El tapiz

El nuevo sacerdote, recién asignado a su primer ministerio pastoral para reabrir una iglesia en los suburbios de Brooklyn, New York, llegó a comienzo de octubre entusiasmado con sus primeras oportunidades. Cuando vio la iglesia se encontró conque estaba en pésimas condiciones y requería de mucho trabajo de reparación. Se fijó la meta de tener todo listo a tiempo para oficiar su primera Misa en la Nochebuena. Trabajó arduamente, reparando los bancos, empañetando las paredes, pintando, etc., y para el 18 de diciembre ya habían casi concluido con los trabajos, adelantándose a su propia meta. Pero el 19 de diciembre cayó una terrible tormenta que azotó la zona durante dos días completos. El día 21 el sacerdote fue a ver la iglesia. Su corazón dio un vuelco cuando vio que el agua se había filtrado a través del techo, causando una gotera enorme en la pared frontal, exactamente detrás del altar, dejando una mancha y un destrozo como a la altura de la cabeza. El sacerdote limpió el suelo, y no sabiendo que más hacer, salió para su casa. En el camino vio que una tienda local estaba llevando a cabo una venta de liquidación de cosas antiguas, y decidió entrar. Uno de los artículos era un hermoso tapiz hecho a mano, color hueso, con un trabajo exquisito de aplicaciones, bellos colores y una cruz bordada en el centro. Era justamente el tamaño adecuado para cubrir el hueco en la pared frontal. Lo compró y volvió a la iglesia. Ya para ese entonces había comenzado a nevar. Una mujer mayor iba corriendo desde la dirección opuesta tratando de alcanzar el autobús, pero finalmente lo perdió. El sacerdote la invito a esperar en la iglesia, donde había calefacción, pues el siguiente autobús tardaría 45 minutos en llegar. La señora se sentó en el banco sin prestar atención al sacerdote, mientras este buscaba una escalera, ganchos, etc., para colocar el tapiz como tapiz en la pared. El sacerdote estaba muy satisfecho de lo bien que quedaba, y de cómo cubría toda la superficie estropeada. Entonces vio que la mujer venía hacia él, desde el pasillo del centro. Su cara estaba blanca como una hoja de papel: “Padre, ¿dónde consiguió usted ese tapiz?”. El sacerdote le explicó. La mujer le pidió que le permitiera ver la esquina inferior derecha para ver si las iniciales EBG aparecían bordadas allí. Sí, estaban. Eran las iniciales de aquella mujer, y ella había hecho ese tapiz 35 anos atrás en Austria. La mujer apenas podía creerlo cuando el sacerdote le contó cómo acababa obtener el tapiz. La mujer le explicó que antes de la guerra ella y su esposo tenían una posición económica holgada en Austria. Cuando los nazis llegaron, la forzaron a irse. Su esposo debía seguirla la semana siguiente. Ella fue capturada, enviada a prisión y nunca volvió a ver a su esposo ni su casa. El sacerdote ofreció regalarle el tapiz, pero ella lo rechazó diciéndole que era lo menos que podía hacer. Se sentía muy agradecida pues vivía al otro lado de Staten Island y solamente estaba en Brooklyn por el día para un trabajo de limpieza de casa. El sacerdote le pidió sus señas, con idea de hacerle llegar el tapiz unos días después. En la Misa de la Nochebuena la iglesia estaba casi llena. La música y el espíritu que reinaban eran increíbles. Al final, el sacerdote despidió a todos en la puerta y muchos expresaron que volverían. Un hombre mayor, que el pastor reconoció del vecindario, seguía sentado en uno de los bancos mirando hacia el frente, y el sacerdote se preguntaba por qué no se iba. El hombre le preguntó dónde había obtenido ese tapiz que estaba en la pared del frente, porque era idéntico al que su esposa había hecho años atrás en Austria antes de la guerra, y no entendía cómo podía haber dos tapices tan idénticos. Le relató cómo llegaron los nazis y cómo el forzó a su esposa a irse, para la seguridad de ella, y cómo él no pudo seguirla, pues fue arrestado y enviado a prisión. Nunca volvió a ver a su esposa ni su hogar en todos aquellos 35 años. El sacerdote le preguntó si le permitiría llevarlo con él a dar una vuelta. Se dirigieron en el carro hacia Staten Island, hacia la casa de aquella mujer que estuvo tres días atrás en la iglesia. Subieron los tres pisos de escalera que conducían al apartamento de la mujer, llamaron a la puerta y presenció el más hermoso encuentro de Navidad que pudo haber imaginado.

¿Quién pliega tu paracaídas?

Charles Plumb era piloto de un bombardero en la guerra de Vietnam. Después de muchas misiones de combate, su avión fue derribado por un misil. Plumb se lanzó en paracaídas, fue capturado y pasó seis años en una prisión vietnamita. A su regreso a los Estados Unidos, daba conferencias contado su odisea y lo que aprendió en su tiempo en prisión. Un día estaba en un restaurante y un hombre lo saludó: “Hola…, ¿usted es Charles Plumb, era piloto en Vietnam y lo derribaron, verdad…? ¿Y usted, cómo sabe eso?, le preguntó Plumb. “Porque yo plegaba su paracaídas. ¿Parece que le funcionó bien, verdad?” . Plumb casi se ahogó de sorpresa y gratitud. “Claro que funcionó. Si no hubiera funcionado, hoy yo no estaría aquí.” Plumb no pudo dormir esa noche, preguntándose: “Cuántas veces lo vi en el portaaviones, y no le dije ni los buenos días, porque yo era un arrogante piloto y él era un humilde marinero…” Pensó también en las horas que ese marinero pasaba en las bodegas del barco enrollando los hilos de seda de cada paracaídas, teniendo en sus manos la vida de alguien a quien no conocía. Ahora, Plumb comienza sus conferencias preguntándole a su audiencia, “¿Quién plegó hoy tu paracaídas? Todos tenemos a alguien cuyo trabajo es importante para que nosotros podamos salir adelante. A veces perdemos de vista lo que es importante, y dejamos de saludar, de dar las gracias, de felicitar a alguien, de decir algo amable.

El violinista

Ocurrió en París, en una calle céntrica aunque secundaria. Un hombre, sucio y maloliente tocaba un viejo violín. Frente a él y sobre el suelo estaba su boina, con la esperanza de que los transeúntes se apiadaran de su condición y le arrojaran algunas monedas para llevar a casa. El pobre hombre trataba de sacar una melodía, pero era imposible identificarla debido a lo desafinado del instrumento y a la forma displicente y aburrida con que tocaba. Un famoso concertista, que junto con su esposa y unos amigos salía de un teatro cercano, pasó frente al mendigo musical. Todos arrugaron la cara al oír aquellos sonidos tan discordantes. Y no pudieron menos que reír de buena gana. La esposa le pidió, al concertista, que tocara algo. El hombre echó una mirada a las pocas monedas en el interior de la boina del mendigo, y decidió hacer algo. Le pidió el violín, y el mendigo musical se lo prestó con cierto resquemor. Lo primero que hizo el concertista fue afinar sus cuerdas. Y después, vigorosamente y con gran maestría arrancó una melodía fascinante del viejo instrumento. Los amigos comenzaron a aplaudir y los transeúntes comenzaron a arremolinarse para ver el improvisado espectáculo. Al escuchar la música, la gente de la cercana calle principal acudió también y pronto había una pequeña multitud escuchando arrobada el extraño concierto. La boina se llenó no solamente de monedas, sino de muchos billetes de todas las denominaciones. Mientras el maestro sacaba una melodía tras otra, con tanta alegría. El mendigo musical estaba aún más feliz de ver lo que ocurría y no cesaba de dar saltos de contento y repetir orgulloso a todos: ” ¡¡Ese es mi violín!! ¡¡Ese es mi violín!!”. Lo cual, por supuesto, era rigurosamente cierto. La vida nos da a todos un violín, que son nuestros conocimientos, habilidades y aptitudes. Y tenemos libertad para tocar ese violín como nos plazca. Algunos, por pereza, ni siquiera afinan ese violín. No perciben que hay que prepararse, aprender, desarrollar habilidades y mejorar constantemente nuestras aptitudes si hemos de dar un buen concierto. Pretenden una boina llena de dinero, y lo que entregan es una discordante melodía que no gusta a nadie.

Aún puedes ser Einstein

Albert Einstein (1879-1955) es indiscutiblemente el mayor genio científico del siglo XX y uno de los más grandes de la Historia. Sin embargo su carrera de estudiante deja perplejos a más de uno y sirve de consuelo para muchos. Parece que ser que en su infancia algunos le consideraron algo retrasado. A la edad de cinco años algunos informes escolares le consideraban lento y con errores de cálculo, aunque con seguridad a la hora de encarar las matemáticas. Fue suspendido en el examen de ingreso a la Escuela Técnica de Zurich. Cuando terminó su formación intentó conseguir un puesto de ayudante y fue el único que suspendió de los cuatro estudiantes que habían pasado los exámenes finales. En 1901 entregó una tesis de física sobre la teoría cinética de los gases en la Universidad de Zurich,que fue rechazada. En 1902, gracias a una recomendación, pudo empezar a trabajar en la Oficina de Patente de Berna como “técnico experto de tercera clase”…

Dos ratones

Dos ratones caen en un cubo de leche. El primer ratón, desilusionado, perezoso, se dejó llevar. El segundo, no perdió el ánimo y, con su buen carácter, mientras nadaba, reflexionaba. Y comprendió algo importante: a base de agitar, la leche se coagula. Se animó, aceleró un poco, y al rato aquello fue nata, y después mantequilla, y después dió un salto y salió. Estos dos ratones reflejan dos formas de afrontar los problemas.

Detenerse a tiempo

Tao Te King (Lao Tse) Continuar leyendo “Detenerse a tiempo”

Dichosos

Santo Tomás Moro (1478-1535) Continuar leyendo “Dichosos”

Dioses de madera

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¿Quién muere?

Pablo Neruda Continuar leyendo “¿Quién muere?”

Un embarazo arriesgado

La historia de Emilia es uno de esos casos difíciles de discernir. Su último embarazo presentó tan difícil que hoy en día lo transformarían en opción segura por el aborto. Aquí está su historia. ¿Qué habría hecho usted en su situación? Emilia pertenecía a una familia de clase media en un país europeo que sufría estragos y carestías después de una prolongada guerra nacional. Hambre y epidemias amenazaban a toda la población. Emilia desde pequeña había tenido una salud delicada, que no había podido mejorar por las condiciones en las que vivía. Siendo muy joven, se casó con un modesto empleado y se establecieron en una población nueva lejos de familiares y conocidos. Poco tiempo después nació su primer hijo, Edmund, un chico atractivo, buen estudiante, atleta y con gran personalidad. Unos años más tarde, Emilia dio a luz a una niña, que sólo sobrevivió pocas semanas por las malas condiciones de vida a la que la familia estaba sometida. Catorce años después del nacimiento de Edmund y casi diez de la muerte de su segunda hija, Emilia se encontraba en una situación particularmente difícil. Tenía cerca de cuarenta años y su salud no había mejorado: sufría severos problemas renales y su sistema cardiaco se debilitaba poco a poco debido a una afección congénita. Por otro lado, la situación política de su país era cada vez más crítica, pues había sido muy afectado por la recién terminada primera guerra mundial. Vivían con lo indispensable y con la incertidumbre y el miedo de que estallase una nueva guerra. Y justamente en esas terribles circunstancias, Emilia se dio cuenta de que nuevamente estaba embarazada. A pesar de que el acceso al aborto no era sencillo en esa época y en ese país tan pobre, existía la opción y no faltó quien se ofreciera para practicárselo. Su edad y su salud hacían del embarazo un alto riesgo para su vida. Además su difícil condición de vida le hacía preguntarse: ¿qué mundo puedo ofrecer a este pequeño? ¿Un hogar miserable? ¿Un pueblo en guerra? ¿Vale la pena que le dé la vida? A esta situación tan difícil que enfrentaba Emilia, se sumaría otra problemática que ella aún no conocía, pero de saberla, le haría cuestionar aún más la conveniencia de que este hijo naciera. Emilia morirá tan sólo diez años después a causa de su precaria salud. Trágicamente, también Edmund, el único hermano del bebé que esperaba, vivirá sólo unos pocos años más. Algunos años más tarde, estallaría la segunda guerra mundial, en la que el padre de la criatura que estaba por nacer también perderá la vida, con lo que ese niño iba a quedar absolutamente solo en la vida y en un ambiente adverso. Si a ested le tocara juzgar la conveniencia del nacimiento del hijo de Emilia, tendría que tomar en cuenta que, además de una situación sumamente crítica, a este niño le esperaba una vida en la completa orfandad: ni su padre, ni su madre, ni su único hermano podrían acompañarle en medio de las condiciones espantosas de la segunda guerra mundial que estaba por venir. ¿Para qué traer al mundo a un niño que desde el momento de nacer conocerá el sufrimiento? ¿Qué futuro puedo ofrecerle? ¿Será una insensatez llevar adelante mi embarazo? Son preguntas que cualquier mujer se haría en la situación de Emilia. Afortunadamente, ella optó por la vida de su hijo, a quien puso el nombre de Karol. Hoy quizá ese niño sería seguramente una víctima del aborto. Pero, gracias al valor de una mujer llamada Emilia, se encuentra vivo y se llama Karol Wojtyla, a quien todo el mundo conoce como Juan Pablo II.