Gabriel García Márquez contaba aquel breve relato de un pobre desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa merecía la pena ser vivida.
Sin llegar a extremos tan trágicos, es fácil que cada uno, en la vida diaria, hagamos con cierta frecuencia unas valoraciones de las personas y de las situaciones que, si las hiciéramos desde otra perspectiva, quizá fueran bien distintas.
Los principales problemas por los que pasamos la mayoría de las personas no son consecuencia tanto de lo que objetivamente nos sucede, sino sobre todo del modo que tenemos de verlo y de valorarlo subjetivamente. Cada día comprobamos que otros sobrellevan con buen ánimo situaciones bastante más difíciles que las nuestras, y eso nos hace pensar que quizá nos agobiamos demasiado pronto, o tenemos poco aguante, o nos enfadamos enseguida.
Quizá si fijáramos más nuestra atención y nuestro interés en lo que sucede a los demás, como aquel desdichado mientras caía, y procuráramos centrar menos nuestra vida en el análisis de lo que nos sucede a nosotros, quizá entonces, sorprendentemente, encontraríamos nuestra propia vida más atractiva e ilusionante. Si rumiamos menos los malos recuerdos, sin dejar que ocupen un espacio excesivo en nuestra memoria o nuestro horizonte mental, lo recordaremos rodeado de un cierto halo positivo: un esfuerzo académico o profesional o deportivo, por ejemplo, que queda en la memoria, con los años, sobre todo con un tinte nostálgico y de cierta satisfacción por habernos curtido en aquel asunto.
Quienes tienden a recordar demasiado lo malo, e incluso lo exageran, y esa dinámica les llena de rencores, de malas experiencias, de miedo a la vida o de deseos de resarcirse o de vengarse, suelen revivir con frecuencia esos sentimientos como algo enfermizo, se sumergen en esa triste psicología que se detiene morbosamente en enredar en lo que les hace daño en vez de aprender de ello y superarlo.
Es bastante corriente observar ese contraste al encontrarse con antiguos compañeros de escuela o de otros periodos de la infancia o juventud. Podría decirse que las personas se retratan a sí mismas al relatar esos recuerdos. Unos hablan de los buenos momentos con preferencia sobre los malos, tienen un recuerdo agradecido hacia todos los que les han ayudado, e incluso hacia quienes les han ayudado sin querer hacerlo o incluso queriendo hacerles daño. Son personas que encuentran a su alrededor siempre buenas personas, y quizá precisamente porque ellos mismos son buenas personas. Otros, en cambio, parecen replegarse siempre en alimentar el resentimiento y en descubrir nuevos motivos de desafecto. Hablan normalmente con acritud de las personas que tuvieron a su alrededor. Al narrar cualquier recuerdo, suelen dejar mal a los que trataron con ellos. Su conversación se desliza con facilidad hacia una búsqueda de asentimiento en su consideración de eternos damnificados. Es una psicología turbia y lacerante que les empuja a rememorar el pasado destacando lo negativo y aplicando un filtro victimista que lo tiñe y lo ensucia todo, y que con frecuencia les lleva a reescribir en buena parte su propia historia.
No se trata de promover un optimismo ingenuo, ni un candor inocente y falto de realismo. Se trata de esforzarse en pensar bien de los demás, en educar la memoria para no detenerse tanto en lo que consideramos que nos ha perjudicado sino centrar la atención en las cosas positivas de las personas y de la vida en general.