Alfonso Aguiló, “Personas interesadas en los demás”, Hacer Familia nº 89-90, 1.VII.2001

«Así era mi madre —rememoraba la protagonista de El Volumen de la ausencia, esa gran novela de Mercedes Salisachs—. Un camino de renuncias sembrado de querencias que pocas veces manifestaba.

»Su ejemplo era un continuo desafío para mis reacciones egoístas. Un día, exasperada, le pregunté cómo era posible que sintiera amor por todo el mundo. Su respuesta me dejó perpleja. Me contempló, asombrada, como si yo fuera un ser de otro planeta, y me dijo: “Hija mía —y golpeó con suavidad mi frente, como si quisiera despertarme—, ¿de dónde sacas que yo siempre siento eso? El amor verdadero no siempre se siente, se practica.” »Ella solía decirme: “Actuar es la mejor forma de querer, hija. No es necesario que sientas amor por ellas —recalcaba—; sencillamente, ayúdalas. Verás qué pronto las quieres”.

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Alfonso Aguiló, “Actitud positiva”, Hacer Familia nº 88, 1.VI.2001

He recibido un e-mail, de esos envíos masivos que se mueven a diario por el ciberespacio, que habla de un tal Jerry. Tiene su gracia, y es breve, así que lo copio a continuación.

Jerry era director de un restaurante en una pequeña ciudad de Estados Unidos. Siempre estaba de buen humor y tenía algo positivo que decir.

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Juan Manuel de Prada, “Primera comunión”, ABC, 21.V.2001

Ayer, mientras mi ahijada Sara recibía su Primera Comunión, me acordaba de una sublime película (como casi todas las suyas) de Max Ophüls, «El placer», basada en relatos de Guy de Maupassant. En uno de los episodios, la madama de un concurrido burdel parisino cerraba su establecimiento para asistir a la Primera Comunión de su sobrina, hija de un jocundo campesino interpretado por el grandioso Jean Gabin, y se llevaba con ella a todas sus pupilas, un gineceo de muchachas bulliciosas a quienes su oficio no había logrado arrebatar la alegría. Cuando las putas, muy peripuestas y alborozadas, acuden a la misa en la que la sobrina de su jefa va a recibir a Dios, Ophüls nos acaricia la víscera de la emoción y nos remueve ese fondo de pureza que los hombres albergamos, allá al fondo de la memoria, bajo la maleza de los años. Las niñas comulgantes unen sus voces blancas para cantar el milagro de la Eucaristía, y la cámara se alza para captar la luz polinizada, casi comestible, que invade la iglesia rural; flotando en el aire, mecido por el ímpetu de esas gargantas que aún no conocen el pecado, Dios entra de puntillas, invisible y balsámico, en la iglesia, y se posa en el corazón de esas putas bondadosas, que por un momento, con los ojos arrasados de lágrimas, vuelven a ser niñas como antaño.

Una sensación similar me asaltaba ayer, mientras mi ahijada Sara se convertía en morada de Dios. La veía desfilar por el pasillo central de la iglesia, con su vestido blanco velado de organdí, con sus mitones blancos, con su alma blanca y su cuerpo blanco y su oración blanca en los labios, y me acordaba del niño que fui, del niño que habitaba dentro de mí, como un ángel que de pronto se desperezase, para lavarme de pecados y herirme con la herida de la nostalgia, que nunca cicatriza. Veía a mi ahijada Sara en el altar, flanqueada por otras niñas tan blancas como ella, embalsamadas de blanco, cuajadas de blanco, como una primavera unánime que espantase el acecho de las sombras, y me acordaba de mí mismo, cuando en un tiempo que ya creía enterrado (pero que, de pronto, se congregaba, pujante y vívido, en mi carne) formulaba con infinita veneración e infinito temblor aquellas palabras de la liturgia: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Veía a mi ahijada Sara unir su voz de luna a las voces de las otras niñas, en una hoguera blanca que se enroscaba en torno al sagrario, como una voluta de fuego purísimo, y me acordaba del niño que fui, encandilado de misterio, crédulo y fervoroso, aureolado de una pureza que ya creía reducida a cenizas, pero que de repente me ha calentado con su rescoldo, con una delgadísima reminiscencia que me ha atravesado, como una espada incruenta, ese rincón de la memoria donde se guarece lo mejor de nosotros. Veía a mi ahijada Sara alargar la lengua para recibir a Dios, y la veía cobijarlo hospitalariamente en su boca, pegadito al paladar, para que allí se fuera disolviendo lentamente, silenciosamente, con esa parsimoniosa beatitud que tiene la vida sostenida sobre el filo del milagro, y he recordado que un día ya muy lejano yo también fui por primera vez anfitrión de Dios, para mostrarle las estancias de mi castillo interior, que eran transparentes e inundadas por una luz cenital, limpias e inoxidables como una patena.

Hoy, en esas cámaras se aloja el polvo decrépito del pecado, las telarañas cansadas del desengaño, la mugre anciana que la vida va arrojando sobre nosotros, pero mientras veía a mi ahijada Sara reclinada en el altar, en diálogo mudo con su Huésped, he sentido, de repente, que un aire invisible entraba en mis estancias sin ventilar, para orear la ropa guardada en los armarios, para hacer restallar, otra vez blancas y otra vez orgullosas de su pureza, las sábanas de los recuerdos, en las que está estampada el alma de un niño que nunca muere. Yo también, junto a mi ahijada Sara, he vuelto a hacer la Primera Comunión.

Alfonso Aguiló, “Educar desde la coherencia”, Hacer Familia nº 87, 1.V.2001

«Me gustaría que mis padres, y que usted mismo, supieran ponerse más a mi nivel (el que remarcaba esas palabras con seriedad pero con desenvoltura era Daniel, un alumno de diecisiete años resuelto y reflexivo, al comienzo de la primera sesión de tutoría del curso).

»Me molesta que los adultos hablen siempre con tanta seguridad, que adopten siempre la posición de expertos conocedores de todo. Se lo digo a usted desde el principio, y no para ofender, de verdad. Me gustaría que los adultos se bajaran un poco de su pedestal, que no se dirigieran a la gente joven siempre dando órdenes o consejos.

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Juan Manuel de Prada, “Adecuarse a los tiempos” (píldora), ABC, 8.V.2001

Escuchaba el otro día, por azar, un programa radiofónico en el que se ponderaban las virtudes de las pildorita llamada, con sintagma bastante inepto, del «día después». Uno siempre ha cultivado la creencia de que el lenguaje ha sido inventado para pronunciar verdades; cuando, por el contrario, el lenguaje se hunde en los atolladeros de la sintaxis forzada, es porque quien lo usa está preparando meticulosamente el advenimiento de la mentira. El programa discurría por estos atolladeros sin rebozo alguno; los contertulios, unánimes y apologéticos, no dudaban en comparar la comercialización de la pildorita con el descubrimiento de la penicilina. Para estímulo de mi hilaridad, se empleaban locuciones tan delirantes como «prevención del embarazo» y otros dislates lingüísticos de parecido jaez que fui apuntando en una libreta, para incorporarlos a mi antología del eufemismo cínico. Cuando se aproximaba el desenlace del programa, el locutor invitó a los contertulios a compendiar lapidariamente sus posiciones; uno de ellos soltó esta frase: «Yo recomendaría a la Iglesia que sepa adecuarse a los tiempos que corren, que no vaya siempre a la zaga de las demandas de la sociedad».

Esta recomendación me produjo cierta perplejidad, sobre todo porque había sido formulada en un tono ecuánime o, como diría un cursi, «conciliador». No parecía delatar ningún agrio anticlericalismo, sino más bien una invitación generosa al acomodo de los usos sociales. Y de inmediato pensé que esas palabras eran una expresión nítida de cierta estupidez contemporánea, muy propagada y admitida, según la cual las convicciones ideológicas y morales pueden amoldarse a la circunstancia concreta, como si fuesen tabletas de chicle que se estiran y encogen elásticamente, al gusto del consumidor. Hasta hace poco, la deslealtad a esas convicciones era tildada de oportunismo; hoy, a quienes la profesan se les tacha de intransigentes, inmovilistas, retrógrados y no sé cuántas lindezas más. El relativismo en que plácidamente nos hemos instalado propicia la confusión entre convicciones y meros usos sociales; así, se considera igualmente carca a quien se resiste a abdicar de prejuicios anacrónicos y a quien defiende valerosamente sus ideas. Este relativismo comodón se ha extendido a todos los ámbitos de la vida, aun a los más sagrados; lo que antes eran consideradas componendas innobles o veleidades de tontaina hoy se reputan como síntomas de «tolerancia», de «amplitud de miras», de «inteligencia práctica». Hay que empezar a reivindicar la intransigencia como virtud; porque la transigencia ha dejado de ser aquella capacidad para consentir en parte con lo que se cree justo, razonable y verdadero, y se ha convertido en sinónimo de tragaderas, de lasitud ideológica, de sincretismo moral, de mistificación y endeblez, de papanatismo y sumisión a las modas que convienen.

La figura del veleta, antaño tan execrada, se erige hoy en modelo de conducta. No importa que los comportamientos fácilmente mudables se apliquen a asuntos menores o a principios incontrovertibles; importa, ante todo, «adecuarse a los tiempos». Cada vez con mayor frecuencia me tropiezo con personas a las que creía amigas que, ante la defensa apasionada de una idea por mi parte, atribuyen ese apasionamiento a circunstancias de la edad: «Es que todavía eres muy joven —me dicen—. Ya cambiarás». No entienden que el cambio biológico en nada puede afectar a una serie de convicciones que justifican una vida; sobre su cimiento se asienta lo que uno es, para bien o para mal, y sobre ese cimiento crece el hombre que uno quiere ser. Todas estas reflexiones me vinieron a la cabeza, en indignado tropel, mientras escuchaba a aquel chisgarabís radiofónico que aconsejaba «adecuación a los tiempos», como si la pildorita llamada del «día después» fuese lo mismo que la minifalda o el top-less. Quizá los politicastros que autorizan o desautorizan su venta, después de «pulsar la demanda social», así lo crean; nosotros, los intransigentes, no.

Juan Domínguez, “Abusos sexuales y celibato en África”, Aceprensa, 25.IV.2001

Cuando se habla de la difusión del SIDA en África se hace hincapié sobre todo en la pobreza y en las deficiencias de los sistemas sanitarios. Sin negar esto, cada vez es más claro el papel que tiene la promiscuidad sexual y la falta de respeto a la mujer en la extensión de la epidemia en el África subsahariana.

En Sudáfrica, según cálculos de Naciones Unidas, una de cada ocho personas de 15 a 49 años está infectada. Pero un dato más impresionante es que entre las chicas de 15 a 19 años el 21% tienen el virus, proporción superior a la de los chicos de la misma edad.

Este mayor riesgo es en buena parte consecuencia de los abusos sexuales que sufren las mujeres en un clima de promiscuidad.

Un reciente informe de una ONG norteamericana, Human Rights Watch (HRW), revela cómo en Sudáfrica esa cultura de abuso contra las mujeres ha anidado también en los colegios, donde abundan los casos de violaciones y acosos sufridos por chicas a manos de alumnos y profesores. Voluntarios de HRW, que contaron con la asistencia de representantes de ONG locales, visitaron ocho centros públicos de tres provincias distintas, pudiendo entrevistar privadamente a 36 víctimas de abusos. Los resultados del estudio (disponibles en Internet: www.hrw.org), coinciden en subrayar el desvalimiento de las menores que sufren el acoso de compañeros de clase o alumnos de mayor edad. No son sólo incidentes aislados, sino un fenómeno extendido: “Hemos encontrado que chicas de todos los niveles sociales y de todos los grupos étnicos sufren violencia sexual en la escuela”, dice el informe.

El estudio denuncia la falta de rigor disciplinario de las autoridades educativas para perseguir y sancionar estas conductas. La situación de permisividad provoca que las chicas teman denunciar los abusos ante la posibilidad de generar el rechazo de su entorno escolar. Es sabido que para una mujer sudafricana no es fácil sustraerse a la voluntad del varón en materia sexual, produciéndose verdaderas violaciones en el entorno de las relaciones entre jóvenes y también en las de alumnas con profesores. A partir de la proliferación del SIDA, la conducta sexual de los varones no ha dudado en buscar sexo seguro en las más jóvenes.

Las sanciones a penas de cárcel por estas conductas son rarísimas, sobre todo porque las escuelas prefieren tratar los abusos sexuales contra alumnas como asuntos internos. Lo habitual es que las autoridades escolares tiendan a minimizar la importancia de las denuncias. La expulsión de un profesor o de un alumno implicado en casos de violencia sexual es muy rara. Se dan casos en que las víctimas de los abusos reciben a cambio de su silencio la promesa de mejores calificaciones o una modestísima cantidad de dinero. Es llamativo que este informe de Human Rights Watch apenas haya tenido eco en la prensa, con excepción de The Economist (31III2001). Más sorprendente si lo comparamos con la cobertura informativa que poco antes se dedicó a las investigaciones emprendidas por el Vaticano sobre abusos sexuales a monjas en África por parte de sacerdotes del clero local. Sin duda, el tema era noticia. Otra cosa es su utilización e interpretación. En España, sin aportar nuevos datos, un periódico como El País dedicó varios artículos a achacar este problema a los males que provoca el celibato sacerdotal. Las mujeres víctimas de estos abusos desaparecieron rápidamente de la información.

La sensibilidad por este problema tendría que llevar a centrar la información en estas mujeres, sean o no monjas, sean los que sean los agresores. Ciertamente, ni los profesores ni los compañeros que abusan de las escolares sudafricanas están comprometidos a vivir el celibato. Así que el problema debe de tener otros orígenes en la cultura de estos países. Quizá lo entenderíamos mejor si no instrumentalizáramos los problemas africanos para montar polémicas teológicas sobre el celibato de los curas.

Juan Manuel de Prada, “Ergástulo” (inmigración), ABC, 23.IV.2001

Así llamaban los romanos al cuchitril inmundo donde vivían hacinados los esclavos, rebozados en la mugre de sus propias defecaciones, como bestias que aguardan el alivio de la muerte. La gloria de Roma se levantó sobre el sometimiento de los pueblos conquistados, a cuyos pobladores ni siquiera se les reconocía el estatuto jurídico de persona; también hoy nuestro bienestar de países prósperos, ensimismados en la opulencia, se erige sobre una ciénaga similar. Acaban de descubrir, en la provincia de Huelva, unos ergástulos donde se apretujaban hasta cien hombres llegados desde los extrarradios del Imperio. He escrito cien hombres, pero quizá debiera haber escrito cien fantasmas sin existencia jurídica, condenados a extenuarse en un trabajo sin remuneración, para después recluirse en estos ergástulos sin aire ni agua corriente, como letrinas en las que lentamente se va pudriendo la carne, hasta quedar reducida a puro excremento. Quizá el descubrimiento de estos ergástulos carezca de novedad; pero el mayor peligro de la abyección es que, cuando se convierte en rutina, deja de repugnarnos. La abyección, que al principio nos perfora la inteligencia y el sentimiento con su fetidez, acaba conviviendo con nosotros, como un animal doméstico, y cuando queremos reaccionar contra ella ya es demasiado tarde, porque se ha enquistado en nuestros hábitos.

Los esclavos confinados en los ergástulos onubenses se dedicaban a la recolección de la fresa. Desde hacía semanas o meses habían dejado de cobrar el estipendio misérrimo que les había prometido su dueño, pero seguían doblegando la espalda ante la tierra, con la esperanza quizá de morir reventados, porque la muerte es la única recompensa que anhela el esclavo. Al anochecer, se recluían en sus ergástulos y se derrumbaban sobre unos jergones renegridos de llanto, sobre los que dormían, aletargados por los miasmas que desprendían sus cuerpos, hasta que el dueño de la finca aporreaba las paredes de chapa del ergástulo, advirtiéndoles que el sol ya bautizaba el suelo. Desde sus barracones de sombra, los esclavos regresaban a la vigilia, maldiciéndose por haber llegado a creer, mientras dormían, que no iban a despertar nunca, que sus almas habían emigrado al paraíso de los esclavos, dejando tras de sí unos cadáveres exhaustos. Pero ese sueño de beatitud se disipaba, mañana tras mañana, para devolverlos a una vida que no merecía la pena ser vivida, emparedada en un ergástulo.

Si la gloria de Roma, que abarcó por igual el esplendor arquitectónico, la invención del derecho y las más refinadas cúspides de la literatura, nos repugna porque se abasteció con el sudor y la sangre de hombres sojuzgados, ¿qué sentimiento debe convocarnos la existencia de estos ergástulos onubenses? En ellos se cobija la leprosería moral de una sociedad que respira el aire de su propia abyección, inmunizada ya contra la piedad, inmunizada también contra el espectáculo sórdido de la vida reducida a esclavitud. El problema de la inmigración, que tantas proclamas partidarias suscita, no puede solventarse sólo con regulaciones más o menos restrictivas, con una vigilancia más o menos relajada, con pronunciamientos más o menos altisonantes. Lo que se está dirimiendo es algo mucho más importante, nada más y nada menos que la esencial dignidad del hombre. Occidente no puede seguir fingiendo que los ergástulos son invisibles; la marea de los hambrientos se ha puesto en marcha, y contra ese movimiento arrasador es inútil interponer diques y aduanas. La solución de volver el rostro hacia otro lado sólo contribuirá a que la abyección se enquiste, pero los ergástulos siempre acabarán asomando, aquí y allá, como chancros que supuran podredumbre y desenmascaran nuestras falsas beaterías solidarias. Podremos urdir cientos de leyes, podremos idear miles de estrategias conjuntas con nuestros socios de la Unión Europea del Imperio Romano, pero a la postre, las razas del hambre sólo admitirán dos destinos: el ergástulo de la esclavitud o el reparto de nuestra riqueza. En la elección de ese destino se debate la vergüenza de Occidente.

Alfonso Aguiló, “El riesgo del autoengaño”, Hacer Familia nº 86, 1.IV.2001

Cuentan sus biógrafos que, hasta su suicidio bajo la cancillería de Berlín el 30 de abril de 1945, Adolf Hitler fue sufriendo un paulatino proceso de huida de la realidad, una necesidad constante de autoengañarse y de recibir noticias favorables. Sobre todo a partir de la entrada de Estados Unidos en la guerra, Hitler fue entrando cada vez más en un mundo de ficción creado por sí mismo. Es indudable que poseía una portentosa inteligencia, pero prefirió engañarse, y su engaño le llevó a huir de la realidad de una manera sorprendente. De hecho, a mediados de aquel mes de abril de 1945, cuando los tanques del mariscal soviético Zhukov estaban ya a pocos kilómetros de la puerta de Brandenburgo, Hitler repetía a gritos ante su Estado Mayor, dentro de su refugio subterráneo, que los rusos sufrirían una sangrienta derrota ante las puertas de Berlín.

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Manuel Ordeig Corsini, “La castidad matrimonial”, Palabra, IV.2001

El amor conyugal puede considerarse como la cúspide del amor de amistad. En él, la entrega del amante es total, sin reservas: encuentra la propia felicidad en hacer feliz al otro con el don de sí mismo (cfr. Humanae vitae, 9). «De ahí la absoluta necesidad de la virtud de la castidad…, energía espiritual que sabe defender al amor de los peligros del egoísmo y promoverlo hacia su plena realización» (Familiaris consortio, 33).

El matrimonio, cauce para expresar la donación total La institución natural que garantiza la estabilidad necesaria para el amor, protegiendo sus derechos y deberes, es la familia basada en el matrimonio: un acuerdo entre hombre y mujer para compartir en exclusiva la vida entera. Aun con diferentes fórmulas jurídicas, todos los pueblos han reconocido la familia y el matrimonio como elementos básicos de su cultura.

El matrimonio es el ámbito donde las relaciones sexuales resultan lícitas y honestas (cfr. Gaudium et Spes, 49). Fuera de él, la moral cristiana desaprueba tales relaciones, aunque exista un cariño sincero y una intención futura de contraer matrimonio.

Dentro del matrimonio, las relaciones íntimas son fuente y manifestación del amor: «significan y fomentan la recíproca donación con la que (los esposos) se enriquecen mutuamente» (Ibid., 9). Llevadas a cabo con rectitud, favorecen las virtudes básicas de la vida cristiana e impulsan la madurez humana y espiritual de la persona. Esta rectitud interior, sin embargo, marca también unos límites a la propia conciencia: como en tantos otros ámbitos de la vida, no todo lo que se puede hacer, se debe hacer. La castidad, en su aspecto conyugal, ayuda a delimitar lo que es propiamente acto virtuoso de lo que no lo es.

Los actos conyugales, como expresión de donación y amor generoso, deben anteponer siempre el bien y la voluntad ajena a la propia (cfr. HV, 9). En este sentido, cada cónyuge tiene la obligación en justicia de acceder a la petición razonable del otro. Negarse sistemáticamente, o hacer muy difícil la relación, es un pecado contra la justicia debida a quien tiene el derecho –por contrato conyugal– sobre el propio cuerpo.

Dios está presente en todas las relaciones humanas, también en las conyugales. Quiere esto decir que no será lícito aquello que ofenda a Dios por atentar contra su voluntad, que en este caso se manifiesta a través de la naturaleza propia de la sexualidad humana y de sus condiciones anatómicas y fisiológicas. Contradice la ley de Dios, por tanto, todo acto hecho contra-natura: de forma no adecuada al modo natural de ejercitar la sexualidad. La razón estriba en que ese acto no estaría guiado por el amor, sino por un egoísmo capaz de anteponer el capricho personal al bien natural establecido por Dios. Por eso iría contra la virtud de la castidad.

Vida familiar y relaciones conyugales La vida familiar es compleja. El amor esponsal no se reduce a las relaciones íntimas entre cónyuges. El día a día de la convivencia familiar está hecho de pequeños detalles que pueden acrecentar o consumir el amor. El trato delicado, el respeto hacia el otro, la memoria de sus gustos, evitar lo molesto…, contribuye a que el amor discurra por cauces pacíficos y saludables. Por el contrario, las intemperancias, los desprecios y, en casos extremos, la violencia verbal o física, hacen difícil la continuidad del amor.

¿Tienen algo que ver estas actitudes con la virtud de la castidad? Un refrán castellano dice: «en la mesa y en el juego se conoce al caballero». Puede aplicarse en mayor medida a las relaciones conyugales. No se trata aquí ya de una moral minimalista –de lo que es pecado o no–, sino de ver cómo esas relaciones pueden enriquecer el amor matrimonial. Por principio, el amor se expresa y crece en la mutua relación y donación; pero si ésta reúne determinadas condiciones, el progreso será señaladamente mayor.

Hay que tener en cuenta que en cualquier acto conyugal intervienen dos personas, con las diferencias psíquicas y caracteriológicas correspondientes. Será imprescindible, pues, articular la relación sobre la generosidad: no buscar tanto la propia satisfacción, sino la de la persona que se ama. Y decir “satisfacción” no se refiere sólo al placer físico, sino a un conjunto numeroso de condiciones que contribuyen a la felicidad ajena: la delicadeza, el respeto por su libertad, el conocimiento de sus gustos, la perspicacia para captar su estado de ánimo, etcétera.

Unas relaciones conyugales así vividas no sólo unen más a los esposos, sino que influyen positivamente en toda la vida familiar. La comprensión mutua, el deseo de ayudarse unos a otros, el esfuerzo por superar el propio egoísmo, etcétera, mejorarán paralelamente al progreso de la generosidad en las relaciones íntimas del matrimonio.

La castidad, por tanto, no atañe sólo a las cuestiones relativas al uso de la sexualidad, sino, antes, a tantos detalles menores que conducen «al que la practica a ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y ternura de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica (CCE), 2.346). Caridad y castidad crecen siempre de la mano.

Un camino de santidad El matrimonio –con todo lo que incluye– es un camino cierto de santidad cristiana. El sacrificio es uno de los ingredientes del seguimiento de Cristo, y se da en el matrimonio cada vez que uno de los cónyuges se olvida de sí mismo (sus gustos, sus intereses) para atender las necesidades del otro o de los hijos.

En las relaciones matrimoniales se encontrarán no pocas ocasiones de mortificar las propias apetencias para preocuparse del otro. Serán sacrificios habitualmente menudos, ordinarios, pero no por ello menos importantes en orden a la santidad de los fieles cristianos corrientes.

Esto incide en una cualidad fundamental de la castidad cristiana: no se trata de un ejercicio ascético de renuncia; en su esencia es un don de Dios. Ciertamente supone lucha, como toda virtud moral; pero es gracia que el Espíritu Santo concede en el bautismo y en el sacramento del matrimonio (cfr. CCE, 2.345). De ahí la necesidad absoluta de la oración humilde para pedir a Dios la virtud de la castidad (cfr. Juan Pablo II, Enchiridion familiae, V, 4197).

Los hijos, fruto de la donación total Cuando el amor y sus manifestaciones son rectos, el fruto natural son los hijos. La apertura a los hijos es la garantía de licitud de todo acto conyugal. Lo cual no quiere decir lógicamente que cada acto sea generador, sino que no se deben poner obstáculos intencionados para evitarlo.

Así planteado, surge la cuestión acerca del número de hijos que debe aceptar un matrimonio. En recuadro anexo se habla con detalle de la paternidad responsable. Aquí recordamos que los hijos son un don de Dios: premio a la generosidad del amor de los padres y vehículo para que éstos reflejen la paternidad divina (cfr. FC, 14).

Criar y educar a los hijos tiene sus dificultades, como cualquier cometido; pero también sus grandes satisfacciones. No es cierto que sea más fácil educar a un hijo que a muchos; ni que se le haga más feliz al proporcionarle más juguetes que hermanos. Las familias numerosas suelen ser, con mucho, las más alegres –aunque quizá dispongan de menos cosas materiales–; de tal manera que es bastante habitual que una casa con muchos hijos sea centro de atracción de numerosos amigos y amigas, que encuentran allí ese algo especial que tienen las familias numerosas.

Las dificultades Las particularidades del mundo actual fomentan el egoísmo: hedonismo, consumismo, etcétera. Alcanzar en este contexto un amor generoso que lleve a dar y a darse sin buscar recompensa, presenta ciertamente obstáculos nada despreciables.

Vivir la castidad en las relaciones conyugales entre las constantes incitaciones actuales al erotismo (películas, conversaciones, relaciones sociales), siendo fiel al propio cónyuge sin dar cabida –ni de pensamiento– a la infidelidad matrimonial, tampoco es fácil. Lo mismo que no lo es resistir las fuertes campañas oficiales organizadas –con excusas sanitarias engañosas– a favor de sistemas contraconceptivos de diverso tipo.

En todos estos casos, vivir la castidad –fuera y dentro del matrimonio– supone caminar contra-corriente de las modas y estilos imperantes. El entorno social es, en muchas ocasiones, la primera fuente de prejuicios o escarnios; por ejemplo, ante un número elevado de hijos. Lo cual se suma a las dificultades económicas que frecuentemente conlleva una familia numerosa.

Los obstáculos existen, pues, y sería una ingenuidad ignorarlos. Ante ellos la solución es aumentar la confianza en Dios y pedir con constancia la ayuda de su gracia. En el terreno práctico, esta actitud conduce a reforzar la vida cristiana (oración y sacramentos); a mejorar la propia formación en la fe (estudio y dirección espiritual); a luchar en los pequeños detalles (imaginación, curiosidad, pudor) que, sin llegar quizá a pecado, fomentan la sensualidad desordenada; a buscar un ámbito o comunidad de referencia –parroquia, instituciones– que ayuden a la familia a sentirse acompañada y apoyada por quienes participan del mismo ideal de santidad, etcétera.

Toda virtud se fortalece ante las dificultades. La castidad también. Con la ayuda de Dios, esos obstáculos se convierten en ocasión de acrisolar la santidad personal a la que estamos llamados por cristianos. n EL SIGNIFICADO DE LA SEXUALIDAD HUMANA El hombre es espíritu encarnado: no se da en abstracto, sino en forma masculina o femenina. La sexualidad es una característica esencial: sólo se es persona siendo varón o mujer. Por ello, en cierto sentido, cada persona está creada para ser en comunión con otra de sexo diferente. Esto no significa que los solteros o célibes sean incompletos como persona, sino que la plenitud de la unidad humana se alcanza en el darse y recibir del amor. Ahora bien, al no ser sólo cuerpo, el don de sí es don de la entera persona, no sólo de su dimensión sexuada.

La consumación de la sexualidad, por sí misma, se abre al hijo, que no es tanto el solo resultado de un acto físico, sino «sacramento –fruto visible– del don del amor» (Livio Medina, en Amor conyugal y santidad). La fecundidad, al no ser debida, es un don: la bendición de Dios a la entrega plena de los cónyuges. El amor alcanza así la cualidad oblativa propia del amor más noble.

La entrega sexual entre hombre y mujer sólo debe tener lugar en el ámbito del matrimonio, único y para siempre. «Dejará el varón a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Gen 2,24). Se trata de una entrega tan completa que debe verse amparada por una institución natural que la proteja. Lo contrario dejaría desguarnecido ese amor que, por su misma naturaleza, es definitivo: no cabe amar de verdad por una temporada, ni compartir tal amor con otros; esto desvirtuaría las relaciones conyugales, reduciéndolas a un mero pasatiempo corporal.

La unidad de cuerpo y espíritu conduce a que el amor entre varón y mujer se exprese corporalmente. Esto tiene una contrapartida importante: no es posible hacer un uso frívolo de la sexualidad sin comprometer la parte superior y trascendente del hombre (cfr. FC, 11).

Quien plantea el sexo como un juego, acaba esterilizando las fuentes más hondas del amor. Si no se corrige, su capacidad de amor de amistad y de benevolencia irá progresivamente agostándose. Sólo desarrollará el amor de concupiscencia; y el egoísmo que éste multiplica le impedirá alcanzar la felicidad que busca al fomentar el solo placer.

La virtud de la castidad, al integrar la sexualidad en el conjunto de la persona, defiende la unidad interior del hombre (cfr. CCE, 2.337) y se muestra como una escuela de crecimiento en la caridad, resumen de todo deber del hombre con Dios y con su prójimo.

A PROPÓSITO DE LA PATERNIDAD RESPONSABLE En no pocos matrimonios la cuestión de la castidad conyugal se vincula subjetivamente al número de hijos que están dispuestos a tener. La licitud en la limitación de los hijos, primeramente, y los métodos para conseguirlo, en segundo lugar, provocan los mayores interrogantes morales a los esposos católicos. También las discordantes respuestas que encuentran a veces en algunos teólogos y sacerdotes, les producen no pequeño desconcierto.

Enseña el Magisterio de la Iglesia: «La paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto a la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido» (Humanae vitae, 10).

Paternidad responsable no coincide, pues, con paternidad reducida o escasa. Puede ser igualmente responsable la paternidad numerosa: depende de las circunstancias. No obstante, es frecuente que un matrimonio se pregunte: ¿podemos limitar –de acuerdo con la moral católica– el número de hijos a uno, dos, tres? La constante advertencia de la Iglesia es que el amor auténtico es siempre generoso y que «todo acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV, 11), que «es siempre un don espléndido del Dios de la bondad» (FC, 30). «Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador» (HV, 12).

La decisión sobre el número de hijos La Iglesia, como madre que es, hace suyas las dificultades de algunos esposos para criar y educar un número elevado de hijos (cfr. Carta a las Familias, 12). En los casos difíciles es legítima una paternidad restrictiva, si se encauza respetando lo indicado sobre la inseparabilidad entre la dimensión unitiva y procreativa del acto conyugal.

La decisión de limitar el número de hijos es algo que sólo compete a los mismos esposos, con una elección que deberá ser recta –sin egoísmos que la desfiguren–, conforme a los criterios morales, y valore con justicia las razones que les mueven a esa limitación.

Tales razones no pueden ser banales. Deben existir «graves motivos» (HV, 10), o «razones justificadas» (CCE, 2.368), que aconsejen el retraso de un nuevo nacimiento. Además de la autenticidad del amor conyugal, está en juego la vida de una persona humana, y eso es algo muy serio: «sólo la persona es y debe ser el fin de todo acto» (Carta a las Familias, 12). No es suficiente, por tanto, un superficial convencimiento subjetivo; los padres «deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad» (CCE, 2.368); y esto requerirá habitualmente el consejo experimentado de alguien conocedor de las circunstancias y de la alta vocación a la santidad a que son llamados los fieles cristianos y sus familias.

Por otra parte, los motivos pueden variar con el tiempo, lo que ha de llevar a los esposos a replantearse la validez de su decisión, tomada en circunstancias diferentes.

Los medios a emplear En el caso de que una responsable paternidad oriente a un matrimonio a limitar el número de hijos, los esposos se plantean inmediatamente qué medios pueden emplear con tal fin. Sobre ello la doctrina de la Iglesia es clara y unánime. Tanto la decisión sobre el número de hijos como los medios para llevarla a cabo están definidos por la moral católica.

«Toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» es intrínsecamente deshonesta (HV, 14).

Es pecaminosa, por tanto: toda interrupción voluntaria del acto conyugal; la esterilización –quirúrgica o farmacológica– de la mujer o del varón; y el uso de instrumentos –diafragmas, preservativos– o de substancias químicas que impiden el natural desarrollo del acto.

También es deshonesta toda acción dirigida, no al acto en sí, sino contra la vida que pudiera concebirse después del mismo: tanto el uso del DIU y la «píldora del día siguiente» (cuyos efectos «pueden» ser abortivos, aunque sean microabortos), como la píldora RU-486 y el llamado «aborto terapéutico» (que pretenden directamente el aborto). Cualquier aborto voluntario conculca el quinto mandamiento aún más gravemente que los pecados contra la sola castidad.

«En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a periodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como ministros del designio de Dios y se sirven de la sexualidad sin manipulaciones ni alteraciones» (FC, 32).

Este recurso a la infertilidad natural periódica es lícito en sí mismo y «conforme a los criterios objetivos de la moralidad» (CCE, 2.370), cuando se dan las razones serias que hemos citado. En la actualidad se ha progresado en el conocimiento y detección de esos periodos infecundos, de modo que los matrimonios pueden recurrir a ellos –sea de modo temporal o permanente– con gran certidumbre.

Una aclaración capital La neta divergencia de licitud entre la contracepción y el recurso a los ritmos temporales de infecundidad, no deriva de que sean dos modos distintos –artificial y natural– de alcanzar un mismo fin. Se basa en la «diferencia antropológica y al mismo tiempo moral» existente entre ambos sistemas; diferencia «que implica dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí» (FC, 32).

Lo que señala la diferencia es la intencionalidad, en tanto que define el objeto del acto. Una esterilización artificial puede ser lícita cuando es necesario realizarla, por ejemplo, para curar un proceso canceroso. En cambio, una decisión tan «natural» como el coitus interruptus es ilícita por el objetivo que persigue.

El amor conyugal no es casto cuando pretende romper la unidad de los dos significados fundamentales –unitivo y procreador– del acto matrimonial. En cambio, puede ser casto si simplemente se abstiene del uso de las relaciones íntimas en determinados periodos de la fisiología femenina. Si hay razones suficientes, esta continencia es un modo de vivir la responsabilidad que Dios pide a algunos cónyuges.

La continencia periódica en el uso del derecho matrimonial, realizada con sentido cristiano, lejos de enfriar el amor entre los esposos, contribuye a acrecentarlo al compartir gozos y sufrimientos; y fomenta un diálogo personal y esponsal que acrisola su amor, purgándolo de egoísmos particulares.

La invitación de Dios a la santidad en el matrimonio comunica a los esposos la gracia necesaria para afrontar con paz y alegría las dificultades de la vida –también el esfuerzo por vivir la castidad–, y para convertirlas en ocasión de progreso espiritual y de perfeccionamiento humano.

Manuel Ordeig Corsini Revista Palabra, nº 442-443, abril 2001

Rafael Navarro-Valls, “Violencia sexual y cultura”, El Mundo, 23.III.2001

Según datos muy recientes del Foro contra la Violencia de la Mujer, el número de víctimas mortales de la violencia sexista en España se ha triplicado el último año. El informe publicado por el Foro de Población de la ONU anota que una de cada tres mujeres en el mundo sufre malos tratos o abusos sexuales. Un serio estudio sociológico promovido por CCOO concluye que una de cada seis trabajadoras españolas sufre acoso sexual. La publicidad sexista ha generado, en el último año en España, casi 400 quejas: un 12% más que el año anterior. El más reciente informe del INE en España detecta una subida alarmante de los delitos sexuales: entre otros datos se destaca que, desde 1992, al menos 26 jóvenes han sido asesinadas con abuso sexual previo. La última, esta misma semana, una niña de 14 años en Campo de Criptana, un caso todavía bajo secreto sumarial.

Según Manos Unidas, un millón de niños y adolescentes entran cada año en el negocio de la prostitución. El Tribunal Penal Internacional para Yugoslavia acaba de calificar, por primera vez, los asaltos sexuales como crímenes contra la humanidad. En fin, hace unos días el delegado del Gobierno de la Comunidad de Madrid declaraba que, si durante el año 2000 en la región los delitos en general bajaron una media del 5,53%, el número de agresiones sexuales se han duplicado sobre el año 1999.

Pido perdón por el abusivo recurso a la estadística, pero me parece de interés corroborar con datos lo que la Sociología lleva un tiempo alertando: en el cuadro de mandos de la sociedad occidental se han encendido las luces rojas de alarma en la materia. Trasladar estadísticas sin indagar en las causas sería hacer una especie de sociologismo fotográfico que todo lo plasma, pero nada analiza. Hagamos un esfuerzo de análisis sobre ellas.

Lo primero que parece advertirse es que se está produciendo aquello que Octavio Paz denominaba «uno de los tiros por la culata de la modernidad». Según el poeta mexicano: «Se suponía que la libertad sexual acabaría por suprimir tanto el comercio de los cuerpos como el de las imágenes eróticas. La verdad es que ha ocurrido exactamente lo contrario. La sociedad capitalista democrática ha aplicado las leyes impersonales del mercado y la técnica de la producción en masa a la vida erótica. Así la ha degradado, aunque el negocio ha sido inmenso». Tal vez por eso, Antonio Gala decía no hace mucho que, «en materia de sexo y dinero, ¿quién está limpio aquí?». Veamos.

Entre ocho y nueve millones de personas leen en España el periódico durante, aproximadamente, una hora al día. Treinta y un millones ven el televisor un mínimo de dos horas. El 60% de los niños en edad escolar y preescolar permanece tres horas al día frente a la pequeña pantalla. Según datos fiables, estos niños ven unos 10 casos de violencia física, tres de ellos con resultado de muerte; una serie notable de efusiones sentimentales y eróticas fuera de matrimonio; y uniones carnales descritas con bastante minuciosidad.

En Italia, con datos muy parecidos a los españoles, un grupo de padres fueron invitados para visionar una antología de la tarde televisiva de sus hijos. Al terminar la sesión, algunos sufrieron trastornos circulatorios y los más manifestaron una dolorosa incredulidad. Habitualmente no veían la televisión con sus hijos. Según Ettore Bernabei, de la International Family Foundation, la patología televisiva a que puede dar lugar este bombardeo de imágenes sería peor que los efectos de un artefacto nuclear de la serie N. Este destruye los cuerpos, pero deja intactas las cosas inanimadas. Cuando la adicción televisiva se convierte en patología no es difícil la progresiva erosión del espíritu, aunque queden incólumes los cuerpos.

Algo parecido ocurre con parte de la industria del cine. El crítico de cine norteamericano Michael Medved provocó una polémica con su libro Hollywood contra América. Esta obra, que realiza un exhaustivo estudio acerca del tratamiento que Hollywood da a temas como la religión, el sexo, la familia o la violencia, sostiene que, con demasiada frecuencia, la industria cinematográfica difunde unos mensajes opuestos a valores que el público medio aprecia: fidelidad, lealtad, pudor, etcétera. Su tesis ha suscitado comentarios dispares.

Algunos, como Peter Biskind en Premiere, la rechazaron y la calificaron de histérica. The Economist, sin embargo, coincide con la tesis de Medved. Si trasladamos estos resultados a España, puede provisionalmente concluirse que las pautas de comportamiento sexual difundidas por parte de los media, contienen una buena dosis de irresponsabilidad. De modo que se produce un curioso efecto: los mismos medios que braman contra la violencia sexual probablemente son cómplices indirectos de ella, al contribuir con sus mensajes a crear el caldo de cultivo propicio.

La propaganda mediática de la violencia y el sexo «surge de las pantallas, que hacen como si la contasen y la difundiesen pero, en realidad, la preceden y la solicitan» (Baudrillard). Un incidente ocurrido hace pocos años entre Grecia y Turquía puede ilustrar este fenómeno, que se agrava por la implacable lucha por los índices de audiencia. A raíz de las declaraciones belicosas de una emisora privada de televisión en relación con un minúsculo islote, las televisiones y las radios griegas -arropadas por la prensa- se lanzaron a una escalada de desvaríos nacionalistas. Las televisiones y los medios turcos, para no perder audiencia, entraron en la batalla. Soldados griegos desembarcaron en el islote, las respectivas flotas pusieron proa hacia esas aguas y la guerra se evitó por los pelos.

Es un ejemplo más de que el conocimiento del mundo a través de imágenes deformadas incapacita al sujeto para formas superiores de pensamiento y atrofia nuestra capacidad. Esta tormenta de imágenes hace que hoy se reflexione poco sobre el sexo. Se imagina, se sueña o se suspira con él. El sexo nos estimula o nos deprime. Pero esta tumultuosa actividad no es pensar. Como se ha dicho, «pensar en el sexo significa esforzarse en ver el sexo en su más íntima realidad y en la función a que está destinado». Desde luego es más divertido usar el sexo que pensar sobre él. Pero de vez en cuando conviene hacerlo. La historia del mundo humano ha sido la historia del dominio de la razón sobre los impulsos, sin excluir el sexo. Un descontrol masivo del mismo no parece estar dando resultados positivos.

Otra causa es la ingenua confianza en las medidas legales para erradicar el problema. El Derecho es un modesto instrumento de paz social. Pero echar sobre sus espaldas la ingente tarea de variar los comportamientos sociales una vez alterados, es olvidar que el Derecho tiene un influjo mayor mediante lo que podríamos denominar su actividad negativa. Esto es, puede contribuir a no erosionar el ecosistema familiar y social con más eficacia que a restaurarlo, una vez modificado por perturbaciones sociales. Desde luego, son necesarias las reacciones legales destinadas a reprimir los delitos contra la libertad sexual, proteger los derechos a la disposición del propio cuerpo, tutelar el consentimiento viciado en casos de abusos sexuales a menores o el derecho colectivo de exigir unas pautas morales de conducta en los delitos de exhibicionismo, prostitución, pornografía etcétera.

En Estados Unidos, se ha llegado a presentar en la Cámara de Representantes un proyecto de ley (Pornography Victims Compensation Act) en el que las víctimas de los delitos contra la libertad sexual podrían pedir indemnizaciones a la industria pornográfica. Bastaría demostrar que ella ha sido la causa que ha provocado, aunque sea indirectamente, el ataque sexual contra mujeres o niños. Justificación de los congresistas promotores: «La pornografía borra la humanidad de la víctima con mentiras tales como que las mujeres quieren ser violadas o que los niños desean sexo».

Pero estas medidas legales no llegan a la raíz del problema. El verdadero problema es, parece ser, el elevado coste que la población infantil y adolescente está pagando por los errores que los adultos hemos incorporado en el significado de la sexualidad. Esa deformación inicial (los niños tienden a imitar y desear lo que desean los adultos) se traspasa a los años de la juventud e incluso de madurez, creando el caldo de cultivo necesario para la violencia sexual. Al menos, esta es la opinión que comienza a abrirse paso en la Psicología y en la Sociología. Lo cual es compatible con que, en un amplio reportaje sobre la revolución sexual en EEUU, la revista Time acabe de dictaminar su declive. Efectivamente, la llamarada de los 60 acabaría apagándose con desencanto en los 90.

Muchas personas comienzan a descubrir los tradicionales valores de la fidelidad, el compromiso mutuo y el matrimonio. En las encuestas entre estudiantes crece el número de los que exigen que haya amor y una relación estable para justificar las relaciones sexuales. Por ejemplo, según un estudio sobre los valores de los universitarios realizado por la Universidad Complutense (marzo del 2000) el 65,3% de los universitarios considera «imprescindible» la fidelidad sexual a la pareja. Cifra que se eleva al 73,1% cuando se trata de universitarias.

Pero esta nueva actitud no significa, sin más, un retorno al equilibrio. La revolución sexual ha sido absorbida en buena parte por la cultura, y aunque, por eso mismo, ha dejado de ser algo nuevo y atrayente, lo cierto es que ha dejado una huella profunda que ha llevado de la exaltación del sexo a su trivialización y, de ahí, al desencanto. Existe todavía una hipertrofia de la afectividad en la que el fluir de los impulsos se convierte en la estrella polar que guía el comportamiento humano. Esta mezcla de inmadurez afectiva e hipersentimentalismo provoca un desequibrio anímico que desemboca en la tendencia a entablar relaciones interpersonales basadas tan sólo en el egoísmo. Quizá por ello todavía la necesidad de sexo duro, y en dosis cada vez mas altas, se ha convertido -en determinados sectores que aún viven la resaca de ese fenómeno- en una dependencia. Es muy sintomático que comiencen a proliferar, discretamente, tratamientos médicos de deshabituación sexual.

¿Cuál es el capital social del que disponemos para atajar estas causas de violencia sexual? Si estamos a los índices que propone Fukuyama para medirlo en las sociedades occidentales, el activo está disminuyendo de forma alarmante. Desde instancias diversas se sugiere un esfuerzo combinado de reconstrucción social en el que intervengan todas las fuerzas sociales: Estado, sociedad civil, religión y poder mediático. Tal vez debamos comenzar por la escuela y la familia en un esfuerzo de verdadera socialización de los valores.

Reducir el sexo a mera genitalidad es sembrar las semillas de la violencia sexual, y provocar a la larga actitudes de riesgo. No se trata de dramatizar más de la cuenta. Se trata de aplicar la sensatez. También en esta materia.

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.