Julio de la Vega-Hazas, “El complejo mundo de las sectas”

 

1)¿QUÉ SON? Aunque parezca mentira, hay que empezar diciendo, en un trabajo dedicado a las sectas, que no existe ninguna definición completamente satisfactoria de “secta”. Las acepciones que proporciona el Diccionario de la Real Academia de la Lengua (como la primera: “conjunto de seguidores de una parcialidad religiosa o ideológica”) pueden servir para cualquier religión, e incluso, en otros casos, se pueden aplicar a grupos con un ideario común como partidos políticos o incluso asociaciones constituidas para defender una idea. De hecho, al tratar de este tema se suelen eludir las definiciones precisas, y se suelen sustituir por descripciones a partir de unas propiedades: “secta es un grupo religioso en el que se cumplen las siguientes características: …”. En realidad, es un concepto bastante ambiguo, del que se tienen los elementos, pero cuando se intenta definir resulta que siempre encontramos alguno de los elementos que queda fuera de la definición, e incluso que pueden entrar otros grupos no considerados como secta. O sea, que no están todos los que son, y puede que no sean algunos de los que están. Continuar leyendo “Julio de la Vega-Hazas, “El complejo mundo de las sectas””

Alejandro Llano, “Dios a la vista”, La Gaceta, 4.XI.2006

No sólo los americanos del norte, también nosotros —a nuestro modo— confiamos en Dios.

La nuestra es una época sedienta de Dios. La desertización provocada por el intento de expulsarle de la sociedad y de la cultura está provocando un contraefecto que no acontece por primera vez en la historia de los países occidentales. Ortega y Gasset lo anunció a comienzos del siglo pasado, cuando insistió en que no se puede pensar con radicalidad si se abandona la insoslayable referencia al Absoluto. Dios volvía a aparecer en el horizonte, ya se le divisaba. Y otro tanto sucede ahora, incluso por contraste. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “Dios a la vista”, La Gaceta, 4.XI.2006″

Ignacio Sánchez Cámara, “La segunda muerte de Sócrates”, Gaceta, 8.XI.06

El rechazo moral de la pena de muerte se sustenta en la idea de la dignidad de la persona Continuar leyendo “Ignacio Sánchez Cámara, “La segunda muerte de Sócrates”, Gaceta, 8.XI.06″

Enrique Monasterio, “El botellón”, MC, 1.VIII.06

Un asunto desagradable Oigo a Paco y a Sara —pongamos que se llaman así—, que están en el pasillo, junto a la puerta abierta de mi despacho. Paco, de pie, y Sara sentada en el suelo, fuman calmosamente un pitillo entre clase y clase.

—¿Qué vas a hacer el puente? —pregunta ella—.

—No sé… El viernes creo que haremos botellón.

—¿Y el sábado? —Dormir.

Se hace un silencio largo.

—¿Y el domingo? —No sé…

Lo siento; me temo que hoy no seré capaz de escribir un artículo “simpático y optimista como usted sabe”. El botellón es asunto triste.

Ignoro si la terminología y la sintaxis son idénticas en toda España: en Madrid, “hacer botellón” significa ir por la noche a un jardín o parterre de la ciudad para intoxicarse con otros adolescentes en torno a un número suficiente de botellas.

El “botellón” y algunas de sus variantes más conocidas Guillermo, un chaval flaco, listo y simpático, que parece peinado con una aspiradora, me dice que hay botellones de varios tipos: —Tenemos el botellón—light, o pachanguita, a base de cocacola y birra, con mucha niña mona, grititos y tal. Luego está el botellón—acampada, en las afueras, en plan heavy. Una pasada. Yo a eso no voy. Y después el más corriente, que dura hasta las tres o las cuatro de la mañana, y todos acaban mamaos.

La terminología de Guillermo es aún más expresiva e irreproducible.

—Luego —continúa— está el botellón—precalentamiento antes de la discoteca… ¿Sabe qué pasa? Que si tienes menos de 18, en la disco no te dan alcohol. Y si te lo dan, te sale mucho más caro. Además, con el ruido y el follón, la única manera de pasárselo bien es entrar ya colocado o tomarte una pastilla.

Alejandra, que escucha atentamente, dice que sí con la cabeza.

—Es que la discoteca es insoportable.

—¿Y por qué vas? —No sé… Por el ambiente. Tampoco hay muchas alternativas…

En ese momento se incorpora a la tertulia Nacho, que va de marginal, pero en el fondo es un romántico: —Yo sólo me emborracho para volver a casa…

—¿Para volver? —Sí… Así duermes mejor.

—¿Y tu padre qué dice? —Nada. Está en la cama…

A estas alturas ya se habían unido tres o cuatro más a la conversación, y yo trataba de disimular el profundo desánimo que me iba agarrotando el estómago.

Mis conclusiones, ya digo, no fueron muy alentadoras. Son éstas: Los adictos al botellón que conozco son chavales normales, encantadores como todos los de su edad. Más que sinceros, son impúdicos; capaces de contar las mayores atrocidades sin apenas conciencia de culpa.

Es inútil explicarles que “el alcohol mata”, que terminarán con el hígado hecho paté y el cerebro de corcho. Ya lo saben. “los viejos siempre están hablando de lo que nos puede pasar —me dice Sandra—. Y eso no mola. Lo importante es vivir el momento”.

A la mayoría de esos chicos todavía no les gusta el alcohol. De hecho ni siquiera beben entre semana. Toman licores dulces y empalagosos —sobre todo las chicas— como quien chupa una piruleta. Lo único que buscan es el efecto: la borrachera justa para huir de la realidad. Coger el punto, lo llaman. Éste es, por supuesto, el mejor camino hacia el alcoholismo.

Ahora tratan de reprimir el botellón a base de reglamentos. Cualquier día inventan un fiscal antibotellón. Ya se sabe, cuando falla el espíritu y se hunden los valores morales, siempre hay alguien que pide mano dura y leyes enérgicas. Pero lo jurídico tiene su ámbito propio, y no es éste.

El botellón revela hasta qué punto ha calado entre los más jóvenes la mentalidad hedonista. Ellos no tienen toda la culpa: se limitan a llevar hasta sus últimas consecuencias lo que han aprendido. Sienten la atracción de la desmesura, de lo que antes era marginal y ahora lo encharca todo. No les pidamos pues que tengan buen gusto o que sean moderados: su metabolismo se lo impide.

El botellón no tiene alternativas. Es inútil tratar de buscar expansiones civilizadas para que la tribu hedonista se desfogue cada viernes. Es preciso enseñarles a cambiar de mentalidad; decirles que la vida no se agota en el placer, que hay esperanza: podemos y debemos dar fruto. Demasiados adolescentes han renunciado a hacer de sus vidas algo grande. Chicos y chicas resignados con la esterilidad, que necesitan alcohol, ruido o lo que sea, con tal de huir de una realidad que les resulta insoportable.

Ellos no son así. Necesitan elevar el punto de mira para descubrir el espíritu, y encontrar a Dios, y pisar, por fin, tierra firme.

—No sé —me dice Guillermo—. ¿Cree usted que podemos cambiar? —Si no lo creyera, ¿estaría aquí hablando contigo?

Alejandro Llano, “El futuro de la familia”, La Gaceta, 5.X.2006

Una tendencia común a todas las épocas parece ser la proclividad a considerar que ese tiempo que en cada caso se está viviendo tiene algo de excepcional. Siempre tiende a pensarse que es el final de una etapa ya completamente superada y la inauguración de un período radicalmente nuevo, en el que será posible despedirse definitivamente de las viejas costumbres.

Por ejemplo, desde mediados del siglo XVIII se da al cristianismo por muerto y enterrado. Pero el cristianismo entierra a sus enterradores y renace de sus cenizas como el Ave Fénix. También aquí vale lo del clásico del teatro español: “Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Para desesperación de los secularistas a ultranza, es preciso seguir contando con la religión, porque una mayoría de la población mundial continúa estimándola como indispensable. Algo de eso está sucediendo hoy con la familia, a la que algunos —confundiendo quizá su deseo con un pensamiento— dan por disuelta y acabada. No es la primera vez ni será la última. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “El futuro de la familia”, La Gaceta, 5.X.2006″

Alejandro Llano, “Sociedad del conocimiento”, La Gaceta, 19.X.2006

En esta temporada pre-electoral, nuestras ciudades ofrecen un aspecto que hace dudar de si nos encontramos ante urbes en construcción o ante ruinas tras un bombardeo. El cemento, el hormigón y el asfalto son las cartas credenciales para presentarse a la reelección. Estamos donde estábamos, no muy lejos de un embobamiento ante las obras públicas que quizá hemos heredado de los romanos.

En cambio, ni en los discursos políticos ni en la realidad ciudadana se divisan signos de interés por la innovación, no digamos por la investigación y la enseñanza. Como se maliciaba Unamuno, al español le gusta el bulto, la cosa mostrenca, lo máximamente concreto, mientras que desconfía de los conceptos, sospecha de las ideas y nunca ha manifestado especial amor por la ciencia. Hasta en la Unión Europea, donde no abundan los linces, se han dado cuenta de esta querencia hispana y nos han recomendado que invirtamos la actual tendencia y gastemos la mitad en infraestructuras y el doble en investigación. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “Sociedad del conocimiento”, La Gaceta, 19.X.2006″

Ignacio Sánchez Cámara, “Más allá del multiculturalismo”, Gaceta, 11.X.06

No hay sociedad sin comunidad de valores. El multiculturalismo radical conduce a la disociedad El mal que nos acecha es aún peor que el que denunciaban los críticos del multiculturalismo. Así lo atestiguan sucesos recientes que afectan a nuestra relación con el Islam radical: desde las caricaturas de Mahoma a Idomeneo; de las declaraciones de Jack Straw a “moros y cristianos”.

La amenaza consistía en la imposición de la dictadura de la corrección política, especialmente a través de la degradación de los planes de estudio a manos del relativismo cultural, el feminismo y la deconstrucción, y en la anomia social y la generación de guetos. Entre la cruda asimilación que desprecia la cultura y los derechos ajenos, y un multiculturalismo rampante que imposibilita la integración, debilita los propios valores occidentales e instaura la marginación, cabe optar por la integración. No hay sociedad sin comunidad de valores, ideas y creencias. El multiculturalismo radical conduce a la disociedad. El modelo inglés, muy respetuoso con las otras culturas, no es genuinamente multiculturalista, pues se basa en la confianza en que los inmigrantes, aún manteniendo sus pautas culturales de origen, se integren en el modelo de vida inglés.

Pero esta amenaza multiculturalista es ya cosa menor. El peligro es mayor. No se trata sólo de que se nos invite a un mosaico multicultural en el que, al menos, la cultura occidental sea una más que pueda coexistir con las otras, sino que está llamada a extinguirse por obra de una tolerancia frenética y unidireccional. La coartada es el respeto debido a las convicciones religiosas ajenas; desde luego, nunca a las cristianas. Y claro que deben ser respetadas todas las convicciones religiosas, y no sólo las foráneas, pero no es posible imponer ese respeto por la vía penal sin cercenar la libertad de expresión. En eso consiste precisamente la tolerancia: en soportar lo que se considera erróneo o malvado, no en aceptarlo como bueno. La presión islamista radical no aspira sólo a que se respeten todas sus formas y manifestaciones en Occidente, aunque conculquen sus principios más fundamentales, sino en transformar las instituciones occidentales en favor del respeto a las creencias exóticas.

En este sentido, ya no basta con tolerar la discriminación de la mujer u otras prácticas ilegales, sino que se exige la renuncia a la libertad de expresión. Entonces el problema no consiste ya en tolerar, por ejemplo, el uso del velo, que va de suyo, sino en reprimir toda manifestación crítica hacia él. Así, la fiesta de moros y cristianos es amputada de su mitad sarracena en pro de la convivencia. El imperialismo y el racismo son siempre occidentales. Imperialismo es lo que hicimos nosotros; lo que hacen ellos es simple expresión de su forma de vida. Si los musulmanes invadieron España, estaban en su derecho. Si los españoles conquistan América son imperialistas. Si los españoles recuperan la Hispania perdida, son imperialistas. Si los criollos americanos se rebelan contra la metrópoli, son libertadores.

Decía Alain Touraine que la convivencia entre culturas no es posible mientras no renuncien todas ellas a la posesión de verdades absolutas. No lo creo así; basta con que renuncien a imponer a los demás por la fuerza esas verdades. En cualquier caso, hoy por hoy, bien sabemos quién exhibe sus verdades absolutas y, sobre todo, quiénes están dispuestos a imponerlas a los demás mediante la violencia. No faltan demócratas de pacotilla que piensan que cualquier cosa es democrática mientras cuente con la adhesión de la mayoría. Pues no. La democracia no consiste sólo en el respeto a la decisión de la mayoría, sino en un complejo sistema de derechos, libertades y controles al poder. Si la mayoría renuncia a esos derechos, libertades y controles, lo que resultará no será una democracia.

La voluntad de la mayoría puede eliminar la democracia. Y esta última advertencia no es sólo una premonición alusiva a eventuales mayorías antioccidentales en el seno de Occidente, sino que, por desgracia, ya se ha visto corroborada en el pasado. La amenaza no procede tanto del exterior como de la debilidad, la cobardía y la indigencia intelectual de un sector de las sociedades occidentales, acaso el más poderoso e influyente.

Enrique Monasterio, “Los guarrománticos”

Según Kloster, el Romanticismo ha sido el peor virus político, artístico y literario de nuestra historia reciente. Empezó a reblandecer las meninges de Europa a comienzos del XIX, y desde entonces el mundo no ha levantado cabeza. -Nos hemos vuelto gemebundos y moqueantes, amigo mío -me explicaba con su peculiar facundia-. Los suspiros han acabado con los héroes. Malos tiempos para la épica.

Le respondí que, sin romanticismo, nos habríamos perdido a Rousseau, a Goethe, a Brahms, a Bécquer…, pero él apostilló que también habríamos perdido a Bisbal, a Bustamante, la new age y Pasión de Gavilanes. -Y lo malo -concluyó- es que lo peor está aún por venir. Es cierto: los grandes temas del romanticismo clásico -la pasión libertaria, el gusto por lo esotérico, el culto a la naturaleza y, sobre todo, la hipertrofia de los sentimientos- han alcanzado tal crédito social y cultural que nadie cuestiona su primacía sobre cualquier otro valor.

– ¡Mamá, has herido mis sentimien tos…! – clamaba enfurecida Vanesita Ramírez, empleando una expresión oída en un telefilme que le había gustado mogollón-.

Y la sicóloga Cuquita R. Williams, aconsejaba a una atribulada estudiante de bachillerato: -Si sientes algo especial, no temas; libérate de tabúes, corre al encuentro de “él”, y entrégate sin tasa.

El lenguaje de Cuquita es mohoso, pero su doctrina está al día: “sentir algo especial” es suficiente para legitimar cualquier comportamiento.

Hubo un tiempo en que a los niños nos decían cosas terribles como esa de que “los hombres no lloran”. Hoy, por el contrario, llorar es obligatorio. Hay que gimotear, dar rienda suelta a los lagrimales sin miedo a asperger a los vecinos. En el triunfo y en el fracaso, cuando ganamos Operación Triunfo y cuando fallamos un penalti, cuando declaramos nuestro amor y nos lo declaran, nada mola más que una lacrima sul viso.

– ¡Es tan mono! -decía Jessica a su hermana-. Cuando me pidió salir, lloraba como un niño…

-Y tú, ¿hacías pucheros? -¡Ay,sí…! Un día llegó lo inevitable: el romanticismo y el hedonismo se encontraron; comprendieron que habían nacido el uno para el otro y se unieron en solemne concubinato. Al fin y al cabo, entre la exaltación de los sentimientos y la glorificación del placer casi no hay distancia. El hedonismo aportó al romanticismo el aspecto práctico: convirtió el amor en una cuestión química de intercambio de fluidos, desechando su dimensión espiritual. El romanticismo, por su parte, envolvió en un celofán de suspiros las toscas exigencias hedonistas, y renunció a hablar de amor eterno, de fidelidad y de otras obscenidades semejantes. En nombre de los sentimientos -que todo lo justifican- convirtió las urgencias sexuales en actos virtuosos, en lírica pura. Y nacieron los guarrománticos.

Los guarrománticos están por todas partes: hay culebrones guarrománticos, música guarromántica, literatura y hasta poesía guarromántica. Y telefilms, videojuegos, comics… Pero hay, sobre todo, demasiadas víctimas del virus. Pienso en los más jóvenes: miles de chicos y chicas corrompidos, que no se merecían estar así.

Después de charlar con uno pensé escribir estas líneas. Y escribiré algunas más sobre los viejos guarrománticos y sobre los cobardes que no hemos sabido detener la epidemia. Hablaremos también de la vacuna.

Juan Manuel de Prada, “Sobre la vocación profesional”

Transcripción de una conferencia. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Sobre la vocación profesional””

Enrique Monasterio, “El sapo de Isabel”

No se llama Isabel la protagonista de esta anécdota, pero ella me ha pedido que la cuente con todo detalle.

Cuando llegó al colegio hace qué sé yo cuántos años, acababa de cumplir los trece y padecía un pavo en fase aguda. Larguirucha, con cinco o seis arandelas en cada oreja y cara de pasota, pronto descubrió que, en este cole, las profesoras y el capellán le hacían caso. Y tanto le gustó la novedad, que se convirtió en mi sombra, una sombra grata casi siempre y un poco pesada a veces.

La adolescencia es imprevisible y variada. Hay adolescentes eufóricos y depresivos, melancólicos y cínicos, tímidos y bocazas… A veces en un mismo chico o chica se dan características contradictorias; pero coinciden siempre en su inmensa desmesura. El pavo de Isabel, fue lánguido, pegajoso, cansino, de brazos caídos y pies de plomo, de largos silencios y mirada triste de cachorro desamparado.

No soy capaz de recordar qué enormes problemas le impulsaban a verme cada tres días. Muy graves no eran, ya que alguna vez la devolví a clase con cierta brusquedad.

—¡Qué fuerrrte…! –me reprochó un día haciendo tremolar la erre– Allá usted con su conciencia si no quiere hablar conmigo.

Pasaron los meses, terminó el curso, se fue a la Sierra, y de vuelta en septiembre, como tardaba en venir a saludarme, tomé yo la iniciativa.

—¿Qué tal, Isabel? ¿Cómo ha ido el verano! —Normal.

El tono, el gesto y la mirada eran secos y provocadores.

—¿Te ocurre algo? —Que paso de colegios, de misas y de curas: son unos comecocos. Y no pienso recibir la Confirmación… Demasiados mensajes para una sola frase. Este tipo de afirmaciones, a los 14 años, deben traducirse por “hoy tengo mal día. Mañana hablaremos”. Dos semanas más tarde, sin embargo, perseveraba en su actitud, y yo acudí a una de sus amigas: —A Isabel lo que le pasa es que es tonta. Yo creo que tiene un sapo… Ya lo soltará.

Sí, claro, el famoso sapo; eso debía de ser.

Dicen los expertos que, a los 14 años, la sinceridad cuesta más que en otras edades; pero los expertos, como casi siempre, se equivocan. La sinceridad es tan difícil a los 14 como a los 50. Lo que ocurre es que en cada etapa de la vida las razones que uno se da para tragarse el sapo son diferentes. A los 14 años, por regla general, se miente peor que a los 50, ya que la hipocresía requiere mucha práctica. De ahí que el sapo de una adolescente sea sencillo de diagnosticar.

Pero Isabel seguía hermética como una ostra. Sus labios se habían convertido en una línea recta y dura, sellados a cualquier intento de comunicación civilizada.

Hasta que una tarde… Venía hacia mí por la calle, acompañada por un chaval de unos quince años, alto y flaco, con ese aspecto de recién desenrollados que tienen algunos adolescentes. Ella hablaba y hablaba sin dejar de mirarlo. No me vio hasta que casi nos tropezamos en un semáforo.

—Ah, hola… Isabel reaccionó con insólita cortesía: —Le presento a Borja…, un amigo.

El chico me miró confuso. Le estreché la mano y me dirigí a Isabel: —Oye, ¿sabes que tienes muy buen gusto? Se puso roja, se le escapó una carcajada, y, oh, sorpresa, exhibió en los dientes un aparato metálico más espectacular que las arandelas de sus orejas. Trató de taparse la boca, pero ya era tarde… Al día siguiente, me explicó lo que yo ya sabía: que ése era su sapo. Que le daba cosa que la viera así; pero que seguiría siendo mi amiga y, por supuesto, recibiría la Confirmación. Yo le conté entonces lo que ahora me sirve como moraleja de este artículo.

Abrir el alma en la dirección espiritual se hace duro cuando hemos cometido uno de esos errores que humillan no por su importancia, sino porque afectan al centro de nuestra intimidad, al concepto que uno tiene de sí mismo o a la imagen que le gustaría proyectar al exterior. Así se forma el famoso sapo, que al enquistarse, produce un atasco en la conciencia y afecta a toda la vida moral.

Cuando, al fin, uno quita el tapón, vence al demonio mudo y achica sus miserias en el desaguadero de la Penitencia, el confesor apenas se fija en esos pecados, tan vulgares por otra parte. Lo que le conmueve de verdad son las virtudes que el penitente muestra sin querer. Y el sapo, cuando sale de su guarida, acaba por ser tan terrible como el de Isabel.

Lo que ella no sospechará jamás es que aquel día, roja como el semáforo donde nos encontramos y con la risa acorazada, estaba más guapa que nunca.

* Sapo: “algo malo que uno ha hecho, que se te queda dentro y da supervergüenza contar, y te pones de todos los colores” (Definición de Elena, alumna de 6º de Primaria).