Alfonso Aguiló, “Redimir a un hombre”, Hacer Familia nº 154, 1.XII.2006

Una tarde de octubre de 1815 un hombre hambriento y cansado llega caminando a la ciudad. Desesperado porque en los albergues no le admiten y no sabe dónde pasar la noche, Jean Valjean llama a la puerta de una casa. Cuando le abren, se presenta: “Señores, soy un ex presidiario. He pasado diecinueve años en la cárcel.” El dueño de la casa, el obispo de Digne, se mueve a compasión y le hace pasar. Pide que en su propia mesa pongan un cubierto más y que se adorne para la ocasión con dos candelabros de plata.

Valjean era un modesto trabajador, analfabeto y solitario, que fue condenado a diecinueve años de trabajos forzados por haber roto un cristal y robado una barra de pan para alimentar a los siete hijos de su hermana viuda. En sus largos años de presidio en Tolón se había llenado de odio hacia una sociedad que le trataba de forma inhumana e injusta. Y al salir de la cárcel, se da cuenta de que su orden de libertad, de color amarillo, que debe mostrar dondequiera que vaya, le condena a ser en la práctica un marginado.

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Ignacio Sánchez Cámara, “Turismo abortivo”, La Gaceta, 26.XI.2006

España, como casi todo, cambia. Y no siempre para mejorar, pues no todo cambio entraña progreso. Antes éramos un país de emigrantes; ahora lo somos de acogida de inmigrantes. Antes, algunas españolas viajaban a países extranjeros para abortar. Ahora, algunas extranjeras viajan a España, para «interrumpir sus embarazos», es decir, para matar a sus hijos embrionarios. Nada nuevo bajo el sol; sólo cambia la dirección del itinerario abortivo. Aún habrá quien diga que hoy somos más libres; al parecer, más libres también para el crimen.

Según la información disponible, se ofrece un pack (añadamos el mal gramatical al moral) que incluye vuelo, alojamiento y aborto, a precios adecuados para que el negocio no decaiga. Incluso se practica en casos de embarazos muy avanzados, en los que el embrión se debate y defiende para eludir la agresión mortal: puro asesinato.

La valoración moral no me ofrece dudas. La inmoralidad del aborto voluntario deriva del imperativo de no matar. Si se prefiere una visión de la moral más positiva y menos prohibitiva, y apelando a la fértil idea de «lo mejor», siempre será preferible y mejor conservar la vida del embrión que acabar con ella. A menos que, en contra de toda evidencia, la vida sea considerada como un mal del que debe huirse o como un bien de libre disposición por parte de la madre, con lo que el supremo acto moral sería el suicidio. Como no es lo mismo la moral que el derecho, aunque no sean absolutamente independientes, pasemos ahora a este último. Si la práctica del aborto fuera un puro ejercicio de autonomía de la voluntad que no afectara a un bien jurídicamente protegible (y protegido en nuestro ordenamiento jurídico), no cabría penalizarlo, aunque se tratara de una conducta inmoral, pues el derecho no existe para producir el perfeccionamiento moral de las personas, aunque tampoco deba ser un obstáculo para él. El problema es que sólo una sanción penal, por benévola que pueda ser, e incluso excluyéndola en algunos casos, permite proteger jurídicamente la vida de las personas, nacidas o no. Es lo que hace nuestra legislación actual, que considera que el aborto voluntario es un delito, y sólo excluye la aplicación de la pena en tres casos tasados: violación, malformaciones del feto y peligro para la salud física y psíquica de la madre. No existe, por lo tanto, algo así como un derecho a abortar en esos tres casos, sino que se trata de un acto ilícito, al que se excluye la pena por razones fundadas. Ciertamente, entonces puede practicarse en esos casos, lo que no quiere decirse que se deba, sin estar sometido a la amenaza de la sanción penal. Pero en España no existe un derecho al aborto nunca, ni siquiera en esos tres casos citados. El problema es que una legislación como la nuestra, acaso bienintencionada e incluso correcta, resulta muy vulnerable al fraude de ley. Y es lo que sucede. El problema no estriba tanto en la ley, quizá discutible, como en su mala aplicación o en la falta de ella. El cajón de sastre criminal viene por la vía de la salud psíquica de la madre, si basta con que un facultativo con pocos escrúpulos certifique que, en el caso de continuar el embarazo, corre grave peligro. ¿Es nítido el concepto de la salud psíquica? ¿No puede extenderse abusivamente hasta incluir una leve depresión? ¿No podría entonces interrumpirse cualquier embarazo, es decir, asesinar a la persona no nacida, previa petición de la madre? Me temo que esto es lo que sucede en este turismo aberrante y criminal en fraude de ley. Nacionales y extranjeras se acogen a este fraude para eliminar la vida humana que portan en sus entrañas. El problema es que la mayoría de las veces la salud psíquica no hace sino empeorar, a menos que la conciencia moral se haya debilitado hasta casi desaparecer, pues no es fácil imaginar un crimen que entrañe una más pesada carga moral para su autor que la muerte que una madre inflige a su propio hijo. Y lo terrible aumenta si se considera que además existe una fácil solución, pues abundan las parejas que desean adoptar hijos y que viajan a lejanos países para satisfacer su ansia frustrada de paternidad. ¿No sería mejor que esos hijos, en lugar de ser muertos, nacieran y fueran entregados en adopción?

El añorado Julián Marías afirmó que los peores errores morales de nuestro tiempo eran la aceptación social del aborto y la generalización del consumo de drogas. Tenía, y tiene, razón, pues se trata de males profundos que revelan la inversión del orden natural de los valores y la inmoralidad de un tiempo, que se manifiestan en otros males terribles y derivados de esa anomia moral. Si se considera bueno lo que es malo en algo tan básico como la transmisión y protección de la vida; si es lícito que una madre acabe con la vida de su hijo, entonces, parafraseando al personaje de Dostoievski, todo está permitido. No deseo que ninguna mujer que aborte vaya a la cárcel; sólo reclamo que ninguna lo haga, y que la sociedad y su derecho protejan el valor de la vida humana.

Alfonso Aguiló, “Juventud de espíritu”, Hacer Familia nº 153, 1.XI.2006

Un día un niño vio como un elefante del circo, después de la función, era amarrado con una cadena a una pequeña estaca clavada en el suelo. Se asombró el niño de que un animal tan corpulento no fuera capaz de liberarse de aquella pequeña estaca. Lo estuvo contemplando durante un buen rato. Le sorprendió sobre todo que el elefante no hiciera el más mínimo esfuerzo por soltarse.

Decidió preguntar al hombre que lo cuidaba. Este le respondió: “Es muy sencillo, desde pequeño ha estado amarrado a una estaca como esa, y como entonces no era capaz de liberarse, ahora no sabe que esa estaca es muy poca cosa para él. Lo único que recuerda es que durante mucho tiempo no podía escaparse, y por eso ya ni siquiera lo intenta”.
Algo parecido nos sucede quizá a todos, al menos en algún aspecto de nuestra vida. Hay barreras que nos tienen sujetos, porque durante mucho tiempo las hemos visto como infranqueables, y aunque quizá ahora tengamos fuerzas suficientes para superarlas, no lo hacemos porque seguimos viendo esos obstáculos como algo fuera de nuestras posibilidades.

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Juan Manuel de Prada, “Mataderos infantiles”, ABC, 7.XI.2006

Un programa emitido recientemente por la televisión pública danesa demuestra que en un matadero infantil barcelonés se están perpetrando abortos a mansalva. El abortero que regenta este pingüe negocio declaraba sin empacho a la periodista danesa utilizada como cebo en el reportaje, encinta de siete meses: «Lo primero que haremos será provocar un ataque al corazón del feto, que así nacerá muerto. No hay problema». Dos años atrás, ya el dominical británico «The Sunday Telegraph» publicaba un reportaje donde se denunciaba que en el citado matadero se estaban perpetrando abortos a granel, so pretexto de «evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada». Tanto el programa danés como el reportaje del semanario británico demostraban que las clientes del matadero no están expuestas a ningún grave peligro; son, simplemente, mujeres que abortan por irreflexión, por pura inhumanidad, algunas veces incitadas por motivos irracionales, por una enajenación de la voluntad que los aborteros barceloneses incitan y estimulan. Como María, una valenciana de cuarenta años que en el año 2000 acudió a este matadero, solicitando que le fuese practicado un aborto, porque el hijo que esperaba era varón, y ella deseaba tener una niña. No importó que tanto ella como el niño gestante estuviesen completamente sanos; en lugar de disuadirla de tan aberrante capricho, el abortero consumó el crimen, aprovechándose de la ofuscación de María, quien tras despertar de la anestesia cobró conciencia de la bestialidad que acababa de perpetrarse.

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Alfonso Aguiló, “Ponerse en el lugar de demás”, Hacer Familia nº 152, 1.X.2006

«Había un joven que llevaba tres o cuatro minutos paseando una y otra vez por delante de la oficina y mirando al interior. Por fin —cuenta William Saroyan— entró y fue al mostrador. Spangler lo vio y salió a atenderlo. El joven sacó un revólver del bolsillo derecho del abrigo y lo sostuvo con mano temblorosa: “Déme todo el dinero. Todo el mundo está matando a todo mundo, así que no me importa matarlo a usted. Ni tampoco me importa que me maten. Estoy nervioso y no quiero problemas, así que déme todo el dinero deprisa”.

»Spangler abrió el cajón del dinero y sacó el dinero de diversos compartimentos. Colocó el dinero, billetes, paquetes de monedas y monedas sueltas, sobre el mostrador, delante del chico: “Te daría el dinero de todos modos, pero no porque me estés apuntando con un arma. Te lo daría porque lo necesitas. Ten. Es todo el dinero que hay. Cógelo y luego toma un tren a casa. Vuelve con los tuyos. Yo no informaré del robo. Pondré el dinero de mi bolsillo. Aquí hay unos setenta y cinco dólares.”

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Juan Manuel de Prada, “La libertad de la Iglesia”, ABC, 25.IX.2006

Siempre se me había antojado un asunto sobredimensionado. El complemento presupuestario a la asignación tributaria que el Estado aporta al sostenimiento de la Iglesia es una cantidad ínfima -apenas unos millones de euros- en comparación con la cantidad mucho más abultada que la Iglesia revierte sobre la sociedad. Pero ese complemento se había convertido, muy especialmente en los últimos años, en excusa para las más burdas demagogias, que prenden como la yesca entre la gente incauta, y hasta para muy patibularias amenazas. Algún ministro llegó, incluso, a recordar a la Iglesia que ese grifo se podía cerrar si perseveraba en defender posturas contrarias a las que mantenía el gobierno de turno. Pero la libertad de la Iglesia ni se compra ni se vende: ha recibido una encomienda divina que seguirá cumpliendo, en cualquier circunstancia, no importa que sus arcas estén vacías, que es como, por cierto, siempre están, porque el dinero que la Iglesia percibe de inmediato lo emplea en el cumplimiento de su encomienda. Esta libertad que concede la pobreza no es incompatible, sin embargo, con la autonomía financiera; desde que ese complemento presupuestario fuese instituido, la Iglesia española ha mostrado su deseo de que le fuera retirado, siempre que el porcentaje de la asignación tributaria fuese realista y no fundado sobre la ficción absurda de que todos los contribuyentes la ayudarían en sus necesidades.

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Juan Manuel de Prada, “El Papa de la razón”, ABC, 18.IX.2006

Produce consternación que un discurso tan bellamente argumentado, tan límpido y sutil, tan luminoso y benéfico como el que Benedicto XVI pronunció en la Universidad de Ratisbona haya sido empleado por los fanáticos islamistas para desatar una ola de violencia vesánica. Pero la consternación, y la repulsión, y la náusea, alcanzan cúspides difícilmente superables ante el silencio cetrino, acobardado o lacayuno con que los gobernantes occidentales han acogido tales muestras de violencia; silencio que no es sino la expresión claudicante de una Europa que ha renunciado a defender los principios que se asientan sobre la razón, los principios que fundan su genealogía espiritual, para inclinar dócilmente la testuz ante el hacha que blande el verdugo. Espectáculo de vileza infinita, de cobardía blandengue, de rendición monstruosa de la razón ante el acoso de la barbarie, merecedor por sí solo de ocupar un voluminoso volumen en la historia universal de la infamia. En cierta ocasión, escribí que no acepto otra autoridad que la que viene de Roma; hoy, ante este denigrante episodio de ignominia, en el que un hombre vestido de blanco hace frente en soledad a las hordas del fanatismo, mientras los mandatarios del mundo occidental le vuelven la espalda, me ratifico en esta impresión. No hay otra esperanza para el mundo que hemos heredado, el mundo que esa patulea de dimisionarios abyectos está vendiendo en pública almoneda, que la fuerza espiritual que irradia Roma.

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Alfonso Aguiló, “Moral de juventud”, Hacer Familia nº 151, 1.IX.2006

La profesora Jung Chang, que fuera guardia roja en la Revolución Cultural China e hija de uno de los funcionarios asistentes a la célebre Conferencia de los 7000, ha publicado junto con su marido Jon Halliday una biografía de Mao Zedong. ¿Cómo era la personalidad del tirano, los rasgos de temperamento que le definieron como político y estadista? Para Chang, hay que remontarse a un texto escrito cuando apenas tenía 24 años, en el que Mao dice: «Rechazo toda moralidad, rechazo la conciencia, rechazo cualquier responsabilidad hacia los demás. Soy absolutamente egoísta y no me importan los sentimientos de nadie».

Mao fue un gobernante de enorme crueldad. Tenía una fuerza de voluntad extraordinaria. Al mismo tiempo mostraba, cuando era joven, un gran sentido del humor, igual que Stalin. También era muy buen psicólogo para advertir los defectos y las virtudes de las personas, pero sobre todo sus debilidades, y no dudaba en someter a cualquiera a la presión necesaria para lograr sus objetivos, incluso amenazando con cometer atrocidades con su familia.

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Ignacio Sánchez Cámara, “Pensar a cuatro patas”, La Gaceta, 30.VIII.2006

Comprendo, pero no comparto, el regocijo que a algunos congéneres les produce asemejarse a los chimpancés o a los gorilas. Parecen contemplar en la hipótesis animalista la cima de la dignidad humana. Son evolucionistas al revés, y piensan que el principio de la evolución es la selección de los menos aptos: el hombre es peor que la anguila, y ésta peor que la madreselva. La excelencia pertenecería así al reino mineral. Cuanto menos nos diferencie del resto de los animales, mayor orgullo sienten.

Esta nostalgia del homínido se antoja genuina confesión de parte y latente declaración de intenciones. Animales al cabo, alardean de lo que pueden. Muchos de ellos exhiben los síntomas de una antigua y honda patología: el resentimiento antibíblico. Como la religiosidad les parece el colmo de la indigencia intelectual -al fin y al cabo, ningún otro animal es religioso- todo lo que, a su juicio rastrero, parezca desmentir a la Biblia lo reciben con simiesco alborozo. Nada les repugna tanto como la idea de que el hombre pueda ser imagen de Dios, es decir, de un Ser Perfecto, y de que se encuentre radicalmente separado del resto de los animales por su espíritu e inteligencia.

En el nombre de la dignidad del hombre, se trata de negarle cualquier indicio de dignidad y de realidad personal. Niegan a Dios, pero adoran a Copérnico, a Darwin, a Marx y a Freud, y a todos aquellos que, según sus instintos -cabe suponer que renuncien a la razón, no vaya a ser que no sea fácil encontrarla en otros de sus semejantes-, han infringido un varapalo a la creencia en la suprema dignidad del hombre o, lo que es lo mismo, a la pretensión de ocupar un lugar privilegiado en el conjunto de la creación (término este último que les produce atroces urticarias). Les reconforta ser producto de un ciego azar evolutivo y les repugna la posibilidad de ser hijos de Dios. Al fin y al cabo, se trata de matar al padre.

Se les reconoce con facilidad. Saludan con indisimulado alborozo cualquier anuncio, más o menos científico, que abone sus animalescas pretensiones. Son especialmente sensibles a la genética. Su mayor deleite consiste en enterarse de que el hombre comparte el 99% del material genético con el chimpancé, y aún les produce incomodidad ese exiguo 1% diferencial. Y todavía les reconforta más asemejarse genéticamente al cerdo o a la mosca. Debe de tratarse de extrañas afinidades electivas.

Eso sí, progresistas al cabo, rechazan el determinismo genético por sus posibles consecuencias racistas o neodarwinistas (en este caso, el "neo" resulta nefando). Por lo demás, desprecian ese 1%, acaso decisivo. Porque lo evidente, e independiente de toda creencia religiosa, es la radical y abismal diferencia entre el hombre y el resto de los seres vivos. Acuden, no sin cierta angustia, a la biología del cerebro humano para intentar, sin éxito, obtener confirmación de sus hipótesis. Naturalmente, una ciencia experimental no puede dar cuenta del alma ni de ninguna realidad espiritual.

Ellos, siempre a lo suyo, se empeñan en que si existiera el alma, ya la habrían encontrado los fisiólogos y los neurólogos. Si hubiera espíritu, parecen decirse, ya lo habríamos visto. Y, sin embargo, la neurofisiología no deja de aguarles la fiesta, ya que el cerebro humano constituye un misterio, hasta ahora insondable, para la ciencia. En dos o tres millones de años, el ser humano ha aumentado el peso de su cerebro en un kilogramo. El hombre en la actualidad posee unas siete veces más peso de cerebro que el que le correspondería por el peso de su cuerpo. Casi los mismos genes, pero un cerebro desmesurado.

Es probable que semejante revelación les cause tantos trastornos que su deseo sea, acérrimos enemigos de las neuronas, no utilizar su cerebro con la secreta intención de que se atrofie y se reduzca, por tanto, a los límites del de los gorilas o, si cabe la posibilidad, del de las moscas. Entonces, así se sentirían orgullosos. Cada uno piensa cómo vive, y si incómodo es para el hombre andar a cuatro patas, mala e imprudente cosa, y de consecuencias intelectuales y morales irreparables, es pensar a cuatro patas.

Juan Manuel de Prada, “El corazón de las tinieblas”, ABC, 14.VIII.2006

Cuando ya está a punto de cumplir los ochenta años -¡a buenas horas, mangas verdes!-, el escritor alemán Günter Grass reconoce que militó en las Waffen-SS, auténtico ejército paralelo surgido en el seno de la organización nazi, fundado por el propio Heinrich Himmler, líder de las SS, la guardia pretoriana de Hitler. Conviene especificar que las Waffen-SS, que llegaron a aglutinar una fuerza de más de novecientos mil hombres, agrupados en treinta y ocho divisiones de combate, fueron condenadas, durante el proceso de Nuremberg, como integrantes de una organización criminal, por su vinculación directa con el Partido Nacional-Socialista. En las actas de dicho proceso, podemos leer que «las SS fueron usadas para propósitos criminales, incluyendo la persecución y el exterminio de judíos, brutalidades y asesinatos en campos de concentración, excesos en la administración de los territorios ocupados y el maltrato y asesinato de prisioneros de guerra». De dicha condena colectiva sólo se salvaron los soldados rasos.

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