Juan Manuel de Prada, “La monja de Calcuta”, ABC, 20.X.2003

Escribió Borges que todo destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un sólo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. El destino de aquella monja albanesa llamada Teresa se dirimió el día en que abandonó el convento y se arrojó a las calles de Calcuta. La guiaba un vasto propósito, tan infinito como el de aquel ángel que trató de encerrar el agua del mar en un hoyo excavado en la playa: quería prestar su alimento a los hambrientos, su salud a los enfermos, su aliento a los moribundos. Calcuta era un hormiguero de moribundos, de enfermos, de hambrientos; un temperamento menos acérrimo que el de aquella monja hubiese sucumbido, antes incluso de haber iniciado su misión, antes incluso de haberla calculado, al vértigo de la angustia. Nunca aquella frase evangélica que pondera la abundancia de la mies y la escasez de obreros había encontrado un refrendo más lacerante que en las calles de Calcuta: allá donde posase la vista, la monja Teresa se tropezaba con jirones de humanidad mendicante o leprosa, una legión de parias de toda tribu y nación, incontables como las estrellas del firmamento. Pero Teresa no se amilanó: había leído que Jesucristo esconde su rostro en las facciones injuriadas por el sufrimiento; y entendió que el mejor modo de demostrar a su Esposo su amor incondicional consistía en entregarse sin reticencias a sus criaturas más dolientes. Era menuda y enteca, de una fragilidad de búcaro; pero el fuego que incendiaba su tesón era inextinguible y le infundía la fuerza de una roca.

(…) La soledad no intimidó a Teresa; a falta de un hábito, se envolvió en un túnica blanca ribeteada de azul. Vestida de esta guisa, como una paria más entre las parias, inició una misión cuyo final no podía ni siquiera vislumbrar. La primera estación de su epopeya la condujo a un hospital de moribundos; allí, entre cuerpos famélicos o corrompidos por la lepra descubrió que la misericordia puede ser una forma de exultación. Mientras retiraba una venda purulenta, mientras limpiaba una pústula, mientras posaba la mirada en unos ojos febriles, esmaltados de agonía, veía camuflado el rostro de Jesucristo; y la certeza de que su Esposo vigilaba su labor y la aprobaba le infundía una trepidación gozosa, una suerte de entusiasmo que no admitía desmayo ni claudicación. Con perplejidad, descubrió que ese entusiasmo era insomne, que no se agotaba nunca, que día tras día se renovaba como el ave fénix; con alborozo descubrió que era, además, contagioso: pronto, las muchachas que oficiaban de enfermeras en aquel hospital cochambroso, asombradas de que una mujer de aspecto tan quebradizo escondiera tales yacimientos de energía, le rogaron que les hablara de aquel Dios crucificado que le prestaba su ímpetu. Teresa accedió gustosa a su solicitud, pero sin descuidar ni un instante el cuidado de los enfermos: «No sólo murió en la cruz; ahora está muriendo en cada uno de estos jergones», les dijo, como primera lección de una catequesis sucinta, señalando con un ademán abarcador los cuerpos quejumbrosos que se hacinaban en el pabellón. Y las enfermeras, al proseguir su trabajo, se sintieron invadidas de un júbilo que no admitía una explicación terrenal, un júbilo que llenaba sus días y alumbraba sus noches y les susurraba un vasto propósito, tan infinito como el de aquel ángel que trató de encerrar el agua del mar en un hoyo excavado en la playa.

Era el júbilo que contagia la santidad.

Alfonso Aguiló, “Dominio propio y coherencia”, Hacer Familia nº 116, 1.X.2003

Séneca apreciaba en mucho el dominio de uno mismo, y lamentaba que las personas se dejaran esclavizar por sus propias pasiones. En sus escritos solía poner como ejemplo de esta degradación a Alejandro Magno: «Alejandro devastaba y ponía en fuga a los persas, a los hircanos, a los indios y a todos los pueblos que se extendían por el Oriente hasta el océano, pero él mismo, unas veces por haber matado a un amigo, otras por haberlo perdido, yacía en las tinieblas, lamentando ya su crimen, ya su soledad, y el vencedor de tantos reinos y pueblos sucumbía a la ira y la tristeza. Porque se había comportado de modo que tenía potestad sobre todas las cosas, pero no sobre sus pasiones. En qué gran error están los hombres que desean llevar su dominio más allá de los mares y se consideran muy felices si obtienen guerreando muchas provincias y añaden otras nuevas a las antiguas, sin saber cuál es el reino más grande e igual al de los dioses. Dominarse a sí mismo es el mayor de los imperios. ¿A quién puedes admirar en mayor medida que a quien se gobierna a sí mismo, a quien se mantiene bajo su propio señorío? Es más fácil regir naciones bárbaras y rebeldes que contener la propia alma y entregarla a uno mismo.» Tenía razón Séneca al decir que gobernarse a sí mismo es el gobierno más difícil y necesario. Un gobierno que resulta imprescindible para ser buena persona, pues es utópico querer ser generoso y preocupado por los demás si no se pone empeño en tomar las riendas de las propias apetencias. Quien se deja dominar por ellas, quizá desee de corazón el bien a los demás, pero al final, la mayoría de las veces acabará poniendo por delante sus deseos e intereses, y será persona poco de fiar.

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Alfonso Aguiló, “Reacciones inteligentes”, Hacer Familia nº 115, 1.IX.2003

Un día, el burro de un aldeano se cayó a un pozo. El pobre animal estuvo rebuznando con amargura durante horas, mientras su dueño buscaba inútilmente una solución. Pasaron un par de días, y al final, desesperado el hombre al no encontrar remedio para aquella desgracia, pensó que como el pozo estaba casi seco, y el burro era ya muy viejo, realmente no valía la pena sacarlo, sino que era mejor enterrarlo allí. Pidió a unos vecinos que vinieran a ayudarle. Cada uno agarró una pala y empezaron a echar tierra al pozo, en medio de una gran desolación. El burro advirtió enseguida lo que estaba pasando y rebuznó entonces con mayor amargura.

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Juan Manuel de Prada, “El Papa y la monja”, ABC, 15.IX.2003

Entrevistaba ayer en «Los Domingos de ABC» Álvaro Ybarra a Sor Brígida, una monja carmelita que hace veintiséis años viajó a Malawi, siguiendo el llamado de su vocación. Sor Brígida era entonces una joven que acababa de consagrars a Cristo; y entendió que el mejor modo de demostrar a su Esposo su amor incondicional consistía en entregarse sin reticencias a sus criaturas más dolientes. Hay un pasaje evangélico en el que se nos recuerda que Dios habita en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el peregrino, en el preso; Sor Brígida acató esta misión inabarcable y decidió sacrificarse por amor a los hombres que sufren, que es la forma más divina de amor. Durante años, trabajó en pleno corazón de la selva, en un hospital alejado de la civilización, sin luz ni agua corriente. Luego, cuando el sida empezó a diezmar el país, se trasladó a otro hospital donde se hacinaban los enfermos desahuciados. Sin dinero ni medicinas con que hacer frente a la enfermedad, Sor Brígida se dedica desde entonces a hacer más llevadera la agonía de quienes tienen los días contados, velando sus noches que quizá nunca vean la salida del sol. Allá donde la medicina no ofrece esperanzas, Sor Brígida ofrece otra esperanza más eficaz y consoladora, que es la que proporciona saber que existe una persona a nuestra vera dispuesta a entregar hasta su último hálito por nuestra salvación. Imagino a Sor Brígida cincuentona y enjuta, trabajada por las arrugas y expoliada por el cansancio; la belleza de la juventud habrá desertado de sus facciones, pero la sostiene una gasolina espiritual que la convierte en la mujer más hermosa del mundo a los ojos de sus enfermos, cuando se acerca a su lecho y los arrulla con voz balsámica y les borra la fiebre con un beso y les tiende una mano para ayudarlos a ascender su calvario, para morir con ellos -carne de su carne-, un día tras otro.

Mientras Sor Brígida alumbra las tinieblas de la muerte en un hospital de Malawi, un viejo viejísimo recorre Eslovaquia. El polvo del camino ha cegado su voz; las muchas leguas han desgastado sus sandalias, hasta dejarlo tullido. Podría refugiar su decrepitud en la molicie de un palacio vaticano, pero entiende que la misión que le ha sido confiada exige apurar hasta las heces el cáliz del dolor, convertir sus achaques en una eucaristía que alivie y reconforte a los de quebrantado corazón. En su Polonia natal, el Papa Wojtyla saboreó las hieles de la vesania nazi y la brutalidad comunista; es un hombre curtido en el dolor, que ha visto morir a sus compatriotas inmolados en las hogueras de las ideologías represoras. Ahora, en su vejez, quiere consumirse en la propagación de un mensaje liberador; como a Sor Brígida, lo empuja una gasolina espiritual que se sobrepone a los quebrantos de la carne. Y, así, su sufrimiento cada vez más lacerante se convierte en testimonio: al tomar sobre sus hombros la cruz que lo extenúa, el Papa Wojtyla nos demuestra que existe dentro de nosotros un yacimiento de inexpugnable entereza que vence la fragilidad de nuestra envoltura mortal. La época que nos ha tocado vivir prefiere que sepultemos ese yacimiento, porque sabe que así podrá mantenernos encerrados en una cárcel de hedonismo; pero ante la visión de ese viejo viejísimo que no vacila en calcinar su vida para extender su mensaje de liberación, algo se remueve dentro de nosotros. Es como si la gasolina que sostiene en pie a Sor Brígida y empuja al Papa Wojtyla por los arrabales del atlas nos incendiase también a nosotros, invitándonos a despojarnos de las vestiduras del hombre viejo.

Nietzsche desdeñaba el cristianismo, por considerarlo una religión de débiles. No entendía que en esa debilidad sufriente reside su fuerza.

Felipe-José de Vicente Algueró, “Escuela confesional, laica, neutra…”, Cátedra Nova, n. 18, 2003

Una contribución al debate sobre la enseñanza de la religión en la escuela en EspañaEl nuevo gobierno socialista español se propone paralizar la reforma educativa aprobada por su predecesor del Partido Popular, que entre otras cosas instauraba una asignatura común de religión, con dos versiones: una confesional y otra no confesional, a elección de los alumnos. La fórmula es semejante a la que existe o se plantea en otros países, pero desde el principio fue muy combatida por algunos sectores. El catedrático de Instituto Felipe-José de Vicente Algueró examina en el siguiente artículo los argumentos empleados contra la clase de religión.

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Juan Manuel de Prada, “Europa, descaradamente mercantil”, ABC, 8.IX.2003

Me molesta escribir sobre aquellas cosas en las que no creo. Siempre he mirado con desconfianza o escepticismo esa entelequia denominada Unión Europea, que no es sino una alianza descaradamente mercantil, indiferente a cualquier signo de identidad cultural. Mi europasotismo, que quizá en sus orígenes tuviese algo de irracional, se ha abastecido de razones durante los últimos años, ante el espectáculo de desmelenada división ofrecido por los Estados miembros, tan atentos a la satisfacción del provecho propio y tan displicentes o remolones en la búsqueda del interés común. Los españoles ya pudimos comprobar durante la pintoresca crisis de Perejil el apoyo que hallaríamos en nuestros socios europeos cuando se presenten asuntos más graves. De modo que la promulgación de esa tan cacareada Constitución Europea, que nace con vocación de papel mojado, me importa un comino. Y hasta contemplo con simpatía que sus redactores se resistan a mencionar en su preámbulo las raíces cristianas que hermanan a los europeos, pues me disgusta que los mercaderes se instalen en el templo.

Dicho esto, la pretensión de configurar una identidad europea sin alusión al cristianismo resulta tan grotesca que ni siquiera merece comentario. No hace falta albergar conocimientos enciclopédicos para saber que los tres pilares sobre los que se sustenta la cultura europea son la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana. Tampoco hace falta ser ninguna lumbrera para entender que la pervivencia de los dos primeros se debe a que el cristianismo decidió adoptarlos como propios. Frente a esta estrategia asimiladora se sitúa la actitud de otra religión que se extendió por las regiones profundamente romanizadas del norte de África: mientras el Islam -salvo algunas corrientes heterodoxas- se empleó con denuedo en el exterminio de la herencia grecolatina, la Europa cristiana se preocupó de mantener su vigencia. Aristóteles y Virgilio llegan hasta nosotros porque el cristianismo quiso preservarlos, imitarlos y venerarlos; Santo Tomás de Aquino o Dante no serían explicables sin esta cuidadosa conservación del legado pagano. Y a este inabarcable legado cultural, erigido sobre cimientos previos, aportó el cristianismo un nuevo código moral fundado sobre el misterio de un Dios que se hermana con el sufrimiento humano. Presentar las conquistas jurídicas y sociales que hoy rigen el funcionamiento de los Estados europeos como si el humanismo cristiano no las hubiese influido constituye un ejercicio de cinismo o ignorancia insoportable. El principal motivo de fricción del cristianismo con el Imperio Romano no fue la intromisión de una nueva divinidad (para entonces, Roma era una entelequia sin Dios que admitía un batiburrillo de cultos religiosos), sino la novedosa consideración del hombre como criatura sobre la que no podía ejercerse esclavitud, porque más allá de su condición de ciudadano estaba la condición de hijo de Dios.

En su coyunda con el poder terrenal, el cristianismo cometió muchos y abominables errores. Pero no es la repulsa de esos errores pasados lo que impulsa a los redactores de esa Constitución Europea a silenciar el legado cristiano, sino la negación presuntuosa de un acervo cultural y moral que les resulta incómodo, porque desborda la insignificancia de sus pretensiones. Una Europa extirpada del cristianismo resulta ininteligible, pero a la vez mucho más cómoda y practicable para los cambalaches de los mercaderes. Así que, mientras ellos redactan sus papelitos mojados, yo me quedo en casa leyendo «La Divina Comedia», que para mí es la verdadera Constitución Europea.

Juan Manuel de Prada, “La entereza de una viuda”, ABC, 23.VIII.2003

En alguna otra ocasión he recordado esa secuencia de Fort Apache, la obra maestra de John Ford, en que las mujeres de los soldados que parten del fuerte, rumbo a una muerte cierta, los ven alejarse, atenazadas por una premoción luctuosa pero firmes como estatuas talladas en pedernal. Una de esas mujeres, que pronto se quedará viuda, pronuncia entonces, con la mirada extraviada en lontananza, una frase llena de misterio y poesía funeral: «Ya sólo veo las banderas». Lo dice con un hilo de voz estrangulado por el llanto, pero a la vez con la entereza de quien acata un difícil designio de soledad. Ford, que tantas veces ha sido tachado de fascista por quienes no entienden la grandeza de la milicia, levantaba así un monumento en homenaje a las mujeres de los soldados, a sus esposas y a sus novias y a sus hijas, a su heroísmo callado, a su resignada aceptación del dolor, a esa valentía suprema que consiste en amar a quien se atreve a arriesgar su vida, arrostrando diariamente la zozobra de recibir un telegrama del frente que anuncia la consumación de la tragedia tantas veces presentida.

Acabamos de ver cómo ese emblema fordiano se ha hecho carne en la persona de Emilia Ripoll, viuda del capitán de navío Manual Martín-Oar. Nadie habría podido reprochar a esta mujer cercenada que se hubiese dejado arrastrar por el desahogo jeremíaco y la increpación, exigiendo reparaciones y esparciendo responsabilidades por doquier. Nadie habría podido censurar a Emilia Ripoll que su dolor se hubiese transformado en rabia y resentimiento, ante la visión del ataúd que albergaba el cadáver de su marido, el hombre que engendró en su carne los hijos que ahora se quedan huérfanos, desligados para siempre de la sangre que les dio sustento. Pero Emilia Ripoll está hecha de una pasta distinta a la del común de los mortales, está habitada por sentimientos y pasiones que sólo caben en los pechos más generosos, que sólo echan raíces en unas pocas personas bendecidas por convicciones inamovibles y trascendentes. Personas en las que el dolor -vivido con una intensidad suprema- no ofusca, sino que enaltece. Esa actitud tan poco acorde con el histerismo contemporáneo, que se regodea en la queja plañidera, quizá resulte anacrónica a algunos, desde luego a quienes -desde las atalayas de la politiquería o la progresía intelectualoide- se han burlado tantas veces del Ejército, caricaturizándolo como una reliquia franquista. Emilia Ripoll ha aceptado la muerte de su marido como una consecuencia de su trabajo, que el difunto entendía como vocación de auxilio y lealtad a unos ideales. Su dolor, nada aspaventero, ha buscado consuelo en la certeza de que su marido ha muerto como desea hacerlo un soldado: «no en una cama -ha dicho esta mujer admirable-, sino en acto de servicio y ayudando a los demás». No se puede expresar con palabras más despojadas el orgullo doliente de ser viuda de un soldado; no se puede compendiar con palabras más exactas el espíritu de la milicia.

Ante tanta entereza, uno sólo puede aportar su silencio conmovido y una gratitud del tamaño del universo. Ese orgullo que redime a Emilia Ripoll y hace fecundo su dolor, ese mismo orgullo sereno que ha sabido inculcar a sus hijos tiene una cualidad contagiosa. Uno se siente, en efecto, orgulloso de saber que aún existen hombres como el capitán de navío Martín-Oar, que no desdeñan entregar la vida «haciendo lo que más le gustaba en el mundo», y mujeres como Emilia Ripoll, capaces de entregar sus mejores años a esos hombres elegidos y de convertirse en sagrarios de su memoria, cuando se quedan solas. Hoy todos somos maridos de esa viuda humanísima, compatriotas de su llanto, de su sagrado dolor, de su esencial heroísmo.

Angel García Prieto, “Psicología optimista”, PUP, 10.VIII.2003

Están teniendo mucho éxito popular, los Estados Unidos, los libros de autoayuda y los cursos que el psicólogo Martín Seligman difunde con el sello de su psicología positiva, escuela que se preocupa más por trabajar las raíces de la felicidad humana que las causas de la patología mental.

Ha venido a España para presentar su último libro “La felicidad Auténtica”, en las Facultades de Psicología de las Universidades Complutense y de Granada, motivo por el que ha tenido varias entrevistas periodísticas en las que ha respondido con sugerentes ideas. Una de ellas es la de explicación del enorme aumento de la depresión y la ansiedad que sufren los ciudadanos de las sociedades ricas, la basa en los “atajos” que se pretenden seguir para conseguir la felicidad, como son por ejemplo las drogas, las compras, el sexo sin amor, la televisión…; en detrimento de otros aspectos verdaderamente positivos de la vida, como el desarrollo personal y el sentido de la vida. Otra razón es que “Cada vez pesa más el individuo y menos las colectividades. La familia cada vez es más pequeña, se desvanecen las ataduras a la nación, a la comunidad, al grupo religioso. Éstas eran las instituciones tradicionales que nos apoyaban en los momentos difíciles, que alo largo de la historia han sido las medidas antidepresivas más eficaces, y están desapareciendo”- decía.

En su libro se muestra optimista respecto al futuro de la Humanidad, a pesar de que no estamos pasando por el mejor momento “ Nos esperan unos meses difíciles. Pero ni Sadam es Hitler, ni Osama (Bin Laden) es Stalin, ni esta crisis económica es la Gran Depresión (…). El siglo XX fue el siglo de Hitler y de Stalin y sus consecuencias, pero conseguimos vencerles”.

Tiene, incluso una receta para la felicidad, que – muy en resumen – la articula en tres niveles. En primer lugar se trata de llenar la vida de los placeres posibles y compartirlos con los demás, describirlos, recordarlos y utilizar la meditación para ser más consciente. “Pero éste el nivel más superficial. El segundo nivel, el de la buena vida se refiere a lo que Aristóteles llamaba eudaimonia, que ahora llamamos el estado de flujo. Para conseguir esto, la fórmula es conocer las propias virtudes y talentos y reconstruir la vida para ponerlos en práctica lo más posible(…)La buena vida no es esa vida pesada de sentir y pensar, sino de sentirse en sintonía con el ritmo de la vida. Creo que mi perro – añade con sentido del humor – lo podría definir así: corro y persigo ardillas, luego existo”. El tercer nivel se basa en poner los talentos y virtudes personales al servicio de una causa más grande que uno mismo, para dar sentido a la propia vida.

Amables sugerencias, perspectivas no nuevas ni geniales, incluso elementales y antiguas- si se quiere -, pero con la sabiduría de lo que es capaz de trascender. Y que de una manera lamentable, a pesar de su sencillez, parecen olvidarse o al menos dejarse de lado, quizás por las prisas, por las exigencias de lo material y práctico, por una vida moderna que no parece darse cuenta de que el desarrollo, el futuro, lo nuevo tiene raíces en lo de siempre, en lo antiguo, en lo que siempre hubo de bueno.

Alfonso Aguiló, “El juicio de los niños”, Hacer Familia nº 113-114, 1.VII.2003

Leí no hace mucho un comentario interesante sobre el cuento de Caperucita Roja. Venía a decir que los niños de ahora reaccionan de forma distinta cuando escuchan la narración de aquel viejo cuento, o cuando lo presencian en el guiñol.

Los niños de hoy piensan que la familia de Caperucita Roja no era nada ejemplar. Una madre que tiene a la suya, con tantos años, viviendo a muchas leguas de su casa es, para empezar, una mujer poco cariñosa. Una madre que permite que su hija, en este caso Caperucita, se adentre sola en el bosque para llevar a la abuelita abandonada una cesta con un surtido de productos caseros, es una madre egoísta y poco responsable. De haber tenido algo más de sentido común, habría acompañado a su hija en tan larga y arriesgada travesía. El lobo feroz hace lo que tiene que hacer. Recibe la información, se adelanta a Caperucita, se come a la abuela que vive sola porque su hija no la quiere tener en casa, se viste con el camisón de la abuela, se ajusta su redecilla en la cabeza y se mete en la cama en espera de esa tontita que le ha dado todas las pistas. Y llega Caperucita y no reconoce a su abuela, y se cree que el lobo es la abuelita, lo que demuestra lo tonta que era la niña y lo poco que visitaba a su abuelita. Y el lobo se la come, porque se lo tiene merecido. Por eso, cuando el lobo se zampa a Caperucita, los niños de hoy aplauden a rabiar, hasta el punto que en los guiñoles suelen eliminar del cuento la figura del cazador que salva a ambas, porque no resultaría nada popular.

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Ignacio Sánchez Cámara, “La mezquita”, ABC, 12.VII.2003

No existe acaso en España paisaje comparable al de la Alhambra recortándose sobre el fondo de Sierra Nevada y dominando el Albaicín. Hace poco más de cinco siglos, exactamente quinientos once años, España recuperaba para sí y para la Cristiandad el reino de Granada. Quedaba consumada, con perdón, la obra de la Reconquista y comenzaba, con perdón, la epopeya americana. Anteayer, por primera vez desde la derrota y la expulsión, se inauguraba en Granada, en el Albaicín, una mezquita, al parecer, la más grande de Europa. Más que «de» Europa, tal vez habría que decir «en» Europa.

Está bien. En España se garantiza la libertad religiosa, reconocida por la Constitución. Sólo cabe elogiar la coexistencia y tolerancia entre confesiones religiosas. Aquí el Estado es neutral. Allí, no. En esto, entre otras cosas, reside la superioridad de la civilización occidental. En la libertad. No en vano los países democráticos son, casi sin excepción, países de tradición y convicciones mayoritarias cristianas. Donde el cristianismo no germinó, impera la tiranía. Cristianismo y civilización liberal son casi indiscernibles. La tolerancia es hija de la fortaleza y de la generosidad. Es el derecho que la inquebrantable verdad concede al error. Por lo demás, una civilización superior, mientras lo sea, nada debe temer de otra inferior. Su fuerza expansiva atraerá hacia sí incluso a sus enemigos. El odio del fundamentalismo islámico a Occidente es hijo del resentimiento y de la inferioridad. Sin embargo, existe un límite. Una civilización no puede sobrevivir cuando degenera y pierde el sentido de la autoestima, cuando se enajena y renuncia a la defensa de sus valores. Una cosa es la generosa tolerancia y otra la anomia y la pérdida de las propias convicciones.

Está muy bien la mezquita granadina. No tanto quizá el torvo gesto de algunos rostros ni cierto exhibicionismo algo petulante. Pero está muy bien que haya una mezquita en Granada. Lo malo es la falta de reciprocidad. Los que aquí predican la convivencia y la tolerancia, allí imponen la hegemonía y la exclusión. Mientras no sea posible que se erija una catedral en Damasco o en Riad, más que de tolerancia habrá que hablar de impostura. Acaso se diga que allí no hay cristianos. Razón de más para la reflexión sobre la falta de atractivo de unas sociedades. Tal vez nos encontremos ante una tolerancia unidireccional y hemipléjica.

Cabe esperar una pronta y radical reacción del radicalismo laicista en contra de semejante exhibición pública de confesionalidad religiosa. No habrá progresista hispano que no se convierta en atento vigilante de las enseñanzas que se profesen en la mezquita granadina para comprobar su compatibilidad con los valores y principios constitucionales. Podemos estar seguros de que velarán sin descanso por la denuncia de la menor desviación de los principios laicistas o de la igualdad entre los sexos. Imanes y sultanes pondrán todo su cuidado para evitar las denuncias y los recursos de inconstitucionalidad que interpondrían a buen seguro los paladines laicos de la Ilustración. Mas, por si acaso decayeran en su celo progresista, desde aquí llamamos a nuestras autoridades a que exijan el cumplimiento de las leyes y el respeto a los valores y principios constitucionales. Y también a que, en su caso, exijan el respeto al principio de reciprocidad. Está muy bien que en la Granada cristiana y democrática se ejerza la tolerancia bajo la forma de mezquita. Pero la tolerancia no obliga a la renuncia de las propias convicciones ni al abandono del imperio de la ley.