Alfonso Aguiló, “Austeridad y templanza”, Hacer Familia nº 97, 1.III.2002

Midas era un rey que tenía más oro que nadie en el mundo, pero nunca le parecía suficiente. Siempre ansiaba tener más. Pasaba las horas contemplando sus tesoros, y los recontaba una y otra vez. Un día se le apareció un personaje desconocido, de reluciente atuendo blanco. Midas se sobresaltó, pero enseguida comenzaron a hablar, y el rey le confió que nunca estaba satisfecho con lo que tenía, y que pensaba constantemente en cómo obtener más aún. “Ojalá todo lo que tocara se transformase en oro”, concluyó. “¿De veras quieres eso, rey Midas?”. “Por supuesto.” “Entonces, se cumplirá tu deseo”, dijo el geniecillo antes de desaparecer.

El don le fue concedido, pero las cosas no salieron como el viejo monarca había soñado. Todo lo que tocaba se convertía en oro, incluso la comida y bebida que intentaba llevarse a la boca. Asustado, tomó en brazos a su hija pequeña, y al momento se transformó en una estatua dorada. Sus criados huían de él para no correr la misma suerte.

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Rafael Navarro-Valls, “La delgada línea roja (clericalismo a la inversa)”, El Mundo, 18.II.2002

Entre lo temporal y lo espiritual hay una región fronteriza incierta. Una especie de delgada línea roja. Sólo un ingenuo puede desconocer que donde hay frontera es casi imposible que no haya incidentes. Piénsese, por ejemplo, en la tormenta político-social desatada en España como antes en Francia, Estados Unidos o Canadá por la pretensión de una niña musulmana de asistir a clase en un colegio público con el chador, foulard o hiyab islámico. Pero una cosa son los incidentes y otra las paradojas. Hoy se observa una curiosa tendencia de los media a intervenir y enjuiciar actuaciones exclusivamente religiosas de las autoridades eclesiásticas. Una tendencia que, en su forma extrema, enciende hogueras civiles en cuyas piras son lanzadas esas autoridades, a manera de nuevos herejes sociales. Veamos tres casos recientes: a una profesora de religión no se le renueva su contrato por la autoridad eclesiástica, determinadas canonizaciones son calificadas de «políticamente incorrectas» por algunos no creyentes, y un sacerdote que manifiesta ostensiblemente la ruptura de sus compromisos es amonestado por sus legítimos superiores. Tres acontecimientos confinados en una esfera de interés relativo, alcanzan resonancias inusitadas. Si estamos a los hechos en sí, los media te proporcionan los datos exactos, pero la interpretación no es siempre la acertada.

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Alfonso Aguiló, “Ver en otros nuestros defectos”, Hacer Familia nº 96, 1.II.2002

Lo contaba un profesor, de esos que observan y reflexionan. El protagonista de la anécdota es un chico de ocho años que se agitaba en llanto y rebeldía mientras su madre forcejeaba para introducirle en el autobús escolar. Con la ayuda de un discreto y políticamente incorrecto azote, finalmente lo consiguió. Una vez dentro el chico, y algo más calmado, el profesor le preguntó por el motivo de su enfado. Después de algunas evasivas, Guillermo -así se llamaba- explicó que su madre no le había comprado el calendario de chocolate que él quería, sino otro, en su opinión mucho peor. Ante su airada exigencia para que su madre fuera a cambiarlo, ella tuvo la sensatez de negarse, y ésa era la razón del enojo.

El profesor intentó hacerle ver que aquello era propio de un niño caprichoso, pero Guillermo se negaba a aceptarlo. De pronto, tuvo una inspiración: «¿Entonces…, tú quieres ser como Dudley, y que tu mamá te trate como tía Petunia?». El niño abrió mucho los ojos, se quedó callado un instante, como imaginando algo, y después su respuesta sonó alta y contundente: «¡NO! ¡Nunca!».

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Conferencia Episcopal Española, “100 cuestiones y respuestas sobre el SIDA”, II.2002

EL SIDA 100 CUESTIONES Y RESPUESTAS SOBRE EL “SÍNDROME DE INMUNODEFICIENCIA ADQUIRIDA” Y LA ACTITUD DE LOS CATÓLICOS febrero de 2002

PRÓLOGO

¿Por qué la enfermedad? ¿Por qué a mí o a uno de mis seres queridos? Son interrogantes que sacuden la conciencia del hombre en cualquier época y lo sitúan irremediablemente ante el misterio dramático de su existencia.

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Alfonso Aguiló, “Resistencia a renovarse”, Hacer Familia nº 95, 1.I.2002

Siempre llama la atención que a principios del siglo XXI una fábula siga siendo ejemplificante, pero el éxito editorial de ¿Quién se ha llevado mi queso? parece demostrar que así es. La historia de esta fábula está protagonizada por dos ratoncillos y dos hombrecillos que vivían en un laberinto y dependían del queso para alimentarse. Habían descubierto una estancia repleta de queso, y vivían allí muy contentos desde hacía años. Pero un buen día se encontraron con que el queso se había acabado.

La reacción de cada uno de los personajes fue distinta. Unos siguieron buscando en la misma estancia, aunque era patente que ya no quedaba nada, pero se obstinaron en que “aquí siempre ha habido queso”, y en que “siempre lo hemos hecho así”, de manera que ni se plantearon cambiar sus inveteradas costumbres. Otros, que habían advertido tiempo atrás que el queso se acababa, se habían preocupado de buscar en otros lugares del laberinto y ya disfrutaban de quesos mejores y más variados. Y de los que no fueron previsores, hubo quien al final admitió su error y quien nunca quiso hacerlo.

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Alfonso Aguiló, “El fundador del Opus Dei y la educación”, Retamach, I.2002

Colegio Retamar, 13 de septiembre de 2001. Continuar leyendo “Alfonso Aguiló, “El fundador del Opus Dei y la educación”, Retamach, I.2002″

Alfonso Aguiló, “El mito de Sísifo”, Hacer Familia nº 94, 1.XII.2001

Sísifo es uno de los personajes más interesantes de la mitología griega. Vencedor de la Muerte, amante incondicional de la vida, Sísifo engañó a los dioses para escapar de los Infiernos y por ello fue condenado por Zeus a un castigo cruel por toda la eternidad: debía subir a fuerza de brazos una gran piedra hasta una cumbre del inframundo. Pero cada vez que el desdichado llegaba a la cima, la roca se le escapaba de las manos y rodaba por la ladera hasta abajo. No le quedaba otro remedio que descender y recomenzar su esfuerzo, sabiendo que nunca sería coronado por el éxito.

Esta lucha indefinidamente recomenzada, en una eterna rotación de pesadilla, simboliza el absurdo de una búsqueda sin esperanza. La figura de Sísifo se ha evocado siempre como paradigma de tarea extenuante y descorazonadora. Albert Camus le dedicó una de sus obras, en la que imagina al hombre como un Sísifo feliz, que en medio de la aridez y la monotonía de su vida vislumbra que su existencia no es ni más ni menos absurda que otras, sino como todas las vidas. Camus propuso la figura de un hombre frío, conocedor de ese supuesto absurdo de la vida y buscador infatigable de placeres que puedan dar algo de dicha a su existencia. Esa figura ejerció una notable fascinación para las generaciones salidas de la Segunda Guerra Mundial, y aún hoy, más de medio siglo después, es una imagen que late dentro del corazón de muchos que buscan con ansiedad en el placer un poco de calor de suba la temperatura de sus vidas.

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Juan Manuel de Prada, “Dinero clonado”, ABC, 3.XII.2001

Entre las más nocivas y malintencionadas corrupciones del lenguaje se halla la suplantación de la palabra «Dinero» por el eufemismo «Progreso». A cada poco se nos presentan como Avances Imprescindibles para el Progreso de la Humanidad lo que no son sino argucias para allegar Dinero. Me había prometido no volver a escribir sobre ese sórdido asunto monetario que los pardillos denominan «clonación terapéutica», pero acabo de leer en «Los Domingos de ABC» un artículo firmado por Gonzalo Herranz, imprescindible y lúcido, que me anima a quebrantar mi promesa. El artículo, titulado «Propaganda y realidad», desenmascara con argumentos técnicos irrebatibles lo que uno, más modestamente, ha intentado exponer a la luz quirúrgica del sentido común; quizá su virtud más notable consista en situar el debate suscitado por la llamada «clonación terapéutica» en el terreno puramente económico, que es el que le corresponde. Los apóstoles de la clonación, ayudados por la ingenuidad gregaria de los medios de adoctrinamiento de masas, han conseguido que la gente de buena voluntad se distraiga de lo que verdaderamente impulsa su labor (el Dinero) y se engolfe en dolorosos dilemas morales: «Pues si a cambio de cargarse un embrioncito de nada pueden salvarse millones de personas, quizá debamos admitir la llamada clonación terapéutica», dicen, los pobres incautos.

El artículo de Gonzalo Herranz desmonta las mentiras divulgadas por los medios de adoctrinamiento de masas con una clarividencia impávida y apabullante. En primer lugar, recuerda que las enfermedades que presuntamente se van a remediar con la llamada «clonación terapéutica» -alzheimer, parkinson, esclerosis múltiple, etc.- son, en su mayoría, de etiología desconocida o apenas dilucidada. Sólo la más desatada avaricia, el más abyecto afán de acaparar Dinero puede arrastrar a jugar de modo tan alevoso con las esperanzas de los enfermos. ¿Cómo puede permitir la comunidad científica que la llamada «clonación terapéutica» se presente como la purga de Benito de enfermedades aún ignotas? ¿No existen códigos éticos que se opongan a semejante patraña? ¿O es que, en su afán atropellado de «Progreso», la ciencia se ha desentendido ya de los métodos tradicionales, que exigen una rigurosa verificación de los avances y descubrimientos, antes de ser divulgados? ¿No será que a estos apóstoles de la llamada «clonación terapéutica» no les interesan tanto los logros de sus investigaciones (probablemente nulos, o poco concluyentes) como su publicidad aparatosa, su conversión en una gran atracción de barraca que genere beneficios instantáneos? ¿No será que este hatajo de ventajistas, como los corifeos que los aplauden desde los medios de adoctrinamiento de masas, aspiran a convertir la ciencia en una gran fábrica de pelotazos bursátiles? No se pierdan el artículo de Gonzalo Herranz, porque no tiene desperdicio. Estos servidores del Dinero sostienen que la llamada «clonación terapéutica» salvará a millones de personas, pero encubren o soslayan, los muy bellacos, la inclemente y atroz verdad: aún suponiendo que, en efecto, esas enfermedades de etiología indescifrable o brumosa lleguen algún día a poder remediarse mediante procedimientos de clonación, dichos procedimientos deberán respetar la identidad genérica entre clon y clonante. Que ningún ingenuo sueñe con bancos de clones que aguardan en el laboratorio la llegada del enfermo, como si de meras transfusiones de sangre se tratase. Obtener esos clones será siempre un proceso costosísimo que sólo podrán pagarse los millonarios, no los pobres incautos a quienes se dirige la aturdidora propaganda. La Seguridad Social, en la que cotizan nuestros curritos, jamás se hará cargo de estas prestaciones. ¿Por qué no se aclaran estos extremos? La respuesta es muy simple: porque el Dinero se ha disfrazado de Progreso, para engañar a los pobres incautos.

Juan Manuel de Prada, “Sambenitos”, ABC, 24.XI.2001

Los reportajes grabados con cámara oculta, ¿son verdadero periodismo de investigación? Así lo considera una sentencia de un juzgado de Valencia que ayer citaba este periódico. Allí se especificaban, como rasgos de esta presunta modalidad periodística, la «simulación de la situación» y la «no revelación de la identidad del interlocutor»; rasgos que, por cierto, también podrían predicarse de cualquiera de esos programuchos que tanto proliferan, dedicados a bromazos e inocentadas de dudoso gusto. Y es que estos reportajes, antes que un subgénero del periodismo de investigación, constituyen un avatar más de una moda televisiva que ha expuesto la intimidad ajena al microscopio de nuestra curiosidad. No creo que podamos entender la naturaleza de estos reportajes, y su éxito repentino, sin vincularlos con esa moda a la que veladamente se adscriben. Invocar pomposamente el «derecho a la información» para defender estos reportajes, sin mencionar que su auge discurre simultáneo al de engendros como «Gran Hermano» o «Inocente, inocente», se me antoja un ejercicio de hipocresía. Los reportajes grabados con cámara oculta satisfacen la misma demanda que esos programas, que no es otra que el anhelo morboso de inmiscuirnos en las existencias ajenas, el deseo de convertirnos en Diablos Cojuelos que impune y cómodamente descubren -con hilaridad, con pasmo, con horror- las miserias más recónditas del prójimo.

Cualquier análisis que se pretenda realizar sobre la legalidad o ilegalidad de estos presuntos ejercicios de periodismo no puede soslayar el reconocimiento de su verdadera naturaleza. El propósito primordial de estos reportajes no es otro que halagar el morbo de la audiencia y asegurarse unas «cuotas de pantalla» suculentas. Quizá existan otros propósitos añadidos (y por lo tanto subordinados) de naturaleza difusamente «social», que los responsables de las cadenas de televisión se ocupan de resaltar, para maquillar sus intenciones crudamente mercantiles; pero pretender que nos traguemos que esos reportajes se realizan por el puro afán de «informar» y «concienciar» al espectador constituye un ejercicio de cinismo que sólo se tragarán los comulgantes de ruedas de molino. Ahora estalla el escándalo, puesto que un juez, con criterio irreprochable, ordena retirar de la emisión un reportaje grabado con cámara oculta en el que unos patrones sin escrúpulos se aprovechan de su posición de dominio para requebrar o magrear a sus empleadas. Los responsables de la cadena que iba a emitir el reportaje, en un alarde de demagogia insoportable, han llegado a resaltar «la paradoja de que haya sido una mujer quien haya dictado esta medida cautelar sobre un asunto que afecta al sesenta por ciento de las mujeres» y blablablá. Como si la justicia se administrase según el sexo de sus ministros; hace falta bellaquería para atreverse a formular esta «paradoja».

Lo que esa medida cautelar del juez reprime -a mi entender con buen criterio- no es el derecho a la información, sino la exposición pública del delincuente. Quien incurre en el delito de acoso sexual, como cualquier otro delincuente, merece el castigo de la ley; pero en modo alguno debe ser expuesto a la vergüenza de la picota mediática. Los condenados por la Inquisición eran paseados en un carro de bueyes y engalanados con un capotillo que proclamaba su delito. Ese capotillo, el celebérrimo sambenito, resucita ahora en estos reportajes de cámara oculta, que quieren someter la culpa del delincuente al vilipendio público. Estos programas, como la publicidad de las listas de pederastas y violadores que hace poco se debatió, sólo contribuyen a devolver la justicia a un estadio de atavismo y vindicta publica que estigmatiza al delincuente y niega su posibilidad de redención, convirtiéndolo para siempre en diana de todos los escarnios. No creo en el periodismo de investigación que convierte la culpa en espectáculo; mucho menos cuando las añagazas de ese presunto periodismo son las mismas que emplean los programas más desatadamente morbosos.

Juan Manuel de Prada, “El rey desnudo”, ABC, 19.XI.2001

Recibo con frecuencia cartas de lectores que me brindan su apoyo y me muestran su agradecimiento, por abordar asuntos o defender posturas -cito a uno de mis corresponsales- «que sólo le granjearán antipatías. No porque lo que usted sostiene sea contrario al sentir general, sino porque quienes sentimos como usted no nos atrevemos a decirlo, para que no nos tachen de retrógrados». La carta que cito me ha llegado en estos días –al hilo de una pendencia descabellada que ha alimentado la liberalidad excesiva de este periódico–, pero su tono dolorido y hastiado responde a un estado de ánimo colectivo y, por desgracia, endémico. Son muchas, demasiadas, las personas que se sienten desalentadas ante el sistemático avasallamiento de sus principios; son muchas, demasiadas, las personas que ante tan eficaz y sostenido atropello ponen la otra mejilla y se refugian en el ostracismo y el silencio, temerosas de que su voz pueda sonar a discordancia irrisoria. Entre el ejército de personas postradas que ya no se atreven a oponer resistencia figuran jóvenes y viejos, hombres y mujeres, ricos y pobres, todos ellos unidos en la triste fraternidad de la derrota y como resignados a un papel de comparsería sordomuda en el guirigay desatado por quienes los han hecho callar. ¿Para siempre? Me resisto a creerlo. Proclamar que el rey está desnudo se ha convertido en un acto de involuntario heroísmo; pero si no nos atrevemos a proclamarlo, por miedo a ser confinados en los barracones del desprestigio social, acabaremos reducidos a añicos, triturados por la voraz máquina de la mentira.

Esa máquina cuenta con una organización envidiable. Quienes diariamente engrasan sus engranajes se sirven del silencio pusilánime de quienes no se atreven a pronunciar su pequeña verdad, y también del susurro apagado de quienes, por culpa de una tolerancia mal entendida, se dejan apabullar por el griterío de los fanáticos. Contra el fanatismo no valen tibias y afligidas transigencias; contra el fanatismo hay que oponer una beligerancia sin fisuras, una hostilidad a cara de perro. Me escriben muchos lectores que contemplan cómo sus creencias religiosas son arrastradas por el fango, que comprueban cómo sus sentimientos más nobles son tomados a chirigota y vilmente ridiculizados, que descubren con perplejidad cómo la morralla artística es encumbrada a las cúspides del Parnaso. Esa inversión de valores, tan rampante y satisfecha de sí misma, no hubiese sido posible si se hubiese tropezado con una oposición enconada; pero los miserables que la promueven sabían que el odio, el sectarismo y el rencor, esas pasiones sórdidas que guían sus designios, iban a encontrar el campo de batalla expedito, pues enfrente sólo había apatía y desmoronamiento. Y complejos, sobre todo muchos complejos.

Estos complejos vergonzantes han condenado a muchas personas a los arrabales del silencio compungido. Algunas -las más derrotistas– se resignan a una vida subalterna y marginal. Otras -las más bellacas- reniegan de esos principios, o los maquillan con un barniz pringoso que les permita pasar desapercibidas en el concierto de balidos dirigido por los que mandan. Unas y otras dimiten de sus creencias más queridas y arraigadas, o las condenan a la clandestinidad, creyendo que así podrán dar el pego y evitar que se les tache de cavernícolas y fachas. Pero los miserables de alma peluda y embetunada que han propiciado el afloramiento de estos complejos se ríen, mientras tanto, a mandíbula batiente; porque ellos bien saben -como las alimañas, distinguen a sus congéneres por el olfato- quiénes son los suyos y quiénes se esfuerzan en vano por serlo, en un patético ejercicio de travestismo y tragaderas. También saben que el rey está desnudo, pero se las prometen muy felices, puesto que nadie lo denuncia. Espero que algún día se les acabe el chollo.