Alfonso Aguiló, “Defender la razón”, Hacer Familia nº 243, 1.V.2014

Entre 1910 y 1935 Gilbert Keith Chesterton escribió cerca de cincuenta relatos sobre el legendario Padre Brown, un sacerdote de apariencia ingenua pero cuya agudeza psicológica lo convertía en un formidable detective. El Padre Brown era un hombre de baja estatura que se movía con soltura y energía por las calles de Londres, siempre con un enorme paraguas, y conseguía resolver los crímenes más enigmáticos gracias a su certero conocimiento de la naturaleza y la psicología humanas.

Su primera aparición fue con motivo de la famosa historia de “La cruz azul”, sobre el robo de una cruz de zafiros azules. Un conocido estafador francés de guante blanco llamado Flambeau se disfrazó de clérigo para intentar engañar al Padre Brown y hacerse con la famosa cruz. El Padre Brown es una persona que estudia muy cuidadosamente cada uno de los crímenes, piensa exactamente cómo pudo haberse hecho algo así y con qué disposición de ánimo o estado mental pudo un hombre cometerlo. Y cuando está bastante seguro de haberse puesto exactamente en el sentimiento del autor mismo, entonces, tarda poco en averiguar de quién se trata.

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Alfonso Aguiló, “Educación y nivel económico”, Hacer Familia nº 242, 1.IV.2014

Los niños británicos de clase media-alta tienen peor rendimiento académico que alumnos asiáticos que viven en el umbral de la pobreza. Ese ha sido un destacado titular reciente en los principales diarios británicos, a raíz de un estudio internacional de la OCDE. Los hijos de los trabajadores manuales de las fábricas de numerosas áreas del Lejano Oriente tienen un rendimiento que está al menos un año por delante de los hijos de los médicos y abogados británicos.

El estudio está basado en datos del último informe PISA, y muestra que con mucha frecuencia los adolescentes con menos recursos son más eficientes que los que tienen mucho más fácil las cosas en su vida diaria. No han faltado voces autorizadas que se han apresurado a decir que los países desarrollados deberían centrarse en mejorar sus modos de enseñar en la escuela y en la familia, en vez de achacar con tanta frecuencia sus problemas a la presencia de inmigrantes extranjeros en sus aulas.

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Alfonso Aguiló, “Reflejos humanos”, Hacer Familia nº 241, 1.III.2014

El lunes 20 de enero de 2014 era festivo en EEUU porque se conmemoraba el nacimiento de Martin Luther King. Ese día, Tyler Doohan, aprovechando el puente, preguntó a su madre si podía pasar la noche en el remolque donde vivía su abuelo.

Su madre se lo permitió y aquel día fue a dormir a la caravana donde residía Louis Beach, el abuelo de Tyler, en Penfield, un suburbio de Rochester, en el estado de Nueva York. Con aquel hombre, de 57 años, vivían diversos parientes en situación de necesidad y él los acogía en su modesta vivienda. A veces llegaban a ser diez o más personas las que habitaban aquel tráiler, incluidos varios nietos y bisnietos suyos.

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Alfonso Aguiló, “Postureo”, Hacer Familia nº 240, 1.II.2014

Observo que la palabra “postureo” es un término acuñado recientemente y usado especialmente en el contexto de las redes sociales y las nuevas tecnologías, para expresar formas de comportamiento y de pose que suelen ser más por imagen o por las apariencias que por otras motivaciones.

Parece que este neologismo aún no tiene registro en los diccionarios, pero no por eso deja de tener una amplia presencia, sobre todo en la plaza pública virtual, para impresionar a quienes te ven, te leen o te escuchan, y llegar al mayor número posible de personas.

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Alfonso Aguiló, “El fantasma de Canterville”, Hacer Familia nº 239, 1.I.2014

“El fantasma de Canterville” es una simpática parodia de los relatos de terror escrita por Oscar Wilde en 1887.

Un embajador norteamericano llamado Hiram B. Otis se traslada con su familia a un castillo recién comprado en un hermoso lugar en la campiña inglesa a siete millas de Ascot, al sur de Londres. El dueño anterior, Lord Canterville, que no quería engañarle, le avisa de que en el castillo habita un fantasma desde hace más de trescientos años, y que en todo ese tiempo nadie ha logrado vivir en paz en aquel lugar.

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Alfonso Aguiló, “Saberse vulnerables”, Hacer Familia nº 238, 1.XII.2013

“El caudal de las noches vacías” es la última novela de Mercedes Salisachs, que ha escrito con gran dificultad, a sus 96 años y aquejada de una grave enfermedad. La autora ha explicado que quiso escribir esta obra postrera porque tenía necesidad de hablar sobre una situación que observa cada vez con más frecuencia en las relaciones entre hombre y mujer.

El protagonista, Guillermo, es un sacerdote comprometido con su labor pastoral, con dotes literarias y don de palabra, atractivo, culto, pero un poco imprudente, que un buen día se encuentra aceptando, sin un motivo muy claro, ser profesor particular del hijo de una adinerada mujer divorciada. Sin pensarlo mucho tampoco, acepta poco después la invitación de esa mujer para pasar las vacaciones con ellos y así continuar la educación del hijo, que ha experimentado un enorme progreso gracias a las indudables cualidades de su nuevo profesor. Cuando quiere darse cuenta, Guillermo se ha convertido en el hombre de moda de los encuentros sociales de la clase alta de la ciudad. Poco a poco, su segura religiosidad y sus claros principios morales se van resquebrajando ante la sensualidad y el glamour de la mujer y de su entorno. En paralelo, vemos la trayectoria de su mejor amigo, un sacerdote llamado Esteban, que opta por el camino contrario y busca una vida de mayor austeridad y entrega a los demás.

No es difícil adivinar quién acaba mejor. La novela describe con habilidad ese tipo de enamoramientos que son un autoengaño disfrazado de amor, una solemne trampa. Es verdad que el enamoramiento es una fase maravillosa que puede llevar a descubrir y a afianzar el verdadero amor. Pero también puede ser un estado de elipsis donde los sentidos cobran demasiada relevancia y el raciocinio se ofusca con sensaciones que nublan la mente y eclipsan la sensatez.

Guillermo se da cuenta de los riesgos que corre, se da cuenta de que se engaña, pero se engaña a su vez pensando que es algo que puede controlar, se cree más fuerte de lo que en realidad es. Se aventura en caminos y enredos que casi siempre nacían de la vanidad, del dejarse llevar por impulsos poco rectos, de reflejos que convertían simples corazonadas en realidades infalibles. Es la historia de una infidelidad a lo que más apreciaba, la historia de cómo una persona inteligente y cultivada se va engañando poco a poco, de cómo las ideas claras son extremadamente vulnerables cuando una persona se deja envolver por la efusión del sexo, el poder, el lujo o la vanidad. La historia de la importancia de proteger nuestros puntos débiles. Porque uno puede resistir largo tiempo, pero luego, por unos cuantos descuidos, caer en el abismo.

Cada persona debe construir una defensa en torno a sus puntos más vulnerables. Debe aprender de los tropiezos de otros, aprender a verse capaz de cometer los mismos errores que nos sorprenden tanto en los demás y en los que quizá a nosotros nos parece imposible caer. Saber que los halagos de cualquier vicio pueden ensombrecer nuestra razón igual que ha sucedido con otros. Detectar el fatalismo que rodea a esos engaños, que tantas veces son objetivamente absurdos o inviables pero que están avalados por la sinrazón que se ha apoderado de la persona.

Se puede tener una excelente formación y una excelente tranquilidad y seguridad pero, si no se sabe controlar el corazón, cualquiera puede verse arrebatado por la locura de unos cuantos descuidos, que parecían perfectamente controlados, pero que acaban llevando a decisiones desastrosas. Cuántos desencantos producidos tras la explosión impactante de un cuerpo perfecto, o de una mirada abrasante, que tienen un “después” frustrante: porque en la pasión humana, la rutina siempre acecha, y fácilmente acaba por desentronizar lo que la mirada logró en su día entronizar.

Reconocer la propia debilidad, saberse frágiles, alejar la altivez de esa prepotencia que nos hace exponernos a situaciones que quizá podemos superar habitualmente pero que no dejan de ser una temeridad innecesaria. Todo eso nos ayuda también a comprender los errores de los demás, incluso los que quizá nos parecen menos razonables, y guardar distancia con lo que vemos que ha perdido a otros.

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Alfonso Aguiló, “El pensamiento automático”, Hacer Familia nº 237, 1.XI.2013

Suele llamarse “pensamiento automático” a ese conjunto de ideas que surgen en nosotros de forma espontánea, son de formulación sencilla y están profundamente arraigadas, de modo que afloran en nuestra mente sin apenas deliberación y sin oponer sentido crítico. Es muy habitual que esos pensamientos no se reconozcan como tales sino se profundiza bastante en el propio conocimiento, normalmente con la ayuda del contraste con personas que nos conocen bien y nos ayudan a descubrirlos.

Por ejemplo, son muy frecuentes en cuestiones como las valoraciones negativas sobre uno mismo o sobre otras personas, o en nuestra opinión sobre determinadas situaciones o ambientes. El miedo al ridículo es otro ejemplo muy claro. La convicción de que a uno se le da mal determinado asunto, sin haberlo contrastado objetivamente, es también otro caso bastante habitual. O la idea de si caemos bien o mal alguien, o de si nos cae bien o mal a nosotros, o de si es apropiada o no determinada actuación. Son pensamientos que reflejan una valoración no objetiva que surge de modo automático sobre una cuestión que, con mucha frecuencia, es vista desde fuera de modo muy diferente.

El pensamiento automático no tiene por qué verse inicialmente como algo negativo. No podemos hacer una gran deliberación para cada pequeña decisión que tomamos. La mayoría de las cosas que hacemos se fundamentan en apreciaciones que hemos aprendido a hacer muy rápidamente y con un automatismo que resulta imprescindible, de la misma manera que subimos una escalera o nos bajamos del coche con un movimiento automático, sin pensar en cómo tenemos que adelantar la pierna o darnos impulso.

Lo malo del pensamiento automático es cuando nace de un dogmatismo interior plagado de respuestas automáticas a cada información que nos llega, con gran resistencia a analizar personalmente su contenido, quizá porque nos falta el coraje intelectual necesario para remar contra la corriente establecida.

Resistirse al pensamiento automático habitual supone plantearse de vez en cuando si debemos decir algo diferente de lo que se espera que digamos, porque quizá nos hemos encuadrado o nos han encuadrado en un conjunto de ideas a las que se supone que debemos total acatamiento. Significarse contra el pensamiento dominante de nuestro entorno, sea una entorno muy pequeño o muy grande, puede ser una muestra de personalidad, pero también puede ser muestra de falta de personalidad, depende de por qué lo hagamos, de si lo hacemos con convicción y rectitud o lo hacemos por motivos mucho menos elevados. En todo caso, el miedo a quedarnos solos sosteniendo una opinión, si esa opinión ha sido realmente madurada y purificada de intereses poco rectos, es un miedo que debemos superar, sea un miedo pequeño o grande, pues quizá hay veces en que esa soledad es condición propia del pensamiento intelectual libre de automatismos como actos reflejos de respuesta.

La idea de alinearse con “los míos” ante casi todo, suele ser una muestra de haberse rendido al pensamiento automático, ya sea en el ámbito político, deportivo, cultural, religioso, laboral, familiar o en lo que sea. Lo normal es que coincidamos en muchas cosas con los que nos resultan más próximos por un motivo o por otro, pero lo que no sería normal es que coincidiéramos siempre y en casi todo, porque eso sería muestra de haber renunciado a tener criterio propio. Superar el pensamiento automático debe ser un acto de rectitud y de valentía, no de orgullo tonto de significarse ante los demás, ni de afán de comodidad, o de llevar la contraria, o de presentarse como original. Y por supuesto debe ser empleado con sensatez y oportunidad.

Se trata de luchar contra el pensamiento polarizado, que nos impide observar las cosas desde diferentes perspectivas. De evitar la tendencia a generalizar situaciones a raíz de una situación aislada. De no pensar siempre como se espera que pensemos y, al tiempo, no creerse tontamente por encima del pensamiento de los demás, ni caer en la oposición automática. En fin, como casi siempre, una cuestión de equilibrio personal que cada uno tenemos que buscar.

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Alfonso Aguiló, “Enfadarse”, Hacer Familia nº 236, 1.X.2013

Un chico joven tenía un carácter bastante violento. Quería corregirse pero no lo lograba. Un día su padre, que tenía mucha confianza con él, le propuso una idea. Le dijo que clavara un clavo en la cerca del jardín cada vez que perdiera la paciencia y se enfadara con alguien. El primer día, llegó a clavar 37 clavos. Durante las semanas siguientes, a medida que aprendía a controlar su mal genio, tenía que clavar cada vez un número menor. Fue descubriendo que no era tan difícil controlar su carácter.

Finalmente, llegó un día en que logró no tener que clavar ningún clavo en la cerca. Se lo dijo a su padre, con satisfacción. Su padre le propuso entonces una nueva etapa: que quitara un clavo de la cerca del jardín por cada día durante el cual no hubiera perdido la paciencia, a ver si era capaz de quitarlos todos y en cuánto tiempo. Pasaron los meses y finalmente el joven pudo decirle un día a su padre que ya no quedaba ningún clavo en la cerca.

Se acercaron juntos a verlo. El hombre se quedó pensativo, pues no quería dar lecciones a su hijo, sino ayudarle a pensar. Finalmente le dijo: “Hijo mío, ha sido un gran logro, sin duda, y mereces mi enhorabuena. Pero mira cuántos agujeros hay en la cerca del jardín. Esta madera ya no está como antes, está medio deshecha. Algo parecido sucede con las personas. Cada vez que te enfadas con alguien y le dices algo desagradable, dejas una herida, como sucede en la madera cada vez que introduces un clavo. Cuando pierdes la paciencia, dejas cicatrices como las que ves ahora en esta madera. Aunque pidas disculpas, aunque te perdonen, el daño está hecho. Hay que quitar los clavos, pero sobre todo hay que procurar no clavarlos, no herir.” Para lograr no enfadarse hace falta energía para alcanzar una buena relación con cada persona; y luego, también, energía para mantenerse en ese empeño, que es lo que constituye la paciencia, una virtud un tanto desprestigiada por algunos que la ven como si fuera sumisión, victimismo o debilidad, cuando la realidad es que la debilidad está más frecuentemente en la falta de control de uno mismo, y el victimismo y la sumisión en el rendirse al propio mal carácter.

Tomás de Aquino decía que “por la paciencia se mantiene el hombre en posesión de su alma”. Y que paciente es el que “no se deja arrastrar por la presencia del mal a un desordenado estado de tristeza”. Y que la paciencia preserva al hombre del peligro de que su espíritu “sea quebrantado por el abatimiento y pierda su grandeza”.

Por la paciencia se aprende a andar por la vida sabiendo que todo lo grande es fruto de un esfuerzo continuado, que cuesta y que necesita tiempo. Hay una paciencia con uno mismo, que tiene gran importancia para la formación y la maduración de cada uno, que lleva a saber esperar sin perder la calma y a perseverar en el camino emprendido sin desanimarse. Hay otra paciencia con los demás, sobre todo con los más cercanos. Podría hablarse también de paciencia con la realidad, porque si queremos cambiar el mundo que nos rodea necesitamos mucha paciencia, y saber soportar los reveses sin amargura, sin perder la serenidad, con firmeza: por la paciencia el hombre se hace dueño de sí mismo, aprendiendo a fortalecerse en medio de las adversidades. La paciencia trae paz y serenidad interior, hace al hombre capaz de ver la realidad con visión de futuro, sin quedarse enredado en lo inmediato, y le permite mirar un poco por encima de los acontecimientos del presente, que cobran así una nueva perspectiva.

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Alfonso Aguiló, “El hombre que no tenía camisa”, Hacer Familia nº 235, 1.IX.2013

En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivía un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que se fueron inventando, pero, lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor. Le hicieron tomar jarabes y baños de lo más curiosos, aplicaron bálsamos y ungüentos con los ingredientes más insólitos, pero su salud no mejoraba.

Sus riquezas y su poder eran tan inmensos como su tristeza y su desazón. Tan desesperado estaba el hombre, que finalmente prometió dar la mitad de sus posesiones a quien fuera capaz de ayudarle a sanar de las angustias de sus tristes noches. El anuncio se propagó rápidamente, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes para intentar devolver la salud al monarca, pero todo fue en vano, nadie sabía cómo curarle.

Una tarde, finalmente, apareció un viejo sabio que les dijo el remedio: “Si encontráis a un hombre completamente feliz, podréis curar al rey. Tiene que ser alguien que se sienta completamente satisfecho, que nada le falte y que tenga todo lo que necesita. Vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.” Partieron emisarios hacia todos los confines del imperio, pero pronto vieron que encontrar a un hombre feliz no era una tarea nada sencilla. Quien tenía salud, echaba en falta riquezas; quien las poseía, carecía de salud; y quien tenía las dos cosas, se quejaba de los hijos, de la mujer o del marido. Nadie se consideraba totalmente feliz.

Finalmente, una noche, muy tarde, un mensajero llegó al palacio. Habían encontrado al hombre tan intensamente buscado. Se trataba de un hombre que vivía humildemente en la zona más árida de sus dominios. El zar se llenó de alegría e inmediatamente mandó que le trajeran la camisa de aquel hombre, a cambio de la cual deberían darle cualquier cosa que pidiera.

Los enviados se presentaron a toda prisa en la casa de aquel hombre para comprarle la camisa y, si era necesario, para quitársela por la fuerza. La impaciencia de todos esperando la vuelta de los emisarios era enorme. Pero, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías: el hombre feliz no tenía camisa.

Este antiguo cuento de Tolstói es una de esas historias que tantas veces se han contado a lo largo de los años para hacer reflexionar sobre la poca incidencia que sobre la felicidad tiene el hecho de acumular necesidades. Es un cuento simple, sin duda, pero encierra una filosofía clara, bajo la cual se han formado muchas personas, y con ello se han sentido ayudadas a sortear una multitud de problemas de su vida cotidiana. Estar contento con lo que se puede tener honesta y dignamente, no ansiar tener más y más, como si fuera un gran objetivo vital, buscar la felicidad en cosas sencillas, alejar los sentimientos de envidia o de comparación constante, todo eso son modos de no dejarse atrapar por la desazón propia de la espiral de los deseos insatisfechos.

Cuando nos abrazamos a lo que tanto nos atrae y nos conmueve, muchas veces, abriendo las puertas de par en par a esos deseos, podemos, sin darnos cuenta, caer en la peor de las dictaduras. A veces perdemos cosas importantes por culpa de pequeñas ráfagas de felicidad envenenada, que nos seducen y nos engañan. Nos lo prometen todo, pero luego viene la decepción, y nos encontramos aprisionados por esa opresión de las avideces o de la codicia, a las que quizá en su día nos entregamos en nombre de una engañosa libertad.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”

Alfonso Aguiló, “El abuelo y el nieto”, Hacer Familia nº 233-234, 1.VII.2013

El abuelo se había hecho muy viejo. Sus piernas flaqueaban, veía y oía cada vez peor, babeaba y tenía serias dificultades para tragar.

A su hijo y a su nuera, esto les desagradaba cada día más. En una ocasión —prosigue la escena de aquel cuento de los Hermanos Grimm—, cuando le servían la cena, al abuelo se le cayó el plato y se hizo añicos contra el suelo.

La mujer comenzó a quejarse de la torpeza de su suegro, diciendo que lo rompía todo, y que a partir de aquel día le darían de comer en una cubeta de plástico. El anciano suspiraba asustado, sin atreverse a decir nada.

Un rato después, vieron al hijo pequeño manipulando en el armario. Movido por la curiosidad, su padre le preguntó: “¿Qué haces, hijo?” El chico, sin levantar la cabeza, repuso: “Estoy preparando una cubeta para daros de comer a mamá y a ti cuando seáis viejos.”

El marido y su esposa se miraron y se sintieron tan avergonzados que empezaron a llorar. Pidieron perdón al abuelo, y a su hijo, y todo cambió a partir de aquel día. Su hijo pequeño les había dado una severa lección de sensibilidad y de buen corazón.

Los niños poseen unas cualidades innatas para comprender los sentimientos de los demás. También es cierto que no todos vivencian con igual intensidad la tendencia natural a sentir misericordia. No es fácil saber la razón de estas diferencias, pero muchos sostienen que los niños peor tratados en su casa suelen mostrar menor interés por el dolor de otros, y que son los padres quienes más pueden hacer en la niñez por combatir ese virus feroz de la inclemencia, esa rudeza afectiva que tiende por sí misma a repetirse y a perpetuarse.

La comprensión de las reacciones emocionales de otros resulta fundamental en la formación del sentido moral del niño y de su capacidad para asumir los valores que se transmiten con la educación. Los niños suelen valorar la bondad o maldad de una acción observando la reacción de los adultos, o de quien ha sufrido las consecuencias de esa acción. Lo aprenden de una manera sorprendentemente natural, y por eso es importante ayudarles desde pequeños a observar los sentimientos de quienes han podido ofender o perjudicar con lo que dicen, hacen, o dejan de hacer. Muchas de sus intuiciones morales están altamente vinculadas a la comprensión de los sentimientos ajenos. Un niño que se acostumbra a reconocer la aflicción de la otra persona, y que es capaz de ponerse en su lugar, está mucho mejor dispuesto para comprender la bondad o maldad de sus acciones.

Todos debemos mantener el oído atento, ser receptivos a esos guiños con los que la realidad nos sorprende y nos ayuda a no hacernos insensibles al dolor de los demás. Debemos aprender a valorar la sabiduría de las personas mayores, a percatarnos de la necesidad de compañía y afecto que sienten. Debemos aprender a no caer en la seducción de la ira, a no decir esas cosas que luego duelen durante días, que dejan a todos entristecidos y deseando que nunca hubieran sido pronunciadas aquellas palabras.

No han faltado pensadores ilustres —como Nietzsche, Engels y Marx, por ejemplo— que consideraron la misericordia como una escapatoria de los débiles. Sin embargo, se necesita mucha más fuerza para perdonar que para alimentar el rencor. Más entereza para responder con bien al mal que para contestar con la misma moneda. Más inteligencia para descubrir lo bueno que hay en otros que para empecinarse en juicios inmisericordes. Más discernimiento para estimular la bondad que hay en el hombre que para exasperar su arrogancia.

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