadoras, a veces haciéndolas posibles; prácticas socioeconómicas de instituciones eclesiásticas, que han supuesto explotación de los más débiles; violación de los derechos humanos toleradas o “bendecidas” por los eclesiásticos de determinadas épocas; condenas de hipótesis filosóficas 0 teológicas, que después, a la larga, se han mostrado verdaderas o, por lo menos, fecundas; censuras de intelectuales, que la posteridad ha rehabilitado; y tantos ejemplos más, suficientemente conocidos, cuya enumeración detallada resultaría prolija.

La polémica no es nueva. Conocemos abundantes casos del periodo medieval, como las recriminaciones de Pedro Abelardo a los crédulos monjes de San Dionisio, las acusaciones de los legisperitos de Felipe el Hermoso contra Bonifacio VIII, las diatribas de los fraticelos contra el Papa Juan XXII, o las amargas quejas de los husitas contra el Concilio de Constanza, por citar algunos momentos emblemáticos.

Pero la polémica se acentuó en la segunda mitad del siglo XVI, cuando las discusiones entre católicos y luteranos invadieron también el campo historiográfico. Las recriminaciones a la Iglesia adquirieron particular acritud en los años de la Ilustración, sobre todo por parte de los ilustrados franceses, y se consolidaron con las polémicas entre revolucionarios y restauracionistas de la primera mitad del siglo XIX. Ahora las acusaciones se enmarcan especialmente en dos ámbitos: el de las relaciones entre la fe y la razón científica, y el de la atención a los derechos humanos.

JUAN PABLO II “PIDIÓ PERDÓN” Juan Pablo II ha observado, con respecto a los “errores históricos,, una conducta que no ha pasado inadvertida: no le ha importado “pedir perdón por algunos de estos antitestimonios. Recordemos sus discursos con ocasión del quinto centenario de la evangelización americana, disculpándose por el mal trato que algunos cristianos, a veces en nombre de la fe, infligieron a los amerindios y a los afroamericanos; o su condena del perverso tráfico esclavista que practicaron las potencias atlánticas, cristianas e incluso católicas, en el Bajomedievo y en los siglos modernos; o rectificando varios extremos del denominado “caso Galileo”.

Además, se sabe que ha pedido la opinión de los expertos con relación a otros antitestimonios, como la intolerancia inquisitorial o las censuras declaradas contra Lutero.

Tal praxis pontificia no es nueva y ya habla sido iniciada por Pablo VI, al levantar el anatema que los legados pontificios habían fulminado contra Miguel Cerulario en 1054, o al suprimir de la liturgia pascual las recriminaciones contra los “pérfidos judíos”.

Algunos católicos se han preguntado por qué actúa así el Santo Padre y qué significado tienen tales intervenciones pontificias. Se arguye que el Papa no está autorizado para pedir perdón en nombre de la Iglesia por errores pasados, puesto que nadie, se dice, es responsable de las equivocaciones de sus antecesores. Otros van más allá, señalando que los “errores”, ahora reconocidos aparecen como tales sólo cuando se juzgan desde una perspectiva descontextualizada, o sea, anacrónica. En otros términos: que cada época ha tenido su propio afán y su manera de ver las cosas, y que resulta injustificado acusar a un pueblo apelando a valores que en otras épocas no se conocían o que entonces no eran prioritarios.

Tales puntos de vista se confirmarían, además, con la epístola de San Pablo a Filemón, que no habría condenado “expresamente”, la esclavitud, o con los pasajes supuestamente misóginos de las epístolas a los corintios o, en su caso extremo, con la actitud del mismo Jesucristo, que no habría venido a abolir la Ley o los profetas, sino a darles su pleno cumplimiento.

APUNTES TEOLÓGICOS El tema, como puede comprenderse, tiene, más allá de los debates concretos y la valoración histérica de las circunstancias particulares, una enjundia teológica notable, que merece la pena apuntar, aunque sólo brevemente.

En primer lugar, la petición de perdón por los antitestimonios expresa la idea -fundamental para la eclesiología católica- que los bautizados constituimos un sólo linaje, o sea, una sola familia o un sólo pueblo, como recuerda San Pedro: “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido”. En caso contrario, no podría considerarse el pecado original originado como un verdadero pecado, es decir, un pecado estrictamente propio, verdaderamente tenido, aunque no cometido. En linea de máxima, la argumentación paulina de que Cristo cargó con nuestros pecados, se apoya en el hecho de que Cristo es de nuestro linaje. Si no hubiese sido “uno de nosotros”, nosotros permaneceríamos todavía en nuestro pecado. Así pues, la unidad de linaje confiere a la Pasión “bajo Poncio Pilato”, todo su valor soteriológico.

En segundo lugar, la solidaridad de unos con otros, por encima del tiempo, constituye un tema bíblico, que se repite hasta la saciedad en la Sagrada Escritura. Abrahán fue en sus descendientes; David edificó el templo en su hijo Salomón; el mismo David purgó su pecado en el hijo adulterino que murió, y por su personal soberbia, su pueblo sufrió la peste. Ajab, arrepentido a última hora, recibió la condena en su sucesor. Maria será bendita en todas las generaciones. Jesús mismo, camino del Gólgota, anunció un castigo que se abatirla sobre una generación judía posterior. San Pablo se angustió, sintiéndose solidario con el destino de su pueblo…

UNIDAD DEL GÉNERO HUMANO Muchos son los católicos que han intuido la extraña unidad del género humano y sus consecuencias. La humanidad, en efecto, constituye como un cuerpo viviente que supera las barreras de espacio y tiempo. Las consecuencias teológicas de este aserto son innumerables y de suma importancia. Por ejemplo: entre los teólogos proféticos de la evangelización fundante americana (Bartolomé de Las Casas entre ellos) se lee con frecuencia que la “destrucción” demográfica de las Indias es un castigo a la metrópoli por el mal comportamiento de los conquistadores.

Los anteriores ejemplos, que podrían multiplicarse, muestran una profunda e inequívoca comunión humana. Ésta traduce temporalmente, es decir, en categorías histéricas, la misteriosa unidad del Cuerpo místico, y es signo de las bodas del Cordero celestial. La Iglesia in terris es sacramento de la Iglesia in Patria, donde nadie se sentirá extranjero, es decir, los santos vivirán unidos y todo lo tendrán en común, llevando a la plenitud la experiencia de Pentecostés.

La patrística intuyó incluso la estrecha solidaridad entre el mundo humano y el mundo angélico. Las “sillas vacias” de la fiesta celestial, vacantes por la infidelidad de los demonios, serán cubiertas por los hombres que se salven. Cuando se alcance el número de los elegidos, entonces cesará la historia. En definitiva, el juicio universal, tan bellamente descrito por Cristo y trasmitido por el evangelio de San Mateo, constituye una prueba definitiva de que no somos mutuamente extraños en nuestra suerte, sino que, por el contrario, somos solidarios y corresponsables, en Cristo, de todos nuestros actos. Nuestras actuaciones, incluso las inmanentes, tienen repercusión social.

EN EL JUBILEO En plena preparación del jubileo del año 2000, ¿por qué sorprenderse de que el Santo Padre pida perdón por los “errores histéricos” de la Iglesia? En la medida en que esto sea posible, mientras corre todavía la historia, conviene tomarse muy en serio el jubileo. La legislación mosaica lo entendía como una “ley de punto y final, o de “borrón y cuenta nueva”. ¿Por qué no pedir perdón a Dios y a los hermanos perjudicados por nuestros antitestimonios? En otros términos, ¿por qué no reconocer que algunos de nuestra familia se portaron mal? Por ello es justo que “la Iglesia asuma una conciencia más viva del pecado de sus hijos recordando todas /as circunstancias en /as que, a lo largo de la historia, se han alejado del Espirita de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y de actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo” (Tertio Millennio adveniente, 23).

Se ha dicho, con razón, que, ya desde ahora, tales antitestimonios determinan un lugar teológico “propio declarativo”, según la terminología técnica, porque manifiestan la unidad de la Iglesia en Cristo, más allá no sólo de toda raza y pueblo, sino del espacio y del tiempo. Los antitestimonios constituyen, pues, un “locus”, como también lo son, y quizá con mayor motivo, la vida de los santos y las glorias cristianas de todos los pueblos.

En la Conferencia de Santo Domingo de 1992, junto a las alabanzas por la labor evangelizadora, al Papa no le importó “pedir perdón ” por algunos excesos cometidos por cristianos en aquella época.