41. ¿Mi hijo Tomás, un simple fraile?

Mi conciencia tiene para mí
más peso que la opinión de todo el mundo.

Cicerón

       
       Teodora de Theate, la madre de Santo Tomás de Aquino, provenía de una ilustre familia, los Caraccioli. Llevaba en las venas la energía indomable de los jefes normandos. Era prima de los Hohenstaufen y estaba emparentada con el mismísimo Emperador Federico II. Sus biógrafos la retratan como una mujer resuelta y autoritaria. Tenía unos planes muy concretos y meditados para su hijo. Y su hijo había decidido entregarse a Dios como fraile dominico. ¡Fraile dominico! ¡Y ella, que soñaba con que fuera Abad Mitrado de Monte Cassino! ¡Un simple monje, de una orden de la que todos hablaban mal! No estaba dispuesta en absoluto. ¿Un hijo suyo, fraile mendicante? ¡Jamás!
      
       Hoy estas cóleras y estas aspiraciones maternas nos hacen sonreír. Pocos padres sueñan hoy con un hijo Abad Mitrado, pero es cuestión de cierta perspectiva histórica, de hacer algunas traslaciones mentales poniendo un poco de imaginación. Hoy Teodora, mujer de la alta sociedad, hubiera soñado quizá para su hijo, formado en Oxford, en Harvard o en el M.I.T., un futuro "acorde a nuestra posición". Y su sueño dorado sería, quizá, verlo presidente de un alto organismo internacional o directivo de un prestigioso banco en Manhattan.
      
       La historia continúa con una carta de Teodora a Tomás en la que le ordena que vuelva inmediatamente a casa. En vano. Y cuando vio que las cartas resultaban inútiles, formó una comitiva para "rescatarlo". ¿Dónde estaba Tomás? ¿En Roma? Pues allí se fue. Pero al llegar, Tomás ya había abandonado la ciudad eterna. Se había ido a Bolonia con el Maestre General. Su furia se hizo incontenible. Llamó a otros hijos suyos que militaban a las órdenes de Federico II y les mandó que fuesen en su búsqueda y lo trajesen preso, o como fuera, pero que se lo trajesen y lo encerrasen en la fortaleza de Monte San Giovanni.
      
       Sus hermanos lo encontraron camino de Bolonia, cerca de Aquapendente, mientras descansaba junto a un manantial. Llegaron al galope, lo apresaron y se lo llevaron por la fuerza a la torre del antiguo castillo familiar. Allí su madre lo tenía todo planeado. Después de la fuerza viril pondría en juego la habilidad femenina: sus hermanas Marotta y Teodora se encargarían de hacerle cambiar de opinión, no por la fuerza, sino mediante la persuasión. Pero las palabras de las dos hermanas resultaron también inútiles. Es más, una de ellas empezó a vacilar al ver la actitud de su hermano y finalmente resolvería entregarse también a Dios.
      
       Pasaban los días. Había que poner todos los medios, así que cambió de táctica. Se le ocurrió algo no muy original, pero que se viene poniendo en práctica a lo largo de los siglos en casos parecidos. Ya que no se podía vencer su inteligencia con palabras, habría que reducir su corazón con la seducción de una mujer. Trajeron de Nápoles a una cortesana a sueldo, y una noche se introdujo sigilosamente, provocadoramente, en la habitación del joven. Pero Tomás, en cuanto vio sus intenciones, se acercó a la chimenea, tomó un tizón ardiente y la pobre napolitana huyó despavorida.
      
       Su madre y sus hermanos se admiraban ante la obstinación de Tomás. Le rogaban y amenazaban, le hacían jirones el hábito blanco, le quitaban sus libros, se burlaban de él para que se avergonzara, pero no lograban disuadirle de la idea de seguir adelante con su vocación. Aquel encierro duraría dos años. La historia concluyó cuando Tomás, ayudado por sus hermanas, se descolgó un buen día por los muros de la fortaleza y saltó sobre un caballo que le habían traído. Lo volvieron a prender, pero Tomás resistió firme y finalmente hizo prevalecer su voluntad.
      
       Todo esto parece una novela, pero son hechos históricos. Tomás resistió y venció, pero pudo no haber sido así, y si hubieran triunfado los esfuerzos de su madre, quizá la Iglesia y la civilización occidental hubiesen sufrido un retraso intelectual de siglos.
      
       Teodora, como ciertos padres a lo largo de la historia -también de ahora-, no tenía de la libertad un concepto demasiado elevado. Aunque argumentara "razones cristianas", y aunque se justificara pensando que lo que ella perseguía era tener un hijo Abad Mitrado en Monte Cassino, olvidaba que toda esa ilusión de madre insatisfecha estaba oscureciendo en su mente otras razones cristianas más importantes, como el deber de respetar la libertad de su hijo, o el de procurar cumplir la voluntad de Dios en vez de pretender que Dios cumpliera la voluntad de ella.
      
       -Pero no siempre es toda la culpa de los padres.
      
       Es verdad que, en estos conflictos, a veces los hijos tienen parte de culpa, por el modo de plantear las cosas, pero cuando la vocación de un hijo provoca un escándalo de dimensiones exageradas en una familia, y se producen rupturas o distanciamientos excesivos, escándalos o presiones, es probable que, por encima de las contingencias y posibles errores (falta de prudencia en las actuaciones de unos y otros, de tacto por parte del hijo o de información suficiente por parte de los padres), todo eso sea una muestra de que en esa familia ha calado poco el espíritu cristiano.
      
       Cada vocación es como un dedo divino que rasgase todas las notas de un arpa, y si ese rasgueo produce un chirrido estridente, es que en esa familia falta sentido cristiano de la vida. Revela, quizá, el quebrantamiento no aceptado de un afán posesivo. O un deseo a veces patológico de dirigir la vida de los hijos, considerándolos como eternos adolescentes. Dicen buscar su bien, pero en muchas ocasiones lo que persiguen es más bien su proyección personal como padres, o el cumplimiento en sus hijos de proyectos que ellos no lograron realizar (olvidando que no siempre lo que les proporcionó felicidad a ellos se la dará ahora a sus hijos), o quizá la búsqueda egoísta de satisfacciones afectivas como la cercanía de los hijos, la seguridad en la vejez, nuestro buen nombre, los apellidos, los nietos…
      
       -Pero suelen pensar que sus hijos no están maduros para esa decisión y que la han tomado por influencia de otras personas.
      
       Indudablemente eso puede suceder. Pero también puede suceder lo contrario, es decir, que estén tomando esas decisiones pese a la fuerte influencia en contra que ejercen sobre ellos quienes tienen más cerca.
      
       Me parece que esto último es más frecuente. Hace siglos que se repite el viejo tópico de presentar la llamada de Dios como una alucinación, y se pinta a las personas que se entregan al Señor como hombres y mujeres de personalidad débil y fácilmente influenciables. Todos esos ataques no son una novedad de nuestra época. A lo largo de los siglos, muchos padres se han quejado de "haber perdido un hijo" cuando éste les anuncia que desea entregarse a Dios. "Cuando mi madre supo mi resolución -escribía San Juan Crisóstomo hace dieciséis siglos- me tomó de la mano, me llevó a su habitación, y habiéndome hecho que me sentase junto a la cama donde me había dado el ser, rompió a llorar y a decirme cosas más tristes que su llanto."
      
       -¿Y qué explicación das a todo este tipo de conflictos familiares en torno a la vocación de los hijos? Quizá en muchos casos deberían evitarse, retrasando lo que sea preciso la entrega, hasta que se calmen los ánimos y haya un entendimiento mayor. Porque todos esos conflictos no parecen muy compatibles con el anuncio de paz del Evangelio.
      
       El anuncio de paz del Evangelio es indudable. Y retrasar prudentemente esa entrega puede ser oportuno en algunos casos. Pero hay que leer el Evangelio fijándose también en otros pasajes, y no puede obviarse que al hablar sobre el seguimiento de la llamada de Dios, Jesucristo preanuncia, para quien le siga, la posibilidad de ser incomprendido por parte de la propia familia, y a eso probablemente se refiere cuando dice "He venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí […] El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará". (Mt 10, 34-40).
      
       Así ha pasado en infinidad de ocasiones en la vida de los santos. Por ejemplo, lo más duro que esperaba a Santa Edith Stein, recién conversa del judaísmo, era decírselo a su familia. Edith era un orgullo para su madre, una mujer judía de una alta exigencia personal y que había educado a sus hijos en unos principios de gran rectitud. Por eso mismo se derrumbó y se echó a llorar cuando su hija se reclinó en su regazo y le dijo: "Madre, soy católica". Edith la consoló como pudo, e incluso la acompañaba a la sinagoga. Su madre lo consideraba una traición, aunque no tuvo más remedio que admitir, viendo a su hija, que "todavía no he visto rezar a nadie como a Edith". Y aún le resultó más costoso aceptar que su hija se hiciera carmelita descalza. Fue una decisión que Edith meditó durante años y que se hizo realidad en 1935, en Colonia, cuando hizo sus votos y se convirtió en Sor Benedicta de la Cruz. Fue una gran pensadora, una gran santa y hoy es patrona de Europa.
      
       -Supongo que habrá todo tipo de reacciones, y a muchos padres les parecerá muy bien la entrega a Dios de sus hijos.
      
       Cuando hay un buen conocimiento de los hijos y de lo que sucede en su interior, los consejos de los padres suelen ser una gran ayuda para el discernimiento de la vocación, y para la perseverancia en ella.
      
       Margarita Occhiena, la madre del futuro San Juan Bosco, al conocer la vocación de su hijo, le dijo: "Has elegido tu camino, hijo mío. No me expliques más. Sé que has elegido a Dios. Por eso, solo te doy un consejo: abrázate a la Cruz y no la dejes nunca." Y cuando, más adelante, comentó con su madre la idea de hacerse franciscano, ella le dijo unas palabras que quedaron grabadas a fuego en su corazón: "Óyeme bien, Juan. Te aconsejo mucho que examines el paso que vas a dar y que, después, sigas tu verdadera vocación sin mirar atrás, sin preocuparte de nadie. Pon, delante de todo, la salvación de tu alma. El párroco me pedía que te disuadiese de esta decisión, teniendo en cuenta la necesidad de ti que yo pudiera tener en el futuro; pero yo te digo: en asunto así no entro porque está Dios por encima de todo. No tienes por qué preocuparte de mí. Nada quiero de ti, nada espero de ti. Tenlo siempre presente: nací pobre, he vivido pobre y quiero morir pobre. Más aún, te lo aseguro: si no siguieras tu camino y, por desgracia, llegaras a ser rico, ni una vez pondría los pies en tu casa. No lo olvides."
      
       Y algo parecido le repitió siete años más tarde, en 1841, después de celebrar su primera Misa en su aldea de Castelnuovo d'Asti. Llegaron a su casa cuando ya anochecía. Ella encendió el candil y sentándose frente a su hijo y poniendo sus manos sobre las rodillas del nuevo sacerdote, le miró cara a cara y le dijo: "¡Ya eres sacerdote! Estoy segura de que todos los días rezarás por mí, esté viva o muerta, y eso me basta. De ti no quiero más. Tú, en adelante, piensa solo en la salud de las almas."
      
       La madre de este gran santo está actualmente en proceso de canonización y es considerada cofundadora de la Familia Salesiana. En su memoria se creó, hace muchos años, la "Asociación Mamá Margarita", que agrupa a los padres de los salesianos, invitándoles a la oración y al impulso y apoyo de la vocación de sus propios hijos. El ejemplo de Margarita es una referencia que la Iglesia pone a los padres de quienes Dios llama más directamente a su servicio. Ella acompañó con un cariño especial a su hijo Juan Bosco en su camino hacia el sacerdocio. Y a los cincuenta y ocho años, abandonó su casita del Colle y le siguió en su misión entre los muchachos pobres y abandonados de Turín. Allí, durante diez años, madre e hijo unieron sus vidas con los inicios del Trabajo Salesiano. Ella fue la primera y principal cooperadora de Don Bosco, y con su amabilidad hecha vida aportó su presencia maternal a la fundación de su hijo. Era una mujer analfabeta, pero estaba llena de aquella sabiduría que viene de lo alto. Así consumió el final de su vida en el servicio de Dios, en la pobreza, la oración y el sacrificio, ayudando a tantos niños de la calle, hijos de nadie. Cuando murió en Turín, en 1858, una multitud de muchachos que lloraban por ella como por una madre, acompañó sus restos al cementerio.
      

42. El hijo del pobre alguacil de Riese

Si de verdad vale la pena hacer algo,
vale la pena hacerlo a toda costa.

G. K. Chesterton

       
       Juan Bautista Sarto era alguacil en Riese, un pueblecito del norte de Italia, pequeño y humilde como la mayoría de los que había en toda aquella zona a mediados del siglo XIX. Aquel hombre vivía de su modesto empleo en el Ayuntamiento, de su trabajo en un pequeño huerto y de lo que le proporcionaba el cuidado de una vaca. Su mujer, Margarita Sanson, trabajaba como costurera. Tenían diez hijos, aún pequeños. El mayor, Beppino, parecía un chico despierto. Era una pena, pensaba, que esa inteligencia se perdiera, pero él no tenía dinero para dar estudios a ninguno de sus hijos.
      
       Un día de 1844 se plantó en su casa el coadjutor de la parroquia. Le dijo que habría que enviar a Beppino a estudiar a Castelfranco, porque el chico quería ser sacerdote. Su padre se angustió un poco. ¿Qué podía hacer él, un pobre alguacil de pueblo, sin más recursos que su huerto y su vaca, con tantos hijos a la mesa? Él esperaba, además, que Beppino empezara a ayudarle pronto a sostener a la familia, pero también estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio para que su hijo pudiera ser sacerdote. No se le ocurrió mejor solución que redoblar su trabajo para costearlo, aunque de todas formas Beppino tendría que ir y volver a pie todos los días de Riese a Castelfranco.
      
       Dicho y hecho. Su hijo salía de madrugada y volvía de noche. Castelfranco estaba a siete kilómetros y Beppino venía con los pies magullados, porque se quitaba las sandalias para no gastarlas por el camino. A la madre se le partía el corazón al verle llegar así. Pero no había más remedio. Y pasó el tiempo. El chico terminó brillantemente sus estudios en Castelfranco y tenía que continuarlos. Acudió al párroco. Todos querían sacar adelante la vocación de Beppino, pero ¿qué más podían hacer? Don Fito Fusarini tuvo una idea: escribirían al Arzobispo de Venecia, que era de Riese y procedía también de una familia humilde, como él. ¡Mamma mia! ¡El Patriarca de Venecia! Aquellas palabras sonaban imponentes y casi inaccesibles en sus oídos: ¡El Patriarca de Venecia! Pero la escribió. ¿Qué hay -pensaba- que un padre no haga por un hijo que quiere ser sacerdote?
      
       Pasaron las semanas. Cuando llegó la carta no se atrevían a abrirla. Les temblaba el pulso. Fueron corriendo a buscar al párroco. Don Fito leyó: ¡el Cardenal de Venecia concedía una beca para que su hijo estudiara en Padua! Aquello era un portillo de luz en medio de su pobreza, que seguía siendo agobiante: para hacerle la sotana, su mujer tuvo que llevar un viejo colchón al Monte de Piedad de Castelfranco. Siguieron las desgracias, porque el pobre alguacil falleció poco tiempo después. Y Beppino vio, con el corazón destrozado, cómo su madre tuvo que trabajar aún más, de día y noche, para sostener a la numerosa familia sin contar con su ayuda. Pero ella lo hizo gustosa, por sacar adelante la vocación de su hijo. Un día el pequeño Beppino llegaría a ser Cardenal de Venecia; y más tarde Papa, con el nombre de Pío X, y santo.
      
       Una historia admirable, pero no un caso aislado. Como esta, podrían relatarse miles de historias en las que muchos padres cristianos han escrito, con sencillez, páginas admirables de heroísmo silencioso y de abnegación que han dado grandes frutos de santidad en toda la Iglesia. Su vida fue, en gran medida, la de sus hijos. Su vivir fue desvivirse por ellos, y la gloria de sus hijos es su mejor gloria.
      
       La santidad de la vida de los santos nos deslumbra y casi nos impide ver a sus padres, pero fueron ellos en multitud de ocasiones los que cuidaron de que esa luz, encendida por el Espíritu Santo en el alma de sus hijos, no se apagara.
      
       Me recuerda la historia de Montse Grases, una chica de dieciséis años que en 1957 escribe a San Josemaría Escrivá para manifestarle su deseo de pertenecer al Opus Dei. "Mis padres que ya lo saben están muy contentos", explica en su carta. Efectivamente, unos días antes le dijo a su madre: "Mamá, me parece que tengo vocación". "Pero, ¿te lo has pensado bien, Montse?". "Sí, sí, mamá. Quiero pedir la admisión como Numeraria". "Pero Montse, ¿lo has consultado ya con tu director espiritual?". "No, mamá, porque antes quiero estar segura". "Pues yo te sugiero que lo hagas, porque él puede ayudarte. ¿Qué te parece si se lo decimos a papá?". Montse no parecía muy dispuesta. Le insistió: "Mira, papá puede ayudarnos a encomendarlo más". Montse dudó unos instantes. No había contado con esto. Al final aceptó: "Bien, hablaremos con él". Su padre recibió la noticia con su calma habitual. Contuvo su emoción como pudo. La entrega de sus hijos a Dios, por los caminos a los que Dios les llamase, era algo por lo que había rezado siempre. Ya tenía un hijo en el seminario y ahora Dios le daba una nueva vocación. Quince meses después, Montse fallecía con fama de santidad. Hoy esta joven adolescente catalana está en proceso de beatificación, y el ejemplo de su vida, a pesar de ser tan breve, ha ayudado a muchísimas personas a descubrir la alegría de la entrega y la aceptación de la enfermedad.
      
       El Espíritu Santo suscita vocaciones para la Iglesia habitualmente en el seno de las familias cristianas. Se sirve del santo afán de esos padres cristianos, que aspiran a salvar miles de almas gracias al apostolado de sus hijos, muchas veces en lugares a donde ellos habían soñado llegar. Y para ellos es un motivo particular de gozo ver cómo la nueva evangelización que necesita el mundo es fruto de su respuesta generosa. Gracias a esa respuesta generosa -de los padres y de los hijos- la Iglesia está presente en nuevos lugares, se revitaliza la vida cristiana en muchos ambientes, y se aprecian signos esperanzadores en todo el mundo.
      
       Dios concede a los padres tantas veces una gracia pedida durante años en su oración. Esa decisión es un acto de libertad que germina en el seno de una educación cristiana. La familia se convierte así, gracias a la respuesta generosa de los padres, en una verdadera Iglesia doméstica, donde el Espíritu Santo suscita todo tipo de carismas y santifica así a toda la Iglesia.
      
       -¿A qué te refieres con los diversos tipos de carismas?
      
       A que Dios llama por caminos muy diversos. Como decía Juan Pablo II en 1988, ante un estadio abarrotado de jóvenes: "Con el corazón encendido, dialogando con el Señor, tal vez alguno de vosotros se dé cuenta de que Jesús le pide más, de que le llama a que, por su amor, se lo entregue todo. Queridos jóvenes, quisiera deciros a cada uno: si tal llamada llega a tu corazón, no la acalles. Deja que se desarrolle hasta la madurez de una auténtica vocación. Colabora con esa llamada a través de la oración y la fidelidad a los mandamientos. Hay -lo sabéis bien- una gran necesidad de vocaciones sacerdotales, religiosas y de laicos comprometidos que sigan más de cerca a Jesús. "La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38). Con este programa la Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes. Rogad también vosotros. Y, si el fruto de esta oración de la Iglesia llega a nacer en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad al Maestro que os dice: "Sígueme". No tengáis miedo y dadle, si os lo pide, vuestro corazón y vuestra vida entera."
      

43. Cuatro hijos sacerdotes

El ejemplo noble
hace fáciles
los hechos más difíciles.

Goethe

       
       Juan Antonio Granados tiene veinte años. Es el segundo de siete hermanos. Ha conocido una Congregación religiosa que inició sus pasos hace poco en España, los Discípulos de los Corazones de Jesús y de María. Hace con ellos unos ejercicios espirituales. Se plantea qué quiere Dios de su vida y no halla respuesta clara. No sabe si lo suyo es el matrimonio o el sacerdocio. Ha empezado la carrera de Ingeniero de Caminos. "En segundo de carrera estaba yo ya un tanto inquieto. Todo iba bien, pero en mi vida faltaba algo. Visito un día un convento de carmelitas con unos amigos. Estamos charlando con las hermanas en el refectorio. Una de ellas lanza una pregunta: "¿Y usted qué estudia?". "Caminos", digo. La monjita se descara: "Deje los caminos de los hombres y siga los caminos de Dios". Nos reímos todos. Cosas de monjas, pienso. Pero en el fondo había quedado herido, como si aquellas palabras me tocasen hondo. "Señor, ¿qué quieres que haga?"".
      
       Lo habla con un sacerdote amigo, que le fue aconsejando y que le señaló el camino de la oración, de los ejercicios espirituales, de los sacramentos. "Y sobre todo hice un descubrimiento fundamental: la vocación es amistad. El Señor, frente a ti, te fascina con su presencia, ofrece más que cualquier amor o pretensión humana: compartir su intimidad, su misión, siendo su discípulo… El Señor decía: "¿A quién enviaré, quién irá, quién les hablará?… ¡Si yo tengo mis brazos clavados…!". Tras muchos regateos, tras un largo tira y afloja, aposté todo, me jugué la vida a una carta: "Heme aquí, ¿qué quieres de mi?". Órdago a la grande. Dios vio mi órdago y me lo ganó. Cierto es que Él siempre tiene un as en la manga. Fue la mejor jugada porque en verdad ganamos los dos: dos vencedores, dos amigos, un proyecto común."
      
       Juan Antonio no quería dar a sus padres la noticia de sopetón. Pensó prepararles. La decisión la había tomado en Semana Santa y tenía todavía tiempo, unos tres meses. Un día le dice a su madre: "Mamá, lee esto, a ver qué te parece". Es un libro con las cartas del Hermano Rafael, un joven arquitecto que ingresó en la Trapa de San Isidro de Dueñas en los años treinta y que había sido beatificado recientemente. "Sobre todo esta parte". Y le señalaba dos o tres páginas en que el monje se despedía de su madre antes de marcharse de casa. ¡No hacía falta demasiada intuición femenina para entender de qué iba el asunto! Su madre se lo cuenta a su padre. Juan Antonio quiere decírselo pronto, pero su padre se le adelanta. Están los tres comiendo en casa cuando su padre le pregunta: "¿Qué va a ser de ti el año que viene?". Juan Antonio habla entonces claro: será sacerdote. Se hace un silencio. Enseguida, el padre se levanta y le dice: "¡Dame un abrazo! ".
      
       Luego vino su hermano mayor, José. "Mi vocación la llevaba en secreto. Era mejor así. Ni siquiera mis padres lo sabían. ¿Lo sospechaban? Desde cuarto de carrera tenía tomada la decisión. Dos o tres años de discernimiento me hacían ver claro que el Señor me llamaba a una vida de consagración total. No soy de los que tuvieron una iluminación prodigiosa. La luz se fue haciendo poco a poco. Me atraía la pobreza del Señor, su llamada a dejarlo todo. Había, claro, momentos de lucha, difíciles; quería esquivar una vía que implicaba renunciar a formar una familia. La luz fue viniendo poco a poco, hasta que en cuarto de carrera no había duda: había amanecido. Llegó el último año, sexto. Tenía hechos mis planes. Mejor hablar con mis padres ya al final, hacia mayo. En agosto había pensado marchar al noviciado. Pero mi padre lo adelantó todo, porque me habló de la posibilidad de empezar a trabajar en su empresa, y tuve finalmente que decirle que ya tenía "otra oferta de trabajo". Me entendieron sin muchas explicaciones. Ellos ya tenían experiencia, mi hermano Juan Antonio les había dicho lo mismo hacía apenas un año. Tras el abrazo de rigor, mi padre reconoció, emocionado: "Ante un contrincante así, ¡qué se puede hacer!". Luego nos sentamos y les expliqué con más detalle el fraguarse de mi vocación. Mi padre permaneció un rato absorto y acordándose de Juan Antonio, pronunció unas palabras que luego se desvelarían proféticas: "¿No será una racha?".
      
       Y efectivamente lo era. Carlos vino después. Estudiaba por aquel entonces tercero de Caminos. Había seguido más o menos la misma formación que sus hermanos. "Toda vocación es un proceso largo: el mío había comenzado tiempo atrás, pero siempre como algo que se puede aplazar, como una de esas grandes decisiones lejanas que en el correr cotidiano de la vida no inquietan. Tres hechos vinieron a turbar esa aparente calma. El primero fue la entrada de mis hermanos Juan Antonio y José en el noviciado. Su respuesta era también una llamada dirigida a mí: aquella decisión eternamente dilatable, se transformaba ahora en algo cercano y que me interpelaba directamente. El segundo fue el viaje a Manila con el Papa para participar en la Jornada Mundial de la Juventud. Fue en enero, en plenos exámenes parciales de tercero de Caminos. Recuerdo cómo me impresionó la llamada del Papa en la Vigilia del Luneta Park de Manila. Aquellas palabras me parecieron dirigidas a mí, eran como un fuego interior. A pesar de todo, todavía no se concretaron en nada: aquello fue un primer aldabonazo del Señor a entregarme de lleno. El golpe tercero y definitivo fueron los ejercicios espirituales en Villaescusa, en concreto la vigilia de la noche del Viernes Santo. El Señor con toda claridad me hizo ver que me quería junto a Él. Era, como ya me había anunciado mi hermano Juan Antonio años atrás, haciendo de profeta, tan claro como un elefante que se pasea por una chatarrería. Aquella luz iluminaba toda la vida pasada, dejando ver la mano del Señor en cada pequeño acontecimiento. Ahora ya no hacía falta elegir nada, yo era el que había sido elegido.
      
       "Faltaba dar a mis padres la noticia. Una noche, en que vi que mis padres estaban aún despiertos, me acerqué a su cuarto y entré sin llamar. Mi padre leía en la cama y mi madre estaba de pie trayendo un vaso de agua de la cocina. No sabía cómo decirlo. Me miraron. Les miré. Y entonces mi madre comenzó a reírse. En fin, el caso es que comencé. Debo decir que mis padres ya eran expertos en vocaciones, con lo cual se conocían la situación. Abrazos, besos, risas de mi madre. Eran las siete de la mañana cuando me despertó la voz de mi padre. Habría pasado la noche pensando en ello (la verdad es que no elegí un buen momento para decírselo): "¿Estás seguro de lo que vas a hacer?". Luego he pensado muchas veces en estas palabras. Era la voz de mi padre, era la voz de mi madre también, era la voz de Dios que me invitaba a poner toda la seguridad en Él."
      
       Eduardo estudiaba Arquitectura. Veía a sus hermanos abandonar el hogar y pasaba él a ocupar la "primogenitura". "Comencé a salir con una chica pero había un reducto de mi corazón que se quedaba vacío. Los últimos años de Arquitectura ya estaba haciendo un discernimiento vocacional. Fue un tiempo de muchas dudas. Esto no quitaba de mi interior la incertidumbre. Seguía enamorándome y desenamorándome. Pero, a pesar de todo, la voz interior era cada día más fuerte. Y responder a la llamada se convertía en la verdadera asignatura pendiente que yo tenía que cursar: "Dios mío, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres de mi vida?". Mi madre notaba durante ese año mi preocupación. Sabía que no era por los estudios sino por algo más profundo. Muchas veces se acercaba a mí para indagar. Yo sentía su apoyo. Hablaba con ella de mi falta de claridad con respecto al futuro, incluso de mis amores y desamores. Pero nunca llegué a comentarle las dudas más hondas." Es entonces cuando Eduardo conoce en la Escuela de Arquitectura al nuevo capellán, un misionero colombiano de la fraternidad Verbum Dei. Se hacen amigos. Termina yendo a unos Ejercicios espirituales de tres días que dirige este sacerdote. Allí percibe una llamada de Dios. "Recuerdo cuando les dije a mis padres, en el coche, que había pensado en ser misionero y cómo había sido todo. Mi madre lloró y calló. Lágrimas y silencio. Dijo algo así como "Ya lo sabía yo…"".
      
       La cosa sonaba a efecto dominó: cae una ficha, luego otra, y otra… hasta la última. Luis, el pequeño, se resiste a ver así las cosas. Protesta. Insiste en que cada vocación es personal. Que no vale apropiarse de la llamada de otro. A decir verdad, si de alguien podía su madre sospechar una vocación, era de él. Fue el único que dio muestras de una llamada temprana. En el colegio se hacían encuestas para orientar en la elección de carrera. Muy pequeño debía de ser cuando le dieron aquel cuestionario en que se le hacía una pregunta clásica: "¿Qué te gustaría ser de mayor?". Luis mostró tres preferencias: ingeniero (como su padre), profesor de matemáticas y… sacerdote. Todos los niños suelen soñar con una vocación fantástica, astronauta o piloto de Fórmula Uno. La cosa no pasó de ahí. Pero Luis lo debió ir viendo cada vez más claro, y los campos de trabajo en verano, los campamentos y los ejercicios espirituales le mostraron su camino. Cuando su hermano Juan Antonio reúne a todos los hermanos en su habitación y empieza con un "tengo algo que deciros" (una frase que luego se haría célebre, a fuerza de repetirse), Luis tiene quince años y se le ponen ojos como platos porque su hermano se le ha adelantado en una vocación que él ya tenía clara. Cuando, año y pico después, su madre va al colegio a recoger las notas de Selectividad de Luis, el director le dice: "La mejor nota". A su madre le da un vuelco el corazón: "Dios mío -dejó escrito en unos recuerdos de aquellos meses-, qué cosas tienes. Salgo entre nubes, me dan ganas de saltar de alegría, de llorar. Porque él, Señor, Tú lo sabes, no necesita esa nota para la opción elegida: responder a tu llamada, seguirte. Es necesario mucho más, dejarlo todo, incluida la puntuación, la mejor, y lo que se divisa en el horizonte, para servirte en pobreza, castidad y obediencia. Pero, qué bonito, Dios mío, que sea para Ti, la mejor nota de Selectividad, que suba directa al Cielo como el sacrificio de Abel. Ayúdanos a presentarte los mejores frutos y desprendernos de ellos, ofrecértelos sin apegos, sin que nuestras manos se aferren a ellos. Gracias por todo, Señor, y también, por qué no, por la mejor nota de Selectividad, para Ti".
      
       "Quién sabe -concluía José- el dolor que costaba aquello a mi madre, por entonces ya enferma de aquel cáncer que le costó la vida. Nunca me lo hizo ver. Si se le escapaba alguna vez, había que estar atento para percibirlo. Mi madre no pudo verme de sacerdote. Tampoco de diácono. El día de su muerte, el 3 de junio de 1998, estaba yo en Roma, estudiante de tercer año de Teología. Entre un examen de Moral y otro de Derecho Canónico, tuve que correr al aeropuerto y volar a Madrid. Tiempo después, en la primera Misa de mi sacerdocio, tuve presente especialmente a mi madre. Tampoco vivió mi madre el sacerdocio primero, el de Juan Antonio. Pero toda la historia de nuestra vocación ha sido una racha de síes que fue precedida de muchos otros síes de mis padres.
      
       "Para nosotros, la llamada a la vida consagrada se aúna con la historia del sufrimiento de nuestra madre. Cuando diagnosticaron a mi madre aquel furioso cáncer, habíamos entrado ya los cuatro en el noviciado. No es, por tanto, que su sufrimiento nos ayudara a discernir el camino. Ocurrió, eso sí, que a su luz lo comprendimos mejor. Nuestro horizonte vocacional está vinculado radicalmente al horizonte familiar.
      
       "En los fines de semana, cuando la familia escapaba a la casa de campo de mis abuelos, entonces mi padre, antes de la cena, tomaba un Nuevo Testamento de tapas azules y algo raídas que todavía andará por allí. Ya sabíamos el pasaje que iba a buscar y que nos hacía repetir hasta que acabamos aprendiéndolo de memoria. "Si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe… La caridad es paciente, es servicial, no se hincha…"
      
       "Cuando en una familia se vive la gracia de una vocación al sacerdocio, tiene que ser porque antes se ha vivido otra, más radical por ser más a las raíces. En el hogar cristiano se aprende la definición verdadera del amor. La vida es al mismo tiempo un regalo y una llamada a la entrega. Está abierta por esencia a que en ella quepan otros y, por esa apertura, se hace fecunda. El derroche de alegría que esta vida produce explica otro derroche, el de la vida sacerdotal puesta al servicio de Dios y de los demás. Entender esas palabras de San Pablo, lograr que calen hondo y muestren su fuerza y su verdad, eso ha sido tarea de la familia."
      
       Los cinco hijos varones iniciaron el camino de la entrega completa a Dios. Eduardo, un poco más adelante, vio que su camino era trabajar como arquitecto y formar una familia cristiana. Los otros cuatro se ordenaron sacerdotes, y el relato de su vocación nos trae a la memoria aquella carta de Juan Pablo II en la que habla de la figura de la madre del sacerdote: "La madre es la mujer a la cual debemos la vida. Nos ha concebido en su seno, nos ha dado a luz en medio de los dolores de parto con los que cada mujer alumbra una nueva vida. Por la generación se establece un vínculo especial, casi sagrado, entre el ser humano y su madre. ¡Cuántos de nosotros deben también a la propia madre la vocación sacerdotal! La experiencia enseña que muchas veces la madre cultiva en el propio corazón por muchos años el deseo de la vocación sacerdotal para el hijo y la obtiene orando con insistente confianza y profunda humildad. Así, sin imponer la propia voluntad, ella favorece, con la eficacia típica de la fe, el inicio de la aspiración al sacerdocio en el alma de su hijo, aspiración que dará fruto en el momento oportuno."
      

44. A él le debo la vocación

De un gran hombre
hay siempre algo que aprender
aunque esté callado.

Séneca

       
       "Nuestro Señor fue preparando las cosas -contaba San Josemaría Escrivá- para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo. Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome una libertad muy grande desde chico, y vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas, y desde los siete a uno de religiosos."
      
       De su padre, D. José Escrivá, recibió un constante ejemplo de laboriosidad. El pequeño Josemaría le vio trabajar incansablemente, día tras día, en la pequeña industria que poseía en Barbastro, con una gran preocupación por el bienestar material y espiritual de las personas que trabajaban a sus órdenes. También de él aprendió a llevar con serenidad las contrariedades grandes o pequeñas de la vida, sin impaciencia, con buen humor: "No le recuerdo jamás con un gesto severo; le recuerdo siempre sereno, con el rostro alegre. Y murió agotado: con solo cincuenta y siete años murió agotado, pero estuvo siempre sonriente (…).Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna (…). Y fuimos adelante. Mi padre, de un modo heroico, después de haber enfermado del clásico mal -ahora me doy cuenta- que según los médicos se produce cuando se pasa por grandes disgustos y preocupaciones. Le habían quedado dos hijos y mi madre; y se hizo fuerte, y no se perdonó humillación para sacarnos adelante decorosamente. Él, que habría podido quedar en una posición brillante para aquellos tiempos, si no hubiera sido un cristiano y un caballero, como dicen en mi tierra."
      
       "Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí. Fue una providencia de Dios. El Opus Dei debía nacer en el más absoluto desamparo, sin ningún asidero terreno en el que apoyarse. Mi padre se arruinó totalmente, y cuando el Señor quiso que yo comenzara a trabajar en el Opus Dei, yo no tenía ni una virtud, ni una peseta; no tenía más que la gracia de Dios y buen humor.
      
       "Ahora quiero más a mi padre, y doy gracias a Dios de que no le fuera nada bien en los negocios, porque así sé lo que es la pobreza; si no, no lo hubiera sabido. Tengo un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y creo que tiene un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana."
      
       En ese clima familiar de generosidad, de cariño y de fortaleza, maduró la llamada que Dios comenzaba a dirigirle. Primero fue un suave requerimiento, que sacudió lo más íntimo de su ser: un barrunto de amores divinos, que empezó a sentir desde los quince o dieciséis años, al ver aquellas huellas en la nieve. "Yo nunca pensé en hacerme sacerdote -recordaba-, nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me había presentado el problema porque creía que eso no era para mí. Pero el Señor iba preparando las cosas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente…".
      
       Un día de 1918, Josemaría le dice a su padre que desea ser sacerdote. D. José, que continúa entregado a su trabajo para que la familia pueda remontar la difícil situación en que se encuentran, se queda absolutamente sorprendido. De pronto, se vienen abajo los planes que soñaba para su único hijo varón. Y él, que no ha llorado nunca ante tanto acontecimiento doloroso, nota ahora, irremediables, las lágrimas que cruzan por su cara. "A él le debo la vocación -afirmó San Josemaría muchas veces-. Un buen día le dije a mi padre que quería ser sacerdote: fue la única vez que le vi llorar. Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me contestó: hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos. Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré. Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño."
      
       D. José aceptó con generosidad el camino que el Señor trazaba para su hijo, cuando escuchó sus confidencias. No quiso Dios, sin embargo, que tuviera la dicha de ver a su hijo en el altar. El Señor le llamó pocos días después de que recibiera el subdiaconado, cuatro meses antes de su ordenación sacerdotal en Zaragoza. Marchó al Cielo, cumplida ya su tarea en la tierra, cuando su hijo se orientaba definitivamente por ese camino sacerdotal que culminaría con la fundación del Opus Dei.
      
       Peter Berglar, uno de los biógrafos de San Josemaría, se detiene a considerar precisamente ese modo de reaccionar del pequeño Josemaría ante la desgracia. Era un niño alegre, normal, ni mimado ni libre de problemas. ¿Qué sucede en el interior de un adolescente que, por tres veces en tres años, tiene que pasar por el fallecimiento de sus tres hermanas pequeñas, el dolor de los padres, las terribles horas y los días de la muerte, las lacerantes visitas al cementerio?
      
       Y, haciendo una comparación audaz, se refiere a otro chico de diecisiete años, en esa misma época, a unos miles de kilómetros de distancia. Ese chico se llamaba Lenin y, bajo la impresión del fusilamiento de su hermano mayor, perdió la fe cristiana, hasta el punto que, según cuentan testigos presenciales, en ese momento se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí.
      
       Estamos ante un profundo misterio. Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio, un camino que acarreará terribles consecuencias para sí mismo y para millones de personas. Otro hombre, ante la dureza de otra tragedia familiar, se fortalece en su deseo de dar un sentido más alto a su vida, y los frutos serán, en este caso, una vida de santidad.
      
       Ignoramos el sentido profundo de estos hechos: es el misterio de la libertad para el bien y para el mal. Hay una anécdota que es quizá una muestra de esas luchas interiores del pequeño Josemaría. Es un pequeño episodio que recuerda una amiga de la familia Escrivá. En sus juegos de niños, les gustaba hacer castillos de naipes. Una tarde de 1913, al poco de morir la segunda de sus hermanas, "estaban absortos en torno a la mesa, conteníamos la respiración al colocar la última carta de uno de aquellos castillos de naipes, cuando Josemaría, que no acostumbraba a hacer cosas así, lo tiró con la mano. Nos quedamos medio llorando, y Josemaría, muy serio, nos dijo: "Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira"". Esta frase deja entrever que el alma del pequeño se encontraba en medio de una fuerte crisis. Había experimentado la imposibilidad de comprender lo que Dios a veces permitía que sucediera, y sufría ante la posibilidad de tener que aceptar una fría arbitrariedad. Pero su alma, estremecida, se apartó de esa interpretación. El pequeño Josemaría se apartó del terrible abismo negro en el que cayó el joven Lenin.
      
       La reacción ante la dolorosa presencia de mal en el mundo suele marcar la profundidad con que ha calado el espíritu cristiano en una persona. Hay un pasaje en el Evangelio de San Lucas en que se aborda esta cuestión. Según la mentalidad de aquella época, la gente tendía a pensar que las desgracias recaen sobre las víctimas a causa de sus culpas personales. Jesucristo, por el contrario, les dice: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido esas cosas? O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo". "Este es el punto -comenta Benedicto XVI- al que Jesús quiere llevar a quienes le escuchaban: la necesidad de la conversión. No la presenta en términos moralistas, sino realistas, como única respuesta adecuada a sucesos que ponen en crisis las certezas humanas. Ante ciertas desgracias, advierte, no sirve de nada echar la culpa a las víctimas. Lo verdaderamente sabio consiste más bien en dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y asumir una actitud de responsabilidad: hacer penitencia y mejorar nuestra propia vida.
      
       "Esta es la sabiduría, esta es la respuesta más eficaz al mal, a todos los niveles, interpersonal, social e internacional. Cristo invita a responder al mal ante todo con un serio examen de conciencia y con el compromiso de purificar la propia vida. De otro modo, pereceremos, dice, pereceremos de la misma manera. De hecho, las personas y las sociedades que viven con aire de suficiencia tienen como único destino final la ruina. La conversión, por el contrario, a pesar de que no preserva de los problemas y adversidades, permite afrontarlos de manera diferente. Ayuda a prevenir el mal, desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer al mal con el bien, y aunque no siempre sea a nivel de los hechos, que a veces son independientes de nuestra voluntad, ciertamente siempre es así a nivel espiritual. La conversión vence al mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre pueda evitar sus consecuencias."
      
       El mal está indiscutiblemente presente ante la vista de todos, y su presencia es una invitación a la conversión personal. Las personas que han pasado por mayores dificultades tienen más oportunidades de madurar. Y quizá quienes han alcanzado una mayor madurez, suelen haberla logrado por su experiencia a la hora de afrontar de modo positivo unas dificultades superiores a los demás. Y la familia suele ser la fragua donde se aprende a abordar bien esas situaciones.
      
       El ejemplo de los padres ha constituido habitualmente, a lo largo de la historia de la Iglesia, una ayuda insustituible en los primeros pasos de la entrega de sus hijos. Su paternidad se ha abierto hacia horizontes insospechados, que han buscado lo mejor para Dios y lo mejor para sus hijos, aunque fuese costoso para ellos. La historia presenta una galería magnífica, y a veces desconocida, de padres de santos, que con su ejemplo y su entrega silenciosa en favor de sus hijos, hicieron, sin saberlo, un gran servicio a la humanidad.
      
       -¿Y qué piensas que deben hacer los padres por la vocación de sus hijos, una vez que ya han decidido entregarse a Dios?
      
       Cuando un hijo o una hija se entregan a Dios, los padres tienen por delante una tarea que no acaba nunca. No deben desentenderse, pensando que otros ya se ocupan de él o de ella, sino que han de ayudarles a seguir su camino, especialmente cuando aún son jóvenes. Tienen ante sí algo sobrenatural, misterioso y frágil. Deben acoger con una estima grande su actitud generosa, y apoyarles siempre con su oración y su cariño, estén cerca o lejos, de modo que, pase lo que pase, encuentren siempre en los padres acogida y comprensión. Su misión, antes y después de que los hijos sientan la llamada de Dios, es de gran importancia.
      
       -Además de los padres, están los hermanos y el resto de la familia. ¿Qué dices sobre su influencia en la vocación?
      
       La influencia de la familia, y en especial de los hermanos, puede ser muy grande, en un sentido o en otro. Sucede en la vocación profesional y en muchas cosas más, pues la referencia personal que supone un hermano o una hermana mayor tiene un peso grande, y es bien posible que Dios quiera contar con eso al llamar a una persona a determinado camino. Así lo explicaba, por ejemplo, Santa Teresa de Lisieux en su autobiografía: "Estaba yo muy orgullosa de mis dos hermanas mayores, pero mi ideal de niña era Paulina… Cuando estaba pensativa y mamá me preguntaba "¿En qué piensas?", la respuesta era invariable: "¡En Paulina…!". Oía decir con frecuencia que seguramente Paulina sería religiosa, y yo entonces, casi sin saber lo que era eso, pensaba: "Yo también seré religiosa". Es éste uno de mis primeros recuerdos, y desde entonces ya nunca cambié de intención…".
      

45. Hijos demasiados místicos

El ideal o el proyecto más noble
puede ser objeto de burla o de ridiculizaciones fáciles.
Para eso no se necesita la menor inteligencia.

Alexander Kuprin

       
       Pietro Bernardone, un rico comerciante de Asís, tenía uno de los mejores almacenes de ropa de la ciudad y la familia gozaba de una buena posición económica. Su hijo Francesco era muy culto, dominaba varios idiomas y era un gran amante de la música y los festejos. La sorpresa de Don Pietro fue mayúscula cuando, un buen día del año 1206, se encontró con que Francesco había decidido entregarse a Dios en una vida de pobreza y desprendimiento total.
      
       Don Pietro se presentó en la sede arzobispal y demandó a su hijo ante el obispo, declarando que lo desheredaba y que tenían que devolverle todo el dinero que había gastado en la reparación de la Iglesia de San Damián. El prelado le devolvió todo ese dinero, y Francesco se presentó también, escuchó las palabras de su padre, y como respuesta le dio toda la ropa que llevaba puesta, quedándose solo con una faja de cerdas a la cintura. Después se puso una sencilla túnica de tela basta, que era el vestido de los trabajadores del campo, anudada con un cordón a la cintura. Trazó con tiza una cruz sobre su nueva túnica, y con ella vistió el resto de su vida y sería en lo sucesivo el hábito de los franciscanos. Porque pronto se le unió uno, y luego otro, y cuando tenía doce compañeros se fueron a Roma a pedir al Papa que aprobara su comunidad.
      
       Al poco tiempo, una joven muy santa, también de Asís, que se llamaba Clara, se entusiasmó por esa vida de desprendimiento, oración y santa alegría que llevaban los seguidores de Francesco, y dejando a su familia se hizo monja y fundó con él las hermanas clarisas, que, como los franciscanos, pronto se extendieron muchísimo. Cuando Francesco falleció, en 1226, eran ya más de cinco mil franciscanos, y apenas dos años después el Papa lo declaró santo. En la actualidad, la familia franciscana cuenta con decenas de santos en los altares, las clarisas son más de veinte mil religiosas y los franciscanos y capuchinos más de cuarenta mil religiosos.
      
       -De todas formas, hay que disculpar un poco a su padre, pues sin duda fue muy singular lo de su hijo, aunque acabara siendo San Francisco de Asís y hoy sea uno de los santos más grandes de la historia.
      
       Sin duda hay que disculparle, pero también hay que pensar que Dios llama de modos muy diversos, y que el respeto que todo el mundo tiene por la libertad de elección de esposo o esposa debe trasladarse al seguimiento de Dios, con independencia de los planes que tengan los padres o del entusiasmo que les produzca esa elección.
      
       Algo parecido sucedió, por ejemplo, a Monna Lapa di Puccio di Piagente, una madre sorprendida por los "caprichos incomprensibles de una niña demasiado mística". Porque ella, como cualquier madre de Siena de buena familia, tenía preparado para su hija un buen partido: un joven de una familia acomodada de la ciudad, con la que además les venía muy bien emparentar.
      
       Y cuando estaban a punto de concertar el matrimonio entre las familias, a Catalina le dio por cortarse el pelo casi al completo. La madre no era una mujer de genio fácil, y la riñó y la gritó como solamente ella sabía hacerlo: "¡Te casarás con quien te digamos, aunque se te rompa el corazón!". La amenazó: "No te dejaremos en paz hasta que hagas lo que te mandamos".
      
       Todo fue inútil. La hizo sufrir. Sin querer, desde luego, porque no podía entender que su hija había decidido entregarse a Dios para siempre, y que, además, no tenía la menor intención de irse a un convento. Catalina pensaba vivir célibe, allí, en su propia casa. Lapa seguía empeñada con el casamiento y empleó todas sus tácticas, su genio y su ingenio: la gritaba, la hacía trabajar sin desmayo, la reñía constantemente. Todo en vano. Y un día, Catalina reunió a toda la familia y les habló con una claridad meridiana: "Dejad todas esas negociaciones sobre mi matrimonio, porque en eso jamás obedeceré a vuestra voluntad. Yo tengo que obedecer a Dios antes que a los hombres. Si vosotros no queréis tenerme en casa en estas condiciones, dejadme estar como criada, que haré con mucho gusto todo lo que buenamente me pidáis. Pero si me echáis por haber tomado esta resolución, sabed que esto no cambiará en absoluto mi corazón."
      
       Fue entonces cuando, ante su sorpresa, su padre, Jacobo Benincasa, dijo gravemente: "Querida hija mía, lejos de nosotros oponernos de ninguna manera a la voluntad de Dios, de quien viene esa resolución tuya. Ahora sabemos con seguridad que no te mueve la obstinación de la juventud sino la misericordia de Dios. Mantén tu promesa libremente y vive como el Espíritu Santo te diga que tienes que hacerlo. Jamás te molestaremos en tu vida de oración ni intentaremos apartarte de tu camino. Pide por nosotros para que seamos dignos del Esposo que has elegido a edad tan temprana."
      
       Lapa estaba desconcertada. Su propio marido se ponía de parte de la hija, cuando era evidente que era solo una niña, pues tenía diecisiete años. Pero no tuvo más remedio que ceder. Luego empezó a sospechar, horrorizada, las mortificaciones que hacía su hija. No estaba dispuesta a aquello. Gritaba, lloraba: "¡Ay, hija mía, que te vas a matar! ¡Que te estás quitando la vida! ¡Ay, quién me ha robado a mi hija! ¡Qué dolor tan grande! ¡Ay, qué desgracia!".
      
       Y luego vino esa incansable preocupación de su hija por los pobres, y sus constantes limosnas. Aquello le importaba menos: al fin y al cabo, ella también era caritativa. Pero a lo que no estaba dispuesta era a las maledicencias. Ah, no, eso no: ella era de familia distinguida, y todos envidiaban en Siena su vieja casa en la Via dei Tintori, junto a Fontebranda, y las ropas de sus hijos, y sus posesiones. No, ella nunca había dado que hablar. Y ahora el nombre de su hija corría de plaza en plaza, por culpa de las malas lenguas que arremetían contra ella.
      
       Catalina murió joven, con solo treinta y tres años. Pero le dio tiempo a ser una gran santa, conocida en todo el mundo: Santa Catalina de Siena. El día de su entierro, el 29 de abril de 1380, toda la ciudad se volcó con aquella mujer que había fallecido en la flor de la vida. Los comerciantes, los miserables de Siena a los que su hija había acogido siempre, los artesanos, los nobles, los gobernantes de aquella pequeña república, todos miraban pasar a la madre fervorosamente tras el féretro de su hija. Contaban sus milagros, sus obras de caridad, y relataban en voz baja cómo Catalina, una mujer joven, sin más poder que su amor a Dios, había logrado cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia de la Iglesia. Su palabra pudo lo que no pudieron las influencias más poderosas: logró que el Papa volviera a Roma y abandonara definitivamente Aviñón. Aunque era analfabeta, desde muy pronto muchas personas se agruparon a su alrededor para escucharla. A los veinticinco años tenía ya una reconocida fama como conciliadora de la paz entre soberanos y como sabia consejera de príncipes. Gregorio XI y Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en asuntos gravísimos, y Catalina supo hacer esa labor con prudencia, inteligencia y eficacia.
      
       Su madre iba como ausente, mirando al suelo para no encontrarse con las miradas de la multitud. Temblaba al pensar que su hija, de haber sido débil, si le hubiera hecho caso… Ahora, paradójicamente, su orgullo y su gloria era haber sido derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso. Se daba cuenta de que ella, como madre, había sido una de las sombras en la vida de su hija -la sombra más amada por ella-, en la que ahora se proyectaba poderosamente su luz. De vez en cuando, alzaba la mirada y contemplaba, en el relicario, aquel rostro bellísimo, apagado a los treinta y tres años. Y su corazón de madre no podía reprimir el antiguo lamento: "pero si es todavía una niña…".
      
       -Me parece que hoy día el principal miedo de los padres ante la vocación de sus hijos es el temor a que fracasen en ese camino.
      
       Es fácil de entender esa inquietud, pero ese riesgo se da igualmente en la elección matrimonial, y en muchas cosas más, y por eso me parece que los padres no deben oponerse a la entrega a Dios de un hijo simplemente porque no tengan seguridad absoluta de que sea su camino, o ante la incertidumbre de que pueda no ser fiel a su vocación.
      
       -Quizá es que también a veces ven a sus hijos con muchos defectos, con las crisis propias de la adolescencia, y no les cuadra que, dentro de todas esas limitaciones, haya una verdadera vocación.
      
       No sería razonable culpar a la vocación de toda la rebeldía, el desaliento o los altibajos de ánimo que a veces son propios de la adolescencia, de la misma manera que tampoco estaría justificado considerar esos defectos como síntomas claros de falta de vocación. Ya hemos dicho que la vocación no es un premio a un concurso de méritos o de virtudes, y que Dios llama a quien quiere, y que, entre esos, unos son mejores y otros peores, pero todos con defectos. Y espera de los padres cristianos comprensión y acompañamiento en el camino vocacional de sus hijos.
      
       -Pero los padres no dan ni quitan la vocación, así que el único problema es que con su resistencia puedan retrasar un poco la entrega de sus hijos.
      
       El problema no es solo ese posible retraso, sino que los padres pueden favorecer o malograr el encuentro de sus hijos con Dios. Hay estilos de vida que facilitan ese encuentro, y hay otros que lo dificultan. Lo natural es que los padres cristianos se preocupen de que sus hijos tengan una cabeza y un corazón cristianos, y de que el hogar sea una escuela de virtudes donde cada hijo pueda tomar sus propias decisiones con madurez humana y espiritual, según su edad. Por eso decía San Josemaría Escrivá que el noventa por ciento de la vocación de los hijos se debe a los padres, pues una respuesta generosa germina habitualmente solo en un ambiente de libertad y de virtud.
      
       La Iglesia, maestra en humanidad, conoce y comprende las dudas e inquietudes que sufren a veces los padres ante la vocación de sus hijos: hay avances y retrocesos, vueltas y revueltas. Lo que les pide es que estén siempre al lado de sus hijos, comprendiendo y alentando. Sería una lástima que se sometieran ingenuamente a las voces de alarma que a veces se propugnan desde algunos ambientes que demuestran poco espíritu cristiano, bien por su actitud contraria a la entrega o bien por su tibieza al acogerla. El "ten cuidado", el "no te pases de bueno", el egoísmo de querer tener los hijos siempre cerca, o que hagan siempre lo que los padres quieren, o el deseo de tener nietos a toda costa, son con frecuencia manifestaciones del fracaso del espíritu cristiano en una familia.
      
       Algunos padres buenos desean que sus hijos sean buenos, pero sin pasarse, solo dentro de un orden. Los llevan a centros educativos de confianza, desean que se relacionen con gente buena, en un ambiente bueno, pero ponen todos los medios a su alcance para que esa formación no cuaje en un compromiso serio. Esas actitudes denotan un egoísmo solapado y una falta de rectitud que pueden desembocar en problemas serios a medio o largo plazo. Desgraciadamente, hay abundantes experiencias de padres que ponen el freno cuando un hijo suyo se plantea ideales más altos, o incluso hacen lo posible por dificultar una posible vocación, y más adelante se lamentan de cómo evoluciona el pensamiento y la conducta de su hijo, quizá como consecuencia del egoísmo que, sin querer, han introducido en su alma. No debe olvidarse que el mayor enemigo de la personalidad madura es el egocentrismo, y que el punto óptimo de bondad no es el que nosotros establecemos con un cálculo egoísta, sino el que establece la voluntad de Dios y la libertad de cada hijo.
      
       -¿Y es coherente que unos padres cristianos no deseen que alguno de sus hijos se entregue por completo a Dios?
      
       Ante la entrega total a Dios de un hijo o de una hija, la reacción lógica de quien se ha propuesto hacer de su matrimonio un camino de santidad, es agradecer a Dios ese don. Y cuando los padres han creado un verdadero ambiente de libertad y de virtud, no es infrecuente que Dios les bendiga de esa manera en sus hijos.
      
       Los buenos padres desean ideales altos para sus hijos: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo, en todo. Se comprende que los padres cristianos deseen, dentro de eso, que sus hijos respondan plenamente a lo que Dios espera de ellos y no se queden en la mediocridad espiritual. Así lo explicaba Juan Pablo II en 1981: "Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad."
      
       -¿Y si solo desean que sus hijos retrasen un poco ese paso?
      
       Algunos padres se encuentran hoy con que sus hijos retrasan durante años determinadas decisiones (por ejemplo, casarse y formar una familia, abrirse camino en lo profesional, etc.). Otros se lamentan de que sus hijos ya mayores no dejan el hogar paterno porque encuentran allí todas las comodidades sin apenas responsabilidad. Una buena formación cristiana se orienta hacia la decisión y el compromiso, y logra que los hijos sean capaces de administrar rectamente su libertad y asumir pronto responsabilidades y compromisos que suponen esfuerzo. Eso suele ser una muestra de madurez.
      
       Los padres tienen sus propios planes, sus proyectos para cada uno de sus hijos. Pero lo que importa es que esos sueños coincidan con lo que Dios quiere. El gran proyecto ha de ser su felicidad, y no hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada alma. Por eso, con su oración y su cariño, los padres cristianos deben secundar la entrega libre y generosa de sus hijos. A veces, esa entrega del hijo supondrá también la entrega de los planes y proyectos personales que los padres habían hecho. Pero eso no es un simple imprevisto, sino que es parte de su vocación de padres. En ese sentido, podría decirse que toda vocación es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y a veces puede ser mayor mérito de los padres, que han sido llamados por Dios para dar lo que más quieren, y para entregarlo con alegría.
      
       En abril de 1949, pidió la admisión en el Opus Dei un estudiante latinomericano llamado Juan Larrea. Su familia no veía con agrado su decisión, tal vez por desconocimiento de lo que realmente era el Opus Dei, o acaso porque tal decisión desbarataba planes e ilusiones familiares. "Por entonces -contaba el propio Juan Larrea- mi padre era embajador de Ecuador ante la Santa Sede y me dijo que consultase el caso con Mons. Montini, Sustituto de la Secretaría de Estado. Hablé con Mons. Montini, contándole mi historia, y después de una larga y cariñosa conversación, Mons. Montini me dijo: tendré una palabra de paz para su padre. Días después recibió a mi padre diciéndole que había hablado con Pío XII y que le había dicho: "Diga usted al embajador que en ningún sitio estará mejor su hijo que en el Opus Dei". Veinte años más tarde, siendo yo obispo, visité a Mons. Montini, que era entonces el Papa Pablo VI, y me recordó con amabilidad la audiencia antes descrita".
      
       -Pero es natural que a los padres les cueste la separación física que habitualmente supone el hecho de que un hijo se entregue a Dios.
      
       Teresa de Lisieux había sido siempre la hija preferida de su padre; era tan alegre, atractiva y amable, que los dos sufrieron intensamente cuando llegó el momento de la separación. Pero ninguno de los dos dudó de que ella debía seguir su camino e irse al Carmelo.
      
       Es ley de vida que los hijos tiendan a organizar su vida por su cuenta. A algunos padres les gustaría que sus hijos estuvieran continuamente a su lado. Sin embargo, buscando su bien, muchos les proporcionan una formación académica que exige a veces un distanciamiento físico (estudiar en otra ciudad, o ir al extranjero para que aprendan un idioma, por ejemplo). En otras ocasiones, son los hijos los que se separan físicamente de sus padres por razones académicas, de trabajo, de amistad o de noviazgo. Y cuando Dios bendice un hogar con la vocación de un hijo o una hija, a veces también les pide a los padres una cierta separación física.
      
       Sería ingenuo pensar que si esos hijos no se hubieran entregado a Dios estarían todo el día junto a sus padres. Además, bien sabemos que la mayoría de ellos, a esas edades, buscan de modo natural un alto nivel de independencia. Por eso, a veces pueden confundirse las exigencias de la entrega con el natural distanciamiento de los padres que suele traer consigo el desarrollo adolescente o, simplemente, el paso de los años. Lo vemos quizá en la vida de otros chicos o chicas de la misma edad, cuando, por unos motivos u otros, no participan en algunos planes familiares. Cuando pasan los años y se ven las cosas con más perspectiva, suele comprobarse que la entrega a Dios no separa a los hijos de los padres, aunque a veces haya supuesto inicialmente una distancia física mayor.
      
       Es verdad que, con frecuencia, la entrega a Dios supone en determinado momento dejar el hogar paterno, y es natural que a los padres les cueste ese paso, pues lo extraño sería que no les costara, y a veces mucho. Pero también aquí se manifiesta el espíritu cristiano de una familia. En esos momentos, los padres no deben olvidar que también a los hijos les cuesta esa separación, y que puede resultarles tanto o más dolorosa que a ellos. Sin darles excesivas facilidades, no harían bien en ponérselo difícil. Santa Teresa de Ávila ofrece en esto su propio testimonio: "Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece que cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo, contra mí, de manera que lo puse por obra."
      

46. Es todavía un niño

El hombre inteligente
habla con autoridad
cuando dirige su propia vida.

Platón

       
       Estanislao era el segundo hijo del príncipe Jan Kostka, un jefe militar y senador polaco. Cuando Estanislao tenía catorce años, fue enviado a Viena, junto con su hermano Paolo, para proseguir sus estudios. La ejemplaridad de Estanislao hizo que enseguida fuese respetado y querido por todos los colegiales. Sin embargo, se le hacía difícil la convivencia con su hermano Paolo, que era de temperamento inestable y dominante, y llevaba una vida cada vez más frívola.
      
       Desde muy pronto, Estanislao quiso ingresar en la Compañía de Jesús, pero no fue admitido por temor de indisponer a su padre contra la Compañía. Paolo se burlaba de su hermano pequeño, y sus ironías contra su modo cristiano de vivir se hicieron cada vez más frecuentes y más desagradables.
      
       Considerando insuperable la oposición de su familia, y harto del maltrato constante de su hermano, decidió huir. Una mañana de agosto de 1567, partió a escondidas. En las afueras de Viena, cambió sus vestidos por unas ropas de peregrino. Durante veinte días marchó a pie y solo hasta Alemania, primero a Augsburg y después a Dillingen. Allí fue acogido amablemente por San Pedro Canisio, que dispuso que se dedicara a los trabajos más humildes de la casa. El joven cumplió su cometido con tal esmero y alegría, que todos quedaron profundamente impresionados por Estanislao y, viéndole tan convencido de su vocación, le enviaron a Roma.
      
       En cuanto su padre supo de la fuga, le invadió la ira y escribió cartas de amenaza a los superiores de la Compañía, así como a obispos y cardenales, asegurando que haría cualquier cosa para expulsar a los jesuitas de Polonia, y que, respecto a su hijo, lo llevaría de vuelta a su patria, aunque tuviera que atarlo de pies y manos. Entre tanto, Estanislao había recibido también una dura carta de su padre, en la que repetía esas mismas amenazas y le reprendía por "haber tomado una sotana despreciable y haber abrazado una profesión indigna de tu alcurnia". Estanislao respondió con corrección, pero manifestando su firme decisión de servir a Dios en la vocación a la que se sentía llamado.
      
       Una vez en Roma, tras un viaje a pie de casi mil quinientos kilómetros, se entrevistó con San Francisco de Borja, que accedió a su petición y le admitió en el noviciado. Poco había de durar, sin embargo, la vida de Estanislao de Kostka, pues falleció al año siguiente, con solo dieciocho años de edad. Pero ese tiempo tan corto fue suficiente para dejar impresionados a todos los que conocieron a aquel joven novicio polaco. Enseguida se difundió su fama de santidad y muchas personas visitaban su tumba en Roma. Pronto se atribuyeron a su intercesión numerosos milagros, se multiplicaron sus biografías en diversas lenguas, así como la difusión de sus retratos, imágenes y estatuas. Fue canonizado, y se le venera como patrono de Polonia. En su honor se construyeron muchas iglesias y se bautizó con su nombre a un gran número de niños. El culto popular se extendió más allá de cualquier expectativa.
      
       Llama la atención cómo una vida tan corta pudo dar lugar a tanta fecundidad. Es quizá una muestra de que para ser llamado por Dios no hace falta una edad muy alta, ni haberlo probado todo. Es más, con la inocencia de su vida, alcanzó en poco tiempo la madurez y la fecundidad de una larga existencia.
      
       -De todas formas, si unos padres ven muy tierno a su hijo, es lógico que piensen que necesita más tiempo y más experiencia de la vida para plantearse cuestiones de esa trascendencia.
      
       En unos casos, Dios llama a personas con una larga experiencia humana; en otros, no. Y de la misma manera que no hace falta haber pasado por varios noviazgos para acercarse con madurez al matrimonio, tampoco hacen falta para decidirse por Dios. Tolstoi decía que quien ha conocido solo a su mujer y la ha amado, sabe más sobre la mujer que quien ha conocido mil. La calidad o la madurez de un amor no depende de las experiencias previas. Es verdad que hay que ser maduro para emprender un noviazgo o una etapa de prueba en un camino vocacional, pero no es preciso "haber conocido mucho mundo", ni haber superado pruebas a las que quizá es una temeridad someter a una persona, como quizá habría sido ponerlas para probar el noviazgo o el matrimonio de sus padres.
      
       Los padres deben ayudar a los hijos a decidir con libertad. Las decisiones que determinan el rumbo de una vida, ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacciones. Si, por la razón que sea, unos padres piensan que su hijo carece de la madurez necesaria para la entrega, lo normal será comentarlo con confianza con el propio interesado, y quizá también con otras personas que le conozcan bien y posean la sensatez y el sentido sobrenatural necesarios, pues siempre es arriesgado pensar que uno mismo es el único que lo conoce bien.
      
       Hay que discernir en cada caso concreto, sin presuponer por principio que el deseo de entrega de un hijo es un ímpetu juvenil, pasajero y superficial. En la actualidad, es tan fuerte la presión que reciben en contra, que ellos saben bien que entregarse a Dios les supondrá ir contra corriente, así como renuncia y sacrificio. Por tanto, cuando un hijo está decidido a hacerlo, más bien habría que presuponer que es reflejo de una actitud generosa y madura, no un arranque infantil.
      
       "Los padres -comentaba San Josemaría Escrivá- pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas.
      
       "Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos -de construirlos según sus propias preferencias-, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y -más de una vez- en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal.
      
       "Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios.
      
       "Y no es un sacrificio para los padres que Dios les pida sus hijos. Ni para los que llama el Señor es un sacrificio seguirle. Por el contrario, es un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad…".
      
       Para los padres, que Dios llame a sus hijos supone una muestra de especial afecto, un verdadero privilegio. "Los padres -señala el Catecismo Iglesia Católica- deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos. Deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla." Por eso, los padres cristianos que han entendido la vocación misionera de la Iglesia, se esfuerzan por crear en sus hogares un clima en el que pueda germinar la llamada a una entrega total a Dios.
      
       "La familia -explica Juan Pablo II- debe formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla con plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios. Efectivamente, la familia que está abierta a los valores trascendentes, que sirve a los demás con alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su participación en el misterio de la Cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor semillero de vocaciones a la vida dedicada al Reino de Dios."
      
       -Pero con lo mal que están las cosas en muchos ambientes, es lógico que a los padres les dé un poco de miedo pensar en el futuro de sus hijos tan jóvenes entregados a Dios en medio de todo eso.
      
       Es una inquietud natural, pero no podemos quejarnos de tantos males como aquejan al mundo, de la falta de recursos morales en la sociedad, de la falta de ideales grandes en la vida de tantos chicos jóvenes, o de lo mal que están determinados ambientes, si luego no ponemos de nuestra parte todo el calor y el ánimo posibles para que haya personas que sean llamadas por Dios para regenerar esos ambientes. La solución a esos problemas está, en gran medida, en la mano de los padres con verdadero afán misionero y apostólico, que se esfuerzan por dar a sus hijos una verdadera educación cristiana y procuran sembrar en sus almas ideales de santidad, ensanchar su corazón con las obras de misericordia y crear en torno a ellos un ambiente de sobriedad y de trabajo.
      
       -Pero quizá no hay necesidad de que comiencen tan jóvenes su camino de entrega a Dios.
      
       No parece que fuera así en el caso de San Estanislao, pues, como acabamos de recordar, solo vivió hasta los dieciocho años. Dios tiene sus tiempos, que no siempre coinciden con los nuestros. Y hay ideales que, si no prenden en la primera juventud, es fácil que se pierdan para siempre. Es en la juventud cuando suelen nacer los grandes ideales de entrega, los deseos de ayudar a otros con la propia vida, de mejorar el mundo, de cambiarlo.
      
       Cuando una persona joven se plantea ideales altos de santidad y de apostolado, las familias verdaderamente cristianas lo reciben con un orgullo santo. Por eso, si has conseguido ponerte en el lugar de tu hija o de tu hijo, ya te habrá contagiado un poco de esa felicidad y de esa alegría suyas. Como madre, o como padre, que desde el primer momento has buscado lo mejor para tu hija o para tu hijo, debes sentir también esa satisfacción. ¿Cuál sería tu reacción si te dijeran que tu hija ha sido seleccionada para representar a tu país en los juegos olímpicos? ¿O si designan a tu hijo como componente del equipo nacional en unos campeonatos del mundo? ¿Y si alguno de ellos es elegido para desempeñar un cargo público de elevada responsabilidad? Nadie acoge esas noticias con pesar o indiferencia. ¿Y cómo debes sentirte si el que elige no es un seleccionador deportivo, o un gobernante, sino el mismo Dios? ¿Y si, además, la recompensa no es simplemente una medalla, unos honores o unos ingresos económicos, sino el ciento por uno y la vida eterna?
      

47. Una incomprensión inicial

El que tiene la verdad en el corazón
no debe temer jamás que a su lengua
le falte fuerza de persuasión.

John Ruskin

       
       -Es natural que a veces haya una inicial resistencia por parte de los padres. El hijo debe convencerlos con la madurez de su comportamiento y con la perseverancia en su determinación.
      
       Es verdad que los padres pueden necesitar un poco de tiempo para asimilar la vocación de sus hijos. Pero la madurez y la rectitud en el comportamiento deben estar presentes por parte de todos.
      
       Así sucedió, por ejemplo, con San Francisco de Sales. Había decidido entregarse a Dios, pero su padre, Francisco de Boisy, le tenía preparado un magnífico partido: una joven llamada Francisca Suchet de Vegy, hija del consejero del Duque de Saboya. Al pequeño Francisco le costaba mucho contrariar a su padre, pero un día del año 1593 finalmente le hizo saber sus propósitos y estalló la tormenta: "Pero, ¿quién te ha metido esa idea en la cabeza?", gritaba su padre. "¡Una elección de ese tipo de vida exige más tiempo que el que tú te tomas!", tronaba furioso. Francisco contestaba que había tenido ese deseo desde la niñez. Y así una vez y otra. De vez en cuando, su madre intentaba ayudarle, sin que se notara que estaba de su parte, y sugería tímidamente: "Ay, será mejor permitirle a este hijo que siga la voz de Dios…". Finalmente, el Señor de Sales, después de un tiempo, cedió: "Pues adelante, hijo mío, haz por Dios lo que dices que Él te inspira. Yo, en su nombre, te bendigo." Y a continuación se encerró en su despacho para que nadie viera las lágrimas que derramaba por el sacrificio que Dios le había pedido.
      
       No todos los padres que ponen dificultades tienen ese carácter ardoroso y rompedor. Los señores Bertrán, una de las mejores familias de Valencia, no querían en absoluto interferir en la vocación de su hijo Luis. Solo querían "orientarla". Estaban acostumbrados a que su hijo les obedeciera en todo, y por eso, se quedaron desconcertados cuando un día les dijo que tenía unos planes diferentes a los que habían previsto: quería irse de casa y entregarse a Dios como fraile dominico. ¡Qué locura! No tenía salud suficiente, no sabía lo que hacía.
      
       Y empezaron su batalla. Aceptaban que se fuera, pero ahora no. Quizá en un futuro. No pasaba nada por esperar. Debía comprenderlo, su postura era razonable. Pero el joven Luis obró con la misma libertad que hubiese pedido en el caso de elegir una mujer que no hubiera agradado a sus padres. Escuchó sus consejos, y luego actuó con la libertad que sus padres decididamente le negaban. Así que, un buen día del año 1544, en vista de la rotunda negativa paterna, decidió no volver a casa. Tenía dieciocho años. Y estalló el escándalo familiar, una pequeña tragedia que se repite con frecuencia, con rasgos parecidos, siglo tras siglo, en algunos de los hogares en que una persona decide dejarlo todo por Dios. Ni lo podían ni lo querían entender. Si hubieran vivido en nuestra época, habrían dicho que a su hijo "le habían comido el coco".
      
       Afortunadamente, la historia acabó como la gran mayoría de estas pequeñas tragedias familiares: con la aceptación de la vocación por parte de sus padres, que finalmente comprendieron que Dios quería ese camino para su hijo, que acabó siendo un gran santo de la Iglesia, San Luis Bertrán. Aquel hijo suyo, por cuya salud se preocupaban tanto, evangelizó durante años las regiones selváticas más difíciles, aprendió a hablar en los idiomas de los indígenas y convirtió miles de indios desde Panamá hasta el Golfo de Urabá. Aseguran las crónicas que bautizó a más de quince mil, que hizo numerosos milagros y que sirvió eficazmente y sin desfallecer a la Iglesia. Cuando su padre estaba en el lecho de muerte, sus últimas palabras fueron: "Hijo mío, una de las cosas que en esta vida me han dado más pena ha sido verte fraile, y lo que hoy más me consuela es que lo seas."
      
       San Bernardo de Claraval consuela en una de sus cartas a los padres de un joven del siglo XII, Godofredo, que había decidido entregarse a Dios en Claraval, y les dice: "Si a vuestro hijo, Dios se lo hace suyo, ¿qué perdéis vosotros en ello y qué pierde él mismo? Si le amáis, habéis de alegraros de que vaya al Padre, y a tal Padre. Cierto, se va a Dios; mas no por eso creáis perderlo; antes bien, por él adquirís muchos otros hijos. Cuantos estamos aquí en Claraval, y cuantos somos de Claraval, al recibirle a él como hermano, os tomamos a vosotros como padres. Pero quizá teméis que le perjudique el rigor de nuestra vida. Confiad, consolaos: yo le serviré de padre y le tendré por hijo, hasta que de mis manos lo reciba el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación."
      
       En el siglo XIX, Bernadette Soubirous, la vidente de Lourdes, escribe una carta al padre de una amiga suya, M. Mouret, que no entiende la vocación de su hija. Bernadette le pide que la deje ir con ella: "Sea generoso con Dios -le dice-, que Él nunca se deja vencer en generosidad. Algún día estará usted contento de haberle dado su hija, a quien no puede dejar en mejores manos que las del Señor. Quizás haría usted grandes sacrificios para confiarla a un hombre al que apenas conoce y que puede hacerla desgraciada, y, no obstante, ¿quiere negarla al que es el rey del cielo y de la tierra? ¡Oh, no, señor! Tiene usted muy buenos sentimientos para obrar de esa manera. En cambio, yo creo que debe dar gracias a Dios por el beneficio que le concede…".
      
       Por aquella misma época, un joven ecuatoriano llamado Miguel Febres desea ingresar en el noviciado de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Le encanta la enseñanza y desea dedicar a ella su vida. Sus padres se oponen frontalmente, pues ellos pertenecen a la alta sociedad y en cambio aquellos religiosos viven muy austeramente y se dedican a la educación de niños pobres. Para disuadirle, lo envían a otro instituto, pero allí enferma y tiene que volver a casa. Finalmente, cuando el chico tiene catorce años, en 1868, su madre accede a que sea religioso. Su padre cede inicialmente, pero no deja de presionar para que abandone ese camino y no escribe a su hijo ni una sola línea en cinco años. Aquel chico pronto destaca como un profesor muy querido y valorado. Posee una gran cultura, domina cinco idiomas y escribe numerosos textos escolares que pronto se difunden por todo el país. Demuestra una enorme capacidad de querer y de hacerse querer, adquiere una gran confianza con sus alumnos y logra sorprendentes mejoras en las personas. Cuando muere, en 1910, su fama de santidad se extiende por numerosos países de Europa y América. Sin su constancia para superar la oposición familiar inicial, no tendríamos hoy a San Miguel Febres, que la Iglesia propone como modelo de hombre culto, pero sencillo y humilde, totalmente entregado a la obra de la evangelización a través de la enseñanza.
      
       Son testimonios diversos que confirman el gozo de tantos padres que inicialmente se opusieron tenazmente a la vocación de sus hijos, pero que, al final, comprendieron su decisión. Además, el gozo de los padres que han sido generosos con la vocación de sus hijos no acabará aquí en la tierra, pues será aún mayor en la otra vida, cuando contemplen, con toda su grandeza, el influjo espiritual de la vida de sus hijos en miles y miles de almas.
      
       Podemos imaginar el gozo de Luis Martín, al ver desde el Cielo los grandes frutos que ha supuesto la entrega de su hija Santa Teresa de Lisieux. O la alegría de la madre de San Juan Bosco al contemplar el crecimiento de aquel hogar espiritual que nació gracias a su esfuerzo. O la satisfacción de Juan Bautista Sarto al comprobar cómo él, un pobre alguacil, contribuyó sin saberlo a enriquecer la Iglesia contemporánea con la aportación de San Pío X.
      
       También podemos imaginarnos a Teodora Theate, a Monna Lapa, a Juan Luis Bertrán, a Ferrante Gonzaga, a la madre de Juan Crisóstomo, a Pietro Bernardone y a tantos y tantos otros. También ellos gozarán al ver las maravillas que ha hecho Dios por medio de sus hijos. Y darán gracias porque, pese a sus lamentos, sus amenazas o sus "pruebas", sus hijos no les hicieron demasiado caso. Si hubieran llegado a hacerlo, la Iglesia y la humanidad no contarían ni con Santo Tomás de Aquino, ni con Santa Catalina de Siena, ni con San Luis Bertrán, ni con San Luis Gonzaga, ni con San Juan Crisóstomo, ni con San Francisco de Asís. La Iglesia habría sufrido enormes pérdidas, en el ámbito de la teología, del papado, de la evangelización, de la espiritualidad, de la doctrina.
      
       Gracias a Dios, sus hijos fueron fieles a su vocación, y las palabras de Jesús adolescente en el Templo resonaron con fuerza en sus oídos: "¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?". Con esas palabras, Jesús Niño quiso dejar su propio testimonio para dar fortaleza a quienes debían seguirle en el futuro. Y dejó también una referencia para los padres, pues María y José no protestaron, sino que supieron buscar, aun en lo inicialmente incomprensible y doloroso, la voluntad de Dios.
      
       "En este episodio evangélico -comenta Benedicto XVI- se revela la más auténtica y profunda vocación de la familia: la de acompañar a cada uno de sus miembros en el camino del descubrimiento de Dios y del proyecto que Él ha dispuesto para ellos. María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo. En sus padres, Jesús conoció toda la belleza de la fe, del amor por Dios y por su Ley, así como las exigencias de la justicia, que halla pleno cumplimiento en el amor. De ellos aprendió que en primer lugar hay que hacer la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre. La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el prototipo de cada familia cristiana, que está llamada a llevar a cabo la estupenda vocación y misión de ser célula viva no solo de la sociedad, sino de la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano."
      
       Porque no siempre las cosas de Dios son fáciles de entender. Dice el Evangelio que María guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón. Y a la Virgen no le faltaba inteligencia, ni buena disposición, ni cercanía a Dios. Pero recibía contestaciones que le resultaban un tanto misteriosas, no fácilmente comprensibles, y que, sin embargo, aceptaba y meditaba en su corazón. "María y José -explicaba Juan Pablo II- le habían buscado con angustia, y en aquel momento no comprendieron la respuesta que Jesús les dio. (…) ¡Qué dolor tan profundo en el corazón de los padres! ¡Cuántas madres conocen dolores semejantes! A veces porque no entienden que un hijo joven siga la llamada de Dios; (…) una llamada que los mismos padres, con su generosidad y espíritu de sacrificio, seguramente contribuyeron a suscitar. Ese dolor, ofrecido a Dios por medio de María, será después fuente de un gozo incomparable para los padres y para los hijos."
      
       Para quienes están en el proceso de discernimiento de su propia vocación, o para sus padres, meditar la vida de la Virgen siempre resultará enriquecedor. Todos obtendremos nueva luz si ponderamos en nuestro corazón esas escenas, contemplando, por ejemplo, el momento del Nacimiento, con su esperanza alegre y su calor humano; o la huida a Egipto, en los momentos duros de la fe o de la vocación; o su vida en Nazaret, para que lo cotidiano de nuestra vida no se tiña de rutina mala. La Virgen es siempre un modelo de la disposición con que debemos escuchar a Dios, de confianza para preguntar lo que no entendemos, de generosidad y de diligencia en la respuesta, de humildad, de perseverancia en las horas difíciles, de fidelidad a la misión recibida.
      

48. Dar la vida

El tirano muere,
y su reino termina.
El mártir muere,
y su reino comienza.

Soren Kierkegaard

       
       Maximiliano Kolbe es hijo de unos modestos tejedores que viven en Zdunska Wola, una pequeña ciudad polaca. Un domingo, cuando el chico tiene doce años, escucha en la homilía de la Misa que los padres franciscanos abren un nuevo seminario en Lvov. Aquello hace despertar y madurar su vocación, y al inicio del curso siguiente, en octubre de 1907, marcha a ese seminario junto con su hermano Francisco.
      
       Pasa un tiempo y ambos hermanos entran en una fuerte crisis interior. Maximiliano se convence y convence a su hermano de que lo mejor es abandonar el seminario y seguir la carrera militar en aquella ciudad, que es por entonces el centro de la resistencia polaca. Un día antes de comenzar el noviciado, el 3 de septiembre de 1910, se disponen a comunicar su decisión al ministro provincial, pero en ese momento suena la campanilla del recibidor: es María Dabrowka, su madre, que viene, como otras veces, a visitar a sus hijos. Sin saber nada de todo aquello, ella les cuenta con gran ilusión que José, el hermano pequeño, también va a ingresar en la orden franciscana. Y como ella y su marido son terciarios franciscanos, ahora toda la familia estará presidida por el espíritu de San Francisco. Aquella visita disipa sus dudas. Al día siguiente, ambos hermanos reciben el hábito negro conventual. Es entonces cuando adopta el nombre de Fray Maximiliano María, y emite su profesión simple bajo la Regla de San Francisco con diecisiete años de edad.
      
       Ya no tendrá más dudas. Tiempo más tarde, en una carta a su madre, recuerda con emoción aquel memorable episodio, que siempre considerará salvador de su vocación: "La providencia, en su infinita misericordia, por medio de la Inmaculada, te envió a nosotros en aquel crítico momento. Han pasado ya nueve años desde aquel día, y pienso en ello con temor y gratitud hacia la Inmaculada. ¿Qué habría sido de nosotros si no nos sostuviese con su mano?".
      
       En 1912, a la vista de sus excelentes cualidades intelectuales, es enviado a Roma. Allí permanece siete años, hasta terminar sus doctorados en Filosofía y en Teología, y es ordenado sacerdote. Son unos años muy fecundos y decisivos, en los que funda un movimiento llamado "La Milicia de la Inmaculada". En 1919 vuelve a Polonia, con veinticinco años y bastante mala salud, aunque con una fuerza espiritual extraordinaria. No le faltan incomprensiones, calumnias y obstáculos. En 1922 comienza la publicación de una revista mensual llamada "Caballero de la Inmaculada", con la que se propone "forrar el mundo entero con papel impreso para devolver a las almas la alegría de vivir". En 1929 funda en Niepokalanów, a cuarenta kilómetros de Varsovia, un convento de sacerdotes y hermanos franciscanos comprometidos a promover la Milicia a través de los medios de comunicación. Bajo su dirección, Niepokalanów se desarrolla con gran fuerza y en pocos años llega a albergar novecientos frailes. La tirada de sus publicaciones supera el millón de revistas mensuales destinadas a los miembros de la Milicia en todo el mundo.
      
       Pero el padre Kolbe presiente su final y la proximidad del calvario para sus hijos espirituales. En marzo de 1938 les dice: "Hijos míos, sabed que un conflicto terrible se avecina. No sabemos cuáles serán las etapas. Pero, para nosotros en Polonia hay que esperar lo peor. En los primeros tres siglos de historia, la Iglesia fue perseguida. La sangre de los mártires hacía germinar el cristianismo. Cuando más tarde la persecución terminó, un Padre de la Iglesia comenzó a lamentar la mediocridad de los fieles y no vio con malos ojos la vuelta de las persecuciones. Debemos alegrarnos de lo que va a suceder, porque en las pruebas nuestro celo se hará más ardiente."
      
       Tres días antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, prepara de nuevo sus corazones: "Trabajar, sufrir y morir heroicamente, y no como un burgués en la propia cama. Recibir una bala en la cabeza para sellar el propio amor a la Inmaculada. Derramar valientemente la sangre hasta la última gota, para acelerar la conquista de todo el mundo para Ella. Esto os deseo y me deseo a mí mismo. Nada más sublime puedo augurarme y auguraros. Jesús mismo lo dijo: "No hay amor más grande que dar la vida por el propio amigo"."
      
       Los nazis invaden Polonia y en pocas semanas toda la nación sufre la humillación de la derrota. La Luftwaffe alemana bombardea Niepokalanów y después las tropas lo saquean. Destrozan imágenes, queman ornamentos sagrados y requisan la maquinaria tipográfica. El padre Kolbe, pese al clima de odio al enemigo, no se deja dominar por el rencor y perdona como Cristo en la Cruz. Un día se presentan allí los soldados de la Wehrmacht con gritos de "¡Todos fuera!¡Todos en marcha!". Los frailes son reunidos en el patio y cargados en camiones rumbo a campos de concentración: de Lamsdorf a Amtitz, y de aquí a Ostrzeszow. En mayo de 1941, el padre Kolbe es conducido a Auschwitz, donde le corresponde trabajar como peón en el acarreo de materiales para la construcción de un muro.
      
       El 3 de agosto, un prisionero escapa. Por la tarde, al pasar lista, se descubre la fuga. El terror hiela los corazones de aquellos hombres. Todos saben la norma establecida como represalia: por cada evadido, diez de sus compañeros, escogidos al azar, son condenados a morir de hambre en el bunker de la muerte. A todos aterroriza el lento martirio del cuerpo, con un frío y un calor extremos, la tortura del hambre, la agonía de la sed. Al día siguiente, mientras los otros grupos siguen sus faenas diarias, el suyo queda formado en la explanada bajo el sol calcinante del verano, sin comer ni beber. Las horas pasan con enorme lentitud. Cuando se distribuye la comida, todos observan como sus raciones son tiradas de las ollas al desagüe. Al romper filas van a sus catres sabiendo que pronto diez de ellos estarán en el bunker de la muerte. Ya ha sucedido antes en dos ocasiones.
      
       Al día siguiente, a las seis de la tarde, el coronel Fritsch, comandante del campo, se planta de brazos cruzados ante sus víctimas. Hay un silencio de tumba sobre la inmensa explanada, con dos mil presos formados, sucios y macilentos. "El fugitivo no ha aparecido. De modo que diez de ustedes serán condenados al bunker de la muerte. La próxima vez serán veinte." Los condenados son escogidos al azar. "¡Este! ¡Aquel!", grita el comandante. El ayudante Palitsch anota los números de los condenados. Aterrorizado, cada uno de los señalados sale de la formación, sabiendo que es su final. Entre ellos hay un sargento polaco llamado Franciszek Gajowniczek, que lanza un grito de dolor: "Dios mío, tengo mujer e hijos. ¿Quién los va a cuidar?".
      
       Las palabras del sargento sin duda tocan el corazón de muchos presos, pero en el corazón del padre Kolbe sucede algo más. Mientras los diez condenados se van quitando los zapatos, pues deben ir descalzos al lugar del suplicio, de pronto ocurre lo que nadie podía imaginar. Maximiliano Kolbe sale de su fila, se quita la gorra y se planta delante del comandante. Señala con la mano hacia Gajownieczek y se ofrece a morir en su lugar: "Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene mujer e hijos." El comandante, tras un momento de duda, acepta el cambio.
      
       Después de ordenar a los presos que se desnuden, los empujan al bunker, del que ya solo salen cadáveres para el crematorio. Diariamente, los guardias inspeccionan el bunker y ordenan retirar los cuerpos de los fallecidos. Son días de angustia en los que aquel sacerdote enfermo de cuarenta y siete años anima a los demás y reza con ellos. Poco a poco, van muriendo todos. Al final, queda solo él. Como los guardias necesitan ese lugar para otros presos que están llegando, le ponen una inyección de ácido fénico y muere. Es el 14 de agosto de 1941.
      
       En 1982 es canonizado por Juan Pablo II en Roma. En la ceremonia está presente un testigo excepcional: el anciano Franciszek Gajowniczek, aquel hombre que, cuarenta y un años antes, había salvado su vida en Auschwitz gracias al nuevo santo.
      
       San Maximiliano Kolbe venció al mal con el poder del perdón, el amor y la generosidad. Murió tranquilo, rezando hasta el último momento. Cuenta un testigo, el Doctor Stemler, que en los campos de exterminio casi no se veían manifestaciones de amor al prójimo, y era corriente que un preso se peleara con otro por un mendrugo de pan, pero aquel hombre, en cambio, dio su vida por un desconocido. Aquello fue la más elocuente y eficaz respuesta al odio y la barbarie impuestos por la brutalidad nazi. De esa manera, dio un testimonio y un ejemplo de dignidad en medio de la más terrible adversidad: "No hay amor más grande que dar la vida por el propio amigo" (Jn 15, 13).
      
       Muchas personas han sido beneficiadas por el influjo de la vida de este santo. Juan Pablo II dejó escrito cuál fue la influencia que tuvo en su propia vocación sacerdotal. La Milicia de la Inmaculada cuenta con más de tres millones de miembros en casi cincuenta países. Caben muchas preguntas y reflexiones, pero hay una que quizá puede ayudar a muchos en algún momento de dificultad al comienzo de su camino: ¿Qué habría sucedido si Maximiliano hubiera abandonado el seminario cuando atravesó aquella crisis en su vocación? ¿Cómo habría cambiado la historia de tantas vidas si su madre no le hubiera impulsado hacia delante, casi sin saberlo?
      

49. Ponerse en marcha

No maldigas la oscuridad,
enciende una vela.

Proverbio

       
       "A mi colegio de monjas de la Congregación del Amor de Dios -escribe Juan Manuel de Prada- iba de vez en cuando a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique. Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que, después de profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas regiones fustigadas por el hambre y la pólvora y las epidemias más feroces, para inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas, como alumbradas por unas convicciones indómitas. Habían renunciado a las ventajas de una vida regalada, habían renunciado al regazo protector de la familia y la congregación para agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del desierto. Entregaban su vida fértil en la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la osamenta. Con cuatro duros y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y consuelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan. También habían velado la agonía de muchos niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto?
      
       ""Un día descubrí que Dios no era invisible -recuerdo que me contestó una de aquellas misioneras-. Su rostro asoma en el rostro de cada hombre que sufre." Este descubrimiento las había obligado a rectificar su destino: "Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir viviendo". Y así se fueron al África o a cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces tardaban años en volver, tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban irreconocibles incluso para sus familiares; luego, tras una breve visita, regresaban a la misión, para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la eucaristía de sus desvelos. Y así, en un ejercicio de caridad insomne, iban extenuando sus últimas reservas físicas, hasta que la muerte las sorprendía ligeras de equipaje, para llevarse tan solo su envoltura carnal, porque su alma acérrima y abnegada se quedaba para siempre entre aquellos a quienes habían entregado su coraje. Algunas, antes de dimitir voluntariamente de la vida, eran despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una partida de guerrilleros incontrolados.
      
       "Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a mi colegio, enjutos y prematuramente encanecidos, en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo."
      
       -Es un ejemplo admirable, desde luego, pero la mayoría de la gente lo ve como algo inimitable, demasiado costoso, el sacrificio de toda una vida.
      
       Sin duda es admirable, y es cierto que no todos, ni la mayoría, estamos llamados a ese camino. Pero una vocación de entrega especialmente exigente no debe verse como algo triste o negativo. La entrega supone esfuerzo, es verdad, pero eso sucede con cualquier ideal o proyecto en la vida de cualquier persona.
      
       Como ha señalado Benedicto XVI, el esfuerzo personal es algo esencial, y eludir esa evidencia es engañarse: "El futuro de la Iglesia solo puede venir y solo vendrá de la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas y viven con plenitud su fe. No vendrá de aquellos que hacen solo teorías. No vendrá de aquellos que solo eligen el camino más cómodo. De los que esquivan la pasión de la fe y declaran falso y superado todo aquello que exige el esfuerzo del hombre, que le cuesta superarse y darse a sí mismo. El futuro de la Iglesia está marcado, siempre, por los santos. Por personas que captan más que las solas frases huecas que están de moda."
      
       -Es un ideal atractivo, ciertamente, pero debe ser necesaria una ayuda especial de Dios para vivirlo.
      
       Dios da siempre esa ayuda. Nos da una luz que nos hace ver que nuestra misión es necesaria, que hay muchas personas que esperan mucho de nosotros. Es una vida de entrega a los demás, que no solo es compatible con la alegría, sino que está en su fundamento. "Un santo triste es un triste santo", decía Santa Teresa de Ávila.
      
       "En los momentos de incertidumbre sobre mi vocación -decía por su parte la Madre Teresa de Calcuta-, hubo un consejo de mi madre que me resultó muy útil: "Cuando aceptes una tarea, hazla de buena gana, o no la aceptes", me decía. Una vez pedí consejo a mi director espiritual acerca de mi vocación. Le pregunté cómo podía saber que Dios me llamaba y para qué me llamaba. Él me contestó: "Lo sabrás por tu felicidad interior. Si te sientes feliz por la idea de que Dios te llama para servirle a él y al prójimo, ésa es la prueba definitiva de tu vocación. La alegría profunda del corazón es la brújula que nos marca el camino que debemos seguir en la vida. No podemos dejar de seguirla, aunque nos conduzca por un camino sembrado de espinas."
      
       Y lo decía una persona que, como hemos visto, pasó por largas etapas de aridez interior, por la famosa "noche oscura del alma". Su entrega nos muestra que esa alegría interior no se fundamenta en la ausencia de inquietudes o tribulaciones, ni en que ese camino nos resulte fácil, sino en una convicción profunda del alma que nos confirma que ese sacrificio merece la pena y que debemos dedicar a él nuestra vida.
      
       -Pero hablas siempre, a lo largo de todo el libro, de metas muy altas, que ahora mismo veo inalcanzables.
      
       Quizá lo ves como algo inasequible, y esa es la causa de tu indecisión y tu retraimiento, de tu inseguridad. No se trata de plantearse la vida como una escalada al Everest, sino como un largo caminar, paso a paso, y no hace falta que sean pasos de gigante, pueden ser pasos cortos, pero es fundamental ponerse en marcha. Después de un paso tienes que dar otro, no pararte. Eso es lo decisivo. Quizá los ejemplos que han salido en este libro te resultan estimulantes pero lejanos. Los ves como grandes hazañas que nada tienen que ver con tu vida. Pero puedes verlos como un modelo, como una guía para ponerte en marcha, con humildad, sin creerte llamado a grandes éxitos, sino a una gran tarea. Los grandes ideales siempre deben concretarse en pequeños pasos, pues, de lo contrario, se quedan en metas inaccesibles que acaban frustrando todo.
      
       Además, los grandes santos nunca supieron bien a dónde llegarían. Es Dios quien marca los tiempos. En este sentido podría aplicarse aquí, y es una paradoja, aquello de que nadie llega tan lejos como quien no sabe adonde va, pues las vidas de los santos ponen de manifiesto, como hemos visto a lo largo de estas páginas, que el hombre que se encamina hacia Dios no debe mirar tanto hacia su futuro como hacia su presente, porque es en el presente donde se desenvuelve su relación con Dios, y de ello depende un futuro que no es fácil de prever, pues el detallismo de los proyectos humanos minuciosos suele ser un estorbo para arrancar el impulso que corresponde a los planes de Dios.
      

50. Arreglar al hombre

No hay ningún viento favorable
para el que no sabe
a qué puerto se dirige.

Arthur Schopenhauer

       
       Un hombre sabio vivía preocupado con los muchos problemas que aquejaban a la humanidad. Pasaba los días en busca de respuestas para sus inquietudes sobre cómo mejorar el mundo. Una mañana, un hijo suyo de nueve años entró en su despacho y se ofreció a ayudarle a trabajar. El hombre, nervioso por la interrupción, pidió al niño que se fuera a otro sitio a jugar. Viendo que no lograba que se marchara, pensó en algo que pudiese mantenerle ocupado durante un rato. Vio una revista donde había un mapa del mundo, y con unas tijeras lo recortó en numerosos pedazos. Se lo entregó a su hijo, junto con un rollo de cinta adhesiva, y le dijo: "Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar este mundo roto en pedazos, que es como está, para que lo recompongas tú solo, sin ayuda de nadie".
      
       Calculó que al pequeño le podría llevar varias horas rehacer aquel mapa, si es que llegaba a conseguirlo. Sin embargo, pasados unos minutos, escuchó la voz del niño: "Papá, ya lo he acabado". Al principio no se lo tomó en serio. Era imposible que, a su edad, hubiese logrado recomponer un mapa que apenas había visto antes. Levantó la vista con la certeza de que vería el trabajo propio de un niño. Pero, para su sorpresa, el mapa estaba perfecto. Todos los pedazos estaban en su debido lugar. ¿Cómo era posible que un niño hubiera podido hacerlo?
      
       Le dijo: "Hijo mío, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo has logrado recomponerlo?". "Papá, yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que en la otra cara del papel estaba la figura de un hombre. Así que di la vuelta a los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era. Cuando conseguí arreglar el hombre, di vuelta la hoja y había arreglado el mundo."
      
       Arreglar el hombre es arreglar el mundo. Por eso son tan necesarios los santos. Los santos son la salvación de la Iglesia, el verdadero honor de la cristiandad, el hilo de oro que atraviesa la historia de los hombres, el canal limpio por el que llega a nosotros el testimonio vivo de Dios. Los santos remueven a quienes tienen alrededor y les ponen de cara a su responsabilidad delante de Dios.
      
       Una tarde de noviembre de 1942, en Madrid, San Josemaría Escrivá acude al único centro de mujeres del Opus Dei que por entonces existe. Todo el Opus Dei femenino se reduce por entonces a diez chicas jóvenes. Se reúne con las tres que a esa hora están en la casa. Desdobla un papel y lo extiende sobre la mesa. Es como un cuadro, un esquema donde se exponen las diversas labores de apostolado que habrán de realizar en el mundo entero. Al tiempo que explica con viveza su contenido, va señalando con el dedo cada uno de los rótulos del cuadro: escuelas para campesinas, residencias universitarias, clínicas, centros de capacitación profesional de la mujer en distintos ámbitos, actividades en el campo de la moda, librerías… Les dice también, antes y después, que lo más importante ha de ser el apostolado de amistad que cada una desarrolle con sus familias, con sus vecinas, con sus conocidas, con sus colegas. El Padre repite varias veces: "¡Soñad y os quedaréis cortas!".
      
       Aquellas tres le miran pasmadas, entre el asombro y el vértigo. Les parece que allí, sobre la mesa, se está desplegado un sueño. Un bello sueño para un lejano futuro. Ellas se sienten inexpertas, sin medios, sin recursos, incapaces. No se les ocurre pensar que todo eso tengan que hacerlo ellas mismas. San Josemaría capta en esas miradas la ilusión y la impotencia, el deseo y el temor, un acobardado ¡ya nos gustaría…! Muy despacio, recoge el papel y comienza a doblarlo. Su rostro ha cambiado. Ahora está serio. ¿Decepcionado? ¿Triste? Por la mente y por el corazón de San Josemaría ha cruzado, posiblemente, como un pájaro torvo, el pensamiento derrengador de que hace más de doce años que lucha por dar cuerpo y vida al Opus Dei de las mujeres, tal como vio que Dios lo quería, el 14 de febrero de 1930. Primero llegaron unas que parloteaban y trajinaban, pero no rezaban. Se fueron. Luego llegaron otras que sí rezaban, pero no trabajaban: no eran esa clase de mujeres que han de bregar en la sociedad civil para poner a Cristo en la cumbre de toda actividad humana. Eran muy buenas, pero de pasta mística. Tuvo que decirles que tampoco servían. Éstas de ahora son de la tercera hornada, ¿y es posible que, a la hora de fajarse con la realidad, se queden ahí, paralizadas por el miedo? Sin desafíos, va a ponerlas de cara a su responsabilidad. Escogiendo muy bien las palabras, les dice: "Ante esto, se pueden tener dos reacciones. Una, la de pensar que es algo muy bonito pero quimérico, irrealizable. Y otra, de confianza en el Señor que, si nos pide todo esto, nos ayudará a sacarlo adelante."
      
       Calla. Las mira, deteniéndose en cada una, como si con esa mirada pudiera trasvasarles su propia fe, inundarlas con su seguridad. Después, antes de marcharse, añade: "Espero que tengáis la segunda reacción". Y la tienen. No es una utopía. Ciertamente, no están abiertos los caminos. Los harán ellas, al golpe de sus pisadas. A la vuelta de cuarenta años, todo aquello era una realidad extendida por más de setenta países en los cinco continentes. Aquellas tres se han multiplicado por más de diez mil cada una. Desplegando sueños, pero arremangándose en la faena diaria. Sin decir basta. Sin amilanarse. Martilleando sobre las resistencias. Sin detenerse en lo fácil.
      
       Una sociedad cristiana se mide por su capacidad de engendrar santos, es decir, personas decididas a seguir con empeño los designios de Dios. Y no me refiero a lo que se describe en esas colecciones de biografías de santos en las que se les pinta blanditos, dulcecitos, demasiado místicos. Tomados en su realidad, los santos queman. Los santos no son como los centauros o las sirenas, no son una especie de seres mitológicos que salen solo en los libros, sino seres normales, con defectos, porque los santos tenían defectos, quizá más que otros que no lo fueron, pero su santidad se plasmó sobre todo en la maravilla de dominarlos. No nacieron santos, sino que llegaron a serlo gracias a su lucha diaria por superarse.
      
       "Mediante el ejemplo de la vida de los santos -decía Benedicto XVI en Colonia en 2005-, Dios nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas, y lo sigue haciendo todavía. En las vidas de esas personas se revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha dejando en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún.
      
       "Los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente la propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. De este modo, ellos nos indican el camino para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas.
      
       "En las vicisitudes de la historia, los santos han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; y la han iluminado siempre de nuevo. Los santos son los verdaderos reformadores. Solo de los santos, solo de Dios, proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo."
      
       En ese mismo año 2005, todo el mundo había contemplado con asombro el vendaval de emoción que supuso el fallecimiento de Juan Pablo II. Fue una extraordinaria muestra de la fecundidad de una vida santa, de una vida de entrega absoluta a la misión que tenía encomendada por Dios. Fueron millones de personas que se conmovieron, que pedían su urgente canonización, que con aquello decidieron dar un cambio en sus vidas. Toda la biografía de Karol Wojtyla fue una lucha titánica contra las dificultades que se afanaban en impedir su avance en el camino señalado por Dios, pero su fidelidad inquebrantable ha dado luz y esperanza a nuestro mundo cansado.
      
       Su vida, como la de tantos otros que han salido en estas páginas, y como la de tantos otros millones de almas desconocidas que pueblan la tierra, son vidas abiertas a la respuesta personal a los requerimientos de Dios. No son vidas cerradas. Santo Tomás Moro podría haber cedido a los deseos de Enrique VIII y hoy sería un triste personaje más de un lamentable reinado de la Inglaterra del siglo XVI. Santo Tomás de Aquino o Santa Catalina de Siena podrían haber cedido a los deseos de su madre, o San Luis Gonzaga o San Estanislao de Kostka ante los de su padre. El Santo Cura de Ars o San Clemente Hofbauer podrían haberse rendido a las dificultades que tuvieron para hacer sus estudios sacerdotales, o Santa Jacinta ante las dificultades de su carácter. San Agustín podía haberse quedado enredado en sus amoríos. San Maximiliano Kolbe podría no haber tenido aquel arranque de generosidad en Auschwitz. Pero ellos, y muchos otros, fueron fieles a la llamada que Dios les hacía y hoy el mundo es distinto gracias a ellos.