ACI, “Los preservativos no reducen el riesgo de enfermedades venéreas”, 20.X.02

Un informe científico de la Medical Institute for Sexual Health alerta sobre los riesgos de contraer estas enfermedades. Continuar leyendo “ACI, “Los preservativos no reducen el riesgo de enfermedades venéreas”, 20.X.02″

Salvador Cervera, “La depresión, mucho más que la tristeza”, Alfa y Omega, 15.I.04

Se ha generalizado el término depresión, que se ha puesto de moda en el lenguaje de la calle y se utiliza en muchos casos de forma incorrecta. Sin embargo, la enfermedad es muy seria, no tiene nada que ver con esa apatía ante la vida del estudiante que ha suspendido seis asignaturas, y como tal debe ser tratada. El peligro de generalizar el término poliédrico puede llevar a descuidar una cura eficaz ante la enfermedad. Para esclarecer este punto, el profesor Salvador Cervera, de la Universidad de Navarra, explicó en el reciente Congreso Internacional de la Salud, celebrado en Roma, la diferencia entre el malestar y la enfermedad de la depresión El estado de ánimo triste es un malestar psicológico frecuente, pero sentirse triste o deprimido no es suficiente para afirmar que se padece la depresión. Este término puede indicar un signo, un síntoma, un síndrome, un estado emocional, una reacción o una entidad clínica bien definida. Por ello es importante diferenciar entre la depresión como enfermedad y los sentimientos de infelicidad, abatimiento o desánimo, que son reacciones habituales ante acontecimientos o situaciones personales difíciles.

En la respuesta afectiva moral nos encontramos con sentimientos transitorios de tristeza y desilusión, comunes en la vida diaria. Esta tristeza, que denominamos normal, se caracteriza por: ser adecuada y proporcional al estímulo que la origina; tener una duración breve; y no afectar especialmente a la esfera somática, al rendimiento profesional o a las actividades de relación.

En la depresión como estado patológico se pierde la satisfacción de vivir, la capacidad de actuar y la esperanza de recuperar el bienestar. Se acompaña de manifestaciones clínicas en la esfera del estado de ánimo (tristeza, pérdida de interés, apatía, falta de sentido de esperanza), del pensamiento (capacidad de concentración disminuida, indecisión, pesimismo, deseo de muerte, etc.), de la actividad psicomotriz (inhibición, lentitud, falta de comunicación o inquietud, impaciencia e hiperactividad) y de las manifestaciones somáticas (insomnio, alteraciones del apetito y peso corporal, disminución del deseo sexual, pérdida de energía, cansancio, etc.) Este conjunto de síntomas ponen de manifiesto que nos hallamos ante un estado patológico específico, netamente distinto de la tristeza normal y que adquiere formas e intensidades bien definidas. Y en este sentido se han establecido diversas formas clínicas de depresión internacionalmente aceptadas, que de menor a mayor intensidad son: reacción depresiva; trastorno depresivo mayor; distimia; trastorno bipolar; trastorno depresivo orgánico; depresión melancólica; y depresión psicótica. Cada una de ellas con rasgos diferenciales clínicos bien establecidos.

La depresión es el resultado de un diálogo interactivo entre la biología, los factores personales y psicológicos, y el ambiente. Como factores biológicos figuran una base genética, en algunas formas de depresión, alteraciones en los neurotransmisores cerebrales y alteraciones endocrinas e inmunológicas. Todos estos factores no deben ser considerados como agentes causales, sino como moduladores o marcadores biológicos del estado de enfermedad. Desde otro punto de vista, las características de personalidad juegan un papel, unas veces de predisposición, otras de complicación del cuadro clínico, o de configuraciones del cuadro clínico. Es de gran importancia también el estudio de los factores de vulnerabilidad, como, por ejemplo, la inestabilidad emocional, la hipersensibilidad, o la dependencia, la inseguridad y el pesimismo, o la alta vulnerabilidad a las situaciones de estrés. Estos rasgos predispondrían a la enfermedad especialmente cuando se asocian a factores sociales negativos.

Existe también una variedad de factores de protección que fortalecen al sujeto. Son los sistemas de creencias religiosas y de valores, el grado de madurez psicológica que permite una respuesta equilibrada desde el punto de vista emocional y racional, la facilidad para captar y asumir el sentido de las experiencias propias y ajenas, los sentimientos estables de apoyo y pertenencia propios de las relaciones personales, el ejercicio de la libertad para la realización de proyectos que comprometen de manera estable y que nos vinculan a los demás.

En cuanto a los factores ambientales, se han descrito una mayor probabilidad de padecer un trastorno depresivo cuando se dan factores externos adversos, como acontecimientos estresantes recientes, muerte prematura de un familiar, inadecuada educación, pobreza, malnutrición, insuficiente soporte social. Todos estos factores que forman parte de la biografía del individuo, repercuten en él, creando vulnerabilidad.

En conclusión, los factores que inciden en la génesis de la enfermedad depresiva forman parte de un sistema interactivo, que modula la respuesta a los sufrimientos que generan tristeza. Este sistema interactivo incluye una valoración, un discernimiento interno personal que otorga significado a lo percibido, con muy distintos significados clínicos. En la tristeza o aflicción normal, aunque hay una afectación, ésta no rompe el sentido armónico de la persona, y por eso se produce una respuesta adaptada al propio sujeto y a su entorno. En el trastorno adaptativo la afectación es desproporcionada. En la depresión mayor y en la distimia, la afectación de las estructuras es, no sólo intensa, sino distorsionante. Y en el caso de la melancolía, del trastorno bipolar y de la depresión psicótica, la respuesta está fragmentada, rota, con una fisura amplia respecto a las demás formas de depresión, pues manifiestan una ruptura interior, que supone un salto tanto cuantitativo como cualitativo. Consideramos que el principio armónico y de control global al que toda persona tiende, y que es adaptativo, se distorsiona en tres fases sucesivas, que podemos denominar sobrecarga, distorsión y ruptura. Y no parece que se deba plantear una disyuntiva entre incremento cuantitativo y salto cualitativo. En todos los ámbitos, desde lo inorgánico hasta los vivos, son muchos los casos en que un incremento cuantitativo del estrés se traduce en un cambio cualitativo, de forma y de función.

Diez características más comunes de la depresión: La persona experimenta un sentimiento general de falta de esperanza, de interés, con apatía, tristeza y abatimiento general. – Pérdida de perspectiva. Lucha por la confianza en uno mismo en lugar de contra los problemas de la vida. – Cambios en las actividades y preferencias. Alteraciones de sueño, en las comidas, en las relaciones sexuales… – Baja autoestima. – Tendencia al aislamiento. Temor sin fundamento a ser rechazado. – Deseo de huir de los problemas y de la vida misma. Deseo de suicidio. – Hipersensibilidad ante los comentarios y los actos de los demás. – Dificultad para controlar sus emociones, en especial la ira. – Fuerte sentimiento de culpa. – Estado de dependencia que refuerza el sentimiento de invalidez.

El término poliédrico de la depresión La tristeza normal es una respuesta afectiva constituida por sentimientos de la vida diaria, poco o muy intensos, pero escasamente duraderos, que aparece ante situaciones de estrés, frustración y pérdidas. Debe considerarse corno experiencia depresiva normal. – La depresión, como estado patológico, es un fenómeno en el que se pierde la satisfacción de vivir, la capacidad de actuar y la esperanza de recuperar el bienestar; se acompaña de manifestaciones somáticas y psíquicas, y produce en la persona diversos grados de incapacidad. – El proceso de estación de la experiencia depresiva patológica es altamente dinámico en el tiempo, con modos de vulnerabilidad que resultan de la combinación de la biología, factores personales y sociales o ambientales, y que se acentúan de acuerdo al curso de la biografía personal, los factores de protección y las experiencias de sí mismo y del entorno. – En la medida en que es una experiencia estrictamente personal, la vivencia de la enfermedad depresiva, como la de la tristeza normal, deben ser consideradas como únicas para cada persona, y su significado personal debe ser estimado en un plano existencial.

Cómo ayudar a personas que sufren depresión Mensaje de Juan Pablo II a la XVIII Conferencia Internacional sobre la Depresión: «La clave para ayudar a una persona con depresión es el amor y la oración. Las personas que cuidan de los enfermos deprimidos deben ayudar a recuperar la propia estima, la confianza en sus capacidades, el interés por el futuro, las ganas de vivir. Por eso, es importante tender la mano a los enfermos, hacerles percibir la ternura de Dios, integrarlos en una comunidad de fe y de vida, en la que se sientan acogidos, comprendidos, sostenidos, dignos, en una palabra, de amar y de ser amados.

En el camino espiritual son de gran ayuda la lectura y la meditación de los salmos, el rezo del Rosario, la participación en la Eucaristía, fuente de paz interior. La difusión de los estados depresivos es preocupante. Se manifiestan fragilidades humanas, psicológicas y espirituales, que al menos en parte son inducidas por la sociedad. Es importante ser conscientes de las repercusiones que tienen los mensajes transmitidos por los medios de comunicación sobre las personas, al exaltar el consumismo, la satisfacción inmediata de los deseos, la carrera a un bienestar material cada vez mayor. Es necesario proponer nuevas vías, para que cada uno pueda construir la propia personalidad, cultivando la vida espiritual, fundamento de una existencia madura. La Iglesia y la sociedad deben proponer a las personas, especialmente a los jóvenes, figuras y experiencias que les ayuden a crecer en el plano humano, psicológico, moral y espiritual. La ausencia de puntos de referencia contribuye a crear personalidades más frágiles, llevando a considerar que todos los comportamientos son semejantes.

Juegan un papel relevante la familia, la escuela, los movimientos juveniles, las asociaciones parroquiales.

También es significativo el papel de las instituciones públicas para asegurar condiciones de vida dignas, en particular, a las personas abandonadas, enfermas, ancianas. Son igualmente necesarias las políticas para la juventud, que ofrezcan a las nuevas generaciones motivos de esperanza, preservándolas del vacío o de otros peligros».

Salvador Cervera Enguix

Janice G. Raymond, “Diez razones para no legalizar la prostitución”, CATW, 8.I.04

Publicado en www.catwinternational.org Janice G. Raymond Coalición Internacional Contra el Tráfico de Mujeres (CICTM/CATW) 08/01/2004 Continuar leyendo “Janice G. Raymond, “Diez razones para no legalizar la prostitución”, CATW, 8.I.04″

Susanna Tamaro, “Regreso al corazón”, Alfa y Omega nº 316

En esta entrevista concedida al diario italiano Avvenire, la escritora italiana Susanna Tamaro juzga «nuestros tiempos díficiles» y la incapacidad de comunicar. Habla la escritora que está a punto de rodar como directora su primer largometraje.

Continuar leyendo “Susanna Tamaro, “Regreso al corazón”, Alfa y Omega nº 316″

Ignacio Sánchez Cámara, “Clonación ¿terapéutica?”, La Gaceta, 21.VI.2007

El pleno del Congreso de los Diputados aprobó el pasado jueves la nueva Ley de Investigación Biomédica, que convierte a España en el cuarto país europeo que legaliza la clonación con fines terapéuticos. Sólo el Partido Popular se opuso a la medida. La noticia ha pasado casi inadvertida, perdida en algún discreto lugar de las páginas de Sociedad de la mayoría de los diarios y, con apenas alguna excepción, por ejemplo este periódico, sin ningún comentario o análisis valorativo. Es decir, se ha colado de manera vergonzante.

La escasa repercusión en los medios contrasta con la trascendencia de la decisión, acompañada de una buena dosis de hipocresía. Así, la ley prohíbe expresamente crear embriones para la investigación, pero eso es precisamente lo que aprueba, sin más que recurrir a una tergiversación del lenguaje. Sutilmente, lo que se clona no son «embriones» sino «óvulos activados». Esperamos con ansiosa curiosidad la diferencia.

En realidad, estamos ante la aprobación del uso de embriones humanos con fines pretendidamente terapéuticos. Y digo pretendidamente, porque, como explicó magistralmente en estas páginas el viernes pasado Natalia López Moratalla, la clonación carece hasta ahora de uso terapéutico y sólo puede utilizarse, de momento, con fines de investigación.

Hoy por hoy, no cabe esperar de la clonación ninguna curación, sino sólo presuntas expectativas. Por esta razón, no cabe hablar estrictamente de clonación terapéutica, sino de clonación con fines investigadores. Por el contrario, sí es posible curar mediante la utilización de células madre de adulto, lo que no plantea ningún conflicto moral. Cada vez se abre más paso la evidencia científica acerca de la validez de la células del propio paciente en medicina regenerativa. Y se dirá, ¿es que la clonación con fines de investigación médica sí plantea conflictos morales? Y hay que responder afirmativamente, pues se trata de «fabricar» seres humanos (eso sí, invisibles para el ojo humano, y a quién le va a importar el destino de lo que no se ve), aunque el fin sea la búsqueda, que no la curación efectiva, de eventuales métodos terapéuticos.

La clonación es una de esas barreras que la humanidad no debe traspasar, aunque sea al servicio de fines, en principio, loables. Y no sólo por razones de naturaleza moral, sino porque transforma la autoconcepción que los hombres tenemos de nosotros mismos. Es una puerta abierta a algo que va más allá de lo que, al menos hasta ahora, ha sido la humanidad. Si fuera algo de suyo bueno, y que no planteara graves objeciones morales, no se trataría de manera tan vergonzante y con tantos circunloquios y enredos verbales. Se anuncia con cierta complacencia, como si eso nos situara en la vanguardia de la ciencia universal, que España es el cuarto país europeo en aprobarla, después del Reino Unido, Bélgica y Suecia. Y se omite el número de los que no lo han hecho «todavía». ¿Por qué no lo han hecho ya más países si es cosa tan fantástica y que permitirá curar tantas enfermedades? Por otra parte, en Estados Unidos, líder mundial indiscutible en investigación biomédica, aunque la clonación terapéutica no está prohibida, no se practica como consecuencia de las restricciones de los fondos federales para ello y del ambiente contrario en la opinión pública.

Por lo demás, nuestro Parlamento ha aprobado esta medida sin promover el necesario debate en la sociedad y sin alcanzar el consenso con la oposición. Poco ruido para demasiadas nueces. Al parecer, eso de que el fin no justifica los medios empieza a ser considerado como prescindible antigualla.

Ignacio Sánchez Cámara, “Vida digna”, La Gaceta, 18.III.2007

El fallecimiento de Inmaculada Echeverría tiene que merecer el sentimiento de condolencia y el respeto ante su sufrimiento. El dolor, lo sepa o no quien lo sufre, siempre redime. El respeto incondicionado a la persona no impide la valoración moral de sus decisiones, que nada tiene que ver con el juicio, absolución o condena. La evaluación moral de las conductas y de las personas persigue determinar si han optado por lo mejor, por un valor positivo, por el valor más elevado. No cabe mayor respeto a una persona que tratarla como ser libre, como fin en sí, como poseedora de una dignidad que trasciende la vida.

Y ha surgido la polémica acerca de si el caso se puede o no considerar como eutanasia. El asunto no es fácil pues se encuentra en el límite. Los conceptos no poseen en muchos casos límite o fronteras precisos. Desde luego, no es un caso de eutanasia activa, que consiste en producir directamente el fallecimiento del paciente. Evidentemente, tampoco estamos ante un caso ilícito de encarnizamiento terapéutico, que utiliza medios extraordinarios para prolongar la vida del paciente. El caso está más bien en la frontera entre la eutanasia pasiva o por omisión (en este caso, retirada) de un medio habitual de mantener con vida al paciente o, por el contrario, ante la legítima renuncia por parte del paciente a una concreta terapia médica. Con todas las cautelas, según mi criterio, se trata más bien de un caso asimilable a la eutanasia, ya que la respiración asistida, como la alimentación mediante sonda gástrica o por vía parenteral, no constituyen terapias desproporcionadas, sino tratamientos habituales y comunes. Sin embargo, es comprensible la opinión de quienes estiman que, por el contrario, se trata, en cualquier caso, de un procedimiento terapéutico al que legítimamente puede renunciar el paciente. De lo que no cabe dudar es de la existencia de una relación de causalidad directa entre la retirada de la respiración asistida y la muerte del paciente.

Lo que ya no comprendo es la utilización mediática del caso para intentar reabrir un debate sobre la eutanasia, sobre todo por parte de quienes consideran que no estamos ante un caso de eutanasia, y el empeño por convertir el suicidio en un derecho. Cuando se piensa que hay derecho a todo y se eclipsan los deberes, no es extraño que se defienda un extravagante derecho a morir. Con independencia de la debida distinción entre la moral y el derecho, existen fuertes razones para oponerse a la legalización de la eutanasia. La principal es la obligación de la sociedad de respetar y defender, en todos los casos, la vida humana. Tampoco cabe apelar al progreso, pues su práctica fue frecuente en el pasado y su prohibición constituye un avance en el proceso de humanización, ni a la autonomía de la voluntad, ya que exige la colaboración de la sociedad y no es, por tanto, un mero asunto personal. Por lo demás, no comparto la pretensión de convertir a quienes prefieren morir a padecer el dolor en algo así como héroes. Me parece mucho más heroica y ejemplar la actitud de quienes prefieren, a pesar de todo, seguir viviendo.

La vida humana siempre es digna, incluida, por supuesto, la de los enfermos incurables o terminales. Incluso en cierto sentido es aún más merecedora de apoyo y defensa, pues es más débil. El objetivo de la Medicina no puede ser prostituido. Consiste en curar y aliviar el dolor; nunca en matar. La obligación de los familiares, amigos y de la sociedad entera debe ser contribuir a paliar o atenuar ese dolor y, mediante el amor, mostrar que toda vida humana merece ser vivida. Quien ama y es amado no desea nunca morir, sino vivir para siempre. Lo que hay que hacer es abandonar lo que bien podría calificarse como una «cultura de la muerte», y valerse del talento humano para combatir las enfermedades y paliar sus efectos. En este sentido mucho es lo que cabe esperar de la ciencia, y, más aún de la generosidad y solidaridad humanas. Todo deseo de la muerte entraña un fracaso de la vida. Lo que más admiración merece es la decisión de vivir de quienes, sufrientes e incapaces de valerse por sí mismos, siguen luchando. Quizá no sepan el tamaño y la fuerza del valor que tiene su heroísmo, para ellas y para los demás. Aunque ciertamente el heroísmo no puede constituir una obligación jurídica, sino una actitud moral, una sociedad que, renunciando a la defensa de la vida, acepta el aborto libre, la eutanasia y la pena de muerte, camina por la senda del envilecimiento.

La eutanasia no es un mal sólo por los abusos a que puede dar lugar. Ella misma, su uso es, de suyo, un abuso. Por lo demás, el objetivo de la moral no consiste en promover la «buena muerte», la «muerte digna», sino en proponer la vida buena. Y una buena muerte no es sino aquella que pone fin (para los creyentes, sólo terrenal) a una vida buena. Toda vida, sin restricción alguna, es digna.

Ignacio Sánchez Cámara, “La buena muerte”, La Gaceta, 22.I.2007

Con el mayor despliegue propagandístico, el más poderoso grupo mediático de España vuelve a exhibir su campaña en favor de la legalización de la cooperación al suicidio, o, si se prefiere, su apología de la muerte voluntaria y del asesinato filantrópico. Al menos, el debate sobre la llamada eutanasia opera contra el ocultamiento posmoderno de la muerte. En una de sus acepciones esenciales, la filosofía es tendencia hacia la muerte. Así se recoge en el diálogo platónico Fedón: «Todos aquellos que se ocupan en debida forma con la filosofía parecen, en efecto, ocultos como están ante los demás hombres, no haber puesto sus miras en otra cosa, sino en sucumbir y en estar muertos». Bien es verdad que se refiere a la búsqueda de la verdadera vida, de la inmortal. Es una forma precristiana del «muero porque no muero». Para mentalidades laicas, acaso convenga recordar la tesis de Wittgenstein de que la muerte no es un acontecimiento de la vida, y la idea de Spinoza de que en nada piensa menos el hombre libre que en la muerte. Respeto a quien desea morir (todo hombre es acreedor al respeto por su mera condición personal), mas no veo nada heroico en su decisión. Mucho más mérito me parece que tiene quien acepta el dolor y valora y dice siempre sí a la vida. Nunca sabremos el valor que puede llegar a tener nuestro sacrificio, ni el dolor que nuestra muerte puede causar a otros. Lo que es absurdo e insufrible para uno puede constituir para los demás un ejemplo o, incluso, su salvación. Es equivocado considerar que la vida sólo es digna bajo ciertas condiciones. La vida es un don que no se recibe a beneficio de inventario. ¿Es que, acaso, es menos digna la vida de los enfermos incurables o terminales que deciden seguir viviendo? Por lo demás, el de eutanasia es un pésimo término para designar lo que pretende. No hay otra buena muerte que la que pone fin (para los creyentes en la inmortalidad, un final sólo mundano o terreno) a una vida buena. Es grave irresponsabilidad promover una decisión definitiva y mortal para quienes pueden padecer un transitorio episodio depresivo. Se invoca la libertad. Pero, ¿es imposible manipular la voluntad de quien sufre? ¿No es irresponsable ofrecerle una salida fácil a quien no tendrá la oportunidad de arrepentirse? Ni juzgo ni condeno a quien deja de desear vivir, pero eso no me permite estimar que su decisión sea igualmente valiosa y heroica que la de quien, en las mismas condiciones, quiere seguir viviendo. Nunca sabremos el efecto que nuestro eventual heroísmo puede surtir en otros, ni llegaremos a comprender cabalmente el efecto redentor del sufrimiento.

Todo lo anterior sería, a mi juicio, válido, aunque jurídicamente llegara a ser despenalizada la llamada eutanasia. Ni siquiera lo prejuzga, pues no toda la moral debe ser impuesta por el derecho. Ciertamente, tampoco se puede reducir la moral a lo jurídico. Sin embargo, sería extraño el tránsito repentino de la proscripción penal de una conducta a su recomendación como algo ejemplar. Al menos, cabría postular un periodo intermedio en el que la conducta despenalizada fuera estimada como moralmente no recomendable, aunque jurídicamente permitida. Por lo demás, la legislación española, en el artículo 143 del Código penal, castiga la inducción y la cooperación con actos necesarios al suicidio de una persona. En cualquier caso, no parece adecuado hurtar un debate a la sociedad y al poder legislativo, mediante la utilización de la vía de hecho y la impunidad consumada. Quienes propugnen la legalización del asesinato filantrópico o de la cooperación con el suicidio están legitimados, en una sociedad democrática, para defender sus posiciones y emprender un debate jurídico en el que esgriman sus argumentos, pero no lo están para vulnerar la ley ni forzar el triunfo de sus posiciones mediante la vía de hecho. Esto sería una forma ilegítima y antidemocrática de acción directa, que hurtaría algo esencial inherente a una sociedad democrática: debatir, argumentar y convencer.

Una última consideración. El poderoso grupo mediático ha hurtado a sus lectores, al menos hasta ahora, un testimonio muy relevante, el del hijo de la suicida, que ha denunciado a la Asociación en favor del Derecho a morir dignamente por haber inducido la muerte de su madre y cooperado con ella. En decisión tan íntima e irrevocable, han influido algunas personas, incluida la presencia de una periodista, pero no ha podido intervenir en ella nada menos que un hijo. La arbitrariedad de la voluntad no es criterio moral, pero incluso quienes la erigen en norma suprema deberían considerar las posibilidades de manipulación. No toda aparente decisión es libre. ¿Es seguro que no habría podido influir en la decisión fatal una opinión contraria del hijo? La opinión dominante cree que dos decisiones contrarias son igualmente respetables, pero la mía es que no pueden ser igualmente valiosas. Por mi parte, no creo que el suicidio sea una buena muerte.

Ignacio Sánchez Cámara, “Turismo abortivo”, La Gaceta, 26.XI.2006

España, como casi todo, cambia. Y no siempre para mejorar, pues no todo cambio entraña progreso. Antes éramos un país de emigrantes; ahora lo somos de acogida de inmigrantes. Antes, algunas españolas viajaban a países extranjeros para abortar. Ahora, algunas extranjeras viajan a España, para «interrumpir sus embarazos», es decir, para matar a sus hijos embrionarios. Nada nuevo bajo el sol; sólo cambia la dirección del itinerario abortivo. Aún habrá quien diga que hoy somos más libres; al parecer, más libres también para el crimen.

Según la información disponible, se ofrece un pack (añadamos el mal gramatical al moral) que incluye vuelo, alojamiento y aborto, a precios adecuados para que el negocio no decaiga. Incluso se practica en casos de embarazos muy avanzados, en los que el embrión se debate y defiende para eludir la agresión mortal: puro asesinato.

La valoración moral no me ofrece dudas. La inmoralidad del aborto voluntario deriva del imperativo de no matar. Si se prefiere una visión de la moral más positiva y menos prohibitiva, y apelando a la fértil idea de «lo mejor», siempre será preferible y mejor conservar la vida del embrión que acabar con ella. A menos que, en contra de toda evidencia, la vida sea considerada como un mal del que debe huirse o como un bien de libre disposición por parte de la madre, con lo que el supremo acto moral sería el suicidio. Como no es lo mismo la moral que el derecho, aunque no sean absolutamente independientes, pasemos ahora a este último. Si la práctica del aborto fuera un puro ejercicio de autonomía de la voluntad que no afectara a un bien jurídicamente protegible (y protegido en nuestro ordenamiento jurídico), no cabría penalizarlo, aunque se tratara de una conducta inmoral, pues el derecho no existe para producir el perfeccionamiento moral de las personas, aunque tampoco deba ser un obstáculo para él. El problema es que sólo una sanción penal, por benévola que pueda ser, e incluso excluyéndola en algunos casos, permite proteger jurídicamente la vida de las personas, nacidas o no. Es lo que hace nuestra legislación actual, que considera que el aborto voluntario es un delito, y sólo excluye la aplicación de la pena en tres casos tasados: violación, malformaciones del feto y peligro para la salud física y psíquica de la madre. No existe, por lo tanto, algo así como un derecho a abortar en esos tres casos, sino que se trata de un acto ilícito, al que se excluye la pena por razones fundadas. Ciertamente, entonces puede practicarse en esos casos, lo que no quiere decirse que se deba, sin estar sometido a la amenaza de la sanción penal. Pero en España no existe un derecho al aborto nunca, ni siquiera en esos tres casos citados. El problema es que una legislación como la nuestra, acaso bienintencionada e incluso correcta, resulta muy vulnerable al fraude de ley. Y es lo que sucede. El problema no estriba tanto en la ley, quizá discutible, como en su mala aplicación o en la falta de ella. El cajón de sastre criminal viene por la vía de la salud psíquica de la madre, si basta con que un facultativo con pocos escrúpulos certifique que, en el caso de continuar el embarazo, corre grave peligro. ¿Es nítido el concepto de la salud psíquica? ¿No puede extenderse abusivamente hasta incluir una leve depresión? ¿No podría entonces interrumpirse cualquier embarazo, es decir, asesinar a la persona no nacida, previa petición de la madre? Me temo que esto es lo que sucede en este turismo aberrante y criminal en fraude de ley. Nacionales y extranjeras se acogen a este fraude para eliminar la vida humana que portan en sus entrañas. El problema es que la mayoría de las veces la salud psíquica no hace sino empeorar, a menos que la conciencia moral se haya debilitado hasta casi desaparecer, pues no es fácil imaginar un crimen que entrañe una más pesada carga moral para su autor que la muerte que una madre inflige a su propio hijo. Y lo terrible aumenta si se considera que además existe una fácil solución, pues abundan las parejas que desean adoptar hijos y que viajan a lejanos países para satisfacer su ansia frustrada de paternidad. ¿No sería mejor que esos hijos, en lugar de ser muertos, nacieran y fueran entregados en adopción?

El añorado Julián Marías afirmó que los peores errores morales de nuestro tiempo eran la aceptación social del aborto y la generalización del consumo de drogas. Tenía, y tiene, razón, pues se trata de males profundos que revelan la inversión del orden natural de los valores y la inmoralidad de un tiempo, que se manifiestan en otros males terribles y derivados de esa anomia moral. Si se considera bueno lo que es malo en algo tan básico como la transmisión y protección de la vida; si es lícito que una madre acabe con la vida de su hijo, entonces, parafraseando al personaje de Dostoievski, todo está permitido. No deseo que ninguna mujer que aborte vaya a la cárcel; sólo reclamo que ninguna lo haga, y que la sociedad y su derecho protejan el valor de la vida humana.

Juan Manuel de Prada, “Mataderos infantiles”, ABC, 7.XI.2006

Un programa emitido recientemente por la televisión pública danesa demuestra que en un matadero infantil barcelonés se están perpetrando abortos a mansalva. El abortero que regenta este pingüe negocio declaraba sin empacho a la periodista danesa utilizada como cebo en el reportaje, encinta de siete meses: «Lo primero que haremos será provocar un ataque al corazón del feto, que así nacerá muerto. No hay problema». Dos años atrás, ya el dominical británico «The Sunday Telegraph» publicaba un reportaje donde se denunciaba que en el citado matadero se estaban perpetrando abortos a granel, so pretexto de «evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada». Tanto el programa danés como el reportaje del semanario británico demostraban que las clientes del matadero no están expuestas a ningún grave peligro; son, simplemente, mujeres que abortan por irreflexión, por pura inhumanidad, algunas veces incitadas por motivos irracionales, por una enajenación de la voluntad que los aborteros barceloneses incitan y estimulan. Como María, una valenciana de cuarenta años que en el año 2000 acudió a este matadero, solicitando que le fuese practicado un aborto, porque el hijo que esperaba era varón, y ella deseaba tener una niña. No importó que tanto ella como el niño gestante estuviesen completamente sanos; en lugar de disuadirla de tan aberrante capricho, el abortero consumó el crimen, aprovechándose de la ofuscación de María, quien tras despertar de la anestesia cobró conciencia de la bestialidad que acababa de perpetrarse.

Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Mataderos infantiles”, ABC, 7.XI.2006″

Juan Manuel de Prada, “Tocomocho genético”, XLSemanal, 8.I.2006

Ando desde hace algunos años absolutamente alucinado con los métodos inescrupulosos y sensacionalistas que ha adoptado la investigación genética, más atenta a la fanfarria mediática y a las cotizaciones bursátiles que al verdadero progreso científico. En esta nueva deriva degenerada sorprende, en primer lugar, el relativismo desenfadado con el que se han despachado los muy espinosos dilemas éticos que rodean la manipulación de embriones: si el siglo XX entronizó la banalidad del mal (recordemos la sobrecogedora frase de Stalin: «Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística»), parece que el siglo XXI será el que por fin se atreva a aprovechar las ‘utilidades industriales’ de tan bestial aserto. Pero la desfachatez amoral con que nuestra época ha resuelto el dilema de la manipulación de embriones no resultaría tan insoportablemente obsceno si no se justificase, para mayor recochineo, con coartadas humanitarias que sacan tajada del dolor de mucha gente y de la compasión que dicho dolor provoca en cualquier persona no completamente impía. Mucho más cruel aún que dejar morir a alguien sin esperanza es dejar que muera tras haberle hecho concebir esperanzas infundadas sobre su hipotética recuperación. Que es lo que, hoy por hoy, está favoreciendo, incluso estimulando descaradamente, la investigación genética: usar el dolor de esos enfermos (a quienes se moviliza para que protagonicen campañas en pro de la clonación o para que soliciten a los gobernantes una legislación permisiva en la materia), a quienes a cambio se les ofrecen soluciones inverosímiles, o siquiera inciertas, a sus dolencias. La investigación genética se presenta como una especie de panacea universal que derrotará de un plumazo el sufrimiento humano; se presenta, incluso, como una vía promisoria de acceso a la inmortalidad. Una vez excitada esa ‘codicia de salud’ que anima al hombre contemporáneo, ¿qué importa si muchas de las enfermedades que la investigación genética promete remediar aún son de etiología desconocida? ¿Qué importa si las células madre que, según se nos predica, remediarán estas enfermedades ignotas, puedan extraerse de órganos adultos, sin necesidad de crear artificialmente embriones que luego serán destruidos? ¿Qué importa, incluso, si dentro de unos años hay que reconocer el fracaso de los experimentos? Para entonces, la investigación genética ya habrá rendido unos beneficios opíparos a sus promotores; si, en esa búsqueda del enriquecimiento fácil, se han liquidado unos cuantos miles o millones de embrioncitos de nada («Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística»), bastará con alegar que «cayeron en acto de servicio». Y a otra cosa, mariposa.

Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Tocomocho genético”, XLSemanal, 8.I.2006″