Corría el curso 1968-69, en un colegio de California. El Doctor Robert Rosenthal cerró su portafolios y se dirigió a un grupo de profesores que le escuchaba con atención: «Los resultados de las pruebas realizadas no dejan lugar a dudas. Estoy en condiciones de asegurarles que este 20 por ciento de alumnos que les he señalado tiene unas capacidades intelectuales superiores a lo normal». Los profesores tomaron buena nota de todo aquello y regresaron a su trabajo habitual. Ocho meses más tarde, las calificaciones finales arrojaban un resultado contundente: el rendimiento de ese grupo de alumnos teóricamente más inteligente era notoriamente superior al del resto.
Juan Manuel de Prada, “¿Qué valores? ¿qué principios?”, ABC, 10.VII.2005
En su primera comparecencia ante los medios tras la matanza, un consternado Blair afirmaba que «nuestra determinación para defender nuestros valores y nuestro modo de vida» es mayor que el ímpetu destructivo de los terroristas. En un tono algo enfático, Zapatero se pronunciaba en el mismo sentido: «Los terroristas no conseguirán jamás que abandonemos nuestros principios y nuestros valores». Ambas aseveraciones, irreprochables en su formulación y muy eufónicas, constituyen un desidératum, una aspiración muy loable; ambas adolecen, sin embargo, de un candor y un idealismo atroces. Pues, a la postre, el terrorismo islámico que azota Europa se alimenta precisamente de nuestra incapacidad para defender nuestros valores, nuestros principios, nuestras formas de vida. Europa ha perdido la fe en la validez universal de su cultura; quizá siga aferrada a afirmaciones retóricas y pomposas que proclaman lo contrario -apelaciones vacuas a la democracia, al muy manoseado Estado de Derecho, etcétera-, pero ese espejismo semántico no debe distraernos de la verdad pavorosa: también los romanos seguían invocando a sus dioses y ofrendándoles rutinarios sacrificios cuando ya habían dejado de creer en ellos.
Europa está enferma de relativismo; y esta enfermedad, instilada y sostenida por el pensamiento dominante, acrecienta cada día su debilidad. Lejos de mostrar una determinación inquebrantable en la defensa de sus valores, Europa proclama que no existen valores y principios de validez universal, sino más bien valores particulares que no deben confrontarse con los valores procedentes de otras culturas. Defender los valores propios se convierte automáticamente en un ejercicio de prepotencia intelectual, de arrogancia fundamentalista, de imperialismo cultural; naturalmente, cualquier intento de exportar esos valores se considera una imposición inaceptable, puesto que todos los modos de vida son igualmente legítimos y respetables. Europa ha dejado de creer en su superioridad moral; y, paralelamente, ha desarrollado una suerte de apatía o desistimiento que la corrección política disfraza de «tolerancia» hacia otros valores y formas de vida. Todo ello acompañado, además, de un brumoso y atenazador complejo de culpa que ha sumido a Europa en un estado de parálisis, de crisis de identidad, de falta de confianza en el futuro. Esta atonía espiritual se manifiesta, paradójicamente, acompañada de una mayor prosperidad material, de un disfrute ensimismado y onanista de las ventajas que esos valores y formas de vida nos proporcionan: pero ya se sabe que los pueblos que exprimen y saborean con fruición las ventajas de sus formas de vida, sin preocuparse de defenderlas, están condenados primero a la decrepitud y después a la mera extinción. Europa ha encontrado en su progreso material el pasatiempo que le permite descuidar su decadencia espiritual. Los terroristas islámicos, más atentos en el diagnóstico de la enfermedad que nos corroe, redoblan sus ataques porque saben que Europa se ha debilitado, porque saben que en su relativismo se esconde la semilla de la rendición.
¿Qué determinación puede oponer una sociedad que ha dejado de creer en su identidad espiritual frente a una fuerza hostil que pretende imponer sus formas de vida? Los pronunciamientos de los políticos en esta hora luctuosa insisten patéticamente en invocar un cadáver que el pensamiento dominante no quiere resucitar. Si en verdad Europa aspira a defender sus principios y valores, deberá empezar por recuperar la fortaleza espiritual que impulsó su nacimiento. Hoy esos principios y valores son letra muerta, despojos zarandeados por el oleaje manso del relativismo; vivificarlos exige un previo esfuerzo de fe para el que dudo mucho que los europeos estemos preparados.
Alfonso Aguiló, “La libertad interior”, Hacer Familia nº 136, 1.VI.2005
«Cuando la conocí tenía 16 años. Fuimos presentados en una fiesta, por uno que decía ser mi amigo. Fue amor a primera vista. Ella me enloquecía.
»Nuestro amor llegó a un punto en que ya no conseguía vivir sin ella. Pero era un amor prohibido. Mis padres no la aceptaron. Fui expulsado del colegio y empezamos a encontrarnos a escondidas. Pero ahí no aguanté más, me volví loco. Yo la quería, pero no la tenía. Yo no podía permitir que me apartaran de ella. Yo la amaba: destrocé el coche, rompí todo dentro de casa y casi maté a mi hermana. Estaba loco, la necesitaba.
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Oriana Fallaci, “Nosotros los caníbales (investigación con embriones)”, El Mundo, 9.VI.2005
Italia celebrará un referéndum los días 12 y 13 de junio donde los ciudadanos de ese país decidirán si quieren que se permita la investigación con embriones humanos, si se profundiza el desarrollo científico en áreas como la fertilización asistida y las pruebas con células madres. A raíz de la consulta a la población, la escritora Oriana Fallaci publicó en el Corriere della Sera un artículo que EL MUNDO reproduce íntegro por la actualidad que posee el tema en nuestra sociedad y la necesidad de un debate entre ciudadanos debidamente informados. En Italia se votarán cuatro cuestiones de una ley considerada muy rígida. El primer punto permitirá derogar el artículo que impide la investigación sobre embriones -el asunto más controvertido-; mientras que los tres capítulos restantes son mucho más técnicos y dependerán, en esencia, del primero.
Juan Manuel de Prada, “Mirad cómo se aman”, ABC, 28.V.2005
En su Apología contra los gentiles, Tertuliano nos ofrece un testimonio de primera mano sobre la vida de los cristianos primitivos. Allí leemos que los paganos, admirados de la fraternidad que se entablaba entre los seguidores de Jesús, murmuraban envidiosos: «Mirad cómo se aman». Sin duda, esta concepción de la Iglesia como comunidad fundada en el amor, donde todos -con sus flaquezas e imperfecciones- tienen cabida fue el fermento que facilitó la expansión de la fe en el Galileo; y deberíamos preguntarnos, con espíritu crítico, si no habrá sido precisamente el decaimiento de esa concepción y su sustitución por otra demasiado «legalista» la que ha determinado a la postre su retroceso. Al recordarnos en su encíclica que el amor es el acontecimiento nuclear de la experiencia cristiana, Benedicto XVI nos propone un viaje hacia las raíces mismas de la fe, que San Juan supo compendiar en una sola frase: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él».
Habría que destacar de esta encíclica, en primer lugar, la belleza de su escritura. Aunque maneja arduos conceptos, Benedicto XVI rehúye el alambicamiento expresivo y el galimatías escolástico. Sabe, como Ortega, que la claridad es la cortesía suprema del filósofo; sus frases son siempre de una sintaxis diáfana y su razonamiento terso, no exento de una contenida vibración poética. Ocurre así, por ejemplo, cuando refuta a Nietzsche, sosteniendo que el cristianismo no niega el eros humano, sino tan sólo su desviación destructora, dominada por el puro instinto: «Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse del otro. Ya no busca sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía el bien del amado». Ese eros convertido en agapé, que «se entrega y desea ser para el otro», no es sino reflejo del amor divino, que se proyecta previamente sobre cada hombre.
Y esa experiencia íntima del amor divino tiene que ser, naturalmente, comunicada a otros, a través del ejercicio de la caridad. En la segunda parte de su encíclica, Benedicto XVI prueba a definir, en comunión con la doctrina social de la Iglesia, los contornos de la caridad cristiana. Reconociendo que la misión de instaurar un orden justo en la sociedad es propia del Estado y no de la Iglesia, corresponde a ésta sin embargo «dar respuesta inmediata en una determinada situación». Quienes han caracterizado sumariamente a Benedicto XVI como un severo fundamentalista deberán envainarse ahora sus vituperios, ante afirmaciones que recuperan el sentido primigenio del amor cristiano: «Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor». Lo cual no es óbice para que esa elocuencia callada del amor, que se alimenta en el encuentro con Cristo, se exprese a través de la oración, cuya importancia Benedicto XVI resalta «ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo». De este modo, reclamando el consuelo del Espíritu, el cristiano puede ejercer su labor caritativa de manera más esperanzada y paciente, en unidad íntima con Dios.
Benedicto XVI sabe, como el místico de Fontiveros, que en el atardecer de nuestra vida se nos juzgará sobre el amor. Con su primera encíclica, ha querido recordarnos cuál debe ser la opción fundamental en la vida de un cristiano. Ojalá sirvan sus palabras para que, como en tiempos de Tertuliano, se vuelva a escuchar aquella frase admirativa: «Mirad cómo se aman».
Alfonso Aguiló, “Tener conversación”, Hacer Familia nº 135, 1.V.2005
«Había otras causas de esa soledad –escribe Dorothy Parker– que se remontaban muy atrás, a cuando eran novios. Ella trató de recordar de qué hablaban antes de casarse, cuando estaban prometidos, y le pareció que nunca habían tenido gran cosa que decirse. Pero antes, eso no le preocupaba, e incluso experimentaba la satisfacción de que su noviazgo iba bien, pues siempre había oído decir que el verdadero amor no se expresa con palabras. Además, en aquel entonces los besos y tonteos les tenían siempre ocupados. Pero resultó que el verdadero matrimonio parecía ser igualmente silencioso, y al cabo de siete años de vida en común no es posible confiar en los besos y en todo lo demás para llenar los días y las noches.» Antonio Vázquez ha escrito que el matrimonio es, entre otras cosas, cincuenta años de conversación. Que es preciso cultivar el deseo de conocer y conocerse, de intercambiar impresiones, de comunicarse. Por eso, quienes desde el noviazgo centran sus aspiraciones en el atractivo físico, o en el sexo, y construyen sobre eso una relación sin mucho más cimiento, bien pronto se encuentran con el aburrimiento y la soledad.
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Juan Manuel de Prada, “Pederastia”, ABC, 28.V.2005
Afirmaba ayer un editorial de ABC dedicado a la pederastia que «algo falla en los resortes morales de la sociedad contemporánea», y añadía que «convendría afinar los mecanismos jurídicos, policiales y socioculturales» para evitar estos comportamientos patológicos. Creo que la necesidad de afinar los mecanismos jurídicos y policiales está sobradamente asumida; pero la erradicación de la pederastia exige, ante todo, actitudes morales inequívocas que nuestra sociedad, náufraga en los lodazales de una sexualidad libérrima, no se atreve a afrontar. Cada vez que una aberración sexual de estas características es desvelada, la sociedad se rasga farisaicamente las vestiduras y reclama la intervención rauda y severa de la justicia; en cambio, se muestra incapaz de ahondar en las raíces del mal que la corrompe, haciendo examen de conciencia. Las patologías sexuales poseen un factor genético incuestionable. Pero ese factor genético no basta para explicarlas: existe otro al menos igual de determinante que suele soslayarse, pues su análisis obligaría a la sociedad a contemplar ante el espejo el reflejo de su rostro, purulento y abominable. Me estoy refiriendo, claro está, al factor cultural.
Las patologías sexuales hallan su caldo de cultivo en ambientes sociales que favorecen la represión de la sexualidad (esto es comúnmente aceptado); también en aquellos que estimulan su hipertrofia, multiplicando hasta la saturación los mensajes libidinosos y promoviendo la práctica de una sexualidad liberada de cortapisas. Naturalmente, formular esta segunda posibilidad nos convierte inmediatamente en reaccionarios, pues la sociedad contemporánea se siente muy cómoda y feliz convertida en un perro de Paulov que responde sin rebozo a cualquier estímulo sexual. Pero mientras no aceptemos que la sexualidad humana es una fuerza arrasadora que exige diques y contenciones, los casos de pederastia y de otras aberraciones sexuales se multiplicarán en progresión geométrica. Una vez detectados, podremos castigarlos con severidad; pero el castigo nunca bastará para erradicar una enfermedad social que, en sus manifestaciones más morbosas, puede llegar a pisotear lo más sagrado.
Hasta que no entendamos que la sexualidad debe ser encauzada hacia manifestaciones sanas, controladas y responsables, seguiremos padeciendo estos sobresaltos. La sexualidad humana, cuando se permite que campe por sus fueros, acaba aspirando a nuevos finisterres imaginativos que hasta entonces le han sido vedados. Pensemos, por ejemplo, en la multitud de programas televisivos que hacen de la incitación sexual motivo recurrente, so capa de un entretenimiento desinhibido o -lo que aún resulta más sórdido- de una divulgación educativa. El espectador asiduo de estos programas, abrumado por el despliegue de reclamos eróticos, se convierte sin saberlo en un salido chorreante de flujos y deseoso de poner en práctica las enseñanzas que acaba de recibir. Enseñanzas que, por supuesto, parten siempre de la misma premisa: «En sexo todo está permitido, siempre que la otra parte consienta». Como la búsqueda de ese consentimiento suele ser ardua, casi irrealizable, el espectador de estos programas se queda con la cantinela permisiva. Uno de los pederastas recientemente detenido acaba de reconocerse «incapaz de mantener relaciones con adultos»; inevitablemente, al toparse con este obstáculo insalvable, el torrente desatado de su sexualidad ha buscado el desaguadero del sexo infantil. A los niños ni siquiera hace falta pedirles permiso.
Desengañémonos: mientras aceptemos con pasivo deleite nuestro papel de perros de Paulov ante la incitación sexual, no hará sino crecer abrumadoramente el número de las patologías sexuales.
Marcello Pera, “La crisis del relativismo en Europa”, ABC, 2.V.2005
Entrevista de Juan Manuel de Prada a MARCELLO PERA, Presidente del senado de ITALIA Continuar leyendo “Marcello Pera, “La crisis del relativismo en Europa”, ABC, 2.V.2005″
Juan Manuel de Prada, “Entrevista a Joaquín Navarro-Valls”, ABC, 17.IV.2005
ROMA. La fortuna, afirmaban los antiguos, sonríe a los valientes. Meses atrás, fijé una entrevista con Joaquín Navarro-Valls, portavoz papal y director de la Sala de Prensa de la Santa Sede; los acontecimientos que después se sucedieron lo convertirían en la persona más reclamada del planeta. Pese a que estaba rechazando los requerimientos que le llegaban tras el fallecimiento de Juan Pablo II, Navarro-Valls tuvo la deferencia de mantener el compromiso adquirido y recibirme en su despacho de Via della Conciliazione. La entrevista, celebrada cuando Juan Pablo II aún no había sido enterrado, se desarrolló entre un tropel de emociones que mi interlocutor supo contener en todo momento, embridadas por el pudor. Navarro-Valls habla con una dicción sosegada y muy elegantemente discreta; la fortaleza que lo sostiene en estas horas de dolor sólo admite una explicación sobrenatural: la fe, que mueve montañas, también enseña a los hombres a mantenerse erguidos. Este psiquiatra de vocación, numerario del Opus Dei, que un día rectificó su biografía para acudir a la llamada de Juan Pablo II, rememora para los lectores de ABC los episodios de una aventura vertiginosa que ha colmado su vida.
-¿Cómo nació en usted la inclinación periodística? -Aunque parezca increíble, como consecuencia natural de mi dedicación a la psiquiatría. Me formulé una pregunta: «¿De qué modo los medios hoy -prensa, radio, televisión, publicidad- configuran hábitos y estados emocionales de ansiedad?». No obstante, cuando empecé a estudiar periodismo nunca pensé que ésta iba a ser mi profesión. Allá por el año 70, cuando llegué a Roma para disfrutar de un año sabático y completar mis estudios, empecé a escribir algunas cosas sobre la Roma histórica y cultural. Aquí residía, como corresponsal de ABC, un gran escritor, académico de la lengua, Eugenio Montes, que me contagió estas preocupaciones. Cuando él se volvió a España, ya anciano, Guillermo Luca de Tena me propuso ser corresponsal del Mediterráneo Oriental con base en Roma. Acepté la oferta como un desafío y como una curiosidad, pero con la absoluta convicción de que sería algo pasajero.
-Sin embargo, a la postre sería el inicio de una vita nuova…
-El área era muy sugestiva, sobre todo en aquellos años. Empezaba el fundamentalismo islámico, lo que permitía ya no sólo ofrecer la noticia corriente, sino estudiar el Islam; también estudié el hebraísmo y la ortodoxia griega. Cubrí las primeras elecciones democráticas y la llegada de los socialistas al poder en Grecia, estuve en El Cairo cuando asesinaron a Sadat, viví momentos de extraordinaria tensión en Israel. La asociación de corresponsales extranjeros en Italia me eligió presidente y luego me volvió a reelegir. ¡Cada vez se cargaban más responsabilidades encima de mis hombros! Ahora bien, yo en aquellos años estaba empezando a sentir nostalgia de mi oficio de psiquiatra, algo que sigo sintiendo veintiséis años después, de forma cada vez más intensa. Todavía hoy, cuando apenas dispongo de un poco de tiempo, intento actualizar mis conocimientos médicos. Esa vocación sigue ahí, intacta, y deseosa de ser ejercitada.
-Y entonces el Papa se fija en usted…
-Mi primer contacto con él, siquiera simbólico, fue inmediatamente después de su elección. Al poco de abrirse el cónclave, -y creo que se trata de un gesto que anticipa lo que iba a ser su Papado-, Juan Pablo II acude al Gemelli, donde se hallaba internado el cardenal Deskur, que acababa de sufrir un ictus cerebral. Yo merodeaba por el Gemelli, y al ver entrar al Papa corrí al ascensor, donde logré deslizarme en el último momento. Algún tiempo después, recibí una llamada sorprendente del Vaticano. En la conversación que mantuve con el Papa, descubrí que deseaba cambiar, no tanto el sistema de comunicación, sino el modo de presentarse, de tal manera que la recepción de su mensaje a través de los medios fuera mejor. El Papa, que era un gran comunicador, entendía que era necesaria una nueva dialéctica con la opinión pública, menos rígida, con menos filtros, más directa.
-¿Por qué cree usted que el Papa decide confiarle esta misión? En cierto modo usted era un «forastero». Hasta entonces estas tareas las habían desempeñado clérigos.
-No querría atribuirme méritos que no me corresponden. Por entonces se afirmaba mucho en ambientes eclesiásticos: «La Iglesia tiene que usar los medios». Yo me rebelé contra esta expresión. Eso es lo que hacían, cuando yo trabajaba como corresponsal en Italia y en Grecia, muchas empresas industriales, que te ofrecían la apariencia de un acceso para luego tratar de sacar provecho. El tema de fondo era otro muy distinto: «¿Deseaba la Santa Sede participar en la dinámica de los medios?». Si de verdad lo deseaba, debía saber que esto le costaría un esfuerzo semántico y de apertura. No era un problema que se solucionase informando más; se trataba, sobre todo, de aceptar el lenguaje de los medios, de emitir sus mensajes con la expresión propia de los medios, de dar la noticia en el momento preciso en que los medios la necesitan, de entrar en definitiva en el juego de los medios, que lo espectaculariza todo. ¿Quería la Iglesia participar de todo esto? ¿Sí? Pues no se trataría de una empresa sencilla. Si la Iglesia intentaba transmitir ideas, valores intemporales, tendría que hacer un gran esfuerzo para no traicionarlos, pero ofreciéndolos a la vez con un lenguaje acorde a la época, evitando la dificultad añadida de malvenderlos o trivializarlos. El Papa entendió de inmediato lo que yo le estaba proponiendo. El gran misterio es que un hombre que se había formado en un país donde no existía libertad de prensa ni, por lo tanto, verdadero periodismo, intuyera la necesidad de este cambio. Y todo ello sin instrumentalizar jamás la prensa, aceptando el riesgo de ser malentendido.
-Usted ha mantenido un contacto muy estrecho con Juan Pablo II. ¿Qué rasgo cree que era el más definitorio de su carácter? -Al tratarse de una personalidad tan rica, me cuesta mucho contestar a su pregunta. Pero le diré, en cambio, el que yo prefería: su inmenso sentido del humor. El buen humor a los dieciocho o veinte años es una obligación biológica; a los cuarenta o cuarenta y cinco, ya requiere un cierto esfuerzo de la voluntad; a los setenta años, mantener el buen humor es un acto de virtud. Cuando esa actitud es sostenida hasta la muerte, con voluntad de olvidarse de la carga de pesadumbre y deterioro físico que nos van dejando los años, se trata de un auténtico milagro. He tenido la suerte de estar al lado del Papa día a día en el trabajo, en su apartamento, y también de acompañarlo en todos sus viajes, e incluso en sus vacaciones. Muchas de las fotografías que circulan por ahí, en las que vemos al Papa en el monte, en los últimos años de su vida, las tomé yo mismo. Algunos periodistas decían que el Papa había perdido la sonrisa en los últimos años; nada más falso. Lo que ocurría es que el parkinson había acartonado sus facciones, las había tornado más hieráticas. Pero la alegría le rebullía por dentro. ¡Dios mío, cómo le rebullía! Algunas veces, para tomarle una foto, me ponía una nariz de payaso… ¡Y se moría de risa! ¡Pero se moría de risa! Nunca perdió el sentido del humor, aunque el parkinson hiciera parecer lo contrario.
-¿Lo mantenía al tanto de las reacciones que su actividad suscitaba en la prensa? ¿O procuraba filtrarle los comentarios menos benévolos? -¡Él no me lo hubiese permitido! Recuerdo que, en cierta ocasión, le sugerí que no leyese un artículo bastante agrio en el que se le denigraba. Para mi sorpresa, me dijo que el periodista que lo había escrito estaba pasando por una muy difícil situación familiar y que, por lo tanto, requería nuestra especial comprensión. Y, lo que aún resulta más admirable, las noticias más favorables no le envanecían; otra de las muestras más características de su personalidad era este esfuerzo constante por no caer en la autocomplacencia. En cierta ocasión, entré en sus aposentos enarbolando un ejemplar de la revista Time, que le consagraba su portada como «hombre del año». Mientras conversábamos, noté que daba la vuelta a la revista sin dejar de hablar. Yo, muy delicadamente, volví a mostrársela, y él, una vez más, la apartó de sí. «¿Qué ocurre, Santidad, es que no le agrada?», le pregunté, un tanto desconcertado. Esbozó una sonrisa y me dijo: «Tal vez me agrade demasiado». Y siguió hablando de otro asunto. Puede que a usted le parezca sólo una anécdota sin importancia; pero le aseguro que tiene un sentido más profundo. Juan Pablo II era un hombre de gran ascetismo, dispuesto siempre a la renuncia personal. En cierta ocasión, tras un viaje agotador, lo sorprendí en el avión desplegando sus libros y emborronando unas cuartillas. Su escritura fluía limpia, sin tachaduras. Me acerque a él y le pregunté: «Pero… Santidad, ¿no está cansado?» Él me miró muy reposadamente, con una cierta perplejidad, y me dijo: «No lo sé». ¡No sabía si estaba cansado! Me pareció que en esas palabras se condensaba un gran esfuerzo de donación. La capacidad del Papa para sobreponerse, no ya sólo al dolor físico, sino a las preocupaciones de cada día, manteniendo el sentido del humor, implica un olvido voluntario, deliberado, de uno mismo.
-Una larga traición de secretismo vaticano ha contrastado con la actitud del Papa, que nunca ha mostrado reparos en mostrar los estragos de su salud a los medios de comunicación. ¿Fue esta actitud inspiración suya? -En absoluto. El Papa lo decidió así. Y esto tiene más valor en el contexto histórico en el que se produce, en el que muy diversos gobernantes y hombres de relieve público han ocultado a la opinión pública los estragos de la enfermedad, incluso las causas de su muerte. Recordemos, por ejemplo, que Mitterrand murió de cáncer de próstata; sin embargo, quince días después, todavía no se había revelado. Cuando murió Giovanni Agnielli, uno de los hombres más populares del país, en La Stampa se celebró una famosa reunión del director y los jefes de redacción en la que se discutió cuál era el tratamiento que debía concederse a la noticia. Uno de los allí reunidos, que luego sería un brillante editorialista de Il Corriere della Sera, recordó entonces el ejemplo del Papa. Esta voluntad de apertura y transparencia total es la que ha guiado nuestra actividad, incluso durante los días de su agonía.
-No han faltado voces que consideran que en dicha actitud había algo de exhibicionismo obsceno. Supongo que el Papa estaba al tanto de este debate social…
-Naturalmente que sí. Pero ese debate es en sí mismo una agresión a la antropología. Por una sencilla razón: el dolor y la muerte forman parte de la biografía humana universal. Ocultarlos equivale a negar nuestra propia biografía. En el fondo de ese debate, y de la incomprensión que suscitaba la actitud del Papa, subyace una perversión muy propia de nuestra época. Se ha impuesto el postulado de que la única fuente de certeza para el ser humano es la ciencia positiva, lo que se toca, lo que se mide, lo que se pesa. Por lo tanto, la fe, como no puede ser pesada ni medida, pertenece al ámbito de lo subjetivo y es impudoroso mostrarla. No se puede aceptar que la fe influya en la actuación pública. Frente a esa pretensión, este Papa ha hecho físicamente visible su propia fe, y también la fe de muchos hombres. Cuando, por ejemplo, el Papa congrega a cientos de miles de chavales en Cuatro Vientos, España entera está viendo que esa fe existe, que está ahí, palpable. Una cierta intelectualidad trata de buscar una explicación sociológica en este hecho, pero se trata de una explicación deshonesta. Recuerdo que Montanelli, cuando se enfrenta a los dos millones de jóvenes reunidos aquí, en Roma, convocados en el Día Mundial de la Juventud, escribe, pese a su agnosticismo, un artículo estupendo en el que constata la realidad de la fe. En una época que postula que lo religioso pertenece a la esfera privada, este Papa nos ha mostrado públicamente la fe, la inevitabilidad de Dios. Si esto lo ha hecho con la fe, ¿por qué no iba a hacerlo con esa parte de la biografía humana que es el dolor? -¿Y por qué cree que, a la hora de evaluar el papado de Juan Pablo II, se suele marcar una diferencia entre lo que podríamos llamar su sensibilidad social y su doctrina moral? -La clave de este papado ha consistido en saber exponer una serie de verdades íntimamente relacionadas entre sí, verdades que no son esquizofrénicas, sino plenamente coherentes, pero que nuestra época esquizofrénica tiende a disociar. Ya Chesterton, al que usted tanto admira, hablaba de las «virtudes enloquecidas» para referirse a esta actitud. En efecto, hay gobernantes de nuestro tiempo que tienen una sensibilidad moral a favor de la vida o de la familia, pero que paradójicamente no extienden esta consideración ética a asuntos como la guerra o la pobreza. Y lo mismo sucede al contrario: gobernantes que preconizan el pacifismo muestran un desinterés monstruoso hacia la vida y la familia. Frente a estas «virtudes enloquecidas», tan propias de nuestro tiempo, la absoluta congruencia del Papa resulta reconfortante. Sólo desde la hipocresía se puede decir que en lo social era muy avanzado y en lo moral reaccionario. A mí siempre me ha parecido descubrir en él la misma nota del diapasón: el Papa quería desarrollar una antropología completa de la dignidad humana.
-Usted parece hombre metódico y sumamente organizado. ¿No le desesperaban a veces las rupturas del protocolo de Juan Pablo III, su gusto por salirse de los cauces establecidos? -La actualización histórica que Juan Pablo II ha introducido en una institución de raíz divina ha sido impresionante. Inevitablemente, en el ministerio papal se habían ido incrustando una serie de resabios históricos que obstaculizaban su anhelo de aproximación a lo humano concreto. Este Papa se ha dejado fotografiar en la montaña con pantalones de pana (pero sin despojarse jamás del alzacuello), ha recibido en audiencia a ex prostitutas y les ha besado las manos. Y todo ello lo ha hecho, además, de modo absolutamente natural, mediante una «política de hechos consumados» que, paradójicamente, no ha supuesto una ruptura con la dignidad de su ministerio, sino, por el contrario, una purificación del mismo. Por lo común, los Papas solían expedir documentos para advertir de los cambios que debían introducirse en el protocolo: «De ahora en adelante…». Él, en cambio, no ha escrito ni un solo papel de actualización; se ha limitado a actuar. Continuamente, las veinticuatro horas del día estaba renovando los hábitos papales. Cuando, por ejemplo, convierte la mesa de almorzar de su residencia en un instrumento de trabajo, recibiendo día y noche a la gente, para despachar o simplemente comentar cualquier asunto, o incluso para escuchar a quienes tenían algo que contarle (y no sólo a sus colaboradores de la curia, sino a personalidades de los más diversos ámbitos, de la cultura a la política), estaba transformando su ministerio. Y todo ello de modo no traumático, ininterrumpido, durante veintiséis años.
-En medio de toda esta actividad incansable, ¿no llegó usted a sentirse algo rebasado? -¡Y tanto! Algunos viajes eran realmente agotadores. Largas travesías transoceánicas que nos dejaban destrozados a sus colaboradores, e incluso a los periodistas más jóvenes. Era impresionante verlo llegar al avión, tras un apretado programa de actos, y enfrascarse a los dos minutos en la lectura de un libro, con plena concentración. Su curiosidad, además, abarcaba todas las ramas del pensamiento y del arte: leía teología y filosofía, por supuesto; pero también historia, poesía, teatro. En cierta ocasión, después de ver una representación magnífica de «El gran teatro del mundo», dirigida por Tamayo, se me ocurrió preguntarle si conocía a Calderón. Para mi sorpresa, me empezó a nombrar títulos de sus obras, que había leído veinte años atrás en una traducción polaca, e incluso me recitó el célebre soliloquio de Segismundo en «La vida es sueño». Y esta curiosidad se extendía también a muchos autores contemporáneos.
-En una de sus comparecencias ante la prensa durante la agonía del Papa, en las que siempre procuraba esconder sus emociones personales, un periodista logró conmover su fachada de entereza…
-Aquella pregunta me hundió. Estaba tratando de exponer unos hechos y de repente apelaron a mis sentimientos más íntimos. Literalmente, me hundí, me caí por tierra. Hasta ese momento había hablado de la agonía del Papa en términos estrictamente médicos; de repente, aquella pregunta me enfrentaba al dolor de perder al hombre que me había acompañado durante más de veinte años. ¿Cómo podía evitar la emoción? El Papa ha estado siempre a mi lado, hasta en los momentos más difíciles. Recuerdo, por ejemplo, que, cuando mi padre estaba muriendo, volé de inmediato a España. Recién llegados a casa mi madre y yo, de regreso de la clínica, recibimos una llamada telefónica: era el Santo Padre. Sin mayores preámbulos, me preguntó: «¿Cómo se encuentra su madre?». «Está bien, Santidad -le contesté-, teniendo en cuenta las circunstancias…». Me animó: «Pues dígale que la tenemos presente en nuestras oraciones, dígale que el Papa reza por ella». ¡Cuánta humanidad había en él!
Alfonso Aguiló, “El milagro de no desistir”, Hacer Familia nº 134, 1.IV.2005
Una profesora llamada Anne Sullivan es contratada para educar a Hellen Keller, una niña de Alabama que sufre una grave discapacidad. A causa de unas fiebres que pasó en 1882, cuando tenía sólo 19 meses de edad, Hellen quedó sorda, ciega y muda, de tal forma que se fue convirtiendo poco a poco en un ser extraño e incapaz de comunicarse.
Cuando la profesora llega a la casa de Hellen se encuentra con una familia que vive esa desgracia de un modo equivocado y traumático. La niña está muy mal acostumbrada y consentida. La han mantenido siempre a su antojo, pensando que ya que es una desgraciada, que al menos haga siempre lo que le apetezca, sobre todo si además parece imposible comunicarse con ella para intentar ayudarla. Tan sólo la madre mantiene una leve esperanza, y por eso contratan a la maestra.
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