Ser un héroe o morir

Rubén González Gallego nació sin extremidades y fue abandonado por sus padres. Le tocó vivir en un orfanato soviético. Casi nada. Cuando te compadezcas de tu suerte piensa en que otros muchos, como él, no han tenido la suerte que tú has tenido.

Soy apenas un pequeñín. Noche. Invierno. Necesito ir al baño. Es inútil llamar a la cuidadora.

La única solución es arrastrarme hasta los lavabos. Lo primero es salir de la cama. Es posible; a mi solito se me ha ocurrido el modo de hacerlo. Me arrastro hasta el borde de la cama, me doy la vuelta hasta quedar apoyado sobre la espalda; me dejo caer. El golpe contra el suelo. El dolor.

Me arrastro hasta la puerta del pasillo, la empujo con la cabeza y salgo de la habitación, relativamente tibia, al frío, a la oscuridad.

Por la noche, dejan abiertas las ventanas del pasillo. Hace frío, mucho frío. Estoy desnudo.

El trayecto es largo. Cuando paso por delante de la habitación donde duermen las niñeras, en voz alta pido ayuda y con la cabeza doy golpes contra la puerta. Nadie responde. Grito. Silencio. Acaso mis gritos no tienen fuerza suficiente para despertarlas.

Cuando llego al baño estoy totalmente helado.

En el baño las ventanas están abiertas. En el borde de la ventana hay nieve.

Llego hasta el orinal. Descanso. Necesito descansar antes de emprender el camino de vuelta. Mientras lo hago, la orina empieza a helarse por los bordes.

Me arrastro de vuelta. Llego a mi habitación. Con los dientes, tiro sobre mí la manta de la cama, me envuelvo en ella como puedo y trato de dormir.

Soy un héroe. Ser un héroe es fácil: si no tienes brazos ni piernas, eres un héroe o estás muerto. Si no tienes padres, confía en tus brazos y en tus piernas. Y hazte un héroe. Pero si no tienes extremidades y además te ha caído en suerte nacer huérfano, ¡no hay duda!: estás condenado a ser un héroe hasta el final de tus días. O a palmaría. Yo soy un héroe. Simplemente no me queda otro remedio.

Tomado de “Nueva Revista”, marzo-abril 2002.

Torpes y agonizantes

La ballena azul está desapareciendo por culpa del ser humano, pero el hecho de verse sometida a su brutal depredación no impide que las formas naturales de exterminio se sigan produciendo. Las orcas, unos cetáceos carnívoros, que cazan como los lobos, en manada, atacan también a las ballenas y lo hacen con una crueldad que convierte a cualquier arpón en un arma de la misericordia. Las orcas localizan una ballena solitaria, la rodean y acompasan su nadar al suyo, incluso salen a tomar aire a la vez que su majestuosa víctima. Navegan a ambos lados y van arrancando de ella a dentelladas enormes trozos de carne. La ballena no puede hacer otra cosa sino seguir nadando, incapaz de huir de la jauría asesina. El mar se va tiñendo de rojo, mientras la manada de orcas sigue mordiendo con furor, en un terrible festín sobre un ser vivo que aún respira. Las manadas de orcas –veinte, treinta– jamás podrán devorar por completo a su presa: pueden saciarse cuando ya han arrancado de ésta cuatro o cinco toneladas de carne. Y la enorme ballena azul sigue nadando, torpe y agonizante. Muchas veces en nuestra vida, por nuestra culpa, por dejarnos cercar por el peligro, acabamos como esas ballenas, pesadas y torpes, a merced de los mordiscos de las tentaciones.

Vosotros sois mis brazos

En una iglesia de una aldea alemana tenían un Cristo muy bonito y valioso. Estaba crucificado y la gente le tenía mucha devoción. Durante la Segunda Guerra Mundial cayó una bomba y, al explotar, le arrancó los dos brazos. Al final de la contienda, los del pueblo se planteaban restaurarlo. Pero alguien sugirió dejarlo como estaba, sin brazos. Se aceptó la propuesta e incluyeron una leyenda explicativa que decía así: “Vosotros sois mis brazos”. Así recuerda a todos que Jesucristo tiene necesidad de nosotros para seguir su misión en la tierra.

Cuando callas

George Eliot (1819-1880) Continuar leyendo “Cuando callas”

La mano cicatrizada

Willian Dixon era un infiel. No creía en la existencia de Dios. Y aún si Dios existiera, no le perdonaría por haberle quitado a su esposa a los dos años de casados. Su niñito también había muerto. Esto le hacía sentirse miserable y desamparado. Diez años después de la muerte de la esposa de Dixon, sucedió un incidente conmovedor en la aldea de Brackenthwaite. La casa de la anciana Peggy Winslow se incendió completamente. Sacaron a la pobre anciana con vida, aunque sofocada por el humo. Los presentes se horrorizaron al oír el grito lastimoso de una criatura. Era el pequeño Dickey Winslow, huérfano y nieto de la anciana Peggy. Las llamas le despertaron y se asomó a la ventana del último piso. La gente estaba muy afligida, porque sabían lo que podía pasarle a la criatura, ya que no había remedio, pues la escalera se había derrumbado. De repente, William Dixon corrió a la casa, subió por un tubo de hierro y tomó al niño tembloroso en sus brazos. Bajó con el con el brazo derecho, sosteniéndose con el izquierdo y puso pie a tierra entre los aplausos de los presentes exactamente al caerse la pared. Dickey no se lastimó, pero la mano de Dixon se sostuvo al descender por el tubo candente y sufrió una quemadura espantosa. Al final sanó pero le dejó una cicatriz que le acompañaría hasta la sepultura. La pobre anciana Peggy nunca se recobró del susto y murió poco después. El problema era qué hacer con Dickey. James Lovatt, persona muy respetable, pidió que le dejaran adoptarle, pues él y su esposa ansiaban un niño, ya que habían perdido el suyo. Para sorpresa de todos, William Dixon hizo una súplica similar. Era difícil decidir entre los dos. Se llamó una junta compuesta por el ministro, el molinero y otros más. El molinero, Sr. Haywood, dijo: “Es halagador que tanto Lovatt como Dixon se ofrezcan adoptar al huerfanito, pero estoy perplejo sobre quién deberá tenerlo. Dixon, que le salvó la vida, tiene más derecho, pero Lovatt tiene esposa y se necesita que a la criatura lo cuide una mujer”. El ministro, Sr. Lipton, dijo: “Un hombre de las ideas ateas de Dixon no puede ser el llamado para cuidar al niño; mientras que Lovatt y su esposa son ambos creyentes y lo educarán como debe ser. Dixon salvó el cuerpo del niño, pero sería muy triste para su futuro bienestar, que el mismo individuo que lo salvó del incendio fuese el que lo guiara a la perdición eterna.” “Oiremos lo que los interesados tienen a su favor -dijo el Sr. Haywood-, y después lo pondremos en votación. El Sr. Lovatt dijo: “Pues, caballeros, hace poco que mi esposa y yo perdimos un pequeño, y sentimos que este niño llenaría el hueco que ha quedado vacío. Haremos lo mejor para criarlo en los caminos de Dios. Además, un niño así necesita el cuidado de una mujer.” “Bien, Sr. Lovatt. Ahora el Sr. Dixon.” “Tengo sólo un argumento, señor, y es éste”, contestó Dixon con calma mientras quitaba la venda de su mano izquierda y alzaba el brazo herido y cicatrizado. Reinó un silencio por algunos momentos en la sala, nublándose los ojos de algunos. Había algo en aquella mano cicatrizada que apelaba al sentido de justicia. Tenía el derecho sobre el muchacho porque había sufrido por él. Cuando vino la votación, la mayoría voto a favor de William Dixon. Así comenzó una nueva era para Dixon Dickey. No echó de menos el cuidado de una madre, porque William era padre y madre para el huerfanito, derramando sobre la criatura que había salvado toda la ternura encerrada sobre su naturaleza. Dickey era un muchacho diestro y pronto respondió a la preparación de su benefactor. Le adoraba con todo el fervor de su corazoncito. Recordaba cómo “papaíto” lo había rescatado del incendio y cómo lo reclamaba por causa de la mano tan terriblemente quemada por su amor. Se conmovía hasta las lágrimas y besaba la mano cicatrizada por su causa. Cierto verano hubo una exhibición de cuadros en el pueblo y Dixon llevó a Dickey a verlos. El muchacho estaba muy interesado en los cuadros e historias que el papaíto le contaba acerca de ellos. La pintura que más le impresionó fue una en la que el Señor reprueba a Tomás, al pie de la cual se leían estas palabras: “Mete tu dedo aquí, y ve mis manos.” (Juan 20,27). Dickey, ya en la casa, recordó las palabras de ese cuadro y dijo: “Por favor, papá, cuéntame la historia de ese cuadro”. “¡No, esa historia no!”. “¿Porqué esa no papá?”. “Porque es una historia que no creo”. “Oh, pero no es nada, urgió Dickey; tú no crees la historia de Jack el matagigantes y sin embargo es una de mis favoritas. Cuéntame la historia del cuadro por favor, papá”. Así pues, Dixon le relató la historia, y a él le gustó mucho: “Es como tú y yo, papá, dijo el muchacho. Cuando los Lovatt querían adoptarme tú les enseñaste la mano. Quizás cuando Tomás vio las cicatrices en las manos del Buen Hombre sintió que le pertenecía.” “Probablemente”, contestó Dixon. “El Buen Hombre se veía tan triste, que creo que se entristeció porque Tomás no creía. Que malo fue, ¿verdad?, después de que el Buen hombre había muerto por él.” Dixon no contestó nada y Dickey continuó: “Hubiera sido yo muy malo si hubiera actuado así, cuando me contaron de ti y del fuego y dijera que no creía que lo hubieras hecho; ¿verdad papá?”. “Basta, no quiero pensar más de esa historia, hijo”. “Pero Tomás amó al Buen Hombre después así como te amo yo a ti. Cuando veo tu pobre mano, te quiero más que nada en este mundo.” Ya cansado, Dickey se durmió. Pero el descanso de su padre no fue bueno, pues no podía dormir pensando en el cuadro que había visto y en aquel semblante triste que le miraba desde la pared. Soñó con Lovatt y consigo mismo cuando discutían por el niño. Cuando enseñó la mano cicatrizada el muchacho le huía. Un sentido amargo de injusticia suavizaba su corazón. No se dejó llevar por esta influencia enseguida, mas su amor por Dickey había suavizado su corazón y la semilla había caído en buena tierra. Dixon era honrado y no dejaba de ver que el argumento que había usado para ganar a Dickey se levantaba en su contra al negar el derecho de aquellas manos cicatrizadas y heridas por él. Y cuando consideró la gratitud ardiente que manifestaba aquella criatura por la salvación que su padre adoptivo le había deparado, Dixon se sintió pequeño al lado del muchacho. Con el tiempo el corazón de Dixon se tornó como el de un niño. Al leer la Biblia, encontró que así como Dickey le pertenecía, él también era de Aquel Salvador, Jesucristo, que había sido herido por sus trasgresiones, y le dio su espíritu, alma y cuerpo por aquellas manos horadadas por él.

La niñita del parque

La niñita estaba sentada en el parque. Todo el mundo pasaba junto a ella y nadie se paraba a ver por que parecía tan triste. Vestida con un raído vestido rosa, con los pies descalzos y sucia, la niña simplemente estaba sentada mirando a la gente pasar. Nunca trataba de hablar, nunca decía una sola palabra. Mucha gente pasaba pero nadie se paraba.

Al día siguiente decidí volver al parque con la curiosidad de ver si la niña seguiría allí. Sí, lo estaba, justo en el mismo sitio que el día anterior, y todavía con la triste mirada en sus ojos. Me obligué a moverme y caminar hacia la pequeña. Como todos sabemos, un parque lleno de gente extraña no es lugar para que una niña pequeña juegue sola.

Mientras me acercaba pude ver que la espalda del vestido de la niña estaba terriblemente deformado. Me imaginé que esa era la razón por la cual la gente tan solo pasaba junto a ella sin hacer ningún esfuerzo por ayudarla. Las deformidades son una profunda desgracia para nuestra sociedad, y el cielo te asista si das un paso para ayudar a alguien que es diferente.

Conforme me acercaba aún más, la niñita bajó ligeramente sus ojos para rehuir mi mirada directa. Mientras me aproximaba, pude ver la deformidad de su espalda con más claridad. Tenía una grotesca joroba. Le sonreí para hacerle saber que todo estaba bien, que estaba allí para ayudar, para hablar. Me senté a su lado e inicié la conversación con un simple Hola.

La pequeña pareció sorprendida, y balbuceó un “hola”, después de mirarme largamente a los ojos. Sonreí y ella sonrió a su vez tímidamente. Hablamos hasta que cayó la oscuridad y el parque se quedó completamente vacío. Le pregunté por qué estaba tan triste. La niñita me miró y con cara triste repuso: “Porque soy diferente”.

Inmediatamente dije: “¡Así es como eres!”, y sonreí. La niñita se entristeció aún más y dijo: “Lo sé”.

“Pequeña” dije, “me recuerdas a un ángel, dulce e inocente”. Me miró y sonrió. Se puso lentamente de pie y dijo: “¿De veras?” “Sí, pareces un pequeño Ángel de la Guarda enviado para velar por toda esta gente que pasa por aquí”.

Movió la cabeza en un gesto de asentimiento y sonrió, mientras extendía sus alas y decía: “Lo soy. Soy tu Ángel de la Guarda”, guiñando un ojo. Me quedé sin habla, convencido de que estaba imaginando cosas. Dijo: “Por una sola vez has pensado en alguien más que en ti mismo. Mi trabajo está hecho”.

Me puse en pie y dije: “Espera. ¿Entonces por qué nadie se paró a ayudar a un ángel?”. Me miró y sonrió: “Tú eres el único que podía verme”, y entonces desapareció. Y con ello mi vida cambió totalmente.

Por eso, cuando pienses que no tienes a nadie mas que a ti mismo, recuerda, tu ángel siempre está velando por ti.

La puerta del corazón

Un hombre había pintado un bonito cuadro. El día de la presentación al público, asistieron las autoridades locales, fotógrafos, periodistas, y mucha gente, pues se trataba de un famoso pintor, reconocido artista. Llegado el momento, se tiró el paño que revelaba el cuadro. Hubo un caluroso aplauso. Era una impresionante figura de Jesús tocando suavemente la puerta de una casa. Jesús parecía vivo. Con el oído junto a la puerta, parecía querer oír si dentro de la casa alguien le respondía. Hubo discursos y elogios. Todos admiraban aquella preciosa obra de arte. Un observador muy curioso, encontró un fallo en el cuadro. La puerta no tenía cerradura. Y fue a preguntar al artista: “Su puerta no tiene cerradura. ¿Cómo se hace para abrirla?”. El pintor respondió: “No tiene cerradura porque esa es la puerta del corazón del hombre. Sólo se abre por el lado de adentro”.

Parece que no está

En un colegio estaban preparando las Primeras Comuniones. Había un niño que sufría un pequeño retraso mental, y, aunque él y su familia estaban empeñados en que el niño hiciera la Primera Comunión, el capellán del colegio no las tenía todas consigo. Un día llamó al niño y lo llevó al oratorio. Sacó del bolsillo un crucifijo y preguntó al niño: “Éste, ¿quién es?”. “Jesús”, contestó el niño. Entonces señaló el Sagrario y volvió a preguntar: “Y, entonces, ése de ahí, ¿quién es?”. “También Jesús”, contestó el niño sin dudar. “¿Jesús, ahí y aquí…? Pues explícame cómo puede ser que Jesús esté a la vez aquí y ahí”. “Es muy fácil –explicó el niño-: Aquí (en el crucifijo), parece que está, pero en realidad no está. Ahí (en el Sagrario), parece que no está, pero sí que está”. Ni que decir tiene que aquel chaval hizo la Primera Comunión con sus compañeros de curso.

Perdonar y agradecer

Dice una leyenda árabe que dos amigos viajaban por el desierto y en un determinado punto del viaje discutieron, y uno le dio una bofetada al otro. El otro, ofendido, sin nada que decir, escribió en la arena: “Hoy, mi mejor amigo me pegó una bofetada en el rostro”. Siguieron adelante y llegaron a un oasis donde resolvieron bañarse. El que había sido abofeteado comenzó a ahogarse, y le salvó su amigo. Al recuperarse tomó un estilete y escribió en una piedra: “Hoy, mi mejor amigo me salvó la vida”. Intrigado, el amigo preguntó: “¿Por qué después que te pegué escribiste en la arena y ahora en cambio escribes en una piedra?”. Sonriendo, el otro amigo respondió: “Cuando un amigo nos ofende, debemos escribir en la arena, donde el viento del olvido y el perdón se encargarán de borrarlo y apagarlo. Pero cuando nos ayuda, debemos grabarlo en la piedra de la memoria del corazón, donde ningún viento podrá borrarlo”.

Puntos fuertes y débiles

Cuentan que una vez en una pequeña carpintería hubo una extraña asamblea, fue una reunión de herramientas para arreglar sus diferencias. El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar. ¿La causa? Hacía demasiado ruido y además se pasaba todo el tiempo golpeando a los demás. El martillo aceptó su culpa pero pidió que también fuera expulsado el tornillo, pues había que darle muchas vueltas para que sirviera de algo. Ante el ataque, el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija, pues era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás. La lija estuvo de acuerdo, a condición de que fuera expulsado también el metro, que siempre estaba midiendo a los demás según su medida como si fuera el único perfecto. En eso entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo, utilizó el martillo, el tornillo, la lija y el metro, y finalmente la tosca madera inicial se convirtió en un hermoso juego de ajedrez.

Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, se reanudó la deliberación, fue entonces cuando tomo la palabra el serrucho y dijo: Señores ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades, y eso es lo que nos hace valiosos. Así que no pensemos mas en nuestros puntos malos y concentrémonos en nuestros puntos buenos. La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba fuerza, la lija servía para afinar y lijar asperezas, y el metro era preciso y exacto. Se sintieron entonces un equipo capaz de producir y hacer cosas de calidad se sintieron orgullosos de sus capacidades y de trabajar juntos.

Algo parecido sucede con los seres humanos. Cuando en un grupo (ya sea empresa, hogar, amigos, colegio, familia, etc.), las personas buscan a menudo defectos en los demás, la situación se vuelve tensa y negativa. En cambio, al tratar con sinceridad de percibir los puntos fuertes de los demás, florecen los mejores logros. Es muy fácil encontrar defectos, cualquier tonto puede hacerlo, pero encontrar cualidades, eso es lo que vale.