Oriana Fallaci, “Nosotros los caníbales (investigación con embriones)”, El Mundo, 9.VI.2005

Italia celebrará un referéndum los días 12 y 13 de junio donde los ciudadanos de ese país decidirán si quieren que se permita la investigación con embriones humanos, si se profundiza el desarrollo científico en áreas como la fertilización asistida y las pruebas con células madres. A raíz de la consulta a la población, la escritora Oriana Fallaci publicó en el Corriere della Sera un artículo que EL MUNDO reproduce íntegro por la actualidad que posee el tema en nuestra sociedad y la necesidad de un debate entre ciudadanos debidamente informados. En Italia se votarán cuatro cuestiones de una ley considerada muy rígida. El primer punto permitirá derogar el artículo que impide la investigación sobre embriones -el asunto más controvertido-; mientras que los tres capítulos restantes son mucho más técnicos y dependerán, en esencia, del primero.

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Marcello Pera, “La crisis del relativismo en Europa”, ABC, 2.V.2005

Entrevista de Juan Manuel de Prada a MARCELLO PERA, Presidente del senado de ITALIA Continuar leyendo “Marcello Pera, “La crisis del relativismo en Europa”, ABC, 2.V.2005″

Juan Manuel de Prada, “Doctor muerte”, ABC, 14.III.2005

No nos pronunciaremos aquí sobre el escándalo que en estos días sacude un hospital de Leganés. Pero este turbio asunto nos permitirá abordar un aspecto nuclear de la eutanasia que con frecuencia se soslaya, a saber: la relación que se entabla entre el médico y el enfermo. Los defensores de la eutanasia suelen presentarla como un mero acto de voluntad soberana en el que el enfermo determina los confines de su propia existencia. Podemos echarle toda la épica sentimental que deseemos a este presunto ámbito de decisión autónoma del enfermo, mas no por ello dejaremos de falsear la realidad. La eutanasia exige al menos la intervención de dos personas: se trata de una relación intersubjetiva en la que, sin embargo, uno de los sujetos participantes impone su voluntad sobre el otro. Quizá sea este componente asimétrico el que convierte la eutanasia en una relación más que discutible desde una perspectiva estrictamente jurídica: pues, o bien el enfermo se convierte en dueño de la voluntad del médico, reduciéndolo a mero instrumento de su designio, o bien -y esta posibilidad resulta aún más escalofriante- el médico se erige en señor de la vida del enfermo, arrogándose un poder desproporcionado.

En Derecho, las relaciones imponen derechos y deberes correlativos; en la eutanasia, sin embargo, el presunto «derecho a morir» del paciente no genera un deber correlativo en el médico, pues -en esto convendremos todos, incluso los más acérrimos defensores de la eutanasia- nadie puede ser obligado por un «deber de matar». Pero la naturaleza viciada de esta peculiar relación que se entabla en la eutanasia se hace todavía más notoria, más insoportablemente notoria, cuando el médico suplanta la voluntad del paciente. La intervención del médico en casos de eutanasia es siempre valorativa; y, del mismo modo que en la emisión de un diagnóstico el médico puede cometer errores, puede confundirse en la valoración de una enfermedad que juzga incurable. Los motivos de esa valoración errónea son diversos: el médico, en el desenvolvimiento de su trabajo, está sometido con frecuencia a presiones insuperables (falta de camas, necesidad perentoria de órganos para trasplantes, etcétera), pero además pueden actuar sobre su decisión razonamientos equívocos de índole ideológica, filosófica o humanitaria (máxime ahora, cuando la eutanasia se ha convertido en una medalla de santidad laica). No olvidemos que el célebre Doctor Muerte mataba a sus pacientes convencido de que les administraba un piadoso viático.

Cuando se somete a escrutinio jurídico y moral la eutanasia, sus defensores suelen partir de una situación ideal -el enfermo, en pleno uso de sus facultades mentales, demanda la muerte- que no suele producirse en la realidad. A la postre, en la mayoría de los casos de eutanasia el enfermo carece de voluntad, o, si la posee, está muy gravemente viciada: a veces, confunde el sufrimiento con el deseo de morir; a veces, solicita la muerte convencido de que si sigue viviendo se convertirá en una rémora para su familia; y a veces, incluso, ni siquiera puede expresar su voluntad, dada la postración en que se halla. La existencia de un «testamento vital» tampoco soluciona nada, pues no podemos presumir que el deseo de morir que el enfermo expresó estando lúcido no lo haya rectificado -sin haberlo podido verbalizar- durante el estado de conciencia latente al que lo ha conducido la enfermedad.

No creo que nadie defienda la eutanasia involuntaria. Sin embargo, la experiencia demuestra que, en la relación que se entabla entre médico y paciente, una de las partes intervinientes es reducida en la mayoría de las ocasiones a mero objeto sin voluntad. ¿Puede el Derecho amparar esta relación?

Juan Manuel de Prada, “Derecho a morir dignamente”, ABC, 15.I.2005

La batalla de las ideas libra su primera escaramuza en la batalla de las palabras. Quienes imponen sus acuñaciones verbales acaban, tarde o temprano, infiltrándose en el ánimo social que, al ceder a la tropelía lingüística, muestra su permeabilidad a posteriores y más definitivas claudicaciones. Cuando se inicia un proceso de tergiversación semántica podemos anticipar cuáles serán sus consecuencias, nunca inocentes. Se empieza cediendo en el significado de las palabras y se acaba entregando sin disputa la realidad que dichas palabras representan. Quienes defienden la legalización de la eutanasia han impuesto un sintagma excluyente que destierra a las tinieblas exteriores a quienes oponen reparos jurídicos, filosóficos o morales a su vindicación. Me refiero, claro está, a la expresión "derecho a morir dignamente", que los apologistas de la eutanasia al principio empleaban con un propósito eufemístico, y cuyo uso ya ha contaminado el lenguaje coloquial, incluso el lenguaje periodístico, que se presume imparcial y ecuánime. Se trata, además, de una contaminación alevosa, pues, bajo su apariencia más o menos inocua, se incluye una intención ferozmente capciosa.

Cuando decimos "derecho a morir dignamente" dictaminamos, por pura y simple eliminación, que aquellas personas que deciden soportar el dolor o los impedimentos físicos mueren "indignamente". Así se establecía, con esa sumaria caracterización que permiten las imágenes, en la reciente película de Amenábar: si en verdad el propósito de Mar adentro hubiese sido -como rezaba la propaganda- celebrar la capacidad decisoria del hombre que resuelve soberanamente si su vida merece la pena ser vivida, la opción del personaje interpretado por José María Pou se habría mostrado tan respetable -tan digna- como la del protagonista encarnado por Javier Bardem. Pero, en lugar de aspirar a comprender, en su infinita gama de matices, las diversas actitudes con las que una persona agonizante o maltrecha se enfrenta a su propia muerte, aquella película incurría en el maniqueísmo más tosco, caricaturizando al personaje que prefería seguir viviendo y elevando a los altares del santoral laico al que decidía "morir dignamente", tomándose un chupito de cianuro.

No hay tertulia radiofónica o televisiva sobre la eutanasia que no incluya la expresión mencionada como sinónimo de la eutanasia; incluso la prensa escrita incurre con frecuencia en esta perversión lingüística. Pero cada vez que, por dejadez o perfidia, se habla del "derecho a morir dignamente" se está confinando en un lazareto de proscripción a quienes, postrados en un lecho o atados a una silla de ruedas, resisten la tentación del suicidio y sobrellevan el dolor, también a quienes los asisten abnegadamente. Así, resistir a la tentación de la muerte, esforzarse por vivir y sobreponerse al sufrimiento se convierte en una "indignidad" propia de pringados; y quienes profesan esta forma de coraje son calificados -siquiera de forma tácita- de fardos que la sociedad carga con disgusto y hastío. Hoy nos conformamos con recluirlos en un gueto de "indignidad"; quizá mañana arbitremos los mecanismos legales para administrarles por obligación una muerte "digna" e indolora.

Ahora que las perversiones lingüísticas imponen su dictadura rampante, conviene que nos alimentemos con palabras que aún no hayan extraviado su significado originario. Como las que Sancho pronuncia llorando, en el capítulo último del Quijote: "No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía".

Juan Manuel de Prada, “Mar adentro”, ABC, 6.IX.2004

Después de leer quinientas o seiscientas entrevistas a Alejandro Amenábar y recensiones críticas de su película (nunca los engranajes de la propaganda se habían mostrado tan engrasados), uno llega a la conclusión de que «Mar adentro», antes que una obra de tesis, pretende ser una vindicación de la libertad del hombre para gobernar su destino. Cuando se le pregunta si aboga por la eutanasia, Amenábar esquiva la declaración tajante, para referirse a ese ámbito de autonomía personal en que cada hombre resuelve soberanamente si su vida merece o no la pena ser vivida; de este modo, la solución adoptada por Ramón Sampedro, el protagonista de la película, se presenta como un ejercicio de afirmación vitalista: el hombre es dueño de sus decisiones y, como tal, proclama su derecho a morir, libre de ataduras jurídicas o morales. La muerte se convierte así en un acto íntimo, sobre el que no ejerce imperio sino la propia conciencia; y, en consecuencia, Amenábar propone una película de corte intimista, que no aspira a juzgar las razones que impulsaron a Sampedro a abreviar sus penurias, sino a comprenderlas.

Hasta aquí las declaraciones de Amenábar, que la contemplación de «Mar adentro» desmiente concienzudamente. Pues sí, en efecto, la intención del director hubiese sido celebrar esa capacidad decisoria del hombre para determinar los confines de su propia vida, tan respetable como la solución adoptada por Sampedro resultaría la de quienes, sobreponiéndose a las calamidades que los afligen, desean seguir viviendo. Pero no. Amenábar introduce una secuencia bastante rastrera en la que se mofa de un sacerdote (al parecer inspirado en una persona real, lo cual añade vileza al asunto), paralítico como Sampedro, que afirma su ansia de vivir. Al progresismo rampante y hegemónico, que tanto se regocija con el escarnio de lo religioso (de lo cristiano, convendría precisar), esta secuencia le resultará muy graciosa y estimulante; aunque, en puridad, se trata de una caricatura gruesa, de una abyección difícilmente superable, en la que Amenábar demuestra que su intención no era comprender las razones de cada hombre, sino justificar, a través del engaño y la tergiversación de brocha gorda, las razones de su protagonista y, de paso, burlarse de quienes, en medio de la postración, aún encuentran motivos para seguir respirando. El diálogo que mantienen Sampedro y el sacerdote se presenta como una situación cómica que apela a la risa del espectador a través de recursos tan bajunos como la deformación esperpéntica y el ensañamiento bufo. Por supuesto, este diálogo incluye afirmaciones de una falsedad vomitiva (así, por ejemplo, se sostiene alegremente que la Iglesia defiende la pena de muerte), que sólo un espectador ofuscado por el odio antirreligioso podrá digerir sin repulsa.

Resulta muy difícil enjuiciar una obra tan tendenciosa y manipuladora en términos estrictamente cinematográficos. Me atreveré, no obstante, a traer a colación otro pasaje de la película sobre el que los críticos, tan sospechosamente unánimes (elogiar «Mar adentro» se ha convertido en «razón de Estado»), pasan de puntillas, temerosos de suscitar las iras de quienes manejan el cotarro. Me refiero a la secuencia de la fantasía volátil del protagonista, que se inicia con uno de esos planos de helicóptero que tanto repudian los críticos cuando se trata de denigrar una película hollywoodense y se remata con un encuentro amoroso en la playa digno de un anuncio de colonias filmado al alimón por Claude Lelouch y Franco Zeffirelli en plena resaca de anisete. Cualquier otra película que hubiese incluido esta secuencia entre sus fotogramas hubiese sido tildada de cursi y almibarada; pero la «razón de Estado» impone un deber de silencio. El silencio de los corderos, que viajan en rebaño y balan el mismo ditirambo.

Juan Manuel de Prada, “La vida más inerme”, ABC, 29.III.2004

Leo con tristeza que el Partido Socialista proyecta despenalizar el aborto practicado durante las primeras doce semanas de embarazo. Una vez más, la izquierda vuelve a enarbolar una bandera que refuta los postulados sobre los que se asienta su ideología. Sobre esta paradoja hiriente reflexionaba Miguel Delibes en una compilación de artículos, Pegar la hebra (Destino, 1990), que me permito citar: «En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para éstos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente socialmente avanzada con el culo al aire. Antaño el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Pero surgió el problema del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. (…) Para el progresista, eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, el aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto y, políticamente, era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada».

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Juan Manuel de Prada, “Viejos desechables”, ABC, 19.I.2004

He detectado un cierto tufillo farisaico en la conmoción social causada por esa sentencia judicial que impone a los familiares de una viejecita que había sido abandonada en la vía pública una multa ínfima. Y esa hipocresía ha alcanzado su clímax cuando se ha comparado la citada sentencia con otra que castigaba más severamente a los dueños de un perro por dejarlo tirado en similares circunstancias. Pues, no nos engañemos, hoy por hoy un perro es mucho más digno de protección que un anciano. Cierto progresismo ambiental ha enarbolado como vindicación prioritaria los llamados «derechos de los animales»; en cambio, se acepta que la vejez sea una edad excedente, una prolongación ignominiosa de la vida que conviene recluir y esconder, para que no nos recuerde la inminencia de la muerte. Quienes defienden la eutanasia activa (con frecuencia, los mismos que vindican los «derechos de los animales») habrían considerado a esa viejecita octogenaria y aquejada de Alzheimer una víctima (perdón, una beneficiaria) idónea de la muerte dulce que predican, pues, según sus presupuestos, una vida humana de la que emigrado la consciencia no merece la pena ser vivida; no así una vida animal, que merece prolongarse aunque nunca haya sido consciente. La viejecita de la sentencia, náufraga en las nieblas de la desmemoria, se había convertido ya en un cachivache desechable. El novio de una de sus nietas lo ha expresado expeditivamente: «Si no participamos en la herencia, ¿por qué teníamos que limpiarle el culo?».

Y al chavalote, de retórica tan abrupta como menesterosa, le ha faltado añadir que, a fin de cuentas, no hicieron con la abuela nada más de lo que nuestra época les ha enseñado. La vejez se ha convertido en la lepra más abominable: nos esforzamos patéticamente en rehuir su imperio recurriendo a disfraces indumentarios bochornosos, aferrándonos al cultivo de aficiones juveniles, incluso rectificando nuestras arrugas en un quirófano. Vanos y desesperados intentos de interrumpir el curso de la mera biología, que sin embargo se explican si consideramos que la vejez constituye un baldón social. No sólo la desdeñamos como depositaria de una sabiduría ancestral, también nos esforzamos por segregarla de nuestra vida: así, encerramos a los viejos en lazaretos apartados de las ciudades, para no presenciar su decrepitud; nuestras empresas se desprenden de sus trabajadores más veteranos mediante el oprobioso recurso de la «prejubilación»; en el cine y la televisión está completamente prohibido otorgar el protagonismo a actores que sobrepasen los sesenta años (algunos menos si son actrices), para los que en todo caso se reservan papeles de relleno, pintorescos o atrabiliarios. Si algún viejo se atreve a rebelarse contra esta dictadura de la juventud, negándose al ostracismo y exponiendo sus achaques a los reflectores de la atención pública, como hace el Papa, apenas logramos reprimir nuestro disgusto, pues consideramos que en ese gesto, amén de un rasgo de rebeldía, subyace un obsceno desafío que nos amedrenta.

Pero este menosprecio de la vejez no habría calado tan hondo si previamente no nos hubiésemos ocupado de arrasar los vínculos que sostienen la familia. Pues es en la familia donde adquirimos una noción verdadera de lo que significa el paso de las generaciones como vehículo transmisor de valores, afectos, cultura, creencias y sufrimientos; una vez aprendida esa enseñanza vital, resulta imposible contemplar a un viejo como un mero armatoste desechable, menos valioso que un perro. Pero cada época lega a la posteridad los frutos de su clima moral; y esa sentencia que impone a los familiares de una vieja abandonada el pago de una multa ínfima se me antoja una expresión cabal, definitoria y coherente de la época que vivimos.

Juan Manuel de Prada, “Sobre el aborto”, ABC, 5.X.2002

«POR si hubiera alguna duda al respecto -comenzaba Jesús Zarzalejos un muy atinado artículo publicado ayer en este periódico-, conviene recordar que el aborto sigue siendo delito en España». Hizo bien en adelantar esta premisa, pues existe la creencia cada vez más extendida (y arteramente divulgada desde ciertos púlpitos) de que el aborto es algo así como un mal menor o una suerte de remedio benéfico. Causa un poco de sonrojo malgastar tinta en estas precisiones, pero debemos repetir que el aborto constituye un crimen tipificado y sancionado por nuestro Código Penal. Es cierto que la ley exceptúa de la protección a la vida del nasciturus tres supuestos específicos, pero el sentido restrictivo de la norma (que, con tanta frecuencia, se interpreta con manga ancha, en fraude de ley) impide que podamos hablar de «despenalización» o «legalización» del aborto, mucho menos de ese aberrante «derecho al aborto» que enarbolan ciertos energúmenos. Conviene insistir en estas elementales precisiones jurídicas, pues se suele confundir el delito del aborto con un acto puramente dependiente de la voluntad del abortista, sobre el que la ley no posee jurisdicción. Así, por ejemplo, en este reciente caso coruñés, se hablaba de las «voluntades contrapuestas» de la niña embarazada que deseaba procrear y de sus padres que la incitaban al aborto, cuando lo cierto es que los padres estaban coaccionando a su hija e induciéndola a cometer un delito. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Sobre el aborto”, ABC, 5.X.2002″

Vicente Verdú, “Elogio del pudor”, El País, 27.IX.2002

En Argentina, dentro de los “reality shows”, hay en marcha un programa, Fantasía, donde los voluntarios se prestan a hacer un strip-tease ante las cámaras. No hay premio alguno, simplemente alguien cree que puede aportar o aportarse algo con el desnudo y no ve inconveniente en suscitar esa ventaja. La ventaja consiste, de una parte, en la audiencia que obtenga la emisora a través de la atención de los telespectadores y, de otra, en el plus de autocomplacencia que logre el individuo al comportarse como un showman. Hasta hace poco, un acto así parecería insólito, pero ahora puede catalogarse en el divulgado deseo de hacer pública la intimidad.

Media humanidad pone al descubierto su privacidad mientras la mitad restante degusta la iluminación de cantones oscuros. Las “web cam” mostrando vidas ordinarias de gentes ordinarias en casas ordinarias han pasado de ser un acontecimiento significativo a dejar de significar. El diagnóstico de nuestro tiempo reincide sobre el problema de la soledad, la falta de sentido de la vida, el anhelo por ser conocido, difundido, traducido en un icono para ser alguien en la comunidad de la imagen. Hay quien canta, baila o es erudito y se presenta a los concursos de televisión para ser famoso. Pero otros, los más, no tienen otra cosa que ofrecer que su intimidad. El “reality show” no es otra cosa que pornografía de la vida corriente y sus protagonistas, continuadores de la prostitución por otras vías.

Ahora, sin embargo, ha reaparecido un movimiento que promueve el pudor. De la misma manera que nacieron los ecologistas cuando la naturaleza estaba perdiéndose o cundieron los amantes de la comida orgánica cuando la química infectó los pollos, los defensores del pudor aparecen como soldados de lo más verdadero. O, más exactamente, como paladines de la pureza. El agua pura, el aire puro, los materiales naturales forman parte de un mismo sistema que evoca unos orígenes supuestamente excelsos insuperables que ha ido denigrando el progreso. Rescatar el pudor, no obstante, lleva a una posición que comprende, más allá de su tono retro, un racimo de ideas. Una sociedad pacata es insufrible, ¿pero una sociedad desprejuiciada no será zafia? En medio de la liberación sexual, el pudor es un estorbo, pero después de la liberación la vida sin vergüenza es desesperadamente aburrida. Con el pudor sucede como con los tipos de interés en la política monetaria. No es bueno que estén muy altos, porque de ese modo asfixian la actividad, pero, cuando están demasiado bajos, como actualmente, apenas dejan margen de maniobra. Sin pudor, como con tasas de interés igual a cero, no hay posibilidad de estimulación. La economía toma una deriva obstinadamente plana sin que se disponga de medidas que puedan espolearla. El interés igual a cero es tanto como el desinterés. El reclamo del pudor que hace la joven norteamericana Wendy Shalit en “A return to modesty” (The Free Press. Nueva York, 1999) pudo estar influido, aunque anticipadamente, por el callejón sin salida que refleja la actual coyuntura.

Estos años de igualación sexual han contribuido a que la mujer se sacudiera la opresión machista pero, de paso, se ha quitado de encima un peculiar pudor suplementario en virtud del cual dominaba la totalidad de la relación erótica. Ahora no hay aquellas barreras intersexuales, pero tampoco hay las herramientas para el juego del cortejo y la suposición. El mundo que se autorreclama transparente ha desvelado a uno y otro sexo por completo y, en la absoluta contemplación recíproca, las miradas no encuentran nada de interés. Sucede como con el “reality show” que representa el programa “Gran Hermano”: a partir de un primer momento se ve que no hay nada que ver. Es la misma ley de la pornografía más dura: hacer todo explícito, no ocultar nada, deshacer los pliegues, explorar las concavidades para que la experiencia, como en el caso de las drogas, agote el deseo. ¿Volver al pudor? Probablemente. Porque si no poseemos nada no tenemos nada que ganar.

Juan Manuel de Prada, “Imbéciles clonados”, ABC, 17.VIII.2002

Una pareja de perturbados estadounidenses ha anunciado su deseo de recurrir a la clonación para procrear, facultad que la sabia naturaleza les había denegado. En una entrevista concedida a una cadena televisiva, entre otras lindezas de parecido jaez, la pareja de perturbados ha proferido: «Queremos tener un hijo, pero no queremos traer al mundo un niño anormal; si supiéramos que el feto padece graves malformaciones, abortaríamos de inmediato». No se puede compendiar en menos palabras una apología tan risueñamente depravada de la eugenesia: primeramente, se clona un embrioncito de nada; y si el experimento no funciona, pues nos cargamos el embrioncito y santas pascuas. Que los autores de esta aseveración no hayan sido aún internados en un manicomio ratifica una sospecha que llevo incubando durante años. Estamos asistiendo, como imbéciles clonados, a la aceptación legal y social de las más nauseabundas aberraciones. Todas aquellas chorradas de la oveja Dolly, todos aquellos rollos macabeos de la llamada «clonación terapéutica» no eran sino preámbulos de lo que vendría después. De lo que se trataba era de aturdir a la masa de imbéciles clonados con aproximaciones al meollo del asunto, para que, cuando por fin se anunciase la aberración definitiva, la docilidad y el hastío nos dejasen huérfanos de argumentos éticos.

Los artífices de estas aberraciones sabían perfectamente cuál era su objetivo; pero sabían también que el anuncio de ese objetivo no sería posible sin la previa conversión de la humanidad en un rebaño de imbéciles clonados que rinden culto a la Sacrosanta Ciencia. Por supuesto, había que lograr que los Dogmas de esta nueva religión resultasen ininteligibles; sólo así, envolviéndolos en la nebulosa de la confusión y el milagro, se lograría que los imbéciles clonados los acatasen. Un día, los artífices de estas aberraciones nos presentaron la inmolación de unos cuantos miles de embrioncitos de nada como la panacea que convertiría el Alzheimer, la leucemia o el Parkinson en males tan fácilmente extirpables como un divieso en el culo. Inmediatamente, los medios de adoctrinamiento de masas se dedicaron a propagar la Buena Nueva, mientras los Gobiernos de los Estados más progresados la financiaban; y los imbéciles clonados quedamos a la espera, aguardando el remedio a nuestros males y hasta engolosinados con una insinuada promesa de inmortalidad. Algunos años después, ya empezamos a intuir que la llamada «clonación terapéutica» es un timo más burdo que el del tocomocho; pero, mientras el trampantojo aún ejerza sobre nosotros su fascinación esotérica, los artífices de estas aberraciones seguirán forrándose. Ya han conseguido lo más difícil, que es disfrazar su avaricia rampante con los ropajes del altruismo; mucho más sencillo será invocar a partir de ahora otras excusas que les permitan proseguir sus experimentos y el engorde de su cuenta corriente.

Como el rollo macabeo de la «clonación terapéutica» ya no cuela, los artífices de estas aberraciones recurren a nuevos disfraces. Y así, comercian con el instinto de maternidad de las mujeres estériles, y con la compasión que su tragedia despierta en el común de los mortales. Puesto que los imbéciles clonados ya estamos suficientemente maleados por la propaganda y nos limitamos a aceptar estólidamente lo que venga, los artífices de estas aberraciones sólo requieren, para completar la hazaña, el concurso de algún tonto útil, como esa pareja de perturbados estadounidenses, que se avenga a ejercer de cobaya. Pero no nos escandalicemos ahora; el mal se consumó hace ya mucho tiempo: ocurrió el día en que aceptamos que un embrión podía sacrificarse, como si fuese una empanadilla que arrojamos a la sartén.