Juan Manuel de Prada, “Catedral”, Reserva natural, p. 83

Entrábamos, mi abuelo y yo, en la catedral de aquella ciudad castellana, mientras el sol se desangraba al fondo, como un disco de bronce. La vieja catedral románica, tenebrosa de humedad y pecados, acogía nuestros pasos, y los multiplicaba en una reverberación de columnas y ábsides. Recorríamos, mi abuelo y yo, las naves laterales, parándonos en cada capilla, como exploradores deslumbrados de sombra, y acercábamos el oído a la piedra, resquebrajada de siglos, para escuchar el mensaje susurrado de la Historia. Nos deteníamos ante un Cristo de Becerra, ante una pila bautismal, ante un capitel historiado, y yo me sentía traspasado de sacralidad, confidente de un Dios que me calentaba con su presencia grande y patriarcal. Había feligreses que musitaban una letanía, y sacristanes que se afanaban en el altar, encendiendo cirios o cambiando el vino de las vinajeras, ese vino dulcísimo y de un color como de lágrima que los monaguillos beben a escondidas. El altar se incendiaba con una luz casi cárdena que descendía desde el cimborrio, trazando en el aire una caligrafía de polvo o incienso.

Yo iba de la mano de mi abuelo, y sentía por entre los dedos el contacto de una piel, recia y rugosa corno la corteza de un árbol, que cubría la geografía arborescente de sus venas. Las manos de mi abuelo me recordaban las de aquel ermitaño de la calavera, San Jerónimo, que algún pintor tenebrista había retratada por encargo del Cabildo, ese mismo San Jerónimo que aparecía al fondo de una capilla, alumbrado por una lámpara exigua que las beatas alimentaban de aceite. Las manos mi abuelo tenían la textura de la madera, la prestancia de una talla de Berruguete, el color moreno y brillante de las silleras labradas, el olor rancio y oscuro de los retablos. Mientras caminábamos por pasillos y sacristías, yo pensaba secretamente que la catedral se sostenía sobre los hombros de mi abuelo más que sobre pilares o cimientos o arbotantes. La catedral crecía dentro de mi abuelo, en su pecho de plata enferma, en su corazón milenario, en su alma habitada de religiones y genealogías.

Salíamos de la catedral, mientras la tarde se debatía entre rescoldos. Yo caminaba feliz, pensando que las catedrales no se desplomarían nunca, mientras hubiese hombres que las llevasen dentro, cobijadas en su pecho. Hoy, casi veinte años después, esos hombres empiezan a escasear, y las catedrales se derrumban, agonizantes de turistas que las recorren sin fervor, acribillándolas de fotografías y risotadas. Hoy, casi veinte años después, las catedrales mueren en una gangrena de desidias, abandonadas de Dios y de los hombres, mientras Europa crece sobre sus escombros, en medio de una obscenidad atea y tecnológica. Yo, de vez en cuando, reclino la cabeza sobre el pecho de mi abuelo y escucho el rumor herrumbroso de un mundo en vías de extinción, ese mundo habitado de catedrales, edificado de una sustancia más resistente aún que la piedra o el olvido.

Juan Manuel de Prada, “Dresde”, Reserva natural, p. 87

En Dresde, capital de Sajonia, anida el Ave Fénix. La noche del 13 de febrero de 1945, la aviación inglesa sobrevoló la ciudad, como una banda de pajarracos apocalípticos, y descargó sobre sus calles una sementera de pólvora que la redujo cenizas y diezmó a sus habitantes. Sesenta mil personas fueron devoradas por la ceguera homicida de las bombas, mientas los palacios e iglesias de la ciudad se desmoronaban estrepitosamente, alumbrando la pira del odio. Existen fotografías que retratan la fisonomía de Dresde después de aquella noche pavorosa, todo su esplendor versallesco quedó reducido a ruinas, entre las que afloran, aquí y allá, como crisantemos calcinados, miles de cadáveres con los ojos aún apresados por el sueño y, sin embargo, abiertos a la epifanía de la crueldad. Los edificios quedaron convertidos en acantilados de pesadilla, entre el fragor del humo y el silencio exacto de la muerte. Aquella noche del 13 de febrero de 1945, las aguas del Elba desfilaron con esa lentitud mortuoria de los animales heridos, y la hierba que crece en sus riberas se agostó, condecorada por el luto y la lluvia de ceniza que durante días cayó sobre Dresde, como una nieve obscena.

Pero la vida es obstinada corno un péndulo, y Dresde resucitó de aquella mortandad. Sus habitantes, guiados por ese fervor unánime que enaltece a las razas perseguidas, supieron sobreponerse a los sucesivos caducos (primero el saqueo nazi, que desvalijó sus pinacotecas por considerar que albergaban un “arte degenerado”; después el saqueo beodo y cainita de las tropas aliadas; ya por último el saqueo soviético, que aprovisionó sus museos a costa de empobrecer Dresde), y supieron transformar el rencor en una sustancia fértil que, sin renegar de la memoria, impulsase su renacimiento. Mediante suscripción popular, las iglesias y palacios infamados por la pólvora fueron nuevamente erguidos, hasta que la ciudad recuperó su aspecto primigenio. Hoy, los edificios más emblemáticos de Dresde mezclan, como en un puzzle mixto de esperanza y dolor, las piedras limpias de la restauración con las piedras anteriores a la Guerra, teñidas de un humo muy negro y espeso, tan espeso como el alquitrán o las blasfemias. Contemplando este panorama incesante de pundonor ciudadano, el visitante se convierte a las mitologías paganas; en efecto, el Ave Fénix existe, y anida en Dresde.

Juan Manuel de Prada, “La calumnia”, Reserva natural, p. 253

Nos hemos habituado a convivir con su presencia cenagosa, a respirar su aliento fétido, y ni siquiera nos damos cuenta de cómo nos va infectando por dentro, cómo nos pudre el alma y nos encharca los sentimientos. La calumnia campea sobre nuestras vidas, su mancha invasora se infiltra en nuestra sangre y se funde con nuestras células, hasta convertirse en sustancia de nosotros mismos. Hemos consagrado la presunción de inocencia como principio elemental de nuestras modernas democracias, pero cada día pisoteamos ese principio y nos limpiamos el barro de los zapatos en él, como si se tratase de un felpudo. La malicia popular, azuzada por los medios de comunicación, ha consagrado la calumnia como herramienta impune y risueña. Así se despachan honras, se allanan virtudes, se airean intimidades y se destruyen prestigios. Vivirnos instalados cn un clima de degradación moral irrespirable, y la calumnia, ese monstruo anaerobio, parásita nuestra convivencia.

Se resuelve en estos días el tan cacareado “Caso Arny”, pero los tribunales se pronuncian con dos años de retraso, cuando ya la calumnia ha quedado consolidada en el subconsciente colectivo. Un puñado de hombres inocentes son absueltos por el tribunal, pero no hay ley humana que los absuelva del oprobio que han tenido que sufrir y que los acompañará para siempre, como una reminiscencia de podredumbre. ¿Quién restituye a los imputados el honor abofeteado por la maledicencia? Quienes ayer fueron exonerados han tenido que sobrellevar sobre sus conciencias una presunción de culpabilidad que quizá ya los deje maltrechos, han tenido que soportar juicios dirimidos en tribunales catódicos, han tenido que combatir el cáncer de la calumnia desde su desvalimiento. Ayer fueron proclamados inocentes, pero antes ya los habíamos proclamado apestosos y culpables, en una manifestación unánime de la infamia que debería avergonzarnos.

¿Recuerda la polvareda que provocó el “Caso Arny”? Unos adolescentes chantajistas y arteros decidieron enfangar el honor de un puñado de famosos, y enseguida la calumnia se adueñó del aire, como una lumbre súbita, y nos hizo repudiar a quienes hoy aparecen corno víctimas. Por entonces creíamos que las víctimas eran los calumniadores, mozalbetes ya bastante talluditos y dueños de sus esfínteres, a quienes denominábamos, con cierta incorrección lingüística, menores, e incluso “niños”. ¿Recuerdan el debate social que suscitó esta supuesta “profanación de la infancia”? Nuestros políticos prometieron legislaciones represivas contra la prostitución infantil, algo que en aquel momento los enaltecía a nuestros ojos y les rentaba votos. Pero por debajo de las declaraciones de buena voluntad iba creciendo callada la calumnia, como una tenia maligna. ¿Quién resarcirá a los inocentes por las noches de insomnio y las lágrimas retenidas y el estrépito del escándalo?

Juan Manuel de Prada, “Misioneros”, ABC, 26.III.01

A mi colegio de monjas de la congregación del Amor de Dios iba, de vez en cuando, a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique. Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que, después de profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas regiones fustigadas por el hambre y la pólvora y las epidemias más feroces, para inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas, como alumbradas por unas convicciones indómitas. Habían renunciado a las ventajas de una vida regalada, habían renunciado al regazo protector de la familia y la congregación para agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del desierto. Entregaban su vida fértil en la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la osamenta. Con cuatro duros y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y consuelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan. También habían velado la agonía de muchos niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto? «Un día descubrí que Dios no era invisible –recuerdo que me contestó una de aquellas misioneras–. Su rostro asomaba en el rostro de cada hombre que sufre». Este descubrimiento las había obligado a rectificar su destino: «Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir viviendo». Y así se fueron al África o a cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces tardaban años en volver, tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban irreconocibles incluso para sus familiares; luego, tras una breve visita, regresaban a la misión, para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la eucaristía de sus desvelos. Y así, en un ejercicio de caridad insomne, iban extenuando sus últimas reservas físicas, hasta que la muerte las sorprendía ligeras de equipaje, para llevarse tan sólo su envoltura carnal, porque su alma acérrima y abnegada se quedaba para siempre entre aquellos a quienes habían entregado su coraje. Algunas, antes de dimitir voluntariamente de la vida, eran despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una partida de guerrilleros incontrolados.

Si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros que a este escándalo tan sórdido de abusos y violaciones y embarazos y abortos, no quedaría papel en el mundo. Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a mi colegio, enjutos y prematuramente encanecidos, en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo.

Juan Manuel de Prada, “Destruirse desde dentro”, ABC, 20.I.2007

Ha declarado Mel Gibson que su película Apocalypto, en la que se recrean las postrimerías de la civilización maya, constituye en realidad una alegoría sobre la decadencia de las sociedades occidentales. Apocalypto se abre con una cita de Will Durant que basta para advertirnos de sus intenciones: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro». La frase, de una lucidez que espanta, sirve de diagnóstico para nuestra época. Mucha gente me pregunta si considero que el islam es un enemigo para Occidente; mi respuesta es siempre la misma: «En absoluto. El enemigo está dentro, el enemigo somos nosotros mismos».

¿Qué peligro podría significar el islam si Occidente estuviese orgulloso de defender los valores que conforman su idiosincrasia? Los musulmanes residentes en nuestros países tendrían que acatar estos valores si desearan disfrutar de las ventajas que les reportan; desde el primer instante en que se atrevieran a infringirlos, serían despachados con viento fresco, o castigados por la Ley, como cada hijo de vecino. El problema no está en los musulmanes, por mucho que profesen una fe que a la vez postula un ordenamiento sociopolítico a cuyo rebufo se cobijan las más sórdidas dictaduras; bastaría con que los musulmanes tuviesen claro que jamás podrían ver realizados, en Occidente, sus anhelos expansionistas.

El problema para Occidente comienza cuando se muestra incapaz de defender los valores que fundan su ordenamiento jurídico, cuando descree de los hitos que han propiciado su progreso, cuando reniega de la moral que ha humanizado su convivencia; cuando, en definitiva, se niega a sostener la supremacía de su orden social y, a cambio, se abandona a un aguachirle de necedades merengosas que, bajo el marbete de Alianza de Civilizaciones o de cualquier otra majadería limítrofe, prefiguran la rendición.

Todavía quedan algunos ilusos que, a la hora de imaginarse el fin de nuestra civilización, se dedican a otear el horizonte, en busca de enemigos externos. Olvidan que, cuando entraron en Roma, los bárbaros no tuvieron que librar ninguna encarnizada batalla con un ejército defensor, ni vencer la resistencia de sus vecinos; entraron como Pedro por su casa, sin asestar un mandoble, enseñoreándose de una posesión que les pertenecía desde mucho tiempo atrás, desde que los gobernantes del otrora amedrentador imperio se convirtieron en una patulea de pacifistas claudicantes, desde que sus ciudadanos se entregaron con regocijo a las ventajas de la vida muelle y al disfrute de su opulencia.

Así perecen las civilizaciones, así las potencias más poderosas devienen naciones de opereta: destruidas desde dentro, inmoladas por los botarates que rigen sus destinos y por la chusma que los encumbró al poder. Porque no debemos pensar que los gobernantes irresponsables que rigen los destinos de los países en decadencia son meteoritos que abruptamente irrumpen en la vida política, venidos del espacio exterior, surgidos de la nada; por el contrario, son el fruto natural de una sociedad podrida y dimisionaria, son la expresión quintaesenciada de un clima moral decrépito, que es el de los pueblos dispuestos a mirar siempre hacia otro lado, dispuestos a entregar su primogenitura por un plato de lentejas, dispuestos a ceder a la extorsión, a renunciar a los principios que fundan su existencia, a ponerse de rodillas ante quien los quiere genuflexos, con tal de diferir un problema que se les viene encima, no importa que esté enturbantado o cubierto por la capucha macabra del terrorismo.

En estos días en que la dulce paz de los esclavos vuelve a asomar a los labios de nuestros gobernantes, amortizados ya aquellos dos muertecitos accidentales del aeropuerto; en estos días en que vuelve a iniciarse ese «proceso» indecoroso que tanto regocija a los enemigos de España, ya sabemos, con insobornable certeza, que la destrucción vendrá desde dentro.

Juan Manuel de Prada, “Mataderos infantiles”, ABC, 7.XI.2006

Un programa emitido recientemente por la televisión pública danesa demuestra que en un matadero infantil barcelonés se están perpetrando abortos a mansalva. El abortero que regenta este pingüe negocio declaraba sin empacho a la periodista danesa utilizada como cebo en el reportaje, encinta de siete meses: «Lo primero que haremos será provocar un ataque al corazón del feto, que así nacerá muerto. No hay problema». Dos años atrás, ya el dominical británico «The Sunday Telegraph» publicaba un reportaje donde se denunciaba que en el citado matadero se estaban perpetrando abortos a granel, so pretexto de «evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada». Tanto el programa danés como el reportaje del semanario británico demostraban que las clientes del matadero no están expuestas a ningún grave peligro; son, simplemente, mujeres que abortan por irreflexión, por pura inhumanidad, algunas veces incitadas por motivos irracionales, por una enajenación de la voluntad que los aborteros barceloneses incitan y estimulan. Como María, una valenciana de cuarenta años que en el año 2000 acudió a este matadero, solicitando que le fuese practicado un aborto, porque el hijo que esperaba era varón, y ella deseaba tener una niña. No importó que tanto ella como el niño gestante estuviesen completamente sanos; en lugar de disuadirla de tan aberrante capricho, el abortero consumó el crimen, aprovechándose de la ofuscación de María, quien tras despertar de la anestesia cobró conciencia de la bestialidad que acababa de perpetrarse.

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Juan Manuel de Prada, “La libertad de la Iglesia”, ABC, 25.IX.2006

Siempre se me había antojado un asunto sobredimensionado. El complemento presupuestario a la asignación tributaria que el Estado aporta al sostenimiento de la Iglesia es una cantidad ínfima -apenas unos millones de euros- en comparación con la cantidad mucho más abultada que la Iglesia revierte sobre la sociedad. Pero ese complemento se había convertido, muy especialmente en los últimos años, en excusa para las más burdas demagogias, que prenden como la yesca entre la gente incauta, y hasta para muy patibularias amenazas. Algún ministro llegó, incluso, a recordar a la Iglesia que ese grifo se podía cerrar si perseveraba en defender posturas contrarias a las que mantenía el gobierno de turno. Pero la libertad de la Iglesia ni se compra ni se vende: ha recibido una encomienda divina que seguirá cumpliendo, en cualquier circunstancia, no importa que sus arcas estén vacías, que es como, por cierto, siempre están, porque el dinero que la Iglesia percibe de inmediato lo emplea en el cumplimiento de su encomienda. Esta libertad que concede la pobreza no es incompatible, sin embargo, con la autonomía financiera; desde que ese complemento presupuestario fuese instituido, la Iglesia española ha mostrado su deseo de que le fuera retirado, siempre que el porcentaje de la asignación tributaria fuese realista y no fundado sobre la ficción absurda de que todos los contribuyentes la ayudarían en sus necesidades.

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Juan Manuel de Prada, “El Papa de la razón”, ABC, 18.IX.2006

Produce consternación que un discurso tan bellamente argumentado, tan límpido y sutil, tan luminoso y benéfico como el que Benedicto XVI pronunció en la Universidad de Ratisbona haya sido empleado por los fanáticos islamistas para desatar una ola de violencia vesánica. Pero la consternación, y la repulsión, y la náusea, alcanzan cúspides difícilmente superables ante el silencio cetrino, acobardado o lacayuno con que los gobernantes occidentales han acogido tales muestras de violencia; silencio que no es sino la expresión claudicante de una Europa que ha renunciado a defender los principios que se asientan sobre la razón, los principios que fundan su genealogía espiritual, para inclinar dócilmente la testuz ante el hacha que blande el verdugo. Espectáculo de vileza infinita, de cobardía blandengue, de rendición monstruosa de la razón ante el acoso de la barbarie, merecedor por sí solo de ocupar un voluminoso volumen en la historia universal de la infamia. En cierta ocasión, escribí que no acepto otra autoridad que la que viene de Roma; hoy, ante este denigrante episodio de ignominia, en el que un hombre vestido de blanco hace frente en soledad a las hordas del fanatismo, mientras los mandatarios del mundo occidental le vuelven la espalda, me ratifico en esta impresión. No hay otra esperanza para el mundo que hemos heredado, el mundo que esa patulea de dimisionarios abyectos está vendiendo en pública almoneda, que la fuerza espiritual que irradia Roma.

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Juan Manuel de Prada, “El corazón de las tinieblas”, ABC, 14.VIII.2006

Cuando ya está a punto de cumplir los ochenta años -¡a buenas horas, mangas verdes!-, el escritor alemán Günter Grass reconoce que militó en las Waffen-SS, auténtico ejército paralelo surgido en el seno de la organización nazi, fundado por el propio Heinrich Himmler, líder de las SS, la guardia pretoriana de Hitler. Conviene especificar que las Waffen-SS, que llegaron a aglutinar una fuerza de más de novecientos mil hombres, agrupados en treinta y ocho divisiones de combate, fueron condenadas, durante el proceso de Nuremberg, como integrantes de una organización criminal, por su vinculación directa con el Partido Nacional-Socialista. En las actas de dicho proceso, podemos leer que «las SS fueron usadas para propósitos criminales, incluyendo la persecución y el exterminio de judíos, brutalidades y asesinatos en campos de concentración, excesos en la administración de los territorios ocupados y el maltrato y asesinato de prisioneros de guerra». De dicha condena colectiva sólo se salvaron los soldados rasos.

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Juan Manuel de Prada, “Dios andaba por medio”, ABC, 5.VIII.2006

Seguramente las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan hayan tenido ocasión, como yo mismo, de empacharse con la caterva de libracos que, como buitres al hedor de la carroña, han vituperado las imprentas durante los últimos meses, al rebufo de la malversación de la memoria histórica orquestada por el Gobierno. Es cierto que se han publicado algunos volúmenes valiosos, pero la avalancha de cochambre panfletaria ha sido tan copiosa y jaleada que han pasado casi inadvertidos. Ahora quisiera llamarles la atención sobre uno de esos pocos libros valiosos; un libro enjuto y conmovedor que no merecería quedar sepultado entre la morralla mejor promocionada. Se titula «Un adolescente en la retaguardia» (Ediciones Encuentro) y lo firma un octogenario, el Padre Plácido María Gil Imirizaldu, a quien el estallido de la contienda pillaría, con apenas quince años, en el monasterio benedictino de El Pueyo (Barbastro), donde a la sazón cursaba estudios. Se trata de uno de los libros más hermosos que he leído en mucho tiempo, de una belleza frugal y reparadora que ensancha el espíritu.

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