Haz como Jesucristo

Cuentan que, estando reciente la revolución francesa, Reveillère Lépaux, uno de los jefes de la república, que había asistido al saqueo de iglesias y a la matanza de sacerdotes, se dijo a sí mismo: “Ha llegado la hora de reemplazar a Cristo. Voy a fundar una religión enteramente nueva y de acuerdo con el progreso”. Pero no funcionó. Al cabo de unos meses, el «inventor» acudió desconsolado a Bonaparte, ya primer cónsul, y le dijo: –¿Lo creeréis, señor? Mi religión es preciosa, pero no arraiga entre el pueblo. Respondió Bonaparte: –Ciudadano colega, ¿tenéis seriamente la intención de hacer la competencia a Jesucristo? No hay más que un medio; haced lo que Él: haceos crucificar un viernes, y tratad de resucitar el domingo. (Cfr. A. Hillaire, “La religión demostrada”).

Dio su vida por sus amigos

Al final de la Primera Guerra Mundial, un destacamento de soldados ingleses esperaba entrar en un pequeño pueblo cerca del Rhin, cuando repentinamente un soldado salió corriendo de un edificio gritando: “¡Alerta!”. Instantáneamente, una descarga de rifles le dejaron muerto en el suelo. Pero la advertencia salvó a la compañía de una emboscada. El destacamento luchó haciendo retirar al enemigo y pronto se supo la historia del que les había salvado. Era un soldado de la guardia real irlandesa, prisionero de los alemanes quien conociendo los planes del enemigo esperó el momento oportuno y sacrificó su propia vida para salvar la de muchos compatriotas. Reconocidos y conmovidos los ingleses le dieron una buena sepultura, poniendo sobre ella una cruz con este texto: “A otros salvó, a sí mismo no se pudo salvar”.

Estas fueron precisamente las palabras que los judíos lanzaron contra Cristo cuando estaba pendiente de la cruz. No pudo salvar a otros y a sí mismo a la vez, y prefirió sacrificarse él en favor de otros, incluso de aquellos que le crucificaron.

Homenaje a un padre especial

Un día, acudí a mi padre con uno de mis muchos problemas de aquel entonces. Me contestó como Cristo a sus discípulos, con una parábola: “Hijo(a), ya no eres más una simple y endeble rama; has crecido y te has transformado, eres ahora un árbol en cuyo tronco un tierno follaje empieza a florecer. Tienes que darle vida a esas ramas. Tienes que ser fuerte, para que ni el agua, ni el día, ni los vientos te embatan. Debes crecer como los de tu especie, hacia arriba. Algún día, vendrá alguien a arrancar parte de ti, parte de tu follaje. Quizá sientes tu tronco desnudo, más piensa que esas podas siempre serán benéficas, tal vez necesarias, para darte forma, para fortalecer tu tronco y afirmar sus raíces. Jamás lamentes las adversidades, sigue creciendo, y cuando te sientas más indefenso(a), cuando sientas que el invierno ha sido crudo, recuerda que siempre llegará una primavera que te hará florecer… Trata de ser como el roble, no como un bonsai.” Ahora quisiera tener a mi padre conmigo, y darle las gracias por haber nacido, por haber sido, por haber tenido, por haber triunfado, y por haber fracasado. Si acaso tuviera mi padre a mi lado, podría agradecerle su preocupación por mi, podría agradecerle sus tiernas caricias, que no por escasas, sinceras sentí. Si acaso tuviera a mi padre conmigo, le daría las gracias por estar aquí, le agradecería mis grandes tristezas, sus sabios regaños, sus muchos consejos, y los grandes valores que sembró en mi. Si acaso mi padre estuviera conmigo, podríamos charlar como antaño fue, de cuando me hablaba de aquello del árbol, que debe ser fuerte y saber resistir, prodigar sus frutos, ofrecer su sombra, cubrir sus heridas, forjar sus firmezas … y siempre seguir. Seguir luchando, seguir perdonando, seguir olvidando, y siempre … seguir. Si acaso tuviera a mi padre a mi lado, le daría las gracias … porque de él nací.

El amor del Padre

Hubo hace años un hombre muy rico el cual compartía la pasión por el coleccionismo de obras de arte con su fiel y joven hijo. Juntos viajaban alrededor del mundo añadiendo a su colección tan solo los mejores tesoros artísticos. Obras maestras de Picasso, Van Gogh, Monet y otros muchos, adornaban las paredes de la hacienda familiar.

El anciano, que se había quedado viudo, veía con satisfacción como su único hijo se convertía en un experimentado coleccionista de arte. El ojo clínico y la aguda mente para los negocios del hijo, hacían que su padre sonriera con orgullo mientras trataban con coleccionistas de arte de todo el mundo.

Estando cercano el invierno, la nación se sumió en una guerra y el joven partió a servir a su país. Tras solo unas pocas semanas, su padre recibió un telegrama. Su adorado hijo había desaparecido en combate. El coleccionista de arte esperó con ansiedad más noticias, temiéndose que nunca más volvería a ver a su hijo. Pocos días más tarde sus temores se confirmaron: el joven había muerto mientras arrastraba a un compañero hasta el puesto médico.

Trastornado y solo, el anciano se enfrentaba a las próximas fiestas navideñas con angustia y tristeza. La alegría de la festividad, la festividad que él y su hijo siempre había esperado con placer, no entraría más en su casa.

En la mañana del día de Navidad, una llamada a la puerta despertó al deprimido anciano. Mientras se dirigía a la puerta, las obras maestras de arte en las paredes únicamente le recordaban que su hijo no iba a volver a casa. Cuando abrió la puerta fue saludado por un soldado con un abultado paquete en la mano. Se presentó a sí mismo diciendo: “Yo era amigo de su hijo. Yo era al que estaba rescatando cuando murió. ¿Puedo pasar un momento? Quiero mostrarle algo.” Al iniciar la conversación, el soldado relató como el hijo del anciano había contado a todo el mundo el amor de su padre por el arte. “Yo soy un artista”, dijo el soldado, “y quiero darle ésto”. Cuando el anciano desenvolvió el paquete, el contenido resultó ser un retrato de su hijo. Aunque difícilmente podía ser considerada la obra de un genio, la pintura representaba al joven con asombroso detalle. Embargado por la emoción, el hombre dió las gracias al soldado, prometiéndole colgar el cuadro sobre la chimenea. Unas pocas horas más tarde, tras la marcha del soldado, el anciano se puso a la tarea. Haciendo honor a su palabra, la pintura fue colocada sobre la chimenea, desplazando cuadros de miles de dólares. Entonces el hombre se sentó en su silla y pasó la Navidad observando el regalo que le habían hecho.

Durante los días y semanas que siguieron, el hombre comprendió que, aunque su hijo ya no estaba con él, seguía vivo en aquellos a los que había rozado. Pronto se enteró de que su hijo había rescatado docenas de soldados heridos antes de que una bala atravesara su bondadoso corazón. Conforme le iban llegando noticias de la nobleza de su hijo, el orgullo paterno y la satisfacción empezaron a aliviar su pena. El cuadro de su hijo se convirtió en su posesión más preciada, eclipsando sobradamente cualquier interés por piezas por las que clamaban los museos del mundo entero. Dijo a sus vecinos que era el mejor regalo que jamás había recibido.

En la primavera siguiente, el anciano enfermó y falleció. El mundo del arte se puso a la expectativa. Con el coleccionista muerto y su único hijo también fallecido, todas aquellos cuadros tendrían que ser vendidos en una subasta. De acuerdo con el testamento del anciano, todas las obras de arte serían subastadas el día de Navidad, el día en que había recibido su mayor regalo.

Pronto llegó el día y coleccionistas de arte de todo el mundo se reunieron para pujar por algunas de las más espectaculares pinturas a nivel mundial. Muchos sueños podían realizarse ese día; podía conseguirse la gloria y muchos podrían afirmar “Yo tengo la mejor colección de todas”.

La subasta empezó con una pintura que no estaba en la lista de ningún museo. Era el cuadro de su hijo. El subastador pidió una puja inicial. La sala permanecía en silencio. “¿Quién abrirá la puja con 100 dólares?, preguntó.

Los minutos pasaban. Nadie hablaba. Desde el fondo de la sala se escuchó: ¿A quien le importa ese cuadro? Sólo es un retrato de su hijo. Olvidémoslo y pasemos a lo bueno”. Más voces se alzaron asintiendo.

“No, primero tenemos que vender éste”, replicó el subastador. “Ahora, ¿quién se lse queda con el hijo?”. Finalmente, un amigo del anciano habló: “¿Cogería usted diez dólares por el cuadro? Es todo lo que tengo. Conocía al muchacho, así que me gustaría tenerlo”.

“Tengo diez dólares. ¿Alguien da más?” anunció el subastador. Tras otro silencio, el subastador dijo: “Diez a la una, diez a las dos. Vendido”. El martillo descendió sobre la tarima.

Los aplausos llenaron la sala y alguien exclamó: “¡Ahora podemos empezar y pujar por estos tesoros!” El subastador miró a la audiencia y anunció que la subasta había terminado. Una aturdida incredulidad inmovilizó la sala. Alguien alzó la voz para preguntar: “¿Qué significa que ha terminado? No hemos venido aquí por un retrato del hijo del viejo. ¿Qué hay de estos cuadros? ¡Aquí hay obras de arte por valor de millones de dólares! ¡Exijo una explicación de lo que está sucediendo!”. El subastador replicó: “Es muy sencillo. De acuerdo con el testamento del padre, el que se queda con el hijo… se queda con todo”.

Viéndolo desde otra perspectiva, como aquellos coleccionistas de arte descubrieron en el día de Navidad, el mensaje es aún el mismo: El amor de un Padre, cuya mayor alegría vino de su Hijo que se le dejó para dar su vida rescatando a otros. Y a causa de ese amor paterno, el que se queda con el Hijo lo obtiene todo. (Autor desconocido, tomado de de www.andaluciaglobal.com/hadaluna)

Huellas en la arena

Una noche tuve un sueño. Soñé que estaba caminando por la playa con el Señor y, a través del cielo, pasaban escenas de mi vida. Por cada escena que pasaba, percibí que quedaban dos pares de pisadas en la arena: unas eran las mías y las otras del Señor. Cuando la última escena pasó delante de nosotros, miré hacia atrás, hacia las pisadas en la arena, y noté que muchas veces en el camino de mi vida quedaban sólo un par de pisadas en la arena. Noté también que eso sucedía en los momentos más difíciles de mi vida. Eso realmente me perturbó y pregunté entonces al Señor: “Señor, Tú me dijiste, cuando resolví seguirte, que andarías conmigo, a lo largo del camino, pero durante los peores momentos de mi vida, había en la arena sólo un par de pisadas. No comprendo porque Tú me dejaste en las horas en que yo más te necesitaba”. Entonces, Él, clavando en mi su mirada infinita me contestó: “Mi querido hijo. Yo te he amado y jamás te abandonaría en los momentos más difíciles. Cuando viste en la arena sólo un par de pisadas fue justamente allí donde te cargué en mis brazos”.

El árbol de las manzanas

Hace mucho tiempo existía un enorme árbol de manzanas. Un pequeño niño lo apreciaba mucho y todos los días jugaba a su alrededor. Trepaba por el árbol, y le daba sombra. El niño amaba al árbol y el árbol amaba al niño. Pasó el tiempo y el pequeño niño creció y el nunca más volvió a jugar alrededor del enorme árbol. Un día el muchacho regresó al árbol y escuchó que el árbol le dijo triste: “¿Vienes a jugar conmigo?”. Pero el muchacho contestó: “Ya no soy el niño de antes que jugaba alrededor de enormes árboles. Lo que ahora quiero son juguetes y necesito dinero para comprarlos”. “Lo siento, dijo el árbol, pero no tengo dinero… pero puedes tomar todas mis manzanas y venderlas. Así obtendrás el dinero para tus juguetes”. El muchacho se sintió muy feliz. Tomó todas las manzanas y obtuvo el dinero y el árbol volvió a ser feliz. Pero el muchacho nunca volvió después de obtener el dinero y el árbol volvió a estar triste. Tiempo después, el muchacho regresó y el árbol se puso feliz y le preguntó: “¿Vienes a jugar conmigo?”. “No tengo tiempo para jugar. Debo trabajar para mi familia. Necesito una casa para compartir con mi esposa e hijos. ¿Puedes ayudarme?”. “Lo siento, no tengo una casa, pero… puedes cortar mis ramas y construir tu casa”. El joven cortó todas las ramas del árbol y esto hizo feliz nuevamente al árbol, pero el joven nunca más volvió desde esa vez y el árbol volvió a estar triste y solitario. Cierto día de un cálido verano, el hombre regresó y el árbol estaba encantado. “Vienes a jugar conmigo?”, le preguntó el árbol. El hombre contestó: “Estoy triste y volviéndome viejo. Quiero un bote para navegar y descansar. ¿Puedes darme uno?”. El árbol contestó: “Usa mi tronco para que puedas construir uno y así puedas navegar y ser feliz”. El hombre cortó el tronco y construyó su bote. Luego se fue a navegar por un largo tiempo. Finalmente regresó después de muchos años y el árbol le dijo: “Lo siento mucho, pero ya no tenga nada que darte, ni siquiera manzanas”. El hombre replicó: “No tengo dientes para morder, ni fuerza para escalar… ahora ya estoy viejo. Yo no necesito mucho ahora, solo un lugar para descansar. Estoy tan cansado después de tantos años…”. Entonces el árbol, con lágrimas en sus ojos, le dijo: “Realmente no puedo darte nada… lo único que me queda son mis raíces muertas, pero las viejas raíces de un árbol son el mejor lugar para recostarse y descansar. Ven, siéntate conmigo y descansa”. El hombre se sentó junto al árbol y éste, feliz y contento, sonrió con lágrimas.

Esta puede ser la historia de cada uno de nosotros. El árbol son nuestros padres. Cuando somos niños, los amamos y jugamos con papá y mamá… Cuando crecemos los dejamos… Sólo regresamos a ellos cuando los necesitamos o estamos en problemas… No importa lo que sea, ellos siempre están allí para darnos todo lo que puedan y hacernos felices. Parece que el muchacho es cruel contra el árbol… pero es así como nosotros tratamos a veces a nuestros padres. Valoremos a nuestros padres mientras los tengamos a nuestro lado.

Huir del destino

Su padre era marino. Un día, cuando no era más que un niño, el padre le invita a dar un paseo en barco. De repente descubre a lo lejos un enorme pez, de aspecto terrible, que sigue al barco. Se lo comunica a su padre, pero su padre no ve nada; cree que son figuraciones de su hijo. En un segundo viaje vuelve a ocurrir lo mismo; pero esta vez el padre lo entiende todo, palidece de susto y le explica a su hijo: “Ahora temo por ti. Eso que has visto es un Colombre. Es el pez que los marineros temen más que a ningún otro en todos los mares del mundo, un animal terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que nunca nadie sabrá escoge a su víctima y le sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima”. “¿Y no es una leyenda?”, pregunta el hijo. “No -le dice su padre-. Yo nunca lo he visto, pero lo han descrito: hocico fiero, dientes espantosos… No hay duda hijo mío: el Colombre te ha elegido, y mientras andes por el mar no te dará tregua. Vamos a volver a tierra y nunca más te harás a la mar por ningún motivo. Tienes que resignarte. Por otra parte en tierra también puedes hacer fortuna”. Pasan los años y el chico crece y consigue en la vida todo lo que todo el mundo anhela. A los ojos de todos es un triunfador. Pero él sabe que su vida ha sido un fracaso, que en el fondo de su alma sigue presente, como herida abierta, la renuncia a la que debería haber sido su propia vida, la que le habría hecho feliz. Un día, viejo y cansado, sintiendo cerca la muerte, decide enfrentarse con aquel peligro, hacer por fin algo valioso, enfrentarse con aquel animal que había visto muchas veces, cada vez que se acercaba al mar, a cierta distancia de la costa. Un día, de noche, cogió un arpón, se montó en una pequeña barca y se internó en el mar. Al poco tiempo aquel horrible hocico asomó al lado de la barca. “Aquí me tienes, ahora es cosa de los dos”, dijo el hombre mientras levantaba el arpón contra el horrible animal. Entonces el pez empezó a hablar, quejándose con voz suplicante: “Ah, qué largo camino para encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuanto me has hecho nadar. Y tú huías y huías… porque nunca has comprendido nada”. “¿A qué te refieres?”. “A que no te he seguido para devorarte. El único encargo que me dio el Rey del Mar fue entregarte esto”. Y el gran pez sacó de la lengua, tendiendo al anciano una esfera fosforescente. Él la cogió entre las manos y la miró. Era una perla de enorme tamaño. Reconoció en ella la famosa perla del mar, que da a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu”. En aquel instante el viejo lo entendió todo. Y entendió también que ahora era demasiado tarde. “¡Ay de mí! ¡Qué horrible malentendido! Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia y además he arruinado la tuya. Adiós, hombre infeliz.” Y se sumergió en las aguas para siempre. (D. Buzzati, El Colombre, Alianza).

El día que Jesús guardó silencio

Aún no llego a comprender cómo ocurrió, si fue real o un sueño. Sólo recuerdo que ya era tarde y estaba en mi sofá preferido con un buen libro en la mano. El cansancio me fue venciendo y empecé a cabecear… En algún lugar entre la semiinconsciencia y los sueños, me encontré en aquel inmenso salón, no tenía nada en especial salvo una pared llena de tarjeteros, como los que tienen las grandes bibliotecas. Los ficheros iban del suelo al techo y parecían interminables en ambas direcciones. Tenían diferentes rótulos. Al acercarme, me llamó la atención un cajón titulado: “Muchachas que me han gustado”. Lo abrí descuidadamente y empecé a pasar las fichas. Tuve que detenerme por la impresión, había reconocido el nombre de cada una de ellas: ¡se trataba de las chicas que a mí me habían gustado! Sin que nadie me lo dijera, empecé a sospechar dónde me encontraba. Este inmenso salón, con sus interminables ficheros, era un crudo catálogo de toda mi existencia. Estaban escritas las acciones de cada momento de mi vida, pequeños y grandes detalles, momentos que mi memoria había ya olvidado. Un sentimiento de expectación y curiosidad, acompañado de intriga, empezó a recorrerme mientras abría los ficheros al azar para explorar su contenido. Algunos me trajeron alegría y momentos dulces; otros, por el contrario, un sentimiento de vergüenza y culpa tan intensos que tuve que volverme para ver si alguien me observaba. El archivo “Amigos” estaba al lado de “Amigos que racioné” y “Amigos que abandoné cuando más me necesitaban”. Los títulos iban de lo mundano a lo ridículo. “Libros que he leído”, “Mentiras que he dicho”, “Consuelo que he dado”, “Chistes que conté”, otros títulos eran: “Asuntos por los que he peleado con mis hermanos”, “Cosas hechas cuando estaba molesto”, “Murmuraciones cuando mamá me reprendía de niño”, “Videos que he visto”… No dejaba de sorprenderme de los títulos. En algunos ficheros había muchas más tarjetas de las que esperaba y otras veces menos de lo que yo pensaba. Estaba atónito del volumen de información de mi vida que había acumulado. ¿Sería posible que hubiera tenido el tiempo de escribir cada una de esas millones de tarjetas? Pero cada tarjeta confirmaba la verdad. Cada una escrita con mi letra, cada una llevaba mi firma. Cuando vi el archivo “Canciones que he escuchado” quedé atónito al descubrir que tenía más de tres cuadras de profundidad y, ni aun así, vi su fin. Me sentí avergonzado, no por la calidad de la música, sino por la gran cantidad de tiempo que demostraba haber perdido. Cuando llegué al archivo: “Pensamientos lujuriosos” un escalofrío recorrió mi cuerpo. Solo abrí el cajón unos centímetros.. Me avergonzaría conocer su tamaño. Saqué una ficha al azar y me conmoví por su contenido. Me sentí asqueado al constatar que “ese” momento, escondido en la oscuridad, había quedado registrado… No necesitaba ver más… Un instinto animal afloró en mí. Un pensamiento dominaba mi mente: Nadie debe de ver estas tarjetas jamás. Nadie debe entrar jamás a este salón… ¡Tengo que destruirlo! En un frenesí insano arranqué un cajón, tenía que vaciar y quemar su contenido. Pero descubrí que no podía siquiera desglosar una sola del cajón. Me desesperé y trate de tirar con más fuerza, sólo para descubrir que eran más duras que el acero cuando intentaba arrancarlas. Vencido y completamente indefenso, devolví el cajón a su lugar. Apoyando mi cabeza al interminable archivo, testigo invencible de mis miserias, y empecé a llorar. En eso, el título de un cajón pareció aliviar en algo mi situación: “Personas a las que les he compartido el Evangelio”. La manija brillaba, al abrirlo encontré menos de 10 tarjetas. Las lágrimas volvieron a brotar de mis ojos. Lloraba tan profundo que no podía respirar. Caí de rodillas al suelo llorando amargamente de vergüenza. Un nuevo pensamiento cruzaba mi mente: nadie deberá entrar a este salón, necesito encontrar la llave y cerrarlo para siempre. Y mientras me limpiaba las lágrimas, lo vi. ¡Oh no!, ¡por favor no!, ¡Él no!, ¡cualquiera menos Jesús!. Impotente vi como Jesús abría los cajones y leía cada una de mis fichas. No soportaría ver su reacción. En ese momento no deseaba encontrarme con su mirada. Intuitivamente Jesús se acercó a los peores archivos. ¿Por qué tiene que leerlos todos? Con tristeza en sus ojos, buscó mi mirada y yo bajé la cabeza de vergüenza, me llevé las manos al rostro y empecé a llorar de nuevo. Él se acercó, puso sus manos en mis hombros. Pudo haber dicho muchas cosas. Pero Él no dijo ni una sola palabra. Allí estaba junto a mí, en silencio. Era el día en que Jesús guardó silencio… y lloró conmigo. Volvió a los archivadores y, desde un lado del salón, empezó a abrirlos, uno por uno, y en cada tarjeta firmaba Su nombre sobre el mío. ¡No!, le grité corriendo hacia Él. Lo único que atiné a decir fue sólo ¡no!, ¡no!, ¡no! cuando le arrebaté la ficha de su mano. Su nombre no tenía por que estar en esas fichas. No eran sus culpas, ¡eran las mías! Pero allí estaban, escritas en un rojo vivo. Su nombre cubrió el mío, escrito con su propia sangre. Tomó la ficha de mi mano, me miró con una sonrisa triste y siguió firmando las tarjetas. No entiendo cómo lo hizo tan rápido. Al siguiente instante lo vi cerrar el último archivo y venir a mi lado. Me miró con ternura a los ojos y me dijo: – Todo esta Consumado, está terminado, yo he cargado con tu vergüenza y culpa. En eso salimos juntos del Salón… Salón que aún permanece abierto…. Porque todavía faltan más tarjetas que escribir… Aún no sé si fue un sueño, una visión, o una realidad… Pero, de lo que sí estoy convencido, es que la próxima vez que Jesús vuelva a ese salón, encontrará más fichas de que alegrarse, menos tiempo perdido y menos fichas vanas y vergonzosas.

Invita al verdadero festejado

Como sabrás nos acercamos nuevamente a la fecha de mi cumpleaños, todos los años se hace una gran fiesta en mi honor y creo que este año sucederá lo mismo. En estos días la gente hace muchas compras, hay anuncios en el radio, en la televisión y por todas partes no se habla de otra cosa, sino de lo poco que falta para que llegue el día. La verdad, es agradable saber, que al menos, un día al año algunas personas piensan un poco en mí. Como tu sabes hace muchos años que comenzaron a festejar mi cumpleaños, al principio no parecían comprender y agradecer lo mucho que hice por ellos, pero hoy en día nadie sabe para que lo celebran. La gente se reúne y se divierte mucho pero no saben de que se trata. Recuerdo el año pasado al llegar el día de mi cumpleaños, hicieron una gran fiesta en mi honor; pero sabes una cosa, ni siquiera me invitaron. Yo era el invitado de honor y ni siquiera se acordaron de invitarme, la fiesta era para mi y cuando llego el gran día me dejaron afuera, me cerraron la puerta. ¡Y yo quería compartir la mesa con ellos! (Apoc. 3,20). La verdad no me sorprendió, porque en los últimos años todos me cierran las puertas. Como no me invitaron, se me ocurrió estar sin hacer ruido, entré y me quedé en un rincón. Estaban todos bebiendo, había algunos borrachos, contando chistes, carcajeándose. La estaban pasando en grande, para colmo llego un viejo gordo, vestido de rojo, de barba blanca y gritando: “JO JO JO JO”, parecía que había bebido de más, se dejó caer pesadamente en un sillón y todos los niños corrieron hacia él, diciendo “Santa Claus” “Santa Claus”. ¡Cómo si la fiesta fuera en su honor! Llegaron las doce de la noche y todos comenzaron a abrazarse, yo extendí mis brazos esperando que alguien me abrazara. Y ¿sabes?, nadie me abrazó. Comprendí entonces que yo sobraba en esa fiesta, salí sin hacer ruido, cerré la puerta y me retiré. Tal vez crean que yo nunca lloro, pero esa noche lloré, como un ser abandonado, triste y olvidado. Me llegó tan hondo que al pasar por tu casa, tú y tu familia me invitaron a pasar, además me trataron como a un rey, tú y tu familia realizaron una verdadera fiesta en la cual yo era el invitado de honor. Que Dios bendiga a todas las familias como la tuya, yo jamás dejo de estar en ellas en ese día y todos los días. También me conmovió el Belén que pusieron en un rincón de tu casa. Otra cosa que me asombra es que el día de mi cumpleaños en lugar de hacerme regalos a mi, se regalan unos a otros. ¿Tú que sentirías si el día de tu cumpleaños, se hicieran regalos unos a otros y a ti no te regalaran nada? Una vez alguien me dijo: ¿Cóomo te voy a regalar algo si a ti nunca te veo? Ya te imaginaras lo que le dije: Regala comida, ropa y ayuda a los pobres, visita a los enfermos a los que están solos y yo los contaré como si me lo hubieran hecho a mí (Mt. 25,34-40). A veces la gente solo piensa en las compras y los regalos y de mí ni se acuerdan. (Probablemente así hablaría Jesucristo).

El diamante

Nació en Italia, pero se fue a los Estados Unidos de joven. Aprendió malabarismo y se hizo famoso en el mundo entero. Finalmente, decidió retirarse. Anhelaba regresar a su país, comprar una casa en el campo y establecerse allí. Tomó todas sus posesiones, sacó un billete en un barco hacia Italia e invirtió todo el resto de su dinero en un solo diamante, y lo escondió en su camarote.

Una vez en la travesía, le estaba enseñando a un niño cómo él podía hacer malabarismo con muchas manzanas. Pronto se había reunido una multitud a su alrededor. El orgullo del momento se le subió a la cabeza. Corrió a su camarote y tomó el diamante, que entonces era su única posesión. Le explicó a la multitud que ese diamante representaba todos los ahorros de su vida, para así generar mayor dramatismo. Enseguida comenzó a hacer malabarismos con el diamante en la cubierta del barco. Estaba arriesgando más y más. En cierto momento lanzó el diamante muy alto en el aire y la muchedumbre se quedó sin aliento. Sabiendo lo que el diamante significaba, todos le rogaron que no lo hiciera otra vez. Impulsado por la excitación del momento, lanzó el diamante mucho más alto. La multitud de nuevo perdió el aliento y después respiró con alivio cuando recuperó el diamante. Teniendo una total confianza en sí mismo y en su habilidad, dijo a la multitud que lo lanzaría en el aire una vez más. Que esta vez subiría tanto que se perdería de vista por un momento. De nuevo le rogaron que no lo hiciera. Pero con la confianza de todos sus años de experiencia, lanzó el diamante tan alto que de hecho desapareció por un momento de la vista de todos. Entonces el diamante volvió a brillar al sol. En ese momento, el barco cabeceó y el diamante cayó al mar y se perdió para siempre.

Nuestra alma es más valiosa que todas las posesiones del mundo. Igual que el hombre del cuento, algunos de nosotros hicimos o seguimos haciendo malabarismos con nuestras almas. Confiamos en nosotros mismos y en nuestra capacidad, y en el hecho de que nos hemos salido con la nuestra todas la veces anteriores. Con frecuencia hay personas alrededor que nos ruegan que dejemos de correr riesgos, porque reconocen el valor de nuestra alma. Pero seguimos jugando con ella una vez más… sin saber cuando el barco cabeceará y perderemos nuestra oportunidad para siempre.