José Manuel Lacasa, “La Religión, presente en los currículos de la UE”, Magisterio, 9.VII.2003

En contra de lo que se viene afirmando en numerosas tertulias de más o menos desinformados, la asignatura de Religión está presente en casi toda la Unión Europea.

Un informe del CIDE publicado en 2002 presentaba una comparativa de la asignatura de Religión en toda la Comunidad Europea. Allí quedaba claro que el caso español no es ni mucho menos único, sino, especialmente tras la corrección introducida por el Consejo de Estado, mayoritario en Europa. Aunque el Ministerio de Educación mantuvo la asignatura como estaba en la Logse –más por temor a la reacción que por convicción–, al final fue determinante el dictamen del Consejo de Estado: la asignatura de Religión debía contar académicamente, al igual que la alternativa. Así lo recogió el Real Decreto que desarrolla la ordenación de esta materia.

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José Ramón Ayllón, “Religión en las aulas”, PUP, 8.VII.2003

He sido profesor de religión católica muchos años. En esas clases y en esos años, el profesor y sus alumnos han aprendido mucho más que religión. Han podido comprobar, por ejemplo, que solo desde el cristianismo es posible entender a Lutero y a Erasmo, a Miguel Ángel y a Bernini, a Felipe II y a Enrique VIII, a Dante y a Jorge Manrique, a Lope de Vega y a Quevedo. Gracias a la asignatura de religión han entendido aspectos fundamentales de la historia de Europa: una larga historia que pasa por el Camino de Santiago, por las catedrales románicas y góticas, por la pintura barroca, por el Réquiem de Mozart, la Pasión de Bach y el Mesías de Haendel, y también por la fundación episcopal o papal de las universidades.

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Miguel Aranguren, “¿Qué hubiese sido de mi vida sin formación religiosa?”, PUP, 3.VII.2003

¿Qué hubiese sido de mi vida sin formación religiosa? ¿Qué hubiese sido si se me hubiera ofrecido como una asignatura voluntaria y no evaluable? ¿Qué, incluso, si en vez de profundizar sobre las verdades de la religión católica, con exámenes, aprobados y suspensos, hubieran sustituido aquellos buenos profesores por otros que me explicaran una teoría general sobre el fenómeno religioso, sin descender a las profundidades del cristianismo que profesaron mis padres? Pues que no sería lo que soy. Sin embargo, no dudo que a falta de matemáticas bien me las hubiese compuesto para manejar mis modestos caudales. Y sin inglés, tampoco esta vida de talante anglosajón hubiese podido conmigo. Mas sin conocer los artículos del Credo, la historia de la Redención, la existencia del bien y del pecado, los misterios insoldables de Dios y su misericordia, la moral natural, los Mandamientos, las virtudes, los sacramentos y las obras de misericordia…, a mi vida le faltaría un resorte fundamental, mas allá de que viva comprometido con los postulados de la fe o los ignore. Continuar leyendo “Miguel Aranguren, “¿Qué hubiese sido de mi vida sin formación religiosa?”, PUP, 3.VII.2003″

Juan Manuel de Prada, “Animales y personas”, ABC, 28.VI.2003

Ayer aparecían publicadas en ABC, por caprichos del azar, dos noticias que invitan a la evaluación conjunta. El Parlamento catalán aprobaba una muy estricta ley de protección de los animales que, reconociéndoles su entidad de «seres vivos dotados de sensibilidad física y psíquica», castigará a quienes los abandonen a su suerte o les inflijan daño. Simultáneamente, se presentaba en Madrid un libro titulado «Los límites de la exclusión», firmado por los profesores Manuel Muñoz, Carmelo Vázquez y José Juan Vázquez, que nos habla de los mendigos, otros seres vivos (¿quizá menos dotados de sensibilidad física y psíquica?) igualmente abandonados y vapuleados por la indiferencia colectiva. Resulta paradójico y perturbador que la misma sociedad que permite que una porción nada desdeñable de sus miembros agonice en la calle se preocupe de aliviar el sufrimiento de los animales desamparados.

En el fondo de este comportamiento social, cada día más arraigado, subyace una peligrosa perversión del sentimiento. Acallamos la mala conciencia que nos produce el sufrimiento del prójimo (de quien nos es más próximo) ideando falsificaciones de la piedad que nos permitan posar de «humanitarios» ante la galería. Hemos logrado recubrirnos de una especie de coraza impertérrita que nos permite esquivar el dolor rampante que se enseñorea del mendigo de la esquina, de la prostituta que se ofrece al peor postor, del inmigrante que malvive en un cubículo o ergástulo; y, mientras las personas que sufren a nuestro derredor se convierten en un lejano runrún que preferimos no escuchar, desaguamos nuestra indignidad ideando leyes que consagran el respeto sacrosanto a los animales. Anticiparé que considero la protección de los animales una expresión muy enaltecedora y necesaria de humanidad; pero creo que esta expresión sólo resulta admisible cuando constituye un corolario natural de un deber mucho más perentorio que nos obliga a compadecer el sufrimiento de nuestros semejantes. En los últimos años, sin embargo, he observado que desde diversos púlpitos más o menos ecologistas se pretende hacer tabla rasa de hombres y animales, adjudicándoles los mismos derechos; esta pretensión igualitaria se me antoja el germen de un pavoroso relativismo moral. Y he observado también que, con excesiva frecuencia, el celo que destinamos a los animales constituye un sucedáneo que nos exonera de responsabilidad ante otras formas más insoportables de inhumanidad, que atañen directamente al hombre.

Con muy atinado sarcasmo escribía ayer Zabala de la Serna en las páginas de este periódico que acabaremos inaugurando más albergues para perros y gatos que albergues para indigentes. Los estudiosos de las patologías sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual el enfermo soslaya la angustia que le produce enfrentarse al ser amado y lo suplanta o sublima a través de su representación. ¿No serán también ciertas manifestaciones fanáticas de la zoofilia una forma de suplantación, una patología vergonzante que desarrollamos para soslayar la vergüenza que nos produce la aniquilación cotidiana del hombre, mediante la denuncia de otras aniquilaciones menores? Me parece muy loable que se prohíban -como hace esa ley catalana- las «atracciones feriales» y la «exhibición ambulante de animales que son utilizados como reclamo»; pero cuando permitimos que el dolor ambulante del prójimo forme parte del paisaje urbano y aceptamos la exhibición ferial de tantas vidas en almoneda, estas medidas legislativas se nos antojan un mero subterfugio ornamental, un «andarse por las ramas» demasiado hipocritón y exasperante.

Ignacio Sánchez Cámara, “El opio del progre (sobre la asignatura de religión)”, ABC, 28.VI.2003

El Consejo de Ministros aprobó ayer, entre otras medidas educativas, la nueva configuración de la asignatura de Religión, en sus dos versiones, confesional y aconfesional, ambas con valor académico. Algunas reacciones a la medida han sobrepasado los límites de la crítica razonable para adentrarse por los vericuetos del desenfreno ideológico. Se ha llegado a hablar de quiebra del consenso constitucional y del principio de aconfesionalidad del Estado. Por el contrario, se trata de la mejor solución adoptada desde la aprobación de la Constitución, absolutamente conforme con ella y respetuosa tanto con el valor educativo de la religión como con la libertad de los padres. Por supuesto que sin el conocimiento de la tradición cristiana no es posible entender ni la historia ni el arte ni, en general, la cultura española. Pero no se trata sólo de esto, con ser bastante, pues esta finalidad podría conseguirse sin una asignatura de carácter confesional. De lo que se trata es de integrar a la religión en el ámbito educativo, como parte esencial de la formación integral de la persona. Si no se trata de una ciencia, tampoco lo son las demás disciplinas humanísticas. Por lo demás, la idea de una asignatura no evaluable es una contradicción en los términos.

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Amando de Miguel, “La religión en la escuela”, La Razón, 27.VI.2003

Llevo muchos años de experiencia docente en la Universidad. Cada vez me resulta más difícil que los alumnos entiendan las alusiones a ideas que proceden de la Biblia o de la tradición cristiana. Por ejemplo, tengo que explicar el hecho social de la envidia. Resulta imprescindible la referencia a Caín y Abel, pero esos dos personajes son perfectamente desconocidos para mis alumnos y cada vez más. ¿Cómo van a entender la magistral novela de Unamuno sobre Caín? (Abel Sánchez). Si aludo a la «ética del trabajo», es inútil hablar de la revolución que supuso la vida monástica medieval o la influencia de Calvino. La conclusión es tan evidente como desmayada. Las últimas promociones de alumnos no tienen una idea clara de la Religión como hecho cultural. Ante esa circunstancia, resulta tan vergonzosa como necesaria la reciente propuesta de volver a introducir la Religión en el plan de estudios de la enseñanza obligatoria. Aciaga decisión fue en su día sustituirla por ratos de ocio escolar. En la televisión entrevistaban el otro día a un mozalbete sobre esta cuestión de la nueva asignatura. El zangolotino sostenía que «ahora, con la clase de Religión, ya no vamos a tener tiempo para relajarnos». Espero que al chico no le dé por estudiar Sociología.

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Juan Manuel de Prada, “Clase de religión”, ABC, 21.VI.2003

Una vez más, la clase de religión vuelve a convertirse en excusa de trifulcas partidarias. Con la clase de religión ocurre igual que con aquel timbre que provocaba la secreción de saliva en el perro de Paulov: basta mencionarla para que, por un impulso reflejo, a sus detractores se les llene la boca de invocaciones a la Constitución. Nunca entenderé por qué nuestros políticos, para disimular sus fobias y sus manías persecutorias en materia religiosa, tienen que sacar en romería la zarandeada Constitución; supongo que, a la necesidad de enjuagarse con palabras pomposas (en cualquier momento añadirán que «la clase de religión atenta contra el Estado de Derecho»), se suma una especie de anticlericalismo atávico o la supervivencia de algún trauma infantil. El decreto que desarrolla la Ley de Calidad de Enseñanza mantiene el carácter optativo de la asignatura de Religión; para quienes no deseen que sus hijos reciban una educación confesional, se establece una asignatura de Historia de las Religiones, que impartirán profesores de Historia y Filosofía. Ambas disciplinas serán evaluables y computables para la obtención de la nota media, aunque no se considerarán para la concesión de becas de estudio. No veo por parte alguna la necesidad de ensayar rimbombantes invocaciones a la Constitución, puesto que en nada se infringe la libertad religiosa que en ella se consagra.

A la postre, la reforma gubernativa no se extiende más allá de la consideración de la Religión como disciplina evaluable; y en la creación de una asignatura alternativa seria, que acabe con el cachondeíto en que se habían convertido la asignatura de Religión y los sucedáneos lúdicos inventados para mantener entretenidos a los alumnos que no la cursaban. Quienes se oponen a esta reforma sostienen que no es justo evaluar una materia de índole confesional; pero se olvida que la Religión, además de una elección trascendente, es una rama esencial del conocimiento, puesto que sobre ella se fundamenta nuestra genealogía cultural. Para entender cabalmente los tercetos encadenados de Dante hace falta tener una cultura religiosa; para hacer inteligible la exposición de Tiziano que estos días asoma al Museo del Prado hace falta una cultura religiosa; para disfrutar de la música de Bach hace falta una cultura religiosa. Y, puesto que no estamos hablando de nimiedades, se impone que esa transmisión cultural sea evaluable; no creo que haya asuntos mucho más importantes que hacer partícipes a nuestros hijos de este riquísimo legado.

Considero, pues, inobjetable la existencia de una disciplina que exija unos conocimientos básicos e irrenunciables sobre el fenómeno religioso. Los hombres de mañana no pueden crecer desgajados de su genealogía espiritual y cultural, como si esa herencia incalculable fuese algo inerte; si desterrásemos de las escuelas el esqueleto de nuestra cultura, estaríamos condenando a las generaciones futuras a una existencia invertebrada. Y, como católico, deseo que mis hijos reciban una educación acorde con los principios en los que creo. Puesto que la religión católica es mucho más que un mero repertorio de dogmas y liturgias, puesto que constituye el sustrato fecundo sobre el que se edifica nuestra civilización, nuestra cultura y nuestra moral, quiero que mis hijos sean instruidos en sus misterios. Quiero que sepan que hubo un hombre entreverado de Dios que se subió a una montaña para proclamar el más bello poema de bienaventuranza, que se negó a lapidar a una mujer adúltera, que no dudó en aceptar el agua que le ofreció una samaritana, que dignificó el sufrimiento inmolándose en una cruz. Quiero que ese hombre entreverado de Dios sea la piedra angular de su formación; a nadie perjudico con esta elección y a nadie se la impongo.

Alfonso Aguiló, “Las formas son importantes”, Hacer Familia nº 112, 1.VI.2003

Un Sultán soñó que había perdido todos los dientes. Después de despertar, mandó llamar a un sabio para que interpretase su sueño. “¡Qué desgracia, mi Señor! –dijo el sabio–, cada diente caído representa la pérdida de un pariente de Vuestra Majestad”. “¡Qué insolencia! –gritó el Sultán enfurecido– ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!”. Llamó a su guardia y ordenó que le dieran cien latigazos.

A continuación mandó que le trajesen a otro sabio y volvió a contarle lo que había soñado. Este, después de escuchar con atención al Sultán, le dijo: “Mi Señor, gran felicidad os ha sido reservada, pues el sueño significa que sobrevivirás a todos vuestros parientes”. Se iluminó el semblante del Sultán y ordenó que le dieran cien monedas de oro.

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Alfonso Aguiló, “Referencias, modelos e ideales”, Hacer Familia nº 111, 1.V.2003

Balzac describió de manera incomparable cómo el ejemplo de Napoleón había electrizado a toda una generación en Francia. El deslumbrante ascenso del pequeño teniente Bonaparte al trono imperial del mundo, para Balzac significó no tan sólo el triunfo de una persona, sino también la victoria de la idea de la juventud. El hecho de que no fuera necesario haber nacido príncipe o noble para alcanzar el poder a temprana edad, de que se pudiera proceder de una familia modesta, cuando no pobre, y, sin embargo, llegar a ser general a los veinticuatro años, soberano de Francia a los treinta y, poco después, del mundo entero, ese éxito sin igual arrancó a millares de personas de sus pequeños oficios y sus pequeñas ciudades de provincia: el teniente Bonaparte despertó a toda una generación de jóvenes, los impulsó a una ambición más elevada.

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Juan Manuel de Prada, “Quédate, Wojtla”, ABC, 5.V.2003

SIEMPRE me ha sorprendido que, cuando se glosa la figura de Juan Pablo II, se acabe incurriendo en simplismos propios de una nomenclatura que nada tiene que ver con el cristianismo. Al analizar su pontificado, se recurre a calificativos extraños a su misión espiritual: se dice, por ejemplo, que Juan Pablo II es un Papa «progresista en las cuestiones sociales» y «conservador en los asuntos morales»: así, cuando denuncia los abusos del capitalismo salvaje, cuando anuncia la buena nueva a los pobres o condena la guerra de Irak, Wojtyla se convierte en un Papa izquierdista; cuando se opone al aborto o señala la conversión de la sexualidad en un chalaneo que despersonaliza al hombre, el Papa se transforma en adalid de la caverna y la carcundia. Esta trivialización de su mensaje denuncia la incapacidad de nuestra época para enjuiciar categorías espirituales que exceden la ramplona dialéctica materialista de «izquierdas» y «derechas». Una dialéctica, por lo demás, de vigencia muy restringida, que sólo adquiere sentido en la confrontación política de los últimos siglos. No se acaba de entender que el cristianismo es una opción más radical, un «camino mejor» -como lo definió San Pablo en su epístola primera a los corintios- que cifra el desarrollo del hombre en el reconocimiento de su fragilidad, trascendida por una fe que la dignifica. Así de complejo y así de sencillo; calificar esta exigente opción humanista con otros aderezos taxonómicos es una incongruencia, amén de una tergiversación. Pero llegará el tiempo en que hablar de «izquierdas» y «derechas» se convierta en pura arqueología del lenguaje (como hoy lo es, por ejemplo, hablar de «güelfos» y «gibelinos»); y, para entonces, el mensaje esencial del cristianismo mantendrá incólume su compromiso con el hombre.

Las multitudes que han seguido al Papa Wojtyla en esta visita con sabor a testamento gritaban con frecuencia: «¡Quédate!». Creo que, más que su mera presencia física, demandaban la permanencia del mensaje que predica, ese clima de emoción primigenia que sus palabras invocan. Escuchando a Juan Pablo II algo se remueve dentro de nosotros: es la nostalgia de una vida iluminada por el espíritu, en medio de un mundo que nos empuja a la búsqueda de una felicidad puramente hedonista y utilitaria. A la postre, esa consecución del bienestar material nos hace naufragar en un mar de insatisfacciones; y sentimos como una extirpación la pérdida de unas convicciones que hacen más enaltecedora nuestra andadura por el valle de las sombras. La soberbia contemporánea creyó que podría matar a Dios, como quien borra de una tachadura una entelequia demasiado lejana; pero enseguida esa soberbia se convirtió en hastío y desvalimiento, porque al matar a Dios estábamos matando una parte de nosotros mismos que nos completaba, una parte de nuestra humanidad intrínseca, pues nuestra naturaleza no puede entenderse sin esa vocación de espiritualidad.

De esa nostalgia de Dios nos ha hablado el Papa Wojtyla. Sus palabras, emitidas desde la lejanía de un micrófono, crean un encantamiento de proximidad, porque nombran ese hueco que nos duele como una amputación. Quienes han tenido la suerte de conocer a este hombre en la intimidad, nos hablan de una suerte de fluido espiritual contagioso que lo aureola. Creo que esa virtud misteriosa que no acertamos a designar tiene que ver con el despertar de nuestra conciencia, con el reconocimiento de una orfandad espiritual que nos obstinamos en mantener en hibernación, pero que, ante la eficacia revulsiva de sus palabras, reclama ser colmada. Y entonces exclamamos: «¡Quédate con nosotros!».