31. La duda sobre las propias cualidades

Las causas perdidas son las únicas
que merece la pena defender;
porque las demás se defienden solas.

Alejandro Llano

       
       Juan Bautista María Vianney nace en Dardilly, cerca de Lyon, en 1786. A los diecisiete años, desea ser sacerdote. Su padre, aunque buen cristiano, le pone algunos obstáculos, que finalmente logra superar. El joven inicia sus estudios eclesiásticos en Ecully, dejando las tareas del campo a las que hasta entonces se había dedicado.
      
       Un santo sacerdote, el padre Balley, se presta a ayudarle. Pero el latín se hace muy difícil para aquel mozo campesino. Aunque es de inteligencia mediana, su capacidad y sus conocimientos son extremadamente limitados, por la insuficiencia de su primera escolarización y por la avanzada edad a la que comienza a estudiar. Llega un momento en que todo su entusiasmo y su tenacidad no bastan y empieza a sentir un enorme desaliento. Decide entonces hacer una peregrinación, a pie, a la tumba de San Francisco de Regis, en Louvesc, para pedir que logre superar esas dificultades, pero sus oraciones no parecen ser escuchadas y continúa aprendiendo con gran lentitud.
      
       Por entonces se presenta, además, un nuevo obstáculo. El joven Vianney es llamado a filas, pues la guerra de España y la urgente necesidad de reclutas llevan a Napoleón a retirar la exención de que disfrutan los estudiantes eclesiásticos. Después de casi dos años de numerosos peligros y peripecias, Juan Bautista reanuda sus estudios, primero en Verrières y después en el seminario mayor de Lyon. Todos sus superiores reconocen su admirable conducta, pero insisten en el poco provecho en los estudios, hasta que finalmente es despedido del seminario. Intenta entonces, sin éxito, entrar en los hermanos de las Escuelas Cristianas. Cuando ya parece no haber solución para sus deseos de ser sacerdote, se cruza de nuevo en su camino el padre Balley, que había dirigido sus primeros estudios. Se presta a continuar preparándole, habla con sus profesores y, después de un par de años de gran esfuerzo por parte de los dos, es ordenado sacerdote en Grenoble en 1815, a los veintinueve años de edad. Había acudido solo a esa ciudad, y nadie le acompaña tampoco en su primera Misa, que celebra al día siguiente. Sin embargo, se siente feliz de haber llegado a alcanzar lo que está convencido que Dios le pide, aunque haya supuesto tantos esfuerzos y humillaciones.
      
       -Desde luego, es un ejemplo de constancia. Supongo que muchas veces pensaría en abandonar, ¿no?
      
       Fue un ejemplo de tenacidad suya, y también de tenacidad de su maestro, el padre Balley. Juan María estuvo muchas veces a punto de abandonar, pero su maestro le alentó siempre. El tiempo pasaba y había que tomar una decisión. ¿Servía como sacerdote o no? Todos tenían sobrados motivos para desconfiar de la calidad de su formación teológica. Algunos se lo hicieron notar así al Vicario General de Grenoble, que preguntó: "¿Es piadoso? ¿Sabe rezar el Rosario? ¿Tiene devoción a la Virgen?". Le contestaron que era un hombre de profunda piedad y de vida santa. "Pues bien, yo lo recibo. Dios hará el resto." Y Dios lo hizo. Fue unos de los santos más grandes de la Iglesia.
      
       El padre Balley fue quien le animó a perseverar cuando los obstáculos en su camino le parecían insuperables. Intercedió ante los examinadores cuando suspendió el ingreso en el seminario mayor, le ayudó en sus estudios y fue su preceptor y protector. Además, no consideró cumplida su misión con la ordenación de Juan María, sino que logró que, como aún no había terminado sus estudios, fuera destinado a Ecully, con la consideración de coadjutor suyo. Allí estuvo durante tres años, repasando la teología y ayudándole en las labores parroquiales, hasta que el padre Balley falleció, en 1818.
      
       Fallecido su maestro, y terminados sus estudios, el arzobispo de Lyon le destinó a un minúsculo pueblecillo, a treinta y cinco kilómetros al norte de la capital, llamado Ars. No tenía siquiera la consideración de parroquia, ni había tenido nunca sacerdote. Era una simple aldea dependiente de la parroquia de Mizérieux, que distaba tres kilómetros. Tenía 370 habitantes. El nivel moral era bastante bajo y la práctica religiosa muy reducida: los domingos solo asistía a Misa un hombre y unas pocas mujeres.
      
       Comenzó enseguida a visitar a sus feligreses, casa por casa. Atendía a los niños y a los enfermos. Amplió y mejoró la iglesia. Ayudaba a los sacerdotes de los pueblos vecinos. Todo ello, acompañado de grandes penitencias personales, de intensa oración y de constantes obras de caridad. Se empleó a fondo en una labor de moralización del pueblo, y no le faltaron calumnias y persecuciones, incluidas acusaciones ante sus propios superiores diocesanos.
      
       Y en el ejercicio de las funciones de párroco de esa remota aldea francesa, fue como el Santo Cura de Ars se hizo conocido en el mundo entero. No llevaba mucho tiempo allí cuando la gente empezó a acudir a él desde otras parroquias, luego de lugares más distantes, después de otras regiones de Francia y finalmente desde países cada vez más lejanos. Su consejo era buscado por obispos, sacerdotes, religiosos y laicos de toda edad y condición. El número de los que acudían a escucharle y confesarse pronto superó los trescientos peregrinos diarios. Pasaba de dieciséis a dieciocho horas diarias en el confesonario. Personas distinguidas visitaban Ars para ver al santo cura y oír su predicación, en la que, con un lenguaje sencillo, lleno de imágenes sacadas de la vida diaria y de escenas campestres, transmitía una fe y un amor de Dios arrolladores.
      
       -¿No es entonces tanto una cuestión de talento como de esfuerzo personal?
      
       La vocación no va ligada necesariamente a grandes talentos, al menos según lo que muchos entienden por talento. Una buena prueba de ello es el ejemplo de este pobre sacerdote, que había hecho tan dificultosamente sus estudios, y a quien la autoridad diocesana había relegado a uno de los peores pueblos de la diócesis, pero que, sin embargo, acabó siendo consejero buscadísimo y guía espiritual de millares de almas.
      
       Desde luego, para la santidad es preciso el esfuerzo personal, junto a la gracia de Dios, que nunca nos falta, y hay que decir que el Santo Cura de Ars se levantaba a la una de la madrugada para ir a la iglesia a hacer oración, y antes de amanecer iniciaba su trabajo en el confesonario, y dedicaba todas las horas del día a la celebración de la misa, la atención de los peregrinos, la explicación del catecismo y las confesiones. Su dedicación era tal, que con frecuencia comía de pie en unos minutos, sin dejar de atender a las personas que solicitaban algo de él.
      
       San Pablo decía que Dios escogió a los necios según el mundo para confundir a los sabios, y la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes, de manera que nadie pueda gloriarse insensatamente delante de Dios. Y Dios bendecía manifiestamente la entrega de aquel modesto sacerdote, en contra de toda posible previsión humana. Una vida que todos auguraban gris y olvidada, resultó ser asombrosamente fecunda y conocida. El que a duras penas había hecho sus estudios, se desenvolvía con maravillosa firmeza en el púlpito, con enorme soltura, sin haber tenido tiempo para prepararse. El que parecía de inteligencia limitada, demostró un notable don de discernimiento de conciencias y resolvía delicadísimos problemas de conciencia en el confesonario. Durante cuarenta y dos años, hasta el momento de su muerte, se entregó ardorosamente al cuidado de las almas en aquel pueblo perdido de Francia. Sin moverse de allí, logró, sin buscarla, una resonante celebridad.
      

32. Nunca lo había pensado

Las grandes ideas son aquellas
de las que lo único que nos sorprende
es que no se nos hayan ocurrido antes.

Noel Clarasó

       
       El 7 de julio de 1935, un estudiante asiste a un día de retiro espiritual en la Residencia universitaria de la calle de Ferraz, en Madrid, predicado por San Josemaría Escrivá. El estudiante se llama Álvaro del Portillo y ha conocido al Fundador del Opus Dei a través de Manuel Pérez Sánchez, un compañero suyo de la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid.
      
       Un tiempo antes, Manolo, que estudia unos cursos por delante, ha facilitado la colaboración de Álvaro en las actividades asistenciales que llevan a cabo varios estudiantes universitarios en las Conferencias de San Vicente de Paúl. En ese grupo hay estudiantes de diversas carreras. Acuden sobre todo a la parroquia de San Ramón, en el Puente de Vallecas. La zona está rodeada de chabolas construidas a base de chapa y cartón, y prestan ayudas diversas, tanto de tipo educativo como asistencial. La situación no es precisamente idílica, pues desarrollan su labor entre gente que vive en condiciones difíciles y muchas veces también en un clima hostil hacia la Iglesia.
      
       Con frecuencia van juntos Álvaro y Manolo, pues les resulta muy fácil ponerse de acuerdo en la Escuela de Caminos. Manolo ha conocido a San Josemaría hace un tiempo, y varias veces le ha hablado de su compañero Álvaro del Portillo, y de su idea de presentárselo más adelante. Álvaro es uno de los alumnos más brillantes de la Escuela y, al tiempo, una persona amable y sencilla. Finalmente, Manolo se decide a decírselo un día en que los dos se dirigen hacia el Arroyo del Abroñigal, para visitar a una familia desvalida. A Manolo le cuesta un poco iniciar la conversación, pues es algo tímido. Siempre recordará esto después, al narrar esta escena, por la trascendencia que luego tuvo ese pequeño vencimiento personal. Pero Manolo piensa que debe invitarle a conocer a aquel sacerdote, y al final, bajando por aquel campo de cereales, le habla de Josemaría Escrivá, y le invita a visitarle unos días después.
      
       La primera entrevista con San Josemaría le impresiona profundamente. En aquella brevísima conversación, de apenas cinco minutos, siente que el Fundador del Opus Dei le toma en serio y trasluce gran afecto. Quedan en hablar más despacio, largo y tendido, cuatro o cinco días después. Pero cuando acude Álvaro, habían llamado a San Josemaría para atender a un moribundo, y no pudo avisarle, porque no tenía su teléfono. Sin embargo, la imagen de aquel joven sacerdote queda grabada en el alma de Álvaro y, cuando ya termina el curso académico 1934-35, decide ir a verle de nuevo, con la idea de saludarle antes de irse de vacaciones.
      
       "Me recibió -evocaría años después- y charlamos con calma de muchas cosas. Después me dijo: mañana tenemos un día de retiro espiritual, ¿por qué no te quedas a hacerlo, antes de ir de veraneo? No me atreví a negarme, aunque mucha gracia no me hacía."
      
       Durante ese día de retiro en la Residencia de la calle de Ferraz, ve con claridad una llamada divina que no esperaba, y decide comprometer su vida en el Opus Dei. A partir de aquel 7 de julio de 1935, tiene clara conciencia de que su sí a Dios le compromete para toda la vida. Ni en esos días, ni en los meses anteriores, hubo nada que le hiciera presagiar que el Señor estaba a punto de llamarle. Había crecido en un ambiente cristiano, comulgaba casi a diario, y rezaba el Rosario todos los días, pero no era hombre inclinado hacia asociaciones piadosas ni organizaciones eclesiásticas. No mantenía un trato habitual con sacerdotes, ni había advertido ninguna señal de una posible llamada de Dios.
      
       Sin embargo, aquel joven estudiante pronto fue el colaborador más directo de San Josemaría y, a partir de 1975, su sucesor al frente del Opus Dei. Falleció en 1994, después de una vida de gran fecundidad, y ahora está en marcha su proceso de beatificación.
      
       -¿Y no es curioso que Dios haga ver la vocación así, de un día para otro? Da la impresión de que algo tan precipitado no puede ser una vocación madura y meditada.
      
       Puede que no sea lo más habitual, pero así funcionan las cosas también en el amor humano. No es infrecuente que una persona se enamore de otra así, de un día para el siguiente. Y eso no tiene por qué significar inmadurez.
      
       -Pues supongo que eso sucederá a personas especialmente entusiastas, que se sienten impulsadas con mucha fuerza a seguir una vida de entrega a Dios.
      
       No tiene por qué ser así. Álvaro del Portillo comentó en alguna ocasión que Dios le dio al principio un notable entusiasmo por la vocación recibida, pero que, al cabo de los meses, fue apagándose, dejando paso a una ilusión más sobrenatural, que es la clave de la perseverancia. La entrega a Dios no se basa en el entusiasmo, como tampoco la entrega en el matrimonio. Ha de haber un fundamento más profundo, en el que no debe minusvalorarse la importancia de la conciencia del deber y la abnegación. La vocación no es un estado de ánimo, ni depende de la salud, ni de la situación profesional o familiar en que uno se encuentre. Por encima del oleaje de la vida, con sus altos y bajos, con sus dolores y sus alegrías, la vocación divina brilla siempre como un lucero en la noche, señalando el rumbo de nuestro caminar hacia Dios.
      
       El camino de la fe, o de la vocación, nunca es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y de fidelidad que hay que renovar todos los días. Es más, la conciencia de la propia debilidad, de la posibilidad de no ser fiel, es la mejor preparación para evitar la suficiencia y la presunción que suelen estar presentes en las grandes caídas. Todos tenemos que aprender que somos débiles y que necesitamos ayuda y perdón. De ahí nace la confianza en Dios, que nos hace capaces de seguirle hasta el final.
      
       -¿Y crees que es corriente que una persona descubra su vocación un buen día, sin haber pensado nunca en que pudiera ser su caso?
      
       No puedo decir que sea lo habitual, pero sí bastante frecuente en la historia de la Iglesia y la vida de los santos. Podríamos recordar cómo fue la vocación de bastantes de los Apóstoles, o, por ejemplo, la de San Lorenzo de Irlanda. Siendo un adolescente, un enemigo de su padre, Dermot MacMurrough, rey de Leinster, le mantenía como rehén. Su padre, el Sr. O'Toole, capturó a doce oficiales de su enemigo y, para entregarlos, puso como condición que le devolvieran a su hijo. MacMurrough aceptó, pero llevó al niño al monasterio de Glendalough, para que en cuanto le devolvieran a sus hombres, los monjes dejaran marchar a Lorenzo. Y sucedió que al chico le impresionó tanto la vida del monasterio que pidió a su padre que le dejara quedarse allí. Su padre accedió a los deseos de su hijo y con el tiempo Lorenzo llegó a ser un monje tan excelente y de comportamiento tan ejemplar, que al morir el superior del monasterio, en el año 1154, los monjes lo eligieron a él por unanimidad como nuevo superior, aunque tenía solo veinticinco años. Y cuando falleció el arzobispo de Dublín, en el año 1161, volvió a suceder lo mismo. Fue un gran santo, una figura egregia en la historia de la evangelización de su país y uno de los muchos santos que encontraron su camino de una forma totalmente inesperada.
      

33. Dejar pasar el tiempo

Aprender sin pensar es inútil.
Pensar sin aprender, peligroso.

Confucio

       
       -¿Y no es mejor dejar pasar el tiempo? Quizá esa inquietud luego se resuelva en nada. Si tiene que venir, ya vendrá.
      
       Pienso que es mejor tratar de resolver la duda, no dejarla correr sin más. C. S. Lewis, en sus "Cartas del diablo a su sobrino", explica con agudeza cómo la mayor parte de las buenas acciones de los hombres dejan de realizarse simplemente por la tendencia a no pensar seriamente en ellas, por dejarlas para después.
      
       "Es curioso -comenta el diablo veterano a su sobrino, un tentador menos experimentado- que los mortales nos pinten siempre dándoles ideas, cuando, en realidad, nuestro trabajo más eficaz consiste en evitar que se les ocurran." Y cuenta el caso de una persona que estaba enfrascada en una interesante lectura. Sus pensamientos iban acercándose a comprender sus obligaciones con Dios. Su tentador vio enseguida que sería inútil defender sus posiciones a base de razonamientos, y dirigió su ataque, inmediatamente, hacia aquella parte de aquel hombre que tenía mejor controlada: le sugirió que ya era hora de comer. El hombre se resistió inicialmente, argumentando que aquellos pensamientos eran mucho más importantes que la comida, a lo que el veterano diablo repuso que, efectivamente, aquello era demasiado importante como para abordarlo con el estómago vacío. Era mejor estudiarlo a fondo, con la mente despejada, después de comer. Una vez en la calle, el tentador había ganado la batalla. Bastó con hacerle fijarse en unas cuantas cosas del bullicio urbano para que a los pocos minutos estuviera convencido de que cualquier idea extraña que pudiera pasársele por la cabeza a un hombre encerrado a solas con sus libros, una sana dosis de "vida real" era suficiente para demostrarle que "ese tipo de cosas" no pueden ser verdad.
      
       Muchas veces, el principal trabajo de nuestros tentadores es, simplemente, alejarnos de la tarea de pensar. La fe, o la vocación, no corren peligro habitualmente, como muchos creen, por pensar demasiado, sino por sustituir el razonamiento por unas sencillas percepciones acerca de si esas ideas son actuales o superadas, modernas o convencionales, si se llevan o no se llevan, si "tienen futuro" o no lo tienen. La imagen sustituye a la argumentación, el flujo de experiencias sentimentales sustituye a la razón, y el barullo de la supuesta "vida real" -sin preguntarse qué entiende por "real"- sustituye a cualquier análisis profundo sobre el sentido de su vida.
      
       Toda tentación tiende a apartar a Dios en nuestra vida, a poner por delante otras cosas que en ese momento consideramos más urgentes o necesarias. Vemos entonces las cosas de Dios como un tanto irreales. Además, es muy propio de esa tentación adoptar una apariencia moral. Aparece siempre con la pretensión del verdadero realismo. No nos invita directamente a hacer el mal, porque eso sería muy burdo. Finge mostrarnos la mejor opción: abandonar lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en unas tareas buenas, pero que no son las que Dios nos está pidiendo.
      
       -Es verdad que a veces rehuimos la tarea de pensar, pero puede darse el caso contrario, de que nos enredemos un poco de tanto darle vueltas a las cosas, y eso no es un buen modo de dilucidar cuál es nuestro camino.
      
       Por supuesto. Hay que conocerse a uno mismo. Si tenemos tendencia a complicarnos y a cargar nuestra cabeza con extremos, puede suceder eso que dices, y entonces hemos de procurar no complicarnos. Pero si tendemos más bien a ser demasiado tranquilos, o un poco despreocupados, es probable que, si tenemos esas inquietudes, no sean una obsesión ni un escrúpulo, sino una cuestión sobre la que debemos reflexionar con hondura.
      
       -Pero hay muy pocos que se entreguen por completo a Dios, y por tanto sería rarísimo que fuera precisamente mi caso.
      
       Quizá no sean tan pocos. Pero, aunque fueran muy pocos, si esos pocos siguieran esa argumentación que tú haces, y pensaran que por ser pocos no será su caso personal, eso les llevaría al error sobre su propio camino.
      
       Es mejor no ponerse a la defensiva. No debes ver la llamada de Dios como un riesgo que evitar. Si caes en ese planteamiento, pronto te encontrarás manteniendo distancias con Dios, con miedo a que te pida demasiado. Y te encontrarás entonces con una íntima insinceridad, con una sutil falsedad interior que empaña tu vida y te paraliza. La sinceridad con uno mismo es vital para tener paz interior.
      
       Si te enfrentas con serenidad y honradez a esas inquietudes tuyas, quizá compruebes que, a medida que avanzas, a medida que cotejas el relato de tu vida con el del Evangelio, todo se va llenando de claridad. Y quizá también de sorpresa. Esas preguntas que ayer te parecían para gentes extrañas o lejanas, están ahí, ahora, más cerca, acechando tu rostro y tu alma. "¿Y si me entregara a Dios?". Y te encuentras quizá respondiéndote de inmediato, algo nervioso: "¡Calla!". Pero luego vuelve el pensamiento: "¿No estará Dios queriendo decirme algo?". Son sugerencias, impresiones, interrogantes, a veces casi imperceptibles, porque Dios habla bajito, pero te está pidiendo respuesta.
      
       Quizá eludes la oración, o, cuando rezas, no quieres planteártelo a fondo. Hablas con Dios de mil cosas pero, como si fuese la soga en casa del ahorcado, pasas de puntillas sobre este tema. Y si comprendes que debes ser más templado, para purificar el alma y ver más claro, no te lo tomas en serio. Y si te das cuenta de que deberías comentarlo con una persona que pueda realmente ayudarte, vas dando largas al asunto y no lo haces. O ves que te convendría hacer un retiro espiritual, pero nunca tienes tiempo para eso. Y van pasando los días, los meses, los años. Y si te remuerde la conciencia, enseguida repones que no hay que meterse presión a uno mismo con el tema, que en las cosas importantes no debe haber prisas.
      
       Te cuesta acometer lo costoso presente, y quizá, casi sin darte cuenta, sacrificas a eso tu futuro. No es demasiado novedoso. Así sucedió a Esaú, según cuenta el libro del Génesis, aquel día que "llegó del campo, agotado, y dijo a su hermano Jacob: Te ruego que me des a comer de ese guiso tuyo, pues estoy muy cansado. Y Jacob respondió: Véndeme a cambio tu primogenitura. Entonces dijo Esaú: Estoy que me muero. ¿Qué me importa la primogenitura? Y dijo Jacob: Júramelo ahora mismo. Y él se lo juró, y vendió a Jacob su primogenitura. Jacob dio a Esaú el pan y el guiso de lentejas, y éste comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la primogenitura." El comportamiento de Esaú refleja que era un hombre centrado en las necesidades materiales inmediatas, sin pararse a pensar mucho en las consecuencias a largo plazo de sus acciones. Le pareció que la primogenitura, con todas sus bendiciones materiales y espirituales futuras, era de poco valor frente a aquel plato de lentejas, tan atractivo y seductor en el presente.
      
       -¿Qué aconsejas hacer, entonces?
      
       Asegurarse de que no vendemos nuestra primogenitura por un plato de lentejas. Juan Pablo II ofrecía un programa para esto: "Necesitaréis el consejo de vuestros sacerdotes, de vuestros padres, de vuestros maestros. Y necesitaréis de la guía divina. Orad. Confiad en Cristo. Abridle vuestros corazones. Abrid vuestros corazones de par en par a Cristo. No tengáis miedo. Sed generosos. Quien da poco, cosechará poco. El que da con generosidad, recogerá una cosecha abundante. Podéis contar con la gracia de Dios".
      
       "No hay que conformarse con rezar para que el Señor suscite vocaciones. Es preciso estar personalmente atentos a la llamada que Él quiera dirigiros; y es preciso también que no falte el valor de responder generosamente a esa llamada".
      
       A lo mejor ves la llamada de Dios como un rayo que está a punto de derribar algunas de tus ilusiones. Como algo que reclama una serie de cosas que te habías reservado para ti mismo. Como una intrusión que pone al descubierto apegamientos, flaquezas, reductos que te parecían intocables. Sientes como si la mano de Dios fuese a complicarte la vida, como muchos se apresuran a señalarte. Y todo eso te detiene. Estás dispuesto a dar la ropa usada a la parroquia, a emplear unas horas en alguna tarea piadosa, a colaborar con un generoso donativo en la campaña en favor del hambre, o de lo que sea, pero… ¿a dar tu vida?
      
       Es lógico que estés muy enamorado de tus proyectos y te cueste cambiarlos por los proyectos de Dios. Y quizá por eso te cuesta dedicar tiempo a Dios (aunque dispones generosamente de ese tiempo cuando se trata de tus ocupaciones preferidas), y todo eso hace que vayas tan despacio, lento, muy lento.
      
       San Jerónimo Emiliano tenía un palacio del Renacimiento espléndido, como convenía a su condición de aristócrata, lleno de obras de arte, criados y lujos palaciegos. Pero lo abandonó todo por amor a Dios. Y toda Venecia lo vio distribuyendo sus riquezas entre los pobres. Y San Francisco de Asís, y muchos otros, renunciaron a sus posesiones para llevar una vida llena de austeridad. A ti quizá no te pida eso. Pero te pide, desde luego, que te liberes de lo que te apega a las cosas que te apartan de Él. Quizá las riquezas que lastran tu camino sean tus ataduras a la comodidad, a tu tiempo, a unos proyectos buenos, pero distintos de los que Dios te plantea.
      

34. ¿Seré capaz de perseverar?

No creas que, para ser auténtico,
el amor tiene que ser extraordinario.

Madre Teresa de Calcuta

       
       -La inquietud sobre si perseveraré o no es un miedo que frena mucho, por la incertidumbre del futuro.
      
       Es una preocupación bastante lógica ante una decisión de importancia. Peter Seewald planteó al entonces Cardenal Joseph Ratzinger en 1996 una pregunta muy personal sobre esta cuestión: "Y, una vez decidido a ordenarse sacerdote, ¿nunca tuvo dudas, tentaciones, nostalgias?".
      
       La respuesta del futuro Papa fue franca y clara. "Sí. Claro que tuve dudas. Concretamente en el sexto año de estudios de Teología, uno se encuentra frente a cuestiones y problemas muy humanos. ¿Será bueno el celibato para mí? ¿Ser párroco será lo mejor para mí? Estas preguntas no siempre tienen respuesta fácil. En mi caso concreto, nunca dudé de lo fundamental, pero tampoco me faltaron las pequeñas crisis."
      
       "Pero, qué clase de crisis. ¿Le importaría citarme algún ejemplo?", insistía el periodista alemán. "Durante mis años de estudiante de teología en Munich -prosiguió el cardenal-, yo me planteaba dos posibilidades muy distintas. La teología científica me fascinaba. La idea de profundizar en el universo de la historia de la fe, era algo que me interesaba mucho; aquello me abriría extensos horizontes del pensamiento y de la fe, que me llevarían a conocer el origen del hombre y el de mi propia vida. Pero, al mismo tiempo, cada vez veía más claro que el trabajo en una parroquia, donde atendería todo tipo de necesidades, era mucho más propio de la vocación sacerdotal que el placer de estudiar teología. Eso suponía que ya no podría seguir estudiando para ser profesor de teología que era mi más íntimo deseo. Porque, si me decidía al sacerdocio, significaba una entrega plena a mis obligaciones, incluso en trabajos muy sencillos y poco gratificantes. Por otra parte yo era tímido y nada práctico, estaba más bien dotado para el deporte que para la organización o el trabajo administrativo, y también tenía la preocupación de si sabría llegar a las personas, si sabría comunicarme con ellas. Me preocupaba la idea de llegar a ser un buen párroco y dirigir a la juventud católica, o dar clases de religión a los pequeños, atender convenientemente a enfermos y ancianos, etc. Me preguntaba seriamente si estaba preparado para vivir toda la vida así, si aquella era realmente mi vocación.
      
       "A todo ello iba siempre unida la otra cuestión, de si yo podría hacer frente al celibato, a la soltería, de por vida. La Universidad estaba, por aquel entonces, medio en ruinas y no teníamos local para la Facultad de Teología. Estuvimos dos años en los edificios del Palacio de Fürstenried, en los alrededores de la ciudad. Aquello hacía que la convivencia -no solo entre alumnos y profesores, sino también entre alumnos y alumnas-, fuera muy estrecha, así que la tentación de dejarlo todo y seguir los dictados del corazón era casi diaria. Solía pensar en estas cosas paseando por aquellos espléndidos parques de Fürstenried. Pero, como es natural, también haciendo largas horas de oración en la capilla. Hasta que, por fin, en el otoño de 1950 fui ordenado diácono; mi respuesta al sacerdocio fue un rotundo sí, categórico y definitivo."
      
       Cualquier decisión de cierta importancia en la vida comporta un riesgo y entraña unas dudas. Los que contraen matrimonio no saben si serán fieles, si tendrán hijos o no, si serán muy afortunados o si las desgracias azotarán su hogar. Y no por eso dejan de casarse miles de personas cada día.
      
       Los que eligen una carrera no saben si triunfarán o fracasarán en ella. Los que emprenden un viaje no saben si regresarán o no. Y sin embargo, la vida sigue, y hay que estar tomando decisiones constantemente. Pero no podemos pedir a la llamada de Dios una seguridad que no pedimos para otras decisiones importantes de la vida. No podemos exigir unas garantías que no se exigen a otras decisiones humanas importantes.
      
       -Me has contestado antes con un ejemplo de una persona que tuvo dudas y finalmente se decidió, y le fue bien. Pero hay otros casos que no acaban bien.
      
       Es verdad, y no hay por qué ocultarlo. Por ejemplo, Salomón, de quien ya hemos hablado antes como ejemplo de prudencia y de sabiduría, se apartó de Dios en su vejez. "El más sabio de los hombres -comentaba Newman- se convirtió en el más brutal. El más fiel se hizo el más pervertido. El autor del Cantar de los Cantares acabó esclavizado por las afecciones más viles. ¡Qué contraste entre esta figura de cabello gris, cargado de años y de pecados, inclinado ante mujeres y ante ídolos, y aquella otra figura juvenil y brillante cuando dedicó a Dios el templo que acababa de construir, y aparecía como un mediador entre Dios y el pueblo! Su vida es una advertencia que se aplica también a nosotros. Cuanto más santo es un hombre, más necesita vigilar atentamente su proceder, no sea que caiga y se pierda. Una honda convicción de esta necesidad ha sido la gran protección de los santos. Si no hubieran temido a Dios, no habrían perseverado."
      
       Es verdad que algunos acaban mal. Es más, todos tenemos la posibilidad de acabar mal, y es natural que sea así, pues si estuviéramos seguros de nuestra fidelidad, ni tendría mérito nuestra entrega ni pondríamos celo por mantener vivo nuestro amor.
      
       Decir que sí es siempre afrontar un riesgo y una incertidumbre. Pero el riesgo, la incertidumbre y la duda se pueden presentar tanto al que dice que sí como al que dice que no. En ese sentido Joseph Ratzinger escribió en 1963, que "tanto el creyente como el no creyente comparten, cada uno a su manera, la duda y la fe"; y eso puede aplicarse también a la vocación: el que decide entregarse a Dios puede hacerlo con algunas dudas, pero el que decide no entregarse puede albergar igualmente esas dudas.
      
       Perseverar es una cuestión de coherencia y de empeño a lo largo de la vida, de mantener la palabra dada a Dios, y en particular, de mantener esa palabra cuando lleguen los días malos. Porque es fácil ser coherente por un día, o por una temporada. Pero lo importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente a la hora del entusiasmo o de la exaltación, pero hay que serlo también en los días malos, a la hora de la tribulación. Y solo puede llamarse fidelidad a una coherencia que dure toda la vida. Así lo expresa, por ejemplo, la fórmula del matrimonio ("…prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida"), y es lógico que sea así, por el carácter definitivo del amor humano, por la responsabilidad que se contrae con la entrega personal plena que supone el matrimonio. En esto hay una gran sabiduría y una tradición que, en definitiva, están respaldadas por la palabra del mismo Dios. Solo al darme por entero, sin reservarme una parte mí, sin aspirar a una revisión, a una rescisión, se responde plenamente a la dignidad humana. No es un experimento, ni un contrato de arrendamiento, sino la entrega del uno al otro. Y la entrega de una persona a otra solo puede ser acorde con la naturaleza humana si el amor es total, sin reservas.
      
       -Pero el empeño por ser fiel a la palabra dada no quita la duda antes de dar esa palabra, y ése es ahora mi problema.
      
       Quizá estás ahora en una encrucijada. Ante ti, dos caminos: uno que regresa hacia atrás, hacia la propia tierra, donde todo es quizá más conocido, más cómodo, menos arriesgado. Y otro camino, que exige más decisión, que supone un riesgo, que abre la vida hacia un horizonte nuevo, que reclama un caminar un poco más audaz.
      
       Y sabes que ese camino no será idílico, como no lo es el otro, ni ninguno. Tendrá sus días de paisajes maravillosos, de altas montañas nevadas, de ríos y lagos de agua cristalina, de música suave que nos envuelve de paz, pero habrá otros de polvo y de cansancio, de andar y de subir, de monotonía, de incertidumbre.
      
       Pero retrasar una decisión no siempre la resuelve. A veces, la complica, o hace que se acabe tomando contra nosotros por eliminación o por indecisión. Por eso debemos actuar de modo distinto según sea nuestro carácter. Si sabemos que tendemos a ser demasiado dubitativos, hemos de procurar lanzarnos un poco más de lo que nuestro espíritu perfeccionista nos pide. Si, por el contrario, tendemos a ser demasiado impulsivos o precipitados, será mejor que procuremos madurar un poco más la decisión.
      
       Pero no pienses que si la decisión es entregarse a Dios en celibato vas a tener menos apoyo que si la entrega es en el matrimonio. Cuando Dios ve que un alma está determinada a seguirle pase lo que pase, no la deja en la estacada. Una persona puede dudar sobre cuál es su camino, y debe hacer lo posible por aclarar esa duda, pero, una vez que lo ve razonablemente claro, no debe pensar tanto en si perseverará o no, porque la perseverancia es algo que debemos construir día a día, y eso es cuestión de decisión personal y de gracia de Dios. Y como la gracia de Dios no nos faltará, quizá lo más importante es aquello de Santa Teresa, de "que importa mucho y el todo una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo, como muchas veces acaece con decirnos: "Hay peligros", "Fulana por aquí se perdió", "el otro se engañó"".
      
       Lo importante es tener claro el horizonte y seguirlo con perseverancia. Y, como dice el poeta, "si quieres que el surco te salga derecho, ata a tu arado una estrella". La consideración frecuente del ideal de servicio propio de nuestra misión, y de todas las personas que esperan nuestra ayuda, siempre supondrá un excelente estímulo para nuestra perseverancia.
      
       -Pero perseverar por las expectativas de servicio a otros parece un poco utilitarista, no algo propio del amor.
      
       Las expectativas legítimas de otros pueden urgir y facilitar nuestra fidelidad. Así ha sucedido siempre, en la familia, en la amistad, en cualquier ideal de servicio o de entrega. Lo expresa admirablemente Antoine de Saint-Exupéry en "Tierra de hombres", donde cuenta la historia de un piloto perdido en la montaña después de estrellarse su avión. Aquel hombre, Guillaumet, tenía un montón de razones para dejar de luchar por seguir adelante: no conocía el camino, era casi seguro que todo aquel esfuerzo sobrehumano no serviría para nada. Estaba solo, perdido, roto de golpes, de fatiga, de cansancio. Derribado a cada paso por la tormenta, en una zona de la que se decía que "Los Andes, en invierno, no devuelve a los hombres".
      
       La muerte por congelación es una muerte dulce: entra una especie de sopor, lleno de sensaciones agradables en las que uno se encuentra, incluso, optimista, y en medio de ese sueño se escapa el alma. Aquel hombre lo sabía. No le costaba nada dejarse llevar, recostado sobre el suelo helado, no levantarse después de una caída, decir ¡ya basta, se acabó!, y no volver a intentarlo de nuevo. "Perdidas, poco a poco, tu sangre, tus fuerzas, tu razón, seguías avanzando, obstinado como una hormiga, volviendo sobre tus pasos para rodear el obstáculo, volviendo a ponerte en pie después de las caídas, o volviendo a subir aquellas pendientes que solo conducen al abismo, sin concederte ningún descanso, pues, de haberlo hecho, ya no te hubieras levantado del lecho de nieve.
      
       "En efecto, cuando resbalabas, tenías que incorporarte deprisa para no ser transformado en piedra. El frío te petrificaba en cuestión de segundos, y disfrutar, después de una caída, de un minuto más de descanso, te suponía mover unos músculos muertos para poder reiniciar la marcha. Te resistías a las tentaciones. "En la nieve -me decías-, se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, tres, cuatro días de marcha, uno solo quiere dormir. Era lo que yo deseaba". Y tú caminabas y, con la punta de la navaja, cada día te ensanchabas un poco más la abertura de los zapatos para que los pies, que se te congelaban y se hinchaban, cupiesen dentro…".
      
       Guillaumet piensa en su mujer, en sus hijos, en sus compañeros. ¿Quién podrá mantener a esa familia que le aguarda en algún lugar de Francia si él se para? No, no les puede fallar. Ellos le quieren, le esperan. ¿Qué pasaría si supieran que estaba vivo? "Si mi mujer cree que vivo, cree que camino. Los compañeros creen que camino. Todos tienen confianza en mí, y soy un canalla si no camino." Cuando volvía a caerse, repetía esas palabras. Cuando las piernas se negaban a avanzar más; cuando los huesos todos de su cuerpo gemían entumecidos por el frío y el cansancio; cuando después de bajar tenía que volver a subir, como en un carrusel que no acababa nunca, volvía a repetir el mismo estribillo: "Si creen que vivo, creen que camino, y soy un canalla si no sigo".
      
       El pensamiento de las personas que nos esperan y nos necesitan, nos comunica fuerza para ir adelante. Y eso es un ejercicio de responsabilidad y una estupenda manifestación de fidelidad. Hay muchas personas a nuestro alrededor que necesitan de nosotros, y quizá Dios espera que dediquemos a ellas nuestra vida, y si es así, no podemos defraudar ni a Dios ni a esas personas.
      

35. Veo que algunos han fracasado

El que ha naufragado
tiembla incluso ante las olas tranquilas.

Ovidio

       
       -A mí lo que más me frena es ver cómo algunos han abandonado su vocación.
      
       La experiencia personal de ver que otros abandonan el camino emprendido, y los conflictos a veces inherentes a ese tipo de situaciones, son siempre una experiencia dolorosa y difícil. Pero hay que saber sacar de todo ello una enseñanza. Cuando uno ve, por ejemplo, noviazgos o matrimonios que se rompen, lo mejor que puede hacer es intentar sacar alguna experiencia de aquello para mejorar el propio noviazgo o el propio matrimonio. Pero ver que otros se rompen no debe llevarnos a romper el nuestro, ni a renegar del noviazgo o del matrimonio, sino a madurar nosotros y a procurar acertar en nuestra elección.
      
       Además, no todos los abandonos son iguales. Hay personas que emprenden el periodo inicial de prueba que hay en todos los caminos de entrega completa a Dios y, con el tiempo, comprueban que aquella no era su llamada. Y no hacen mal en dejar entonces ese camino, igual que no hace mal quien rompe un noviazgo cuando comprende que no debe casarse con esa persona. Y no por eso ha sido infiel el uno con el otro, ni ha habido propiamente un fracaso sino un periodo de prueba que se inicia y se concluye con toda normalidad.
      
       -Pero se puede ser infiel también en el noviazgo.
      
       Por supuesto, un novio puede ser infiel a su novia, o al revés. Pero si en determinado momento deciden dejar de ser novios, no por eso han sido infieles, sino que simplemente han decidido suspender un compromiso mutuo que por su propia naturaleza era temporal.
      
       Lógicamente, si se rompe un noviazgo por infidelidad de uno de los dos, o por no haber puesto el empeño y la consideración necesarias el uno con el otro, quizá esa pareja estuviera llamada a ser un matrimonio feliz, pero no ha podido llegar a serlo porque uno de ellos, o los dos, han maltratado su noviazgo. De manera semejante, una vocación al celibato podría malograrse durante el periodo de prueba, y aunque no se hubiera llegado a asumir ningún compromiso definitivo, podría suponer una infidelidad si ese fracaso se debe a que se ha malogrado la vocación y se ha hecho imposible que fructificara y se abriera camino.
      
       -En muchos casos, el camino de la vocación se inicia con bastante poco conocimiento de lo que supone, y me imagino que esa debe ser la causa de bastantes fracasos.
      
       Es algo que sucede tanto con el noviazgo como con en las etapas de prueba en el inicio del celibato. De todas formas, tampoco debería llevarse al extremo la cuestión del conocimiento previo, pues todos sabemos que los matrimonios que han surgido de un "flechazo", es decir, de un amor descubierto de forma súbita y con poco conocimiento previo, no tienen por qué ser menos felices o menos estables que los demás. En el celibato, como en el matrimonio, muchas veces el corazón va más allá que la inteligencia, y aunque los filósofos digan aquello de que "nihil volitum nisi praecognitum", es decir, que nada se quiere si antes no se conoce, en el amor no siempre sucede así.
      
       Tanto el noviazgo como el periodo de prueba del celibato son etapas que, por su propia naturaleza, no tienen carácter definitivo. Todas las instituciones de la Iglesia tienen unos plazos para comprobar la madurez y la idoneidad de las personas que manifiestan una posible vocación. Así se les facilita una mayor libertad de decisión, para que su entrega sea siempre consecuencia de un querer seguro, consciente y responsable. Y el hecho de que no todos los noviazgos acaben en matrimonio no debe entenderse como algo trágico, igual que sucede con el celibato. Es más, Dios puede contar con esos tanteos para ir descubriendo su camino a una persona.
      
       -Pero la vocación no puede ser algo temporal.
      
       La vocación no es algo que venga y se vaya, pero quienes están en periodo de prueba son conscientes de que durante esa primera etapa están todavía en un periodo de discernimiento y descubrimiento de su vocación. Creer que Dios les llama, y desear seguir esa llamada y entregarse a Dios para toda la vida, es perfectamente compatible con el hecho de que, un tiempo después, algunos puedan comprobar que no era su camino. Y eso no debe considerarse como un fracaso, ni como un tiempo perdido, sino quizá lo contrario: durante ese tiempo han sido generosos, han avanzado en su trato con Dios, han recibido una formación y han luchado por vivir unas virtudes. Todo eso, si se han hecho bien las cosas y si los planteamientos han sido claros, será una etapa que sin duda les ayudará mucho durante toda su vida. Lo han intentado de buena fe, y al poco tiempo han comprendido que no era lo suyo. Bien, no es tan grave. Peor sería percibir una llamada de Dios, tener una vocación, y no hacer nada, no intentarlo siquiera.
      
       También es posible que al principio haya una entrega inicial no demasiado reflexiva, quizá bastante basada en el entusiasmo, pero que luego madura y se descubre con todo su calado. Dios premia muchas veces la generosidad de ese primer arrojo de la entrega algo inmadura con una claridad posterior grande sobre la propia misión. Así sucede también a quien inicia un noviazgo deslumbrado por algunos rasgos externos de la otra persona, y luego descubre su verdadera valía, más profunda, y se entrega a ella con gran madurez y convicción.
      
       Ahí está, por ejemplo, el caso de Santa Jacinta, una chica procedente de una familia adinerada de Viterbo a finales del siglo XVI. Era muy hermosa y aficionada a lujos y vanidades. Como era bastante superficial y orgullosa, tuvo varios desengaños amorosos y un buen día dijo que se hacía monja y que se marchaba a un convento de las hermanas franciscanas. Tenía veinte años. Fue una primera conversión, pero muy leve, pues en el convento quería seguir teniendo las mismas comodidades de antes y mostraba bastante poco interés por la vida religiosa. Cuando tenía treinta años, pasó por una grave enfermedad, con muchos dolores y grave peligro de muerte. Aquello, junto a la ayuda de un santo sacerdote, el padre Bernardo Bianchetti, que supo ayudarla a enfrentarse a sus propios defectos, hizo que se arrepintiera de su vida anterior, hiciera una confesión general y, desde aquel día, empezara otra vida totalmente distinta. Aquella sí fue una verdadera conversión. Desde entonces fue una religiosa ejemplar, muy humilde y sacrificada. Fundó dos asociaciones piadosas que tuvieron enseguida una gran difusión y por medio de sus escritos logró la conversión de muchas personas. Recibió muchas gracias extraordinarias de Dios, y después de su muerte, en 1640, se le atribuyeron numerosos favores y milagros. Su figura ha quedado para la posteridad como ejemplo de una gran santa que, aunque no fuera nada ejemplar en los inicios de su vocación, supo ser finalmente muy fiel a ella.
      
       -Por lo que cuentas, durante sus primeros diez años más bien se podría haber dicho de ella que no tenía vocación y que estaba en aquel convento desengañada por sus desilusiones amorosas.
      
       Es una prueba de que Dios puede hacer que una vocación se abra camino a través de unos comienzos bastante imperfectos, tanto en el discernimiento de la vocación como en la correspondencia a ella, y que, pese a todo eso, esa persona alcance después una gran santidad en ese camino.
      
       Así sucedió también a San Telmo, que, siendo aún un joven sacerdote, fue nombrado canónigo de la Catedral de Palencia, y enseguida elevado a la primera dignidad después del obispo. Era muy inteligente y bien parecido, y eso le hacía ser engreído y ambicioso. Quiso tomar posesión de su cargo como Deán el día de Navidad, y con cabalgata sonada, de manera que dispuso organizarlo todo en medio de un gran festejo. Se encaminaba hacia el templo en un elegante caballo, desenvuelto y arrogante. El aplauso y los gritos iban creciendo. Estando en el culmen de la aclamación, cerca ya de la catedral, queriendo lucir tanto el caballo como su pericia de jinete, clavó las espuelas, y entonces el corcel se encabritó y resbalaron, cayendo ambos aparatosamente en un lodazal, entre las risas y burlas de quienes, momentos antes, le aplaudían. El ridículo fue espantoso. Como contaba luego él mismo, Dios se sirvió de aquello para salir a su encuentro, quebrar un poco su orgullo, hacerle ver lo vanidoso que era y suscitar en él una fulminante conversión. Ingresó en el convento de dominicos que Santo Domingo de Guzmán había fundado poco antes en la ciudad y allí se entregó a la oración, al estudio y al servicio a los demás. Pasado un tiempo, con sus grandes dotes de predicador, alentó numerosas conversiones y dedicó mucho tiempo a los pobres y a los enfermos, hasta su muerte en el año 1246. A pesar de su falta de rectitud en la primera etapa, tuvo después una vida austera y ejemplar, y ha pasado a la historia como uno de los santos medievales más populares.
      
       Y no es solo que un comienzo menos generoso pueda ser enmendado, sino que Dios también puede ir descubriendo poco a poco sus designios a una persona. Ha sucedido así también innumerables veces a lo largo de la historia de la Iglesia y de la vida de los santos. Por ejemplo, San Juan Bautista de la Salle, fundador de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, solo llegó a entender aquello a lo que Dios le estaba llamando, por etapas, a medida que reflexionaba en la oración sobre su experiencia acerca de lo que, poco a poco, Dios le iba descubriendo. El futuro santo llegó a decir que Dios probablemente lo habría asustado si le hubiera mostrado desde el principio todo lo que quería de él, con el esfuerzo y las dificultades que supuso la fundación de las Escuelas Cristianas y toda una vida dedicada a la educación de los hijos de los pobres. Al principio, cuando su amigo el padre Nyel le pide ayuda para iniciar una escuela gratuita en Reims, en 1679, Dios le mostró solamente una pequeña parte de lo que quería de él. Y así empezó todo. Llevado por su generosidad, se implicó en ayudar a su amigo en esa pequeña obra, y acabó descubriendo que Dios quería que él iniciara otra fundación, mucho más grande, a la que dedicaría la totalidad de su vida y sus energías.
      
       Dios sale a nuestro encuentro en el lugar donde estamos y después nos guía hacia sitios que quizá nunca imaginamos y a compromisos en los que jamás habíamos pensado como posibles. Y en eso no hay ningún engaño, sino una forma de hacer de Dios, que nos descubre poco a poco nuestro papel y nuestra misión, como hizo con San Juan Bautista de la Salle, que revolucionó la concepción de la enseñanza, fundó una congregación que dirige hoy más de mil colegios en todo el mundo y es considerado por la Iglesia como el patrono universal de los maestros.
      
       -Dices que los fracasos o el mal ejemplo de otros no deben influirnos negativamente, pero lo cierto es que siempre pesan.
      
       Es verdad. La vocación es un compromiso con Dios. Si vemos el fracaso de otros, o si recibimos un mal ejemplo directo, todo eso nos duele, lo sentimos en el alma. Eso es algo totalmente normal. Pero cada uno debemos mirar sobre todo a nuestro compromiso personal con Dios, y no tanto a la persona que ha dejado determinado camino, o a la que nos da mal ejemplo, o nos parece que nos da mal ejemplo.
      
       Santa Teresa de Lisieux cuenta en su autobiografía el impacto que sufrió en este sentido cuando, a los catorce años, viajó a Roma en una peregrinación para ver al Papa. La convivencia durante esos días era estrecha, y como su agudeza juvenil era grande, fue testigo de los defectos de los sacerdotes que viajaban con ella. Nada escapaba a su implacable mirada. Pero lo que agobia a los débiles, galvaniza a los fuertes. ¿Qué la debilidad de los sacerdotes es a veces grande? Pues bien, precisamente por ellos será carmelita: "Comprendí mi vocación en Italia -escribiría tiempo después-. A nosotros nos corresponde, al Carmelo le corresponde conservar la sal de la tierra." La pequeña Teresa supo desde entonces afrontar de forma más madura las desilusiones que siempre produce el mal ejemplo.
      
       Por otra parte, hemos de ser prudentes al formarnos una opinión sobre las actuaciones de las personas, pues solo Dios conoce el interior de cada una. Todos tenemos defectos, y nuestro deber es procurar superar los nuestros, no limitarnos a señalar los de los demás, escandalizarnos de ellos, y concluir finalmente que eso devalúa nuestro compromiso con Dios. Por otra parte, como idea general, es mejor tender a fijarse en los buenos ejemplos de los demás. Si buscamos la referencia del buen ejemplo, del estímulo de otros que son mejores que nosotros, eso tirará hacia arriba de nuestra vida. Es verdad que también se puede aprender de lo que nos parece fracaso o mal ejemplo en otros, pero no debemos compararnos constantemente con otros menos generosos que nosotros para así sentirnos justificados en nuestra propia mediocridad. Sobre todo, porque siempre encontraremos gente peor que nosotros, salvo que seamos la persona más malvada del planeta.
      
       -Pero no debemos compararnos con otros, sino con lo que nosotros debemos ser, con lo que Dios espera de nosotros.
      
       Por supuesto. Me refiero a que no debemos entretenernos evaluando los errores o dificultades de otros, aunque a veces sean innegables y evidentes, si resulta que el verdadero problema de fondo es nuestra falta de generosidad. Podemos repasar una y mil veces la eterna lista de ejemplos de personas que abandonaron su camino, o de las que siguen en él pero de modo poco edificante, pero todo eso no debería enfriar nuestro diálogo vital con Dios.
      
       -¿Y cómo puede saberse si alguien ha sido infiel o no?
      
       Solo Dios puede juzgar la intimidad de un alma, y solo Él puede saber qué sucedió de verdad en la historia de una presunta infidelidad. Por eso, lo mejor es ocuparse cada uno sobre todo de la propia fidelidad. Cuando una persona piensa en casarse, no debe retraerse pensando en los muchos casos de roturas o fracasos matrimoniales que conoce, o de los que ha oído hablar, sino que debe fijarse sobre todo en cómo los matrimonios felices logran serlo. Y todos sabemos que eso depende mucho de cómo ambos se preocupan día a día de ser fieles a su vocación matrimonial.
      
       -¿Y si después de entregarnos a Dios se ponen las cosas difíciles, y la gente no nos escucha con el interés que esperábamos?
      
       Algo parecido sucedió a Jesucristo en su paso por la tierra: sabía lo que había que hacer, lo explicaba maravillosamente, pero se encontró con innumerables obstáculos. Los hombres se resistían a escucharle, le calumniaron, le persiguieron, le cargaron una cruz y lo mataron. También nosotros podemos sufrir el zarpazo de la incomprensión. No siempre, ni la mayoría de las veces, pero tampoco debería sorprendernos demasiado.
      
       -¿Crees que importa mucho el atractivo que tenga para nosotros una determinada institución?
      
       La institución en la que vivamos nuestra vocación y nuestra entrega es importante. Nos aporta seguridad, compañía, formación, ayuda espiritual, consejo. Pero lo más importante es que nos hemos comprometido con Dios en ese camino, y nuestra santidad pasa por esa institución, como la santidad de una persona casada pasa por la persona de su cónyuge. Pero siempre hay que tener claro que estamos comprometidos con Dios, que hemos de tener una relación diaria con Dios y que tenemos que ser amigos de Dios.
      
       -¿Y si es la institución la que pierde un poco su objetivo sobrenatural y se aleja de Dios?
      
       Lógicamente, ese peligro existe. Igual que en el matrimonio existen los celos, o el protagonismo personal, el egoísmo, o muchos otros posibles defectos que deterioran la convivencia familiar o la relación con otros, en las instituciones de la Iglesia también hay que estar en guardia ante posibles relajaciones, envidias, celos, exclusivismos o cualesquiera de las otras múltiples formas que puede tomar la soberbia o la falta de rectitud, y que también se pueden presentar en los superiores diocesanos o en los obispos.
      
       Como señaló el entonces Cardenal Ratzinger, existe también el riesgo de exagerar el mandato específico que tiene origen en un carisma particular, y vivir entonces la experiencia espiritual a la cual se pertenece, no como una de las muchas formas de existencia cristiana, sino como si fuera la más perfecta expresión del mensaje evangélico, y eso sería un error grave.
      
       Todos esos peligros son riesgos ligados a la soberbia humana, bastante elementales por otra parte, de los que todos debemos procurar guardarnos, y sobre los que han procurado alertar con contundencia casi todos los grandes fundadores a lo largo de la historia. Leyendo los testimonios de quienes han promovido las obras que más gloria han dado a la Iglesia, siempre se encuentran esas recomendaciones, que insisten en la importancia de que los deseos de crecimiento y extensión de esas fundaciones estén siempre basados en la caridad y en el servicio a Dios y a las almas, sin conceder protagonismo al propio desarrollo, y sabiendo alegrarse de que haya muchos otros que trabajen en servicio de Dios, y deseando que esos otros obtengan cada vez más y mejores frutos.
      
       -¿Y si, al final del periodo de prueba, sigo teniendo dudas, y no lo veo claro?
      
       Tienes que verlo suficientemente claro; si no, no debes seguir adelante. Pero debes hacerlo con toda la honestidad que te sea posible, considerando si esa falta de claridad que sientes se debe a que no es tu camino, o bien a que has seguido ese camino sin el empeño necesario. No dejes de considerar que muchos planes de Dios han quedado sin realizarse por una falta de generosidad enmascarada en un "no lo veo claro". Muchas personas han dejado de recibir ayuda porque quienes estaban llamados por Dios a una mayor entrega no fueron sensibles a esa llamada, que casi nunca es rotunda ni apantallante.
      
       Si esa desconocida adolescente albanesa llamada Ganxhe Bojaxhiu no hubiera respondido que sí a Dios cuando le pidió ser monja -y pasó a ser la Madre Teresa-, o cuando después le pidió esa otra "llamada dentro de la llamada", si no hubiera dicho que sí, hoy millones de manos necesitadas se alzarían inútilmente sin encontrar respuesta, porque no habría existido la Madre Teresa de Calcuta ni la institución que ella fundó.
      
       Y si Maximiliano Kolbe se hubiera dejado vencer por la crisis que en 1910 le empujaba a abandonar el seminario franciscano en el que se encontraba, el mundo no habría tenido su ejemplo heroico de santidad en Auschwitz en 1941, ni tampoco la institución que fundó y que hoy atiende a cientos de miles de personas en todo el mundo. Es bastante natural tener dudas, y que esas dudas se disipen con la ayuda, a veces inopinada, de otras personas. En el caso de Maximiliano Kolbe, fue una visita imprevista de su madre al seminario. El chico estaba decidido a explicar a su madre sus dudas y su deseo de dejar el camino franciscano para seguir la carrera militar, pero, antes de que lo hiciera, ella le habló con tanta ilusión de la vocación de sus otros hijos, que el pequeño Maximiliano se encontró fortalecido por el entusiasmo de su madre y aquello disipó sus dudas, y acabó siendo un gran santo, hoy patrono de Europa.
      
       Como decía Benedicto XVI a un grupo de jóvenes en Cracovia en 2006, "el miedo al fracaso a veces puede frenar incluso los sueños más hermosos. Puede paralizar la voluntad e impedir creer que exista una casa construida sobre roca. Puede persuadir de que la nostalgia de la casa es solamente un deseo juvenil y no un proyecto de vida. Como Jesús, decid a este miedo: "¡No puede caer una casa fundada sobre roca!". Como San Pedro, decid a la tentación de la duda: "Quien cree en Cristo, no será confundido". Sed testigos de la esperanza, de la esperanza que no teme construir la casa de la propia vida, porque sabe bien que puede apoyarse en el fundamento que le impedirá caer: Jesucristo, nuestro Señor."
      

36. ¿Es un camino cerrado?

Donde todo el mundo piensa igual,
casi nadie piensa demasiado.

Julián Marías

       
       -¿Entonces, solo somos libres para contestar que sí o que no?
      
       Nosotros no decidimos nuestra vocación, ni la elegimos, sino que la elige Dios. En ese sentido, es cierto que, a la vocación, se responde que afirmativa o negativamente, pues la vocación es una llamada de Dios desde la eternidad.
      
       Pero esa llamada no es un hecho aislado, que nos llega en un momento concreto de la vida, al que se responde que sí o que no, y que a partir de entonces es ya cuestión cerrada. Esa llamada es una actitud permanente de Dios, que nos va desvelando su querer con mil pequeñas llamadas cada día.
      
       En toda vida hay momentos de especial lucidez, en los que cada persona advierte con mayor claridad su posición ante Dios y, con ello, la misión que está llamada a desempeñar en el mundo. Son momentos en los que toma especial conciencia de su vocación, pero que han sido precedidos por otros momentos que han preparado el terreno, y seguidos después por otros que contribuirán a manifestar las implicaciones del querer divino, interpelando de nuevo a la libertad de esa persona.
      
       La vocación es una llamada a la que podemos responder en mayor o menor medida. Cuando respondemos a una llamada telefónica, abrimos un diálogo, pero si no tenemos teléfono, o no respondemos a la llamada, ni siquiera comienza el diálogo. Pero si respondemos, se abre entonces una conversación con el Señor, que dura toda nuestra vida. Un diálogo que está abierto a la libertad de nuestra respuesta, que está condicionado a cada momento por nuestra generosidad.
      
       En ese sentido, puede decirse que no hay dos vocaciones iguales, porque Dios pide a cada uno cosas distintas cada día, como escribió León Felipe: "Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este mismo camino que yo voy." No está todo preconcebido y cerrado. No somos como unas marionetas de Dios, sino que nuestra vida estará siempre condicionada por la generosidad de nuestras respuestas. Cada "sí" nuestro abre la puerta a nuevos requerimientos de Dios, a nuevas aventuras de generosidad y de entrega, y con ello a una felicidad cada vez mayor.
      
       -¿Quieres decir entonces que ser fiel es algo más que simplemente perseverar?
      
       Exacto. Hay modos de perseverar que no son fidelidad. Se puede perseverar en el matrimonio pero no ser fiel. Se puede perseverar en el celibato de un modo que tampoco debería propiamente llamarse fidelidad. Es verdad que mientras se persevera, aunque sea mal, tenemos ocasión de convertirnos y ser fieles a nuestro camino, pero la perseverancia sin fidelidad es siempre un drama personal.
      
       Al responder que sí a la llamada inicial de Dios, iniciamos un diálogo: "Tú, Señor, me llamas, y yo me pongo en tus manos. ¿Qué debo hacer, qué hacemos?". Según cómo respondamos, esa conversación con Dios que es nuestra vocación alcanzará mayor o menor intimidad, mayor o menor fruto. Tenemos incluso la posibilidad de cortar ese diálogo, de rechazar la vocación. Pero lo que se pierde entonces no es la vocación, lo que se pierde es la respuesta. En ese caso, nosotros seremos los principales perjudicados, pues, como escribió Saint-Exupèry, "conoces lo que tu vocación pesa en ti, y si la traicionas, es a ti a quien desfiguras; pero sabes que tu verdad se hará lentamente, porque es nacimiento de árbol y no hallazgo de una fórmula." La vocación es como un árbol que germina y crece, no un hecho aislado que un día hemos descubierto.
      
       -Pero no siempre dejar un camino concreto de entrega supone abandonar la vocación.
      
       Lógicamente. Puede que ese diálogo con Dios nos lleve, con rectitud, a un cambio, a resituarnos respecto a lo que inicialmente percibimos. Pero eso no es abandonar la vocación, sino precisar mejor el discernimiento. Por eso, en todas las instituciones y caminos de la Iglesia existen esos plazos y etapas de prueba, de los que ya hemos hablado, que permiten ir confirmando ese discernimiento personal, de manera semejante a como existe el noviazgo antes del matrimonio. Pero, una vez que han concluido los periodos de prueba, hay un evidente deber de fidelidad. La llamada divina se percibe en un momento determinado, pero es desde siempre y para siempre, porque "los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (Romanos 11, 28-29). Con la vocación, el Señor concede los medios para poder descubrirla y para responder afirmativamente; y después, a lo largo de la vida, otorga las gracias necesarias para llevar a cabo la misión confiada.
      
       -Pero una persona puede haber hecho inválidamente esos compromisos definitivos, por falta de madurez psicológica o de conocimiento.
      
       Eso puede suceder, por supuesto, como también puede suceder en el matrimonio, donde pueden darse casos de matrimonios nulos por vicio del consentimiento. Pero igual que en el matrimonio existe una presunción a favor del vínculo, también debe haberla en el caso del compromiso definitivo de celibato.
      
       -Entonces, igual que cuando una persona obtiene la nulidad ya no puede decirse que no sea fiel, quien obtiene la dispensa o la anulación de su vínculo de celibato ya no tiene obligación ninguna en ese sentido.
      
       La comparación entre el matrimonio y el celibato arroja habitualmente bastante luz, aunque tiene sus límites, como sucede con cualquier comparación, en la que siempre hay una parte de similitud y otra de diferencia. Desde luego, si se declara una nulidad matrimonial de forma honesta y legítima, ya no existe el vínculo matrimonial, porque en realidad nunca existió. Pero si se recurre a ese proceso como un subterfugio para obtener algo que no responde a la realidad, las cosas son bastante distintas. Y con la dispensa del celibato sucede algo parecido. Pienso que, en todo caso, es Dios quien debe juzgar a cada uno según sus obras, pues solo Él conoce de modo completo lo que sucede en el interior de las personas.
      
       -¿Crees entonces que, una vez que se ha adquirido un compromiso libre y definitivo con Dios, lo que procede en todo caso es luchar por ser fiel?
      
       Así lo decía Juan Pablo II en 1995, refiriéndose entonces al caso concreto del sacerdocio. "La vocación al celibato necesita ser defendida conscientemente con una vigilancia especial sobre los sentimientos y sobre toda la propia conducta. Cuando en el trato con una mujer peligrara el don y la elección del celibato, el sacerdote debe luchar para mantenerse fiel a su vocación. Semejante defensa no significaría que el matrimonio sea algo malo, sino que para el sacerdote el camino es otro. Dejarlo sería, en su caso, faltar a la palabra dada a Dios.
      
       "La oración del Señor: "No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal", cobra un significado especial en el contexto de la civilización contemporánea, saturada de elementos de hedonismo, egocentrismo y sensualidad. Se propaga por desgracia la pornografía, que humilla la dignidad de la mujer, tratándola exclusivamente como objeto de placer sexual. Estos aspectos de la civilización actual no favorecen ciertamente la fidelidad conyugal ni el celibato por el Reino de Dios. Si el sacerdote no fomenta en sí mismo auténticas disposiciones de fe, de esperanza y de amor a Dios, puede ceder fácilmente a los reclamos que le llegan del mundo. ¿Cómo no dirigirme, pues, a vosotros, queridos hermanos sacerdotes, para exhortaros a permanecer fieles al don del celibato, que nos ofrece Cristo? En él se encierra un gran bien espiritual para cada uno y para toda la Iglesia."
      
       -¿Y en los casos en que una persona ha abandonado una institución para fundar otra?
      
       Así han nacido numerosas fundaciones que han llenado de gloria la historia de la Iglesia. Pero en todos los casos, esas personas han buscado siempre la aprobación de los superiores jerárquicos competentes -sus autoridades diocesanas, o bien la Santa Sede- para dar ese paso. Y aunque haya habido con frecuencia dificultades e incomprensiones, que se dan en todas las grandes obras, al final han demostrado su rectitud y su origen sobrenatural, y han dado ese paso con la correspondiente aprobación.
      
       -¿Y a qué facetas de nuestra vida afecta la vocación?
      
       Con la vocación no nos hemos propuesto simplemente hacer unas cuantas cosas buenas. La vocación es algo que abarca todas las dimensiones de nuestra vida, y la envuelve por completo. No es unirse a otras personas buenas para hacer unas cuantas cosas buenas; es proponerse cambiar el mundo, mejorarlo, y no porque seamos superhombres, sino porque así entendemos que lo reclama Dios de nosotros.
      
       Con la vocación, cambia la visión de la vida. "Si me preguntáis -escribió San Josemaría Escrivá- cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros." "La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía."
      
       Esta idea nos recuerda una reflexión que, siendo aún una niña, se hacía Santa Teresa de Lisieux. Le gustaba divertirse tomando en sus manos un caleidoscopio, y se admiraba de cómo aquella especie de catalejo podía producir un fenómeno tan fascinante. Un día, tras examinar el interior del mecanismo, vio que se trataba simplemente de algunos pedacitos de papel y lana, echados acá y allá, cortados de cualquier manera, y tres cristales en el interior del tubo. "Esto fue para mí -escribiría en sus memorias- la imagen de un gran misterio. Nuestras acciones, aun las más pequeñas, mientras no se salgan del foco del amor, la Santísima Trinidad, figurada por los tres cristales convergentes, da sobre ellas un reflejo y una belleza admirables… Pero, si salimos de ese centro inefable del amor, ¿qué queda? Briznas de paja…". La vocación nos introduce en la óptica del amor, en una nueva perspectiva que llena de color y de atractivo lo más ordinario.
      
       La vocación es una luz de Dios que nos ayuda a ver de modo concreto, hoy y ahora, personalmente, lo que Dios quiere de nosotros. La vocación no es simplemente una idea que nos inspira, sino una determinación clara de la voluntad de Dios para nosotros. Dios quiere de nosotros algo grande, y lo hará si no ponemos obstáculos.
      
       -Pero si la luz es de Dios, y todo depende de que se encienda esa luz, no hay nada que hacer por nuestra parte, salvo esperar a verla.
      
       Santo Tomás de Aquino ponía una interesante comparación. Dios es como la luz del sol, y nosotros estamos dentro de una habitación en la que, si abrimos la ventana, Dios nos inunda con su luz y tenemos claridad. La luz solar que entra en la habitación no es efecto solo de que la ventana esté abierta: tiene que alumbrar el sol. Es Dios quien actúa, pero es preciso que nosotros lo facilitemos, que no cerremos la ventana, que no lo impidamos.
      
       -¿Y si uno se siente con dudas de si será capaz de mantener dignamente ese diálogo con el Señor que es la vocación?
      
       Lo importante es que cada uno estemos firmemente decididos a ser fieles a lo que Dios nos pida. Luego ya Dios suple nuestra debilidad. Así lo contaba Lázaro Linares, al narrar la historia de su vocación, cuando un día de abril de 1955 expuso esas dudas al director del centro donde deseaba pedir la admisión en el Opus Dei. El director le escuchó con atención, se aseguró de la claridad con que se había planteado dar ese paso, y finalmente le preguntó acerca de aquella duda: "Lázaro… ¿tú crees que podrías perseverar un día? ". "Hombre, sí; un día sí", le contestó. "¿Y una semana? " "Sí, una semana pienso que también." "¿Y un mes? " "Hombre, un mes puede ser muy largo, pero supongo que también". "Entonces -concluyó-, si eres capaz de perseverar un mes, eres capaz de perseverar toda la vida."
      
       Había en todo aquello, aparentemente simple, mucha profundidad y mucha sabiduría. Dios nos da en cada momento la gracia necesaria para ser fieles. Cada día tiene su propio afán y su propia gracia de Dios. Si no hay ningún obstáculo para vivir el día a día, no tiene por qué haberlos después. Se trata de mantener la palabra dada a Dios, de mantener vivo ese diálogo personal con el Señor, pues ese diálogo nos hace ser receptivos a sus requerimientos.
      
       Me recuerda lo que sucedió a San Enrique, príncipe heredero de Baviera. A la muerte de su padre, en el año 995, Enrique ocupó el trono con solo veintidós años. Era uno de los príncipes más instruidos de su tiempo, y su fama de buen gobernante se difundió enseguida por toda Baviera, ganándose la simpatía de sus súbditos. Había tenido como maestro a San Wolfgang, que le dio una esmerada educación cristiana. Al poco de morir su maestro, tuvo Enrique un sueño, la noche del 1 de enero del año 996. En el sueño, San Wolfgang escribía en una pared esta frase: "Después de seis". Enrique se imaginó que por medio de ese sueño le avisaba de que dentro de seis días iba a morir, y se dedicó con todo empeño a prepararse para ese momento. Pero pasaron lo seis días y no murió. Entonces, pensó que serían seis meses, y procuró obrar en todo momento con ese mismo pensamiento. Pero a los seis meses tampoco murió. Concluyó entonces que el plazo era de seis años, y durante ese tiempo siguió actuando, en su vida personal y en el gobierno de su reino, con la idea de que el tiempo que Dios le concedía era ese. Pero, a los seis años, justo el 1 de enero de 1002, lo que le llegó no fue la muerte sino su proclamación como Emperador de Alemania. Los seis años de preparación para el encuentro definitivo con Dios fueron la mejor preparación para su misión en tan alto cargo, en el que estuvo hasta que falleció en el año 1024. Fue un gobernante santo y prestó grandísimos servicios a la evangelización de Europa. Sin duda, aquel sueño le fue de gran ayuda. A nosotros también puede ayudarnos la idea de poner empeño en ser fieles a la llamada de Dios pensando que el tiempo que tenemos por delante es corto, pues si somos fieles ahora, estaremos bien preparados para serlo siempre.
      
       -¿Y crees que es especialmente difícil ser fiel al celibato en la sociedad de hoy?
      
       Juan Pablo II decía que para vivir el celibato de modo maduro y sereno, es particularmente importante desarrollar profundamente en uno mismo la imagen de la mujer como hermana o del varón como hermano. En Cristo, hombres y mujeres son hermanos y hermanas, independientemente de los vínculos de la sangre. Se trata de un vínculo universal, gracias al cual el célibe puede abrirse a cada ambiente nuevo, hasta el más diverso, con la conciencia del deber de ejercer en favor de los hombres y de las mujeres a quienes es enviado una auténtica paternidad espiritual, que le concede "hijos" e "hijas" en el Señor.
      
       Y ponderaba de modo especial la figura del celibato femenino, de esa entrañable "figura de la mujer-hermana, de tan notable importancia en nuestra civilización cristiana, donde innumerables mujeres se han hecho hermanas de todos, gracias a la actitud típica que ellas han tomado con el prójimo, especialmente con el más necesitado. Una "hermana" es garantía de gratuidad: en la escuela, en el hospital, en la cárcel y en otros sectores de los servicios sociales. Cuando una mujer permanece soltera, con su "entrega como hermana" mediante el compromiso apostólico o la generosa dedicación al prójimo, desarrolla una peculiar maternidad espiritual. Esta entrega desinteresada de "fraterna" femineidad ilumina la existencia humana, suscita los mejores sentimientos de los que es capaz el hombre y siempre deja tras de sí una huella de agradecimiento por el bien ofrecido gratuitamente."
      
       El celibato siempre ha sido un testimonio necesario. "Cuando Cristo afirmó que el hombre puede permanecer célibe por el Reino de Dios -continúa Juan Pablo II-, los Apóstoles quedaron perplejos (cfr. Mt. 19,10-12). Un poco antes había declarado indisoluble el matrimonio, y ya esta verdad había suscitado en ellos una reacción significativa: "Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse". Como se ve, su reacción iba en dirección opuesta a la lógica de fidelidad en la que se inspiraba Jesús. Pero el Maestro aprovecha también esta incomprensión para introducir, en el estrecho horizonte del modo de pensar de ellos, la perspectiva del celibato por el Reino de Dios. Con esto trata de afirmar que el matrimonio tiene su propia dignidad y santidad sacramental y que existe también otro camino para el cristiano: camino que no es huida del matrimonio sino elección consciente del celibato por el Reino de los cielos.
      
       "El apóstol Pablo, que vivía el celibato, escribe así en la Primera Carta a los Corintios: "Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra" (I Cor. 7,7). Para él no hay duda: tanto el matrimonio como el celibato son dones de Dios, que hay que custodiar y cultivar con cuidado. Subrayando la superioridad de la virginidad, de ningún modo menosprecia el matrimonio. Ambos tienen un carisma específico; cada uno de ellos es una vocación, que el hombre, con la ayuda de la gracia de Dios, debe saber discernir en la propia vida."
      

37. A contraola

Vivir con los grandes hombres en sus biografías
y ser inspirados por su ejemplo
es vivir con cuanto hay de mejor en la humanidad.

Samuel Smiles

       
       John Henry Newman sintió desde muy joven una pasión por Dios y por las cosas del espíritu, que le llevaron a ordenarse sacerdote en 1825, en el seno de la Iglesia anglicana. Desempeñó durante catorce años su labor como vicario de la Iglesia de Santa María, junto a la Universidad de Oxford, punto de encuentro de los mejores intelectuales ingleses de la época.
      
       Al tratar de hacer su propia interpretación de los 39 artículos de la doctrina anglicana, comenzó a descubrir la verdad en la Iglesia católica, ganándose las críticas de la comunidad universitaria de Oxford y de la misma Iglesia de Inglaterra. Tras retirarse en el silencio de la oración y el estudio durante tres años, en 1845 abrazó el catolicismo.
      
       Por aquella época, en que las antiguas certidumbres se tambaleaban, los creyentes se encontraban con la amenaza del racionalismo, por una parte, y del fideísmo por otra. El racionalismo rechazaba la autoridad y la trascendencia, mientras el fideísmo resolvía los desafíos de la historia y las tareas de este mundo con una dependencia mal entendida de la autoridad y del gobierno. En un mundo así, Newman estableció una síntesis memorable entre fe y razón.
      
       Pero todo ese proceso supuso para él una etapa de mucho sufrimiento. La lucha por la verdad siempre es costosa. Y Newman tuvo que padecer todas las dificultades que suelen acompañar a quienes emprenden con seriedad esa búsqueda. El apasionado amor al anglicanismo de sus primeros años y su casi instintiva repugnancia hacia los planteamientos de la doctrina católica, le supusieron un verdadero despellejamiento cuando, a raíz de la lectura de los antiguos padres de la Iglesia, fue descubriendo que la verdad estaba en la Iglesia Católica y que, al tiempo, no todos sus miembros más destacados la servían con rectitud y brillantez.
      
       -Pienso que ese sentimiento es bastante habitual en el proceso de conversión de una persona, e incluso en el de la vocación.
      
       Ciertamente. Es frecuente que, al plantearse la incorporación a la Iglesia, o al considerar la incorporación a un seminario diocesano concreto, o la entrega a Dios en una determinada institución católica, a esa persona le vengan a la mente algunas imágenes que no le resultan gratas. Newman sentía un rechazo natural por todo lo católico, pues había sido educado en ese sentimiento. Tuvo que pasar por todo un proceso de purificación, en el que fue descubriendo lo que había de leyenda y de desconocimiento en esas impresiones suyas. Pero también tuvo que aprender a deslindar lo que era sustancial en la Iglesia de lo que eran los defectos de quienes pertenecían a ella, e incluso de quienes la gobernaban. Comprendió que los defectos de quienes servían a la Iglesia no debían ocultarle el verdadero rostro de ella.
      
       -¿No ves inconveniente entonces en entregarse a Dios en un entorno en el que no todo nos resulta grato o convincente?
      
       Me parece que es natural que haya siempre algunas sombras. Lo mismo sucede, por ejemplo, en el matrimonio. Cuando una persona se enamora y piensa en el noviazgo, o en casarse, es natural que haya detalles de la persona amada que no le gusten. Y si no los ve, es porque está cegada por el enamoramiento, pues siempre los hay. Pero enamorarse, y casarse, supone entregarse globalmente a esa persona en su conjunto, con lo que nos gusta más y con lo que nos gusta menos.
      
       Toda persona es inevitablemente limitada, y por eso, incluso en el matrimonio más armonioso, se ha de contar con una cierta medida de desilusión. Es natural, por otra parte, que nos propongamos ayudar a esa persona a superar esos defectos que observamos, pero contamos con que siempre tendrá defectos, como los tenemos nosotros, y sabemos que sería muy egoísta enamorarse solo de las cualidades positivas de una persona y rechazarla en lo demás, o escandalizarse de que no sea perfecta.
      
       -¿No ves inconveniente entonces en iniciar el camino vocacional en una institución con el propósito de hacer cambiar a esa institución?
      
       Si por cambiar se entiende mejorarla, no solo no veo inconveniente, sino que es nuestra natural obligación. Lo que no se debe querer cambiar es un espíritu o un carisma fundacional, que se puede tomar o no tomar, pero que no sería lícito ni leal querer alterar. Además, para mejorar algo, lo primero que hay que hacer es mejorarse a sí mismo. Y a veces proyectamos nuestros defectos en los demás. Por eso, solo las personas santas hacen mejorar realmente las instituciones.
      
       Newman encontró dentro de la Iglesia Católica mucha santidad y también bastante conservadurismo, algunas tradiciones espurias que encubrían una cierta pereza mental, una excesiva resistencia al cambio. Pero desde el principio supo reconocer que la verdad, aunque a veces tan mal servida por algunos, estaba allí. Entró en la Iglesia Católica entre penumbras, como quien entra en la noche, sabiendo que la luz estaba allí pero viéndola solo en destellos. Newman fue un modelo de fe, un crítico disciplinado, un rebelde paciente, un avanzado prudente, un hombre del mañana que soportaba serenamente el lento ritmo del cambio.
      
       -Siempre se ha dicho que los grandes hombres han sido un poco adelantados a su tiempo.
      
       Sí. Lo describe bien Pilar Urbano, al hilo de su biografía de San Josemaría Escrivá, otro hombre adelantado a su tiempo. "Los grandes hombres -género muy distinto del de las meras "celebridades"- ofrecen una interesante dificultad al biógrafo y al historiador: por una parte, son contemporáneos de la mentalidad, de los usos y de los sucesos de su propia época; por otra, son hombres anticipativos, animados por una clarividencia del futuro. Van por delante de su tiempo vital, a contracorriente de las modas de pensamiento, a contrapelo de las masas gregarias, a contraola de las inercias de su generación. Avanzan afrontando el viento de cara. Derriban fronteras. Destripan tópicos. Hacen saltar por los aires el cartón-piedra de rancios prejuicios. Roturan caminos sin trillar… Ese ir más deprisa, con las manecillas del reloj adelantadas, y mirando más allá, les hace ser extemporáneos entre los de su propio siglo.
      
       "Ante los problemas, ellos proponen soluciones audaces, imaginativas, atípicas. Saben ver en lo invisible. Por eso se atreven con lo imposible. Son, por anticipados, proféticos. Y, por desinstalados, rebeldes. A causa de todo ello, mientras atraviesan su tiempo, suelen ser mal comprendidos. Llevan en soledad el peso del liderazgo. Sus seguidores les van muy a la zaga. La opinión pública, o no les atiende, o no les entiende. Los que viven en la cómoda griseidad de lo vulgar y corriente se sienten perturbados, molestados, por esos trallazos de inquietud… En fin, si llegan a un conocimiento popular, se les negará el reconocimiento de su excelencia. Y si alguna fama les visita en vida, será la mala fama o esa fama de bolsillo que se llama "ser noticia".
      
       "Los personajes célebres, los famosos de cada temporada, pueden llevar una vida confortable y muelle. Los grandes hombres, no. Un hombre grande jamás se arrellana, jamás se instala, jamás se conforma, jamás se solaza en la autocomplacencia de la tarea realizada. Su actitud permanente es la de levantarse, para recorrer el camino con prisa…"
      
       -¿Y te parece que toda esa incomprensión del ambiente es un riesgo para la perseverancia en la vocación?
      
       La entrega a Dios siempre se enfrenta a una cierta incomprensión, porque siempre va un poco a contraola de su entorno. Los santos siempre han sido un poco incómodos para quienes estaban a su alrededor. Cuando el Santo Cura de Ars llegó a aquel pueblo, sus habitantes lo menospreciaban, porque se fijaban en la tosquedad de su porte, en lo burdo de su sotana de mal paño, en su calzado campesino, en sus pobres dotes oratorias. Solo con el paso de los años descubrirían el tesoro que tenían. Y eso fue posible porque él no se arredró. Se consideró siempre responsable de los feligreses que tenía encomendados y fue capaz de perseverar aunque pasó por todas las dificultades imaginables. "Dadme, Señor -clamaba a Dios- la conversión de mi parroquia. Consiento en sufrir cuanto queráis durante toda mi vida. Si es preciso, durante cien años dame los dolores más vivos, con tal que se conviertan." Fue esa perseverancia suya la que hizo brotar tanta fecundidad. Y esa perseverancia no estaba garantizada, ni podía estarlo, cuando decidió hacerse sacerdote. Porque la perseverancia se conquista día a día.
      

38. La noche oscura

La verdad padece,
pero no perece.

Santa Teresa de Ávila

       
       La Madre Teresa de Calcuta nació en 1910 en una pequeña ciudad albanesa llamada Skopje. "No había cumplido aún doce años cuando sentí el deseo de ser misionera", contó más tarde ella misma. "Seguir mi vocación fue un sacrificio que Cristo nos pidió a mi familia y a mí, pues éramos una familia muy unida y muy feliz.
      
       "Durante cerca de veinte años, en tanto permanecí en las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto, mi misión fue la de enseñar en el Colegio St. Mary's, frecuentado en su mayoría por chicas de clase media. Era el único colegio católico de Secundaria que había por entonces en Calcuta. La enseñanza me gustaba mucho. Enseñar es algo que, hecho por Dios, constituye una hermosa forma de apostolado. Entre las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto, yo era la monja más feliz del mundo."
      
       El momento crucial para su vida se produjo de improviso: "Ocurrió el 10 de septiembre de 1946, durante el viaje en tren que me llevaba al convento de Darjeeling para hacer los ejercicios espirituales. Mientras rezaba en silencio a nuestro Señor, advertí una "llamada dentro de la llamada". El mensaje era muy claro: debía dejar el convento de Loreto y entregarme al servicio de los pobres, viviendo entre ellos." Dios le pedía que saliese de la comodidad de su congregación para ir en busca de los más pobres de entre los pobres.
      
       Recibió el permiso desde la Santa Sede y empezó por llevar a los moribundos de las calles a un hogar donde pudieran morir en paz y dignidad. También abrió un orfanato. Gradualmente, otras mujeres se le unieron. En 1950, recibió la aprobación oficial para fundar una congregación de religiosas, las Misioneras de la Caridad, que se dedicarían a servir a los más pobres entre los pobres. Hoy, son casi cuatro mil religiosas, repartidas en quinientas casas establecidas en cerca de cien países.
      
       Todos los pontífices han expresado una especial admiración hacia esta valiente misionera. Recibió el Premio Nobel de la Paz en 1979. Y aunque no faltaron las calumnias, algunas especialmente malintencionadas e insidiosas, lo cierto es que cuando la Madre Teresa falleció, en 1997, el mundo entero se volcó en su despedida. Su proceso de beatificación ha sido de los más rápidos de la historia reciente de la Iglesia, lo que testimonia su gran fama de santidad.
      
       Sin embargo, un dato de especial interés es que una santidad tan deslumbrante no estuvo exenta de crisis interiores. Dios quiso que pasara, como sucedió también a Santa Teresa de Ávila o a San Juan de la Cruz, por la dolorosa experiencia de la "noche oscura del alma". En 1956, confiaba al Arzobispo de Calcuta: "Quiero ser apóstol de la alegría". Pero, por una misteriosa disposición de la Providencia, a veces tenía que llevar a cabo ese apostolado de la alegría en medio de una sequedad que le resultaba insoportable: "En ocasiones la agonía de la ausencia de Dios es tan grande, y es a la vez tan profundo el vivo deseo del Ausente, que la única oración que aún consigo recitar es "Sagrado Corazón de Jesús, confío en ti. Saciaré tu sed de almas.""
      
       Cuatro años más tarde, todavía aquella prueba le atormentaba, pero seguía buscando a Dios obstinadamente, confiadamente, segura de que obtendría respuesta: "He comenzado a amar la oscuridad. Porque ahora creo que es una parte, una pequeñísima parte, de la oscuridad y del dolor que Jesús conoció en la tierra". La Madre Teresa pasó largas etapas sin notar el amor de Dios en el corazón, sin escuchar sus respuestas. Las miles de personas que ella atendía, sentían consuelo, amor y acogida, mientras que ella continuaba en la oscuridad.
      
       En sus cartas personales, publicadas al término de su proceso de beatificación, puede observarse cómo su compromiso con Dios es el sustrato de su vocación. Ella sigue adelante porque sabe que Jesús lo quiere. Está motivada por el pensamiento del dolor de Jesús, porque los pobres no le conocen y por eso no le aman. Este fue uno de los pilares que la mantuvo en su camino a través de la prueba de la oscuridad. En una de las cartas escribe: "Estuve a punto de dejarlo todo y entonces recordé mi promesa, y esto me hizo levantarme".
      
       Siguió adelante por lealtad a la palabra dada a Dios. Gracias a eso, superó aquella dura prueba. Si no hubiera perseverado en su lucha, la humanidad se habría visto privada de una aportación extraordinaria. Por eso, su lucha es una referencia interesante a la hora de pensar en nuestra perseverancia en los momentos de oscuridad o de tribulación. Porque, muchas veces, el secreto de la fecundidad de los santos ha estado, simplemente, en que han sido capaces de perseverar en esos momentos difíciles, en los que otros se rinden. Y la dificultad muchas veces está, no tanto en resistir ataques, sino en superar esos momentos de oscuridad o de penumbra por los que todos pasamos en algún momento.
      
       Los momentos de oscuridad han estado presentes en la vida de casi todos los grandes santos. Las biografías de Santa Juana de Chantal, San Vicente de Paúl o el Santo Cura de Ars narran admirablemente sus luchas en esas etapas de perplejidad y de cansancio. Y Santa Teresa de Lisieux cuenta en sus escritos cómo en esos momentos de desmayo descubre, casi sin saber explicárselo, que el mejor antídoto contra la duda y el desaliento es olvidarse de uno mismo para pensar en los demás. Cuando los largos razonamientos, o incluso las largas oraciones, no llegan a aportar la ansiada claridad, lo mejor es buscar a nuestro alrededor un sufrimiento y aliviarlo, una herida que sangra y curarla. Y viene entonces la serenidad.
      
       También los Magos de Oriente tuvieron sus momentos oscuridad, según cuentan los Evangelios. Cuando llegaron a Jerusalén, habían abandonado sus tierras y sus reinos, guiados solamente por el signo confuso de una estrella. Habían asumido la aventura de lanzarse a buscar lo desconocido, arrastrados por algo que tampoco era una llamada llena de evidencias. Y probablemente tuvieron que soportar alguna que otra incomprensión por lanzarse a hacer semejante viaje solo por haber visto una estrella. Y al acercarse a la gran ciudad, se encuentran con que la ciudad dormía. Y ven que los mismos sacerdotes a quienes los Magos consultan, que sabían que el Salvador podía haber nacido a pocos kilómetros de allí, ni se habían molestado en ir a comprobarlo. Incluso después de conocer la historia de la estrella, se limitaron a encaminar hacia Belén a los Magos, pero ellos siguieron durmiendo.
      
       A pesar de todo, los Magos tuvieron la humildad de preguntar, mantuvieron su fe sin escandalizarse por la actitud de esos sacerdotes, llegaron hasta Belén y cumplieron su misión. Y traigo aquí este ejemplo, pensando en que quizá algunas personas que buscan el camino de su vocación pasan a veces por esto mismo. Han descubierto, tal vez entre oscuridades, el resplandor de una estrella. Han comenzado a caminar hacia ella, renunciando probablemente a la tierra firme de muchas certezas fáciles de este mundo. Han soportado los comentarios, simples o ingeniosos, de quienes consideran su entrega a Dios como algo disparatado. Y han tenido que sufrir, por último, el desconcierto de encontrar a su llegada, dentro de la Iglesia, algunos ejemplos que no resultan muy edificantes, de ciudad dormida, de desconfianza y de recelo, y quizá precisamente entre aquellos de quienes debían esperar ánimo y apoyo. Todo este tipo de contratiempos y decepciones son muchas veces difíciles de vencer. Pero no por eso debemos dejar de seguir nuestra estrella, como hicieron los Magos. Y eso aunque a veces nos sintamos rodeados del frío del ambiente, y aunque tengamos que dejar atrás la ciudad de Jerusalén y a sus dormidos habitantes.
      

39. ¿No es una lucha extenuante durante toda la vida?

Algunos luchan un día, y son buenos;
otros luchan un año, y son mejores;
unos pocos luchan toda la vida:
esos son imprescindibles.

Bertolt Brecht

       
       -Mantener la generosidad que exige ese diálogo con Dios supone una lucha constante durante toda la vida. ¿No es un poco extenuante ese planteamiento?
      
       Todas las personas tienen que luchar y esforzarse por ser cada día mejores. No se trata de plantearse grandes hazañas, sino de proponerse cada día pequeñas metas con las que mejorar. Quienes lo hacen, alcanzan mucha más satisfacción y felicidad en sus vidas. En cambio, quienes se abandonan y eluden la lucha personal por mejorar, acaban teniendo que luchar más todavía para arrastrar el lastre de sus apegos y miserias, y así pierden buena parte de su libertad. Quien tiene muchos vicios, señala Plutarco, tiene muchos amos.
      
       En ese sentido, podría decirse que luchar es un descanso, pues, al menos a largo plazo, la virtud alivia y el vicio en cambio no satisface, sino que es como una droga que crea adicción, que cada vez exige más y en contrapartida da menos. Hay que contar con el esfuerzo, con la lucha, con la cruz del Señor. El que no cuenta con la cruz, se la encuentra de todos modos, y entonces, además, encuentra en la cruz la desesperación. En cambio, cuando contamos con ella, aunque puedan venir momentos difíciles, estamos mucho más felices y seguros.
      
       Quiero con esto decir que no debe tenerse una imagen negativa de la lucha ascética o de la entrega a Dios. Estar en buena forma física supone un esfuerzo, pero esa misma buena forma hace que cada vez esos esfuerzos sean menores. Y de manera semejante podría decirse que cuidar el espíritu hace que cada vez nos cueste menos el camino de la virtud.
      
       -Pero a veces vienen momentos malos en que no es así.
      
       Es cierto. Igual que podemos estar en buena forma física pero, en determinado momento, pasar por una etapa peor, o por una enfermedad o una lesión. Pero eso no quita lo anterior.
      
       Todos sabemos que la vida tiene momentos de euforia y otros de abatimiento (a veces, dentro de un mismo día), y hemos de aprender a sobreponernos a los efectos negativos de esos ciclos de los estados de ánimo. Esos malos momentos pueden provenir de que Dios ha permitido una etapa de sequedad interior, sin culpa nuestra, por motivos que Él bien sabrá (purificarnos, mejorar nuestra rectitud de intención, hacernos partícipes de su cruz); o pueden provenir de nuestro descuido personal, porque estamos eludiendo el esfuerzo necesario por mejorar.
      
       A esto último se refería Santa Teresa, al rememorar una larga etapa de desasosiego interior, provocado precisamente por eludir lo que Dios le pedía: "Pasaba una vida trabajosísima… Por una parte me llamaba Dios; por otra yo seguía lo mundano. Dábanme gran contento las cosas de Dios; teníanme atada las mundanas. Paréceme que quería concertar estos dos contrarios, tan enemigos uno de otro, como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos mundanos. (…) Pasé en este mar tempestuoso casi veinte años… Sé decir que es una de las vidas más penosas que me parece se puede imaginar: porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento con lo mundano. Cuando estaba en los contentos mundanos, en acordarme de lo que debía a Dios, era con pena; cuando estaba con Dios, las afecciones mundanas me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años."
      
       -Pero, aunque te decidas a ser más generoso, vendrán esos días malos en los que costará mucho ser leal a la palabra dada a Dios.
      
       En nuestra vida tendremos muchas ocasiones de no ser leales, pero en esas ocasiones es precisamente donde se prueba nuestro amor a Dios. La lealtad, la fidelidad de una persona, se demuestran sobre todo ante las situaciones difíciles, cuando lo bueno se presenta rodeado de inconvenientes y lo malo nos atrae mucho. La honradez se demuestra, por ejemplo, cuando a uno le intentan sobornar y necesita mucho ese dinero; la fidelidad conyugal cuando se presenta una solicitación contra ella; o la valentía cuando sentimos miedo pero lo superamos. La virtud se reconoce cuando es capaz de obrar en la adversidad.
      
       -Eso suena un poco a tener que fastidiarte porque has dado antes tu palabra.
      
       Puede verse así, como si fuera una simple obligación consecuencia de un contrato, pero eso es vaciar de contenido la vocación. Porque el compromiso vocacional es un compromiso de amor, igual que lo es el matrimonio, que no es un simple contrato, aunque tenga la forma jurídica de un contrato. Ser llamado de modo específico por Dios es una gran suerte. Es estar entre ese grupo de discípulos que seguían más de cerca al Señor, porque Él llamaba a la santidad a todos, pero a ese grupo de un modo especial.
      
       Y el hecho de que haya momentos en que la fidelidad se sostenga sobre todo por un sentimiento de lealtad a la palabra dada, no quita mérito ni eficacia a esa fidelidad, sino más bien al revés. Sabemos por ejemplo, que Santa Teresa, una gran santa, pasó muchos años en los que con frecuencia le parecía como si Dios no existiese, y sin embargo ha sido guía y modelo para infinidad de personas, porque fue leal a Dios. Y la Madre Teresa de Calcuta, como ya hemos comentado, pasó también por largos años de oscuridad interior, y su fidelidad en esa etapa ha llenado de luz a millones de almas.
      
       -Entonces, ¿qué recomiendas para los altibajos de ánimo, para los momentos de crisis?
      
       Hay que tener en cuenta que en los períodos bajos, cuando nuestro mundo interior está frío y gris, cualquier pequeño problema tiende a ocupar toda la mente y adquiere un peso desproporcionado. Entonces, es fácil engañarse pensando que nuestro primer entusiasmo de los inicios de la conversión o de la vocación tendría que haberse mantenido siempre. O creemos que nuestra aridez actual será una situación igualmente permanente y nos amargará la existencia. Si esas ideas se fijan en la mente, dejamos entonces el campo abierto a la desesperanza, o a un voluntarismo que se empeña en recobrar los viejos sentimientos de entusiasmo por pura fuerza de voluntad, cosa siempre agotadora. Y quizá llegamos al convencimiento de que los primeros entusiasmos han sido un ingenuo acceso juvenil que el tiempo está poniendo en su sitio, y que en realidad todo ha sido una "fase" de la vida que ya ha pasado.
      
       -Pero es que algo de eso puede ser cierto.
      
       Indudablemente. Pero si aplicas ese planteamiento a cualquier meta o logro que una persona se haya planteado, y lo haces precisamente cuando está pasando por un momento bajo, no hay meta de largo alcance que pueda lograrse, pues siempre hay momentos malos, y la perseverancia y la fidelidad dependen precisamente de la capacidad para superarlos.
      
       "Para construir la propia vida -explicaba Benedicto XVI-, nuestro futuro exige también la paciencia y el sufrimiento. La Cruz no puede faltar en la vida de los jóvenes, y dar a entender esto no es fácil. Como el montañero sabe que para hacer una buena experiencia de escalada tendrá que afrontar sacrificios y entrenarse, así también el joven tiene que entender que en la escalada al futuro de la vida es necesario el ejercicio de una vida interior."
      
       Tanto en el celibato como en el matrimonio se pueden pasar momentos de crisis, en los que se presenten deseos o afectos que suponen infidelidad. La convivencia diaria puede traer momentos de desencanto o de desilusión, puede hacernos descubrir y experimentar vivamente lo poco que es el ser humano, nuestra capacidad de frialdad o de antipatía, de establecer distancias. Por eso es tan importante cultivar la propia mirada para ver con buenos ojos al otro, para comprender sus limitaciones, para aceptar que toda persona es un ser normal, quizá nada excepcional en su vertiente cotidiana de la convivencia ordinaria. Todo esto es ineludible, sea cual sea la opción que tomemos, y solo afrontaremos con éxito esa difícil realidad si sabemos hacerlo de forma madura, sin evadirnos de los retos diarios de la mejora personal.
      

40. El hijo pródigo

No nos hacemos libres por
negarnos a aceptar
nada superior a nosotros,
sino por aceptar lo que
está realmente por encima de nosotros.

Goethe

       
       Cuando el hijo pródigo pide a su padre la parte de herencia que le corresponde -explica Henri J. M. Nouwen-, no hay detrás de eso un simple deseo de un hombre joven por ver mundo. Hay un corte drástico con la forma de vivir y de pensar en que había sido educado, una rebelión desafiante, una huida hacia lugares lejanos en busca de otros ideales. Esa huida representa la gran tragedia de la vida de quienes de alguna forma se vuelven sordos, o nos volvemos sordos, a la voz de Dios que nos llama, y abandonamos el único lugar donde podemos oír esa voz, para marcharnos esperando encontrar en algún otro lugar lo que no somos capaces de encontrar en casa.
      
       -¿Y por qué dejan, o dejamos, ese lugar?
      
       Porque hay muchas otras voces, fuertes, llenas de promesas seductoras, que nos ofrecen éxito, reconocimiento, liberación. Además, cuanto más nos alejamos del lugar donde habita Dios, menos capaces somos de oír su voz que nos llama, y cuanto menos oímos esa voz, más nos enredamos en las manipulaciones y juegos de poder del mundo, y más alejados nos sentimos de Dios.
      
       Nosotros somos el hijo pródigo cada vez que buscamos amor donde no puede hallarse, cada vez que tomamos la vida y el talento que Dios nos ha dado y lo utilizamos para nuestro egoísmo, para reafirmarnos, para imponernos con un fondo de arrogancia, como le pasaba al hijo pródigo, que malgastó todo lo que le había dado su padre y dilapidó su fortuna en caprichos y en despilfarros hechos para impresionar, en vez de hacer rendir esos talentos en servicio de los demás.
      
       -¿Y por qué su padre permite que actúe de modo tan irresponsable?
      
       Su padre no podía obligarle a quedarse en casa. No podía forzar su amor. Tenía que dejarle marchar, sabiendo incluso el dolor que aquello causaría a los dos. Fue precisamente el amor lo que impidió retener a su hijo a toda costa, lo que le hizo dejarle que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de perderla. Así actúa Dios con nosotros, siguiendo ese misterio de amor y libertad por el que somos libres de abandonar el hogar de Dios, aunque Él siempre nos espera con los brazos abiertos.
      
       El hijo pródigo, que dejó su casa lleno de orgullo y de dinero, decidido a vivir su propia vida lejos de su padre, vuelve ahora sin nada. Ni dinero, ni salud, ni reputación. Lo ha despilfarrado todo. Solo trae vaciedad, humillación y derrota. Y solo se hizo consciente de lo perdido que estaba cuando nadie a su alrededor demostró interés alguno por él. Le habían hecho caso en la medida en que podían utilizarlo para sus propios intereses. Pero cuando ya no le quedaba nada, dejó de existir para ellos. Entonces sintió toda la profundidad de su aislamiento, la soledad más honda que se puede sentir. Estaba realmente perdido, y precisamente eso fue lo que le hizo volver en sí. De repente, vio con claridad que el camino que había elegido le llevaba a la autodestrucción.
      
       -¿Piensas entonces que hay que pasar por una cierta privación para valorar lo que se tiene, también en lo espiritual?
      
       No es necesario en absoluto, pero muchas veces es lo que hace despertar a algunas personas. El hijo pródigo tuvo que perderlo todo para entrar en lo profundo de sí mismo. Cuando se encontró deseando que le dieran la comida de los cerdos, se dio cuenta entonces de que tenía una dignidad y de que debía procurar recuperarla. La confianza en el amor de su padre, aunque borrosa, le dio fuerzas para reclamar su condición de hijo, aunque esa reclamación no estuviera basada en mérito alguno.
      
       Su regreso está lleno de ambigüedades. Hay arrepentimiento, pero un arrepentimiento un poco interesado. Es un acercamiento a Dios en el que nos sentimos culpables, pero en el que nos cuesta recibir el perdón de Dios.
      
       Luego, a su llegada, hay un hecho que ensombrece la alegría de la vuelta a casa del hijo perdido durante años. En medio de aquella escena de alegría y de perdón, hay una mirada sombría y distante, la del hijo mayor que no estaba en casa cuando el padre abraza a su hijo y le muestra su misericordia, y que, cuando llega y ve la fiesta de bienvenida en honor a su hermano, se enfada y no quiere entrar.
      
       -¿Qué piensas que ocurría en el interior de aquel hombre?
      
       Estaba tan perdido como su hermano. No solo se había perdido el hijo menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino que también el que se quedó en casa se perdió. Aparentemente, hizo todo lo que un buen hijo debía hacer, pero interiormente, estaba también lejos de su padre. Trabajaba mucho todos los días, y cumplía con sus obligaciones, pero en su interior cada vez era más desgraciado y menos libre.
      
       También es algo que puede suceder a quienes, como el hermano mayor, han permanecido aparentemente cerca de Dios, pero en realidad su corazón está tan frío como el del hermano menor. Es una tentación, la del hijo mayor, muy propia de quienes quieren cumplir con las expectativas de otros, y desean que se les considere cumplidores y ejemplares, pero que también experimentan, desde muy temprano, cierta envidia hacia esos hermanos pequeños que abandonan el hogar y viven en el despilfarro y la lujuria. Ellos siempre han actuado con corrección, y les asalta la idea de que lo hacen porque no han tenido el coraje de ser tan irresponsables como los otros. Les resulta extraño admitirlo, pero en el fondo tienen envidia del hijo desobediente, cuando le ven disfrutar haciendo cosas que ellos reprueban. La vida de entrega a Dios les agrada, pero a veces la ven como una carga que les oprime. La obediencia y el deber se han convertido en una carga, y el servicio en una esclavitud.
      
       Hay quizá bastantes hijos e hijas mayores que están un poco perdidos a pesar de seguir en casa. El extravío del hijo menor es visible y claro, pero se comprende e incluso se simpatiza con él. Sin embargo, el extravío del hijo mayor es más difícil de identificar. Al fin y al cabo, parecía hacerlo todo bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba, le admiraba y le consideraba un hijo modélico. Aparentemente, no tenía fallos. Pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente, aparece la persona severa y egoísta que estaba escondida y que con los años se había hecho más envidiosa y arrogante.
      
       -¿Quieres decir con esto que quien se queda más cerca de Dios tiene más riesgo de caer en esa soberbia?
      
       Quiero decir que todos tenemos que esforzarnos por ser mejores, y que el riesgo de perderse es un riesgo que nos afecta a todos. Todos estamos expuestos al peligro de acomodarnos y enfriarnos. Ninguno debemos considerarnos exentos de la tentación por el hecho de habernos entregado a Dios. Igual que el hijo menor se perdió por no escuchar la voz de su padre y marcharse, el hijo mayor se perdió igualmente por no escuchar esa misma voz, aunque estuviera más cerca. Porque, en determinado momento de la vida, una persona entregada a Dios puede sentirse como el hijo mayor, que ha trabajado mucho en la granja de su padre, pero en vez de estar agradecido por todo lo que ha recibido, se siente invadido por los celos de ese irresponsable hermano menor. Y el único remedio es reconocer que esos sentimientos proceden de la soberbia y el egoísmo.
      
       -¿Y crees que el hijo menor que vuelve es más querido por Dios que el hijo mayor?
      
       Pienso que el padre quiere igual a los dos, pero expresa ese amor de acuerdo con la trayectoria personal de cada uno. Conoce bien a ambos, y comprende sus cualidades y sus defectos. A los dos les habla con afecto y con claridad, sin enredarse en compararlos tontamente, y les invita a participar de la alegría de estar allí.
      
       -Entonces, si ninguno de los dos fue fiel, no queda claro qué opción es la mejor.
      
       La opción mejor es la de ser fiel a la voz de Dios. Esta escena del Evangelio narra dos formas de ser infiel, y, sobre todo, la posibilidad de volver cuando se ha desoído esa voz.
      
       El hijo menor desoyó la llamada de Dios al principio. Si seguimos con aquella comparación, no atendió esa llamada telefónica que Dios le hacía, a pesar de resonar muchas veces, o la atendió pero enseguida cortó. El hijo mayor, en cambio, respondió que sí, pero con el tiempo se fue acostumbrando a oír esa voz y no actuar en consecuencia, y al final quedó tan ajeno a esa voz como su hermano pequeño. El efecto es parecido, uno por cortar y otro por malacostumbrarse o distraerse. Son distintas formas de no ser fiel, y no se trata de ver cuál es mejor o peor, sino de aprender a detectar el daño que siempre produce alejarnos de la voz de Dios.