José Ramón Ayllón, “Religión en las aulas”, PUP, 8.VII.2003

He sido profesor de religión católica muchos años. En esas clases y en esos años, el profesor y sus alumnos han aprendido mucho más que religión. Han podido comprobar, por ejemplo, que solo desde el cristianismo es posible entender a Lutero y a Erasmo, a Miguel Ángel y a Bernini, a Felipe II y a Enrique VIII, a Dante y a Jorge Manrique, a Lope de Vega y a Quevedo. Gracias a la asignatura de religión han entendido aspectos fundamentales de la historia de Europa: una larga historia que pasa por el Camino de Santiago, por las catedrales románicas y góticas, por la pintura barroca, por el Réquiem de Mozart, la Pasión de Bach y el Mesías de Haendel, y también por la fundación episcopal o papal de las universidades.

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Miguel Aranguren, “¿Qué hubiese sido de mi vida sin formación religiosa?”, PUP, 3.VII.2003

¿Qué hubiese sido de mi vida sin formación religiosa? ¿Qué hubiese sido si se me hubiera ofrecido como una asignatura voluntaria y no evaluable? ¿Qué, incluso, si en vez de profundizar sobre las verdades de la religión católica, con exámenes, aprobados y suspensos, hubieran sustituido aquellos buenos profesores por otros que me explicaran una teoría general sobre el fenómeno religioso, sin descender a las profundidades del cristianismo que profesaron mis padres? Pues que no sería lo que soy. Sin embargo, no dudo que a falta de matemáticas bien me las hubiese compuesto para manejar mis modestos caudales. Y sin inglés, tampoco esta vida de talante anglosajón hubiese podido conmigo. Mas sin conocer los artículos del Credo, la historia de la Redención, la existencia del bien y del pecado, los misterios insoldables de Dios y su misericordia, la moral natural, los Mandamientos, las virtudes, los sacramentos y las obras de misericordia…, a mi vida le faltaría un resorte fundamental, mas allá de que viva comprometido con los postulados de la fe o los ignore. Continuar leyendo “Miguel Aranguren, “¿Qué hubiese sido de mi vida sin formación religiosa?”, PUP, 3.VII.2003″

Amando de Miguel, “La religión en la escuela”, La Razón, 27.VI.2003

Llevo muchos años de experiencia docente en la Universidad. Cada vez me resulta más difícil que los alumnos entiendan las alusiones a ideas que proceden de la Biblia o de la tradición cristiana. Por ejemplo, tengo que explicar el hecho social de la envidia. Resulta imprescindible la referencia a Caín y Abel, pero esos dos personajes son perfectamente desconocidos para mis alumnos y cada vez más. ¿Cómo van a entender la magistral novela de Unamuno sobre Caín? (Abel Sánchez). Si aludo a la «ética del trabajo», es inútil hablar de la revolución que supuso la vida monástica medieval o la influencia de Calvino. La conclusión es tan evidente como desmayada. Las últimas promociones de alumnos no tienen una idea clara de la Religión como hecho cultural. Ante esa circunstancia, resulta tan vergonzosa como necesaria la reciente propuesta de volver a introducir la Religión en el plan de estudios de la enseñanza obligatoria. Aciaga decisión fue en su día sustituirla por ratos de ocio escolar. En la televisión entrevistaban el otro día a un mozalbete sobre esta cuestión de la nueva asignatura. El zangolotino sostenía que «ahora, con la clase de Religión, ya no vamos a tener tiempo para relajarnos». Espero que al chico no le dé por estudiar Sociología.

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Alfonso Aguiló, “Educar en la fe”, Revista Palabra, nº 468, IV.2003

Un testimonio de vida

La educación de la fe no es mera enseñanza, sino transmisión de un mensaje de vida. En todas las familias cristianas se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da la coherencia de una iniciación a la fe en el calor del hogar. El niño aprende así a colocar a Dios entre sus primeros y más fundamentales afectos. Aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres, que logran así transmitir a su hijo una fe profunda, que prende con facilidad en él cuando la contempla hecha vida sincera en sus padres.

Los niños tienen necesidad de aprender y de ver que sus padres se aman, que respetan a Dios, que saben explicar las primeras verdades de la fe, que saben exponer el contenido de la fe cristiana en la perseverancia de una vida de todos los días construida según el Evangelio. Ese testimonio es fundamental. La palabra de Dios es eficaz en sí misma, pero adquiere una fuerza mucho mayor cuando se encarna en la persona que la anuncia, y eso vale de manera particular para los niños, que apenas distinguen entre la verdad anunciada y la vida de quien la anuncia. Como ha escrito Juan Pablo II, “para el niño apenas hay distinción entre la madre que reza y la oración; más aún, la oración tiene valor especial porque reza la madre”.

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Alfonso Aguiló, “El fundador del Opus Dei y la educación”, Retamach, I.2002

Colegio Retamar, 13 de septiembre de 2001. Continuar leyendo “Alfonso Aguiló, “El fundador del Opus Dei y la educación”, Retamach, I.2002″

Paul Johnson, “El albor de una nueva era”, El Mundo, 19.IX.2001

¿Seremos testigos de un cambio dramático en el ánimo popular del mundo occidental? El siglo XX -el Siglo Americano, como se le ha llamado a menudo- ha sido la Era del Liberalismo. En los inicios de este siglo XXI el poder económico y la preponderancia militar de Estados Unidos son mayores que nunca. Pero yo siento que este cataclismo por el que está pasando el país va a traer como resultado un endurecimiento de las mentes y los corazones estadounidenses, cuya primera advertencia será la respuesta militar que se va a dar contra los enemigos de la nación. Y cuando Estados Unidos emprende algo, el resto del mundo le sigue.

¿Está a punto de convertirse este siglo XXI en la Era de la Reacción, en la que el reloj de los tiempos de nuevo se encamine firmemente hacia la severidad, la disciplina y la aplicación inexorable de la ley? (…) El vocabulario más apropiado para la respuesta estadounidense deberá venir marcado por expresiones tales como desquite y severidad, implacabilidad y justo castigo; es necesario aplicar las leyes, tanto nacionales como internacionales, con el máximo rigor e imponerlas a un mundo sin ley, aun a expensas de cualquier otra consideración.

Es mediodía y el sheriff ya se ha puesto su estrella y ha reclutado al pueblo entero para que le ayude a enfrentarse contra el Mal. Las consecuencias de todo esto se habrán de ver muy pronto en una legislación de emergencia -posiblemente con enmiendas a la Constitución- en cuantiosos gastos de dinero y de poder industrial, en la creación de nuevas fuerzas y armamento y en operaciones militares de gran envergadura y complejidad.

En este proceso, la necesidad urgente de seguridad tiene que echar el telón sobre un siglo de liberalismo y permisividad. Y no deben confinarse estos cambios de ánimo y dirección exclusivamente en la lucha contra el terrorismo.

Al igual que en el siglo XX las nociones liberales acabaron apoderándose de todos los ámbitos de nuestra sociedad -desde el sexo y los medios de comunicación hasta el crimen y su castigo, desde el matrimonio a la vida familiar y desde las relaciones entre padres e hijos a la sustitución de la tradicional noción del deber por los derechos universales- la reacción ahora frente a esos desacreditados valores se extenderá gradualmente, aunque con rapidez cada vez mayor, hasta alcanzar los últimos rincones de nuestras permisivas sociedades.

Esta reacción debe afectar, también, a asuntos tales como el divorcio, el aborto y la ilegitimidad, a la naturaleza de la educación, al comportamiento en las universidades, a la formación de la juventud, a la gestión de becas y, no como tema menor, al futuro de la religión y de los dictados fundamentales de la moralidad. De esta manera, nos encontraremos en un mundo nuevo y más severo, pero también más seguro y estable.

Muchos millones de personas, consternadas ante la forma en que la sociedad fue yendo a la deriva y degenerándose, vienen anhelando este tipo de cambios durante largo tiempo, desesperándose por lograrlos.

Pero los historiadores sabemos muy bien que un acontecimiento súbito y horrendo puede dar lugar a cambios fundamentales en la actitud general. Así, por ejemplo, la etapa del terror de la Revolución Francesa en 1790 conmocionó al mundo, produciendo como consecuencia un renacimiento religioso que culminó en una recuperación de valores que, a su vez, condujo a las certezas de la época victoriana.

El asalto terrorista contra Estados Unidos -y la respuesta que a continuación se producirá- puede suponer un acontecimiento de características muy similares y capaz, por tanto, de poner en marcha un retorno a la noción tradicional del Bien y del Mal.

Estos días, quizá, nos estemos situando en el umbral de una nueva era que alterará no sólo nuestras propias vidas sino, también, las de nuestros biznietos. Y si esto es así, quiero darle la bienvenida con toda mi inteligencia y todo mi corazón a este evento. Y usted también debería hacerlo.

Paul Johnson es historiador e intelectual británico, autor de “Los intelectuales”, “El nacimiento del mundo moderno”, “La Historia del siglo XX”, y “La búsqueda de Dios: una peregrinación personal”, entre otras obras.

Juan Luis Lorda, “La desinformación religiosa”, Ecclesia, 29.I.2000

El jubileo del año 2000 vino acompañado de muchas cosas buenas y algunas malas. No todo en el monte puede ser orégano. Entre los males crónicos que padecemos, está el de la desinformación religiosa, que es muy persistente en nuestro país, y que, a base de repetirse, ha conseguido imprimir en las conciencias imágenes muy negativas de la Iglesia y algunos sonoros prejuicios sobre el mensaje cristiano.

Al aumentar el cúmulo de noticias con ocasión del jubileo, se activaron los resortes y pudimos asistir, durante semanas, a una especie de tiro al plato, donde se mostraron los tics que tiene cada medio. Me parece útil poner algunos de relieve. Pero sin adoptar una actitud beligerante, porque no va con lo que tiene que ser la evangelización, cuyo signo principal es la caridad. La caridad exige una opción por la inocencia (es mejor pasarse por bienintencionados), y por la indefensión que supone perdonar (el heroísmo de ceder en lo propio y esperar la conversión ajena). Con todo, el Señor nos ha dado la inteligencia también para que pensemos y ofrezcamos una justa resistencia al daño injusto.

El nuestro es un país con un movimiento intelectual discreto. Aunque ha crecido levemente en los últimos años, el panorama oficioso del pensamiento y del ensayo se resume y se consume en dos o tres figuras, que ya han dicho lo que tenían que decir, y en una o dos que están empezando a decir algo. Aparte del debate político, que no es particularmente atractivo, los editoriales de la prensa se dedican al comentario ocurrente de anécdotas circunstanciales. No hay grandes temas, y los religiosos son frecuentemente maltratados por una desinformación, que raramente ofrece un diálogo inteligente o enriquecedor. Si no fuera por el poder que tiene para conformar la opinión pública, no merecería atención.

Sin necesidad de grandes análisis, es patente que la desinformación religiosa en la prensa española se puede encuadrar en dos tipos de medios. De un lado, la prensa de cuño ilustrado; de otro, la de aire libertario. Al describir los dos tipos, destacaré algunos rasgos. Y se me permitirá que los trate con cierto desenfado. Es por dar amenidad al texto. Y también para no convertir el tema, que, en el fondo, es bastante doloroso, en un alegato.

La prensa libertaria Empezaremos por el segundo tipo, que es más elemental. La prensa de aire libertario se caracteriza, sobre todo, por ser frívola. Carece de proyecto intelectual, fuera de una genérica opción por la libertad de costumbres. Todo lo demás no parece importarle gran cosa. Le gustan los tonos sensacionalistas y no se toma en serio más que a sí misma. Cree estar en la cresta de la ola y, asumiendo una tradición surrealista bastante demodée, piensa que hacer cultura consiste en sorprender con alguna que otra “transgresión” (a estas alturas). Se considera al margen de la cultura cristiana y procura marcar las distancias, cuando hay ocasión, con alguna salida de tono. Tiende a ridiculizar lo religioso, y se regocija cuando las circunstancias le ofrecen algún pequeño escándalo sexual o financiero. También rastrea todo lo escabroso que se puede recuperar de la historia. Pero lo hace con la intención de llenar los dominicales y entretener al lector. No busca el lado más anticlerical, sino el más morboso.

No tiene posicionamientos ideológicos claros, sino más bien vitales, y se le nota un aire posmoderno, de estar de vuelta. Por eso, el tratamiento de lo religioso tiende a ser errático. No le importa recoger manifestaciones religiosas auténticas, siempre que sean curiosas y entretenidas. Y muestra un cierto escrúpulo de conciencia cuando trata, generalmente bien, las realizaciones sociales de la Iglesia. También suelen caerle simpáticos los personajes en distancia corta, en entrevistas, etc. En cambio, muestra recelos instintivos hacia la institución tomada en general (la Iglesia, la autoridad, la curia romana, la conferencia epicopal, el Magisterio). Y tiene un tic agudo que lo caracteriza, que es la hipersensibilidad hacia la moral sexual católica. Aquí sí que no dejan pasar una y la respuesta suele ser airada.

El tema de la homosexualidad, en particular, es el callo que no se puede rozar. Y, a falta de otros, actúa como insignia del carácter libertario. Las cuestiones ecológicas o el reiterativo discurso en favor del relativismo total (ideológico, cultural, religioso, científico…), puede servir para ponerse algo de color en la camiseta, pero el tema sensible -a juzgar por las reacciones- es el otro. En círculos concéntricos la hipersensibilidad se extiende hacia toda la doctrina de la Iglesia sobre la familia, la bioética y la paternidad o maternidad. Aunque el panorama demográfico en España pide a gritos una acción responsable en este terreno, esta prensa no tolera bien la institución familiar, con sus niños gritones, sus hogares acogedores, sus cumpleaños felices, sus sonrisas tiernas y sus cándidos belenes. Y se le escapan pellizcos y puyas no siempre inocentes. Gide dijo en una ocasión “familias, os odio”. Pues lo mismo, pero en menos. Los encantos de la “familia feliz” y el “hogar, dulce hogar” les ponen a cien. Debe de ser un tic de solteros.

Les gusta coquetear con el mundo de la droga, siempre tratado con cariñosa indulgencia, aunque los datos clínicos obligen en esto a un inevitable realismo y moderación. Lo libertario, como las borracheras, trae siempre a cuestas el problema de la resaca, cuando uno se tropieza con el dolor de cabeza, y, al cabo de unos años, con la cirrosis. Como vivimos en un mundo real, los actos libres (la droga, el sexo, el desenfado, el escapismo y la vida misma) tienen efectos reales, muchas veces no deseados. Es bonito jugar a vivir liberado, pero, en algún momento, hay que fregar los platos que se han manchado y recoger los trozos de los que se han roto. De esto no tiene culpa el cristianismo. Son las leyes de la realidad. Y a la Iglesia le toca el feo o hermoso papel -según se mire- de recordar las leyes que creemos reveladas por el Creador. Y molesta. Por muy suave que se quiera decir, la Palabra de Dios se recibe en este contexto como una bofetada moral. En esto se resume todo.

La prensa de corte ilustrado La otra prensa -de corte ilustrado- presenta una fisonomía muy distinta. En primer lugar, se considera seria, y tiene una alta opinión de sí misma y de su papel en la sociedad moderna. Arroja sobre sus hombros la tarea de ser el faro y guía intelectual del progreso. Se considera la conciencia laica del país y, desde que la izquierda se decolora (perdiendo el rojo), sostiene los ideales de la Ilustración francesa. Esto le da el tono dignamente aburrido de los viejos tribunales de justicia, llenos de estatuas a la libertad y el progreso. Celebra con religiosa unción las efemérides ilustradas y mantiene el culto sagrado de lo público. Esta repetición de clichés le producen un hieratismo un tanto cómico. Y quizá por el peso de la propia tradición izquierdista, no acaba de encontrar la postura para integrar los nuevos aires liberales que, por las leyes de la simetría ideológica (casi tan certeras como las de la óptica), le correspondería adoptar.

Mientras en la prensa libertaria, podría hablarse de una desinformación errática, aquí se trata de una desinformación sistemática. Para esta prensa, la cuestión religiosa no es una más, sino que es un punto sensible de su proyecto cultural, y casi el único que le queda claro después de diez años de derivas, distanciamientos y decoloraciones apresuradas. Remontándose a los puntos de partida de su tradición ideológica, asume que el mayor mal de la historia ha sido el oscurantismo religioso. En consecuencia, considera un deber y un alto honor combatirlo. Esto le da un horizonte y una tarea, además de disculparle veleidades de juventud. Defienden que progresar es lo mismo que perder la fe cristiana, aunque no saben bien qué parte, porque no se hacen idea de la hondura de sus propias raíces.

Es una cruzada en toda regla basada en una creencia: lo religioso y, sobre todo, lo católico es, por su propia naturaleza, contrario al progreso de la humanidad: es decir, al crecimiento de la ciencia y al despliegue de la libertad. Es un principio que los datos reales, quiéranlo o no, tienen siempre que confirmar. Y se trabajará para que así sea. El enfoque y las manifestaciones de la religiosidad católica han cambiado mucho en el último siglo. Pero cuando la miran no ven lo que hay, sino lo que debería haber de acuerdo con este principio.

Por eso, sacan constantemente del baúl de los recuerdos, los argumentos, ya apolillados, que seleccionó la tradición laicista y anticlerical francesa. Y, con ocasión y sin ella, entrando en el siglo XXI, te recuerdan las antiguas cruzadas, las guerras de religión, el juicio de Galileo o la actuación represiva de la inquisición, como si acabaran de suceder y no se hubiera hecho otra cosa en la historia. Que San Juan de la Cruz haya podido convivir con la Inquisición y que sea un testimonio cristiano mucho más auténtico, da lo mismo; puestos a mentar, lo que se mentará hasta el agotamiento, será la Inquisición, sin ninguna preocupación por los matices históricos. Son argumentos importados y apenas traducidos, ni siquiera tienen los tonos locales que cabría esperar. Por ejemplo, la Inquisición es una institución española y, con la enorme documentación que poseemos, podría dar lugar a ejemplos más sangrantes que Galileo, porque, en este país ojerizas ha habido siempre muchas. Pero no les interesa la historia. Prefieren los estereotipos. La única diferencia con otras naciones es que aquí, en general, no se usa la referencia a los horrores de la Conquista de América. Se ve que el público español todavía venera este asunto y le sabe malo que se lo sustraigan. Con estos argumentos, llevamos dos siglos y medio, y todavía se pueden leer en la prensa diaria, no menos que una vez por semana. Todo lo demás que la Iglesia haya hecho o esté haciendo ahora no importa en absoluto. La imagen viene dada por el baúl.

Siendo la religión católica tan nefasta, necesariamente hay que suponer intenciones torcidas en sus representantes, parezca lo que parezca. Es un segundo principio. Así, hay que explicar la actuación del Papa, de la curia romana, de los obispos y, aún de todos los clérigos, por el afán de conquistar poder y dinero. No se puede conceder que sean bienintencionados y que, en realidad, quieran el bien de la gente. Pueden ser obsesos o tontos, pero buenos no. Hay que representárselos, contra toda evidencia, como gente ávida de dinero y sedienta de poder. Y los demás, como ovejas ignorantes y crédulas. Esto se sugerirá siempre que se tercie. Lo han convertido en una cláusula de estilo. Podría parecer un chiste si no fuera porque no hay día en que no aparezca por escrito.

Infinitamente aburrido, porque el repertorio es terriblemente recurrente. En cuanto se sigue con atención su manera de dar las noticias religiosas, se notan todos los tics y se cazan todos los trucos de esta prensa.

No dejarán de reseñar en lugar destacado todo lo que resulte grotesco, lo que huela a superstición, lo que parezca anacrónico en las manifestaciones religiosas. Personajes estrafalarios, fiestas recónditas, prácticas ancestrales que han fosilizado en alguna esquina: todos y todas encontrarán sitio preferente y merecerán titulares. Además de destacar los escándalos financieros y sexuales de eclesiásticos, que, tal y como es la condición humana, inevitablemente salpican la vida de la Iglesia, a veces, menos de lo que cabría esperar. También encontrarán lugar, por supuesto, todos los opositores, los tránsfugas, y los problemáticos. Y toda persona a quien la autoridad eclesiástica recrimine algo, se convertirá, por eso mismo, en un héroe; y tendrá espacio a su disposición mientras se anime a discrepar y ser suficientemente ácido. Tampoco les importa abrir la mano a otras opciones religiosas, con tal que resulten alternativas a lo católico; pero sin pasarse, sin perder la compostura laicista.

Probablemente consideran de mal gusto dar relevancia a ningún intelectual cristiano del pasado o del presente. La tesis de partida es que lo cristiano tiene que ser contrario a la ciencia y el saber, de manera que, por definición, no puede existir ni pensamiento cristiano ni pensadores cristianos. Así es que o se ignora completamente el pensamiento o al pensador o, si se le menciona, se omite que es cristiano. Son del dominio público algunas clamorosas y persistentes omisiones. Claro es que, al destacar héroes y levantar pedestales, han que andarse con tiento. Por una ironía del destino, el principal ilustrado español, Jovellanos, recientemente recordado en el discurso de entrada a la Academia de un eminente periodista, era un hombre de Misa casi diaria, como deja constancia en sus diarios. Jovellanos podría ser el modelo local y razonable para reconciliar ilustración y fe. Pero cuando lo recuerdan, suelen olvidar la otra mitad y lo dejan como el vizconde demediado de Calvino.

Y cuando no queda otro remedio que dar la noticia, cuando lo religioso mismo es noticia, se buscará el ángulo que menos le favorezca. Entonces empieza la elaboración y el cocinado del material. Todo un arte. Primero se reduce el mensaje al mínimo. Después, se piensa el modo de mentar los móviles torcidos (el poder y el dinero) y de recordar el pasado descalificador (la inquisición). Se da voz a los que piensan lo contrario. Se recogen todos los detalles peregrinos, absurdos o antipáticos. Y se escogen las fotos más grotescas. Si se toma uno la molestia de recorrer cómo ha tratado esta prensa los viajes del Papa, comprobará que, con la sola excepción de Cuba -donde no supo situarse- y con una insoportable monotonía, el procedimiento ha sido siempre el mismo: acusaciones de protagonismo y de gastos excesivos; recuerdo sesgado de las circunstancias históricas más dolorosas; amplia atención a voces descontentas; recopilación de detalles chuscos; y selección de fotos peregrinas. Un alarde de manipulación de materiales. Todo, menos dejar sitio al mensaje y a la intención religiosa. Esto, por decoro, no se lo harían al Presidente del gobierno, pero, sin decoro, se lo hacen al Papa.

Por escoger otro ejemplo más cercano. El el 26 de diciembre pasado, uno de los principales medios de este país, recogía la noticia de la inauguración del jubileo del año 2000, en la noche de Navidad. La noticia era inevitable, pero pasó por la cocina. Tras poner en primera página una rara foto del Papa de espaldas y arrodillado, dedicó al asunto dos artículos en la sección de religión. El primero hablaba del jubileo como un montaje televisivo. Y el otro, de lo que costaban los coches del Vaticano, remontándose a los Mercedes que usaba Pío XII. Del mensaje y del significado del jubileo, de la renovación espiritual, de las opiniones del Papa, de los 2000 años de Jesucristo, apenas una furtiva línea; todo lo demás, adobo. Muestra representativa del taller y pequeña joya del arte de la desinformación religiosa. Habría que pensar en un museo para reunir la colección.

Conclusión Así estamos. No es muy alentador, pero así estamos. Un proyectil tras otro, con un bombardeo insistente y monótono que recuerda las trincheras de Verdún. Y fuego a discrección cuando se acerca algún acontecimiento, como ha sucedido con ocasión del milenio. Pero no podemos acostumbrarnos. Por un lado, no se debe permitir que este bombardeo penetre en las conciencias y, a base de no reaccionar, solidifique creando un estado de opinión. Pues el que calla otorga. Por otro, tampoco se puede reaccionar de cualquier modo, porque somos cristianos.

No se trata de plantear una batalla entre los buenos y los malos. Porque tal distinción es imposible hasta el final de los tiempos, y la hará, como quiera, nuestro Señor Jesucristo. Mientras, en lo que nos toca ver y podemos juzgar, ni los buenos son tan buenos ni los malos tan malos. Los eclesiásticos y, en general, todos los cristianos tenemos que vivir en la incómoda situación de ser portadores de un mensaje maravilloso que nos excede. Es lógico que los que no son o no quieren ser cristianos perciban el efecto grotesco. Es la base inevitable de la mofa anticlerical. No vamos a decir que estamos a la altura de los ideales que proclamamos. Y no vamos a hacer como si lo estuviésemos. Sólo los vemos realizados – y aún no plenamente- en los santos. Esta paradoja en la que vivimos es una invitación a la sinceridad, a la autenticidad, y, antes que nada, a la humildad.

Tampoco vamos a decir que todos nuestros antecesores eran santos, que reflejaron bien el mensaje de Cristo y que no habido malentendidos dolorosos. El fin del milenio ha sido ocasión de reconocer culpas pasadas. Pero el inicio del nuevo es la ocasión de relanzar la evangelización. No podemos renunciar a difundir el mensaje de Jesucristo, que es luz que ilumina y sal que da sabor a la vida. Y no debemos permitir que lo desvirtúen injustamente a fuerza de frivolidad o de maniobras intelectuales. Al inicio del tercer milenio, tenemos la responsabilidad de vivirlo y darlo a conocer a nuestros contemporáneos. Primero, con nuestro testimonio, humilde y sincero; también con nuestra palabra, igualmente humilde y sincera. Entre otras cosas, hay que buscar el modo de parar este absurdo cañoneo, que nos tiene como agazapados y que da lugar a una situación tan surrealista en la vida intelectual española. Tenemos un milenio por delante para encarar el problema. Quizá hay que montar el museo; y pedir más honestidad con Dios y con los hombres. La tela que venden es, en mucha parte falsa, y los que se visten con ella quedan, en mucha parte, desnudos. Hay que decirlo por amor a la verdad.