José Luis Martín Descalzo, “Censura”

AQUÉL CURA COMENZÓ ASÍ SU SERMÓN: ¡Ricos comiencen a llorar ya y gritar por las desgracias que se les avecinan!.

Aquel señor pensaba: “¡Y dale con los ricos! Es curioso; la Iglesia siempre va por oleadas. Les da a los curas por un tema y ya no salen de él en no sé cuántos meses. Ahora les ha dado por meterse con nosotros y habrá que aguantarse. ¿Pero no se darán cuenta de que somos los únicos que les quedamos? ¿De quién viven sus colegios? ¿Quién encarga los funerales de primera?” El cura seguía: Sus riquezas están ya podridas, sus vestidos se los está comiendo la polilla. El oro y la plata se están llenando de orín y el moho de esos metales está gritando contra ustedes y devorará sus carnes como una llamarada.

Una jovencita pensaba: “¿Y a esto le llaman lenguaje realista? Nada, que hasta los curas leen ahora esas novelas llenas de palabrotas. Y mira que es de mal gusto: orín, polilla, moho… ¿No podrían decir las cosas más finamente? Todavía en una cafetería se comprenden los… “modismos”, pero en una iglesia… Claro la mayoría de los curas son gente de pueblo y en los Seminarios no les desbastan ni un pelo y luego…”. Continuar leyendo “José Luis Martín Descalzo, “Censura””

José Luis Martín Descalzo, “Aprender a equivocarse”

Una de las virtudes-defecto más cuestionables: el perfeccionismo. Virtud, porque evidentemente, lo es el tender a hacer todas las cosas perfectas. Y es un defecto porque no suele contar con la realidad: que lo perfecto no existe en este mundo, que los fracasos son parte de toda la vida, que todo el que se mueve se equivoca alguna vez.

He conocido en mi vida muchos perfeccionistas. Son, desde luego, gente estupenda. Creen en el trabajo bien hecho, se entregan apasionadamente a hacer bien las cosas e incluso llegan a hacer magníficamente la mayor parte de las tareas que emprenden.

Pero son también gente un poco neurótica. Viven tensos. Se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como ellos. Y sufren espectacularmente cuando llega la realidad con la rebaja y ven que muchas de sus obras -a pesar de todo su interés- se quedan a mitad de camino. Continuar leyendo “José Luis Martín Descalzo, “Aprender a equivocarse””

La psicosis de la neutralidad

Hay hombres que parecen tener solo una idea
y es una lástima que sea equivocada.
Charles Dickens Continuar leyendo “La psicosis de la neutralidad”

La tolerancia como excusa para no escuchar

Un hombre que nunca cambia de opinión,
en vez de demostrar la calidad de su opinión
demuestra la poca calidad de su mente.
Marcel Achard

Una nueva forma de arrogancia

No sé si ustedes han tenido alguna vez —se preguntaba Josep M. Lozano en un artículo en La Vanguardia— la misma sensación que yo cuando han seguido algún debate.

A veces, cuando alguien se dirige a su interlocutor diciendo: “yo respeto mucho su opinión, pero…”, lo hace con un tono que parece más bien estar queriendo expresarle algo así como “usted puede decir lo que quiera, que a mí no me interesa lo más mínimo”.

Lo malo es que quizá esas personas piensan que con esa entradilla del “yo respeto mucho su opinión, pero…” realizan ya un brillante ejercicio de tolerancia.

Hay quien confunde ser tolerante con una curiosa forma de arrogancia: le permito a usted que hable, pero no cometa el error de creer que va a servir de algo. Y reducen así la tolerancia a una simple cortesía, o a respetar un turno de palabra: hable usted, aunque no me interesa lo que vaya a decir, que después me toca a mí.

Otros utilizan la tolerancia, reclamando indulgencia para los demás, con la secreta intención de que les beneficie a ellos mismos, como una especie de blindaje para el propio comportamiento moral personal: ¿no decimos que vivimos en una sociedad plural y tolerante?, pues que nadie se meta conmigo, que yo no tengo por qué cuestionarme nada de lo que hago.

La tolerancia, así entendida y practicada, constituye una magnífica coartada para el encastillamiento intelectual, para la mediocridad, para el relativismo moral más absoluto. Hace que los debates públicos convocados en nombre del pluralismo queden reducidos a una colección de monólogos en compañía. En nombre de la tolerancia y del pluralismo, esas personas imposibilitan cualquier debate medianamente serio, cuando supuestamente se trataba de potenciarlo y enriquecerlo.

Con esa actitud, el supuesto respeto a los demás no expresa una actitud de respeto hacia sus planteamientos, sino más bien una engreída afirmación de los propios: como nada ni nadie me puede hacer cambiar de opinión, por eso le permito hablar. El diálogo que así se produce queda vacío de contenido, porque falla un supuesto indispensable: estar realmente dispuestos a escuchar.

Otros, más groseros, se escudan en la tolerancia para no respetar las normas de cortesía y convivencia más elementales.

Otros, por último, utilizan la palabra tolerancia y la palabra respeto para maquillar algo mucho más prosaico: la indiferencia mutua, el “vive y deja vivir” de la vieja tolerancia liberal vienesa. El problema es que, como decía Alfred Polgar, fácilmente puede convertirse en cínica indiferencia, en el “muere y deja morir”.

La opinión como obstinación

Alemania, que tras el nazismo instauró un sistema educativo pensado para impedir que pudiera resurgir la intolerancia, se pregunta ahora con perplejidad de dónde han salido esos jóvenes violentos —los skin-heads o cabezas-rapadas— que atacan de forma tan salvaje a los inmigrantes.

Como señala Rafael Serrano, el fenómeno es complejo y no admite una explicación única. Pero cabe preguntarse si, en medio del gran relativismo ambiental, es posible inculcar eficazmente en las nuevas generaciones las convicciones que sustentan el respeto por la dignidad de la persona.

Para respetar la libertad de opinión es preciso tener la modestia —mejor sería decir el realismo— de no creerse con el monopolio de la verdad, ni pensar que esta puede imponerse por la fuerza.

Pero una cosa es reconocer que caben múltiples puntos de vista, y que la verdad a menudo no es inmediata, y otra pensar que no la hay en absoluto y que el acuerdo es imposible. Si no se acepta que hay verdades universales, ¿con qué fundamento opinamos? Si cada uno no sostiene lo que considera que es objetivamente verdadero, lo que diga ¿son juicios o son caprichos?

El riesgo del clima relativista es que, al instalar las creencias en el reino de la pura subjetividad, y no tener así que responder ante instancias objetivas, tiende a convertir las opiniones en obstinaciones. Entonces, el entendimiento mutuo se torna más difícil, y el fanatismo puede surgir inesperadamente, clamando por sus fueros perdidos.

Nuevos enemigos de la libertad

Como ha señalado Innerarity, la libertad es uno de los temas más huidizos ante la reflexión. La cultura actual ha dado a la libertad una consideración privilegiada. Al hombre de hoy —y esto es una evidente virtud— le resulta insoportable la tiranía o la represión, cualquier falta de libertad.

Sin embargo, la libertad no consiste en un mero recuento de las libertades civiles, o las cosas que formalmente podemos hacer. Sin olvidar eso, hay que examinar también si su ejercicio amplía o empequeñece el ámbito de libertad, si es trivial o enriquecedor.

Muchas veces, los peores enemigos de la libertad no son poderes o personajes identificables, a los que pueda acusarse desde la inocencia, sino algunos de nuestros propios hábitos, que no son fáciles de reconocer, y que cuentan quizá con nuestra secreta complacencia.

Los desafíos a la libertad son, más que las ideologías totalitarias, otros enemigos más solapados y difíciles de vencer: el aburrimiento, el hastío, la laminación cultural y espiritual, la frivolidad, el conformismo y las rutinas que hacen languidecer a las personas.

La libertad no puede reducirse a aspectos formales, a la capacidad de elección comprada a precio de una perpetua indecisión. Una libertad profunda es aquella que se realiza, que se hace vida, decide y compromete, de la que solamente un observador superficial diría que ha desaparecido cuando se ha hecho efectiva.

Es preciso sondear las relaciones misteriosas que ligan la libertad a la necesidad. “¡No puedo hacer otra cosa!”. Es el quejido del esclavo oprimido por un poder exterior, pero es también el grito de exaltación ante la persona que se ama, ante el deber difícil, o en las horas supremas de inspiración.

En el grado más bajo de la escala humana, la necesidad nos encadena; en el más alto, nos libera. Para obrar bien, se requiere al menos esa pequeña genialidad que irradia —quizá sin saberlo— en todo el que toma una decisión, en quien se compromete seriamente, o en quien tiene al menos el acierto de descubrir quién le puede aconsejar bien.

El frívolo y el fanático, en sus libertades demasiado fáciles y demasiado totales, son incapaces de aventura. Al primero le sobran posibilidades, al segundo evidencias. De ambos hay razones más que suficientes para sospechar que sus excesos son, en el fondo, carencias. En ese sentido podía decir Kierkegaard que la libertad del tirano es una dependencia, y el oro del avaro una pobreza.

Diferencia entre un hombre vulgar y otro sobresaliente

La diferencia entre un hombre vulgar y otro sobresaliente es a veces, simplemente, que lo que éste conoce con claridad aquél lo conoce de modo oscuro e inexacto.

Muchas veces, el problema de los hombres inmorales es que su conocimiento de la moral es vago y confuso. No han reparado en que, como decía C. S. Lewis, si buscas la verdad, podrás encontrar comodidad al final; si buscas solo comodidad, no encontrarás ni verdad ni comodidad.

Hay elecciones liberadoras, que enriquecen a la persona; en cambio, elegir lo que introduce el desorden en la naturaleza humana cierra el horizonte de los bienes auténticos. Se podrá entonces tener sensación de libertad, pero el ámbito de la existencia se va haciendo cada vez más angosto.

Por eso hay en torno a la libertad un mal peor que las presiones externas que pueda sufrir: cuando la libertad se desliga de la verdad e inicia con ello un proceso de autodestrucción.

Por ejemplo, la persona que miente, además de intentar engañar a otros, se hace mentirosa. Igual sucede con cualquier concesión al egoísmo, a la soberbia, o a la pereza: con cada una de esas elecciones libres el hombre se ve un poco más envuelto en una sórdida esclavitud del vicio correspondiente: más egoísta, más soberbio, más perezoso… y mucho menos libre de elegir en contra de sus vicios.

Optar libremente por la verdad de la persona es la auténtica libertad. Fuera de la verdad, la existencia humana se mueve en el vacío, se convierte en una aventura desorientada. Una libertad que se concibe a sí misma desvinculada de la búsqueda de la verdad se destruye y se vuelve contra el hombre, acaba esclavizándole a sus propios instintos o al poder de las opiniones comunes.

Debemos, pues, estar atentos y buscar esa íntima conexión entre verdad y libertad. El hombre no puede desligarse de los imperativos que hay inscritos en su propia naturaleza, que hacen posible que reconozca y alcance su propia plenitud.

Un amplio debate sobre la verdad

Hay que agradecer a la modernidad el mérito de haber dado mucho valor a la libertad. Pero la libertad no puede sostenerse sola sin que degenere en la arbitrariedad, con la que —como reconocieron Nietzche y muchos otros— toda la vida personal y social se convierten en una pura afirmación de poder.

Para que la libertad quede asegurada, el poder —y la libertad misma— han de rendir cuentas a la verdad: la libertad auténtica debe estar ordenada a la verdad.

—Pero tampoco podemos volver a los viejos tiempos, en que uno decía qué era la verdad y todos los demás obedecían…

Precisamente por eso es preciso que haya siempre en la sociedad un amplio debate sobre la verdad, de manera que en ella puedan fundamentarse la libertad y dignidad humanas.

Pese a las muchas diferencias que hay entre los hombres, podemos entendernos porque tenemos en común la naturaleza y la capacidad de razonar, que son universales.

Y ese debate no debe eludirse tampoco a la hora de elaborar las leyes, pues ellas también deben obediencia a la verdad, y no solo a los parlamentarios.

—¿No encuentras suficiente el debate que de por sí suponen las urnas, y que se refleja en los parlamentos democráticos?

No siempre, porque la libertad —también la de los parlamentarios— no está inmunizada contra el riesgo de caer en la arbitrariedad. La conciencia civil —la de los ciudadanos y especialmente la de sus representantes parlamentarios— debe buscar siempre como referencia la verdad de las cosas, que guíe y oriente la acción política. De lo contrario, la vida social se convertiría en una pura afirmación de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como corrobora tristemente la historia.

Algunos ejemplos de oídos sordos a la verdad

La historia ha ido demostrando que cuando se pretende reducir la verdad al mero resultado de la voluntad de una mayoría de los ciudadanos, ignorando su obligada referencia a la verdad natural, la democracia deja totalmente indefensa la libertad de las minorías que hay en su seno.

Si no se reconoce esa dependencia para con la verdad, será imposible considerar injusto que un Estado decida, por ejemplo, exterminar a una minoría racial (que quizá tenga pocos o ningún representante o defensor en la cámara parlamentaria), o tratar de modo discriminatorio a una determinada porción territorial del Estado (pequeña para hacer valer sus derechos), etc.

La total neutralidad moral del Estado legitima el derecho del más fuerte. Más ejemplos. Si la democracia niega esa dependencia de la verdad, tampoco podría considerarse injusto el tráfico de influencias, o el uso de información privilegiada para fines de enriquecimiento personal de las autoridades políticas, puesto que en la mayoría de los casos no están directamente castigados por las leyes, y si debe considerarse que son casos de corrupción es porque atentan contra la justicia (que no siempre coincide con las leyes o las urnas).

No hay que olvidar que no es infrecuente que las urnas, mal que les pese, den su confianza a unas personas que saben corromperse sin llegar a estar nunca fuera de la ley (entre otras cosas, porque las leyes pueden hacerlas ellos mismos).

Un Estado que pretendiera desvincularse de sus obligaciones respecto a la verdad sería un Estado inmensamente tolerante, pero solo en el sentido de ser, parafraseando a J. K. Galbraith, inmensamente tolerante —indiferente— con quienes creen que debería mejorarse.

El derecho de injerencia

La tolerancia no puede convertirse en una indiferencia total y absoluta de los Estados ante los atentados graves contra los derechos humanos ocurridos fuera del propio territorio.

La idea de que los derechos humanos no son competencia exclusiva de cada Estado, sino que los Estados se limitan a reconocer su existencia y a protegerlos, ha llevado a acuñar en los últimos años el término de derecho de injerencia humanitaria.

El derecho de injerencia humanitaria lleva a que la comunidad internacional asuma en ocasiones la defensa de los derechos humanos por encima de la soberanía de los Estados, sin que esos países afectados puedan refugiarse en la excusa de que se trata de asuntos internos.

Si una vez agotados todos los medios diplomáticos razonablemente posibles, a pesar de todo, las poblaciones siguen en grave riesgo de sucumbir bajo un agresor injusto, no puede decirse que los demás Estados tengan un total derecho a la indiferencia: hay casos en que sería injusto escudarse en la tolerancia para asistir impasiblemente a flagrantes atropellos de los derechos humanos. De la misma manera, sería injusto escudarse en ese derecho a la injerencia para someter o subyugar a otro Estado.

Este derecho de injerencia, que se ha aplicado con éxito en bastantes ocasiones  (aunque con frecuencia esa ayuda ha sido pequeña y ha llegado tarde), se apoya en el hecho indudable de que los derechos humanos son universales e inmutables. Eso es lo único que puede legitimar semejantes acciones en contra de la libertad de los gobernantes o grupos armados que los transgreden.

De lo contrario, o sea, si la causa de la libertad se separa de la referencia a la verdad, los derechos humanos no serían más que un imperialismo cultural o una imposición ideológica del Estado que acude a defenderlos.

Alfonso Aguiló

Respeto a la vida, ¿por qué?

La vida tiene una historia muy larga,
pero cada individuo tiene un comienzo muy preciso:
el momento de su concepción.

Jérôme Lejeune

Vidas humanas expuestas a toda suerte de manipulaciones

En el mismo ADN de un embrión humano está ya presente toda la constitución de la persona: sistema nervioso, brazos, piernas, incluso el color de sus ojos. Y en el momento en que está compuesto solo de tres células, inmediatamente después de la fecundación, el individuo es ya único, rigurosamente diferente de cualquier otro. Nunca se ha dado antes y no se dará de nuevo nunca más; es una novedad absoluta. Como ha escrito Jérôme Lejeune, el embrión es un ser vivo; y procede del hombre; por tanto, el embrión es un ser humano. De ahí se deduce que no puede considerarse propiedad de nadie. Continuar leyendo “Respeto a la vida, ¿por qué?”

¿Una muerte digna?

“No daré veneno a nadie
aunque me lo pida,
ni le sugeriré tal posibilidad”.

Juramento de Hipócrates

La intolerancia con los débiles

La intolerancia frente a los débiles ha adquirido con frecuencia a lo largo de la historia una dolorosa forma social e institucionalizada de legalidad.

Son muchas las voces que se han atrevido a denunciar con firmeza esos atropellos de la dignidad humana. Atropellos que llegan a veces a constituir una auténtica “cultura de la muerte” que en todas las épocas se ha manifestado en la muerte legal de inocentes.

La historia reciente nos lo muestra con crudeza en el genocidio nazi, en las limpiezas étnicas de tantos conflictos bélicos, o en el más sutil y solapado quitar la vida a los seres humanos antes de su nacimiento, o antes de que lleguen a la meta natural de la muerte.

Son siempre los miembros más débiles de la sociedad quienes corren mayor riesgo frente a esta peligrosa manifestación de intolerancia. Las víctimas suelen ser los no nacidos (aborto y manipulaciones genéticas), los niños (comercio de órganos), los enfermos y ancianos (eutanasia), los pobres (abusivas imposiciones de control demográfico), las minorías, los inmigrantes y refugiados, etc. Continuar leyendo “¿Una muerte digna?”

Alejandro Llano, “La derecha y la fe”, Alfa y Omega, 29.III.2001

Si alguien dice que no es de izquierdas ni de derechas, entonces es que es de derechas. Hace más de treinta años que escuché por primera vez esta sentencia. Me pareció en aquel momento que no le faltaba buena parte de razón. Pero después la he oído repetir una y otra vez. Y ahora pienso que los que mantienen actualmente esta tesis no saben en qué mundo viven.

Las categorías políticas de izquierda y derecha estaban vinculadas a la alternativa de las visiones revolucionaria y contrarrevoluciaria de la Historia. Pues bien, hoy día tales concepciones del mundo y de la sociedad prácticamente han desaparecido, al menos en los países occidentales. El eje político fundamental ya no es derecha/izquierda, sino humano/no humano. De manera que hay que repensar toda la configuración del espectro ideológico. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “La derecha y la fe”, Alfa y Omega, 29.III.2001″

Francisco Varo, “Santiago, hermano de Jesús”, PUP, 28.X.2002

En los últimos días ha saltado a las páginas de los periódicos la noticia de que ha aparecido un osario de piedra caliza del tiempo de Jesucristo, procedente de Jerusalén, con la inscripción aramea “Ya’aqob bar Yosef ajui di Yeshua” (Jacob -o lo que es lo mismo, Santiago-, hijo de José, hermano de Jesús -o Josué-). Lo da a conocer un estudio realizado por André Lemaire, especialista en paleografía de la Escuela Práctica de Altos Estudios de París y publicado en el último número (noviembre/diciembre 2002) de la “Biblical Archaeology Review”.

El osario ha sido datado por los arqueólogos en el año 63 de nuestra era. La inscripción está grabada en una de sus caras laterales, escrita en arameo, con un tipo de letra que se utilizó entre los años 10 y 70 dC. Según los editores, se trataría del enterramiento de Santiago, al que se cuenta entre los “hermanos de Jesús” en el Evangelio de San Mateo (Mt 13,55) y en la Epístola a los Gálatas (Ga 1,19).

En Jerusalén durante el siglo I se utilizaba ese tipo de recipientes. Entonces estaba extendida la práctica de depositar los cadáveres en una tumba excavada en la roca, y al cabo de unos años reunir los huesos en un osario de piedra o cerámica, que llevaba inscrito el nombre del difunto. Se han encontrado varios centenares. Hasta ahora el personaje más conocido cuyos restos han aparecido en uno de estos recipientes era Caifás, el que fue Sumo Sacerdote, y cuyo osario salió a la luz en Jerusalén en 1990 cuando quedó al descubierto un cementerio al remover tierras para la construcción de una avenida.

El nuevo hallazgo arqueológico ha tenido amplia resonancia. Si ese “Yeshua” mencionado en la inscripción fuera Jesús de Nazaret, ésta sería la primera vez que se descubre una evidencia arqueológica sobre la figura de Jesucristo. Si ese “Yosef” se identificase con San José, habría que tomar en consideración la alusión del apócrifo “Protoevangelio de Santiago” (9,2) a que José era viudo y tenía hijos cuando tomó como esposa a María.

Los cristianos con tendencia a realizar una lectura fundamentalista de la Biblia, y por tanto con un cristianismo poco coherente, posiblemente estén de enhorabuena por lo que considerarán un argumento más a favor de la historicidad de las Escrituras. Sin embargo, una reflexión madura exige sopesar los hechos de modo crítico. La fe católica no requiere argumentos demagógicos, sino una investigación seria de la verdad.

Para cualquier técnico en la materia está claro que nunca será posible tener certeza de que realmente ese osario pertenezca al personaje del Nuevo Testamento. De una parte porque los nombres que están grabados en él (Ya’aqob, Yosef y Yeshua) eran muy comunes. Sólo entre los osarios encontrados en Jerusalén aparece cada uno de ellos centenares de veces. Personajes en los que se diera la misma combinación de esta inscripción se calcula que podía haber al menos veinte. De otra parte, la denominación “hermano” de Jesús que se aplica a Santiago es un modo semítico de hablar para designar a los “parientes”. Pero de ninguno de los personajes a los que se llama “hermano de Jesús” en el Nuevo Testamento se afirma que fuera “hijo de José”. De hecho, los dos Apóstoles de Jesús que llevan el nombre de Ya’aqob, Santiago el Mayor y Santiago el Menor, son hijos de Zebedeo y Alfeo, respectivamente según los datos evangélicos (Mt 10,2-3). No es posible, pues, identificar al personaje del osario con ninguno de ellos. Además, la urna de piedra que ahora sale a la luz tiene una procedencia insegura desde el punto de vista de la técnica arqueológica: no se sabe de dónde procede ni en qué condiciones se encontró. Es propiedad de un coleccionista que la compró vacía en un mercado de antigüedades hace quince años.

Este hallazgo, por lo tanto, no plantea ningún problema real a los datos que la historia y la fe mantienen hasta ahora. Al contrario, es un testimonio más acerca del trasfondo histórico de los textos del Nuevo Testamento. Se comprueba que los nombres de sus protagonistas eran los nombres más corrientes en Jerusalén y en la Galilea judía de aquel tiempo. Los Apóstoles y los primeros cristianos eran gente normal. Pero en medio de las dificultades económicas, y con los graves problemas sociales y políticos de la sociedad en que vivían, fueron hombres y mujeres de fe, sabedores que tenían algo que aportar al mundo. El gran descubrimiento al que nos acercan siempre estos hallazgos consiste en recordar la existencia, ya desde los orígenes del cristianismo, de personas corrientes que se esforzaban por ser santos allá donde estaban.

Francisco Varo Profesor de Sagrada Escritura de la Universidad de Navarra

Julián Marías, “Males presentes”, ABC, 31.X.2002

HACE cosa de veinte años dije que tres males amenazadores del mundo actual, en especial de Occidente -el terrorismo organizado, la difusión universal de la droga y la aceptación social del aborto-, se habían constituido y consolidado en la decena de los años sesenta. Continuar leyendo “Julián Marías, “Males presentes”, ABC, 31.X.2002″

Alejandro Llano, “La universidad, ante lo nuevo”, X.2002

Lección inaugural del curso académico 2002/03 en la Universidad de Navarra.

Pensar la Universidad en el tiempo es el propósito de este discurso, que está marcado por la temporalidad de doble manera. Por una parte, como toda lección inaugural, se sitúa al comienzo de un Curso Académico nuevo e irrepetible, que hoy lleva estampada la serie numérica 2002/2003. De otro lado, el carácter simbólico que conferimos a los números en nuestra cultura nos lleva a celebrar de modo especial el hecho de que nuestra Universidad empieza hoy a cumplir su primer medio siglo. Como los libros, también las escuelas superiores tienen su destino, ‘habent sua fata’, responden incluso a un designio que en nuestro caso presenta perfiles y proyecciones particularmente entrañables e incluso trascendentes. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “La universidad, ante lo nuevo”, X.2002″